El maestro contemplaba a los dos
hombres que subían hacia donde él estaba. Uno iba a caballo; el otro, a pie.
Todavía no habían tomado la cuesta abrupta que llevaba a la escuela, construida
en el flanco de una colina. Andaban con trabajo, avanzaban lentamente en medio
de la nieve, entre las piedras, en la inmensa extensión de la alta meseta
desierta. De cuando en cuando el caballo visiblemente jadeaba. Aún no se lo
oía, pero se veía el chorro de vapor que le salía de las narices. Por lo menos
uno de los hombres conocía la comarca. Iban siguiendo la senda que, sin
embargo, había desaparecido desde hacía muchos días bajo una capa blanca y
sucia. El maestro calculó que no llegarían a lo alto de la colina hasta una
media hora después. Hacía frío; entró en la escuela para buscar un abrigo.
Atravesó el aula vacía y helada.
En el encerado negro los cuatro ríos de Francia, dibujados con cuatro tizas de
diferentes colores, corrían hacia sus estuarios desde hacía tres días. La nieve
había caído brutalmente a mediados de octubre, después de ocho meses de sequía,
sin que la lluvia hubiera brindado una transición, de manera que los veinte
alumnos que vivían en las aldeas diseminadas por la meseta no iban a clase. Habría
que esperar el buen tiempo. Daru sólo calentaba la única pieza que constituía
su alojamiento, contigua a la clase y que también se abría hacia el este sobre
la meseta. Otra ventana, como las del aula, daba al sur. Por ese lado la
escuela se encontraba a algunos kilómetros del lugar en que la meseta comenzaba
a bajar hacia el mediodía. Cuando el tiempo era claro podían distinguirse las
masas violetas de la cadena montañosa que abría las puertas al desierto.
Habiendo entrado un poco en
calor, Daru volvió a la ventana desde la cual había descubierto la primera vez
a los dos hombres. Ya no se los veía; habían, pues, comenzado a subir la
cuesta. El cielo estaba menos oscuro; durante la noche la nieve había dejado de
caer. El día había amanecido con una luz sucia que apenas se reforzaba a medida
que el techo de nubes subía. A las dos de la tarde parecía que acababa de
comenzar; pero de todos modos aquello era mejor que los tres días anteriores,
en que la nieve caía en medio de tinieblas incesantes y de breves sacudidas de
viento que iban a zarandear la puerta de doble hoja de la clase. Daru pasó
entonces pacientemente largas horas encerrado en su cuarto, del que no salía
sino para ir, por debajo del tejadillo, a cuidar las gallinas y a buscar carbón
en el depósito. Felizmente, la camioneta do Tadjid, la aldea más cercana al
norte, le había llevado las provisiones dos días antes de la tormenta. Volvería
dentro de cuarenta y ocho horas.
Por lo demás, tenía provisiones
para soportar un sitio, con los sacos de trigo que llenaban el cuartito y que
la administración le había dejado de reserva para distribuir entre los alumnos
cuyas familias habían sido víctimas de la sequía. En realidad, la desgracia les
había alcanzado a todos, puesto que todos eran pobres. Cada día, Daru
distribuía una ración entre los chicos. Les había faltado, Daru lo sabía bien,
durante esos últimos días. Tal vez uno de los padres o de los hermanos mayores
se llegara aquella noche y entonces él podría entregarles una provisión de
granos. Habría que desquitarse con la próxima cosecha. Ahora estaban llegando
de Francia cargamentos de trigo. Lo más duro ya había pasado. Pero sería
difícil olvidar aquella miseria, aquel ejército de fantasmas andrajosos que
erraban bajo el sol, aquellas mesetas calcinadas mes tras mes, aquella tierra
encogida y resquebrajada poco a poco, literalmente quemada, aquellos terrenos
pétreos que se deshacían en polvo bajo el pie. Los carneros morían entonces a
millares y también algunos hombres, aquí y allí, aunque no siempre era posible
enterarse de ello.
Frente a esa miseria, él, que
vivía casi como un monje en la escuela perdida, contento por lo demás de lo
poco que tenía y de esa vida ruda, se había sentido como un señor, con sus
paredes blanqueadas, su diván estrecho, sus estantes de madera blanca, a manera
de armario, su pozo y su aprovisionamiento semanal de agua y alimentos. Y de
pronto, sin advertencia alguna y sin el alivio de la lluvia, aquella nieve. Era
cruel vivir en ese lugar, aun sin los hombres, que sin embargo no arreglaban
nada. Pero Daru había nacido allí. En cualquier otra parte se sentía como un
desterrado.
Salió y avanzó por el terraplén
que se extendía frente a la escuela. Los dos hombres estaban ahora por la mitad
de la pendiente. Reconoció en el jinete a Balducci, el viejo gendarme que
conocía desde hacía mucho. Balducci llevaba en el extremo do una cuerda a un
árabe que marchaba detrás de él con las manos ligadas y la frente baja. El
gendarme hizo un ademán de saludo al que Daru no respondió, ocupado por entero
en contemplar al árabe, vestido con una djellabah
otrora azul, con los pies metidos en unas sandalias pero cubiertos con
calcetines de gruesa lana, y la cabeza tocada con un chèche estrecho y breve. Se acercaban. Balducci mantenía su caballo
al paso para no lastimar al árabe y el grupo avanzaba lentamente.
Cuando estuvieron al alcance de
la voz, Balduooi gritó:
—¡Una hora para recorrer los tres
kilómetros que hay de El Ameur hasta aquí!
Daru no respondió. Bajo y macizo
dentro de su espeso abrigo, los contemplaba subir. Ni siquiera una sola voz el
árabe había levantado la cabeza.
—¡Salud! —dijo Daru cuando por
fin aparecieron en el terraplén—. Entrad a calentaros.
Balducci se bajó penosamente del
caballo sin soltar la cuerda. Sonrió al maestro por debajo de los bigotes
erizados. Los ojillos oscuros, muy hundidos bajo la frente morena y la boca
rodeada de arrugas, le daban un aspecto atento y aplicado. Daru tomó las
bridas, condujo al animal al tejadillo y volvió hacia donde estaban los dos
hombres, que lo esperaban ahora en el interior de la escuela. Los hizo entrar
en su habitación.
—Voy a calentar el aula —dijo—.
Allí estaremos más cómodos.
Cuando entró de nuevo en el
cuarto, Balducci estaba sentado sobre el diván. Había desatado la cuerda del
árabe y éste estaba agazapado junto a la estufa. Con las manos siempre atadas y
chèche ahora echado hacia atrás, el
hombre miraba hacia la ventana. Al principio Daru sólo le vio los enormes
labios abultados, lisos, casi negroides; sin embargo la nariz era recta y los
ojos oscuros, de expresión afiebrada. El chèche
descubría una frente tozuda y bajo la piel requemada pero un poco descolorida
por el frío, todo el rostro tenía a la vez una expresión de inquietud y
rebeldía que llamó la atención de Daru cuando el árabe, volviendo hacia él la
cara, lo miró derechamente a los ojos.
—Pasad al otro cuarto —dijo el
maestro—. Voy a preparar té con menta.
—Gracias —dijo Balducci—. Buen
refugio éste —y dirigiéndose en árabe a su prisionero—: Tú, ven aquí.
El árabe se levantó y, llevando
las muñecas unidas frente a sí, pasó lentamente al aula.
Junto con el té, Daru llevó una
silla. Pero Balducci ya se había sentado sobre el primer pupitre de los alumnos
y el árabe se había agazapado contra el estrado del maestro, frente a la estufa
que ardía entre el escritorio y la ventana. Cuando tendió el vaso de té al
prisionero, Daru vaciló al verle las manos atadas.
—Lo podríamos desatar, tal vez.
—Por cierto —dijo Balducci—; sólo
era para el viaje.
Hizo ademán de levantarse, pero
Daru, dejando el vaso en el suelo, se arrodilló junto al árabe. Éste, sin decir
palabra lo miraba con sus ojos afiebrados. Una vez que tuvo las manos libres,
se frotó las muñecas hinchadas, cogió el vaso de té y, aspirando el líquido
hirviente, lo bebió a traguitos rápidos.
—Bueno —dijo Daru—, ¿adónde vais?
Balducci apartó su bigote del té.
—Aquí, hijo —respondió.
—Singulares alumnos. ¿Pasaréis la
noche aquí?
—No, tengo que volver a El Ameur.
Y tú entregarás a este camarada en Tinguit. Se lo espera en la comuna mixta.
Balducci contemplaba a Daru con
una sonrisita amistosa.
—¿Qué me cuentas? —dijo el
maestro—. ¿Te estás burlando de mí?
—No, hijo. Son órdenes.
—¿Órdenes? Yo no soy… —Daru
vaciló. No quería ofender al viejo corso—. En suma, que no es mi oficio.
—¡Eh! ¿Y qué importa eso? En la
guerra se practican todos los oficios.
—¡Entonces esperaré a que se
declare la guerra!
Balducci aprobó con un movimiento
de cabeza.
—Está bien, pero las órdenes son
claras y a ti también te conciernen. Parece que hay jaleo. Se habla de una
próxima rebelión. En cierto sentido, estamos movilizados.
Daru conservaba su aire
obstinado.
—Escucha, hijo —dijo Balducci—,
quiero tu bien; tienes que comprenderme. En El Ameur somos sólo una docena para
patrullar el territorio de un pequeño departamento y tengo que volver allí. Me
han mandado que te confiara esta cebra y que volviera sin tardanza. No lo
podíamos tener allá. Su aldea se agitaba. Querían rescatarlo. Tienes que
llevarlo a Tinguit en el día de mañana. Son unos veinte kilómetros, que no acobardarán
a un joven animoso como tú. Después todo habrá terminado. Volverás a tus
alumnos y a la buena vida.
Del otro lado do la pared se oían
el resoplar y el piafar del caballo. Daru miraba por la ventana. Decididamente
el tiempo se aclaraba, la luz se extendía por la meseta nevada. Cuando toda la
nieve se hubiera derretido, el sol reinaría de nuevo y quemaría una vez más los
campos de piedra. Durante días y días el cielo inalterable arrojaría su luz
seca sobre la extensión solitaria, donde nada hacía pensar en el hombre.
—Pero, al fin de cuentas —dijo
volviéndose hacia Balducci—, ¿qué hizo éste? —Y antes de que el gendarme
hubiera abierto la boca, preguntó—: ¿Habla francés?
—No, ni una palabra. Lo
buscábamos desde hace un mes, pero ellos lo ocultaban. Mató a su primo.
—¿Está contra nosotros?
—No lo creo, aunque nunca se
puede estar seguro.
—¿Y por qué lo mato?
—Cuestiones de familia, creo.
Parece que uno le debía grano al otro. El asunto no está claro. En suma, que
mato al primo de una cuchillada, sabes, como a un carnero, ¡zic!...
Balducci hizo el ademán de pasar
la hoja de un cuchillo por su garganta y el árabe, atraída súbitamente su
atención, lo miró con una especie de inquietud. En Daru nació una súbita cólera
contra aquel hombre, contra todos los hombres y su sucia maldad, contra sus
odios incansables, contra la locura de matar.
Pero la caldera cantaba sobre la
estufa. Volvió a servir té a Balducci y vaciló en servirle de nuevo al árabe,
que lo bebió una segunda vez ávidamente. Los brazos levantados le entreabrieron
un poco la djellabah y e] maestro
pudo apreciar su pecho flaco y musculoso.
—Gracias, pequeño —dijo
Balducci—. Y ahora me voy.
Se levantó y se dirigió hacia el
árabe, sacando del bolsillo una pequeña cuerda.
—¿Qué haces? —preguntó secamente Daru.
Balducci, cohibido, le mostró la
cuerda.
—No vale la pena.
El viejo gendarme vaciló.
—Como quieras. Por supuesto que
estás armado, ¿no?
—Tengo mi fusil de caza.
—¿Dónde?
—En el baúl.
—Deberías tenerlo cerca de la
cama.
—¿Por qué? No tengo nada que temer.
—Estás loco —dijo—. Si ellos se
levantan, nadie estará seguro. Todos estamos dentro de la misma bolsa.
—Me defenderé. Tengo tiempo de
verlos llegar.
Balducci se puso a reír. Luego el
bigote le cubrió de pronto los dientes aún blancos.
—¿Que tienes tiempo? Vamos. Es lo
que yo decía. Siempre fuiste un poco atolondrado. Por eso te quiero tanto; mi
hijo también era así.
Y al decir esto sacó su revólver
y lo dejó sobre el escritorio.
—Guárdalo. No tengo necesidad de
dos armas desde aquí hasta El Ameur.
El revólver resplandecía sobre la
pintura negra del escritorio. Cuando el gendarme se volvió hacia Daru, éste
sintió su olor do cuero y de caballo.
—Escucha, Balducci —dijo
repentinamente Daru—. Todo esto me fastidia, y sobre todo este tipo. Pero no lo
entregaré. Lucharé, si es necesario, pero esto no.
El viejo gendarme se quedó
mirándolo con severidad.
—No hagas tonterías —dijo
lentamente—. A mí tampoco me gusta todo esto. A pesar de los años uno no se
acostumbra a atar con una cuerda a un hombre. Sí, y hasta se avergüenza uno;
pero no es posible dejarlos hacer lo que quieran.
—No lo entregaré —repitió Daru.
—Te repito que es una orden,
hijo.
—Eso es, repíteles lo que te
dije: no lo entregaré.
Balducci estaba haciendo un
visible esfuerzo de reflexión. Contemplaba al árabe y a Daru. Por fin se
decidió.
—No, no les diré nada. Si quieres
fallarnos, allá tú. No te denunciaré. Tengo la orden de entregarte al
prisionero: lo hago. Ahora vas a firmarme el papel.
—¿Para qué? No negaré que me lo
has dejado.
—No te pongas así conmigo. Sé que
dirás la verdad; tú eres de aquí, eres un hombre. Pero tienes que firmar. Esa
es la regla.
Daru abrió el cajón del
escritorio, sacó un frasquito de tinta violeta, el lapicero de madera roja con
la pluma Sargento Mayor que le servía
para trazar los modelos caligráficos, y firmó. El gendarme dobló cuidadosamente
el papel y se lo guardó en la cartera. Luego se dirigió a la puerta.
—Voy a acompañarte —dijo Daru.
—No —respondió Balducci—, no vale
la pena que seas cortés. Me has ofendido.
Miró al árabe que permanecía
inmóvil en el mismo lugar, resopló con aire de fastidio y se volvió hacia la
puerta.
—Adiós, hijo —saludó.
La puerta se cerró detrás de él.
Balducci surgió frente a la ventana y luego desapareció. La nieve ahogaba sus
pasos. El caballo so agitó detrás del tabique y las gallinas se inquietaron. Un
instante después, Balducci volvió a pasar frente a la ventana, llevando al
caballo de la brida. Avanzó hacia la pendiente sin volverse. Desapareció
primero y luego el caballo lo siguió. Se oyó que una gran piedra rodaba
blandamente. Daru se llegó hasta el prisionero, que no se había movido, pero
que no le quitaba el ojo de encima.
—Espera —dijo el maestro en
árabe. Y se fue a su cuarto. En el momento de trasponer el umbral, dio un
respingo, se acercó al escritorio, tomó el revólver y se lo metió en el
bolsillo. Luego, sin volverse, entró en su cuarto.
Permaneció largo rato tendido
sobre el diván, mirando como el cielo se cerraba poco a poco, escuchando el
silencio. Era ese silencio lo que le había parecido penoso los primeros días de
su llegada, después de la guerra. Había pedido un puesto en la pequeña ciudad
situada al pie de la cadena de montes que separa del desierto las altas
mesetas. Allá, montañas rocosas, verdes y negras al norte, rosadas o de color
malva al sur, marcaban la frontera del eterno verano. Lo habían nombrado para
un puesto más al norte, en la meseta misma. Al comienzo, la soledad y el
silencio le habían resultado duros en aquellas tierras ingratas, habitadas tan
sólo por piedras. A veces, algunos surcos hacían creer en el cultivo de la
tierra, pero las habían excavado sólo para extraer cierta clase de piedras
aptas para la construcción. El único trabajo allí era recoger guijarros. Otras
veces se raspaban algunas virutas de tierra acumuladas en hoyos, con las cuales
se engordaban las de los magros jardines de los pueblos. Únicamente la piedra
cubría las tres cuartas partes del país. Y allí nacían ciudades, que
resplandecían para luego desaparecer; y los hombres pasaban, se amaban o se
mordían en la garganta; luego morían. En aquel desierto, nadie, ni él ni su
huésped eran nada. Y sin embargo fuera de ese desierto ni uno ni otro, Daru lo
sabía, hubieran podido vivir realmente.
Cuando se levantó, no le llegó
ningún ruido del aula. Se asombró de la franca alegría que lo invadió al solo
pensamiento de que el árabe hubiera podido huir y que él iba a encontrarse otra
vez solo sin tener nada que decidir. Pero el preso estaba allí. Únicamente que
se había acostado cuan largo era, entre la estufa y el escritorio. Con los ojos
abiertos, contemplaba el cielo raso. En esa posición se le veían sobre todo los
labios abultados, que le daban un aire mohino.
—Ven —dijo Daru. El árabe se
levantó y lo siguió. En su pieza, el maestro le señaló una silla que estaba
bajo la mesa y junto a la ventana. El árabe se sentó sin dejar de mirar a Daru.
—¿Tienes hambre?
—Sí —dijo el prisionero.
Daru puso dos cubiertos. Tomó
harina y aceite, amasó un bollo en una vasija y encendió el hornillo. Mientras
el bollo se cocía, salió para tomar de debajo del tejadillo, queso, huevos,
dátiles y leche condensada. Cuando el bollo estuvo a punto, lo puso a enfriar
en el borde de la ventana, hizo calentar leche condensada con agua y por fin
batió los huevos para una tortilla. En uno de los movimientos chocó con el
revólver que tenía guardado en el bolsillo derecho. Dejó el plato sobre la
mesa, se fue al aula y metió el revólver en el cajón del escritorio. Cuando
volvió a su pieza, caía la noche. Encenció la luz y sirvió al árabe.
—Come —le dijo. El otro tomó un
trozo del bollo, se lo llevó vivamente a la boca y luego se detuvo.
—¿Y tú? —preguntó.
—Después. Yo también comeré.
Los gruesos labios se
entreabrieron un poco. El árabe vaciló. Por fin mordió resueltamente el bollo.
Una vez terminada la comida, el
árabe se puso a mirar al maestro.
—¿Eres tú el juez?
—No. Te cuido hasta mañana.
—¿Por qué comes conmigo?
—Tengo hambre.
El otro se quedó callado. Daru se
levantó y salió. Sacó del tejadillo un catre, lo extendió entre la mesa y la
estufa, perpendicularmente a su propia cama. De un baúl que, parado en un
rincón, servía de estanto para carpetas, sacó dos mantas que dispuso en el
catre. Luego se quedó sin hacer nada; se sentía ocioso; se sentó en la cama. No
tenía nada más que hacer ni que preparar. Había que mirar a aquel hombre. Lo
miró, pues, procurando imaginar aquel rostro convulsionado por el furor. No lo
consiguió. Sólo veía la mirada a la vez sombría y brillante y la boca animal.
—¿Por qué lo mataste? —le
preguntó con voz cuya hostilidad le sorprendió.
El árabe apartó la mirada.
—Quería salvarse. Corrí tras él.
Volvió a levantar los ojos hacia
Daru, que los vio llenos de una especie de interrogación desdichada.
—¿Qué van a hacerme ahora?
—¿Tienes miedo?
El otro se puso tieso, mientras
apartaba la mirada.
—¿Estás arrepentido?
El árabe lo miró con la boca
abierta. Evidentemente no lo comprendía. La irritación se adueñó de Daru. Al
mismo tiempo se sentía torpe e impedido, con su cuerpo robusto metido entre las
dos camas.
—Acuéstate allí —dijo con
impaciencia—. Ésta es tu cama.
El árabe no se movía. Llamó a
Daru:
—¡Dime!
El maestro lo miró
—¿Vendrá el gendarme mañana?
—No sé.
—¿Vienes tú con nosotros?
—No sé. ¿Por qué?
El prisionero se levantó y se
extendió entre las mantas, con los pies hacia la ventana. La luz de la
lamparilla eléctrica le caía rectamente en los ojos, que en seguida cerró.
—¿Por qué? —repitió Daru, de pie
frente a la cama.
El árabe abrió los ojos bajo la
luz enceguecedora y lo miró tratando de no pestañear.
—Ven con nosotros —le dijo.
A medianoche Daru no dormía. Se
había metido en la cama después de haberse desvestido del todo. Habitualmente
se acostaba desnudo; pero cuando se encontró sin ropa alguna en la pieza,
vaciló. Se sentía vulnerable. Tuvo la tentación de volver a vestirse. Luego, se
encogió de hombros. Ya se había visto en otras y, si era necesario, partiría en
dos pedazos al enemigo. Desde la cama podía observarlo; continuaba extendido,
de espaldas, siempre inmóvil y con los ojos cerrados bajo la luz violenta.
Cuando Daru la apagó, las tinieblas parecieron congelarse de golpe. Poco a poco
la noche volvió a hacerse viva en la ventana, a través de la cual el cielo sin
estrellas se agitaba dulcemente. El maestro distinguió muy pronto el cuerpo
extendido frente a él. El árabe no se movía, pero sus ojos parecían abiertos.
Un viento ligero soplaba alrededor de la escuela. Tal vez barrería las nubes y
volvería el sol.
Durante la noche el viento cobró
fuerza. Las gallinas se agitaron un poco, luego se callaron. El árabe se volvió
sobre un costado, dando la espalda a Daru y éste creyó oírlo gemir. Acechó
entonces su respiración, que se hizo más profunda y regular. Escuchaba ese
aliento tan próximo y pensaba, sin poder adormecerse. En la habitación donde
desde hacía un año dormía solo, aquella presencia lo molostaba. Pero lo
molestaba aún más porque le imponía una especie de fraternidad que él rechazaba
en las presentes circunstancias y que conocía bien: los hombres que comparten
las mismas piezas, soldados o prisioneros, establecen entre sí un extraño lazo,
como si, habiéndose quitado las armaduras con las ropas, se reunieran cada
noche, por encima de sus diferencias, en la vieja comunidad del sueño y del
cansancio. Pero Daru se sacudió. No le gustaban esas tonterías. Tenía que
dormir.
Sin embargo, poco más tarde,
cuando el árabe se movió imperceptiblemente, el maestro seguía despierto. Al
segundo movimiento del prisionero, se puso tieso, alerta. El árabe se levantaba
lentamente sobre los brazos, con movimiento casi de sonámbulo. Sentado ya en el
lecho, esperó inmóvil Sin volver la cabeza hacia Daru, como si estuviera
escuchando algo con toda atención. Daru permaneció inmóvil. En ese momento
pensó que el revólver había quedado en el cajón del escritorio. Sería mejor obrar
en seguida. No obstante, continuó observando al prisionero que, con el mismo
movimiento sigiloso, ponía los pies en el suelo, esperaba todavía un segundo y
comenzaba a levantarse lentamente. Daru iba a interpelarlo, cuando el árabo se
puso en marcha, esta vez con paso natural pero extraordinariamente silencioso.
Se dirigía a la puerta del fondo, que daba al tejadillo. Hizo girar el
picaporte con procaución y salió, empujando la puerta detrás de sí, sin
cerrarla del todo. Daru no se había movido. «Huye», se limitó a pensar. «Y
bien, me lo quito de encima». Sin embargo, se puso a escuchar. Las gallinas no
se alborotaban. Quería decir pues que el otro estaba en la meseta. Entonces le
llegó un débil ruido de agua, cuyo significado no comprendió sino en el momento
en que vio de Nuevo al árabe en la puerta, que volvió a cerrar con cuidado,
para acostarse luego sin ruido. Daru le volvió la ospalda y se durmió. Más
tarde aún le pareció oír, desde el fondo de su sueño, pasos furtivos alrededor
de la escuela. «Estoy soñando, estoy soñando», se repetía. Y dormía.
Cuando se despertó, el cielo
estaba despejado. Por la ventana mal cerrada entraba un aire frío y puro. El
árabe dormía, encogido ahora bajo las mantas, con la boca abierta, enteramente
abandonado. Pero cuando Daru lo sacudió, tuvo un sobresalto terrible. Miró a
Daru sin reconocerlo, con ojos de loco y una expresión tan asustada que el
maestro dio un paso atrás.
—No tengas miedo. Soy yo; vamos a
comer.
El árabe sacudió la cabeza y dijo
que sí. La calma le había vuelto al rostro, pero seguía con aquella expresión
ausente y distraída.
El café estaba preparado. Lo
bebieron sentados los dos en el catre y mordisqueando sus trozos de bollo.
Luego Daru llevó al árabe bajo el tejadillo y le mostró el grifo donde él se
lavaba. Vovió a la pieza, dobló las mantas y plegó el catre, hizo su propia
cama y puso orden en el cuarto. Salió entonces al terraplén, pasando por la
oscuela. El sol ya se elevaba en el cielo azul; una luz suave y viva inundaba
la meseta desierta. En algunos lugares de la cuesta, la nieve se derretía. Iban
a aparecer de nuevo las peñas. De cuclillas en el borde de la meseta, el
maestro contemplaba la extensión desierta. Pensaba en Balducci. Lo había
lastimado, lo había dejado ir de una manera como si él no quisiera estar dentro
de la misma bolsa. Todavía oía el adiós del viejo y, sin saber por qué se
sentía extrañamente vacío y vulnerable. En ese momento, del otro lado de la
escuela, el prisionero tosió. Daru lo oyó a pesar suyo; luego, furioso, arrojó un
guijarro que silbó en el aire antes de hundirse en la nieve. El crimen imbécil
de aquel hombre lo sublevaba; pero entregarlo era contrario al honor. Sólo
pensarlo lo volvía loco de humillación. Y maldecía al propio tiempo a los
suyos, que le mandaban a ese árabe y a éste, que se había atrevido a matar y no
había sabido huir. Daru se levantó, dio una vuelta por el terraplén, esperó un
rato inmóvil y luego entró en la escuela.
El árabe, inclinado sobre el piso
de cemento del tejadillo, se lavaba los dientes con dos dedos. Daru lo miró un
instante y luego dijo:
—Ven.
Entró en su habitación antes que
el prisionero. Se puso una chaqueta de caza, se calzó los zapatos de viaje.
Esperó de pie a que el árabe se pusiera su chèche
y sus sandalias. Pasaron al aula y el maestro señaló la salida a su compañero.
—Ven —dijo.
El árabe no se movió.
—Yo ya voy —agregó.
El árabe salió. Daru volvió a
entrar en su cuarto e hizo un paquete con bizcochos, dátiles y azúcar. En el
aula, antes de salir, se detuvo un segundo vacilando, frente al escritorio.
Luego traspuso el umbral de la escuela y aseguró la puerta.
—Por allí es —dijo. Tomó la
direción del este, seguido por el prisionero. Pero a corta distancia de la
escuela, le pareció oír un ligero ruido detrás de él. Volvió sobre sus pasos,
reconoció los alrededores de la casa: no había nadie. El árabe lo miraba con
aire de no comprender.
—Vamos —dijo Daru. Marcharon
durante una hora y luego se detuvieron para descansar, junto a una especie de
aguja calcárea. La nieve se derretía cada vez con mayor rapidez. El sol licuaba
las chardas Y limpiaba a toda prisa la meseta que, poco a poco, se secaba y
vibraba como el aire mismo. Cuando volvieron a emprender la marcha, el suelo
resonaba bajo sus pasos. De cuando en cuando un pájaro hendía el espacio con
grito alegre. Daru bebía con profundas aspiracionos la luz fresca. Una especie
de exaltación nacía en él frente al gran espacio familiar, ahora casi
enteramonte amarillo bajo su bóveda de cielo azul. Anduvieron todavía una hora
bajando hacia el sur. Llegaron a una especie de eminencia achatada hecha de
rocas friables. Desde ese punto la meseta bajaba al este hacia una llanura en
la que podían distinguirse algunos árboles escuálidos y, al sur, hacia montones
de rocas, que daban al paisaje un aspecto atormentado.
Daru inspeccionó en las dos
direcciones. En el horizonte no se veía más que el cielo. Ni un hombre se veía.
Se volvió hacia el árabe, que lo miraba sin comprender. Daru le tendió el
paquete.
—Toma —le dijo—. Son dátiles, pan
y azúcar. Puedes resistir dos días. Aquí tienes también mil francos.
El árabe tomó el paquete y el
dinero, pero continuaba con las manos cargadas a la altura del pecho, como si
no supiera qué hacer con lo que se le daba.
—Presta atención ahora —le dijo
el maestro mientras señalaba hacia el este—. Aquél es el camino de Tinguit.
Tienes dos horas de marcha. En Tinguit hay administración y policía. Te
esperan.
El árabe miraba hacia el este,
apretando siempre contra sí el paquete y el dinero. Daru letomó un brazo y,
bruscamente, le hizo dar un cuarto de vuelta para que quedara mirando hacia el
sur. Al pie de la altura en que se hallaban se adivinaba un camino apenas
dibujado.
—Ésa es la senda que atraviesa la
meseta. A un día de marcha de aquí estarás en los campos de pastoreo y te
encontrarás con los primeros nómadas. Ellos te recibirán y te brindarán asilo
según su ley.
El árabe se había vuelto ahora
hacia Daru y una especie de pánico le cubría el rostro.
—Escucha —dijo. Daru sacudió la
cabeza.
—No, cállate. Ahora te dejo.
Le volvió las espaldas, dio dos
grandes pasos en dirección a la escuela, miró con aire indeciso al árabe que
permanecía inmóvil y siguió su camino. Al cabo de pocos minutos no oyó más que
su propio paso, sonoro sobre la tierra fría. Y no volvió la cabeza. Con todo,
después de un momento, lo hizo. El árabe seguía allí, en el borde de la colina,
ahora con los brazos colgantes, y contemplaba al maestro. Daru sintió que se le
anudaba la garganta; pero lanzó un juramento de impaciencia, hizo una brusca
señal al árabe y tornó a ponerse en marcha. Estaba ya lejos cuando se detuvo de
nuevo y miró hacia atrás. En la colina ya no había nadie.
Daru vaciló. El sol estaba
bastante alto en el cielo y comenzaba a devorarle la frente. El maestro volvió
sobre sus pasos. Primero con ciertas vacilaciones; luego con decisión. Cuando
llegó a la colina estaba bañado de sudor. Trepó por ella con toda prisa y se
detuvo sofocado al llegar arriba. Los campos de rocas, al sur, se dibujaban
nítidamente en el cielo azul, pero sobre la llanura, al este, subía ya una ola
de calor. Y en medio de esa bruma ligera, Daru, con el corazón apretado,
descubrió al árabe que marchaba lentamente por el camino de la prisión.
Un poco más tarde, de pie frente
a la ventana del aula, el maestro miraba sin ver la joven luz que saltaba desde
las alturas del cielo, para dar en toda la superficie de la meseta. Detrás de
él, en el encerado negro, entre los meandros de los ríos franceses, se veía,
trazada con tiza por una mano torpe, la inscripción que él acababa de leer:
«Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás». Daru contempló el cielo, la
meseta y más allá de ella las tierras invisibles que se extendían hasta el mar.
En ese vasto pais, que tanto había amado, estaba solo.
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