§ 70
La naturaleza es la voluntad en cuanto se ve fuera de sí misma; para eso su punto de vista ha de ser un intelecto individual. Este es precisamente su producto.
§ 71
En vez de demostrar la sabiduría de Dios en las obras de la naturaleza y del instinto artesano, como hacen los ingleses, estas nos deberían llevar a comprender que todo lo que se realiza a través del medio de la representación, es decir, del intelecto, aun cuando se eleve hasta la razón, es una simple chapuza frente a lo que nace directamente de la voluntad en cuanto cosa en sí y no está mediado por ninguna representación, como es el caso de las obras de la naturaleza. Ese es el tema de mi tratado Sobre la voluntad en la naturaleza, que por ello no puedo recomendar lo bastante a mis lectores: en él se encuentra expuesto con mayor claridad que en ninguna otra parte el núcleo de mi teoría.
§ 72
Cuando se examina cómo la naturaleza se preocupa poco por los individuos y, sin embargo, vela con extremo cuidado por la conservación de la especie a través de la omnipotencia del instinto sexual y el incalculable exceso de gérmenes que, en el caso de las plantas, los peces y los insectos, con frecuencia está preparado para sustituir al individuo con varios cientos de miles; cuando consideramos eso, llegamos a la convicción de que, así como a la naturaleza le es fácil producir un individuo, la originaria producción de la especie le resulta muy complicada. Por eso nunca vemos nacer una nueva especie: incluso la generatio aequivoca, cuando tiene lugar (lo cual es indudable sobre todo en los epizoarios y los parásitos en general), no produce más que especies ya conocidas: y las pocas especies extinguidas de la fauna que ahora puebla la Tierra —por ejemplo, la del ave dudu (Didus ineptus)— la naturaleza no es capaz de restituirlas aunque hayan estado en su plan: — por eso nos mantenemos y nos asombramos de que nuestra avidez haya conseguido jugarle esa mala pasada.
§ 73
En la primitiva nebulosa lumínica en la que, según la cosmogonía de Laplace, consistía el Sol que llegaba hasta Neptuno, los elementos químicos no podían existir aún actu sino solo potentia: pero la primera y originaria separación de la materia en hidrógeno y oxígeno, azufre y carbono, nitrógeno, cloro, etc., como también en los distintos metales, tan parecidos entre sí pero tan netamente diferenciados, fue la primera pulsación del acorde fundamental del mundo.
Además, yo sospecho que todos los metales son la combinación de dos elementos absolutos aún desconocidos para nosotros, y que solamente se distinguen por el quantum relativo de ambos; en eso se basa también su antagonismo eléctrico, según una ley análoga a aquella por la cual el oxígeno de la base de una sal está con su radical en relación inversa a la que ambos mantienen en el ácido de la misma sal. Si se quisiera descomponer los metales en aquellos elementos, probablemente se podría hacer. Pero existen impedimentos.
§ 74
Entre la gente sin formación filosófica, dentro de la cual hay que contar a los que no han estudiado la filosofía kantiana, y por lo tanto entre la mayoría de los extranjeros, así como entre muchos médicos alemanes y otros del estilo que filosofan confiados sobre ni la base de su catecismo, subsiste aún la antigua y falsa contraposición entre espíritu y materia. Pero en especial han sido los hegelianos quienes, a consecuencia de su extraordinaria ignorancia y su incultura filosófica, la han puesto de nuevo en curso bajo el nombre «espíritu y naturaleza», retomado de la filosofía prekantiana; con él la han vuelto a poner sobre la mesa de forma totalmente ingenua, como si Kant nunca hubiera existido y como si nosotros todavía anduviéramos adornados con pelucas largas entre setos recortados, igual que Leibniz en los jardines de Herrenhausen (Leibn. ed. Erdmann, p. 755), filosofando con princesas y damas de la corte sobre «espíritu y naturaleza» —entendiendo por la última los setos recortados y por el primero, el contenido de las pelucas—. Bajo el supuesto de esta falsa contraposición existen entonces espiritualistas y materialistas. Los últimos afirman que la materia lo produce todo a través de su forma y su mezcla; por lo tanto, también el pensar y el querer del hombre; contra esto claman entonces los primeros, y así sucesivamente.
Mas en verdad no hay ni espíritu ni materia, pero sí mucho absurdo y delirio en el mundo. La tendencia gravitatoria en la piedra es exactamente tan inexplicable como el pensamiento en el cerebro humano, así que, por esa razón, también se podría inferir un espíritu en la piedra. A aquellos disputantes yo les diría: creéis conocer una materia muerta, es decir, totalmente pasiva y sin cualidades, porque os figuráis que entendéis realmente todo lo que sois capaces de reducir a acción mecánica. Pero así como reconocéis que las acciones físicas y químicas son incomprensibles mientras no podáis reducirlas a acciones mecánicas, también esas acciones mecánicas, es decir, las manifestaciones que surgen de la gravedad, la impenetrabilidad, la cohesión, la dureza, la rigidez, la elasticidad, la fluidez, etc., son tan misteriosas como aquellas e incluso como el pensar en la mente humana. Si la materia puede caer a la tierra sin que sepáis por qué, también puede pensar sin que sepáis por qué. En la mecánica lo comprensible de forma pura y absoluta, hasta el final, no va más allá de la parte meramente matemática de cada explicación, así que está limitado a las determinaciones de espacio y tiempo. Mas estos dos junto con toda su legalidad nos son conocidos a priori, son por lo tanto meras formas de nuestro conocer y pertenecen en exclusiva a nuestras representaciones. Así pues, sus determinaciones son en el fondo subjetivas y no afectan a lo puramente objetivo, a lo independiente de nuestro conocimiento, a la cosa en sí misma. Pero en cuanto avanzamos en la mecánica más allá de lo puramente matemático, en cuanto llegamos a la impenetrabilidad, la gravedad, la rigidez, la fluidez o la gaseidad, entonces nos las vemos con manifestaciones que nos resultan tan misteriosas como el pensar y el querer del hombre, es decir, con lo directamente insondable: pues eso es toda fuerza natural. ¿Dónde queda entonces aquella materia que conocéis y comprendéis tan íntimamente que pretendéis explicarlo todo por ella, reducirlo todo a ella? — Solo lo matemático es puramente comprensible y sondeable por completo, porque es lo que radica en el sujeto, en nuestro propio aparato representativo: pero en cuanto se presenta algo verdaderamente objetivo, algo no determinable a priori, inmediatamente es insondable en última instancia. Lo que perciben el sentido y el entendimiento es un fenómeno totalmente superficial que deja intacta la esencia verdadera e íntima de las cosas. Eso sostuvo Kant. Pero si admitís en la mente humana un espíritu como Deus ex machina[139], entonces, como se dijo, tenéis que atribuir también un espíritu a todas las piedras. En cambio, si vuestra materia muerta y puramente pasiva puede, en la forma de gravedad, sentirse atraída o, como electricidad, atraer, repeler y echar chispas, también puede, en cuanto sustancia cerebral, pensar. En suma, a todo presunto espíritu se le puede atribuir materia, pero también a cualquier materia se le puede atribuir espíritu; de donde resulta que la contraposición es falsa.
Así pues, la correcta desde el punto de vista filosófico no es aquella división cartesiana de todas las cosas en espíritu y materia, sino la de voluntad y representación: mas esta no guarda paralelismo alguno con aquella. Pues espiritualiza todo en la medida en que, por una parte, traslada a la representación lo que allí es plenamente real y objetivo: los cuerpos o la materia; y, por otra, reduce el ser en sí de todo fenómeno a voluntad.
El origen de la representación de la materia en general, en cuanto soporte objetivo de todas las cualidades que carece él mismo de ellas, lo he expuesto primero en mi obra principal, volumen I, 113 p. 9 [3.a ed., p. 10]; y luego, con mayor claridad y exactitud, en la segunda edición de mi tratado Sobre el principio de razón, § 21, p. 77. Lo recuerdo aquí para que no se pierda nunca de vista esa nueva doctrina esencial de mi filosofía. Según ello, aquella materia no es más que la función intelectual de la causalidad objetivada, es decir, proyectada hacia fuera; es, pues, la hipóstasis objetiva del obrar en general sin mayor determinación de su modo y manera. Por consiguiente, en la captación objetiva del mundo corpóreo el intelecto proporciona por sus propios medios todas las formas de este: espacio, tiempo y causalidad, y con estas también el concepto de la materia pensada en abstracto, carente de forma y cualidad, que en cuanto tal nunca se puede presentar en la experiencia. Pero luego el intelecto, por medio de esas formas y en ellas, percibe un contenido real (que siempre procede exclusivamente de la afección sensorial); es decir, algo independiente de sus propias formas cognoscitivas que no se manifiesta en el obrar en general sino en una determinada forma de acción; y entonces establece eso como cuerpo, esto es, como materia formada y específicamente determinada, que se presenta así como independiente de las formas intelectivas, esto es, como algo plenamente objetivo. Mas aquí hay que recordar que la materia empíricamente dada se manifiesta siempre exclusivamente a través de las fuerzas que en ellas se exteriorizan; como también que, a la inversa, ninguna fuerza es conocida más que como inherente a la materia: ambas juntas constituyen los cuerpos empíricamente reales. No obstante, todo lo empíricamente real mantiene la idealidad trascendental. Yo he demostrado que la cosa en sí misma que se presenta en tales cuerpos empíricamente dados, es decir, en todo fenómeno, es la voluntad. Si volvemos a tomar esa cosa en sí como punto de partida, entonces, según lo he expresado con frecuencia, la materia es para nosotros la simple visibilidad de la voluntad, no esta misma: por consiguiente, pertenece a la parte puramente formal de nuestra representación, no a la cosa en sí. En conformidad con ello hemos de pensarla como carente de forma y cualidad, absolutamente inerte y pasiva; pero solo podemos pensarla in abstracto: pues la sola materia, sin forma ni cualidad, nunca es dada empíricamente. Pero así como no hay más que una materia que, aun apareciendo bajo las más diversas formas y accidentes, es la misma, también la voluntad es el último término una y la misma en todos los fenómenos. Lo que desde el punto de vista objetivo es materia, desde el subjetivo es voluntad. — Todas las ciencias naturales tienen la inevitable desventaja de concebir la naturaleza exclusivamente desde el lado objetivo, sin preocuparse por el subjetivo. Mas en este se halla necesariamente la cuestión principal: esta incumbe a la filosofía.
Como consecuencia de lo anterior, a nuestro intelecto, ligado a sus formas y destinado en origen solamente al servicio de una voluntad individual y no al conocimiento objetivo de la esencia de las cosas, aquello de lo que nacen y proceden todas las cosas se le ha de manifestar justo como materia, es decir, como lo real en general, lo que llena el espacio y el tiempo, lo que permanece en todos los cambios de las cualidades y formas, lo que constituye el sustrato común de todas las intuiciones pero por sí solo no se puede intuir; entonces queda sin resolver primera e inmediatamente qué es esa materia en sí misma. Si con la tan utilizada expresión absoluto entendemos lo que nunca puede nacer ni perecer y de lo cual, en cambio, ha sido formado y originado todo lo que existe, no tenemos que buscarlo en lugares imaginarios, sino que está claro que la materia responde plenamente a aquellos requisitos. — Una vez que Kant mostró que los cuerpos son meros fenómenos pero su ser en sí permanecía incognoscible, yo he conseguido demostrar que ese ser es idéntico a lo que en nuestra autoconciencia conocemos inmediatamente como voluntad. En consecuencia (Mundo como voluntad y representación vol. II, cap. 24), he interpretado la materia como la mera visibilidad de la voluntad. Además, dado que en mi pensamiento toda fuerza natural es fenómeno de la voluntad, se sigue que no puede aparecer ninguna fuerza sin sustrato material y, por lo tanto, tampoco puede tener lugar la manifestación de una fuerza sin algún cambio material. Esto concuerda con la afirmación del zooquímico Liebig de que todas las acciones musculares y hasta todos los pensamientos del cerebro tienen que estar acompañados de un cambio en los tejidos. Sin embargo, aquí hemos de atenernos siempre al hecho de que, por otra parte, la materia no se puede conocer empíricamente más que a través de las fuerzas que en ella lis se manifiestan. Ella es precisamente la simple manifestación de esas fuerzas en general, es decir, in abstracto. En sí misma es la visibilidad de la voluntad.
§ 75
Cuando tenemos ocasión de ver a una magnitud colosal las acciones simples que a diario tenemos ante los ojos a pequeña escala, esa visión nos resulta nueva, interesante e instructiva; porque solo entonces obtenemos una representación adecuada de las fuerzas naturales que se manifiestan en ellas. Ejemplos de esa clase son los eclipses de luna, los incendios, las grandes cataratas, la apertura de los canales en el interior de la montaña, en Saint Ferriol, que abastecen de agua el canal de Languedoc; el tumulto y la aglomeración de témpanos en el nacimiento de una corriente; un barco que es botado, incluso una cuerda tensada de unas doscientas varas de largo que casi en un instante es sacada del agua en toda su longitud, como ocurre cuando se arrastra un barco, etc. ¿Qué sería si la acción de la gravitación, que no conocemos intuitivamente más que a partir de una relación tan parcial como la gravedad terrestre, la pudiéramos abarcar alguna vez de forma inmediatamente intuitiva en su actividad a gran escala, entre los cuerpos del cosmos, y tuviéramos ante la vista
Cómo corren
En pos de las metas que los atraen[140].
§ 76
Empírico en el sentido estricto es el conocimiento que se queda en los efectos sin poder acceder a las causas. Con frecuencia es suficiente a efectos prácticos, por ejemplo, en la terapia.
Las bufonadas de los filósofos naturales de la escuela de Schelling, por un lado, y los resultados del empirismo, por otro, han originado en muchos tal horror a los sistemas y las teorías, que esperan que todos los progresos de la física vengan de las manos sin intervención de la mente; es decir, prefieren limitarse a experimentar sin pensar nada mientras tanto. Piensan que su aparato físico o químico debe pensar en lugar de ellos y debe enunciar la verdad en el lenguaje de los meros experimentos. Con ese fin se acumulan hasta el infinito los experimentos, y en ellos, a su vez, las condiciones; de modo que se opera con experimentos sumamente complicados y al final hasta totalmente enrevesados, es decir, tales que en modo alguno pueden ofrecer un resultado nítido y claro pero han de apretar las clavijas a la naturaleza para obligarle a hablar; mientras que el investigador auténtico y que piensa por sí mismo dispone sus experimentos con la mayor simplicidad posible a fin de oír con nitidez el claro testimonio de la naturaleza y juzgar de acuerdo con él: pues la naturaleza se presenta siempre como un mero testigo. Ejemplos de lo dicho los ofrece ante todo la parte cromatológica de la óptica con inclusión de la teoría de los colores fisiológicos, tal y como ha sido tratada por los franceses y los alemanes en los últimos veinte años.
Pero al descubrimiento de las verdades más importantes no nos conduce la observación de los fenómenos raros y ocultos que solo se presentan en experimentos, sino la de los fenómenos patentes que son asequibles a cualquiera. Por eso, la tarea no es tanto ver lo que aún nadie ha visto como pensar lo que aún nadie ha pensado de aquello que todo el mundo ve. De ahí que se requiera mucho más para ser un filósofo que un físico.
§ 77
La diferencia de tonos en relación con la agudeza y la gravedad es para el oído cualitativa: la física, sin embargo, la reduce a meramente cuantitativa, en concreto, a la vibración más rápida o más lenta; por consiguiente, lo explica todo por la mera actividad mecánica. Precisamente por eso, en la música no solo el elemento rítmico —el compás— sino también el armónico —la agudeza y gravedad de los tonos— se reduce a movimiento y, por consiguiente, a simple medida temporal y, por lo tanto, a números.
La analogía arroja como resultado una fuerte presunción en favor de la visión de la naturaleza de Locke: que todo lo que nuestros sentidos perciben en los cuerpos como cualidad (las cualidades secundarias de Locke) no es en sí mismo más que la diversidad de lo cuantitativo, en concreto, el simple resultado de la impenetrabilidad, la magnitud, la forma, el reposo o movimiento y el número de las partes más pequeñas; cualidades estas que Locke mantuvo como las únicas objetivamente reales, llamándolas por ello cualidades primarias, es decir, originales. En los tonos eso se podía demostrar directamente por el simple hecho de que aquí el experimento permite cualquier extensión, ya que podemos hacer vibrar cuerdas largas y gruesas, y contar sus lentas vibraciones: pero lo mismo ocurría con todas las cualidades. La idea se trasladó en primer lugar a la luz, cuya acción y coloración se deduce de un éter totalmente imaginario y se calcula con total exactitud; unas colosales fanfarronadas y bufonadas que, expuestas con inaudita osadía, son repetidas especialmente por los más ignorantes de la república de los eruditos, con una confianza y seguridad tan pueriles que habría que pensar que han visto realmente y tenido en sus manos el éter, sus vibraciones, los átomos y cualesquiera otras gracias. — De esa visión resultarían después consecuencias en favor del atomismo como el que impera en especial en Francia, pero que también se propaga por Alemania favorecido por la estequiometría química[141] de Berzelius (Pouillet [Eléments de physique experimentale et de météorologie] I, p. 23). Seria superfluo entrar aquí a refutar el atomismo en detalle, ya que a lo sumo puede valer como una hipótesis indemostrada.
Un átomo, por pequeño que sea, es siempre un continuum de materia ininterrumpida: si os lo podéis imaginar pequeño, ¿por qué no grande? ¿Pero para qué entonces los átomos?
Los átomos químicos son simplemente la expresión de las relaciones fijas y constantes en las que se combinan los elementos; expresión que, al tener que formularse en cifras, se ha basado en una unidad tomada a discreción: el peso del quantum de oxígeno con el que se combina cada elemento. Pero para esa relación de peso se ha elegido, de manera muy desafortunada, la antigua expresión átomo; y de aquí ha nacido, de mano de los químicos franceses, que no han aprendido nada más que su química, un craso atomismo que toma el asunto en serio, realiza una hipóstasis de aquellas simples fichas convirtiéndolas en átomos reales, y habla en el sentido de Demócrito de su agrupación (arrangement) en un cuerpo de esta manera, y en aquel de esta otra, para explicar a partir de ahí sus cualidades y diferencias; ello, sin tener la menor idea de lo absurdo de la cuestión. Va de suyo que tampoco en Alemania faltan boticarios ignorantes que «decoran las cátedras» y siguen los pasos de aquellos; y no nos debe sorprender que en los compendios, de forma directamente dogmática y totalmente en serio, como si realmente supieran algo al respecto, enseñen a los estudiantes que ¡«la cristalización de los cuerpos tiene su razón en una ordenación rectilínea de los átomos»! (Wohler, Elementos de química tomo I, química inorgánica, p. 3). Esa gente habla el mismo idioma que Kant y desde la juventud ha oído pronunciar su nombre con veneración, y sin embargo nunca ha pegado la nariz a su obra. A cambio tenían que lanzar al mercado tales bufonadas escandalosas. — Pero se podría hacer una buena obra (une charité) a los franceses traduciéndoles con acierto y rigor los Principios metafísicos de la ciencia natural de Kant a fin de curarles, si es posible, de la recaída en aquel democritismo. Como ilustración se podrían incluso añadir algunos pasajes de las Ideas sobre la filosofía de la naturaleza de Schelling: por ejemplo, los capítulos tercero y quinto del segundo libro; pues aquí, como siempre que Schelling se halla a hombros de Kant, dice mucho de bueno y digno de consideración.
A dónde conduce el pensar sin experimentar nos lo ha mostrado la Edad Media: pero este siglo está destinado a hacernos ver a dónde conduce el experimentar sin pensar y cuál es el resultado cuando la instrucción de la juventud se limita a la física y la química. Solo a partir de la completa ignorancia de la filosofía kantiana que han tenido desde siempre los franceses y los ingleses, y de su abandono y olvido por parte de los alemanes desde el proceso de embrutecimiento hegeliano, se puede explicar la increíble grosería de la física mecánica actual, cuyos adeptos pretenden reducir toda fuerza natural de tipo superior —la luz, el calor, la electricidad, el proceso químico, etc.— a las leyes del movimiento, el choque y la presión, así como a configuración geométrica, a sus átomos imaginarios, a los que en la mayoría de los casos llaman de manera desvergonzada «moléculas»; y, con la misma desvergüenza, en sus explicaciones pasan a hacer otro tanto[142] con la gravedad y también deducen esta, à la Descartes, de un choque, a fin de que no haya más que golpear y ser golpeado, lo único comprensible para ellos. Lo más divertido es cuando hablan de las moléculas del aire o de su oxígeno. Según eso, los tres estados de agregación serían simplemente un polvo más fino, otro aún más y otro todavía más. Esto les resulta comprensible. Esas gentes, que han experimentado mucho y pensado poco, así que son realistas de la clase más burda, consideran la materia y las leyes del choque algo dado absolutamente y comprensible hasta el fondo; de modo que una reducción a ellas les parece una explicación plenamente satisfactoria, si bien en verdad aquellas cualidades mecánicas son justo tan misteriosas como las que se deben explicar con ellas; de ahí que, por ejemplo, no entendamos la cohesión mejor que la luz o la electricidad. El excesivo trabajo de experimentación aleja realmente a nuestros físicos de pensar como de leer: olvidan que los experimentos nunca pueden ofrecer la verdad misma sino solamente los datos para descubrirla. Análogos a ellos son los fisiólogos, que niegan la fuerza vital y pretenden sustituirla por fuerzas químicas. —
Un átomo no sería un simple trozo de materia carente de poros sino que, dado que ha de ser indivisible, o bien carecería de extensión (pero entonces no sería materia) o bien estaría dotado de una cohesión absoluta de sus partes, es decir, superior a cualquier poder posible. Remito aquí a lo que he dicho al respecto en el segundo volumen de mi obra principal, capítulo 23, p. 305 [3.a edición, p. 344]. —Además, si se entienden los átomos químicos en el sentido propio, es decir, objetivo y real, en el fondo no existe ya ninguna verdadera combinación química, sino que todas se reducen a una amalgama muy sutil de átomos diferentes que permanecen eternamente separados; cuando el carácter peculiar de una combinación química consiste precisamente en que su producto es un cuerpo absolutamente homogéneo, es decir, en el cual no se puede encontrar ninguna parte, aun infinitamente pequeña, que no contenga ambas sustancias combinadas (pruebas de este principio kantiano se encuentran en Schelling, El alma del mundo., pp. 168 y 137): precisamente por eso el agua es tan enormemente distinta del gas oxhídrico, porque es la fusión química de ambas sustancias, que en este se encuentran unidas simplemente como la más sutil amalgama[143].
En la mencionada reducción de las combinaciones químicas a amalgamas de átomos muy sutiles encuentra su satisfacción la manía e idea fija de los franceses de reducirlo todo a procesos mecánicos; pero no la verdad, en cuyo interés recuerdo más bien la sentencia de Oken (Sobre la luz y el calor, p. 9) de que «nada, absolutamente nada en el universo que sea un fenómeno del mundo está mediado por principios mecánicos». En el fondo no hay más que un modo de acción mecánica, consistente en el intento de un cuerpo de penetrar en el espacio ocupado por otro: a eso se reducen tanto la presión como el choque, que se distinguen simplemente por el carácter paulatino o repentino, si bien con el último la fuerza se hace «viva». Así pues, en eso se basa todo lo que la mecánica ofrece. La tracción es solo aparente: por ejemplo, la cuerda con la que se tira de un cuerpo lo empuja, es decir, lo oprime desde atrás. Pero con eso quieren ellos explicar toda la naturaleza: la acción de la luz sobre la retina debe consistir en choques mecánicos más lentos o más rápidos. Con ese fin han imaginado un éter que debe chocar, cuando sin embargo ven que, hasta en la tempestad más violenta que todo lo dobla, el rayo de luz se mantiene tan inmóvil como un fantasma. Los alemanes harían bien en liberarse de la elogiada experiencia y su trabajo lo suficiente como para estudiar los Principios metafísicas de la ciencia natural de Kant, a fin de poner orden no solo en el laboratorio sino también en la cabeza. Como consecuencia de su materia, la física se topa con gran frecuencia y de forma inevitable con problemas metafísicos; y entonces nuestros físicos, que no conocen más que sus juguetes electrizados, sus pilas voltaicas y sus ancas de rana[144], revelan una ignorancia e incultura crasas y hasta pedestres en cuestiones de filosofía (de la que se llaman doctores), así como la desfachatez que casi siempre acompaña a la ignorancia, y en virtud de la cual filosofan a la buena de Dios sobre problemas que ocupan a los filósofos desde milenios (como la materia, el movimiento o el cambio), igual que rudos campesinos; por eso no merecen más contestación que el epigrama:
Pobre diablo empirista, ni aun la estupidez conoces,
Que en ti mismo es, ¡oh!, tan estúpida a priori[145][146].
§ 78
La disolución química es la superación de la cohesión mediante la afinidad. Ambas son qualitates occultae.
§ 79
No considero que la luz sea una emanación ni una vibración: ambas hipótesis son mecánicas y afines a la que explica la transparencia mediante poros. Antes bien, la luz es en cuanto tal algo completamente sui generis y carente de verdadero análogo[147]. Lo más afín a ella, en el fondo su mera metamorfosis, es el calor, cuya naturaleza puede por lo tanto servir en primera instancia para explicar la de ella.
El calor es, como la misma luz, imponderable, si bien muestra una cierta materialidad en el hecho de que se comporta como una sustancia persistente, en la medida en que pasa de un cuerpo y lugar a otro, y ha de abandonar aquel para tomar posesión de este; de modo que cuando se ha retirado de un cuerpo hemos de poder señalar a dónde ha ido y encontrarlo en alguna parte, aun cuando no estuviera más que en estado latente. Así pues, en eso se comporta como una sustancia persistente, es decir, como la materia[148]. Ciertamente, para él no hay ningún cuerpo absolutamente impenetrable en el que se lo pudiera encerrar por completo: pero lo vemos retirarse más lento o más rápido según lo frene un aislante mejor o peor, y por eso no podemos dudar de que un aislante absoluto pudiera encerrarlo y conservarlo para siempre. Mas su persistencia y su naturaleza sustancial se muestran de manera especial cuando se hace latente, ya que entonces entra en un estado en el que se podría conservar durante todo el tiempo que se quisiera y más tarde, en forma de libre calor, dejar que saliera a la luz sin merma. La latencia y nueva liberación del calor es prueba irrefutable de su naturaleza material y, dado que este es una metamorfosis de la luz, también de la de la luz. Así pues, el sistema de la emanación tiene razón o, más bien, es el que más se acerca a la verdad. El calor es materia imponderabilis, como acertadamente se lo ha denominado. En suma, lo vemos migrar y ocultarse pero nunca desaparecer, y en todo momento podemos indicar lo que ha sido de él. Solamente en la incandescencia se transforma en luz asumiendo entonces la naturaleza y leyes de esta. Dicha metamorfosis se hace especialmente manifiesta en la luz de calcio de Drummond[149] que, como es sabido, ha sido utilizada en el microscopio de hidro-oxígeno. Dado que todos los soles son una continua fuente de nuevo calor, pero el calor existente, como se ha mostrado, nunca se pierde sino que solo se transforma o a lo sumo se hace latente, podríamos inferir que el mundo en su conjunto se vuelve cada vez más caliente. Eso lo dejo ahí planteado. —Así pues, el calor en cuanto tal se muestra siempre como un quantum imponderable pero permanente[150]. — No obstante, contra la opinión de que es una sustancia que entra en combinación química con el cuerpo calentado hay que objetar que cuanta más afinidad tienen dos sustancias más difícil es separarlas: pero los cuerpos que asumen el calor con más facilidad son también los que más fácilmente lo liberan, por ejemplo, los metales. En cambio, la latencia del calor sí puede considerarse una combinación química del mismo con los cuerpos: así el hielo y el calor producen un nuevo cuerpo: el agua. Puesto que aquí el calor está ligado con un cuerpo realmente y por una afinidad preponderante, no pasa enseguida de él a cualquier otro que se le acerque como pasa desde los cuerpos a los que está simplemente adherido. — Quien quiera emplear esto en ejemplos del tipo de las afinidades electivas de Goethe puede decir que una mujer fiel está ligada a un hombre como el calor latente al agua; en cambio, la cortesana infiel simplemente se ha acercado a él desde fuera, como el calor al metal, mientras no se aproxime ningún otro que la desee más. —
Para mi sorpresa descubro que los físicos por lo general (quizá sin excepción) toman capacidad calorífica y calor específico por la misma cosa y como sinónimos. Yo pienso que más bien se oponen. Cuanto más calor específico posee un cuerpo, menos calor inducido puede asumir, ya que lo devuelve inmediatamente; así que menor es su capacidad calorífica; y lo mismo a la inversa. Si para que un cuerpo sea llevado a un determinado grado de calor termométrico necesita más calor procedente de fuera que otro, tiene una mayor capacidad calorífica: por ejemplo, el aceite de linaza tiene la mitad de capacidad que el agua. Para poner una libra de agua a 60º R.[eaumur][151] se requiere tanto calor como para derretir una libra de hielo, con lo cual el calor queda latente. En cambio, el aceite de linaza se pone a 60º comunicándole la mitad de calor; sin embargo, al liberarlo de nuevo y descender a cero no puede derretir más que media libra de hielo. Por eso el aceite de linaza posee el doble de calor específico que el agua y, por consiguiente, la mitad de capacidad calorífica: pues únicamente puede devolver el calor que se le ha transmitido, no el específico. Así que cuanto más calor específico, es decir, pecidiar a él, tiene un cuerpo, menor es su capacidad, esto es, con mayor facilidad repele el calor transmitido que actúa en el termómetro. Cuanto más calor es necesario transmitirle, mayor es su capacidad y menor su calor específico, es decir, peculiar a él e imposible de exteriorizarse: por consiguiente, vuelve a liberar el calor que se le ha inducido: por eso, una libra de agua a 60º de calor termométrico derrite una libra de hielo cuando desciende a cero, mientras que una libra de aceite de linaza a 60º de calor termométrico no puede derretir más que media libra de hielo. Es ridículo decir que el agua tiene más calor específico que el aceite. Cuanto más calor específico tiene un cuerpo, menos calor externo se necesita para calentarlo: pero menos calor puede liberar: se enfría rápidamente, como rápidamente se ha calentado. Todo este asunto se halla expuesto con pleno acierto en la Física de Tobías Maier, § 350 ss.; pero también él confunde, en el § 356, la capacidad calorífica con el calor específico, tomándolos por idénticos. El cuerpo líquido no pierde su calor específico hasta que cambia su estado de agregación, es decir, hasta que se congela: por consiguiente, ese calor específico sería en los cuerpos líquidos el calor latente: pero también los cuerpos sólidos tienen su calor específico. Baumgärtner hace mención de las limaduras de hierro.
La latencia del calor constituye la refutación evidente e incontestable de la burda mecánica física actual, según la cual el calor es un simple movimiento, una sacudida de las partes ínfimas de los cuerpos: ¿pues cómo un simple movimiento podría cesar por completo para resurgir después de un reposo de años, y con la misma velocidad que tuvo antes?
La luz no se comporta de forma tan material como el calor sino que más bien posee una naturaleza fantasmagórica, ya que aparece y desaparece sin dejar rastro de dónde se ha quedado. En realidad no existe más que en la medida en que se origina: si cesa de iluminar, desaparece y no podemos decir a dónde se ha ido. Existen bastantes recipientes cuyo material le resulta impenetrable, pero no podemos encerrarla y luego dejarla salir. A lo sumo la conserva la piedra de Bolonia[152], y también algunos diamantes, durante algunos minutos. No obstante, en la época más reciente se ha informado de que una fluorita violeta, que precisamente por eso se ha denominado clorofano [Chlorophan] o esmeralda ígnea [Pyrosmaragd], cuando está expuesta simplemente unos minutos al sol permanece brillante durante tres o cuatro semanas. (Véase Neuman, Química, 1842.) Esto recuerda mucho al antiguo mito del rubí, carbunculus, λυχνίτης —; dicho sea de paso, todas las noticias sobre él se encuentran recopiladas en Philostratorum opera, ed. Olearius, 1709, p. 65, nota 14. A ellas añado yo además esta: que es mencionado en Sakuntala[153], acto 2, página 31 de la traducción de W Jones, y que un informe más reciente y detallado sobre él se encuentra en los Racconti de Benvenuto Cellini, seconda ediz., Venecia, 1829, race. 4; este informe aparece abreviado en su Trattato del Oreficeria, Milán, 1811, p. 30. Pero puesto que toda fluorita se vuelve brillante al calentarse, hemos de concluir que esa piedra convierte fácilmente el calor en luz, y precisamente por eso la esmeralda ígnea no convierte la luz en calor, como otros cuerpos, sino que la despide, por así decirlo, sin digerir: esto vale también de la piedra de Bolonia y de algunos diamantes. — Así pues, solamente podemos dar cuenta de la luz cuando, al alcanzar un cuerpo opaco, se transforma en calor en proporción a la oscuridad de este y asume así su naturaleza sustancial. — En cambio, muestra una cierta materialidad en la reflexión, en la que obedece las leyes de rebote de los cuerpos elásticos; e igualmente en la refracción. En esta pone de manifiesto su voluntad, al preferir y seleccionar el cuerpo más denso de entre los que le están disponibles, es decir, los transparentes[154]. Pues ahí abandona el camino rectilíneo emprendido para inclinarse hacia donde se encuentra el mayor quantum de la materia transparente más densa; por eso al entrar y salir de un medio a otro se desvía siempre hacia donde la masa le queda más próxima o a donde está más acumulada, es decir, que siempre tiende a aproximarse a esta. En la lente convexa la mayor parte de la masa se encuentra en el medio, así que la luz sale en forma cónica; en la lente cóncava la masa se acumula en la periferia, así que la luz al salir se dispersa en forma de embudo: si cae oblicua en una superficie plana, al entrar y salir se desvía de su camino siempre en dirección a la masa y, por así decirlo, le extiende la mano como bienvenida o despedida. También en la difracción muestra esa tendencia hacia la materia. En la reflexión rebota, pero una parte de ella atraviesa la materia: en eso se basa la llamada polaridad de la luz. — Análogas manifestaciones de la voluntad del calor se podrían demostrar especialmente en su comportamiento con los buenos y malos conductores. — La única esperanza de profundizar en la naturaleza de la luz está en observar sus propiedades aquí mencionadas, y no en hipótesis mecánicas sobre la vibración o emanación, que son inadecuadas a su naturaleza; por no hablar de absurdos cuentos sobre moléculas de luz, ese grosero engendro de la idea fija de los franceses según la cual todo proceso ha de ser en último término mecánico y todo se ha de basar en golpe y contragolpe. Ellos no se han repuesto todavía 128 de Descartes. Me sorprende que aún no hayan dicho que los ácidos están formados por corchetes y los alcalinos por corchetas, y por eso entran en unas combinaciones tan sólidas. — «Un espíritu banal flota en esta época[155]»: se manifiesta dentro de la física mecánica en el atomismo democríteo renacido, en la negación de la fuerza vital y también de la moral auténtica, etc.
La imposibilidad de cualquier explicación mecánica se infiere ya del hecho cotidiano del reflejo perpendicular. En efecto, si me pongo directamente ante el espejo, sobre su superficie caen perpendicularmente rayos de luz desde mi rostro, y vuelven por el mismo camino desde aquel a este. Ambas cosas suceden continuamente y sin interrupción, por lo tanto también al mismo tiempo. Si se tratara de un proceso mecánico, sea de vibración o emanación, las vibraciones o corrientes luminosas, que se encontrarían en línea recta y en dirección contraria (igual que dos bolas no elásticas que se encuentran en dirección opuesta y a igual velocidad), tendrían que obstaculizarse y neutralizarse, de modo que no aparecería ninguna imagen; o bien tendrían que empujarse una a otra a un lado y todo se confundiría: pero mi imagen se encuentra ahí firme e inconmovible: así que no se produce mecánicamente. (Véase El mundo como voluntad y representación vol. II, pp. 303-304 [3.a ed., p. 342].) Pero, según la suposición general (Pouillet, vol. 2, p. 282), las vibraciones no son longitudinales sino transversales, es decir, van perpendiculares a la dirección del rayo; así que la vibración, y con ella la impresión luminosa, no avanzan sino que bailan donde están; y la vibración cabalga en su rayo como Sancho Panza en el asno de madera que no puede mover con ninguna espuela. Precisamente por eso les gusta decir ondas en vez de vibración, porque con aquellas avanzan mejor: pero solamente traza ondas un cuerpo no elástico y absolutamente móvil como el agua, no uno absolutamente elástico como el aire o el éter. Si realmente existiera algo así como la interferencia, la supresión mecánica de la luz por la luz, tendría que mostrarse en especial cuando todos los rayos procedentes de una imagen se cruzan en el foco de una lente, ya que ahí chocan unos con otros en todos los ángulos en un solo punto; pero vemos que después de ese entrecruzamiento salen sin cambio alguno y presentan la imagen original sin merma, solo que invertida. De hecho, ya la imponderabilidad de los imponderables excluye toda explicación mecánica de su acción: lo que no pesa tampoco puede chocar: lo que no choca tampoco puede actuar por vibración. Mas la desfachatez con la que se difunde la hipótesis totalmente indemostrada, radicalmente falsa y tomada del aire (en el sentido propio: de las vibraciones del aire musicales), según la cual los colores se basan en la distinta velocidad de las oscilaciones del (totalmente hipotético) éter: — eso es precisamente una prueba de la total falta de juicio de la mayoría de los hombres. Los monos hacen lo que ven; los hombres dicen lo que oyen. —
Su chaleur rayonnante[156] es justo una estación intermedia en la vía de la metamorfosis de la luz en calor o, si se quiere, su crisálida. El calor radiante es luz que ha perdido la cualidad de actuar sobre la retina pero ha conservado las demás —se puede comparar con él un bordón muy bajo o un tubo de órgano que todavía se ve vibrar pero ya no suena, es decir, no actúa sobre el oído—; así que se proyecta en rayos rectos, atraviesa algunos cuerpos, pero solo cuando se encuentra con cuerpos opacos los calienta. — El método francés de complicar los experimentos con una acumulación de condiciones puede aumentar su exactitud y ser favorable a la mensurabilidad, pero dificulta y confunde el juicio, por lo que tiene la culpa de que, como ha dicho Goethe, la comprensión de la naturaleza y el juicio no hayan ido a la misma marcha que el conocimiento empírico y la ampliación de los hechos.
La mejor explicación sobre la esencia de la transparencia nos la pueden ofrecer quizás aquellos cuerpos que solamente son transparentes en estado líquido y, sin embargo, en estado sólido son opacos: de tal clase son la cera, la cetina, el sebo, el aceite, etc. De momento podemos explicar el asunto diciendo que la tendencia al estado líquido propia de esos, como de todos los cuerpos sólidos, se muestra en una fuerte afinidad o afición al calor como único medio para llegar a él. Por eso, en el estado sólido convierten inmediatamente toda la luz que cae sobre ellos en calor, así que se mantienen opacos hasta que se han vuelto líquidos: pero entonces están saciados de calor, de modo que dejan pasar la luz en cuanto tal[157].
Aquella tendencia universal de los cuerpos sólidos al estado líquido tiene su razón última en que este es la condición de toda vida, y la voluntad siempre tiende a ascender en su escala de objetivación. —
La metamorfosis de la luz en calor y viceversa obtiene una prueba sorprendente en el comportamiento del cristal al calentarse. En efecto, se pone al rojo a un cierto grado de calentamiento, es decir, transforma el calor recibido en luz: pero al calentarse más se funde y deja de emitir luz; porque a partir de entonces el calor es suficiente para licuarlo, con lo que la mayor parte se hace latente a efectos del estado de agregación líquido, es decir, no queda calor libre para convertirse ociosamente en luz: sin embargo, esto último ocurre si se vuelve a aumentar el calor: entonces el fluido vitreo se vuelve radiante, ya que no necesita emplear de otra manera el calor añadido que se le ha inducido. (El hecho lo cita de paso Babinet, sin entenderlo en lo mínimo, en la Revue des deux mondes, 1 de noviembre de 1855.) —
Se dice que en las montañas altas la temperatura del aire es muy baja pero la quemadura inmediata del sol sobre el cuerpo es muy fuerte. Esto se explica porque la luz del sol afecta al cuerpo sin estar debilitada aún por la atmósfera más espesa de la región inferior, y sufre inmediatamente la metamorfosis en calor.
El hecho conocido de que por la noche todos los sonidos y ruidos suenen más fuertes que de día se explica habitualmente por el general silencio nocturno. No sé ya quién formuló hace treinta años la hipótesis de que el asunto se debe más bien a un antagonismo real entre sonido y luz. Al observar con frecuencia ese fenómeno uno se siente efectivamente inclinado a dar por buena esa explicación. Solamente ensayos metódicos pueden decidir el asunto. Pero aquel antagonismo podría explicarse diciendo que el ser de la luz, que se mueve siempre en línea absolutamente recta, disminuye la elasticidad del aire al atravesarlo. Si esto se constatase, sería un dato más para conocer la naturaleza de la luz. Si se demostrasen el éter y el sistema de la vibración, la explicación de que sus ondas se cruzan con las del sonido y las obstaculizan tendría todo a su favor. — En cambio, la causa final resultaría aquí muy fácil: que la ausencia de luz, al tiempo que priva a los seres animales del uso de la vista, incrementa el del oído. —Alexander von Humboldt (véase Birnbaum, El reino de las nubes [Leipzig, 1859], p. 61) explica la cuestión en un artículo de 1820 corregido con posterioridad, que se puede encontrar en sus Escritos menores, volumen 1, 1853. También él opina que la explicación por el silencio de la noche no basta y ofrece a cambio esta: que de día el suelo, las rocas, el agua y los objetos que hay sobre la tierra se calientan en grado desigual, con lo que se levantan columnas de aire de diferente densidad que las ondas sonoras tendrían que atravesar sucesivamente, con lo que se romperían y se volverían desiguales. Pero de noche —digo yo— el enfriamiento desigual habría de tener el mismo efecto: además, esa explicación solo vale cuando el ruido viene de lejos y es tan fuerte que sigue siendo audible: pues solo entonces puede atravesar varias columnas de aire. Pero la fuente, el surtidor y el arroyo que están ante nuestros pies murmuran de noche dos o tres veces más fuerte. En general, la explicación de Humboldt se refiere solo a la propagación del sonido, no a su inmediata intensificación, que se da también en la cercanía. Además, una lluvia generalizada, al igualar por todas partes la temperatura del suelo, tendría que producir la misma intensificación del sonido que la noche. Pero en el mar no se produciría en absoluto la intensificación: él dice que es menor; pero eso es difícil de probar. — Así pues, su explicación no viene al tema: por eso, la intensificación nocturna del sonido ha de atribuirse o bien a la desaparición del ruido diurno o bien a un antagonismo directo entre sonido y luz.
§ 79a
Toda nube posee una contractilidad: ha de mantenerse ligada en virtud de alguna fuerza interna, a fin de que no se disuelva completamente y se destruya en la atmósfera; esa fuerza puede ser eléctrica, o una simple cohesión, o gravitación, o cualquier otra cosa. Pero cuanto más activa y efectiva es esa fuerza, con tanta más firmeza compacta la nube desde dentro, y así esta adquiere un contorno nítido y un aspecto más masivo en general; así ocurre en el cumulus: una nube así no será fácil que suelte lluvia, mientras que las nubes de lluvia tienen contornos difuminados. — Con respecto a los truenos he llegado a una hipótesis que es muy osada y quizás se la podría calificar de extravagante; yo mismo no estoy convencido de ella, pero no me puedo decidir a suprimirla sino que quiero presentarla a quienes hacen de la física su ocupación fundamental, para que ante todo examinen la posibilidad del asunto: una vez que este se constatase, quizá no se pudiera apenas dudar de su realidad. Dado que la causa próxima del trueno sigue sin estar del todo clara, por cuanto las explicaciones al uso son insuficientes, sobre todo cuando al estallar el rayo a partir del conductor nos imaginamos el sonido del trueno, ¿podríamos quizás aventurar la hipótesis atrevida y hasta temeraria de que la tensión eléctrica en la nube descompone el agua, que el gas oxhídrico así producido forma burbujas en el resto de la nube y después el rayo eléctrico las inflama? Precisamente a una detonación así corresponde el sonido del trueno, y con ello se explicaría también el aguacero que la mayoría de las veces sigue inmediatamente a un trueno violento. Los rayos eléctricos en la nube sin una precedente descomposición de agua serían relámpagos y en general rayos sin truenos[158].
El Sr. Scoutetten ha expuesto en la Académie des sciences una Mémoire sur l’électricité atmosphérique de la que hay un resumen en los Comptes rendus del 18 de agosto de 1856; apoyándose en experimentos realizados, señala que el vapor que se eleva del agua y de las plantas con la luz del sol y que forma las nubes está compuesto de burbujas microscópicas cuyo contenido es oxígeno electrizado, y su envoltura, agua. Sobre el hidrógeno correspondiente a ese oxígeno no dice nada. Pero al menos tendríamos ya que admitir aquí en la nube un elemento del gas oxhídrico incluso sin una descomposición del agua[159].
Al descomponerse el agua atmosférica en dos gases se produce necesariamente mucho calor latente: por el frío que de ahí surge se podría explicar el aún tan problemático granizo que casi siempre aparece como acompañante de la tormenta, como se puede ver en El reino de las nubes, p. 138. Por supuesto, también entonces surge únicamente en virtud de una especial complicación de circunstancias y, por lo tanto, raramente. Vemos aquí solamente la fuente del frío que se requiere para congelar las gotas de lluvia en el caluroso verano.
§ 80
Ninguna ciencia impone a la masa tanto como la astronomía. Por consiguiente, también los astrónomos, que en su mayoría son simples mentes calculadoras y, como es usual en estas, de capacidades inferiores en lo demás, se ufanan de su «más sublime de todas las ciencias», etc. Ya Platón se burla de esas pretensiones de la astronomía y recuerda que lo sublime no significa precisamente lo que mira hacia arriba (De república 1. VII, p. 156, 57 ed. Bip.). — La veneración casi idólatra de que goza Neiuton, sobre todo en Inglaterra, sobrepasa toda fe. Aún hace poco el Times le llamaba the greatest of human beings (el más grande de los seres humanos); ¡y en otro artículo del mismo periódico se intenta alentarnos asegurándonos que, no obstante, no era más que un hombre! En el año 1815 (según informe del semanario Examiner reproducido en el Galignani de 11 de enero de 1853), un diente de Newton fue vendido por 730 libras esterlinas a un lord que lo hizo engastar en un anillo; lo cual recuerda el diente sagrado de Buda. Esa ridicula veneración del gran maestro del cálculo se debe a que la gente toma como medida de su mérito la magnitud de las masas cuyo movimiento ha reducido a sus leyes, y estas, a la fuerza natural que en él actúa (esto último, además, ni siquiera fue descubrimiento suyo sino de Robert Hooke; él se limitó a darle certeza mediante el cálculo). Pues en otro caso no se puede entender por qué se le tributa a él más honor que a cualquier otro que reduzca unos efectos dados a la manifestación de una determinada fuerza natural, ni por qué, por ejemplo, no se habría de tener a Lavoisier en tan alta estima. Por el contrario, la tarea de explicar determinados fenómenos a partir de la acción conjunta de diversas fuerzas naturales, o incluso de descubrir estas a partir de aquellos, es mucho más difícil que la que solo ha de tener en cuenta dos fuerzas, que además actúan tan simple y uniformemente como la gravitación y la inercia, dentro de un espacio sin obstáculos: y precisamente en esa incomparable simplicidad o pobreza de su materia se basan la certeza matemática, la seguridad y la exactitud de la astronomía, gracias a las cuales asombra al mundo, al poder incluso dar noticia de planetas no vistos aún; — esto último, por muy asombroso que resulte, considerado a la luz no es más que la misma operación que realiza el entendimiento cada vez que determina una causa no vista aún a partir de su efecto manifiesto, y fue realizada en un grado aún más asombroso por aquel enólogo que a partir de un vaso de vino sabía con seguridad que tenía que haber cuero en el tonel, lo cual se le negaba hasta que, después de vaciarlo, se encontró en su base una llave con una pequeña correa. La operación del entendimiento que tuvo lugar aquí y en el descubrimiento de Neptuno es la misma, y la diferencia estriba únicamente en la aplicación, es decir, en el objeto; difiere solo en la materia, no en la forma. — En cambio, el invento de Daguerre, si es que acaso no se ha de atribuir en gran medida al azar, como algunos afirman, por lo que Arago tuvo que idear después la teoría para él[160], es cien veces más ingenioso que el tan admirado descubrimiento de Leverrier. — Pero, como he dicho, el respeto del gentío se funda en la magnitud de las masas en cuestión y en las colosales distancias. — Sea dicho con ocasión de esto que algunos descubrimientos físicos y químicos pueden ser de incalculable valor y provecho para todo el género humano aunque haya hecho falta poco ingenio para realizarlos; tan poco, que a veces su función la cumple el azar por sí solo. Así que existe una gran diferencia entre el valor intelectual y el valor material de tales descubrimientos.
Desde el punto de vista de la filosofía podríamos comparar a los astrónomos con gente que asiste a la representación de una gran ópera pero no se distrae con la música o el contenido de la obra sino que solo atiende a la maquinaria de los decorados, contentándose con descubrir sus mecanismos y conexiones.
§ 81
Los signos de zodíaco son el blasón familiar de la humanidad: pues se encuentran con las mismas imágenes y el mismo orden en los hindúes, los chinos, los persas, los egipcios, los griegos, los romanos, etc., y su origen es discutido. Ideler, en Sobre el origen del zodíaco, 1838, no se atreve a decidir dónde se encuentra por primera vez. Lepsins ha afirmado que se encuentra por primera vez en monumentos que datan entre la época ptolemaica y la romana. Pero Uhlemann, en Elementos de la astronomía y la astrologia de los antiguos, en especial de los egipcios, 1857, aduce que los signos del zodíaco se encuentran ya en las tumbas de los reyes del siglo XVI a. C.
§ 82
Con relación a la armonía pitagórica de las esferas, deberíamos calcular alguna vez qué acorde resultaría si se combinara una secuencia de tonos en proporción con las distintas velocidades de los planetas, de modo que Neptuno emitiera el bajo y Mercurio el soprano. — Véase sobre esto Scholia in Aristotelem, collegit Brandis, p. 496.
§ 83
Si, como parece conforme al actual nivel de nuestros conocimientos y afirmaron ya Leibniz y Büffon, la Tierra estuvo una vez en estado de incandescencia y fusión —y de hecho todavía lo está, por cuanto solo la superficie se ha enfriado y endurecido—, entonces, antes del estado actual era luminosa igual que todo lo incandescente; y puesto que también los grandes planetas se hallaron en ese estado, y durante más tiempo, los astrónomos de mundos remotos y más antiguos habrán representado el Sol de entonces como una estrella doble o triple o incluso cuádruple. Dado que el enfriamiento de su superficie se produce tan lentamente que en los tiempos históricos no se puede demostrar que se haya incrementado en lo mínimo, y de hecho, según los cálculos de Fourier, no tiene lugar en grado apreciable porque la Tierra recibe cada año del Sol tanto calor como irradia, por todo ello, en el volumen del Sol, que es 1 384 472 veces mayor, y del cual la Tierra fue una vez parte integrante, el enfriamiento tiene que producirse con mayor lentitud en proporción correspondiente a esa diferencia, aunque sin una compensación externa; según ello, la luz y el calor del Sol se explican porque se halla todavía en el estado en que una vez se encontró la Tierra, pero su disminución marcha en él demasiado lenta como para que su influjo se pudiera percibir aun en milenios. De la sublimación de las partes más incandescentes bien se podría inferir que en realidad debe ser su atmósfera la que brilla. — Lo mismo valdría de las tinieblas en las que estarían las estrellas dobles cuyos planetas se hallan todavía en estado de auto-iluminación. De acuerdo con este supuesto, toda incandescencia se extingue poco a poco y después de billones de años todo el mundo se ha de sumir en el frío, la rigidez y la noche; — a no ser que entretanto se formen acaso nuevas estrellas fijas de la nebulosa lumínica, y así se vincule un kalpa[161] con otro.
§ 84
De la astronomía física podríamos inferir la siguiente consideración teleológica.
El tiempo necesario para enfriar o calentar un cuerpo en un medio de temperatura heterogénea está en relación rápidamente creciente con su tamaño, relación que ya Büffon se esforzó en calcular con respecto a las distintas masas de los planetas que se suponían calientes; pero con mayor profundidad y éxito lo ha hecho en nuestros días Fourier. A pequeña escala nos lo muestran los glaciares, que ningún verano es capaz de derretir, e incluso el hielo guardado en la bodega, que se conserva en buena parte. Según esto, dicho sea de paso, el divide et impera[162] recibe su mejor ilustración en el efecto del calor solar en el hielo.
Los cuatro grandes planetas reciben muy poco calor del Sol; porque, según Humboldt, en Urano la iluminación es trescientas sesenta y ocho veces menor de la que recibe la Tierra. Por consiguiente, para la conservación de la vida en su superficie están remitidos totalmente a su calor interno, mientras que la Tierra lo está casi 138 por completo al externo, que procede del Sol; eso, si confiamos en los cálculos de Fourier, según los cuales el efecto del intenso calor del interior de la Tierra sobre la superficie es mínimo. Con las magnitudes de los cuatro grandes planetas, que exceden la de la Tierra de ochenta a mil trescientas veces respectivamente, el tiempo que se requiere para su enfriamiento es incalculablemente largo. Mas del enfriamiento de la Tierra, tan pequeña frente a ellos, no tenemos el menor indicio en el tiempo histórico, tal y como lo ha demostrado un ingenioso francés a partir del hecho de que la Luna no va más lenta en relación con la rotación de la Tierra que en los tiempos más remotos de los que tenemos noticia. En efecto, si la Tierra se hubiera enfriado tendría que haberse contraído en la misma medida, con lo que su rotación se habría acelerado, mientras que el curso de la Luna permanecería invariable. En consecuencia, parece sumamente adecuado que los grandes planetas sean los más alejados del Sol, los pequeños, en cambio, los más cercanos, y el más pequeño de todos, el más próximo. Pues estos perderán poco a poco su calor interno o al menos se revestirán de una costra tan gruesa que este no podrá llegar a la superficie[163]: por eso necesitan una fuente externa de calor. Los planetoides, en cuanto simples fragmentos de un planeta que ha estallado, son una anomalía totalmente casual, así que no entran aquí en consideración. Mas ese accidente es en y por sí mismo un delicado caso antiteleológico. Queremos esperar que la catástrofe se haya producido antes de que el planeta haya estado habitado. No obstante, conocemos la falta de consideración de la naturaleza: yo no apuesto por nada. Mas el que esa hipótesis formulada por Olbers y absolutamente probable se vuelva ahora a cuestionar tiene quizá tantas razones teológicas como astronómicas.
Sin embargo, para que la teleología planteada fuera completa, los cuatro grandes planetas tendrían que estar colocados de forma que el mayor de ellos fuera el más lejano, y el menor, el más próximo: pero ahí ocurre más bien lo contrario. También se podría objetar que su masa es más ligera, luego también más porosa, que la de los pequeños planetas: pero no lo es ni de lejos en una relación que compense la enorme diferencia de tamaño. Quizá no lo sea más que como consecuencia de su calor interno.
Un objeto de especial asombro teleológico es la oblicuidad de la eclíptica; porque, en efecto, sin ella no se produciría ningún cambio de estaciones sino que sobre la Tierra dominaría una primavera perpetua, con lo que los frutos nunca podrían madurar ni desarrollarse y, por lo tanto, la Tierra sería inhabitable hasta la cercanía de los Polos. De ahí que en la oblicuidad de la eclíptica los fisicoteólogos vean la más sabia de todas las disposiciones, y los materialistas, la más feliz de todas las casualidades. No obstante, esta admiración con la que se entusiasma en especial Herder (Ideas para la filosofía de la historia I, 4) es, vista de cerca, un poco simple. Pues, si como se ha dicho dominase una eterna primavera, el mundo de las plantas no habría dejado de adaptarse conforme a su naturaleza, de modo que le resultaría adecuado un calor menos intenso pero sostenido y regular; del mismo modo que la flora ahora fósil de los tiempos pasados se había adaptado a una condición del planeta totalmente distinta, al margen de cómo se hubiera producido, y se desarrolló maravillosamente.
El hecho de que en la Luna no se manifieste una atmósfera mediante refracción es una consecuencia necesaria de su pequeña masa, que asciende solo a 1/88 de la de nuestro planeta y, en consecuencia, ejerce tan poca fuerza de atracción que nuestro aire, trasladado allí, no conservaría más que 1/88 de su densidad, por lo que no podría provocar ninguna refracción observable y tendría que ser igual de débil en todo lo demás.
Puede que sea aquí oportuna una hipótesis sobre la superficie de la Luna, ya que no me puedo decidir a rechazarla; aunque veo bien las dificultades a las que está sometida y solamente la considero y comunico como una osada conjetura. Es la siguiente: que en la Luna el agua no está ausente sino congelada, ya que la falta de una atmósfera origina un frío casi absoluto que ni siquiera permite la evaporación del hielo que en otros casos es favorecida por ella. En efecto con el pequeño tamaño de la Luna —una cuarentainueveava parte del volumen y una ochentaiochoava parte de la masa de la Tierra—, hemos de considerar que su fuente de calor interno está agotada o, al menos, ya no actúa sobre la superficie. Del Sol no recibe más calor que la Tierra. Pues aunque una vez al mes se acerca a él el equivalente a su distancia de nosotros, y además siempre vuelve hacia él la cara que siempre nos aparta a nosotros, según Madler esa cara solamente recibe un uno por ciento más de iluminación (y, por lo tanto, también de calor) que la que vuelve a nosotros; esta última nunca se encuentra en ese caso sino, más bien en el contrario: en concreto, cuando después de catorce días se ha vuelto a alejar del Sol en la misma distancia a la que estamos de ella. Así pues, no podemos suponer una acción de calentamiento del Sol sobre la Luna mayor de la que tiene sobre la Tierra; e incluso podemos admitir una más débil, ya que dura catorce días en cada cara pero luego es interrumpida por una noche de la misma duración que impide la acumulación de su efecto. — Pero todo calentamiento mediante la luz del Sol depende de la presencia de una atmósfera. Pues se produce exclusivamente en virtud de la metamorfosis de la luz en calor, que surge cuando se encuentra con un cuerpo opaco, es decir, que le resulta impenetrable en cuanto luz: en efecto, un cuerpo así no puede atravesarlo en su veloz curso rectilíneo, como hace con los cuerpos transparentes a través de los cuales ha llegado hasta él: entonces se transforma en calor que se eleva y extiende en todas direcciones. Mas este, en cuanto absolutamente ligero (imponderable), ha de ser cohibido y comprimido por la presión de una atmósfera, o en otro caso se disipa ya en cuanto se produce. Pues tan velozmente como la luz en su naturaleza radiante original corta el aire, así de lenta es su marcha cuando, convertida en calor, ha de vencer el peso y la resistencia de ese mismo aire que, como se sabe, es el peor de todos los conductores del calor. En cambio, cuando está enrarecido el calor se escapa más fácilmente; y si falta por completo, el calor escapa al instante. Por eso las altas montañas, donde la presión de la atmósfera está reducida a la mitad, están cubiertas de nieves eternas, mientras que los valles profundos cuando son largos son los más cálidos: ¡qué habrá de ser donde falte la i4i atmósfera! Así pues, con respecto a la temperatura tendríamos que suponer sin reparo que toda el agua de la Luna está congelada. Pero entonces surge la dificultad de que, así como la rarefacción de la atmósfera favorece la ebullición y disminuye el grado de la misma, su total ausencia ha de acelerar mucho el proceso de evaporación en general, con lo cual el agua congelada de la Luna tendría que haberse evaporado hace tiempo. Esa dificultad se elude teniendo en cuenta que toda evaporación, aun en el espacio sin aire, se produce únicamente en virtud de una considerable cantidad de calor que se hace latente precisamente a través de ella. Pero ese calor falta en la Luna, donde el frío ha de ser casi absoluto; porque el calor que se desarrolla a través de la acción inmediata de los rayos solares se disipa al instante, y la pequeña evaporación que acaso pudiera originar se vuelve a condensar enseguida con el frío, igual que la escarcha[164]. Pues ya en la nieve de los Alpes, que no desaparece ni por evaporación ni por deshielo, vemos que la rarefacción del aire, por mucho que en sí misma favorezca la evaporación, la impide aún en mayor medida al permitir que escape el calor necesario para ella. En el caso de una total ausencia de aire, la fuga instantánea del calor que se desarrolla dificultará la evaporación en la misma proporción en que la favorece en sí misma la falta de la presión del aire. — Según esta hipótesis, tendríamos que considerar que toda el agua de la Luna está convertida en hielo, y que toda la enigmática parte gris de su superficie, que siempre se ha designado como maria, es agua congelada[165]; entonces sus múltiples accidentes no supondrían ninguna dificultad y las hendiduras tan llamativas, profundas y en su mayoría rectas que la atraviesan se podrían explicar como amplias grietas en el hielo quebrado, interpretación esta que es muy favorable a su forma[166].
Por lo demás, inferir de la falta de atmósfera y agua la ausencia de toda vida no es en general seguro; incluso podríamos llamarlo provinciano, en la medida en que se basa en el supuesto partout comme chez nous[167]. El fenómeno de la vida animal podría muy bien estar mediado de otra forma que por la respiración y la circulación sanguínea: pues lo esencial de toda vida es exclusivamente el continuo cambio de la materia dentro de la persistencia de la forma. Nosotros, desde luego, solo nos podemos imaginar eso bajo la mediación de la forma líquida y el vapor. — Pero la materia es en general la simple visibilidad de la voluntad. Mas esta siempre persigue la ascensión de su fenómeno de un grado a otro. Las formas, medios y vías para ello pueden ser muy diversas. — Por otra parte, hay que considerar que es altamente probable que los elementos químicos sean los mismos que en la Tierra, no solo en la Luna, sino también en todos los planetas; porque todo el sistema se ha depositado a partir de la misma nebulosa lumínica originaria en la que se había desplegado el Sol actual. Esto, desde luego, permite suponer también una semejanza en los fenómenos superiores de la voluntad.
§ 85
La muy sagaz cosmogonía, es decir, la teoría del origen del sistema planetario que Kant ofreció por vez primera en su Historia natural del cielo (1755) y luego completó en el séptimo capítulo de su Unica prueba posible, 1763, casi cincuenta años después ha sido desarrollada y sólidamente fundada con mayores conocimientos astronómicos por Laplace (Expos. Du système du monde V, 2). Sin embargo, su verdad no se basa únicamente en el fundamento de la relación espacial impulsado por Laplace, según el cual cuarenta y cinco cuerpos cósmicos circulan en una dirección y al mismo tiempo rotan en esa misma; sino que tiene un apoyo aún más sólido en la relación temporal que se expresa en la segunda y la tercera ley de Kepler, en la medida en que esas leyes determinan la regla fija y la fórmula exacta según las cuales todos los planetas, en una relación estrictamente regular, circulan más veloces cuanto más próximos están al Sol, pero en este mismo ha aparecido en vez de la circulación la simple rotación, que representa el máximo de la velocidad de aquella relación progresiva. Cuando el Sol se extendía hasta Urano rotaba en ochenta y cuatro años; pero ahora, tras haber sufrido una aceleración por todas sus contracciones, y como resultado de la última, rota en veinticinco días y medio.
Si los planetas no fueran partes que quedaron del entonces tan grande cuerpo central, sino que han surgido por otra vía y cada uno por sí mismo, entonces, no se podría concebir cómo cada planeta ha llegado a estar exactamente donde según las dos últimas leyes de Kepler tiene que estar, si es que no ha de caer en el Sol o salir despedido de él, de acuerdo con las leyes newtonianas de la gravitación y la fuerza centrífuga. En eso se basa prioritariamente la verdad de la cosmogonía de Kant-Laplace. En efecto, si consideramos con Newton la circulación de los planetas como el producto de la gravitación y una fuerza centrífuga que los contrae, entonces, tomando como dada y fija la fuerza centrífuga existente en cada planeta, no hay para él más que una sola posición en la que su gravitación mantiene un exacto equilibrio con ella y, por consiguiente, se mantiene en su órbita. Por eso tiene que haber sido una y la misma causa la que dio a cada planeta su posición y al mismo tiempo su velocidad. Si aproximamos un planeta al Sol, tendrá que acelerar tanto más su curso, y por lo tanto recibir también mayor fuerza centrífuga, si no ha de caer en él: si lo alejamos del Sol, en la misma medida en que así disminuya su gravitación tendrá que disminuir su fuerza centrífuga para no salir volando. La posición de un planeta podría, pues, estar en cualquier parte siempre que hubiera una causa que le proporcionara la exacta fuerza centrífuga adecuada a cada posición, en concreto, la que mantuviera el equilibrio exacto con la gravitación que allí actuase. Dado que encontramos que cada planeta tiene realmente la velocidad que se requiere en el lugar donde está, eso solo se puede explicar porque la misma causa que le otorgó su posición ha determinado también el grado de su velocidad. Mas eso solo es concebible a partir de la cosmogonía de la que hablamos; pues según ella el cuerpo central se comprimió a intervalos y dejó así un anillo que después se aglomeró para formar los planetas; con lo cual, de acuerdo con la segunda y la tercera ley de Kepler, después de cada compresión el cuerpo central tuvo que acelerar considerablemente su rotación, y en la siguiente y sucesivas compresiones dejó la velocidad así determinada al planeta que ahí se formó. Pudo depositarlo en cualquier parte de su esfera: pues siempre el planeta recibe exactamente la fuerza centrífuga adecuada a ese y a ningún otro lugar, fuerza que resulta tanto mayor cuanto más cerca del cuerpo central está ese lugar y con más intensidad, por tanto, actúa la gravitación que lo atrae hacia él y que su fuerza centrífuga tiene que contrarrestar: porque también la velocidad de rotación del cuerpo que depositó sucesivamente los planetas se había incrementado exactamente en la medida requerida. — Por lo demás, al que quiera ver sensiblemente representada esa necesaria aceleración de la rotación como consecuencia de la compresión, se lo ofrecerá de forma amena una gran rueda pirotécnica que arde girando en espiral y que al principio va lenta pero luego, a medida que se hace más pequeña, rota a velocidad cada vez mayor.
En sus leyes segunda y tercera, Kepler se ha limitado a expresar la relación fáctica entre la distancia de un planeta con respecto al Sol y la velocidad de su órbita; da igual que se refiera a un mismo planeta en distintos tiempos o a dos planetas distintos. Newton, al aceptar finalmente los pensamientos fundamentales de Robert Hooke, que al principio había rechazado, dedujo esa relación a partir de la gravitación y su contrapeso: la fuerza centrífuga; desde ahí demostró que tiene que ser así y por qué; pues, en efecto, a esa distancia del cuerpo central el planeta ha de tener esa velocidad para no caer o salir volando. Esa es, en la serie causal descendente, la cansa efficiens; pero en la ascendente es ante todo la cansa finalis. Mas cómo ha llegado el planeta justo en esa posición a recibir realmente la velocidad requerida, o cómo a esa velocidad dada ha llegado a estar colocado precisamente en la única posición en la que la gravitación mantiene el equilibrio con ella: — esa causa, esa causa efficiens que se encuentra aún más arriba, la enseña únicamente la cosmogonía de Kant-Laplace.
Precisamente ella nos hará alguna vez comprensible la posición más o menos regular de los planetas, de modo que no la entenderemos ya como simplemente regular sino como legal, es decir, nacida de una ley natural. A algo así apunta el siguiente esquema, que era conocido ya cien años antes del descubrimiento de Urano y se basa en que en la serie superior la cifra se dobla y en la inferior se le suma 4; según ello, esta representa las distancias medias aproximadas entre los planetas en tolerable concordancia con los datos válidos hoy en día
La regularidad de esa posición es innegable, aunque acertada solo de forma aproximada. Sin embargo, quizá exista para cada planeta una posición de su órbita, entre su perihelio y su afelio, en el que la regla acierte con exactitud: esa habría que considerarla entonces su posición verdadera y original. En todo caso, esa regularidad más o menos exacta ha tenido que ser una consecuencia de las fuerzas que han estado activas en las sucesivas contracciones del cuerpo central y de la naturaleza de la materia originaria en la que se basaban. Cada nueva contracción en la masa de la nebulosa originaria fue una consecuencia de la aceleración de la rotación provocada por las que la precedieron; una aceleración que la zona más externa no pudo ya seguir, por lo que se desprendió y se quedó parada; con ello se produjo una nueva contracción que originó una nueva aceleración, etc. Puesto que en ese proceso el cuerpo central disminuyó de tamaño a intervalos, también fue menor el calibre de la contracción exactamente en la misma proporción, en concreto, algo menos de la mitad de la precedente; pues cada vez se comprimió en la mitad de la extensión que aún tenía (-2). — Por lo demás, está claro que la catástrofe afectó justo al planeta más intermedio y como consecuencia de ella existen aún sus fragmentos. Era el mojón entre los cuatro grandes planetas y los cuatro pequeños.
También aquí se encuentra una confirmación de la teoría según la cual, tomados en conjunto, los planetas son mayores cuanto más lejos están del Sol; porque, en efecto, la zona a partir de la cual se han aglomerado era más extensa, si bien se han descubierto algunas irregularidades como consecuencia de las diversidades casuales en la anchura de tales zonas.
Otra confirmación de la cosmogonía de Kant-Laplace es el hecho de que la densidad de los planetas disminuye aproximadamente en proporción a su distancia del Sol. Pues esto se explica porque el planeta más alejado es un fragmento del Sol del tiempo en que era más extenso y, por lo tanto, menos consistente: después de eso se contrajo, así que se hizo más compacto; — y así, sucesivamente. Esto mismo se confirma en el hecho de que la Luna, que más tarde surgió del mismo modo por la contracción de la Tierra —la cual entonces tenía naturaleza vaporosa pero a cambio llegaba hasta la Luna actual—, tiene solamente las cinco novenas partes de densidad que la Tierra. Pero que el Sol mismo no sea el más compacto de todos los cuerpos del sistema se explica porque cada planeta ha nacido de la posterior aglomeración de todo un anillo formando una esfera, pero el Sol no es más que el residuo de aquel cuerpo central tras su última contracción, y él mismo no se ha vuelto a comprimir. Una especial confirmación de la cosmogonía en cuestión nos la ofrece aún la circunstancia de que, mientras que la inclinación de todas las órbitas planetarias hacia la eclíptica (órbita terrestre) varía entre tres cuartos de grado y tres grados y medio, la de Mercurio asciende a siete grados, cero minutos y sesenta y seis segundos: pero eso es casi la inclinación del Ecuador del Sol hacia la eclíptica, que asciende a siete grados treinta minutos, y se explica porque el último anillo que el Sol depositó ha quedado casi paralelo a su Ecuador, del que se desprendió; mientras que los que se depositaron antes se desequilibraron más, o bien el Sol ha perturbado su eje de rotación desde que se desprendieron. Ya Venus, que fue el penúltimo, tiene una inclinación de tres grados y medio, y todos los demás, incluso inferior a dos, con excepción de Saturno, que tiene dos grados y medio. (Véase Humboldt, Cosmos, vol, 3, p. 449.) — Incluso el curso tan extraño que tiene nuestra Luna, en la que la rotación y la órbita coinciden, por lo cual siempre nos enseña la misma cara, únicamente se puede explicar porque ese es justamente el movimiento de un anillo circulando alrededor de la Tierra: de él ha surgido después la Luna mediante contracción del mismo, pero a diferencia de los planetas no se ha puesto en una rotación más veloz en virtud de algún choque casual.
Estas consideraciones cosmológicas nos dan ocasión ante todo para dos reflexiones metafísicas. La primera, que en la esencia de todas las cosas hay instalada una concordancia en virtud de la cual las fuerzas naturales más primigenias, ciegas, brutas e inferiores, guiadas por la más férrea legalidad, a través de su conflicto en la materia común que les ha sido entregada y las consecuencias accidentales que lo acompañan, producen nada menos que la estructura fundamental de un mundo dispuesto con una asombrosa finalidad para ser lugar de nacimiento y morada de seres vivos, con una perfección como solo habría sido capaz de lograr la más circunspecta reflexión bajo la dirección del entendimiento más penetrante y el más exacto cálculo.
Así pues, vemos aquí de forma asombrosa que la causa efficiens y la causa finalis, la αίτια εξ ανάγκης y la χάριν του βελτιονος[168] de Aristóteles, avanzando independientemente una de otra, coinciden en el resultado. El desarrollo de esta consideración y la explicación del fenómeno en el que se basa a partir de los principios de mi metafísica se encuentran en el segundo volumen de mi obra principal, capítulo 25, pp. 324 ss. [3.a ed., pp. 368 ss.] Los menciono aquí simplemente para indicar que nos proporcionan un esquema en el que podemos concebir por analogía, o al menos alcanzar a ver en general, que todos los acontecimientos casuales que intervienen y se entrecruzan en la vida del hombre individual coinciden en una armonía oculta y preestablecida con el fin de sacar a la luz, en relación con su carácter y su bien verdadero y último, una totalidad armónica adecuada, como si todo existiese únicamente en razón de él, como una mera fantasmagoría solo para él. Dilucidar eso más de cerca es la tarea del tratado sobre la aparente finalidad en la vida del individuo que se encuentra en el primer volumen.
La segunda consideración metafísica originada por aquella cosmogonía es justamente que una explicación física del nacimiento del mundo de tan gran alcance no puede nunca, sin embargo, suprimir la exigencia de una explicación metafísica u ocupar su lugar. Al contrario: cuanto más lejos hemos llegado en el descubrimiento del fenómeno, con mayor claridad notamos que se trata simplemente de él y no del ser de las cosas en sí mismas. Con ello se anuncia la necesidad de una metafísica como contrapeso de aquella física de tan largo alcance. Pues todos los materiales de los que se construyó aquel mundo ante nuestro entendimiento son en el fondo otras tantas magnitudes desconocidas y se presentan directamente como los enigmas y problemas de la metafísica: en concreto, la esencia interior de aquellas fuerzas naturales cuya ciega acción construye aquí tan adecuadamente la estructura del mundo; luego, la esencia interior de los diferentes elementos químicos que actúan unos sobre otros, de cuya lucha, que Ampère ha descrito a la mayor perfección, ha nacido la índole individual de cada planeta; demostrar eso en sus huellas es tarea de la geología; por último, la esencia interior de la fuerza que se manifiesta al final como organizadora y en la superficie externa de los planetas origina como un aliento o como un moho la vegetación y la animalización; con esta última aparece la conciencia y por lo tanto el conocimiento, que es a su vez la condición de todo el proceso desarrollado hasta aquí; porque todo lo que lo conforma existe solamente para él y en él, y no tiene realidad más que con relación a él; de hecho, los procesos y cambios mismos no podrían presentarse más que en virtud de sus formas peculiares (tiempo, espacio, causalidad), así que solo existen de manera relativa, para el intelecto.
Por una parte, hay que convenir en que todos aquellos procesos físicos, cosmogónicos, químicos y geológicos, dado que tuvieron que preceder necesariamente a la irrupción de una conciencia en cuanto condiciones suyas, existieron también antes de esa irrupción, es decir, fuera de una conciencia; pero, por otra parte, no se puede negar que justo los mencionados procesos, puesto que no pueden presentarse más que en esas formas y a través de ellas, fuera de una conciencia no son absolutamente nada, no se pueden ni siquiera pensar. A lo sumo se podría decir: la conciencia condiciona los procesos físicos en cuestión según sus formas; pero a su vez está condicionada por ellos según su materia. No obstante, en el fondo todos aquellos procesos que la cosmogonía y la geología nos obligan a suponer acontecidos mucho antes de la existencia de algún ser cognoscente no son más que una traducción al lenguaje de nuestro intelecto intuitivo del ser en sí de las cosas no comprensible para él. Pues aquellos acontecimientos nunca han tenido una existencia en sí misma, no más que los actuales, sino que a ellos conduce el regressus de la mano de los principios a priori de toda experiencia posible, siguiendo algunos datos empíricos: mas el regreso mismo no es más que el encadenamiento de una serie de meros fenómenos que no poseen una existencia incondicionada[169]. De ahí precisamente que aquellos procesos en su existencia empírica, dentro de toda iso la corrección mecánica y la exactitud matemática de las determinaciones de su irrupción, conserven un núcleo oscuro, algo así como un complicado secreto que está al acecho en segundo término; ese secreto se halla en las fuerzas naturales que se manifiestan en ellos, en la materia originaria que los soporta y en la existencia necesariamente carente de comienzo, es decir, inconcebible, de esta: — un núcleo oscuro que es imposible de dilucidar por vía empírica; por eso ha de presentarse aquí la metafísica, que en nuestro propio ser nos da a conocer el núcleo de todas las cosas como voluntad. En este sentido ha dicho también Kant: «Es evidente que las fuentes primarias de las acciones de la naturaleza han de ser un asunto de la metafísica» {De la verdadera estimación de las fuerzas vivas, § 51). Así pues, considerado desde el punto de vista en el que estamos instalados, que es el de la metafísica, aquella explicación física del mundo lograda con tanto esfuerzo e ingenio parece insuficiente y hasta superficial, y en cierta medida se convierte en una simple explicación de apariencias; porque consiste en una reducción a magnitudes desconocidas, a qualitates occultae. Es una simple fuerza de superficie que no penetra hasta el interior, comparable a la electricidad; o incluso al papel moneda, que solo tiene valor relativo, bajo el supuesto de otra cosa. Remito aquí a la detenida exposición de esa relación en mi obra principal, volumen 2, capítulo 17, pp. 173 ss. [3.a ed., pp. 191 ss.]. Hay en Alemania triviales empiristas que pretenden hacer creer a su público que no hay nada en absoluto más que la naturaleza y sus leyes. Eso no es así: la naturaleza no es cosa en sí ni sus leyes son absolutas.
Si ponemos en fila en nuestro pensamiento la cosmogonía de Kant-Laplace, la geología desde Delüc a Elie de Beaumont y, por último, la generación primaria vegetal y animal con el comentario de sus consecuencias, es decir, la botánica, la zoología y la fisiología, entonces tendremos ante nosotros una completa historia de la naturaleza al abarcar en conexión la totalidad del fenómeno del mundo empíricamente dado: pero este constituye exclusivamente el problema de la metafísica. Si la simple física fuera capaz de resolverlo, estaría ya próximo a solucionarse. Mas eso es eternamente imposible: los dos puntos antes mencionados: el ser en sí de las fuerzas naturales y el hecho de que el mundo objetivo esté condicionado por el intelecto, a lo que ser añade además la ausencia de comienzo, cierta a priori, tanto de la serie causal como de la materia, todo eso priva a la física de cualquier autonomía, o también es el tallo con el que arraiga su loto en el suelo de la metafísica.
Por lo demás, la relación de los últimos resultados de la geología con mi metafísica se podría expresar brevemente como sigue: en el periodo más arcaico de la esfera terrestre, que fue anterior al del granito, la objetivación de la voluntad de vivir se limitó a sus grados inferiores, es decir, a las fuerzas de la naturaleza inorgánica; ahí se manifestó a la mayor escala y con ciega impaciencia, por cuanto los elementos ya químicamente diferenciados entraron en un conflicto cuyo escenario no fue la mera corteza terrestre sino toda la masa del planeta, y cuyos fenómenos tuvieron que ser tan colosales que ninguna imaginación es capaz de alcanzarlos. Los despliegues de luz que acompañaron aquellos formidables procesos químicos habrán sido visibles desde todos los planetas de nuestro sistema, mientras que las detonaciones que se produjeron, que 152 habrían hecho estallar cualquier oído, no pudieron traspasar la atmósfera. Una vez que por fin se calmó esa guerra de titanes y el granito cubrió a los combatientes como losa sepulcral, y después de una adecuada pausa y del interludio de las sedimentaciones de Neptuno, la voluntad de vivir, en máximo contraste con lo anterior, en el grado siguiente se manifestó en la muda y tranquila vida de un simple mundo de plantas; este, sin embargo, se presentó también en colosal medida, en los altísimos e interminables bosques cuyos restos, tras miríadas de años, nos abastecen de un inagotable acopio de carbón. Ese mundo de plantas también descarbonizó poco a poco el aire, con lo que este llegó a hacerse apto para la vida animal. Hasta entonces duró la larga y profunda paz de ese periodo sin animales, que terminó finalmente con una revolución natural que destruyó aquel paraíso de plantas sepultando los bosques. Dado que entonces el aire se había vuelto puro, surgió el tercer grado de objetivación de la voluntad de vivir: en el mundo animal: peces y cetáceos en el mar; en tierra, aún meros reptiles, pero colosales. De nuevo cayó el telón del mundo y siguió entonces la objetivación superior de la voluntad, en la vida de los animales terrestres de sangre caliente; si bien sus genera no existen ya y en su mayoría eran paquidermos. Tras una nueva destrucción de la superficie terrestre con todos sus seres vivos, se volvió a encender la vida al objetivarse la voluntad de la misma en un mundo animal que ofrecía unas formas mucho más numerosas y variadas, cuyas species no existen ya, pero sí sus genera. Esa objetivación, que se hizo más perfecta gracias a la cantidad y diversidad de sus formas, ascendió ya hasta el mono. Pero también ese, el último de los mundos anteriores, tuvo que sucumbir a fin de hacer sitio en un suelo renovado a la población actual, en la que la objetivación ha alcanzado el nivel de la humanidad. Por consiguiente, la Tierra es comparable a un palimpsesto[170] escrito cuatro veces. — Una interesante consideración marginal a esto consiste en recordar que cada uno de los planetas que giran alrededor de los innumerables soles en el espacio, aun cuando se encuentre todavía en su estadio químico, donde es escenario de la terrible lucha de las más brutales potencias, o en las calladas pausas intermedias, ya alberga en su interior las misteriosas fuerzas de las que una vez nacerán el mundo vegetal y el animal en la inagotable variedad de sus formas; unas fuerzas de las que aquella lucha es un simple preludio, ya que les prepara el escenario y dispone las condiciones de su aparición. De hecho, apenas podemos por menos que admitir que es lo mismo lo que ahora brama en aquella marea de fuego y agua y más tarde dará vida a aquella flora y fauna. Pero el último grado es el de la humanidad; a mi parecer, tiene que ser el último, porque en él ya ha aparecido la posibilidad de negar la voluntad, es decir, de invertir todo el impulso; con lo que entonces esa divina commedia alcanza su fin. Por consiguiente, aun cuando ninguna razón física garantice que no se produzca una nueva catástrofe mundial, a ella se opone una razón moral: que ahora sería inútil, ya que la esencia interior del mundo no necesita una objetivación superior para hacer posible su salvación. Pero lo moral es el núcleo o el bajo fundamental del asunto, por poco que los simples físicos puedan entenderlo.
§ 86
Para apreciar en su grandeza el valor del sistema de gravitación que Newton elevó a su perfección y certeza, hay que recordar en qué atolladero se encontraban desde milenios atrás los pensadores con respecto al origen del movimiento de los cuerpos del universo. Aristóteles pensaba que el mundo estaba compuesto de apretadas esferas transparentes, de las cuales la más exterior soportaba las estrellas fijas; las siguientes, un planeta cada una; y la última, la Luna; el núcleo de la máquina era la Tierra. La pregunta era qué fuerza hacía girar incesantemente ese organillo, y a ella no supo decir sino que en algún lugar tenía que existir un πρώτσν κινούν[171]; — una respuesta que fue después muy útil para interpretarlo en dirección al teísmo, cuando él no enseña ningún Dios creador sino más bien la eternidad del mundo, y simplemente propone una primera fuerza motora para su organillo. Pero incluso después de que Copérnico hubiera sustituido aquella fabulosa construcción de la máquina del mundo por una correcta, y también después de que Kepler hubiera descubierto las leyes de su movimiento, subsistió aún la antigua perplejidad acerca de la fuerza motora. Ya Aristóteles había antepuesto a las esferas individuales otros tantos dioses para dirigirlas. Los escolásticos habían transferido esa dirección a ciertas inteligencias[172], lo cual no es más que una palabra distinguida para los queridos ángeles, cada uno de los cuales transportaba su planeta. Más tarde, pensadores libres como Giordano Bruno y Vanini tampoco supieron hacer nada mejor que convertir los planetas mismos en una especie de seres vivos divinos[173]. Posteriormente vino Descartes, que siempre quería explicarlo todo mecánicamente pero no conoció más fuerza motriz que el choque. En consecuencia, supuso una materia invisible e imperceptible que rodeaba el Sol como una capa y empujaba los planetas hacia delante: el torbellino cartesiano. — ¡Qué pueril y burdo es todo eso y en qué alta estima se ha de tener, por tanto, el sistema de la gravitación, que ha demostrado irrefutablemente las causas motoras y las fuerzas que actúan en ellas, y además con tal seguridad y exactitud que hasta el menor desvío e irregularidad, aceleración o retardo en la órbita de un planeta o un satélite puede ser explicado por completo por su causa próxima y calculado con exactitud!
En consecuencia, la idea fundamental de convertir la gravitación, conocida inmediatamente para nosotros solo como peso, en la fuerza que mantiene unido el sistema planetario, es tan sumamente relevante por la importancia de las consecuencias vinculadas a él, que la investigación de su origen no merece ser suprimida como irrelevante; además, deberíamos esforzarnos al menos en ser justos en cuanto posteridad, ya que en cuanto contemporáneos lo somos tan pocas veces.
Es sabido que, cuando Newton publicó en 1686 sus Principia, Robert Hooke elevó un sonoro grito acerca de su prioridad en la idea fundamental; como también que sus amargas reclamaciones y las de otros arrancaron a Newton la promesa de mencionarlos en la primera edición completa de los Principia, 1687, cosa que hizo en un escolio a la parte I, proposición 4, corolario 6, de la forma más lacónica posible, a saber, in parenthesi: «ut seorsum collegerunt etiam nostrates Wrennus, Hookius et Hallaeus»[174].
Que Hooke formuló ya en el año 1666 lo esencial del sistema de gravitación, si bien solo como hipótesis, en una Communication to the Royal society, lo podemos apreciar en el pasaje principal de la misma que está reproducida con palabras del propio Hooke en Dugald Stewart’s philosophy of the human mind vol. 2, p. 434. — En la Quarterly review de agosto de 1828 se encuentra una bonita historia concisa de la astronomía que trata la prioridad de Hooke como cosa hecha.
En la Biographie universelle par Michaud, que ocupa casi cien volúmenes, el artículo Newton parece ser una traducción de la Biographia Británica, a la que se remite. Contiene la exposición del sistema del universo a partir de la ley de gravitación siguiendo literalmente y con todos los detalles el escrito Robert Hooke’s an attempt to prove the motion of the earth from observations, Lond. 1674, 4. —Además el artículo dice que la idea fundamental de que la gravedad se extiende a todos los cuerpos del universo se encuentra expresada ya en Borelli theoria motus planetarum e causis physicis deducta. Flor. 1666. Por último, ofrece la larga respuesta de Newton a la mencionada reclamación de la prioridad del descubrimiento por parte de Hooke. — En cambio, la historia de la manzana, repetida hasta la saciedad, carece de toda autoridad. Se encuentra por primera vez mencionada como un hecho conocido en Tumor’s history of Grantham, p. 160. Pemberton, que todavía conoció a Newton, aunque ya viejo y decrépito, cuenta en el prólogo a su View of Newton’s philosophy que la idea le vino por primera vez en un jardín, pero no dice nada de la manzana: esta se convirtió después en un añadido plausible. Voltaire pretende haberlo oído de boca de la sobrina de Newton, lo cual constituye probablemente lié la fuente de la historia. Véase Voltaire, Eléments de philos. De Neuton, p. IL ch. 3[175].
A todas esas autoridades que contradicen el supuesto de que la gran idea de la gravitación universal es hermana de la falsa teoría de las luces homogéneas tengo que añadir aún un argumento que es meramente psicológico pero tendrá mucho peso para quien conozca la naturaleza humana también desde el aspecto intelectual.
Es un hecho conocido e incontestado que Newton había concebido el sistema de gravitación muy pronto, presuntamente ya en 1666, puede que por medios propios o ajenos, y que luego intentó verificarlo aplicándolo a la órbita de la Luna; que, no obstante, dado que el resultado no concordaba exactamente con la hipótesis, abandonó esta y se olvidó del asunto durante muchos años. También es conocido el origen de aquella discrepancia que le intimidó: se debía simplemente a que Newton supuso que la distancia de la Luna respecto de nosotros era una séptima parte más pequeña; y esto se debió a su vez a que solo se podía calcular en radios terrestres, y el radio terrestre se calcula a partir de la magnitud de los grados del contorno de la Tierra, mientras que solo estos se pueden medir inmediatamente. Newton, de acuerdo con la común determinación geográfica, tomó en números redondos el grado por sesenta millas inglesas, cuando en verdad tiene sesenta y nueve y media. La consecuencia de ello fue que la órbita de la Luna no concordaba con la hipótesis de la gravitación como una fuerza que disminuye de acuerdo con el cuadrado de la distancia. Por eso, Newton abandonó la hipótesis y se olvidó de ella. Solo después de unos dieciséis años, en 1682, se enteró casualmente del resultado de la medición que ya algunos años antes había completado el francés Picard, según la cual el grado era casi una séptima parte mayor de lo que él había supuesto antes. Sin considerar esto de especial relevancia, tomó nota de ello en la Academia, donde le había sido notificado en una carta, y luego escuchó atentamente la exposición sin distraerse. Hasta más tarde no se le vino a la cabeza la antigua hipótesis: volvió a emprender sus cálculos acerca de ella y entonces encontró que el estado de cosas se le correspondía exactamente, por lo que, como es sabido, cayó en un gran éxtasis.
Ahora pregunto a todo el que es padre él mismo, que ha engendrado, alimentado y cultivado hipótesis: ¿se trata así a tales hijos? ¿Los echa sin compasión de casa cuando no todo marcha bien enseguida, les cierra las puertas y no vuelve a preguntar por ellos en dieciséis años? En un caso de la clase anterior, y antes de decir «no hay nada que hacer», ¿no se supondrá un fallo en cualquier parte —aunque en el caso de Dios Padre tuviera que ser en la creación— antes que en los queridos hijos que uno ha engendrado y cuidado? — Y aquí se habría acertado fácilmente al desconfiar del único dato empírico (además de un ángulo de enfoque) en el que se basaba el cálculo, y cuya inseguridad era tan conocida que los franceses practicaban sus mediciones de grados ya desde 1669; y sin embargo Newton, con total superficialidad, había tomado ese difícil dato en millas inglesas, de acuerdo con la indicación común. ¿Y así se conduce uno con una hipótesis verdadera y explicativa del universo? — ¡De ninguna manera, si es propia! — Pero también sé decir a quién se trata así: a los hijos ajenos a los que uno consiente a disgusto en la casa, y a los que (del brazo de su propia mujer estéril, que solo parió una vez, y un monstruo) mira bizco y envidioso, y los admite a examen por simple obligación esperando que no aprueben; y tan pronto como eso ocurre, los echa de la casa con risa burlona.
Este argumento es, al menos para mí, de tanto peso que reconozco en él una plena confirmación de las declaraciones que atribuyen las ideas fundamentales de la gravitación a Hooke y no dejan a Newton más que su verificación mediante cálculos; según ello, al pobre Hooke le fue como a Colón: se dice «América» y se dice «el sistema newtoniano de la gravitación». —
Por lo que respecta al monstruo de los siete colores antes mencionado, el hecho de que siga gozando de total prestigio cuarenta años después de aparecer la teoría de los colores de Goethe, y que la letanía del framen exiguum[176] y los siete colores se siga canturreando pese a toda evidencia, me podría llevar a error si no me hubiera acostumbrado hace tiempo a contar el juicio de los contemporáneos entre los imponderables. De ahí que no vea en ello más que una prueba de la triste y lamentable condición, por una parte, de los físicos de profesión y, por otra, del llamado público culto, que en vez de examinar lo que ha dicho un gran hombre se hace eco fiel de aquellos pecadores que afirman que la teoría de los colores de Goethe es un intento frustrado e incompetente, una debilidad a olvidar.
§ 87
El hecho palpable de los moluscos fósiles, que ya el eleata Jenófanes conoció e interpretó correctamente en general, es discutido, negado y hasta considerado una quimera por Voltaire. (Véase Brandis, Comment. Eleaticae, p. 50 y Voltaire, Diet, pbil., art. coquille.) Así de grande fue su aversion a admitir cualquier cosa que pudiera tergiversarse con el fin de confirmar los informes mosaicos, en este caso, el diluvio universal. Un aleccionador ejemplo de cómo el celo nos puede llevar a error cuando hemos tomado partido.
§ 88a
Una fosilización completa es un cambio totalmente químico, sin ninguna alteración mecánica.
§ 88b
Cuando, para disfrutar de una mirada en los incunables de la esfera terrestre, examino la grieta reciente de un trozo de granito, no 159 se me viene a la cabeza que esa roca primitiva haya nacido por fusión y cristalización, por vía seca, ni tampoco por sublimación ni por sedimentación; sino que me parece que tiene que haberse formado por un proceso químico de clase totalmente distinta, que ya no se produce ahora. Con lo que mejor concuerda mi idea del
asunto es con una rápida y simultánea combustión de una mezcla de metales y metaloides, unida a la inmediata afinidad electiva de los productos de aquella combustión. ¿Se habrá intentado alguna vez mezclar silicio, aluminio, etc., en la proporción en que componen los radicales de las tierras de los tres elementos del granito, y luego hacer que se quemen rápidamente en agua o en el aire? —
Entre los ejemplos de la generatio aeqnivoca observables a simple vista se encuentra el caso cotidiano del brote de los hongos en todo lugar donde se pudre un cuerpo vegetal muerto, sea un tronco, una rama o una raíz; y, por cierto, en ningún otro lugar, aunque por lo regular no se producen aisladamente sino en abundancia; — de modo que está claro que el lugar no lo ha determinado una semilla (espora) lanzada aquí o allá por el ciego azar, sino el propio cuerpo podrido, el cual ofrece a la omnipresente voluntad de vivir una materia conveniente que ella agarra enseguida. — El que precisamente esos hongos se reproduzcan después por esporas no dice nada en contra: pues eso vale para todos los seres vivos que tienen semillas, y sin embargo han tenido que nacer una vez sin ellas.
§ 89
La comparación de los peces de río en países muy distantes entre sí da quizás el más claro testimonio de las primigenias fuerzas creadoras de la naturaleza, que esta ha puesto en práctica de forma análoga siempre que el lugar y las circunstancias eran semejantes. Cuando se da una similitud aproximada en la amplitud geográfica, la altura topográfica y la magnitud y profundidad de las corrientes, siempre se encuentran, aun en los lugares más lejanos, bien las mismas especies de peces fluviales o bien unas muy semejantes. Pensemos simplemente en las truchas de los riachuelos de casi todos los montes. En el caso de estos animales, la presunción de que se hayan implantado intencionadamente queda del todo eliminada. Suponer que las habrían extendido aves que devoraron los huevos pero no los digirieron no resulta satisfactorio para el caso de las grandes distancias: pues su proceso digestivo se desarrolla en menos tiempo del que dura su viaje. También me gustaría saber si es cierto el tema de la no-digestión, es decir, del devorar contraproducente; porque nosotros digerimos muy bien el caviar, pero el buche y el estómago de las aves están preparados para digerir incluso duros granos. — Si se quiere postergar el origen de los peces de río a la última gran inundación universal, se olvida que esta se produjo por el agua de mar y no de río.
§ 90
No comprendemos mejor la formación de cristales cúbicos a partir del agua salada que la del polluelo a partir del líquido en el huevo: y entre esta y la generatio aequivoca pretendió Delamark que no existía diferencia esencial. Sin embargo, sí la hay: porque de cada huevo solo puede nacer una especie determinada; así que eso es una generatio univoca (έξ ομωνύμου: Arist. metaph. Z, 25). En cambio, se podría objetar que cada infusión exactamente determinada suele generar solo una determinada clase de animales microscópicos.
§ 91
En los problemas más difíciles de cuya solución casi desesperamos, hemos de utilizar con el mayor provecho posible los pocos e insignificantes datos que poseemos, a fin de averiguar algo a través de su combinación.
En la Crónica de las epidemias de Schnurrer, 1825, encontramos que, después de que en el siglo XIV la peste negra hubiera despoblado toda Europa, una gran parte de Asia y también de Africa, se produjo inmediatamente una extraordinaria fertilidad del género humano y, en concreto, se hicieron muy frecuentes los nacimientos de mellizos. En concordancia con esto, Casper (La duración probable de la vida del hombre, 1835), apoyándose en repetidas experiencias a gran escala, enseña que en la población dada de un distrito la mortalidad y la duración de la vida van acompasadas con el número de nacimientos; de modo que las muertes y los nacimientos aumentan y disminuyen en la misma proporción siempre y en todas partes; lo cual deja él fuera de toda duda mediante un acopio de pruebas de muchos países y sus diferentes provincias. Unicamente se equivoca en que confunde continuamente causa y efecto, al considerar que el aumento de los nacimientos es la causa del incremento de las muertes; por el contrario, según mi convicción, y de acuerdo con el fenómeno aducido por Schnurrer que Casper no parece conocer, es, a la inversa, el incremento de los casos de mortalidad es el que lleva consigo el aumento de los nacimientos, no por una influencia física sino por una conexión metafísica; así lo he explicado en el volumen segundo de mi obra principal, capítulo 41, p. 507 (3.a ed., p. 575). Así pues, en conjunto la cifra de nacimientos depende de la cifra de muertes.
Conforme a ello, sería una ley natural que la fuerza prolífica del género humano, la cual no es más que una forma especial de la fuerza generativa de la naturaleza en general, es incrementada por una causa antagonista, es decir, crece con la resistencia; — por ello esa ley se podría subsumir, mutatis mutandis, a la ley de Mariotte según la cual la resistencia crece hasta el infinito con la compresión. Supongamos que aquella causa antagonista de la fuerza prolífica se presentara una vez en una magnitud y eficacia nunca habidas, debido a la devastación causada por epidemias, revoluciones naturales, etc.; entonces, la fuerza prolífica tendría que ascender a su vez hasta un nivel inaudito hasta el momento. Si, por último, lleváramos aquella intensificación de la causa antagonista hasta el extremo, esto es, hasta la total extinción del género humano, la fuerza prolífica así constreñida alcanzaría un ímpetu adecuado a la presión, y sería llevada a un esfuerzo que produciría lo que ahora parece imposible: en efecto, puesto que le estaría vedada la generatio univoca, es decir, el nacimiento de lo igual a partir de lo igual, se lanzaría entonces a la generatio aequivoca. No obstante, en el grado superior del reino animal esta no puede ya pensarse en la forma en que se nos presenta en los grados inferiores: la forma del león, del lobo, del elefante, del mono o del hombre no puede nunca haber surgido al modo de los infusorios, los entozoarios y los epizoarios, ni haberse elevado directamente de un lodo marítimo cuajado e incubado por el sol, o de una mucosidad o de una masa orgánica en putrefacción; sino que su nacimiento solo se puede pensar como generatio in utero heterogéneo, y por lo tanto tal que del útero o, más bien, del huevo de una pareja animal especialmente favorecida, después de haberse acumulado e incrementado anómalamente en ella la fuerza vital de su especie reprimida por alguna razón, en una ocasión, a una hora feliz, dentro de una adecuada posición de los planetas y la coincidencia de todas las influencias atmosféricas, telúricas y astrales favorables, de forma excepcional no habría surgido ya su igual, sino una forma afín a ellos pero de un grado superior; de modo que esa pareja, en esa ocasión, no habría engendrado un mero individuo sino una especie. Naturalmente, los procesos de este tipo solo podrían producirse después de que, mediante la usual generatio aequivoca y a partir de la descomposición orgánica o el tejido celular de las plantas vivas, hubieran emergido los animales inferiores en cuanto precursores e itinerario de las futuras especies animales. Tal proceso ha tenido que producirse después de cada una de las grandes revoluciones terrestres que al menos tres veces han extinguido por completo toda vida en el planeta, de modo que esta se tuvo que encender de nuevo y apareció cada vez en formas más perfectas, es decir, más cercanas a la fauna actual. Pero solamente en la serie animal que surgió después de la última gran catástrofe en la superficie terrestre se elevó aquel proceso hasta el nacimiento del género humano, una vez que ya en la penúltima hubiera llegado hasta el mono. Vemos que los batracios viven como peces antes de adoptar su forma propia y más perfecta; y, según una observación reconocida hoy de forma bastante generalizada, cada feto recorre sucesivamente las formas de las clases inferiores a su especie hasta alcanzar la suya propia. ¿Por qué no habría podido surgir cada forma nueva y superior de modo que ese ascenso de la forma fetal se hubiera elevado una vez un grado por encima de la forma de la madre que la gestó? — Es el único modo racional —es decir, racionalmente pensable— de surgimiento de las especies que podemos imaginar.
Pero no debemos pensar que ese ascenso se produce en una sola línea sino en varias juntas. Así, por ejemplo, del huevo de un pez ha surgido una vez un ofidio y otra, un saurio; pero al mismo tiempo, del huevo de otro pez ha nacido un batracio y después, un quelonio; del huevo de un tercero, un cetáceo, acaso un delfín; más tarde un cetáceo ha parido una foca y, por último, una foca ha parido una morsa; y quizá del huevo del pato haya nacido el ornitorrinco, y del de un avestruz, algún mamífero mayor. En general el proceso se tuvo que producir en muchas zonas de la Tierra y de forma independiente, pero siempre en unos grados claros e inmediatamente definidos, cada uno de los cuales dio lugar a una especie fija y permanente; pero no tuvo lugar en transiciones paulatinas y borrosas; es decir, no en analogía con un tono prolongado que va ascendiendo poco a poco desde la octava inferior a la superior, sino conforme a una escala que asciende a determinados intervalos. No queremos ocultar que después tendríamos que pensar que los primeros hombres de Asia habrían nacido del pongo (cuya cría se llama orangután), y los de África, del chimpancé, si bien no habrían nacido ya como monos sino inmediatamente como hombres. Es de observar que ese origen lo enseña incluso un mito budista que se puede encontrar en las Investigaciones sobre los mongoles y los tibetanos de I. J. Schmidt, pp. 210-214, como también en Klaproth, Fragmens Bouddhiques, en el Nouveau journal asiatique, 1831, marzo; e igualmente en La jerarquía lamaísta de Koppen, p. 45.
La idea de una generatio aequivoca in utero heterogéneo que aquí se ha desarrollado la ha planteado por vez primera el autor anónimo de los Vestiges of the natural history of Creation {6th, edition, 1847), aunque en modo alguno con la claridad y precisión pertinentes, ya que la ha vinculado estrechamente con supuestos insostenibles y grandes errores; ello se debe en última instancia a que en él, en su condición de inglés, todo supuesto que sobrepasa la mera física, es decir, metafísico, coincide inmediatamente con el teísmo hebreo, para evitar el cual extiende indebidamente el dominio de la física. Así, un inglés, en su descuido y total tosquedad con respecto a toda filosofía especulativa o metafísica, es incapaz de cualquier comprensión espiritual de la naturaleza: por eso no conoce término medio entre una comprensión de su acción en cuanto efectuada según una estricta legalidad, a ser posible mecánica, y en cuanto la premeditada producción artística del Dios hebreo, al que él denomina su maker. — Los curas, los curas ingleses son los responsables: ellos, los más picaros de todos los oscurantistas. Han acomodado las mentes de tal modo que, incluso en las más doctas e instruidas, el sistema de ideas fundamentales es una mezcla del más craso materialismo con la más burda superstición judía, removidos entre sí igual que el vinagre y el aceite; y pueden ver cómo se concillan y que, como resultado de la educación de Oxford, mylords y gentlemen pertenecen en lo fundamental al populacho. Pero las cosas no mejorarán mientras los estúpidos ortodoxos de Oxford sigan ocupándose de la educación de las clases cultas. En el mismo estado encontramos, aún en el año 1859, al francés americanizado Agassiz en su Essay on classification. También él se encuentra ante la misma alternativa de que el mundo orgánico
sea obra del más puro azar, que lo habría mezclado como un juego natural de fuerzas físicas y químicas, o bien una obra de arte sagazmente confeccionada a la luz del conocimiento (esa functio animalis) y tras reflexión y cálculo previos. Lo uno es tan falso como lo otro, y ambos se basan en aquel ingenuo realismo que, ochenta años después de la aparición de Kant, es directamente insultante. Así que Agassiz filosofa sobre el origen de los seres orgánicos como un zapatero americano. Si los señores no han aprendido ni quieren aprender más que su ciencia natural, no deben dar en sus escritos un solo paso más allá de ella y han de quedarse strictissime en su experiencia, a fin de no prostituirse, como hace el señor Agassiz, y hacerse objeto de burla por hablar del origen de la naturaleza igual que las viejas.
Una consecuencia que se seguiría en otro sentido a partir de aquella ley formulada por Schnurrer y Casper sería esta: es evidente que, en la medida en que, empleando de la forma más acertada y cuidadosa todas las fuerzas naturales y todas las regiones, consiguiéramos disminuir la miseria de las clases sociales inferiores, el número de esos a los que acertadamente se ha llamado proletarios aumentaría y, por consiguiente, sobrevendría de nuevo la miseria. Pues el impulso sexual promueve el hambre, al igual que esta, cuando está satisfecha, promueve el impulso sexual. Mas la ley antes mencionada nos garantizaría que el asunto no pudiera ser llevado hasta una verdadera superpoblación de la Tierra, mal este cuya atrocidad apenas puede figurarse la más viva fantasía. En efecto, conforme a la ley en cuestión, una vez que la Tierra hubiera recibido el número máximo de hombres que es capaz de alimentar, la fertilidad de la especie habría descendido desde entonces hasta el grado en que apenas bastaría para compensar las muertes, con lo que entonces cualquier aumento casual de estas volvería a poner la población por debajo del máximo.
§ 92
En diferentes partes del mundo con iguales o similares condiciones climáticas, topográficas y atmosféricas ha surgido la misma o análoga especie animal o vegetal. Por eso algunas especies son muy parecidas sin ser idénticas (y este es el verdadero concepto de genus), y algunas se dividen en razas y variedades que no han podido nacer unas de otras aunque la especie siga siendo la misma. Pues la unidad de la especie no implica en absoluto la unidad del origen y la procedencia de una pareja única. Esa es una absurda suposición. ¿Quién creerá que todas las encinas proceden de una única primera encina, todos los ratones de una primera pareja de ratones y todos los lobos del primer lobo? Antes bien, la naturaleza repite el mismo proceso en las mismas circunstancias pero en distintos lugares, y es demasiado precavida como para permitir que la existencia de una especie, sobre todo de los géneros superiores, sea totalmente precaria, jugándosela a una sola carta y dejando su obra difícilmente lograda a merced de mil contingencias. Antes bien, ella sabe lo que quiere, lo quiere con firmeza y se pone manos a la obra en consecuencia con ello. Pero la ocasión no es nunca única y exclusiva.
El elefante africano, que nunca ha sido adiestrado, cuyas orejas, muy anchas y largas, ocultan la cerviz y cuya hembra tiene también colmillos, no puede descender del elefante asiático, tan inteligente y con tanta facilidad de aprender, cuya hembra carece de colmillos y cuyas orejas no son ni con mucho tan grandes; — y del mismo modo, tampoco el caimán americano procede del cocodrilo del Nilo, ya que ambos se distinguen por los dientes y por el número de caparazones que tienen en la cerviz; — como tampoco el negro puede descender de la raza caucásica.
No obstante, es altamente probable que el género humano haya nacido únicamente en tres lugares, ya que no tenemos más que tres tipos nítidamente diferenciados que indiquen tres razas originarias: el tipo caucásico, el mongólico y el etíope. Y además ese nacimiento solo ha podido tener lugar en el mundo antiguo. Porque en Australia la naturaleza no ha podido originar ningún simio y en América solo ha producido el macaco de cola larga pero no el de cola corta, por no hablar de las especies de simios sin cola, que ocupan el grado superior anterior al hombre. Natura non facit saltus[177]. Además, el nacimiento del hombre únicamente ha podido producirse entre los trópicos, ya que en las demás zonas el hombre recién surgido habría perecido al primer invierno. Pues aun cuando no le hubieran faltado los cuidados maternos, habría crecido sin enseñanza y no habría recibido conocimientos de ningún ascendiente. Así que el lactante de la naturaleza tendría primero que haber descansado en su cálido seno antes de que esta pudiera enviarlo al rudo mundo. Pero en las zonas cálidas el hombre es negro o, al menos, moreno. Así que ese es, sin diferencia de razas, el color verdadero, natural y peculiar del género humano, y nunca ha habido por naturaleza una raza blanca; de hecho, hablar de ella y clasificar a los hombres ingenuamente en blancos, amarillos y negros, como aún se hace en todos los libros, da muestras de la mayor parcialidad y falta de reflexión. Ya en mi obra principal, volumen 2, capítulo 44, p. 550 [3.a ed., p. 625] he explicado el asunto someramente y he declarado que nunca del seno de la naturaleza ha salido un hombre originalmente blanco. El origen del hombre se encuentra exclusivamente entre los trópicos y allá es siempre negro o moreno; solamente en América no ocurre siempre porque esa parte del mundo ha sido poblada en su mayor parte por naciones que ya han perdido el color, principalmente chinos. Sin embargo, los salvajes de las selvas brasileñas son morenos[178]. El hombre no se ha vuelto de piel clara, y finalmente blanca, hasta después de haberse propagado durante largo tiempo fuera de su única tierra natural ubicada entre los trópicos y, como consecuencia de ese incremento de población, extenderse hasta las zonas más frías. Así pues, la raza humana europea se ha ido volviendo blanca poco a poco como consecuencia del influjo climático de la zona templada y fría. Con qué lentitud se produjo esto lo apreciamos en los cíngaros, una raza hindú que desde el comienzo del siglo XV hace vida nómada por Europa y cuyo color es más o menos intermedio entre el de los hindúes y el nuestro; también se ve en las familias de esclavos negros que se propagan desde hace trescientos años en América y solamente se han vuelto algo más claras: no obstante, en estas el proceso se para porque de vez en cuando se mezclan con recién llegados negros como el ébano; una renovación de la que no participan los cíngaros. Supongo que la causa física próxima de que el hombre desterrado de su lugar natural haya ido palideciendo está en que en el clima cálido la luz y el calor producen en el rete Malpighii[179] una desoxidación lenta, pero constante, del ácido carbónico que se exhala por nuestros 168 poros sin descomponerse, dejando entonces el carbono suficiente para la coloración de la piel: el olor específico de los negros está probablemente relacionado con eso. El hecho de que en los pueblos blancos las clases inferiores que trabajan intensamente sean siempre de piel más oscura que los estamentos superiores se explica porque sudan más, lo cual tiene un efecto análogo, aunque en grado muy inferior, al del clima cálido. En consecuencia, hemos de pensar que el Adán de nuestra raza fue en todo caso negro, y es ridículo que los pintores representen a ese primer hombre como blanco, en el color surgido por el proceso de decoloración: además, dado que Jehová lo creó a su imagen y semejanza, las obras de arte han de representar también a este negro, aunque a esos efectos se puede permitir la tradicional barba blanca; porque el tipo barbilampiño no va ligado al color negro sino solamente a la raza etíope. Sin embargo, las imágenes de madonnas más antiguas, como las que se encuentran en Oriente y en algunas antiguas iglesias italianas, tienen, al igual que el Niño Jesús, el rostro de color negro. De hecho, todo el pueblo elegido de Dios ha sido negro o moreno, y aún hoy es de piel más oscura que nosotros, que descendemos de poblaciones paganas que inmigraron antes. La actual Siria está poblada por mestizos que proceden en parte de Nordasia (como, por ejemplo, los turcomanos). También a Buda se le representa a veces negro, e incluso a Confucio. (Davis, The Chinese vol. 2, p. 66). Que el rostro blanco es una degeneración y no es natural lo atestigua la repugnancia y el rechazo que ha provocado en algunos pueblos de Africa interior al verlos por vez primera: a esos pueblos les parece que es una atrofia enfermiza. A algunos viajeros que llegaban a África las muchachas negras les agasajaban con leche y cantaban: «¡Pobre forastero, qué pena nos das, que eres tan blanco!». Una nota al Don Juan de Byron (canto XII, stanza 70) informa de lo siguiente: Major Denham says, that when he first saw European women after his travels in Africa, they appeared to him to have unnatural sickly countenances. (El mayor Denham dice que cuando volvió a ver por vez primera a las mujeres europeas después de sus viajes a África, le pareció que tenían unos rostros antinaturalmente enfermizos.) — Sin embargo, de acuerdo con | el precedente de Büffon (Flourens, Buffon. Histoire de ses travaux et de ses idées, Paris, 1884, pp. 160 ss.), los etnógrafos siguen hablando con toda confianza de la raza blanca, la amarilla, la roja y la negra, basando su división principalmente en el color; cuando, en verdad, este no constituye nada esencial y su diferencia no tiene otro origen que la mayor o menor, y la más temprana o tardía separación de una estirpe respecto de la zona cálida, única de la que es indígena el género humano; de ahí que fuera de ella no pueda subsistir más que a base de cuidados artificiales, pasando el invierno en invernaderos como las plantas exóticas; pero aun así va degenerando poco a poco y primeramente en el color. El que tras perder el color la raza mongólica resulte algo más amarillenta que la caucásica puede, sin embargo, deberse a una diferencia racial. — El hecho de que la civilización y la cultura más elevadas —prescindiendo de los antiguos hindúes y los egipcios— se encuentre exclusivamente en las naciones blancas, e incluso en algunos pueblos de tez oscura la casta o el linaje dominante sea de color más claro que los demás, por lo que es evidente que es inmigrante —por ejemplo, los brahmanes, los incas o los señores de las islas del Sur— ese hecho, digo, se debe a que la necesidad es la madre de las artes; porque, en efecto, las estirpes que emigraron al Norte y poco a poco fueron palideciendo, en su lucha contra las múltiples necesidades debidas al clima tuvieron que desarrollar todas sus fuerzas intelectuales e inventar y cultivar todas las artes, a fin de compensar la mezquindad de la naturaleza. De ahí ha nacido su elevada civilización.
Como el color oscuro, también la alimentación vegetal es la natural al hombre. Pero al igual que a aquel, también a esta se mantiene fiel exclusivamente en el trópico. Cuando se diseminó por las zonas frías, tuvo que contraponerse al clima antinatural a él con una alimentación también antinatural. En el Norte no se puede subsistir sin alimentos cárnicos: me han dicho que ya en Copenhague se considera que una condena de seis semanas a pan y agua supone un peligro vital si se la cumple en el sentido más estricto y sin excepción. Así pues, el hombre se ha vuelto al mismo tiempo blanco y carnívoro. Pero precisamente por eso, como también por la vestimenta más consistente, ha adoptado una cierta índole impura y repulsiva que no poseen otros animales, al menos en su estado de naturaleza, y que él ha de contrarrestar con una limpieza especial y constante a fin de no resultar repugnante; tal cosa solo compete a la clase pudiente que vive con comodidad, y a la que por eso en italiano se la llama acertadamente gente pulita. Otra consecuencia de la vestimenta más consistente es que, mientras que todos los animales cuando están en su figura, envoltura y color naturales ofrecen una vista natural, agradable y estética, el hombre, en su variada vestimenta, a menudo rara y extravagante, pero con frecuencia también miserable y mezquina, anda entre ellos como una caricatura; una figura que no concuerda con el conjunto, que no cuadra dentro del él, porque no es como todos los demás obra de la naturaleza sino de un sastre, de modo que representa una impertinente interrupción de la totalidad armónica del mundo. El noble sentido y gusto de los antiguos intentó mitigar ese inconveniente haciendo que la ropa fuese lo más ligera posible y estuviera confeccionada de tal modo que no se ciñera mucho confundiéndose con el cuerpo, sino que permaneciera diferenciada como algo extraño y permitiera reconocer con la mayor claridad posible la figura humana en sus distintas partes. Por culpa de la sensibilidad opuesta, la ropa de la Edad Media y de la Epoca Moderna es de mal gusto, bárbara y repulsiva. Pero lo más repulsivo es la vestimenta actual de las mujeres, llamadas damas, que imitando el mal gusto de sus tatarabuelas ofrece la mayor deformación posible de la figura humana, y aún más bajo el bagaje del miriñaque, que iguala su anchura a su altura y permite una acumulación de sucias evaporaciones, con lo que no son solo feas y repulsivas sino malolientes[180].
§ 93
Se puede definir la vida como el estado en el que un cuerpo mantiene siempre su forma esencial (sustancial) bajo el continuo cambio de la materia. — Si se me quisiera objetar que también un remolino de agua o una cascada conservan su forma bajo el continuo cambio de la materia, se podría responder que en estos la forma no es en absoluto esencial sino que, de acuerdo con leyes naturales universales, es totalmente contingente, al depender de circunstancias externas con cuya transformación se puede cambiar también a voluntad la forma, sin por ello tocar lo esencial.
§ 94
La polémica que hoy está tan de moda contra el supuesto de una fuerza vital merece llamarse, no ya falsa, sino directamente tonta, a pesar de sus gestos distinguidos. Pues quien niega la fuerza vital niega en el fondo su propia existencia, así que puede gloriarse de haber alcanzado la más alta cumbre del absurdo. Pero en la medida en que ese petulante sinsentido haya surgido de los médicos y los farmacéuticos, contiene además la más indigna ingratitud; porque la fuerza vital es lo que vence las enfermedades y produce las curaciones por las que después aquellos señores se embolsan el dinero y pasan factura. — Si una peculiar fuerza natural a la que es tan esencial actuar funcionalmente como esencial es a la gravedad acercar los cuerpos entre sí; si esa fuerza, como digo, no mueve todo el complicado mecanismo del organismo, lo guía, lo ordena y se presenta en él como lo hace la fuerza de gravedad en los fenómenos de la caída y la gravitación, o la fuerza eléctrica en todos los fenómenos producidos por la máquina de fricción o la pila voltaica, etc., entonces la vida es una falsa apariencia, un engaño, y en verdad todo ser es un mero autómata, es decir, un juego de fuerzas mecánicas, físicas y químicas que se han unido para formar su fenómeno bien por azar o bien por la intención de un artista que lo ha querido así. — Por supuesto que en el organismo animal actúan fuerzas físicas y químicas: pero lo que las mantiene unidas y las dirige de tal modo que de ahí resulta y se mantiene un organismo funcional, — eso es la fuerza vital: por consiguiente, ella domina todas las fuerzas y modifica su acción, que aquí es, pues, meramente subordinada. En cambio, creer que ellas darían origen por sí solas a un organismo no es simplemente falso sino, como he dicho, tonto. — Aquella fuerza vital es en sí misma la voluntad.
Entre la fuerza vital y todas las demás fuerzas naturales se ha querido encontrar una diferencia fundamental consistente en que aquella no vuelve a ocupar un cuerpo que ha abandonado. En realidad las fuerzas de la naturaleza inorgánica no se separan más que excepcionalmente del cuerpo que una vez dominaron: así, por ejemplo, se le puede quitar el magnetismo al acero poniéndolo al rojo y restituírselo con una nueva magnetización. Esa recepción y pérdida se puede afirmar con claridad aún mayor de la electricidad, si bien hay que suponer que el cuerpo no la recibe de fuera a ella misma, sino solamente el estímulo a consecuencia del cual la fuerza eléctrica existente ya en él se separa en +E y -E. En cambio, la gravedad no se separa nunca de un cuerpo, como tampoco su cualidad química. Esta se vuelve meramente latente al combinarse con otros cuerpos, y cuando estos se descomponen vuelve a aparecer intacta. Por ejemplo, el azufre se convierte en ácido sulfúrico; este, en yeso; pero con la sucesiva descomposición de ambos se restablece el azufre. Mas la fuerza vital no puede volver a tomar posesión de un cuerpo después de haberlo abandonado. Sin embargo, la razón de eso es que ella no está fijada a la simple materia, como las fuerzas de la naturaleza inorgánica, sino ante todo a la forma. De hecho su actividad consiste en la producción y conservación (es decir, la producción continuada) de esa forma: de ahí que en cuanto abandona un cuerpo quede destruida su forma, al menos en sus partes más sutiles. Pero la producción de la forma tiene su marcha regular e incluso planificada en una determinada sucesión de lo que se ha de producir, esto es, comienzo, medio y avance. Por eso la fuerza vital, siempre que aparece de nuevo, tiene que empezar su tejido desde el principio, es decir, comenzar realmente ab ovo: por consiguiente, no puede retomar la obra que dejó una vez y que de hecho está ya arruinada; es decir, no puede ir y venir como el magnetismo. En eso se basa, pues, la diferencia en cuestión entre la fuerza vital y otras fuerzas naturales.
La fuerza vital es directamente idéntica a la voluntad; de modo que lo que en la autoconciencia aparece como voluntad, en la vida orgánica inconsciente constituye su primum mobile, que de forma muy apropiada se ha caracterizado como fuerza vital. Por la simple analogía con esta inferimos que también las restantes fuerzas naturales son en el fondo idénticas a la voluntad, con la sola diferencia de que en estas se halla en un grado inferior de su objetivación. Por eso, intentar explicar a partir de la naturaleza inorgánica la orgánica, y por lo tanto la vida, el conocer y finalmente el querer, significa pretender deducir la cosa en sí del fenómeno, de ese simple proceso cerebral [Gehirnphänomen]: es como querer explicar el cuerpo a partir de la sombra.
No existe más que una fuerza vital que —en cuanto fuerza originaria, en cuanto principio metafísico, en cuanto cosa en sí, en cuanto voluntad— es infatigable, es decir, que no necesita descanso. No obstante, sus formas fenoménicas —irritabilidad, sensibilidad y función reproductiva— se fatigan y necesitan descanso; en realidad, simplemente porque producen, conservan y gobiernan el organismo a base de superar los fenómenos de la voluntad de grados inferiores, que tienen un derecho anterior sobre la misma materia. El caso más inmediato en el que se puede apreciar esto es la irritabilidad, que ha de luchar continuamente contra la gravedad; de ahí que sea la que más rápidamente se cansa: pero cualquier cosa en la que pueda apoyarse, recostarse, sentarse o tumbarse le sirve de descanso. Precisamente por ello esos lugares de reposo favorecen el máximo esfuerzo de la sensibilidad, el pensamiento; porque entonces la fuerza vital puede aplicarse por entero a esa función; sobre todo cuando no es reclamada en especial por la tercera, la reproducción, como ocurre a la hora de la digestión. Sin embargo, cualquier cabeza que piense por sí misma habrá observado que pasear al aire libre favorece inusualmente el surgimiento de pensamientos originales. Yo atribuyo esto al proceso respiratorio acelerado por aquel movimiento y que, por una parte, fortalece y activa la corriente sanguínea y, por otra, oxida mejor la sangre; con lo que, en primer lugar, el doble movimiento del cerebro —el que sigue a cada aspiración y el que sigue a cada pulsación— se vuelve más ágil y enérgico, y su turgor vitalis[181] se tensa; y, en segundo lugar, desde las ramificaciones que nacen de la carótida penetra en toda la sustancia cerebral una sangre arterial completamente oxidada y descarbonizada, esto es, más vital, incrementándose así la vitalidad interna del cerebro. Mas la vivificación de la capacidad de pensar que todo eso provoca solamente dura mientras no nos cansamos de andar. Pues al aparecer la más leve fatiga, la fuerza vital es requerida por el esfuerzo al que entonces se ve obligada la irritabilidad: de ese modo desciende la actividad de la sensibilidad y, en el caso de un gran cansancio, llega hasta el embotamiento.
La sensibilidad a su vez no descansa más que en el sueño, así que sostiene una actividad más prolongada. Por la noche, mientras también la irritabilidad reposa junto a ella, la fuerza vital, que solamente bajo una de sus tres formas puede actuar completa e íntegra, y por lo tanto con pleno poder, adopta la figura de la fuerza reproductiva. Por eso la formación y nutrición de las partes, en particular la nutrición del cerebro, pero también todo crecimiento, reparación y curación, es decir, la acción de la vis naturae rnedicatrix[182] en todas sus formas, y en especial en las crisis benefactoras de las enfermedades, se producen principalmente en el sueño. Por esa razón, una condición fundamental para gozar de una salud continuada, y por lo tanto de una larga vida, está en disfrutar constantemente de un sueño profundo e ininterrumpido. Sin embargo, no es beneficioso prolongarlo tanto como sea posible: pues lo que gana en extensión lo pierde en intensidad, esto es, en profundidad: mas es precisamente en el sueño profundo donde se llevan a cabo con mayor plenitud los procesos vitales orgánicos que se acaban de mencionar. Podemos comprobarlo en el hecho de que cuando una noche el sueño ha resultado perturbado y más corto, y después, tal como suele ocurrir, la noche siguiente es tanto más profundo, al despertar nos sentimos claramente reforzados y restablecidos. Esa profundidad tan sumamente beneficiosa del sueño no puede ser reemplazada por la duración, sino que precisamente se consigue limitando esta. Aquí se basa la observación de que todas las personas que han llegado a una edad avanzada han sido madrugadoras, como también la sentencia de Homero: άνιη και πολύς ύπνος[183]. Por eso, cuando nos despertamos por nosotros mismos por la mañana temprano no debemos empeñarnos en volver a dormir sino que debemos levantarnos diciendo con Goethe: «El sueño es cáscara: tíralo[184]»46. La acción beneficiosa del sueño que acabamos de mencionar alcanza su grado máximo en el sueño magnético, que es el más profundo de todos; de ahí que aparezca como la panacea de muchas enfermedades. Como todas las funciones de la vida orgánica, también la digestión se realiza con mayor facilidad y rapidez en el sueño, debido a la pausa de la actividad cerebral; por eso un sueño corto, de diez o quince minutos, media hora después de la comida actúa beneficiosamente, y también es bueno el café precisamente porque activa la digestión. En cambio, un sueño prolongado es perjudicial y puede incluso resultar peligroso; cosa que para mí se explica porque en el sueño, por una parte, la respiración se vuelve mucho más lenta y débil; y, por otra, por cuanto la digestión acelerada por el sueño ha avanzado hasta la formación del quilo, este se precipita en la sangre y la hipercarboniza, de modo que entonces se necesita más que nunca la descarbonización mediada por el proceso respiratorio: mas este disminuye con el sueño, y junto con él, la oxidación y la circulación. La consecuencia de ello se puede incluso percibir de forma patente en sujetos rubios de piel blanca y delicada cuando han dormido mucho después de comer, ya que su rostro, como también la esclerótica, adopta un tono pardo amarillento como síntoma de la hipercarbonización. (En Mayo’s philosophy of living, p. 168, se ve que esa teoría sobre los perjuicios de dormir por la tarde es desconocida al menos en Inglaterra.) Por la misma razón, los hombres de naturaleza pletórica y regordetes se exponen a la apoplejía durmiendo mucho a mediodía: e incluso se ha querido ver en eso, así como en las cenas copiosas, la causa de la tuberculosis pulmonar, que se podría explicar fácilmente por el mismo principio. Así se explica también por qué comer una sola vez al día y en abundancia puede fácilmente resultar perjudicial; porque, en efecto, de ese modo no solamente el estómago, sino también los pulmones, debido al incremento de la producción de quilo, son obligados a trabajar en exceso de una sola vez. — Por lo demás, el que la respiración disminuya en el sueño se explica porque se trata de una función combinada; es decir, por una parte nace de los nervios espinales y en esa medida es un movimiento reflejo que en cuanto tal continúa en el sueño; pero, por otra parte, arranca de los nervios cerebrales, por lo que está apoyada por el arbitrio, cuya suspensión en el sueño retarda la respiración y origina el ronquido; así se puede ver en Marshal Hall, Diseases of the nervous system §§ 290-311, con el que se puede comparar Flourens, Du système nerveux, 2de édit. chap. 11. Por esa participación de los nervios cerebrales en la respiración se puede explicar también por qué cuando se concentra la actividad cerebral para reflexionar o leer con gran esfuerzo, la respiración se vuelve más lenta y ligera, según ha observado Nasse. En cambio, los esfuerzos de la irritabilidad, así como los afectos enérgicos como la alegría, la ira, etc., aceleran la respiración a la vez que la circulación sanguínea; por eso la ira no es incondicionalmente dañina, e incluso si se la deja desahogarse convenientemente puede ser beneficiosa para algunas naturalezas que justamente por eso tienden por instinto a ella, y fomenta sobre todo la afluencia de la bilis.
Otra prueba del equilibrio de las tres fuerzas fisiológicas fundamentales del que hablamos lo ofrece el hecho indudable de que los negros tienen más fuerza corporal que los hombres de otras razas, y por consiguiente, lo que les falta de sensibilidad lo tienen de más en irritabilidad; de modo que se encuentran más cerca de los animales, que tienen todos más fuerza muscular en proporción a su tamaño que el hombre.
Sobre la distinta relación de las tres fuerzas fundamentales en los individuos remito a La voluntad en la naturaleza, al final de la rúbrica «Fisiología».
§ 95
Podríamos considerar el organismo vivo animal como una máquina sin primum mobile, una serie de movimientos sin comienzo, una cadena de efectos y causas ninguno de los cuales sería el primero; todo ello, siempre y cuando la vida siguiera su curso sin entrar en relación con el mundo externo. Pero ese punto de contacto es el proceso respiratorio: él constituye el miembro de conexión inmediato y esencial con el mundo externo y proporciona el primer impulso. Por eso hemos de pensar que el movimiento de la vida parte de él y que él es el primer miembro de la cadena causal. En consecuencia, como primer impulso, es decir, como la primera causa externa de la vida, aparece un poco de aire que al penetrar y realizar la oxidación introduce procesos ulteriores, dando así como resultado la vida. Lo que apoya desde el interior a esa causa externa se manifiesta como un impetuoso afán y un ansia incontenible de respirar, esto es, inmediatamente como voluntad. — La segunda causa externa de la vida es la nutrición. También ella actúa al principio desde fuera, como motivo, aunque no de forma tan apremiante e improrrogable como el aire: su eficacia causal desde el punto de vista fisiológico no comienza hasta llegar al estómago. —Liebig ha comprobado el presupuesto de la naturaleza orgánica y ha hecho el balance de sus gastos e ingresos.
§ 96
Es un hermoso trecho de camino el que en el plazo de doscientos años han recorrido la filosofía y la fisiología, desde la glandula pinealis de Descartes y los spiritus animales que la mueven y son también movidos por ella, hasta los nervios espinales motores y sensibles de Charles Bell y los movimientos reflejos de Marshal Hall. — El magnífico descubrimiento de los movimientos reflejos realizado por Marshal Hall y expuesto en su excelente libro On the diseases of the nervous system es una teoría de las acciones involuntarias, es decir, aquellas que no están mediadas por el intelecto, si bien han de nacer de la voluntad. En el segundo volumen de mi obra principal, capítulo 20, he explicado que ese descubrimiento arroja luz sobre mi metafísica, por cuanto contribuye a dilucidar la diferencia entre voluntad y arbitrio. — Añado aquí algunas observaciones sugeridas por la teoría de Hall.
El hecho de que introducirse en un baño frío acelere mucho la respiración de forma instantánea, y que ese efecto se mantenga aún un rato después de salir cuando el baño es muy frío, lo explica Marshal Hall en su libro antes mencionado, § 302, como un movimiento reflejo provocado por el frío que actúa repentinamente sobre la médula espinal. A esa causa efficiens del asunto quiero añadirle la causa final: que la naturaleza pretende subsanar lo más rápidamente posible una pérdida de calor tan importante y repentina, cosa que hace precisamente incrementando la respiración en cuanto fuente interna de calor. Su resultado secundario —el aumento de la sangre arterial y la disminución de la venosa— puede que tenga mucho que ver, junto con la acción directa sobre los nervios, con el ánimo incomparablemente claro, alegre y contemplativo que suele ser consecuencia inmediata de un baño frío, y tanto más cuanto más frío era.
El bostezo pertenece a los movimientos reflejos. Supongo que su causa remota es una momentánea pérdida de potencia cerebral provocada por el aburrimiento, la torpeza de espíritu o la somnolencia; entonces la médula espinal alcanza el predominio sobre el cerebro y provoca por sus propios medios aquel peculiar espasmo. En cambio, el estiramiento de los miembros que con frecuencia acompaña al bostezo no se cuenta ya entre los movimientos reflejos, puesto que permanece sometido al arbitrio aun cuando se produzca sin premeditación. Creo que así como el bostezo nace en última instancia de un déficit de sensibilidad, el estiramiento se debe a un momentáneo exceso de irritabilidad acumulada de la que intentamos liberarnos. Por consiguiente, se produce únicamente en periodos de fortaleza, no en los de debilidad. — Un dato a tener en cuenta al investigar la naturaleza de la actividad nerviosa es el adormecimiento de los miembros presionados, con la notable circunstancia de que nunca se produce en el sueño (del cerebro).
El hecho de que cuando se resiste el deseo de orinar este desaparezca totalmente, vuelva más tarde y se repita otra vez lo mismo, lo explico de la siguiente forma: el cerramiento del sphincter vesicae es un movimiento reflejo que en cuanto tal es mantenido por nervios espinales, por lo tanto sin conciencia ni arbitrio. Cuando esos nervios se cansan debido a la mayor presión de la vejiga llena, la sueltan, pero su función es asumida inmediatamente por otros nervios pertenecientes al sistema cerebral; esto ocurre ya con un arbitrio consciente y una sensación desagradable, y dura hasta que aquellos primeros nervios han descansado y vuelven a emprender sus funciones. Ese proceso puede repetirse varias veces. — Durante ese tiempo en que los nervios cerebrales suplen a los espinales y, en consecuencia, las funciones conscientes a las inconscientes, intentamos alcanzar algún alivio moviendo rápidamente las piernas y los brazos. La explicación que yo le doy a este hecho es que, al dirigirse con ello la fuerza nerviosa a los nervios activos que excitan la irritabilidad, los nervios sensibles, que en su condición de mensajeros del cerebro causan aquella sensación desagradable, pierden algo de sensibilidad. —
Me sorprende que Marshal Hall no haya incluido dentro de los movimientos reflejos la risa y el llanto. Pues sin duda pertenecen a ellos en cuanto movimientos claramente involuntarios. En efecto, al igual que ocurre con el bostezo o el estornudo, tampoco somos capaces de provocar aquellos intencionadamente sino solamente una mala imitación que enseguida se reconoce: y asimismo, los cuatro son igual de difíciles de reprimir. La risa y el llanto tienen en común con la erección, que se cuenta entre los movimientos reflejos, el surgir a raíz de un mero stimulus mentalis: además, la risa también se puede provocar físicamente, con las cosquillas. Su excitación usual, es decir, mental, se ha de explicar diciendo que la función cerebral mediante la que conocemos repentinamente la incongruencia entre una representación intuitiva y otra abstracta, que por lo demás concuerda con ella, tiene una influencia peculiar en la medula oblongata[185], o bien toma parte correspondiente en el sistema excito-motor, de donde nace entonces ese extraño movimiento reflejo que sacude al mismo tiempo varias partes del cuerpo. El par quintum y el nervus vagus[186] toman la mayor parte en el tema. —
En mi obra principal (vol. 1, § 60) se dice: «Los genitales, mucho más que cualquier otro miembro exterior del cuerpo, están sometidos únicamente a la voluntad y en nada al conocimiento: incluso la voluntad se muestra aquí casi tan independiente del conocimiento como en las partes que en la vida vegetativa sirven a la reproducción a base de meros estímulos». De hecho, las representaciones no actúan sobre los genitales como motivos, tal y como lo hacen sobre la voluntad en todos los demás casos, sino que, precisamente porque la erección es un movimiento reflejo, actúan como meros estímulos y, por lo tanto, de forma inmediata y solamente mientras están presentes: justamente por eso su eficacia requiere que su presencia tenga una cierta duración, mientras que, por el contrario, una representación que actúa como motivo lo hace a menudo tras presentarse durante breve tiempo y su eficacia no está relacionada con la duración de su presencia. (Esta y todas las diferencias entre estímulo y motivo se encuentran expuestas en mi Etica, p. 34 [2.a ed., pp. 32 s.] y también en mi tratado Sobre el principio de razón, 2.a ed., p. 46.) Además, la acción que tiene una representación en los genitales no puede, como la del motivo, ser suprimida por otra representación más que en la medida en que la primera sea expulsada por esta de la conciencia, es decir, deje de estar presente: pero entonces queda suprimida indefectiblemente aun cuando la otra no contenga nada opuesto a ella, tal y como, por el contrario, se exige de un contramotivo. — En conformidad con esto, para la consumación del coitus no es suficiente que la presencia de una mujer actúe en un hombre como motivo (acaso para engendrar hijos, para cumplir obligaciones, etc.) por muy poderoso que dicho motivo sea en cuanto tal, sino que aquella presencia tiene que actuar inmediatamente como estímulo.
§ 97
Que un tono haya de tener un mínimo de dieciséis vibraciones por segundo para ser audible me parece que se debe a lo siguiente: que sus vibraciones tienen que ser transmitidas mecánicamente a los nervios auditivos, ya que la sensación auditiva no es, como la visual, una excitación provocada por una simple impresión en los nervios sino que requiere que el nervio mismo sea arrastrado. Por lo tanto, eso solo puede tener lugar con una determinada rapidez y brevedad que obligue al nervio a volverse atrás en un zigzag agudo, no en una curvatura redondeada. Además, eso tiene que producirse en el interior del laberinto y del caracol, ya que los huesos son siempre la caja de resonancia de los nervios: sin embargo, la linfa que allí envuelve los nervios auditivos, al no ser elástica, amortigua el contraefecto del hueso.
§ 98
Si consideramos que, según las investigaciones más recientes, los cráneos de los idiotas y de los negros solamente son inferiores a los demás cráneos en anchura, es decir, de una sien a otra, y que, por el contrario, los grandes pensadores tienen cabezas inusualmente anchas, de donde ha derivado incluso el nombre de Platón[187]; — y si además añadimos que el encanecimiento (que es más una consecuencia del esfuerzo intelectual y de la aflicción que de la edad) suele comenzar por las sienes e incluso dice un refrán español: «Canas son, que no lunares, cuando comienzan por los aladares[188]»: entonces, somos llevados a suponer que la parte del cerebro que se encuentra bajo las sienes es la que primariamente actúa en el pensamiento. — Quizás se podrá algún día establecer una verdadera craneología concebida en términos muy diferentes de la de Gall, que establece un fundamento psicológico tan tosco como absurdo y supone partes cerebrales para cualidades morales. — Por lo demás, el cabello gris y blanco es a los hombres lo que a los árboles las hojas rojas y amarillas en octubre, y ambas cosas hacen con frecuencia muy buen efecto; solo hace falta que no se añada ninguna caída.
Dado que el cerebro está formado por una multitud de delicados pliegues y manojos separados por innumerables intersticios, y además contiene serosidad en sus cavidades, el peso ha de causar que todas aquellas partes delicadas se doblen y opriman unas a otras, cosa que ocurrirá de muy distintas formas según las diferentes posiciones de la cabeza; esto no lo puede eliminar por completo el turgor vitalis[189]. Ciertamente, la dura mater[190] previene la presión recíproca de las grandes masas (según Magendie, Physiol, vol. I, p. 179, y Hemp el [Elementos de anatomía, 1801], 768, 775), insertándose entre ellas y formando así el falx cerebri y el tentorium cerebelli[191]; pero pasa por alto las partes más pequeñas. Supongamos que las operaciones del pensamiento están vinculadas a movimientos reales, aunque pequeños, de la masa cerebral; entonces, debido a la presión recíproca de las partes más pequeñas, el influjo de la posición tendría que ser muy grande y manifiesto. Mas el que no lo sea demuestra que el proceso no se realiza de forma directamente mecánica. No obstante, la posición de la cabeza no puede ser indiferente, ya que de ella depende, no solo aquella presión mutua de las partes cerebrales, sino también el mayor o menor aflujo de sangre, que es en todo caso eficaz. Yo he descubierto realmente que, cuando me afanaba en vano por traer algo a la memoria, lo lograba acto seguido con un drástico cambio de postura. Me parece que la posición más ventajosa para el pensamiento en general es aquella en la que la basis encephali se coloca totalmente horizontal. Por eso, cuando reflexionamos profundamente inclinamos la cabeza hacia delante —y en los grandes pensadores, por ejemplo, Kant, esa postura llegó a hacerse habitual, cosa que también refiere de sí mismo Kardanus (Vanini Amphith., p. 269)—; sin embargo, esto puede atribuirse también, hipotéticamente y en parte, al peso anómalamente mayor de su cerebro y, en especial, al excesivo predominio de la mitad delantera (la que se encuentra delante del foramen occipitalis) sobre la trasera, dentro de una inusual delgadez de la médula espinal y, por ende, también de las vértebras. Esto último no se da en las cabezas grandes que son a la vez idiotas; de ahí que estas tengan la nariz muy alta: además, las cabezas de esa clase se delatan por sus huesos craneales visiblemente gruesos y masivos, a consecuencia de los cuales el espacio cerebral resulta muy pequeño pese al grosor de la cabeza. Existe realmente una cierta elevación de la cabeza con una columna vertebral muy recta, que aun sin reflexión ni conocimiento previo sentimos inmediatamente como un rasgo fisonómico de estupidez; probablemente porque se debe a que la mitad cerebral posterior mantiene realmente el equilibrio con la anterior, cuando no la sobrepasa. Así como la posición de la cabeza inclinada hacia delante parece ser favorable a la reflexión, la opuesta, es decir, la cabeza erguida e incluso echada atrás, mirando hacia arriba, parece favorecer el esfuerzo momentáneo de la memoria, ya que quienes tratan de recordar algo adoptan a menudo esa postura, y 183 con éxito. — También viene aquí al caso que los perros muy listos, que como es sabido entienden una parte del lenguaje humano, cuando su amo les habla y ellos se esfuerzan en extraer el sentido de sus palabras, ponen la cabeza hacia uno y otro lado, lo cual les da un aire sumamente inteligente y divertido.
§ 99
Me resulta muy convincente la opinión de que las enfermedades agudas, prescindiendo de algunas excepciones, no son sino procesos curativos que introduce la naturaleza misma para subsanar algún desorden que se ha implantado en el organismo; con ese fin, la vis naturae medicatrix, revestida de poder dictatorial, adopta medidas extraordinarias que constituyen la enfermedad observable. El prototipo más simple de ese proceso tan general nos lo ofrece el resfriado. Con el enfriamiento se paraliza la actividad de la epidermis, suprimiéndose así la potente excreción a través de la exhalación, lo cual podría llevar a la muerte del individuo. Enseguida la parte interna de la piel, la mucosa, comienza a reemplazar a aquella parte externa: en eso consiste el resfriado, una enfermedad: pero está claro que ese es el simple medio de curar el mal verdadero pero no perceptible: la interrupción de la función de la piel. Esa enfermedad, el resfriado, recorre los mismos estadios que cualquier otra: irrupción, intensificación, acmé y retroceso: aguda al principio, se va haciendo crónica poco a poco y continúa así hasta que el mal fundamental no perceptible él mismo —la paralización de la función de la piel— ha desaparecido. De ahí que hacer desaparecer el resfriado suponga un riesgo vital. El mismo proceso constituye la esencia de la mayoría de las enfermedades, que no son en realidad más que el medicamento de la vis naturae medicatrix[192]. A ese proceso se opone con todas sus fuerzas la alopatía o enantiopatía[193]: la homeopatía, por su parte, trata de acelerarlo o reforzarlo, a no ser que al caricaturizarlo quite a la naturaleza el gusto por él; en todo caso, el propósito es acelerar la reacción que siempre sigue a todo exceso y a toda parcialidad. Ambos métodos pretenden saber más que la naturaleza misma, que sin embargo conoce con certeza tanto la medida como la orientación de sus métodos curativos. — De ahí que sea mucho más recomendable la fisiatría en todos los casos que no se incluyen dentro de las excepciones mencionadas. Solamente son completas aquellas curaciones que lleva a cabo la naturaleza misma por sus propios medios. También aquí vale el tout ce qui n’est pas naturel est imparfait[194]. La mayor parte de los medios curativos de los médicos están dirigidos contra los síntomas, que se toman por el mal mismo; por eso después de una curación así nos sentimos indispuestos. En cambio, con solo darle tiempo a la naturaleza, ella misma logra poco a poco la curación; y después nos encontramos mejor que antes de la enfermedad; o, si era una sola parte la afectada, se fortalece. Esto puede observarse cómodamente y sin peligro en los males leves que con frecuencia nos aquejan. Admito que hay excepciones, es decir, casos en los que el médico puede ayudar: en concreto, la sífilis es el triunfo de la medicina. Pero la gran mayoría de las curaciones son obra exclusiva de la naturaleza por las cuales el médico se embolsa el pago, — incluso aunque se hayan logrado a pesar de sus esfuerzos; y mal le iría a la fama y los honorarios de los médicos si la inferencia cum hoc, ergo propter hoc[195] no fuera de uso tan común. Los buenos clientes de los médicos consideran su cuerpo un reloj u otra clase de máquina tal que, cuando algo en ella cae en desorden, solo puede ser restablecida si el mecánico la repara. Pero no es así: el cuerpo es una máquina que se repara a sí misma: la mayoría de los desórdenes grandes y pequeños que se producen en ella desaparecen por sí mismos después de un tiempo más o menos largo, gracias a la vis naturae medicatrix. Así que dejemos libertad a esta y peu de médecins, peu de médecine. — Sed est medicus consolatio animi[196].
§ 100
La necesidad de la metamorfosis de los insectos me la explico del siguiente modo. La fuerza metafísica en la que se basa el fenómeno de tales animalillos es tan pequeña que no pueden ejecutar al mismo tiempo las diferentes funciones de la vida animal: por eso han de repartirlas para realizar sucesivamente lo que en los animales superiores se lleva a cabo de forma simultánea. Por consiguiente, la vida de los insectos se divide en dos mitades: en la primera, el estado de larva, se presenta exclusivamente como fuerza reproductiva, nutrición y plasticidad. Esta vida de la larva tiene como único fin inmediato la producción de la crisálida: mas esta, al ser totalmente líquida en su interior, puede ser considerada un segundo huevo del que en el futuro saldrá el imago[197]. Así pues, el único fin de la vida de las larvas es preparar los jugos de los que puede formarse el imago. En la segunda parte de la vida de los insectos, que está separada de la primera por aquel estado oviforme, la fuerza vital, metafísica en sí misma, se presenta en forma de una irritabilidad centuplicada —en el vuelo incesante—, de una sensibilidad muy elevada —en sentidos más perfectos y con frecuencia totalmente nuevos, así como en los asombrosos instintos e impulsos artesanos—, pero principalmente como función genital, que aparece ahora como el fin último de la vida: en cambio la nutrición ha disminuido mucho y a veces se ha llegado incluso a suprimir, con lo que la vida ha adquirido un carácter totalmente etéreo. Así pues, toda esa transformación y separación de las funciones vitales presenta en cierta medida dos animales que viven sucesivamente y cuyas formas sumamente distintas se corresponden con la diferencia de sus funciones. Lo que las une es el estado oviforme de la crisálida: preparar su contenido y su materia era el fin vital del primer animal, cuyas fuerzas, predominantemente plásticas, ahora, en ese estado de crisálida, realizan su último fin produciendo la segunda forma. —Así pues, la naturaleza o, más bien, el elemento metafísico en el que se basa, en esos animales realiza en dos intervalos lo que para ellos sería demasiado en uno: divide su trabajo. Por consiguiente, vemos que la metamorfosis más perfecta es aquella en la que la separación de las funciones se muestra de forma más clara, por ejemplo, en los lepidópteros. En efecto, muchas orugas devoran a diario el doble de su peso; en cambio, muchas mariposas, como también algunos otros insectos, en su estado acabado no comen nada: por ejemplo, la mariposa del gusano de seda, entre otras. Por el contrario, la metamorfosis es imperfecta en aquellos insectos en los que también en estado completo se da una intensa nutrición, por ejemplo, los grillos, los saltamontes, las chinches, etc.
§ 101
La luz fosforescente que emiten en el mar casi todos los radiolarios gelatinosos (Radiaires mollasses) surge posiblemente, a igual que la luz del fósforo mismo, de un lento proceso de combustion como lo es también la respiración de los vertebrados, que en este caso es sustituida por una respiración con toda la superficie del cuerpo y, por lo tanto, una lenta combustión externa en lugar de aquella interna: o, más bien, tendría lugar aquí una combustión interna cuyo despliegue luminoso se haría visible desde fuera simplemente debido a la completa transparencia de todos esos animales gelatinosos. A esto se podría vincular la atrevida suposición de que toda respiración mediante pulmones o branquias está acompañada de una fosforescencia y, por consiguiente, el interior de un tórax vivo estaría iluminado.
§ 102
Si no hubiera una diferencia totalmente definida entre planta y animal, no tendría sentido la pregunta de en qué consiste: pues esta solo pretende ver reducida a claros conceptos esa diferencia que todos comprendemos con seguridad, aunque de forma confusa. Yo la he señalado en mi Etica, pp. 33 ss. [2.a ed., pp. 31 ss.] y en el tratado Sobre el principio de razón, p. 46.
Las diferentes formas animales en las que se presenta la voluntad de vivir son unas a otras lo que el mismo pensamiento expresado en distintos lenguajes y según el espíritu de cada uno de ellos; y las distintas especies de un género se pueden considerar como un número de variaciones sobre el mismo tema. No obstante, si se la examina más de cerca, aquella diversidad de formas animales se puede deducir de las distintas formas de vida de cada especie y de la diversidad de los fines que de ellas nace; — así lo he detallado en especial en el tratado Sobre la voluntad en la naturaleza, bajo la rúbrica «Anatomía comparada». En cambio, no podemos señalar en detalle con tanta precisión las razones de la diversidad de las formas vegetales. Hasta qué punto somos capaces de hacerlo de manera aproximada lo he indicado en general en mi obra principal, vol. 1, § 28, pp. 177, 178 [3.a ed., pp. 186, 187]. A ello se añade, además, que podemos explicar teleológicamente algunas cuestiones de las plantas; por ejemplo, las flores de la Fuchsia que cuelgan vueltas hacia abajo se pueden explicar diciendo que su pistilo es mucho más largo que el estambre; de ahí que esa posición favorezca la caída y la recogida del polen. Sin embargo, en conjunto se puede decir que en el mundo objetivo, es decir, en la representación intuitiva, no se puede presentar nada que no tenga en el ser de las cosas en sí, es decir, en la voluntad que funda el fenómeno, una aspiración modificada en exacta correspondencia con ella. Pues el mundo como representación no puede producir nada por sus propios medios, pero precisamente por eso tampoco puede ofrecer un cuento frívolo inventado para divertir. La infinita diversidad de las formas e incluso de los colores de las plantas y sus flores ha de ser siempre la expresión de una esencia subjetiva modificada exactamente así: es decir, la voluntad como cosa en sí que aparece ahí tiene que estar representada exactamente por ella.
Por la misma razón metafísica, y porque también el cuerpo del individuo humano es la simple visibilidad de su voluntad individual, es decir, representa esta objetivamente, si bien a ella pertenece también su intelecto o cerebro, justamente en cuanto fenómeno de su querer conocer: por todo ello, digo, no solo la índole de su intelecto se ha de comprender y deducir de la de su cerebro y la corriente sanguínea que lo excita, sino que también todo su carácter moral con todos sus rasgos y peculiaridades se tiene que comprender e inferir desde la naturaleza próxima de toda su restante corporización, es decir, de la textura, tamaño, cualidad y proporciones recíprocas del corazón, el hígado, los pulmones, el bazo, los riñones, etc.; si bien puede que nunca lleguemos a lograrlo realmente[198]. Sirva como tránsito a ello la siguiente consideración. No solo actúan las pasiones sobre las distintas partes del cuerpo (véase El mundo como voluntad y representación, 3.a ed., vol. 2, p. 297), sino también a la inversa: el estado individual de los órganos particulares suscita las pasiones e incluso las representaciones conectadas con ellas. Cuando las vesiculae seminales están periódicamente llenas de esperma, a cada instante se vienen a la mente pensamientos voluptuosos y obscenos sin motivo especial; quizá pensamos que la razón es puramente psíquica, una perversa orientación de nuestros pensamientos: pero es puramente física y cesa en cuanto ha pasado la mencionada congestión, a través de la reabsorción del esperma en la sangre. A veces nos encontramos inclinados al enfado, la reyerta o la ira, y buscamos con esmero los motivos para ello: si no encontramos ninguno externo, evocamos en el pensamiento disgustos hace tiempo olvidados a fin de enfadarnos y enfurecernos por ellos. Es muy probable que ese estado sea consecuencia de un exceso de bilis. En ocasiones sentimos en nuestro interior miedo y desasosiego sin motivo y de forma continuada; buscamos en nuestros pensamientos objetos de la inquietud y nos imaginamos fácilmente que los hemos encontrado: — eso se llama en inglés: to catch blue devils[199]: probablemente nace de los intestinos, etc.
[139] Literalmente, «Dios procedente de la máquina». Expresión originaria del teatro clásico, donde era común que los actores que representaban a los dioses fueran introducidos en el escenario mediante poleas para resolver un conflicto. La expresión se amplió para referirse a cualquier elemento ajeno que se introduce para resolver un problema al margen de su lógica interna. [N. de la T] <<
[140] [Schiller, poema «Die Größe der Welt» (La grandeza del mundo).] <<
[141] Estudio cuantitativo de reactivos y productos en una reacción química. [N. de la T.] <<
[142] Leyendo eben so an die Schwere machen en lugar de nicht eben so an die Schwere machen. [N. de la T.] <<
[143] El gas oxhídrico es una simple amalgama. Si se lo hacer arder, se produce una terrible detonación con un fuerte despliegue de luz y calor, un cambio grande, total, que afecta y conmueve lo más íntimo de aquellas dos partes de la amalgama; y de hecho encontramos enseguida que su producto es una sustancia radicalmente y en todo respecto distinta de aquellos dos componentes, pero totalmente homogénea: el agua; vemos, pues, que el cambio precedente correspondía de lleno a la agitación de los espíritus naturales que lo anunciaban; que, en efecto, aquellos dos elementos del gas oxhídrico, al abandonar totalmente su peculiar esencia, tan opuesta, se han infiltrado entre sí por completo, de modo que ahora representan un solo cuerpo absolutamente homogéneo en cuyas partes, aun las más pequeñas, aquellos dos componentia se mantienen siempre unidos e indivisos, así que en él no se puede ya encontrar ninguno de ellos por sí solo y en cuanto tal. Por eso se trataba de un proceso químico y no mecánico. ¿Cómo es siquiera posible interpretar ese proceso con nuestros demócritos modernos diciendo que los «átomos» (¡) previamente lanzados sin orden se han puesto ahora en fila de dos en dos; o, más bien, que debido a la gran desigualdad de su número, alrededor de un átomo de hidrógeno se han agrupado nueve átomos de oxígeno bien colocados como resultado de una táctica innata e inexplicable? Según ello, la detonación habría sido el simple redoble de tambor a ese «¡colocaos!», es decir, mucho ruido para nada. Yo, por lo tanto, digo: eso son bufonadas, igual que el éter vibrante y toda la física mecánica y atomista de Leucipo, Democrito y Descartes, con todas sus torpes explicaciones. No basta con saber apretarle las clavijas a la naturaleza: también hay que ser capaz de comprenderla cuando habla. Pero esto es lo que falta.
En general, si existieran los átomos tendrían que carecer de diferencias y cualidades, es decir, que no serían átomos de azufre, de hierro, etc., sino átomos de materia; porque las diferencias suprimen la simplicidad: por ejemplo, el átomo de hierro tendría que contener algo que le falta al átomo de azufre, por lo que no sería simple sino compuesto; y en general el cambio de cualidad no puede darse sin un cambio de cantidad. Ergo: Si los átomos son posibles, solo se pueden pensar como los elementos últimos de la materia [Materie] absoluta o abstracta, no de la materia [Stoff] determinada. <<
[144] Hacia 1780, Luigi Gal vani, profesor de Anatomía de la Universidad de Bolonia, realizó diversos estudios sobre «electricidad animal». En ellos observó que las ancas de rana al contacto con metales recibían descargas eléctricas que hacían moverse el músculo. Las observaciones de Galvani fueron la base para que Alessandro Volta inventase la batería. [N. de la T] <<
[145] [Goethe/Schiller, Epigramas (Xenien), 190.] <<
[146] Con respecto a la fuerza de repulsión y la de atracción en Kant, observo que la segunda, a diferencia de la primera, no se consume ni se extingue en su producto: la materia. Pues la fuerza de repulsión, cuya función es la impenetrabilidad, únicamente puede actuar cuando un cuerpo extraño intenta adentrarse en el perímetro del cuerpo dado, es decir, no más allá de este. En cambio, en la naturaleza de la fuerza de atracción se incluye que no es suprimida por los límites de un cuerpo y, por lo tanto, también actúa más allá del contorno del cuerpo dado: de no ser así, cada parte del cuerpo se sustraería a su acción en cuanto se separase de él: pero ella atrae toda materia, también a distancia, considerándolo todo como perteneciente a un cuerpo, ante todo al cuerpo terrestre, y así sucesivamente. Desde este punto de vista podemos considerar también la gravedad como perteneciente a las propiedades de la materia cognoscibles a priori. No obstante, solamente en el más estrecho contacto de sus partes, al que llamamos cohesión, se concentra suficientemente el poder de esa atracción a fin de resistir a la atracción del cuerpo terrestre, millones de veces mayor, de tal modo que las partes del cuerpo separado dado no caigan en aquel en línea recta. Pero si la cohesión es demasiado débil, ocurre lo dicho: se desmorona y desintegra por el simple peso de sus partes. Mas aquella cohesión misma es un estado misterioso que solo podemos lograr por fusión y solidificación o por disolución y evaporación, es decir, solo mediante el tránsito del estado líquido al sólido.
Cuando en el espacio absoluto (es decir, al margen de todo entorno) se acercan dos cuerpos en línea recta, desde el punto de vista foronómico es lo mismo y no hay diferencia alguna entre decir que A va hacia B o a la inversa: pero desde el punto de vista dinámico la diferencia está en si la causa motora actúa o ha actuado en A o en B; conforme a ello, el movimiento cesa según yo detenga A o B. Lo mismo ocurre en el caso del movimiento rotatorio: en el aspecto foronómico da igual que (en el espacio absoluto) el Sol gire alrededor de la Tierra o esta rote sobre sí misma: pero en el aspecto dinámico persiste la diferencia anterior además de esta: que en el cuerpo que rota la fuerza tangencial entra en conflicto con su cohesión y, justo debido a esa fuerza, el cuerpo que circula saldría volando si otra fuerza no lo fijara al centro de su movimiento. <<
[147] La luz no es más explicable mecánicamente que la fuerza de gravedad. También esta se intentó explicar al principio mediante el choque de un éter; de hecho, el mismo Newton planteó eso como una hipótesis que, sin embargo, abandonó pronto. Pero Leibniz, que no admitía la gravitación, fue plenamente partidario de aquella hipótesis. Eso lo confirma también la carta de Leibniz en sus Lettres et opuscules inédits que editó Careil en 1854, p. 63. — El inventor del éter es Descartes: Aether ille Cartesianus, quem Eulerus ad luminis propagandi doctrinam adornavit [«Aquel éter cartesiano con que Euler adornó la doctrina de la propagación de la luz»], dice Plainer en su disertación De principio vitali, p. 17. — Sin duda, la luz está con la gravitación en una cierta relación, pero indirecta y en el sentido de un opuesto, como su contrario absoluto. Es una fuerza esencialmente difusora, como la gravitación es compresora. Ambas actúan siempre en línea recta. Quizá se pueda, en un sentido trópico, llamar a la luz el reflejo de la gravitación. — Ningún cuerpo puede actuar por choque si al mismo tiempo no es pesado: la luz es un imponderabile, así que no puede actuar mecánicamente, es decir, por choque. <<
[148] El viento se lleva con mucha facilidad el calor, por ejemplo, el que nace de nuestro propio cuerpo; pero la luz no se la puede llevar y ni siguiera perturbarla de algún modo. <<
[149] Luz obtenida por el ingeniero británico Thomas Drummond (1797-1840), al dirigir un chorro de hidrógeno y oxígeno líquido sobre una esfera de cal viva incandescente. [N. de la T] <<
[150] Que el calor no es una rápida vibración de las partes se infiere también del hecho de que, como es sabido, cuanto más frío está un cuerpo con mayor rapidez asume el calor que se le transmite; porque, en cambio, un cuerpo se pone en movimiento con mayor dificultad cuanto más perfecto es el estado de su reposo. <<
[151] Antigua división del termómetro en 80 grados, que debe su nombre al físico francés René Antoine Ferchault de Réaumur (1683-1757). [N. de la T.] <<
[152] Piedra de Bolonia o del monte Paderno, encontrada en dicho lugar por el alquimista italiano Vincenzo Cascariolo, que a partir de ella sintetizó un metal que emitía luz por la noche tras haber sido expuesto a la luz solar durante el día. [N. de la T.] <<
[153] Sakuntala o el anillo fatal, drama hindú escrito por Kalidasa. [N. de la T] <<
[154] Hay que modificarlo: véase Pouillet [Eléments de physique experimentale et de météorologie], vol. 2, p. 180. <<
[155] [Cf. Schiller, Los Piccolomini, acto 3, escena 9.] <<
[156] [Calor radiante.] <<
[157] De hecho, me atrevo a suponer que se puede explicar por un proceso parecido el fenómeno cotidiano de que los adoquines blancos en cuanto se mojan con la lluvia parecen de color marrón oscuro, es decir, ya no reflejan ninguna luz; porque, en efecto, entonces el agua, en su afán por evaporarse, convierte inmediatamente toda la luz que cae sobre la piedra en calor; mientras que las piedras, cuando están secas, la repelen. ¿Pero por qué el mármol pulido blanco no parece negro cuando se moja? ¿Ni tampoco la porcelana blanca? <<
[158] ¡Sin embargo ahora se quiere volver a considerar eso una tormenta muy lejana! Poey ha desarrollado en la Académie des sciences 1856/1857 una larga disputa sobre el rayo sin trueno y el trueno sin rayo: él señala (en abril de 1857) que incluso los rayos en zigzag descargan a veces sin truenos. (Analyse des hypothèses sur les éclairs sans tonnerre par Poey, en el Journal des mathématiques.) En Comptes rendus, 27 de octubre de 1856, un artículo para corregir otro sobre rayos sin truenos y viceversa supone sin el menor reparo como certo certius y como cosa hecha que el trueno no es sino el ruido que produce el salto de la chispa del conductor a gran escala. El relámpago es para él un rayo lejano. — Joh. Müller, en su Física cósmica, 1856, se limita a indicar a la antigua usanza que el trueno es «la vibración del aire que es sacudido al paso de la electricidad» — es decir, lo mismo que el crujido en la chispa que sale del conductor. Pero el trueno no tiene ninguna semejanza con el ruido de la chispa eléctrica que salta, aún menos de la que tiene el mosquito con el elefante: la diferencia entre ambos sonidos no es meramente cuantitativa sino cualitativa (véase Birnbaum, El reino de las nubes, pp. 167, 169); sí tiene, en cambio, una gran semejanza con una serie de detonaciones, que pueden ser simultáneas y llegar sucesivamente a nuestro oído simplemente debido a la gran distancia. ¿Una batería de botellas de Leiden? <<
[159] Si, como se supone, las nubes están formadas de burbujas huecas (ya que el verdadero vapor de agua es invisible), entonces para flotar tienen que estar llenas de un tipo de aire más ligero que el atmosférico: es decir, o bien de simple vapor de agua o bien de hidrógeno. <<
[160] Los inventos se realizan la mayoría de las veces por simple ensayo y prueba: la teoría para cada uno de ellos se idea después, igual que la demostración para una verdad conocida. <<
[161] En el hinduismo y el budismo, periodo cósmico. [N. de la T] <<
[162] [Divide y vencerás.] <<
[163] Los volcanes son las válvulas de seguridad {safety valves) de la gran caldera de vapor. <<
[164] Totalmente favorable a esta hipótesis es el experimento de Leslie, expuesto por Pouillet, vol. I, p. 368. En efecto, vemos que el agua en el vacío se congela porque la evaporación le ha arrebatado el calor que se necesitaba para mantenerla líquida. <<
[165] Humboldt (Cosmos III, 460) dice que J. Herschel supone que la temperatura de la superficie lunar quizá supere considerablemente la del agua hirviendo; él lo discute en sus Outlines of astronomy (1849), § 432. <<
[166] El padre Secchi, en Roma, escribe al enviar una fotografía de la Luna, el 6 de abril de 1858: très remarquable dans la pleine lune est le fond noir des parties lisses, et le grand éclat des parties raboteuses: doit-on croire cellesci couvertes déglacés ou de neige? [En la Luna llena es sumamente notable el fondo negro de las partes lisas y el gran resplandor de las partes ásperas: ¿debemos creer que están cubiertas de hielo o de nieve?] (Véase Comptes rendus, 28 de abril de 1858.) — En un drama muy reciente se dice: That I could clamber to the frozen moon, And draw the ladder after me! [¡Ojalá pudiera trepar a la helada Luna, y dejar una escalera tras de mí!] — Es instinto poético. <<
[167] [En todas partes como entre nosotros.] <<
[168] [La causa necesaria / La que está en pro de lo mejor.] <<
[169] Los procesos geológicos que precedieron a toda vida sobre la Tierra no han existido en ninguna conciencia: no en la propia, porque ellos no tienen ninguna; tampoco en una ajena, porque no existía ninguna. Así pues, y a falta de todo sujeto, no tenían ninguna existencia objetiva, es decir, no eran absolutamente nada; ¿pero qué significa entonces que hayan existido? — En el fondo es algo meramente hipotético: si en aquellos tiempos arcaicos hubiera existido una conciencia, en ella se habrían representado tales procesos: hasta ahí nos conduce el regressus de los fenómenos: así que estaba en el ser de la cosa en sí el presentarse en tales fenómenos.
Si decimos que al principio ha existido una nebulosa lumínica que se ha conglomerado en forma de esfera y ha comenzado a girar, por lo que se ha hecho lenticular, y su contorno exterior se ha depositado en forma de anillo, después se ha conglomerado en un planeta, y se ha vuelto a repetir lo mismo, y así sucesivamente, siguiendo toda la cosmogonía de Laplace; y si igualmente añadimos los fenómenos geológicos más antiguos hasta la aparición de la naturaleza orgánica, entonces, todo lo que ahí decimos no es verdadero en sentido propio sino una especie de lenguaje metafórico. Pues es la descripción de fenómenos que en cuanto tales nunca han existido: porque son fenómenos espaciales, temporales y causales que en cuanto tales únicamente pueden existir en la representación de un cerebro que tiene el espacio, el tiempo y la causalidad como formas de su conocer; por consiguiente, sin él son imposibles y nunca han existido; por eso, aquella descripción solo dice que si entonces hubiera existido un cerebro, se habrían representado en él los procesos mencionados. En cambio, en sí mismos aquellos procesos no son sino el afán sordo e inconsciente de la voluntad de vivir hacia su primera objetivación; ahora que existen cerebros, en el curso de pensamiento de los mismos y mediante el regreso que originan necesariamente las formas de su representar, ese afán ha de aparecer en la forma de aquellos fenómenos cosmológicos y geológicos primarios, que reciben así por vez primera su existencia objetiva, la cual, si embargo, no se corresponde con la subjetiva menos que si hubiera surgido al mismo tiempo que ella y no innumerables milenios después. <<
[170] Tablilla usada antiguamente para escribir, en la que podía borrarse lo escrito para escribir de nuevo. [N. de la T] <<
[171] [Primer motor.] <<
[172] Véase al respecto Vanini, Amphith, p. 211; en el Dial, señala que Aristóteles en Phys. VIII habla de las inteligencias. <<
[173] Vanini, Dialogi, p. 20. <<
[174] [Como también dedujeron por su cuenta nuestros compatriotas Wren,
Hooke y Halley.] <<
[175] Compárese con Byron, Works [185], p. 804, nota (a Don Juan X, 1): the celebrated apple tree, the fall of one of the apples of which is said to have turned the attention of Newton to the subject of gravity, was destroyed by wind about four years ago. The anecdote of the falling apple is mentioned neither by Dr. Stukeley nor by Mr. Conduit, so, as I have not been able to find any authority for it whatever, I did not feel myself at liberty to use it. [El famoso manzano, la caída de una de las manzanas, de la que se dijo que atrajo la atención de Newton respecto de la gravedad, fue destruida por el viento hace unos cuatro años. La anécdota de la manzana caída no es mencionada ni por el Dr. Stukeley ni por Mr. Conduit, de modo que, al no haber sido capaz de encontrar ninguna autoridad para ella, no me sentí en libertad para usarla.] —Brewster’s Life of Newton, p. 344. <<
[176] [Pequeña hendidura.] <<
[177] [«La naturaleza no da saltos»; ley de la continuidad, formulada por vez primera por Aristóteles en su Historia de los animales, I, 588 b.] <<
[178] Los salvajes no son hombres primitivos, como tampoco los perros salvajes son los perros originarios de Sudamérica, sino que estos son perros que se han vuelto salvajes y aquellos, hombres con los que ha ocurrido lo mismo, descendientes de hombres que se han desviado o separado de un linaje cultivado cuya cultura fueron incapaces de conservar. <<
[179] Capa de la epidermis descubierta por Marcellus Malpighi (1628-1694), que contiene la melanina, pigmento responsable de la coloración de la piel. [N. de la T.] <<
[180] Una diferencia física del hombre con el animal que aún no se ha observado consiste en que el blanco de la sclerotica es siempre visible. El capitán Mathew dice que eso no ocurre en los bosquimanos que ahora se muestran en Londres, que sus ojos son redondos y no dejan ver el blanco. A Goethe, por el contrario, la mayoría de las veces se le podía ver el blanco también por encima del iris. <<
[181] Consistencia normal de los tejidos vivos. [N. de la T.] <<
[182] [Fuerza curativa de la naturaleza.] <<
[183] [«El disgusto hace dormir mucho». Odisea XV, 394.] <<
[184] [Fausto II, 4661.] <<
[185] [Médula oblonga: bulbo raquídeo.] <<
[186] Par quintum: quinto par craneal, conocido también como nervio trigémino: es el nervio sensorial principal de la cabeza y el rostro, y el nervio motor de los músculos usados para masticar. Nervus vagus: nervio vago, décimo de los doce pares craneales. Nace del bulbo raquídeo e inerva la faringe, el esófago, la laringe, la tráquea, los bronquios, el corazón, el estómago y el hígado. [N. de la T] <<
[187] El pseudónimo «Platón» (de πλατύς: ancho, de anchos hombros) lo recibió el filósofo por sus anchas espaldas, sin especial referencia al tamaño de su cabeza. [N. de la T.] <<
[188] En español en el original, y traducido a continuación al alemán por Schopenhauer. [N. de la T] <<
[189] Consistencia normal de los tejidos vivos. [N. de la T] <<
[190] Duramadre: membrana fibrosa que envuelve el cerebro y la médula espinal. [N. de la T] <<
[191] Falx cerebri (et. «hoz cerebral»): tabique medio del endocráneo que separa los dos hemisferios cerebrales. Tentorium cerebelli (et. «tienda de campaña del cerebelo»): tabique transversal en forma de media luna entre el cerebelo y el cerebro. [N. de la T.] <<
[192] Morbus ipse est medela naturae, qua opitulatur perturbationibus organismi: ergo remedium medici medetur medelae. [La enfermedad misma es un intento curativo de la naturaleza con el que remedia las perturbaciones del organismo: luego el remedio del médico cura el intento de curación.] Solo hay una fuerza curativa, y esa es la naturaleza: en los ungüentos y las píldoras no se encierra ninguna: a lo sumo pueden dar a la fuerza curativa de la naturaleza una señal de dónde tiene algo que hacer. <<
[193] Procedimiento terapéutico convencional, consistente en emplear remedios que producen efectos contrarios a los que caracterizan la enfermedad. [N. de la 7.] <<
[194] [«Todo lo que no es natural es imperfecto», sentencia de Napoleón, en Lullin de Châteauvieux, Manuscrit venu de St. Hélène, London, 1817.] <<
[195] [Con esto, luego a causa de esto.] <<
[196] [Pocos médicos, poca medicina. — Pero el médico es el consuelo del ánimo.] <<
[197] Insecto que ha experimentado su última metamorfosis. [N. de la T] <<
[198] Véase § 63. <<
[199] [Cazar fantasmas inexistentes.] <<