sábado, 18 de marzo de 2017

Diógenes de Sinope Anécdotas, dichos y comentarios II


Diogenes sentado en su tinaja. Jean-Léon Gérôme (1860).

(6) Pisando una vez las alfombras de Platón en presencia de Dionisio, dijo: «Piso la vanidad de Platón»; mas éste respondió: «¡cuánto fasto manifiestas, oh Diógenes, queriendo no parecer fastuoso!» Otros escriben que Diógenes dijo: «Piso la vanidad de Platón» y que éste respondió: «Pero con otra vanidad, oh Diógenes».

  De aquí puede salir un ejercicio en lógica y retórica. La distinción que destaca entre las dos versiones de la anécdota que trae el texto es ésta: que en el primer caso, Platón no vería diferencia entre la vanidad que Diógenes le atribuye a él y la vanidad que él atribuye a Diógenes; en tanto que en el segundo caso se trataría de dos especies de vanidad. «Con otra vanidad, oh Diógenes», dice el mismo Platón. De Antístenes, refiere también Laercio que «como llevara bien a la vista la parte más raída de su palio, mirándolo Sócrates, dijo: Veo por el palio tu gran sed de gloria». Otra versión que he escuchado al vuelo conversando con amigos es: «A través de tus harapos veo tu vanidad». O sea, la vanidad de Antístenes como la vanidad de Diógenes, en la primera versión que recoge Laercio de esta anécdota sobre «las alfombras de Platón», no sería más que vanidad de la corriente sólo que ataviada de harapos, de arrestos de retórica o cosas por el estilo para pasar por su contrario.

  ¿Qué es vanidad? (prefiero vanidad a «orgullo» o «fasto» como traducen otros). Las nueces se dicen vanas cuando salen vacías. La noción que supongo popular es que lo vano, además de ostentoso, es superfluo. «¡Cómo se envanece!» cacarean las gallinas orgullosas de su gallo cuando éste infla su plumaje multicolor. Ostentación pura. Pero más sustantivo ingrediente de la vanidad es la superfluidad. Esta nota de superfluidad es la que me parece prevalente en el Eclesiastés, donde se dice «que es don de Dios que todo hombre coma y beba, y goce el bien de toda su labor» (es decir, que no produzca más de lo que necesita para satisfacerse). Dice también el Eclesiastés que cuando los bienes aumentan también aumentan sus comedores» (es decir, que cuando uno produce más de lo que necesita aparecen parásitos a consumir el exceso) y dice que «como se salió del vientre de la madre, desnudo, así se vuelve, tornando como se vino, y nada se tuvo del trabajo para llevar en la mano» (aunque es costumbre poner joyas y ropas finas en los ataúdes). La vanidad del Eclesiastés o la noción que resalta más, si hay más de una, se refiere pues al producto innecesario, el que produce el trabajo innecesario (el plusproducto del plustrabajo, podemos decir). Hay que producir en la medida de nuestro consumo; eso es lo necesario y suficiente y el resto es vanidad (superfluidad).

  Cuando Diógenes llama a las alfombras de Platón «la vanidad de Platón» yo lo entiendo como lo que hay en Platón de superfluo y ostentoso, aquello de lo que se debe prescindir y de lo que sólo por aparentar no se prescinde. Pero, siendo eso así, no puede haber vanidad en Diógenes. Sólo jugando con las palabras se puede ir de la vanidad de Platón a la vanidad de Diógenes. Sólo arguyendo con palabras vacías, que son vanas en ese sentido de vanidad en que son vanas las nueces cuando salen vacías. Todo esto de la vanidad de Diógenes no es más que retórica de intercambio verbal, intercambio arbitrario por más ingenioso que parezca. Precisamente, lo que sí vale es la relación de la filosofía de Diógenes con la del Eclesiastés, la búsqueda en ambas de la medida en la satisfacción de nuestras demandas, de manera que no se produzca más de lo que es necesario consumir y basta para mantenerse (aunque Diógenes, es verdad, no parece producir siempre lo que consume puesto que muchas veces mendiga).

  Más chocante es la retórica de intercambio verbal en la frase «con otra vanidad» que aparece en la segunda versión de esta anécdota que trae Laercio. Aplicaciones semejantes de esta figura retórica se producen cuando nuestro altruismo es considerado como «egoísmo disfrazado»; o cuando se dice que el odio es cariño; o que la seguridad de fulano no es más que la máscara de su inseguridad. Un extremo intolerable se alcanza cuando a nuestro amor y devoción hacia nuestro padre se le identifica con nuestro deseo de verlo muerto. Quiero decir: que nuestro altruismo es «otro egoísmo», que nuestro odio es «otro amor», que nuestra seguridad es «otra inseguridad». Esta es mala retórica y se remueve dilucidando la cuestión de los nombres y el nombrar. Si hay un rasgo de jactancia, vanagloria, orgullo en el que se retira al desierto, viste harapos, repudia el derroche, la fama, la lujuria, en suma «pisa las alfombras», rasgo que puede parecer a algunos censurable, no cuesta nada buscar el nombre que le es apropiado, sin tener que recurrir a identificaciones puramente verbales y que sólo acarrean confusión.

  Hay, sin embargo, una historia del mismo Diógenes en que encontramos semejante juego de palabras. Estando en Olimpia, se cuenta que vio a unos muchachos, de Rhodas lindamente vestidos. «¡Ostentación!» fue su veredicto; pero al darse vuelta y encontrarse con los espartanos vestidos sin cuidado, exclamó: «¡Más ostentación!».
(7) Había Diógenes una vez pedido vino a Platón y como éste le enviara un cántaro lleno, le dijo: «Si te preguntaran cuánto son dos y dos, ¿dirías que veinte? Tú no das según te piden, ni respondes según te preguntan». Con esto lo trataba de charlatán.

  Los griegos vestían el palio, la túnica, calzaban sandalias; nosotros vestimos calzoncillos, camisa, pantalones, y llevamos calcetines y zapatos. Los griegos caminaban de ciudad al campo, del campo a la ciudad, nosotros vamos en coche o bus por la metrópoli. Los griegos comían legumbres los más días, pescados los menos y carne acaso en las festividades: nosotros comemos pollo, cordero, arroz, pizza. Ellos bebían agua, nosotros gaseosas. Los griegos decían «¡por Zeus!» nosotros decimos «¡Por Dios!» Para decir que Diógenes fornicaba y comía en público los griegos decían que «hacía en público las cosas de Afrodita y Deméter». Como éstas, que van de muestra, miles y miles de diferencias entre los griegos y nosotros pueden señalarse sin que haya dudas sobre ellas. Pero, hay también numerosas diferencias que, aunque tenemos todo el derecho de suponerlas, así y todo no sabemos específicamente en qué consisten. Suponemos que los griegos resentían diferentemente de nosotros el descaro, la desvergüenza, la ofensa. Pero, ¿cómo resentían estas conductas específicamente? Yo imagino a un griego con una túnica y veo a mi vecino enfundado en su abrigo y no tengo problemas sobre cómo hacen ambos para resistir el frío. Todo está a la vista y puedo concluir muchas cosas a partir de ello, y con seguridad. Pero, ¿cómo difieren respondiendo al descaro un chileno actual y un griego de los tiempos de Platón? La verdad, hasta cabe preguntarse (tal es nuestra ignorancia) si hubo descaro griego en el sentido en que nosotros hablamos de descaro y, sobre todo, sentimos el descaro. Cuando, pues, se dice que el descaro (la parresia o descaro verbal y la anaideia o descaro de conducta) es el arma principal del arsenal de Diógenes, no hay que olvidar esta eventual diferencia entre el descaro entre los griegos del mundo antiguo y el descaro entre las sociedades cristianas del mundo moderno.

  Para insistir, considérese la anécdota que destacamos aquí. Supongo que mi reacción cuando la leí por primera vez (y que por años de años siguió siendo la misma) es cosa hasta común dentro de mi cultura. No cuesta nada hacer una experiencia mental: Alguien golpea a mi puerta, pide de comer, se le da para que coma una semana. Pero esta persona se enfurece dando a entender que se la atropella. Como si fuera poco, insulta. «¿Qué se ha creído éste?» me digo yo, «O está loco, o es un desagradecido, un impertinente y un imbécil. ¡Habrase visto! Quítenle todo lo que se le dio. Si se queja porque le dan mucho, que lo haga mejor porque no le dan nada. Así se quejará igual y yo me ahorro el gasto».

  ¿Se reaccionaría de un modo semejante en los tiempos de Diógenes? Si fuera así, Diógenes primero que nadie tendría que estar al tanto. Pero si estuviera al tanto, ¿no sería irrazonable esta reacción suya? Veamos: él se proponía ser un modelo de conducta, pero entonces, ¿qué modelo sacaría nadie de aquí? Así, pues, si la anécdota se conservó por siglos así como la cuenta Laercio, hay una diferencia que no está a la vista y que se refiere a nuestra actitud ante el que pide y la de éste, y la forma como esta relación se experimentaba entre los griegos de la antigüedad. Con nosotros, pedir, vivir de lo que a uno le dan, implica serios problemas sociales, como el desprecio, la humillación, la vergüenza y hasta el envilecimiento. Pero nada de esto parece así, por lo menos, en el caso de nuestro Diógenes mendigo (porque en el caso de sus descendientes romanos la cosa parece diferente). Hay por ejemplo otra anécdota (hay muchas en que Diógenes pide y en que el hecho de pedir para sustentarse queda en segundo o tercer plano) donde lo que importa no es tanto pedir como persuadir con argumentos de que se dé lo que se pide. Dice Diógenes a su eventual benefactor: «Si ya has dado, dame a mí también; si no has dado todavía, comienza conmigo». En otra ocasión, al pedir deja bien en claro que no es limosna sino sueldo el que le dan. Sueldo, por hacer la experiencia de la ascesis y el consumo mínimo con vistas a la virtud.

  Sí, hay argumentos para pedir y tienen su fundamento en aquel ratón en el desamparo y la idea de vanidad como superfluidad.

  Diógenes pide sin hacerse problemas. Pedir viene implicado en un régimen económico que produce muy por encima de los niveles de consumo natural. Eso es lo que vimos del Eclesiastés «si los bienes aumentan, aumentan sus comedores». Así, ver a Diógenes pedir sin inhibiciones es como si gritara de puro evidente que es ni más ni menos como un país subdesarrollado en nuestros días: «Vosotros que acumuláis sin tasa grasas que os cuelgan feas por todos lados, ¡venga!, dejad que tome de lo que derrama de vuestra avidez el mínimo que requiere mi frugalidad». Pero, ¿qué invento? Hay una anécdota igual: Se dice que fue Diógenes donde el retórico Anaxímenes, que era gordo, y le dijo: «Dame a mí que soy pobre un poco de tu obesidad; con eso te aligerarás y yo saldré beneficiado».
sí veo yo ir y venir a Diógenes, gorrión famélico entre pichones panzudos. Cuando alguien trata de frustrar este proyecto de parasitismo mínimo ¿no es comprensible que se enfurezca?

8) Se conmovía de que se ofreciesen sacrificios a los dioses por la salud, y en los sacrificios mismos hubiesen banquetes, que le son contrarios.

  Contradicciones como éstas no son infrecuentes. Por el contrario, se encuentran en aquellos que pagan «mandas» a los íconos y estatuas de su parroquia para que les vaya bien en los negocios, previendo con ello (y acaso en contra de ellos) tan sólo los negocios en los que reciben pagos; aquellos que ofrecen velas porque les vaya bien en estudios que tendrían que iluminarlos sobre la estupidez de encender velas; aquellos que quieren con vehemencia que se cumplan sus propósitos, diciendo «Señor, hágase tu voluntad»; aquellos que piden porque vuelva su mujer, sin quitar la vista de los traseros que circulan por el templo; o aquellas mujeres que invocan a María Pudorosa llenas de afeites y escasas de ropa.

  Como se ve, un texto como éste está en línea con el gran programa cínico que se nombra «rechazo de las convenciones». Mejor sería decir «crítica de las convenciones», crítica que revela la inconsistencia de éstas; o su arbitrariedad y muchas veces la índole supersticiosa, pueril o antinatural de sus fundamentos. Pienso que la crítica en este sentido se encuentra incluso en el empleo vulgar de la palabra «cínico». El cínico, percibiendo las cosas en forma cínica no se hace ilusiones al obrar ni va a aceptar que pretendan vendérselas. El pan es pan, el vino es vino. No vamos a engañarnos unos a otros. La actitud desimplicada, analítica, crítica del cínico nos lleva a decir temblando nuestro rechazo. ¿A quién le place quedar en evidencia? Muchas veces no hay otra cosa que este desagrado en la frase que decimos: «¡Es un cínico!» (es decir y en lo profundo, «me pone en evidencia, primero que todo, ante mí mismo»).

  Aquí, acaso, quepa la alusión al cinismo no como filosofía sino como «forma de vida». Siempre se oye del fracaso del cinismo como filosofía allá en los tiempos en que floreciera y se ofreciera como un proyecto de vida. ¿Por qué, pues, no se fue el cinismo con el polvo del pasado? Podría tratarse una persistencia así con la noción de remnant que he tomado de R. Jones y elaborado en otra parte. Así, el cinismo sería una doctrina que perviviría en el seno de ciertas minorías. Pero parece más apropiado enfocar el cinismo como categoría social, económica, política o simplemente cultural. La perspectiva cínica tiene su lugar natural en toda sociedad. Cuestiona la sociedad en todas sus conexiones; y puesto que hace esto, no se la puede desarraigar desde que se vive en sociedad. Con los altos y bajos del contrato social tiene inversamente sus bajos y altos el cinismo. Dos frases de Bradley vienen al caso: «Cuando todo anda mal debe ser bueno conocer lo peor» y «Cuando todo se pudre es el trabajo de quien se precie gritar: Pescado hediondo».


(9) Habiendo sido hecho cautivo, como al venderlo le preguntase qué sabía hacer, respondió: «Sé mandar a los hombres». Y al pregonero le dijo: «Pregona si alguno quiere comprarse un amo».

  ¿No es el colmo de los colmos? En un mercado de esclavos se ofrece en venta un amo. También encuentro que este texto se presta muy bien para un cuadro de grandes proporciones. «La Venta de Diógenes», no puede tener otro nombre. Sabemos (sólo es un decir, porque si nos guiamos por lo que en efecto sabemos sobre Diógenes, y haciendo paradojas como las hacía Sócrates, lo único que sabemos es que no sabemos nada) que la venta de Diógenes se efectúa en Creta. Sabemos que es Jeníades quien lo comprará. Sabemos que lo llevará a Corinto como preceptor de sus hijos. Sabemos que, como pasara Jeníades por el lugar donde subastaban a Diógenes, éste exclamó: «¡A ése, véndeme a ése, ése necesita un amo!» Pero no sabemos, eso no, por qué signo se guió Diógenes para saber que Jeníades necesitaba un amo. ¿Le colgaría un anillo de la nariz, tendría una mancha en la niña del ojo izquierdo? Pero, en fin, podemos admitir también a Jeníades en el cuadro. Ya están en él los vendedores, los contadores, los pregoneros, capataces y esclavos cargados de cadenas. ¿De dónde salieron estos esclavos? ¿Del mismo barco en que iba Diógenes a Egina y que cayó en manos de piratas? No sé. ¿Quién sabe? Se dice que iba a Egina, se dice que cayó en manos de piratas. Diógenes sí que es sujeto para pensar lo que «se dice». Se dice también (como ya dijimos que se dice de la falsificación de la moneda) que todo esto es puro cuento: que la caída en manos de piratas, la venta en Creta, el traslado a Corinto son patrañas de las muchas que se contaban después de la muerte de Diógenes para inventar un héroe entre Odiseo y Hércules.

  ¿A quién elegir para que pinte el cuadro «La Venta de Diógenes»? ¿Daumier, Piero Della Francesca, Breughel, Masaccio?

  Diógenes forcejea a la derecha entre el pregonero y un capataz que lo sujetan echando mil garabatos. Dos quiltros ladran, tres gallinas salen disparadas con las plumas al aire. Dos esclavos rollizos que están de comérselos al horno se dan con el codo conteniendo la risa. A los que llevan las cuentas, sentados junto a un mesón, las monedas se les escurren, las piernas les salen despatarradas por abajo, la boca se les dobla como una herradura, los ojos se les abren como huevos fritos. Jeníades va saliendo ya, por la izquierda seguido por dos esclavos que tiran de un borrico a mal traer y peor cargar. ¡Ya está! ¡No hay como las representaciones! ¡Ese es el signo de que Jeníades necesita un amo! El borrico, como ocurre siempre con los borricos, no sabe donde ir a quejarse de la forma como lo cargan estos animales. Está volviéndose Jeníades a Diógenes que apunta hacia él con la diestra por entre los que lo sujetan. «¡A ése, véndeme a ése, ése necesita un amo!» Está a punto de soltar la carcajada Jeníades y dirige el pulgar izquierdo sobre su pecho con un claro signo de «¿A mí, a mí dices que me falta un amo? ¡Ja, ja! ¡Eso es correr los ríos hacia arriba!» (La frase es de Medea, Eurípides)

  Este es para mí otro entre los dicta magna de Diógenes. Para muchos comentaristas (de esos, pienso, que aún tapándose las narices no aguantarían un minuto en el tonel de Diógenes) se trata aquí de una caricatura. Vale la pena hacer observar este recurso retórico de reducir las cosas a una caricatura de Diógenes que frecuentemente produce justamente eso: una caricatura de Diógenes.

  Se dice —todos los comentaristas dicen y con razón— que la postura de Diógenes acarrea la inversión de los valores, la subversión de la polis griega. Se llega, como vimos ya, a sugerir que la historia de la falsificación de la moneda por su padre debe entenderse metafóricamente: que el reacuñamiento de la moneda por el padre de Diógenes debe entenderse como una anticipación simbólica del reacuñamiento de los valores todos por el hijo. Con ocurrencias así se llenan muchas páginas. Mientras instruyan y diviertan podemos tolerarlas.

  Pero, en fin, considérese que alguien nos dice: «Voy al mercado de esclavos a comprarme un amo». O considérese que a la entrada del mercado de esclavos está escrito: «Se venden amos». ¿No es cierto que es el colmo de los colmos? Y sin embargo, no me pareció así cuando leí esta historia por primera vez. Pasó mucho tiempo en que la tomé como viene y como si fuera tan sólo un ejemplo de conocimiento de los hombres, conocimiento de sí mismo, y cosas así. Supongo que es una experiencia común: quiero decir, que se lee esta historia y se tiene por cosa muy clara su significado. El mismo Diógenes le replica a Jeníades, que ha hecho risa de su proposición diciéndole que pone el mundo de revés, que los ríos corren hacia arriba en ese mundo: «Si estando enfermo hubieras comprado un médico, ¿no le obedecerías? ¿Le dirías que los ríos corren hacia arriba?» Uno cree oír a Sócrates, ¿verdad? Pero, ¿resistirá la analogía que hace Diógenes como tan bien resisten casi siempre las que hace Sócrates?

La verdad, no hay nada de impropio en que compremos un médico. Por lo menos, cada vez que estamos enfermos compramos los servicios de un médico y no tiene nada de rebuscado la noción según la cual el médico no es para el enfermo otra cosa que los servicios que le presta y por los que el enfermo paga. Con la organización moderna del servicio médico hasta tendría que reclamar mejor derecho una noción así. No hay que agregar que normalmente obedecemos las prescripciones, recetas y tratamientos que incluye este servicio que compramos. Así la parte que podemos llamar de referencia o padrón de la analogía, es decir, la parte que se refiera al médico, está clara. Por lo demás, no hay riesgo en suponer que en tiempos de Diógenes los médicos también se adquirían en el mercado de esclavos.

  Pero, ¿qué decir de los amos? ¿No parece meridiano sentido que tratar de coger esclavo a un amo es como encender la luz para ver si está oscuro? El amo, por el acto mismo de ser hecho esclavo deja de ser amo. Tenemos que ser lógicos. La verdad, si se vendieran amos en el mercado de esclavos, los ríos correrían hacia arriba y el mundo estaría al revés. Hasta cabría decir que en un mundo así son los enfermos los que curan a los médicos, los alumnos los que instruyen a los profesores, los hijos los que crían a los padres y mil absurdos parecidos.

  Así y todo, ¿no hay algún sentido en decir que Jeníades compró en efecto un amo cuando compró a Diógenes? Según Laercio, el mismo Jeníades dijo después de un tiempo por su nuevo esclavo: «El buen genio vino a mi casa».

  Pero, en fin, considérese la anécdota de la venta de Diógenes. ¿Verdad que hay en ella mucho de ridículo? Este hombre vendiéndose de amo, gritando a Jeníades que necesita un amo, atropellando con analogías mutiladas, da la impresión de un niño o mejor de una persona frívola, inmadura. ¿No parece que jugara entre niños? Cierto, tenemos dicta de Diógenes en que denuncia la sociedad como un conglomerado de pequeños:

  Habiéndole uno preguntado donde había hombres buenos, respondió: «Hombres, en ninguna parte. Muchachos sí, en Lacedemonia».

  Hablamos de «la inversión cínica»; he aquí otra aplicación de la misma doctrina. Cuando Platón dice (se dice que dijo) que Diógenes es un Sócrates que se ha vuelto loco no hace más que certificar esta noción de inversión cínica. ¿Cómo no ha de ser (o parecer, porque hay quienes no estarán de acuerdo) un loco el hombre que propone «reacuñar la moneda», «poner fuera de circulación los valores vigentes»? A la inversión cínica otros querrán llamarla «poner el mundo sobre sus pies», porque se encuentra al revés. Cuando le preguntaron a Diógenes quién había sido Sócrates respondió: «Un loco». (Por lo menos, así traduce Ortiz y Sanz, pero se verá más adelante). O sea, Sócrates inicia la inversión y Diógenes la termina. Locos los dos. ¿Y qué decir de ese roedor, maestro de Diógenes? De acuerdo a Platón un bicho así es cosa vil y despreciable. Diógenes invierte a Platón. Que éste diga que Diógenes es un Sócrates que se volvió loco es pura tautología.

  Un ratón es nada menos que el modelo de la vida sabia, según Diógenes.

  Así, pues, de anécdota en anécdota vamos verificando esta noción de «inversión cínica». Cuando Alejandro, en un arresto de despliegue majestuoso dice a Diógenes: «Yo soy Alejandro, aquel gran rey» ¿Qué respuesta da el can? La subversión política completa: «Y yo Diógenes, el perro».

0) Habiéndole uno llevado a su magnífica y adornada casa y prohibido que escupiese en ella y como tuviese que hacerlo, lo escupió en la cara diciendo que «no había encontrado un lugar más inmundo».

  Hablando de la parresia (la ruda franqueza) y la anáideia (el descaro), que son como la tizona y la colada de Diógenes, algunos las relacionan diciendo que «la parresia es en el discurso lo que la anáideia en la acción». En esta historia encontramos que ambas convergen: insulto en la palabra y en la acción.

  Supongo que ésta es una entre las anécdotas que se emplearon para construir el otro Diógenes, el que se opone al Diógenes idealizado por los estoicos y que se aviene con el Diógenes denigrado por los epicúreos. Muchos lo pintan así: como un vago de comedia pícara, como un entre patán y charlatán callejero que no deja pasar ateniense sin hacerle sufrir sus procacidades y desvergüenzas.

  Los dichos y anécdotas de Diógenes pueden también clasificarse de acuerdo a esta oposición: La de un Diógenes asceta y sentencioso contra un Diógenes mordaz y obsceno. Así, tanto la idealización de los estoicos como la caricatura de los epicúreos y académicos tendrían apoyo popular; porque cabe suponer que la tradición de Diógenes recogida por Laercio unos cinco siglos después fue por largo tiempo sometida a las variaciones del gusto y las costumbres de las comunidades del mundo antiguo. Es como si el pobre Diógenes —sin dejar por eso de ser el que es— fuera desgarrado entre dos polos: el de la admiración abnegada de quienes buscan un guía de la vida recta y la de los chuscos que saben de crítica social, pero la prefieren expresada en chascarros descarnados y hasta obscenos.

  Aquí, me parece apunto una comparación entre Diógenes y Quevedo. Recuerdo al Quevedo que me imponían de niño en la calle. Aparecía retratado en chistes sucios hasta la repugnancia. ¡Cuánta ocurrencia de la especie más baja le cuelga a Quevedo la imaginación popular! Después, en el colegio, tiene uno esa experiencia (que muy bien podría llamarse filosófica) de un Quevedo que surge imponente de entre los mugrientos atavíos con que lo envuelve una plebe que se deleita en la procacidad. Digo plebe, digo chusma y canalla, porque una tergiversación así de una noble figura me resulta, aunque explicable, intolerable.

  ¿Por qué intolerable, si explicable? No caben dudas, basta una lectura de Quevedo para encontrar apoyo a esa imagen que el populacho ha construido. Seguro que ocurre lo mismo con el Diógenes histórico. Muchos lo aceptan así. Las anécdotas que hay de Diógenes pueden ser todas inventadas (la mayoría lo son con seguridad) pero no lo fueron arbitrariamente. Diógenes con sus palabras y su conducta dio espíritu a todo el anecdotario y lo mejor es tomarlo como una correcta indicación, salpicado y picante como parece, de Diógenes y el cinismo. (Por lo demás, una ambivalencia así no sólo se transparenta en las anécdotas y dichos de Diógenes sino también en el género literario a que dio origen el movimiento cínico, to spoidaiogeloión, es decir, una combinación de lo serio y lo chabacano).

  En esto, no me parece aceptable lo que dice Donald Dudley sobre el anecdotario: que «no vale la pena seguir la pista de ninguna de sus historias» porque «pertenecen más bien a una antología del humor griego que a una discusión de la filosofía». ¡Esto sí que es un chiste! Sobre todo cuando se dice en el mismo documentado y excelente libro que Dudley ha escrito sobre el cinismo, apoyándose para escribirlo en estos «chistes».

  De esta anécdota sobre la casa magnífica y adornada y el escupitajo que se llevó el dueño en la cara, suelo darme una interpretación algo rebuscada, pero que el mismo Diógenes me inspira. Él es quien trata de reducirse al mínimo de vida. Quiero decir, al mínimo de cosas necesarias para vivir. Toma lo que otros le dejan por no botarlo. La vida buena y sana parte de la renuncia a todo lo superfluo. Por el contrario, este hombre que posee una casa magnífica, tan alhajada que no hay donde poner el pie sin ensuciarla, representa la antípoda de Diógenes. Casi se puede decir que para su vida de derroche este hombre se ha transformado en un ser enteramente sucio, un escupitorio ambulante en su propia casa. La casa alhajada y su dueño corrompido van juntos como la clara y la yema del huevo: la casa, linda de ver por todas partes; el dueño, sucio entero por hacerla linda de ver.

  ¿Que parece increíble y hasta insultante? Supongo que el punto se puede decidir esforzándose por alhajar la propia casa.

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