Creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro.
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¿Superará el hombre algún día el golpe mortal que le ha dado a la vida?
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No podría reconciliarme con las cosas, aunque cada instante tuviera que arrancarse al tiempo para besarme.
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Sólo los espíritus agrietados poseen aberturas sobre el más allá.
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¿Quién, buscándose en un espejo en plena oscuridad, no ha visto reflejados en él los crímenes que le esperan?
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Sin poseer la facultad de exagerar nuestros males, nos sería imposible soportarlos. Atribuyéndoles proporciones inusitadas nos consideramos condenados escogidos, elegidos al revés, halagados y estimulados por la fatalidad.
Afortunadamente, en cada uno de nosotros existe un fanfarrón de lo Incurable.
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Debemos reconsiderarlo todo, hasta los sollozos…
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Cuando Esquilo o Tácito os parezcan demasiado tibios, abrid una Vida de los insectos —revelación de rabia y de inutilidad, infierno que, por suerte para nosotros, no tendrá nunca dramaturgo ni cronista. ¿Qué quedaría de nuestras tragedias si un bicho instruido nos mostrara las suyas?
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Sin actuar, sentís la fiebre de las hazañas; sin enemigo, libráis un combate agotador… Es la tensión gratuita de la neurosis, que daría hasta a un tendero escalofríos de general derrotado.
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No puedo contemplar una sonrisa sin leer en ella: «Mírame por última vez».
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¡Señor, ten piedad de mi sangre, de mi anemia en llamas!
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¡Cuánta concentración, cuánto trabajo y tacto hacen falta para destruir nuestra razón de ser!
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Cuando se me ocurre pensar que los individuos no son más que gotas de saliva que escupe la vida, y que la vida no vale mucho más frente a la materia, me dirijo hacia el primer bar que encuentro con la intención de no salir nunca más de él. Y sin embargo ni siquiera mil botellas me darían el gusto de la Utopía, de esa creencia en que algo es aún posible.
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Todos nos confinamos en nuestro miedo —nuestra torre de marfil.
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¿El secreto de mi adaptación a la vida? He cambiado de desesperación como de camisa.
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En todo desvanecimiento se experimenta como una última sensación —en Dios.
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Mi avidez de agonías me ha hecho morir tantas veces que me parece indecente abusar aún de un cadáver del que ya nada puedo sacar.
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¿Por qué el «Ser» o cualquier otra palabra con mayúscula? «Dios» sonaba mejor. Teníamos que haberla conservado. Pues, ¿no deberían ser únicamente las razones de eufonía las que regularan el juego de las verdades?
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En los estados de paroxismo sin causa, el cansancio es un delirio y el cansado el demiurgo de un subuniverso.
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Cada día es un Rubicón en el que anhelo ahogarme.
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En los sueños se manifiesta el loco que hay en cada uno de nosotros; tras haber regido nuestras noches, se duerme en las profundidades del ser, en el seno de la Especie; a veces, sin embargo, le oímos roncar en nuestros pensamientos.
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Quien teme perder su melancolía, quien tiene miedo de superarla, con qué alivio constata que sus temores no tienen fundamento, que ella es incurable…
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—¿De dónde le vienen a usted esos aires presuntuosos?
—He logrado sobrevivir a tantas noches en las que me preguntaba: ¿me mataré al alba?…
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Ese instante en que creemos al fin haberlo comprendido todo nos da una apariencia de asesinos.
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Desembocamos en lo irrevocable sólo a partir del momento en que ya no podemos renovar nuestros pesares.
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Esas ideas que vuelan por el espacio y que, de repente, chocan contra las paredes de nuestro cráneo…
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El insomnio es la única forma de heroísmo compatible con la cama.
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Una naturaleza religiosa se define menos por sus convicciones que por la necesidad de prolongar sus sufrimientos más allá de la muerte.
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Asisto aterrado a la disminución de mi odio por los hombres, a la pérdida del último vínculo que me unía a ellos.
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¿La Verdad? Se halla en Shakespeare —un filósofo no podría apropiársela sin estallar con su sistema.
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Para un joven ambicioso, no hay mayor desgracia que tratarse con expertos en hombres. Yo conocí tres o cuatro: ellos me remataron a los veinte años.
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Cuando hemos agotado los pretextos que incitan a la alegría o a la tristeza, llegamos a vivirlas, ambas, en estado puro: nos igualamos así a los locos…
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«Un solo pensamiento destinado a Dios vale más que el universo entero» (Catherine Emmerich). —Tiene razón la pobre santa…
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Después de haber denunciado con tanta frecuencia la locura de la grandeza en los demás, ¿cómo podría yo, sin caer en el ridículo, creerme aún el hombre ineficaz por excelencia, el primero de los inútiles?
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Sólo enloquecen los charlatanes y los taciturnos: quienes se vacían de todo misterio y quienes almacenan demasiado.
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En el espanto —megalomanía al revés— nos volvemos el centro de un torbellino universal, mientras los astros piruetean a nuestro alrededor.
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Cuando en el Árbol del Conocimiento una idea ha madurado, ¡qué voluptuosidad introducirse en ella para actuar como una larva, a fin de precipitar su caída!
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Para no insultar a las creencias o al trabajo de los demás, para que no me acusen de esterilidad o de vagancia, me dediqué a la Perplejidad hasta hacer de ella mi forma de piedad.
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La propensión al suicidio es propia de los asesinos temerosos, respetuosos de las leyes; al tener miedo de matar, sueñan con aniquilarse, seguros como están de su impunidad.
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«Cuando me afeito», me decía un medio loco, «¿quién, si no Dios, impide que me corte la garganta?». —La fe no sería, a fin de cuentas, más que una artimaña del instinto de conservación. Biología por todas partes…
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Nos empeñamos en abolir la realidad por miedo de sufrir. Coronados nuestros esfuerzos, es la propia abolición la que se revela como fuente de sufrimiento.
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Quien no vea la muerte de color rosa padece daltonismo del corazón.
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Por no haber sabido ensalzar el aborto o legalizar el canibalismo, las sociedades modernas deberán resolver sus problemas mediante procedimientos mucho más expeditivos.
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El último recurso de aquellos a quienes el destino ha maltratado es la idea de destino.
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¡Cuánto me gustaría ser una planta, aunque tuviera que velar a un excremento!
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Esa muchedumbre de antepasados que se lamenta en mi sangre… Por respeto a sus derrotas me rebajo al suspiro.
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Todo se vuelve contra nuestras ideas, comenzando por nuestro cerebro.
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Es imposible saber si el hombre se servirá aún durante mucho tiempo de la palabra o si recobrará poco a poco el uso del aullido.
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París, el punto más alejado del Paraíso, es sin embargo el único lugar donde aún resulta agradable la desesperación.
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Hay almas que ni siquiera Dios podría salvar, aunque se pusiera de rodillas a rezar por ellas.
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Un enfermo me decía: «¿Para qué sufro yo mis dolores si no soy poeta para vanagloriarme o servirme de ellos?».
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Cuando, eliminados los motivos de rebelión, ya no sabemos contra qué sublevarnos, nos embarga un vértigo tal que daríamos la vida a cambio de un prejuicio.
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En la palidez, nuestra sangre se retira para no interponerse más entre nosotros y no se sabe qué…
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A cada uno su locura: la mía fue la de creerme normal, peligrosamente normal. Y como me parecía que los demás estaban locos, acabé teniendo miedo, miedo de ellos y, lo que es peor, miedo de mí mismo.
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Tras ciertos accesos de eternidad y de fiebre, nos preguntamos por qué razón no nos hemos dignado ser Dios.
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Los meditativos y los carnales: Pascal y Tolstói. Interesarse por la muerte o aborrecerla, descubrirla mediante el espíritu o la fisiología. —Con instintos minados, Pascal superó sus alarmas, mientras que Tolstói, furioso de tener que perecer, nos recuerda a un elefante despavorido, a una jungla devastada. No se puede meditar en los ecuadores de la sangre.
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Quien, por una serie de despistes, haya olvidado matarse, se hace a sí mismo el efecto de un veterano del dolor, de un jubilado del suicidio.
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Cuanto mayor es mi intimidad con los crepúsculos, más me convenzo de que los únicos que han comprendido algo de nuestra horda son los humoristas, los charlatanes y los locos.
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Atenuar nuestras angustias, convertirlas en dudas —estratagema que nos inspira la cobardía, ese escepticismo para uso de todos.
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Acceso involuntario a nosotros mismos, la enfermedad nos obliga a la «profundidad», nos condena a ella. —¿El enfermo? Un metafísico involuntario.
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Tras haber buscado en vano un país adoptivo, volverse hacia la muerte para instalarse en ella como ciudadano de un nuevo exilio.
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Todo ser que se manifiesta renueva a su manera el pecado original.
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Replegado sobre el drama de las glándulas, atento a las confidencias de las mucosas, el Asco nos convierte en fisiólogos.
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Si la sangre no tuviera un gusto insípido, el asceta se definiría por su rechazo del vampirismo.
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Un espermatozoide es un bandido en estado puro.
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Coleccionar fatalidades, debatirse entre el catecismo y la orgía, descansar apaciblemente en lo frenético, y, nómada atontado, amoldarse a Dios, ese Apátrida…
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Quien no haya conocido la humillación ignora lo que es llegar al último estadio de uno mismo.
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He adquirido mis dudas penosamente; mis decepciones, como si me esperasen desde siempre, han llegado solas —iluminaciones primordiales.
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Sobre un planeta que compone su epitafio, tengamos la suficiente dignidad para comportarnos como cadáveres amables.
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Queramos o no, somos todos psicoanalistas, aficionados a los misterios del corazón y del calzoncillo, buzos del horror. ¡Ay del espíritu de abismos claros!
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En pleno hastío, nos deslizamos hacia el punto más bajo del alma y del espacio, hacia las antípodas del éxtasis, hacia las raíces del Vacío.
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Cuanto más nos tratamos con la gente, más se obscurecen nuestros pensamientos; y cuando, para aclararlos, volvemos a nuestra soledad, encontramos en ella la sombra que ellos han proyectado.
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El Desengaño debe remontarse a las eras geológicas: quizás los dinosaurios sucumbieron a él…
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Apenas adolescente, la perspectiva de la muerte me horrorizaba; para huir de ella corría al burdel o invocaba a los ángeles. Pero con la edad nos acostumbramos a nuestros propios terrores, no hacemos nada por quitárnoslos de encima, nos aburguesamos en el Abismo. —Y si hubo un tiempo en que envidiaba a esos monjes de Egipto que cavaban sus tumbas para llorar sobre ellas, si cavara ahora yo la mía, sería para no arrojar más que colillas.
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