Lo que a nosotros se nos alcanza solamente es por la contemplación de los seres, por lo cual nuestro conocimiento no se proyecta sobre el futuro ni lo infinito, y se multiplica conforme a las cosas que llegamos a conocer. Respecto a Dios no ocurre lo mismo; quiero decir, que su conocimiento de las cosas no se deriva de ellas, de manera que se produzca multiplicidad o renovación, sino que dependen de su ciencia, que es anterior, y las dispuso tal como son, sea como entes separados de la materia, sea como individuos dotados de materia y permanentes, o bien como seres dotados de materia, individualmente variables, pero que siguen un orden incorruptible e inmutable, y por esta razón no se da en él multiplicidad de ciencia, ni renovación o alteración de conocimientos, puesto que él, conociendo la verdadera realidad de su propia inmutable esencia, conoce la totalidad de aquello que necesariamente deriva de sus actos. Empeñarnos en conocer cómo es esto equivaldría a pretender ser nosotros él, y nuestra percepción, la suya. Todo aquel que sinceramente inquiere la verdad debe creer que nada absolutamente le es desconocido a él, sino que, bien al contrario, todo está patente a su ciencia, que es su esencia, pero entender tal clase de percepción es del todo imposible para nosotros. Si supiéramos cómo es, estaríamos en posesión de un intelecto que capacitara para la misma; pero eso es cosa que en ningún ser se da, fuera de él mismo, y constituye la propia divina esencia[27].
[27] Maimónides, Guía de perplejos, tercera parte, cap. 21, trad. de David Gonzalo Maeso. <<
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