domingo, 19 de marzo de 2017

Guillermo de Ockham, precursor de la modernidad



El sabio franciscano perseguido por el Papa y protegido por el emperador

  Guillermo de Ockham (hacia 1284-1349), reconocido teólogo, prestigioso lógico y tratadista político distinguido por su crítica implacable al poder temporal de los papas, fue uno de los grandes pensadores europeos de la Edad Media. Desde que fue llamado a la corte pontificia de Aviñón en 1324 acusado de herejía, su vida se caracterizó por su denuncia de la corrupción existente en el papado y su apoyo político al emperador Luis de Baviera. Huyendo de la persecución de que era objeto, se refugió en la ciudad alemana de Múnich, donde falleció. Símbolo de la finura especulativa de la última escolástica, se convirtió al mismo tiempo en protagonista de primer orden contra el absolutismo teocrático y en defensor de la autonomía del Estado. Por más de una razón, este franciscano inglés resume en su vida y en su obra el espíritu del siglo XIV, marcado por la crisis ideológica (polémicas filosófico-teológicas en torno al naturalismo greco-árabe, autonomía creciente de los filósofos procedentes de la Facultad de Artes), social (revueltas campesinas en Francia, Inglaterra, Flandes y Suiza; la peste negra mata a veinticinco millones de hombres y mujeres, un tercio de la población europea) y política (lucha entre el imperio y el papado; emergen en suelo europeo diversas naciones, a veces enfrentadas entre sí).


 
   

    Gui­ller­mo de Oc­kham, pin­tado en un vi­tral de una Igle­sia de Su­rrey.
 

  Aunque son escasos los datos disponibles, podemos delinear a grandes rasgos su biografía. Nacido en la villa de Ockham, en el condado de Surrey, cerca de Londres, comienza a estudiar Artes a los catorce años y a los dieciocho entra como novicio de la orden franciscana. Este hecho tiene especial relevancia para su formación y su orientación filosófico-teológica. Veamos por qué.

  Los franciscanos, en efecto, constituían a finales del siglo XIII una orden religiosa con gran influencia en la enseñanza universitaria. Asentados en sus comienzos en el medio rural y temerosos de la cultura profana, asimilaron más tarde las nuevas corrientes de pensamiento y contribuyeron con grandes maestros a la escolástica tardía. Señalemos entre estos a Alejandro de Hales (hacia 1185-1245), que dirigió su colegio en París; a san Buenaventura, al que ya he aludido; a su discípulo Juan Peckham, que llegó a ser canciller de Oxford y arzobispo de Canterbury, y a los antitomistas Mateo de Aquasparta y Guillermo de la Mare. En Inglaterra, y bajo la dirección del innovador intelectual Roberto Grosseteste (1175-1253), notable teólogo, helenista y estudioso de las ciencias que organizó la escuela franciscana de Oxford, brillaron, entre otros, su discípulo Roger Bacon (hacia 1214-1294), importante filósofo y renovador del método científico, encarcelado durante catorce años por herejía, y más tarde Juan Duns Escoto (1265-1308), uno de los principales teólogos de la Edad Media. Añadamos a los nombres de estos intelectuales franciscanos algunos datos complementarios que subrayan la influencia a la que antes aludía. A mediados del siglo XIII, tenían en Inglaterra 45 conventos independientes con 1242 hermanos, y a comienzos del siglo XIV contaban con 1400 conventos en Europa. Ockham, pues, continuaría a su modo, y con indudable talento personal, una corriente doctrinal de indudable originalidad, alejada del aristotelismo de los averroístas latinos y del tomismo de los dominicos que triunfó en las escuelas a partir del primer tercio del siglo XIV.

  Nuestro autor; tras alcanzar la maestría en Artes, inició sus estudios teológicos hasta obtener el grado de bachiller en la Universidad de Oxford. Entre los años 1320 y 1324 comenzó a enseñar, primero en Londres y después en Oxford. Fue una época fecunda como autor; pues en ella escribió un comentario al Libro de las sentencias de Pedro Lombardo (teología), una Exposición sobre el libro de Porfirio (lógica) y un Comentario a los ocho libros de la «Física» de Aristóteles (filosofía). Sus intereses teóricos son, pues, variados.

  El año 1324 fue una fecha clave en su vida: el papa Juan XXII lo convocó a Aviñón para que respondiera a las acusaciones de herejía formuladas contra él. Después de tres años de escrutinio, la comisión pontificia —con la eficacia inquisitorial de la que tantos ejemplos ha dado la Iglesia a lo largo de su historia— dictaminó que, de los 51 artículos sospechosos, 7 eran abiertamente heréticos, 37 eran falsos, 4 eran ambiguos, temerarios o ridículos y 3, no censurados. Coincidió en el tiempo dicha persecución con el enfrentamiento entre los franciscanos y el Papa acerca de la pobreza. Se agravó el problema por parte del sector de «los espirituales», que defendían que los hermanos menores no debían poseer nada propio ni en común, imitando así a Cristo y los apóstoles, y por la intolerancia del papa Juan XXII, que primero encarceló a un numeroso grupo de aquellos y más tarde entregó al poder secular a veinticinco «espirituales»; uno de ellos fue condenado a cadena perpetua y los veinticuatro restantes fueron quemados vivos en la hoguera en Marsella, el 7 de mayo de 1318.

  Como consecuencia de las discrepancias internas en el seno de la orden franciscana y del conflicto de los hermanos menores con el nuevo Papa, también fue convocado a la corte pontificia de Aviñón el general de la orden Miguel de Cesena. Tras la consulta a los teólogos, Juan XXII, mediante dos bulas, rechazó la distinción franciscana entre el uso y la propiedad de los bienes, y condenó como herética la doctrina de que Cristo y sus apóstoles no tenían nada propio ni en común. Recluidos el mismo Miguel de Cesena y varios de sus estrechos colaboradores en Aviñón, la única alternativa que les quedaba era la huida. El día 26 de mayo de 1328, el general de los franciscanos se fugó de la ciudad acompañado de los frailes Guillermo de Ockham, Bonagracia de Bérgamo y Francisco de Ascoli. Debemos resaltar que, a pesar estos quebrantos, nuestro autor supo encontrar la necesaria concentración para escribir antes de 1327 una de sus grandes obras filosóficas, la Suma de lógica, dividida en tres partes, sobre los términos, las proposiciones y los silogismos.

  A partir de entonces, excomulgado por el Papa e instalado provisionalmente en Italia, se encontró con el emperador Luis de Baviera, que había sido apoyado por una mayoría de los electores y que había derrotado militarmente a su rival, Federico de Austria, y comenzó a colaborar con él. En vez de reconocer al nuevo emperador, como era habitual, Juan XXII reclamó su derecho al cargo y lo excomulgó. Al anterior apoyo al emperador alemán por parte del filósofo averroísta Marsilio de Padua, teórico de la autonomía del poder civil, se unía ahora la adhesión de Guillermo de Ockham, crítico del modo de vida de la jerarquía eclesiástica y partidario de la división de poderes entre la Iglesia y el Estado, sin interferencias mutuas. En 1330, protegido por el emperador, se instala definitivamente en el convento franciscano de Múnich, donde fallece en el año 1349.

  Desde el punto de vista literario, a partir de su estancia en suelo alemán el sabio franciscano solo redactará tratados políticos y libros de polémica religiosa contra los papas Juan XXII. Benedicto XII y Clemente VI. Desde otra perspectiva, ejercerá como consejero y propagandista imperial, convencido de que su causa era justa legalmente y de que el camino político elegido por el papado como poder temporal era destructivo para la Iglesia en los planos teológico y moral. Al contrario de quienes apuntaban una escisión en la personalidad de Ockham, dado el diverso contenido de su obra, F. Copleston ofrece de él una visión unitaria que yo comparto:

 
    Ockham fue un pensador independiente, audaz y vigoroso, que dio muestras de una marcada capacidad crítica; mantuvo ciertos principios y claras convicciones que estaba dispuesto a aplicar valerosa, sistemática y lógicamente; y la diferencia de tono entre sus obras filosóficas y sus obras polémicas se debe a las diferencias en el campo de la aplicación de los principios más que a una no resuelta contradicción en el carácter del autor. Es indudable que su historia y circunstancias personales tuvieron repercusiones emocionales que se pusieron de manifiesto en sus escritos polémicos[37]

Logicismo y empirismo

Ockham fue ante todo un pensador interesado por la lógica. A través de sus desarrollos en dicho campo se aprecian en detalle sus puntos de vista innovadores en los de la filosofía y la teología. Como punto de partida, podemos considerar la visión general formulada por uno de sus predecesores en la nueva lógica, Pedro Hispano: «La dialéctica es el arte de las artes y la ciencia de las ciencias». Sobre el tema escribió una gran obra ya citada, la Suma de lógica, otros dos tratados, Compendio de lógica y Tratado medio de lógica, así como comentarios a la Isagogé (Introducción a la lógica), de Porfirio, y a Categorías, Sobre la interpretación y Refutaciones sofisticas, de Aristóteles.

  Distanciándose de la lógica aristotélica y centrando su reflexión en los signos y la significación, a partir del siglo XIII y sobre todo en el XIV algunos escolásticos como Pedro Hispano, Guillermo de Sherwood, Guillermo de Ockham y Juan Buridán inician la llamada «lógica de los modernos». También se les ha calificado de «terministas» por prestar una atención preferente a las propiedades lógico-semánticas de los términos. Veamos ahora los puntos principales de la lógica ockhamista.

  El término es para él lo que entra o puede entrar como parte en una proposición. Esta se da en tres niveles, oral, escrito y conceptual: los dos primeros son convencionales, de modo que podemos llamar «caballo» en castellano a lo que se llama «horse» en inglés o denominar «mantequilla» en nuestra lengua a lo que en italiano llaman «burro». Sin embargo, el término mental o concepto, también llamado por él «signo natural», se forma en la mente humana, es considerado en su significación lógica y designa directamente al objeto.

  Los términos se dividen en aquellos que tienen un significado preciso —llamados «categoremáticos»—, como «caballo», y en aquellos otros —llamados «sincategoremáticos»— que solo en unión con los términos anteriores tienen un significado definido, como «todo» y «alguno». Se integran como elementos de las proposiciones, y es en estas donde los términos adquieren su significado o «representación», lo que Ockham llamaba suppositio («cuando un término en una proposición está en lugar de alguna cosa», escribe en la Suma de lógica). Distingue estos tipos de suposición: personal (representa a un individuo, por ejemplo, «el caballo cabalga»), simple (supone un concepto e implica una multiplicidad de individuos, por ejemplo, «el caballo es un género») y material (supone un término oral o escrito y está en lugar de sí mismo, por ejemplo, «caballo es un nombre»). La principal para él era la «personal».

  ¿Cuál era su posición acerca del debatido problema de los universales? En primer lugar, critica con dureza la teoría realista según la cual los universales eran substancias existentes fuera del alma. De ser así, escribe, «debería más bien pertenecer a la esencia individual y, en consecuencia, un individuo resultaría compuesto de realidades universales por las cuales él sería al mismo tiempo singular y universal» (Suma de lógica). Pero también rechaza la universalidad de los conceptos defendida, entre otros, por Alberto Magno, Tomás de Aquino y Duns Escoto. El universal es un concepto, mientras que lo individual es una cosa realmente existente. «Todo universal es predicable de muchas cosas: pero solo un concepto de la mente o bien un signo instituido por convención es naturalmente predicable, y no una substancia; por consiguiente, solo un concepto de la mente o un signo convencional es universal» (Suma de lógica). En última instancia, dichos conceptos están vacíos de realidad; podemos definirlos como signos que remiten a otras cosas, es decir, son intencionales.

  Respecto al conocimiento, Ockham distingue dos clases, intuitivo y abstractivo. El primero es la aprehensión inmediata, sensitiva o intelectiva, de una cosa como existente. Se deja de lado, por tanto, la dicotomía aristotélica según la cual el intelecto captaba el universal mediante un proceso de depuración de la facultad imaginativa, mientras que la sensación captaba lo singular. Aquí, de la aprehensión se pasa al juicio de existencia de lo captado; la evidencia garantiza la verdad de la intuición. En el conocimiento abstractivo, sin embargo, se prescinde de la existencia o no del objeto que es abstraído de una multiplicidad de singulares. Lo que Ockham quería subrayar en este caso es que no hay un objeto abstraído diferente de la cosa real. En resumen, conocer intuitivamente es conocer la cosa en sí misma, mientras que conocer abstractivamente es conocer la cosa a través de una representación mental. Solo el poder absoluto de Dios podría causar la intuición de un objeto no existente; se trata en este caso de un razonamiento puramente hipotético basado en la afirmación de que Dios puede hacer todo lo que no implique contradicción, o sea, en lo que él llamaba potentia Dei absoluta (a diferencia del poder divino ordenado o potentia Dei ordinata).

  La primacía dada al conocimiento intuitivo y a la aprehensión de lo individual le lleva a resaltar en su filosofía el empirismo frente a la tradición metafísica basada en el apriorismo y el esencialismo. Como precursores de esta línea de pensamiento están el naturalismo aristotélico, la ciencia árabe, en especial las matemáticas, y la nueva orientación empirista iniciada en la Universidad de Oxford a partir de Roberto Grosseteste. También están presentes, aunque en sentido negativo, las condenas de París de 1277, que pretendían cortar de raíz cualquier intento de autonomía filosófica y de vuelta al naturalismo griego. En el prólogo de una de sus obras de física, Ockham se cura en salud ante posibles acusadores: «Advierto, de momento, que solo admitiré como verdadero lo que no repugne a la verdad de la fe, rechazando como falso lo que contradice la doctrina de la Iglesia romana»[39]. Para contrarrestar esa espada de Damocles de la ortodoxia, insiste con frecuencia en una de las tesis características del pensamiento franciscano medieval: la omnipotencia y libertad divinas. El mundo es contingente y no puede deducirse a priori, ya que es fruto de la libre decisión divina. Hay que acudir, por tanto, a la experiencia para conocer la existencia de lo individual.

  Nuestro autor introduce con frecuencia en este tipo de reflexiones un principio de economía del pensamiento que le ha dado una fama extraordinaria, incluso en ámbitos ajenos a la filosofía, difundido con la sugestiva expresión de «la navaja de Ockham». ¿En qué consiste? Se encuentran en sus obras diversas formulaciones de este principio, como, por ejemplo, «No hay que poner la pluralidad sin necesidad», «No hay que postular entidades innecesarias», «En vano se hace por muchos lo que puede hacerse por pocos», «No hay que multiplicar los entes sin necesidad», etc. Más que su originalidad, a Ockham le debemos una aplicación sistemática a aspectos muy diferentes del pensamiento (físico, lógico, metafísico y teológico). En el terreno que ahora nos ocupa, es decir, el estudio de la naturaleza, subrayó el principio de posibilidad (puede existir todo lo que no es contradictorio; la hipótesis de la intervención divina queda siempre abierta) y el de verificación empírica de los fenómenos en contra de la tendencia anterior a substancializar categorías y conceptos. Veamos dos casos concretos. Respecto de las causas: aunque es posible conocer que una cosa tiene una causa, no podemos probar esto por un razonamiento abstracto sino por la experiencia concreta. «No intentando explicar en general qué cosa sea la causa inmediata, afirmo sin embargo que para que alguna cosa sea la causa inmediata basta que cuando aquella cosa absoluta está presente, se dé el efecto, y que cuando ella no está presente, en paridad de todas las demás condiciones y disposiciones, el efecto no se dé» (Comentario al «Libro de las sentencias»). Algo, como se ve, semejante a las tablas de presencia y ausencia que cualquier científico moderno aplica en su laboratorio. Respecto del tiempo: no es algo que añadir al movimiento. O como él mismo escribió: «El tiempo no denota una cosa ni absoluta, ni relativamente distinta de las cosas permanentes; primaria y principalmente “tiempo” significa lo mismo que “movimiento”, aunque connota a la vez el alma y un acto del filma, por el cual esta conoce el antes y el después de aquel movimiento» (Tractatus de succesivis).

  Ockham, en definitiva, simplificó nuestra cosmovisión, dejó de lado las metafísicas esencialistas, puso de relieve el papel de la experiencia en nuestro conocimiento del mundo y, como buen teólogo católico, introdujo la omnipotencia divina para hacer posible todo aquello que no fuera contradictorio. En el debatido tema de la eternidad del mundo, por ejemplo, siguió la doctrina revelada, pero dejando claro, como buen lógico, que Dios podría haberlo creado desde la eternidad al no existir contradicción en ello.

Doctrinas políticas: contra la teocracia

  El rumbo de su vida y de su pensamiento quedó marcado por la persecución que sufrió por parte de la curia pontificia. Tras su huida de Aviñón, encontró la seguridad bajo la protección del emperador Luis de Baviera. Sus tratados filosóficos y teológicos dejan paso a una literatura de combate contra las pretensiones absolutistas del Papa. No fue un teórico político instalado en la universidad sino un intelectual católico excomulgado, acosado por el poder pontificio y exiliado. Entre sus escritos políticos destaca el titulado Diálogo, que nos ha llegado incompleto. También debemos señalar los siguientes: Sobre el gobierno tiránico del Papa. Sobre el poder de los emperadores y pontífices. Ocho cuestiones sobre el poder y la dignidad papal y varios escritos polémicos contra los papas Juan XXII y Benedicto XII. La difusión de sus obras políticas ha sido tardía y escasa, sobre todo en los países católicos.

  Delimitemos del modo más fiel posible su pensamiento en este ámbito. Aunque influyó en la aparición posterior del laicismo, Ockham no fue un pensador laico, sino un teólogo reformista deseoso de recuperar en la Iglesia el espíritu del cristianismo primitivo. Buena parte de sus polémicas tienen por ello un carácter intraeclesial en que priman los argumentos teológicos sobre los estrictamente políticos. Aunque fue consejero imperial, no por ello dejó de defender la autonomía de la Iglesia en el terreno religioso e incluso llegó a justificar su actuación en el terreno civil, siempre que fuera con carácter excepcional y para logar el bien común de la sociedad. Su objetivo final consistió en desmontar el ideal teocrático medieval del Papa como titular de las «dos espadas», es decir, del poder religioso como pontífice y del poder político como legítimo heredero del imperio, teoría absolutista que él consideraba herética. Añadamos que Ockham fue uno de los primeros que advirtió del carácter espurio de la llamada «Donación de Constantino», decreto imperial atribuido al emperador Constantino I en virtud del cual reconocía al papa Silvestre I como soberano y le donaba la ciudad de Roma, las provincias de Italia y el resto del Imperio romano de Occidente, documento que en realidad fue fabricado por la curia romana en siglos posteriores.

  Respecto al mejor régimen político, se inclina por la monarquía: «En ella domina uno solo a favor del bien común y no principalmente a favor de su propia voluntad y beneficio» (Diálogo, III). Habla a veces de la monarquía universal como ideal por garantizar mejor (en teoría) la unidad; pero teniendo en cuenta las circunstancias históricas, admite que pueda preservar mejor el bien común una diversidad de reinos. Ciertamente, hay una tensión entre el universalismo del imperio y la red de pequeñas comunidades civiles propias de la Edad Media (colegios, cofradías, gremios, hermandades) que reflejaban la variedad social del mundo concreto europeo de la época. En la búsqueda de la paz y el orden social, debían respetarse las costumbres y libertades de esos pequeños grupos, en torno a los cuales los individuos se agrupaban frente al poder y que les servían de salvaguardia.

  En cuanto al origen del poder, distingue uno del otro: el poder religioso procede directamente de Dios al haber nombrado Cristo a los apóstoles como sucesores suyos, pero no así el poder civil, que es conferido a la comunidad humana para su organización más conveniente. Sitúa la libertad dentro de la ley natural y como una parte necesaria del buen gobierno político. Crítico de la tiranía, defendió en varias ocasiones el derecho del pueblo a derrocar a tales gobernantes en circunstancias excepcionales que así lo aconsejaran. Por otra parte, manteniendo siempre su fidelidad a la pobreza franciscana, matizó sus propuestas genéricas sobre el tema afirmando que el derecho de propiedad había sido sancionado por la autoridad divina y humana y que podía ser transmitido «de cualquier modo no prohibido por el derecho natural».

  Centrándonos en su áspera crítica a los pontífices romanos tal como se nos muestra en su obra Sobre el gobierno tiránico del Papa, podemos resumir así sus principales ideas: el poder del Papa es de servicio, no de dominio, y no le corresponde un poder absoluto ni en el terreno político ni en el religioso: en contra del ideal cristiano, el papado de Aviñón era rico y despótico; el imperio fue fundado por los romanos antes de Cristo y, por tanto, el Papa no tenía jurisdicción sobre él. Para Ockham, constituía un axioma la máxima «La ley evangélica es ley de libertad», que se oponía a la frecuente represión de la jerarquía eclesiástica sobre los creyentes tanto en la vida social como en la individual.

  Otros partidarios de la autonomía del poder político sufrieron también la represión. Marsilio de Padua, autor del Defensor de la paz, huyó de la Universidad de París para refugiarse en la corte de Luis de Baviera; Dante Alighieri, autor de La monarquía, fue desterrado de Florencia, y Ockham, como ya hemos visto, murió en su convento de Múnich, lejos de la docencia universitaria en la que tanto habría brillado y lejos de la tierra que le vio nacer. Mediante su crítica al absolutismo papal, se sembraron unas ideas de emancipación política que fructificarían más tarde. El auge de las ciudades, la aparición de los estados nacionales y la difusión de los ideales democráticos hicieron posible la consolidación del poder político y la lenta desaparición de la teocracia medieval.


    [37] F. Copleston, Historia de la filosofía, 13. <<

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