domingo, 19 de marzo de 2017

Emil Cioran.- El ocaso del pensamiento capitulo decimocuarto

Sólo me siento «en casa» cuando estoy a orillas del mar. Porque sólo puedo construirme una patria con la espuma de las olas.

  En el flujo y reflujo de los pensamientos sé muy bien que ya no me queda nadie: sin país, sin continente, sin mundo. Me he quedado con los suspiros lúcidos de los amores fugaces en noches que aúnan la felicidad con la locura.

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  La única excusa para la pasión de las vanidades es vivir religiosamente la inutilidad del mundo.

  Dios es testigo de que he mezclado el cielo en todas las sensaciones, que he levantado una bóveda de pesadumbre sobre cada beso y un firmamento de otras nostalgias sobre ese desvanecimiento.

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  Nada sirve menos a la naturaleza que el amor. Cuando la mujer cierra los ojos, tu mirada se desliza por sus párpados buscando otros firmamentos.

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  En las desesperaciones súbitas e infundadas el alma es un mar en el que se ha ahogado Dios.

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  El único contenido positivo de la vida es negativo: el miedo a morir. La sabiduría —muerte de los reflejos— lo vence. ¿Pero cómo podemos dejar de temer a la muerte sin caer en la sabiduría? Sin separar, de alguna forma, el hecho de morir del de vivir, encontrando la vida y la muerte en el placer de la contradicción. Sin ese deleite una mente lúcida ya no puede tolerar las oposiciones de la naturaleza ni sufrir los problemas insolubles de la existencia.

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  En el último grado de lo incurable, tomas partido por Dios. Creer significa morir con las apariencias de la vida. La religión alivia lo absoluto de la muerte para poder atribuir a Dios virtudes resultantes de esa situación de disminución. El es grande en la medida en que la muerte no lo es todo. Y hasta ahora nadie ha tenido la arrogancia de sostener (salvo en los casos de entusiastas errores) que aquélla lo fuera todo…

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  Cuanto más pierdo mi fe en el mundo, tanto más me hallo en Dios, sin creer en él. ¿Será una misteriosa enfermedad o una nobleza de la razón y del corazón lo que induce a ser al mismo tiempo escéptico y místico?

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  La infelicidad no tiene sitio en el universo de las palabras.

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  La eternidad no es otra cosa que la carga de la ausencia de tiempo. Por tal motivo, en ninguna parte sentimos más intensamente que en el cansancio, sensación física de la eternidad.

  Todo cuanto no es tiempo, todo lo que es más que el tiempo, nace de un profundo agotamiento, del intenso y meditativo sopor de los órganos, de la pérdida del ritmo del ser. La eternidad se extiende por los silencios de la vitalidad.

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  A causa de ser yo mismo, he roto todas mis barreras. ¿Podrá el espíritu volver a levantarlas anulándose en la certeza de la ceguera? ¿Con qué prodigios y sortilegios podríamos hacer retroceder el conocimiento? ¿Cuándo se batirán los insomnios en retirada? El ser no puede salvarse sin la cobardía de la razón.

  ¿Hasta cuándo el papel del corazón será cantar la agonía de la razón? ¿Y cómo poner término a la conciencia acosada entre la duda y el delirio?

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  El lirismo representa el máximo error con el que podemos defendernos de las asechanzas de la lucidez y del conocimiento.

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  No hacer diferencia entre el drama de la carne y del pensamiento… Haber introducido la sangre en la lógica…

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  La repugnancia por el mundo: la irrupción del odio en el tedio. En lo indefinido del hastío se introduce así la cualidad religiosa de la negación.

  La vida me parece un monasterio donde uno se refugiaría para olvidar a Dios y cuyas cruces atravesarían la nada del cielo.

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  Una vez que el alma ha filtrado a Dios, el poso que queda se convierte, como si de un castigo se tratara, en sustancia suya.

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  Todo es inútil y una insensatez, excepto, quizá, la melodía oculta del dolor. Las fronteras del hombre son las del sufrimiento. Sólo tras haber padecido mucho se tiene derecho a considerar que el mundo es un pretexto estético, un espectáculo para nuestra noble y enferma inteligencia. Entonces se sufre estando fuera del sufrimiento. Nadie sabrá qué profusión de sufrimientos es la que te transforma en un esteta en sentido religioso.

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  Los pensamientos brotan del ascetismo de los instintos, y el Espíritu vacía de contenido a los poderes de la vida. Así, el hombre se vuelve fuerte pero carente de los medios de la vitalidad. El fenómeno humano es la mayor crisis de la biología.

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  Como no puedo echar sobre mí los sufrimientos ajenos, cargo con sus incertidumbres. En el primer caso, acaba uno en la cruz; en el segundo, el Gólgota sube hasta el cielo.

  Los sufrimientos son infinitos; las incertidumbres, interminables.

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  Cuando ya no puedas rezar, di Absoluto en lugar de Dios. La primacía de lo abstracto implica una falta de oración. Lo Absoluto es un Dios fuera del corazón.

  Avanzamos en el proceso de eliminación de la persona divina a medida que introducimos el culto a la inutilidad a lo largo y ancho de la conciencia. ¿Para qué otra cosa nos serviría lo Absoluto? En la eternidad todo es inútil. Es preciso que la nobleza del gesto estético purifique el impulso místico. Adoptemos un máximo de estilo desde las raíces últimas del ser. Adornemos el propio Juicio Final con el prestigio del arte y fundámonos, en la razón final del mundo, en una patética negación de nosotros mismos. Para un sentimiento elevado lo Absoluto es un fragmento gratuito de la Nada, exactamente como lo sería en la escultura un busto.

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  ¿Por qué los hombres no se habrán postrado ante las nubes?

  ¿Por qué flotan más fácilmente en el cerebro que en el cielo?

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  Los pensamientos surgidos en un momento de terror tienen el misterio y los ojos petrificados de los iconos bizantinos.

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  Todos los caminos van de mí hacia Dios, no hay ninguno que venga de El hacia mí. Por eso el corazón es un absoluto, y lo Absoluto, una nada.

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  El exilio interior es el clima perfecto para los pensamientos sin raíces. No alcanzarás la grandiosa inutilidad del espíritu mientras tengas un lugar en el mundo. Piensas —constantemente— porque te falta una patria. Como no tienes fronteras, el espíritu no tiene dónde encerrarte. Por tal motivo, el pensador es un emigrante perpetuo. Y como no supiste pararte a tiempo, la vida errante se convierte en la única senda de tu desconsuelo.

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  ¡La melancolía introduce tanta música en el hundimiento de la mente!

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  Apegados a lo inmediato los hombres respiran trivialidad. ¿De qué otra cosa puedes hablar con ellos que no sea de hombres? E incluso de acontecimientos, de objetos y preocupaciones. Nunca de ideas. Y precisamente lo único que no es trivial es el concepto. Desconocen la nobleza de la abstracción porque, avaros de sus facultades, no son capaces de gastar energías para alimentar lo que no es; la idea. La trivialidad: la falta de abstracción.

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  El patético abandono de las cosas fija los dos polos del sentimiento: un amor sin amor y un odio sin odio. Y el universo se transforma en una Nada activa en la que todo es puro y sin utilidad, como la oscuridad en los ojos de un ángel.

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  La enfermedad es un desastroso deleite que no puede asemejarse más que al vino y a la mujer. Tres medios a través de los cuales el yo es siempre más y menos, ventanas abiertas a lo absoluto y que se cierran en las densas tinieblas de la mente. Y es que la locura es un obstáculo que el conocimiento se pone a sí mismo, algo insoportable al espíritu.

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  Cuanto más inciertos son los límites del hombre, más fácilmente se acerca a la falta de fondo de Dios. ¿Acaso lo habríamos encontrado si hubiera sido él naturaleza, persona o cualquier otra cosa? Sobre él sólo podemos decir lo siguiente: que no se termina en las profundidades. Así, el hombre no tiene más puente hacia la inmensidad divina que lo indefinido. La falta de fondo es el punto de contacto entre el abismo divino y el humano.

  Nuestra tendencia a perder los límites, nuestra inclinación por lo infinito y por la destrucción son un escalofrío que nos instala en el espacio donde se exhala el soplo divino. Si nos quedásemos reducidos a los límites de la condición individual, ¿cómo podríamos deslizarnos hacia Dios? Nuestra inseguridad, nuestra vaguedad, representan focos metafísicos más importantes que la confianza en un destino y el orgulloso abandono a una razón de ser. Las flaquezas humanas son posibilidades religiosas a condición de que sean profundas. Porque entonces llegan hasta Dios.

  Las olas de la nada que agitan al ser humano se prolongan en ondulaciones hasta la ausencia infinita de la divinidad. La única base del hombre es un fondo insondable de Dios.

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  Yo también soy un mártir: quisiera morir por las dudas. (El escepticismo, sin un aspecto religioso, es una degradación del espíritu.) Pero no por las dudas de la inteligencia sino por las de la crucifixión. Traspasar con clavos el corazón del espíritu. Doblegar dolorosamente la razón hacia los horizontes del mundo; sangrar al sonreír. ¿Cuándo encenderé fogatas en las ideas? ¡Hay tantas ascuas en las oscilaciones de la mente! ¡No es fácil dudar cuando se tiene la mirada vuelta a Dios!

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  Arrodillado, ¿traspasaré acaso la tierra? ¿Llevaré hasta el final mi rechazo a la oración? ¿Humillaré a Dios con mi libertinaje sobrenatural?

  Cuanto más subo hacia el cielo, más bajo a la tierra.

  El espíritu, despegado de todo, marcha con idéntica fuerza en direcciones opuestas. No puedes adherirte a nada sin hacer una reserva equivalente. Toda pasión despierta, de manera simultánea, el polo opuesto. La oposición es la sustancia de la vida humana. Tengo de mi parte todas las direcciones del mundo desde que ya no me tengo.

  La paradoja expresa la incapacidad de estar naturalmente en el mundo.

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  El universo es una pausa del espíritu.

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  El papel del corazón es convertirse en himno.

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  En un último análisis el escepticismo sólo surge de la imposibilidad de realizarse uno en el éxtasis, de alcanzarlo, de vivirlo. Sólo su luminosa ceguera, desgarradoramente reveladora, nos cura de las dudas. Una muerte de temblores balsámicos. Cuando la sangre bulle dentro de ti hasta el cielo, ¿cómo puedes seguir dudando? ¡Pero qué raro resulta que bulla así!

  Escepticismo: el desconsuelo de no estar en el cielo.

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  Introducir sauces llorones en las categorías…

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  Sólo en la medida en que se sufre se tiene derecho a atacar a Jesús, al igual que, honradamente, no se puede estar contra la religión sin ser religioso. Desde fuera no hay una sola crítica que pruebe nada ni comprometa a nadie. Cuando atacamos el interior de una posición, el interior de nuestra posición, no tiramos contra el adversario sino contra nosotros mismos. Una crítica efectiva es una autotortura. El resto es un juego.

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  Sonrisas dolorosas que apagan el sol…

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  La historia acabaría en el instante en que el hombre se mantuviera clavado en una verdad. Pero el hombre vive de verdad sólo en la medida en que toda verdad lo aburre. La fuente del devenir es la infinita posibilidad de error del mundo.

  Una época se apoya en una verdad y cree en ella porque no la sopesa. Cuando la colocamos en la balanza y la pesamos, se transforma en una verdad cualquiera, en error. Cuando se juzga algo, una certeza inmutable se vuelve un principio que oscila sin sentido alguno.

  No es posible estar lúcido respecto a una verdad sin ponerla en evidencia. Un sujeto o una época tienen que vivir inconscientemente en lo incondicional de un principio para reconocerlo como tal. Saber trastoca cualquier huella de certidumbre. La conciencia (fenómeno límite de la razón) es un foco de dudas que no pueden resolverse si no es en el crepúsculo de la razón lúcida. La lucidez es un desastre para la verdad pero no para el conocimiento sobre cuya base se alza una complicada arquitectura de errores a la que, para simplificar, llamamos espíritu.

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  Mi espíritu sólo encuentra satisfacción en la metafísica y en los himnos marianos.

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  Dios está suspirando a cada momento; y es que el tiempo es Su oración.

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  Cuando la salud y la dicha se ciernen sobre nosotros, un ascua se posa sobre nuestros pensamientos y la mente se retira.

  La infelicidad es el más poderoso estimulante del espíritu.

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  Si el corazón se redujera a su esencia ideal, es decir, a la crucifixión, se levantarían cruces en sus dominios, de las que penderían las esperanzas con todo el vano encanto de su locura.

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  La lucidez: otoño de los instintos.

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  No temo tanto a los sufrimientos como a la resignación que les sigue. ¡Ojalá pudiera sufrir eternamente sin reconciliación y sin necesidad de tener que mendigar!

  La enfermedad te coloca en los límites de la materia; gracias a ella, el cuerpo se convierte en una vía hacia lo Absoluto. Porque las derrotas corporales hacen del dolor un paraíso en el desastre.

  La enfermedad sirve directamente al espíritu. Más aún: el espíritu es enfermedad, en el plano abstracto, al igual que el hombre: materia contaminada.

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  Gracias a la soledad todo lo que escapa del control de los sentidos (lo invisible, en primer término) adquiere un carácter de inmediatez. Estar sin hombres y sin mundo; o sea, encontrarse en la esencia sin intermediarios. Así se te abre, con un raro temblor, la visión sustancial de la noche, de la luz, del pensamiento. Separas entonces de todas las cosas el resto absoluto, lo que queda de algo cuando ya no existe para los sentidos. Comprendes el misterio último de la noche, pero los sentidos ya no sienten la noche. O te emborrachas de música y ningún sonido te acaricia ya el oído. La acerba soledad del espíritu descubre la nada inmaculada desde el fundamento de las apariencias, la pureza divina o demoníaca que se halla en la base de todas las cosas. Y entonces comprendes que el último sentido del espíritu es enfermarse de infinito.

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  ¿Cuándo me sumergiré sin apelación en el diablo y en Dios?

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  En el paraíso la bóveda celeste cumplía la función que la tierra tiene para nosotros. Esto quiere decir que los dos primeros seres marchaban por un desierto azul. Por eso ellos allí no podían conocer; mientras que aquí, en la tierra, sobre el doloroso color de la tierra, no puede hacerse otra cosa.

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  Arrancad una flor o una cizaña y observad de dónde ha brotado: de una solidificada expiación.

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  La primera lágrima de Adán puso la Historia en movimiento. Aquella gota salada, transparente e infinitamente concreta es el primer momento histórico; y el vacío dejado en el corazón de nuestro siniestro antepasado, el primer ideal.

  Poco a poco el hombre, al perder el don de llorar, ha ido sustituyendo las lágrimas por ideas. La propia cultura no es sino la imposibilidad de llorar.

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  Existe una fatiga sustancial en la que se congregan todas las fatigas cotidianas y que nos deposita directamente en medio de lo Absoluto. Caminas entre hombres, repartes sonrisas o buscas por la fuerza de la costumbre verdades, y en tu fuero interno te apoyas sobre los fundamentos de la naturaleza. No tienes alternativa: te empujan hacia allí. Yaces (de grado o por la fuerza) en los postreros estratos de la existencia. La vida te parece entonces (un dramático entonces de cada instante) un sueño que vas devanando del paisaje de lo Absoluto, una alucinación surgida de haberte enajenado de todo. Al deslizarte de esa manera por la pendiente de las cosas inalcanzables y tener que sostenerte en el mundo por medio de instintos vagos, la contradicción de tu destino es más dolorosa que la irrupción de la primavera en un cementerio rural.

  El hombre es un náufrago de lo Absoluto. No puede elevarse hacia él, sino sólo ahogarse. Y nada lo sumerge más profundamente en él que las grandes fatigas, esas fatigas que abren el espacio mediante un bostezo de lo infinito y del hastío.

  Como seres, no tenemos derecho a mirar más allá de nuestros límites. Nos hemos convertido en hombres y hemos salido del paraíso del ser. Eramos Absoluto. Ahora sabemos que estamos en él. De esta suerte, ya no somos ni Absoluto ni hombres. El conocimiento ha levantado un muro insalvable entre el hombre y la felicidad. El sufrimiento no es otra cosa que la conciencia de lo Absoluto.

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  Las ideas tienen que ser espaciosas y onduladas, como la melodía de una noche en blanco.

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  He aquí lo más vago: Dios. Sólo la idea de El es más vaga que El mismo.

  … Y esa Vaguedad fue desde siempre el más desgarrador tormento del hombre. La muerte no introduce precisión alguna en ella, sino sólo en el individuo. Y es que por el hecho de morir no conocemos a Dios más de cerca, porque nos extinguimos con todas las carencias de nuestro ser y nos enteramos de lo que no somos o lo que habríamos podido ser. Y así, la muerte nos ha descargado por última vez del peso del conocimiento.

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  Ese temor al hastío que no puede asemejarse a nada… Un extraño mal caldea la sangre y presagia el sordo vacío que te machacará después, en horas sin nombre. Se acerca el Tedio, hiel del tiempo vertida en las venas. Y el miedo que te envuelve apela a la huida. Así empiezas a no estar ya en paz en ningún sitio.

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  Es menester vivir las insuficiencias de este mundo, hasta la teología y el demonismo. No podemos quedarnos, en ningún caso, en el estadio de los sentimientos. Hay que dar cuenta de todo, a la vez, a Dios y al diablo.

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  Bach y Wagner, que aparentemente presentan diferencias radicales, son los músicos que en el fondo más se parecen. No como arquitectura musical, sino como sustrato de sensibilidad. ¿Hay en la historia de la música dos creadores que hayan expresado más amplia y completamente el indefinible estado de la languidez? Que en el primero sea divino y en el segundo erótico, o que uno condense la languidez de su alma en una construcción sonora de absoluto rigor y el otro dilate su alma con una música de prolongadas modulaciones, no invalida en absoluto el que ambos tengan en común una profunda sensibilidad. Con Bach, uno ya no está en el mundo a causa de Dios; y con Wagner, a causa del amor. Lo importante es que los dos son decadentes, que ambos desgarran la vida con una especie de ímpetu negativo, los dos nos invitan a morir fuera de nosotros. Y ninguno de ellos puede ser entendido sino en el cansancio, en las nadas vitales, en los goces de la aniquilación. Ni uno ni otro puede servir de antídoto a la tentación de no ser.

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  Sea como fuere, la sexualidad es misteriosa, pero especialmente cuando ya no se pertenece al mundo. Entonces uno vuelve a sus revelaciones con un indecible estupor y se ve obligado a preguntarse si, en verdad, ya no pertenece al mundo, desde el momento en que un ejercicio tan sumamente antiguo lo subyuga y lo conquista.

  Pero es más que posible que el sentido del pensamiento que ha echado a andar por sus propios senderos no sea otro que la tensión en las contradicciones y la profundidad en lo insoluble. Sólo en la renuncia al mundo podemos alcanzarlas con facilidad; en ninguna otra parte. El éxtasis reversible e infinito, al atravesar las alturas del desprendimiento, crea una desorientación que es foco de problemas, de angustia y de interrogantes. En un espíritu castigado por el exceso de pensamiento las caricias y los orgasmos aúnan planos divergentes y mundos irreconciliables. En el erotismo se concilian las dos caras del universo, la enemistad del alma y la de la carne. Se concilian por un instante. Enseguida empieza otra vez con una fuerza más feroz y despiadada. Lo importante es que aún puedes asombrarte. Y no hay que dejar escapar ninguna de estas ocasiones. Los otros se someten a las maravillas de la carne; no conocen la que surge en la intersección del espíritu con la carne ni la zozobra henchida de placer y de sufrimiento de su complicidad.

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  La neurastenia: momento eslavo del alma.

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  Si no hubiésemos tenido alma, nos la habría creado la música.

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  Todo cuanto no es naturaleza es enfermedad. El devenir histórico expresa los grados de la enfermedad de la naturaleza. Estos grados no son carencias, sino crisis en los momentos de elevación. Porque «la salud» puede representar un concepto positivo solamente hasta la aparición del espíritu.

  El mundo salió de la quietud inicial por la exasperación de la identidad. No podemos saber qué es lo que «afectó» al equilibrio originario, pero está claro que un hastío por su propia identidad, una enfermedad del infinito estático puso al mundo en movimiento. La enfermedad es un agente del devenir. He ahí su sentido metafísico.

  … Y por ello en todo hastío penetran reflejos del tedio inicial, como si en el paisaje saturniano del alma se extendiesen oasis desde los tiempos en que las cosas, inmóviles por sí mismas, esperaban ser.

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  Hay tanta razón y mediocridad en la institución del matrimonio que parece haberse inventado por fuerzas hostiles a la locura.

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  No querría perder la razón. ¡Pero resulta tan prosaico conservarla! ¡Vigilar inútilmente lo incomprensible del mundo y de Dios y extraer ciencia del sufrimiento! ¡Estoy borracho de odio y de mí!

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  La tristeza es un don, como la embriaguez, la fe, la existencia y como todo cuanto es grande, doloroso e irresistible. El don de la tristeza…

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