domingo, 19 de marzo de 2017

Emil Cioran.- El ocaso del pensamiento capitulo noveno

¿Qué es un artista? Un hombre que todo lo sabe sin saberlo. ¿Y un filósofo? Un hombre que no sabe nada pero que se da cuenta.

  En el arte todo es posible; en la filosofía… Porque ésta no es más que la deficiencia del instinto creador en beneficio de la reflexión.

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  No-filosofía: las ideas se sofocan de sentimiento.

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  Las enfermedades son indiscreciones de eternidad de la carne.

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  Siempre que el vértigo me tienta, me parece que los ángeles se han arrancado las alas en el firmamento para expulsarme del mundo.

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  ¿Qué herida se me ha abierto como una primavera negra y verdea mis sentidos con fúnebres capullos? ¿Qué ángel y con qué armas ha ensangrentado mi savia? ¿Me habrá devuelto Dios mis maldiciones?

  Cualquier injuria que se Le dirija se vuelve contra el que la dijo. Pues, al destruirlo, te siegas la hierba bajo los pies. Al sacudir el firmamento, sacudes tu propia firmeza.

  El odio contra Dios arranca de la repugnancia de uno mismo. Se le mata para enmascarar la propia caída.

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  El sentido del hombre es asumir el sufrimiento de Dios. Por lo menos, desde el cristianismo en adelante.

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  Es religioso quien puede prescindir de la fe pero no de Dios.

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  ¿Por qué no se extienden las manos de los mortales hacia la oración para apoyar en ellas mi diabólica tristeza y mi miedo asesino? ¿Y por qué las piedras no suspiran mi pavor y mi extenuación hacia un cielo petrificado por su propia ausencia? Y tú, Naturaleza, ¿qué otros llantos estás esperando que no te rebelas con plegarias y maldiciones? Y vosotros, objetos sin alma, ¿por qué no clamáis contra el sino hostil del alma? ¿O es que queréis que el cielo muera precipitándose sobre vosotros, sobre vosotros que no conocéis el miedo de volverse objeto? ¡Y ninguna roca vuela hasta la bóveda celeste para mendigar misericordia!

  Antiguamente las cosas rezaban por los mortales y los mares montaban en cólera por un alma. Hoy todas las cosas mueren y las estrellas ya no caen en los mares ni los mares se abalanzan sobre las estrellas. Sólo el alma eleva todavía su agonía hacia extensiones vencidas y hacia los remedios de la muerte.

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  En el estadio último del miedo, te entran ganas de pedir excusas a los viandantes, a los árboles, a las casas, a las aguas, a todo lo que ha muerto y que no ha muerto.

  La última separación, el último beso que se da a este universo, más muerto que un muerto amado.

  ¿Me disculpará alguien por haber sido? ¡Ojalá tuviera unas rodillas como los Alpes para pedir perdón a los hombres y a los horizontes!

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  Quien no ha tenido la sensación de que todo el mundo tendría que matarse por él y de que él tendría que matarse por todo el mundo, ése no ha vivido nunca.

  El heroísmo consiste en querer morir, pero también en querer vivir cuando cada día agobia más que una eternidad. Quien no haya sufrido lo insoportable de la vida no ha vivido nunca.

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  Con las últimas gotas de sangre la melancolía trazará un signo de interrogación sobre un corazón pálido. ¿Para qué enterrar un corazón subterráneo?

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  Cuando se acarrean sobre los hombros todos los Juicios Finales…

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  La lucidez es una vacuna contra la vida.

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  Se tiene que haber degustado durante mucho tiempo el deseo de morir para conocer la repulsión por la muerte. Harto de la pasión por el fin, llegas a la idea opuesta del miedo a morir. Aunque la muerte, como también Dios, goza del prestigio de lo infinito, no consigue, como tampoco El, impedir el sufrimiento que supone la saciedad ni aligerar el peso del exceso o la exasperación de la intimidad prolongada. Si no estuviéramos hastiados de infinito, ¿existiría aún la vida? ¿Qué secreta vitalidad nos separa de lo absoluto?

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  Solamente mi sangre mancha todavía la palidez de Dios… (¿Me perdonarás Tú esas gotas de tristeza y locura?)

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  Hay dolores de los que únicamente podría consolarme la desaparición del cielo.

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  Durante noches infinitas el tiempo trepa a los huesos y la desdicha campa a sus anchas por las venas. Y ningún sueño detiene el enmohecimiento del tiempo, ni aurora alguna suaviza la fermentación del tormento.

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  «El alma» saca su vitalidad de las pasiones que bullen dolorosamente, y «el corazón» es una sangre oprimida. ¿No será el placer de la muerte una sed de crueldad y que por pudor nos gozamos en nosotros mismos? ¿Será que no queremos morir para no matar?

  «La profundidad» es una crueldad secreta.

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  ¿Te has preguntado alguna vez por qué un borracho comprende más? Porque la embriaguez es sufrimiento.

  ¿Por qué un loco ve más? Porque la locura es sufrimiento.

  ¿Por qué un solitario siente más? Porque la soledad es sufrimiento.

  ¿Y por qué el sufrimiento lo sabe todo? Porque es Espíritu.

  Los defectos, los vicios, los pecados no nos descubren aspectos ocultos del ser por los destellos de placer, sino por el desgarro de la carne y del espíritu, por la revelación de las negaciones. Porque todo lo que es negativo es expiación y, como tal, conocimiento. Un ser que lo supiera todo sería un río de sangre. Dios, al ser depositario de tanto dolor, ya no pertenece al tiempo. Es una hemorragia con dimensiones de eternidad. El empezó a sangrar desde el primer instante fuera de la Nada.

  Quien quita la vida a otro está guiado por una furia patológica del conocimiento, aunque motivos mezquinos oculten su móvil secreto. Al criminal se le revelan misterios que a nosotros nos resultan ajenos. Por ello los paga tan caro. Uno de los motivos por los que la sociedad ejecuta al asesino es el de no concederle la satisfacción de la infinitud del remordimiento. Dejarlo con vida sería concederle la libertad de superarnos. Las profundidades del mal confieren una superioridad irritante. Es muy posible que los hombres hayan adorado a Dios por celos al diablo.

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  En el relámpago cósmico de la conciencia el cielo se deshace en melodías, seguido por las montañas, los árboles y los ríos. Y acobardado por lo absoluto del instante, el Réquiem del alma es un naufragio y una aureola.

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  ¿No es como si una niebla de otro confín estuviera soñando nuestra vida?

  El devanar interior de la muerte es una bruma elevada a principio metafísico.

  Una catedral es la bruma materializada al máximo. Niebla petrificada.

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  En el hombre existe un secreto deseo de remordimiento que antecede al Mal, que lo crea. La iniquidad, el vicio o el crimen surgen de esa oculta angustia. Una vez consumado el acto, aparece en la conciencia con claridad y precisión perdiendo el encanto de la virtualidad.

  El aroma del remordimiento nos conduce hasta el mal, como la nostalgia de otras tierras.

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  Un alma que tiene espacio para Dios ha de tenerlo para todo. ¿No arrancará de ahí la necesidad de confesar a un creyente nuestras últimas zozobras y angustias? ¿Qué nos induce a creer que él no pueda ser capaz de comprendernos? Como si creer en Dios fuera un vicio en cuyo interior puede excusársenos de todo, o un abuso frente al cual todo vale. O que puede dispensársenos cualquier crimen en el mundo porque, a causa de Dios, ya no pertenecemos a la tierra.

  Nada tiene que escapársele a un creyente: la repugnancia, la desesperación, la muerte.

  Los hombres caen hacia el cielo porque Dios es un abismo visto desde abajo.

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  La revelación súbita: saberlo todo, y el escalofrío que sigue: no saber ya dónde. De pronto los pensamientos han deshecho el universo y los ojos se han detenido en los yacimientos del ser.

  El tiempo ha dejado de respirar. ¿Cómo medirías entonces el torbellino de la luz que te inunda? Parece durar más o menos lo que la ausencia absoluta de un segundo.

  Tras estos relampagueos el conocimiento resulta inútil, el espíritu se sobrevive y Dios se vuelve vacío de divinidad.

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  Cuando has dilatado la vida hasta lo infinito, la voluntad de destruirte emana de una dolorosa sensación de plenitud. Pues sólo languideces en el deseo de la muerte extendiendo tu ser más allá de su espacio.

  La negación de la vida desde la plenitud es un estado extático. Jamás nos extinguimos por la falta sino por el exceso.

  Un momento absoluto rescata el vacío de todos los días; un instante rehabilita una vida. El orgasmo del espíritu es la suprema disculpa de la existencia. Así, de felicidad, pierde uno su mente en Dios.

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  Las manos pálidas son una cuna en la que suspiras la vida. Las mujeres no nos las tienden sino para que lloremos en ellas.

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  La niebla es la neurastenia del aire.

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  Esas voces de las profundidades para las que uno necesitaría el acento de un Job asesino…

  ¿Qué ángel loco anda pidiendo limosna tocando un organillo ante la casa de un corazón sin puertas? ¿Me he despegado del sufrimiento de Dios?

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  Durante la felicidad y en la infelicidad del amor el cielo, si fuera de hielo, no podría aplacar la sediciosa embriaguez de la sangre. La muerte la caldea aún más y sus fúnebres vapores dan forma al espejismo de la vida.

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  Todas las aguas tienen el color de los ahogados.

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  En el tímido azul de las madrugadas, la palidez de tantas mujeres, las hayas amado o no, se te ofrece como un desierto florido al mortal apetito por lo infinito.

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  ¿Por qué a la sombra de las mujeres lo infinito nos parece cerca? Porque en la proximidad de la mujer ya no existe el tiempo. Y nuestra angustia crece porque alcanzamos en el mundo un estado que supera al mundo.

  El amor es una apariencia intemporal; ¿es que acaso no suspende el devenir en el seno de la vida? Hay abrazos en los que el tiempo está más ausente que en un astro muerto.

  El tiempo resulta insuficiente para contener el inhumano exceso del amor, pues éste es un doloroso y paradójico encuentro entre la felicidad y la desesperación. Por tal motivo, siempre que desde el amor volvemos a la realidad da la impresión de que nuestro tiempo se haya podrido en Dios sabe qué corazón.

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  Lo que hace al pecado superior a la virtud es un exceso de sufrimiento y de soledad, que no encontramos en la «conciencia tranquila» ni en las «buenas obras».

  En sí, es un acto de individuación por medio del cual se separa uno de algo: de una persona, de la gente o de todo. Estar solo es un estado difuso de pecado. De este estado nace la necesidad de Dios, del miedo a sí mismo. Al cielo no le sirven las virtudes.

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  Una vez que has degustado las falacias de la vida los desengaños se extienden mansamente como el aceite y el ser se reviste de los esplendores de la evanescencia.

  … Y entonces lamentas no haber conocido más ilusiones para mecerte en la amargura de su ausencia.

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  Sin el sentimiento de la muerte los hombres son como niños, ¿pero qué otra cosa son con él?

  Cuando sabes lo que es el final, ser ya no tiene el perfume de la existencia. Pues la muerte hurta a la vida su melodía. Y de ambas cosas, el perfume y la melodía, solamente queda un desastre nocturno y musical.

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  Cuando se ha conocido la dulzura de las amarguras, lamentamos no tener más que un corazón que destrozar.

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  ¿Desde cuándo se habrán instalado los desiertos en la sangre del hombre? ¿Y desde cuándo claman los ermitaños sus oraciones a lo alto? ¿Cuánto tiempo todavía seguirán plañendo las planicies en su envenenada ondulación? ¿Y cuándo cesarán de ahogarse los oprimidos en las olas interiores de la muerte?

  ¡Dios mío! Tu único mártir: la sangre del hombre.

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  Si la muerte no interrumpiera el consuelo del deseo de morir…

  Pero si a la vida le falta lo infinito, ¿cómo podremos morir sin un término?

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  El hombre, asqueado de sí mismo, se vuelve un lunático que busca perderse en los desiertos de Dios.

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  Si no crees que eres el autor de las nubes que cubren el cielo, ¿para qué sigues hablando de hastío? Y si no sientes cómo se hastía el cielo de ti, ¿para qué sigues mirando hacia Dios?

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  Toda felicidad que no despierte el deseo de morir es vulgar. Sin embargo, cuando el universo se vuelve una espuma de irrealidad y éxtasis, y el cielo se derrite al calor del corazón, de modo tal que el azul fluye por su espacio loco de inmensidad, entonces las voces del fin emanan del gorgoteo de la plenitud. Y la felicidad se vuelve tan inmensa como la infelicidad.

  Lo infinito debe ser el color de cada instante. Y como en vida sólo puedo honrarlo por medio de las crisis, ¡elévame, Muerte, hasta su ininterrumpido prestigio y revísteme del insomnio de lo ilimitado! ¿Tendré suficientes lágrimas para llorar todo por cuanto de mí no ha muerto?

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  El amor es el único modo fecundo de engañarse en el marco de lo absoluto. Por ello, al amar, solamente podemos estar cerca de Dios a través de todas las ilusiones de la vida.

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  Quien se ha contagiado de eternidad ya no puede tomar parte en la historia a no ser que lo haga por medio de la voluntad de autodestrucción. Pues, entre sus semejantes, el hombre sólo puede crear sobre su propia ruina.

  El hombre es el único ser que se ha sacudido la embriaguez del tiempo. Y todo su esfuerzo es volver a entrar en él, volver a ser tiempo.

  El privilegio del aislamiento en la naturaleza deriva de la ruptura de la conciencia de devenir. Sólo yendo junto al tiempo, el hombre es hombre. Por ello, siempre que se hastía de su condición, los momentos no parecen lo bastante fluidos y tampoco lo bastante profundos a su sed de inmersión.

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  Cuando la mente se dirige a Dios, lo único que todavía nos liga al mundo es el deseo de no permanecer ya en él.

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  La sensación de vejez eterna: llevar el tiempo a la espalda desde su primer momento… El hombre sólo se pone derecho para esconderse a sí mismo lo encorvado que está en su interior.

  El hastío: no tener ya equilibrio en el tiempo.

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  El corazón es el lugar en el que la noche se encuentra con el deseo de morir para superarse en lo ilimitado…

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  Ni los mares, ni el cielo, ni Dios, ni el mundo tomado globalmente son un universo. Sólo la irrealidad de la música…

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  El olvido cura a todo el mundo, menos a los que tienen conciencia de su conciencia, fenómeno de lucidez que te sitúa paralelamente al espíritu en un último desdoblamiento.

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  En la mar divina, el archipiélago humano ya no espera más que el flujo fatal que lo ahogue.

  Lo único que te une a Dios es el orgullo, como si fuera una península; le perteneces y no le perteneces. Querrías huir de El aunque eres parte de El.

  Los elementos de una geografía celestial…

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  Sólo una cosa dolorosa hay en la tristeza: la imposibilidad de ser superficial.

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  Ser más «perezoso» que un santo…

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  La pasión de morir nace de todo lo que uno no ha amado y se acrecienta con todo lo que uno ama, de tal suerte que se prolonga con el mismo calor tanto en los pensamientos hostiles a la vida como en los placenteros. Se apodera de ti en plena calle, al alba, por la tarde y por la noche, despierto o cayéndote de sueño, rodeado de gente o lejos de ella, en momentos de esperanza o sin ella. Sus espasmos, como si fueran un abrazo ascético, te derriten internamente en un éxtasis incompleto mientras escuchas el vano murmullo de las olas de la sangre y los susurros nostálgicos de las estaciones interiores.

  Y si de mi alma arrancara una imagen del Paraíso, ésta revelaría un mundo en el que las flores se cierran y se abren movidas por su deseo de morir. Y yo sería el humilde jardinero de su agonía.

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  Hay seres a quienes vivimos tan intensamente en nosotros, que su existencia externa se hace superflua y volver a encontrarlos resulta una sorpresa desagradable. El hecho de vivir resulta indecoroso para el ser adorado. Este tiene que expiar irrevocablemente la carga que para otro ha supuesto el tener que vivirlo. Así se explica por qué no existen fracasados mayores que los héroes virtuales y las mujeres adoradas. Porque, a causa de la muerte, no llegan a ser más los que aman sino los que son amados.

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  El hecho de ser hombre es tan importante y tan nulo que no puede soportarse más que por el inmenso desconsuelo que encierra esa decisión. ¡Vivir con el sentimiento de que es más revelador ser hombre que Dios, que es dolorosamente significativo este ser y no ser de la condición humana y, sin embargo, que te aplasten los límites visibles de un drama aparentemente inconmensurable!

  ¿Por qué el vagabundeo humano es más desgarrador que el divino? ¿Por qué Dios parece tener todos los papeles en regla y el hombre ninguno? ¿No será que este último, por andar vagando entre el cielo y la tierra, se arriesga y sufre mucho más que el Otro, instalado en el confort de lo Absoluto?

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  ¿Qué andas buscando en medio de los mortales cuando tocas el órgano y ellos la flauta?

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  La flauta lleva mi pesar hacia todas las mujeres que he inventado cuando imaginaba nostálgicamente otros mundos. Y siempre me descubría una existencia que se hacía pedazos contra todos los instantes…

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  ¿Tiene alguien el derecho a escuchar hasta el final el murmullo de los susurros internos?

  La aproximación a nuestras últimas voces es como una autodestrucción en el cielo…, un estado de santidad…

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  Desearía morir, pero ya no tengo sitio a causa de tanta muerte.

  En un universo en llamas las tinieblas recurrirían al seguro refugio del corazón.

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  Cuando abusas de la juventud, de hombre te encuentras convertido en poeta. ¿Cómo puedes no ser ni lo uno ni lo otro? Hablando en prosa sobre la muerte.

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  Sorprendido en pleno día por el delicioso terror del vértigo, ¿a quién atribuirlo? ¿Al estómago o al cielo? ¿O acaso a la anemia, situada entre ambos, a mitad de camino de las deficiencias?

  Se está triste cuando ya no hay distancia hasta la propia sangre; de su lejanía emana el perfume metafísico de la Nada.

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  La consistencia de una verdad se mide exclusivamente por el sufrimiento que esconde. El sufrimiento que produzca una idea será el único criterio de su vitalidad.

  «Los valores» viven por obra y gracia del sufrimiento del que nacen; una vez que éste se agota, pierden su eficacia y se convierten en formas huecas, en objeto de estudio, mezclándose en el presente como pasado. Lo que ya no es sufrimiento se vuelve irremediablemente historia. Así se demuestra, una vez más, que la vida únicamente alcanza su actualidad suprema en el dolor.

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  El fúnebre horizonte de los colores, de los sonidos y de los pensamientos nos zambulle en un infinito cotidiano. Su solemne luz, preñada de la inmensidad del fin, concede una incurable gravedad a todo lo superficial, hasta el extremo de que un simple parpadeo se transforma en un reflejo de lo Absoluto. Y no somos nosotros quienes abrimos nuestra mirada al mundo sino éste el que se abre a nuestra mirada.

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  La nostalgia de la muerte eleva todo el universo al rango de la música.

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  Jesús fue muy poco poeta para conocer el goce de la muerte. Sin embargo, hay preludios de órgano que nos muestran que Dios no es tan ajeno a él como nos sentíamos inclinados a creer; y fugas que no hacen sino traducir el apresuramiento de ese goce.

  Hay músicos, como Chopin, cuya relación con la muerte sólo existe a través de la melancolía. ¿Pero hace falta mediación alguna cuando uno se encuentra en el interior de la muerte? Entonces la melancolía es más bien el sentimiento que nos inspira la muerte para atarnos a la vida por los pesares…

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  El prestigio del delicado misterio de Oriente deriva de haber profundizado en dos cosas en las que participamos sólo desde un plano literario: las flores y la renunciación.

  Los europeos no han importado sólo semillas para este mundo sino también para el otro.

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  Nada es menos francés que los cuentos de hadas. Un pueblo inteligente, irónico y lúcido, no puede permitirse confundir la vida con el paraíso, ni siquiera cuando se lo exige el uso legítimo de una ilusión quimérica.

  Tales cuentos son la solución más consoladora contra el pecado. ¿No los han inventado acaso los pueblos nórdicos para librarse de su sabor amargo? ¿Y no resultan una suerte de utopía arropada con símbolos religiosos pero contra la religión (paradoja que define cualquier utopía)?

  Al trasladar a las cercanías de la inmanencia una nostalgia del paraíso, estos cuentos ilusorios sólo pueden gustar a quienes no conocen esa nostalgia.

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  Cuando los ojos se clavan súbita y violentamente en el cielo, todas las rocas de los montes no podrían aplastarlos…

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  ¡Hay tanta onomatopeya en Wagner! La naturaleza en el corazón.

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  El mar refleja mejor nuestra pereza que el cielo. ¡Qué plácidamente nos dejamos engatusar por su inmensa superficie!

  A un ser diligente nada le resulta más deplorable que lo infinito. Para un perezoso lo infinito es su único consuelo.

  Si el mundo tuviera límites, ¿cómo podría consolarme de no haber sido un elemento primario?

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  Las introspecciones son ejercicios provisionales para una necrológica.

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  «El corazón» se convierte en símbolo para el universo en la mística y en la infelicidad. La frecuencia con que aparece en el vocabulario de cualquier persona indica hasta dónde puede esta persona eximirse del mundo. Cuando todo te hiere, las heridas sustituyen a ese todo. Y así las heridas del corazón reemplazan al cielo y a la tierra.

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