domingo, 19 de marzo de 2017

Emil Cioran.- El ocaso del pensamiento capitulo cuarto

Cuando la aspiración a la nada alcance la intensidad del eros, ni el tiempo ni la eternidad te dirán ya nada. Ahora o siempre son elementos con los que se opera en el mundo, son puntos de referencia, convenciones de mortal. La eternidad nos parece un bien cuya conquista buscamos, el tiempo, un defecto del que nos excusamos en todo momento. ¿Qué significa todo esto para quien mira desde la ausencia absoluta y abre sus ojos a la perfección de un ninguna-parte? ¿Vislumbra en el puro encanto de la nada, en el panorama morbosamente vacío una mancha que roce algún infinito virgen?

  Tiempo y eternidad son formas de nuestra adherencia o inadherencia al mundo, pero no de nuestra renuncia total, que es una música sin sonidos, una aspiración sin deseo, una vida sin respiración y una muerte sin extinción.

  Cuando el ser se ha diluido hasta llegar a un punto límite, las palabras ahora, allí, aquí, nunca y siempre, pierden su sentido, porque ¿dónde puede uno encontrar un lugar o un momento cuando ya no conserva del mundo ni su recuerdo?

  Este «ninguna-parte» placentero (pero de un placer sin contenido) es un éxtasis formal de la irrealidad. Un estado de transparencia se convierte en nuestro ser y una rosa pensada por un ángel no sería más ligera y vaporosa que el vuelo hacia la perfección extática del no ser.

  La eternidad provoca la arrogancia de los mortales, una forma pretenciosa a través de la cual satisfacen un gusto pasajero por no-vida. Eternamente desilusionados de ésta se vuelven solidarios con sus propios fantasmas y vuelven a amar ese tiempo eterno que es la vida. ¿En qué se diferencia éste de la eternidad? En él vives, pues no es posible respirar más que en la embriaguez del infinito devenir, mientras que la eternidad es la lucidez del devenir.

  Cuando, en el curso de las cosas, nos asomamos a la infelicidad y nos rebelamos contra la borrachera de la existencia, el intento de evasión nos empuja a la negación del tiempo. Mientras, la eternidad nos obliga a una constante comparación con la temporalidad, cosa que no ocurre ya en la suspensión radical de la experiencia de la nada, la cual «es» la neutralidad tanto con relación al tiempo como a la eternidad, la neutralidad en relación con «cualquier cosa».

  La eternidad podría ser el escalón final del tiempo, como la nada, la sublimación última de la eternidad.

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  Es curioso que en cuanto adviertes que los seres son sombras, que todo es inútil, te alejas del mundo para encontrar el único sentido en la contemplación de la nada, cuando podías quedarte perfectamente en las sombras y en la nada de cada día. ¿De dónde viene la necesidad de superponer a la nada efectiva una nada suprema?

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  La eventualidad del paraíso me hace apurar todas las amarguras que hay bajo el sol… E incluso sin la probabilidad de esa perfección, ¿no es horroroso morir rodeado de amarguras, dejar tantas tristezas sin experimentar, terminar como un aficionado de la desdicha? Si te ha sobrevivido una sola tristeza, en vano mendigaste la liberación de la despiadada noche.

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  Hablar de eternidad y jactarse de ella supone una vitalidad del órgano temporal, un homenaje secreto al tiempo, el cual está presente a través de la negación. Saber que estás en la eternidad significa saber claramente la distancia que te separa de ella, no significa que no estás totalmente en su interior. Desde la perspectiva de una totalidad viva, de una existencia presente, la conciencia indica siempre una ausencia.

  Sólo viviendo sin intermediarios e ingenuamente en la eternidad se vence la energía del órgano temporal. La santidad (un inmediato de la eternidad) no se facta del camino realizado fuera del transcurso directo de las cosas, porque ella es eternidad. A lo sumo puede confesarse con el tiempo para aliviar el exceso de sustancia propia. Las confesiones de los santos nacen de la carga positiva de la eternidad. Sus libros caen en el tiempo como las estrellas del firmamento. Exceso de eternidad por una parte y por otra.

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  La pérdida de la ingenuidad da origen a una conciencia irónica, que no puedes reprimir ni siquiera en la proximidad de Dios. Te revuelcas en medio de una histeria tierna y dices a todo el mundo que vives… Y te creen.

  El devenir es una agonía sin desenlace, porque lo supremo no es una categoría del tiempo.

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  Los desiertos son los parques de Dios. Desde siempre Dios pasea su cansancio por ellos, y en ellos nuestros atormentados ímpetus se lamentan. La soledad es nuestro punto en común con El, pero también con el diablo. Desde el principio de los tiempos, rivalizan en estar solos; y nosotros hemos llegado tarde, incluso demasiado tarde, a una contienda fatal. Cuando se retiren de la arena, nos quedaremos solos en medio de la Soledad y los desiertos serán pequeños para dar sobre ellos un salto mortal.

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  La vulgaridad es una vía de purificación similar al éxtasis, a condición de que haya sufrimiento. El tormento en medio de las basuras, de la suciedad, el miedo en el suburbio, se convierten en focos de misticismo, y está más cerca del cielo quien se hunde espantado en una ciénaga que quien está mirando indiferente el cuadro de una virgen. La maldición es un acto religioso; la bondad, uno moral (¡sabemos de sobra que la moral no es más que el aspecto cívico de nuestra inclinación a lo Absoluto!).

  De la efervescencia de la podredumbre interior salen vapores que se elevan impetuosamente hacia la bóveda celeste. Si por ventura sientes la necesidad, tira un salivazo a los astros; así estarás más cerca de su grandeza que mirándolos con total dignidad y respeto. Una boñiga refleja el cielo más personalmente que el agua cristalina. Y hay en los ojos nublados unas manchas de cielo que rompen la monotonía azul de la inocencia.

  Lo que generalmente llamamos perfección constituye un espectáculo soso incluso por la ausencia del tormento de la vulgaridad. Las imágenes de perfección propuestas por los mortales despiertan una impresión de insuficiencia, de vida insatisfecha y fracasada. A los ángeles los retiraron de la circulación por este mismo motivo: no conocieron los sufrimientos de la degradación, los goces místicos de la putrefacción. Hay que cambiar la imagen ideal de la perfección, y la moral tiene que adueñarse de las ventajas de la descomposición para no quedarse reducida a una construcción hueca.

  La moral exige purificación. ¿Pero de qué? ¿Qué es exactamente lo que hay que eliminar? La vulgaridad, seguro. Pero sólo puede ser eliminada si se vive hasta el final, hasta la última humillación. Sólo después de haber agotado todas sus posibilidades de sufrimiento, puede hablarse de purificación. El mal muere únicamente cuando agota su vitalidad. Por eso el triunfo de la moral implica la dolorosa experiencia de la ciénaga: ahogarse en ella está más cargado de sentido que una purificación superficial. ¿No tiene la decadencia en sí misma más profundidad que la inocencia? Un hombre merece el calificativo de «moral» sólo en virtud de los títulos que le comprometen con su pasado.

  ¿Caer en la tentación no significa caer en la vida? ¡Déjanos, Señor, caer en la tentación y líbranos del bien!

  La oración de cada día tendría que ser una iniciación a la maldad y el padrenuestro debería rasgar el velo que la cubre para que, al mirarla a la cara, familiarizados con la perdición, seamos tentados por el Bien.

  La Moral se pierde por su falta de misterio. ¿No esconderá acaso el bien algún misterio?

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  El enfriamiento de las pasiones, la moderación de los instintos y la disolución del alma moderna han hecho que perdamos la costumbre de sentir el consuelo de la furia y han debilitado la vitalidad de nuestro pensamiento, de donde emana el arte de maldecir. Shakespeare y el Antiguo Testamento nos presentan a unos hombres frente a los cuales somos monos engreídos o recatadas damiselas, que no saben gritarle al cielo su dolor y su alegría, provocar a la naturaleza o a Dios. ¡A esto nos han conducido siglos de educación y de erudita majadería! En otros tiempos, los mortales gritaban, hoy se aburren. La explosión cósmica de la conciencia ha sido sustituida por la intimidad. ¡Aguanta y revienta! Esta es la divisa que distingue al hombre moderno. La distinción es la superstición de un género corrupto. Pero la tensión espiritual exige un determinado nivel de barbarie, sin esta tensión los engranajes del pensamiento se resienten, un estado volcánico que sólo puede calmarse por medio de cobardías aceptadas. Una idea que arrolla con el ímpetu de un himno, con la magia del delirio o de la fatalidad, tal como sucede en la incandescencia de las maldiciones, esas lenguas de fuego del espíritu.

  Los modernos son tibios, muy tibios. ¿No habrá sonado la hora para que nuestra alma aprenda a amar y a odiar, con toda la dimensión de la naturaleza? La maldición es una provocación desmesurada, y su fuerza aumenta conforme se dirige hacia lo inconmensurable. Ese es su objetivo final. Una vez que las palabras han puesto contra la pared a un individuo, a un pueblo o a la naturaleza, sólo queda la furia contra el cielo.

  La imprecación es una adhesión a la vida bajo la apariencia de destrucción; un falso nihilismo. Porque sólo se puede tronar y fulminar desde lo absoluto de un valor. Job amaba la vida con una pasión enferma, y el rey Lear se apoyaba en el orgullo como si fuera una deidad. Todos los profetas del Antiguo Testamento se enfurecen en nombre de algo, en nombre del pueblo o en el de Dios. Y en nombre de la nada pueden lanzarse maldiciones si nos adherimos a ella dogmáticamente. Un estallido despiadado e incendiario, un absoluto en tono directo, un torrente de destrucción apoyado en una certeza, confesada o no. Que en el envés de la desesperación se esconda una fe o el titanismo del yo poco importa a la furia de la maldición como tal. El nivel del alma, el grado de la pasión de un ser, he ahí el todo. Porque en sí, la maldición no es más que un dogmatismo lírico.

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  ¡Reafirmarse en la delicia de morir diariamente en sí mismo, compartir con otro la carga de la existencia, tener un compañero para las decepciones! La mujer comercializa lo incomprensible, con el matrimonio vendemos porciones de soledad y maldecir la existencia se convierte en mercancía. El temor a ser amado es fuente de infelicidad amorosa, el placer de la soledad se sobrepone a los abrazos. La mujer no se va de buen grado, sino que siente muy bien la mancha de lucidez sobre el engaño del desmayo reciproco. Lo cierto es que nunca comprenderá cómo una persona puede ser practicante de la infelicidad ni de qué modo su presencia deteriora la perfección del aislamiento. Sin embargo, tiene que irse, irse. Y una vez se ha ido caemos en la cuenta del gran error que es la vida, con ella y sin ella.

  ¡Si se pudiera morir para el mundo a la sombra de la mujer, si su perfume fuera una emanación de la melancolía para adormecer un corazón arrancado de la tierra…!

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  Hay desapegos del mundo que súbitamente nos invaden como un soplo mortal, y cuando eso sucede, los sabios se nos antojan pobres ardillas; y los santos, profesores fracasados.

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  La clave para lo inexplicable de nuestro destino es la sed de infelicidad, profunda y misteriosa, y más duradera que el deseo juguetón de felicidad. Si este deseo predominase, ¿cómo explicaríamos el vertiginoso alejamiento del paraíso y la tragedia como una condición natural? La Historia en su totalidad es una prueba clarísima de que el hombre no sólo no ha huido del sufrimiento, sino que ha inventado unas redes de donde nunca pueda escapar a su hechizo. Si no hubiera amado el dolor, no habría tenido necesidad del infierno, utopía del sufrimiento. Y si a veces ha preferido con más ardor el paraíso, ha sido por lo que tiene de fantástico, por su garantía de irrealizable: una utopía estética. No obstante, «los acontecimientos» de la Historia nos muestran claramente qué es lo que el hombre ha tomado en serio…

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  Hace mucho que ya no vivo en la muerte, sino en su poesía. Te fundes en un flujo mortal y te cobijas, soñador, en una delicada agonía, embrujado por fúnebres aromas. Y es que la muerte es como un aceite que rezuma por el espacio invisible de nuestra renuncia al mundo y nos envuelve con el placenteramente doloroso aplazamiento de la extinción, para sugerirnos que la vida es un final virtual y el devenir potencialidad infinita del fin.

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  Sufrir es la manera de estar activo sin hacer nada.

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  Uno no puede preguntarse correctamente qué es la vida, sino qué no es.

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  El deseo de la muerte comienza como una oscura secreción del organismo y termina con un desvanecimiento poético. El placentero apagarse de cada día es un adormecimiento de la sangre. Y ese adormecimiento es la tristeza misma.

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  Solamente después de haber sufrido por todas las cosas, se tiene el derecho a burlarse de ellas. ¿Cómo va a pisotearse lo que no ha sido un sufrimiento? (El sentido de la ironía universal.)

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  La inclinación por la soledad sólo halla su realización más plena en el abrumador deseo de la muerte que, al crecer más allá de nuestra resistencia y por nuestra imposibilidad de morir, se convierte, por reacción, en una revelación de la vida.

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  ¿Cómo podría olvidar que soy cuando el deseo excesivo de la muerte me desliga de ella?

  Descubriré la vida en su plenitud cuando empiece a pensar contra mí, cuando ya nunca esté presente en pensamiento alguno…

  Al principio consideramos la muerte como una realidad metafísica. Después, cuando la hemos saboreado, cuando nos ha hecho temblar y sentir todo su peso, la sustituimos por un sentimiento. Hablamos entonces de miedo, de angustia y de agonía, y no de muerte. Así se produce el tránsito de la metafísica a la psicología.

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  La luz me parece cada vez más extraña y más lejana; la miro y me estremezco. ¿Qué ando buscando en ella cuando la noche es una aurora de pensamientos?

  … Pero mirad, mirad la luz: cómo se resquebraja y cae hecha añicos siempre que las tristezas nos doblegan. Sólo la ruina del día nos ayudará a elevar la vida al rango de sueño.

  ¿Será la dulzura de la muerte algo distinto a una irrealidad en grado sumo? ¿Y no será la inclinación a la poesía una fusión en lo fantasmagórico?

  Es tanto el placer musical que hay en el anhelo de la muerte que desearías la inmortalidad con el único objeto de no interrumpirlo. O, si encontraras una tumba en la que siguieras gozando del placer musical, ¡querrías morir interminablemente del deseo de morir! Pues ningún crepúsculo marino ni melodía terrestre alguna pueden sustituir la progresión difusa y la poesía evanescente del acto de morir.

  En ninguna otra parte mejor que en las viejas camas de los hoteles provincianos o en la brumosa atmósfera de los bulevares, te encuentras sometido al vaivén de la extinción y más dispuesto a gozar de un momento final.

  Es por medio de la muerte como el hombre se vuelve contemporáneo consigo mismo.

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  Para no aburrirte has de ser o santo o un animal. De esta suerte, la vacuidad esencial de la conciencia define el sino del hombre. El aburrimiento es una especie de equilibrio inestable entre el vacío del corazón y el del mundo, una equivalencia del vacío, que significaría inmovilidad si no fuera por la presencia secreta del deseo. La iluminación y el embrutecimiento (la una por exceso y el otro por defecto) se sitúan fuera del sino del hombre y, por ello, fuera del alcance del aburrimiento. Sin embargo, ¿podemos estar lo suficientemente seguros de que los santos no se aburren con Dios y de que los animales (tal y como los delata su mirada vacua) no sienten su supina ignorancia?

  El hombre no puede ir arrastrándose toda su vida en el hastío, aunque éste no sea una enfermedad sino una ausencia de intensidad. El vacío consecutivo a un dolor o el frío recuerdo de una desdicha; el discurrir del silencio al que no podemos proyectar un contenido; la insensibilidad erótica y el pesar por no vencerla, son estados que constituyen la degradación de la conciencia y que suceden a intensas emociones que ya no podemos experimentar. No te duele nada pero preferirías un dolor preciso antes que lo indefinible de la angustia. La enfermedad misma es un contenido (y sustancial) comparado con la indiferencia agobiante y difusa del hastío, en el que te encuentras bien, aunque preferirías el mal de una enfermedad concreta. Nos quejamos de cualquier dolor por su precisión. La enfermedad es ocupación; el hastío no. Por eso se parece a una liberación de la que querríamos escapar.

  Esta es la paradoja del hastío: que es una ausencia y que no podemos sustraernos a ella. Comparado con la enfermedad, es una salud insoportable, irritante, un bien sordo y monótono que sólo es grave por lo indeterminable e infinitamente vulgar de su carácter. Un restablecimiento que no se termina nunca… ¿El hastío? Una convalecencia incurable.

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  La vida, en su aspecto positivo, es una categoría de lo posible, una caída en el futuro. Cuantas más ventanas abras hacia el futuro más cosas podrás realizar. Por el contrario, la desesperanza es la negación de lo posible y, por ende, de la vida. Es más: es una intensidad absoluta perpendicular a la Nada.

  Una cosa es positiva cuando tiene relación interna con el futuro, cuando tiende hacia él. La vida se cumple porque tiende a una plenitud temporal. La desesperanza se desarrolla en sí misma y su intensidad es una posibilidad sin futuro, una negación, un callejón sin salida en llamas. Pero cuando se ha llegado a abrir ventanas a la desesperación, entonces la vida (invadida por sí misma) parece una gracia liberada y un hervidero de sonrisas.

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  «Las raposas tienen guaridas, y las aves del cielo nidos, mas el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lucas, 9, 58). Esta confesión de Jesús, que supera la soledad de Getsemaní, me acerca a El más que todas las pruebas de amor que le han asegurado un crédito casi eterno entre los mortales. Cuanto más te diferencias de los hombres, menos sitio tienes en el mundo para que el camino a lo divino te separe de la soledad. El último de los pordioseros es un potentado si lo comparamos con Jesús vagando por la Tierra. Los hombres lo crucificaron incluso para buscarle un lugar también a él, para atarlo de alguna manera al espacio. Pero ellos no observaron que en la cruz la cabeza descansa en dirección al cielo o, en todo caso, más al cielo que a la tierra. ¿Y qué es la Resurrección sino la prueba de que un Dios, aun muerto, no puede descansar en el mundo y, como él, cualquier hombre que no sea ya hombre?

  Una losa cubrió durante tres días el insomnio de Jesús. Ya que no me puedo imaginar un Dios muerto que no mire su muerte.

  Sólo para quienes han dormido su vida, la muerte puede equivaler al sueño. Los otros, afectados de insomnio, ¡sobrevivirán despiertos a sus cenizas o a su esqueleto burlón! Cuando el conocimiento haya traspasado todas las fibras, entonces nada podrá hacerte creer que alguna vez dejaste de estar consciente. Morir parece algo explicable, ¿pero cómo creer que se deja de saber y de conocerse? Sería como creer que no reposaremos la cabeza nunca ni en ninguna parte…

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  ¿Será por ventura el deseo de soledad algo distinto a un camuflaje poético del egoísmo?

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  El mundo puede existir solamente para los que no lo han visto. Los otros han perdido la vista ante tanta apariencia y una pobre realidad les ha herido los ojos. El espacio ofrecido por los sueños carece de horizonte y, de esta forma, se extiende generosamente a quienes miran con humildad.

  ¡Cómo pierde el mundo sus límites ante la percepción del ocaso!

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  Si yo fuera Dios, haría de mí cualquier cosa excepto un hombre. ¡Qué grande sería Jesús si hubiera sido más misántropo!

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  Comparada con la materia, la vida representa un exceso de intensidad. Igual sucede con la enfermedad comparada con la vida, aunque en este caso nos hallamos en presencia de una intensidad negativa.

  Cuando se está enfermo, la naturaleza obliga al conocimiento; aun sin querer, sabemos. Todo se nos revela de forma indiscreta, ya que los misterios han perdido su pudor en esa ciencia involuntaria que es la enfermedad.

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  Como no podemos vivir la vida en frío, ¿encontraremos la lumbre que encienda la razón? Las esperanzas brotan del incendio de la lucidez.

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  Pregunta frente al pasado: ¿Para qué me sirve un «acontecimiento»? La historia universal sólo existe como medio de autointerpretación. Los sucesos que no me han descubierto a mí mismo, ¿han existido alguna vez? En lo que atañe al pasado, tenemos que ser más subjetivos, más que frente al presente.

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  La soledad es una exasperación ontológica de nuestro ser. Se es más de lo necesario. Y el mundo, menos.

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  La verdad es un error exiliado en la eternidad.

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  El hombre se afana por ser al menos un error como Dios es una verdad. Los dos siguen una vía que ofrece pocas esperanzas y oportunidades. Es cierto que Dios está en camino desde la eternidad y se busca a sí mismo desde los inicios, mientras que el vagar humano es más reciente. Si podemos ser más indulgentes con el hombre, ¿encontraremos aún argumentos en favor de Dios, que no es más que una síntesis de nuestras excusas? Todos lo hemos definido por la ausencia, le hemos permitido la existencia cuantas veces ha sido necesario, hemos perdonado sus incumplimientos hasta la cobardía. Nosotros nos ahogaremos en el error, ¡pero un Dios que no dispone más que de un fragmento de verdad…! Estad seguros de que si la hubiera descubierto, hace mucho que nos la habría pregonado a los cuatro vientos.

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  Un pensamiento que no conmueva a un leproso, ¿tiene alguna relación con la soledad? Y un libro que no pueda dedicarse al recuerdo de Job…

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  … Quisiera que, a mi muerte, fantasmas de ángeles caídos entonaran plañideros cánticos con fragmentos de melodías recopiladas en mi corazón, un corazón afinado desde su nacimiento para acompasar su coro.

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  Tanto el exceso como el defecto de vida me producen un escalofrío de irrealidad. Un mar muerto y otro furioso están, en igual medida, faltos de ritmo. Y como no puedo marchar al mismo paso que la vida, sus aguas, ya sea porque se retiran o porque me cubren, me lanzan a una orilla donde todo fue.

  El placer de alejarse de la existencia, del desorden interior, de escapar de un salto cuando el ser está siendo presa de la soberbia de un torbellino violento… Quien no se mece en un espacio huero con la esperanza de la venganza, quien no goza en el vacío con la seducción de una plenitud futura, ése no sabe mortificarse positivamente, no sabe aprovechar convenientemente el exceso de futilidad de la vitalidad.

  Los psicólogos, que se dedican al alma ajena porque ellos mismos no tienen bastante alma, se inclinan por lo irreal sólo a causa de nuestras limitaciones. Ellos no saben de qué modo la ausencia puede surgir de una sensación de barbarie. Ni cómo se mezclan la anemia y la barbarie en el panorama de irrealidad de la vida. Pues, en efecto, ¿para qué sirve que les hablemos de una sangre sin ritmo, cuya función en las venas sea recordarnos a un mar sin olas y a un mar que sea todo olas?

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  La vida nunca me ha parecido digna de vivirse. Unas veces merece mucho la pena; y otras, muy poco. En ambos casos es insoportable. El suicidio por amor a la vida no es menos injustificado que el suicidio normal y corriente. Es incluso más natural… El paraíso es un estado de suicidio continuo como también lo es el infierno. Entre ellos se interpone el estado de no-suicidio llamado ser.

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  Si por concesión del cielo se me permitiera hablar con un mortal de otro siglo, elegiría a Lázaro el resucitado. Seguro que él me ayudaría a comprender el miedo retrospectivo, el sentimiento de haber estado muerto, de haber nacido de la muerte e ir hacia otra cosa…, de estar expuesto a algo absolutamente indefinido porque el nacimiento deriva de lo inevitable de la muerte. Lázaro podría decirme cómo se puede morir cuando ya no se camina hacia la muerte, cómo se puede escapar de esta infinita Resurrección.

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  El pensar que la vida podría haber sido algo distinto a una floración demoníaca, que lleve hacia algo, en un sentido distinto a su inútil transcurso, me parece tan agobiante y sin valor que su confirmación me produciría una herida incurable. Entonces, todas las cosas inacabadas y toda pereza que el cinismo excusa, se abalanzarían sobre nuestro terror petrificado. Podemos considerarnos fracasados sólo si la vida tiene sentido. Porque solamente en ese caso todo lo que no hemos llevado a la práctica constituye una caída o un pecado. En un mundo que tenga sentido fuera de sí mismo, en un mundo que tienda hacia algo, nos vemos obligados a ser hasta nuestros límites.

  Si se encontrara a un mortal que me probara la presencia de un sentido absoluto, que me demostrara una ética inmanente al devenir, me volvería loco de remordimientos y desesperación. Cuando se ha malgastado la vida consolándose durante su inútil transcurso con los engaños del devenir, cuando, en apariencia, se ha sufrido cruelmente, lo Absoluto nos hace enfermar. Decididamente, la vida no puede tener sentido alguno. O, si lo tiene, será menester que lo esconda si quiere tenernos en su seno todavía.

  Quien ame la libertad, por poco que sea, no puede de buen grado marchar uncido en un sentido único. Aun cuando se trate del sentido del mundo.

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  La nostalgia del mar precede y sigue a la introspección.

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  Toda lucidez es la consecuencia de una pérdida.

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  Nuestro modo de concebir las cosas depende de tantos condicionantes externos que podría escribirse la geografía de cada pensamiento. Comenzaríamos por el matiz del cielo y terminaríamos por la posición de una silla. Los arrabales del pensamiento tienen también su propio sentido.

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  Pascal, pero sobre todo Nietzsche, dan la impresión de ser reporteros de la eternidad.

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  Cuando te has sumergido cruelmente en las profundidades de la existencia y, a base de miradas subterráneas, las has despojado de sus riquezas, te sientes orgulloso y altanero en los vaivenes de la nada. ¿Pero qué te pasa para que, repentinamente, en medio de ese desenfreno metafísico te detengas como fulminado por lo que existe en sí mismo? ¿Son ocultas resistencias de la sangre, pasiones que irrumpen en el conocimiento o los instintos que asedian al espíritu? En nosotros hay algo que rechaza la nada cuando la razón nos muestra que todo es nada. ¿Será ese algo el todo? Es muy posible desde el momento en que vivimos por él.

  Los santos, los locos y los suicidas parecen haber vencido a ese algo, a lo inexplicable esencial y escondido que sirve de resistencia frente a la postrera soberbia del espíritu. A nosotros, a los demás, a los fracasados de lo absoluto, la vida nos acecha cuando nos creemos más lejos de ella. Y si nos sale al encuentro cuando la habíamos olvidado, adivinamos por sus murmullos que lo absoluto no es más que la Nada como último escalón del conocimiento. Y entonces retrocedemos… Para el espíritu la vida sólo es un batirse en retirada.

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  La nostalgia de lo infinito, muy imprecisa, cobra forma y perfil en el deseo de la muerte. Buscamos precisión hasta en la languidez soñadora o en el desfallecimiento poético. En cualquier caso, la muerte introduce un determinado orden en lo infinito. ¿No es ésa su única dirección?

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  El único argumento que cabe contra el suicidio es el siguiente: no es natural poner fin a tus días antes de haberte demostrado hasta dónde puedes llegar, en qué medida puedes realizarte. Aunque los suicidas creen en su precocidad, consuman, sin embargo, un acto antes de haber alcanzado una madurez efectiva, antes de estar maduros para una extinción aceptada. El que un hombre quiera acabar con su vida es fácil de entender. ¿Pero por qué no elegir el punto culminante, el momento más favorable de su desarrollo? Los suicidios son horribles por el hecho de que no se llevan a cabo a su debido tiempo, porque tronchan un destino en lugar de coronarlo. Un final tiene que cultivarse como si fuera un huerto. Para los antiguos el suicidio era una pedagogía; el fin brotaba y florecía en ellos. Y cuando se extinguían por su propia voluntad, la muerte era un final sin crepúsculo.

  A los modernos les falta la cultura interior del suicidio, la estética del fin. Ninguno muere como debería y todos se extinguen por obra del azar: neófitos en el suicidio, unos amargados de la muerte. Si supieran acabar a tiempo, no se nos encogería el corazón al enterarnos de tantos y tantos «actos desesperados» y no llamaríamos «desgraciado» a un hombre que santifica su propia realización. La falta de eje de los modernos en ninguna otra parte sorprende más que en su alejamiento interior frente al suicidio cuidado y meditado, al suicidio como horror al fracaso, al embrutecimiento y a la vejez, al suicidio como homenaje a la fuerza, a la belleza y al heroísmo.

  *

  Siempre que resisto las tentaciones premonitorias de éxtasis me siento objeto. Parece que se me hubiera helado la luz en el cerebro… y que el tiempo hubiera irrumpido en un corazón muerto.

  Miro las piedras y envidio sus palpitaciones. ¿Captarán ellas alguna vez que me ofrezco para su descanso? ¿Y querrán la rocas ahogarse en el silencio de la sangre?

  … Uno se vuelve así objeto depravado por la insensibilidad en el que la naturaleza contempla su última inmovilidad.

  ¿Ha despertado tu petrificación los celos de las piedras? ¿Has visto cómo se les marcan las venas a los glaciares?

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  Yo no pienso en la muerte sino que es ella la que piensa en sí misma. Todo cuanto en ella es posibilidad de vida respira a través de mí, y yo sólo existo a través del tiempo de que es capaz su eternidad. Puesto que ella se defiende de su propio absoluto, rechaza la grandeza y desciende por su propia voluntad a una degradación temporal, entonces yo soy. Incluso en la muerte busco la vida y mi papel no es otro que descubrirla en todo lo que ella no es. Si la carroña divina aún estuviera viva, hace mucho que yo descansaría en sus brazos. Pero Dios ha prestado muy pocas cosas a la vida para que yo tenga algo que buscar en su desierto.

  No se puede vivir ya si no es acechando la vida por dondequiera que se encuentre fuera de sus dominios, para salvarla de convertirse en algo ajeno. De esa forma te exilias en la muerte para gozar de la vida en su inútil caminar.

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  Lo que le falta a la salud es lo infinito. Por eso los hombres han renunciado a ella.

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  En los abrazos la sensación de felicidad y de infelicidad te hace sufrir de un agotamiento equívoco que te lleva a desear que te pulverice un rayo. De los labios emana una dulzura mortal que inunda los límites de la existencia y te sumerge en una desesperación por el paraíso. Nunca la muerte parece más envolvente que en las proximidades de la infinitud erótica. Amar equivale a ahogarse, a sumergirse en el ser y en el no-ser. Y es que todo goce implica una realización y una extinción. Pero cuando se ama, uno puede imaginarse que la autodestrucción es el fundamento de la fecundidad. Sin la mujer —música extraviada en la carne— la vida sería un suicidio automático. Porque, la verdad, sin ella ¿en qué moriríamos? ¿Dónde descubriríamos muertes más perfumadas, dónde unos crepúsculos más floridos, dónde temblaríamos al sepultarnos?

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  Si los hombres fueran por ahí desnudos, obtendrían más fácilmente la seguridad física de la muerte. Las ropas se interponen entre nosotros y nuestros objetivos, creando una ilusión de poder y de independencia. Pero cuando uno pasa desnudo frente a un espejo, se encuentra abocado a la destrucción porque el cuerpo es un yacimiento de vanidad donde enmohece el pensamiento de la inmortalidad.

  Tras varios milenios de civilización, si los hombres empezaran a ir desnudos y, junto a la ropa, arrojaran las ilusiones realizadas, todos se volverían metafísicos.

  Sólo cuando te ves desnudo te acuerdas de que existes y de que eres mortal. La vestimenta nos confiere una superioridad artificial sobre el tiempo. ¿Cómo va uno a ser mortal con un sombrero en la cabeza y una corbata al cuello? Las ropas han creado más ilusiones que las religiones.

  *

  Parece que miles y miles de vidas desconocidas se suicidaran en mi interior y que con sus suspiros se formara un éxtasis final, que yo no fuera sino una bóveda sobre infinitos finales… ¡Ojalá pudiera diseminarme en partículas de sufrimiento, romperme en fragmentos y no estar ya en ninguna parte, sobre todo, en mí! Como en un delirio de ausencia, suprimirme de todo y extinguirme, centrífugo a mí mismo.

  *

  El hombre es el camino más corto entre la vida y la muerte.

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