domingo, 19 de marzo de 2017

Hobbes,creador de un mito (universal)

¿Cómo abordar la filosofía de Thomas Hobbes? ¿Cómo enfrentarse a su elevada figura, aquella que, mientras que algunos la consideran propia de un ángel, una gran mayoría abomina por haber ayudado a justificar la tiranía y el poder más absolutista? ¿Cuál era su verdadera intención al imaginar y describir un estado presocial como una situación de guerra sin cuartel, en la que los hombres convierten la vida en un espectáculo vil y esperpéntico? ¿Por qué puso tanto empeño en convencernos de que el poder soberano, sin cortapisas, es bueno por definición, y de que nuestra obligación es obedecer en todo al gigante Leviatán, el Estado, por encima de todas las cosas?[1]

  Tal vez le resulte chocante al lector que una de las claves que da respuesta a muchas de estas preguntas sea la búsqueda de la paz y el mantenimiento del orden social. No en balde el principal objetivo de la filosofía política de Hobbes fue intentar convencer a los súbditos de las ventajas que tenía obedecer al soberano, y así evitar la guerra civil que se avecinaba en Inglaterra. Además, si nos atrevemos aquí a nombrarlo como príncipe de la paz no es por su bravura, sino por todo lo contrario. Como él mismo no tuvo ningún pudor en reconocer, la mayoría de los actos que emprendió a lo largo de su vida partieron de un rasgo de su carácter mucho más común que la valentía: «la gran pasión de mi vida fue el miedo». De hecho, este mismo sentimiento —al que jocosamente consideraba su hermano gemelo— se constituiría en la piedra angular de su ciencia política sobre la que erige toda una sofisticada teoría de la autoridad suprema.

  El contexto histórico en el que Hobbes desarrolla su actividad política y filosófica, y que abordaremos en el próximo capítulo, se caracteriza por un prolongado choque entre la aristocracia y la burguesía. Se trata de una época en la que se suceden y entremezclan grandes conflictos sociales, políticos y religiosos, tanto en el plano interno de Inglaterra como en el internacional, en lo que podemos llamar el inicio del fin del Antiguo Régimen.

  En el continente europeo se desencadena la guerra de los Treinta Años (1618-1648) sobre todo por motivos religiosos, aunque también a causa de la situación política en Alemania así como de rivalidades entre diversos países europeos. En las islas británicas, el debate sobre la implicación en esta guerra tiene un peso considerable en el estallido de la guerra civil, cuyo efecto más notorio fue la ejecución pública de un rey de la dinastía Estuardo por el expeditivo método del hachazo en el cuello. El parlamento que siguió a este conflicto bélico se atrevería a discutir; todavía en vida de Hobbes, sobre la expulsión del trono del Duque de York (futuro rey Jacobo II) por ser católico, incluso si de este modo se estaba oponiendo a las decisiones del soberano o a lo que designara la línea sucesora.


Tho­mas Ho­b­bes en su ma­du­rez, por John Mi­cha­el Wri­ght. Para visitar esta obra el lec­tor in­te­re­sa­do de­be­rá des­pla­zar­se has­ta la Na­tio­nal Por­trait Ga­lle­ry de la ca­pital britá­ni­ca, don­de se con­ser­van 

Ante esta página de la historia manchada de sangre, en la que las guerras y la intolerancia religiosa habrían de dejar muestras de lo peor del ser humano, Thomas Hobbes se convirtió en uno de los pioneros en abogar por la racionalidad como fundamento de la paz, sirviéndose de unas leyes naturales que explicaremos convenientemente. Porque este ingenioso pensador, que muchos asocian con el egoísmo a ultranza del ser humano, y que nos legó la imagen del Estado como un temible monstruo apocalíptico, en realidad fue una persona preocupada sobre todo por la seguridad y la convivencia de sus conciudadanos.

  A pesar de que la principal fuerza directora de su vida personal fue el miedo, hizo gala de un gran coraje en lo que respecta a su recorrido intelectual y fue un auténtico librepensador. La verdad, tal y como él la entendía, fue su única compañera: «soy un hombre que ama sus propias opiniones y cree en la veracidad de cuanto afirma» (L, dedicatoria)[2]. Y el compromiso que adoptó con su método filosófico y la nueva ciencia fue inquebrantable y estuvo por encima de cuestiones políticas, de modo que decidió llevar su sistema filosófico hasta sus últimas consecuencias, ya que lo creía cierto y, en su opinión, habría de traer la paz a la humanidad. No obstante, sus convicciones suscitaron enemistades y estuvieron a punto de conducirlo a un proceso por herejía, muestra clara de que, en lo que al conocimiento se refería, el miedo no le paralizaba. A causa de sus ideas tuvo que exiliarse a París, por temor a represalias de los parlamentaristas, y también por esas ideas se vio más tarde obligado a regresar a la Inglaterra liderada por Oliver Cromwell, por temor a represalias tanto de los realistas franceses como de los ingleses exiliados en París.

Frente a la situación de inseguridad y la guerra civil que marcaron su vida, Hobbes estimó que la forma más acertada de garantizar la paz era combatir todo aquello que debilitara el poder central del monarca. Para convertir su país en un reino más unido[3], entendió que debía hacer campaña por dos cuestiones íntimamente relacionadas: por un lado, el absolutismo como forma de gobierno, ya que defendía la centralización de toda autoridad política en la figura del soberano: y, por otra parte, la independencia del Estado frente a toda injerencia de la Iglesia. Al respecto de este segundo punto, Hobbes dedicó muchas páginas a la demostración de que se podía llevar una vida cristiana y al mismo tiempo regirse por una moral secular dictada por el soberano. Porque era consciente de que a través de la culpa, el pecado y los castigos del más allá, la Iglesia había acaparado un enorme peso político que no dudaba en emplear en cuestiones lisa y llanamente terrenales. En esta cruzada por la secularización del Estado. Hobbes llegó a afirmar que la salvación está al alcance de casi todos, poniendo en duda la existencia misma del infierno. De esta forma, debilitaba la posición de anglicanos y presbiterianos, ya que sostenía que la ética de su tiempo se podía argumentar con independencia de los dogmas de la fe cristiana, sin oponerse a ella, pero sí relegando la teología a un tipo de conocimiento alejado de la filosofía y la verdadera ciencia. De hecho, uno de los principales blancos de la labor de demolición emprendida por Hobbes fue el fundamentalismo religioso, que en aquellos tiempos provocaba (como hoy en día, por desgracia) guerras y matanzas. Y este ataque a la Iglesia (sobre todo a la protestante, aunque también a la católica) le valió que en su país se lo considerase hereje y ateo, aunque ningún eclesiástico consiguió nunca procesarlo por ello, a diferencia de lo que ocurriera con Giordano Bruno a finales del siglo XVI.

  Como desarrollaremos más adelante, para este sabio el orgullo es uno de los peores sentimientos humanos. Por su culpa nos comportamos de forma irracional, arriesgando en ocasiones hacienda, familia y pellejo por cuestiones muchas veces insignificantes. Del orgullo nacen la mayoría de los conflictos que amenazan la vida. En cambio, el miedo nos puede salvar. Esta última es una emoción que podemos entender racionalmente, ya que ejerce una protección frente a los peligros que nos acechan, por lo que Hobbes trata de convencernos de que adoptar una actitud pacifista casi siempre es lo más inteligente. Considera que, con la propagación de sus ideas, la armonía y la concordia de la vida en sociedad caerán por su propio peso como una consecuencia, además, de la elección individual. Esta parece haber sido la visionaria conclusión que impulsó a un ya maduro Hobbes a emprender la ingente labor de construir un sistema filosófico desde cero para propiciar la paz. Su teoría del contrato social se basa en la constatación de que solo mediante la renuncia a una parte de nuestros derechos (naturales) en favor de una autoridad suprema podemos realmente ser libres, aunque esta sea una libertad definida a su manera. Tal es el argumento, poco intuitivo, que Hobbes nos plantea: solo en la sumisión alcanzamos la máxima libertad a la que podemos aspirar. Frente a Rosa Luxemburgo y su «quien no se mueve, no siente las cadenas». Hobbes replicaría que esas mismas cadenas son las que nos protegen.

  Pero a Hobbes no solo lo movió un interés político o filosófico, sino que, haciendo justicia a la consideración de científico que tenía de sí mismo, realizó aportaciones en los campos de las matemáticas, la óptica, la lógica y la lingüística, entre otras muchas disciplinas. Prestó gran atención al método de investigación y a la forma de producción de conocimiento científico. Hobbes —junto a Francis Bacon y muchos otros— contribuyó a establecer los fundamentos y el método hipotético-deductivo de las ciencias sociales. Procuró llegar, sirviéndose de la duda como René Descartes, a unas premisas irrefutables y a partir de ellas desarrollar un sistema filosófico que abarcara y pusiera en relación ámbitos tan diversos como la materia, el ser humano y la vida en sociedad. Y es este afán sistematizador uno de los elementos que, como vamos a ver, más caracterizan el conjunto del pensamiento hobbesiano.

  Asimismo, esta motivación científica parte del convencimiento de que es posible hacer de la filosofía y la teoría social «ciencias duras», como las matemáticas y preferiblemente la geometría. Su esquema inicial partía del nuevo método científico, apenas descubierto, un método deudor de Galileo, pero también de Descartes y Bacon. La estructura escogida para ordenar su corpus era la misma que la de las teorías matemáticas que tanto le agradaban. Es el suyo, por lo tanto, un sistema filosófico que aspira a una formalidad similar a la de la geometría de Euclides. En otras palabras, Hobbes erige su filosofía como una teoría matemática axiomática, en la que todas las conclusiones se derivan de una serie de proposiciones encadenadas que se remontan hasta unas verdades irrefutables fijadas como axiomas. Y los temas que se propuso tratar, como si de planos interconectados se tratara, fueron dictados en gran medida por esta misma ambición formal. Desde la física hasta la biología y la psicología, desde estas hasta la ética y, finalmente, desde esta última hasta la política. Así, la cosmología y antropología hobbesianas tienen un efecto en su filosofía moral y, sobre todo, política. En cierto sentido, las dos primeras son un paso previo y necesario para estas dos últimas; muy especialmente su concepción de la naturaleza humana tiene un impacto definitivo en la cuestión política.

  Pero aunque su plan de trabajo estaba fijado con mucha precisión, Hobbes estimó que las urgencias de su tiempo lo obligaban a empezar su teoría por el final. Y, como ya hemos mencionado, lo más acuciante era calmar los ánimos en una Inglaterra a punto de entrar en una guerra civil. «Aquellas discusiones [acerca del poder real y la obediencia] fueron el prólogo a la guerra que se acercaba. Y esa fue la causa que, dejados para más adelante todos los demás asuntos, hizo que madurase y saliese de mí esta tercera parte. Ocurrió, por tanto, que lo que iba a venir en último lugar ocupa ahora el primero» (DCI, prefacio).


De­ta­lle del fron­tis­pi­cio de la pri­me­ra edi­ción de Levia­than (1651), pro­ba­ble­men­te obra de Wen­ce­s­laus Ho­llar. La fi­gu­ra del gran mon­st­ruo re­pre­sen­ta la auto­ri­dad su­pre­ma y está con­fi­gu­ra­da por in­fi­ni­dad de in­divi­duos de es­pal­das que mi­ran con reve­ren­cia ha­cia la ca­be­za del so­be­rano.

Por esto, de las tres secciones en que había previsto escribir y publicar su sistema filosófico, empezó por la tercera, la que pensaba que podía tener mayor utilidad social: la que versa sobre la autoridad soberana y la obligación de obedecerla. Porque el objetivo fundamental de la política, según Hobbes, no es la realización del bien (que, como tendremos ocasión de comprobar, necesita previamente haber abandonado el estado de naturaleza), sino la convivencia pacífica y armónica de la vida en sociedad, sin la cual no hay una noción común de qué está bien y qué mal. Así, Hobbes publicó en primer lugar su tratado sobre los elementos filosóficos del ciudadano, su De Cive. Hasta el propio Leviathan es una obra deudora de la anterior, y, como esta, también incorpora capítulos que desarrollan temas cosmológicos y antropológicos[4].

  Según la ciencia política de Hobbes, el Estado es un Leviatán, un ogro filantrópico, como le gustaba llamarlo a Octavio Paz, que es protector y pacificador a la vez que temible y represivo. Pero, a diferencia de lo que opinan los anarquistas[5], la alternativa a este autómata coercitivo no nos hace más libres. En la concepción hobbesiana de la vida política, la disyuntiva se da entre un temor regulado, ordenado y compartido (vehiculado en el miedo al castigo) y un temor general, constante y caótico: la guerra de todos contra todos. Por lo tanto, el realismo pesimista de Hobbes busca convencernos de que las incomodidades de la sumisión son inevitables, tanto en un gobierno democrático como en cualquier otro. Estas son un saludable mal menor. Debemos, por consiguiente, obedecer agradecidos porque la alternativa a su régimen absoluto es mucho más fastidiosa y terrorífica. En ausencia de un soberano fuerte, todo se convierte en un peligroso y brutal «sálvese quien pueda». La autoridad, en resumen, es también recomendable desde abajo, desde la perspectiva de los súbditos.

[1] Emplearemos Leviatán con mayúscula inicial para referirnos, como si de una persona se tratara, al nombre propio del gigante que, como Hobbes, usaremos para simbolizar al Estado soberano. En cambio cuando nos refiramos a la obra más célebre de este filósofo usaremos la forma itálica y su grafía original inglesa: Leviathan. <<
 

 
    [2] Las citas de las obras de Hobbes se van a abreviar mediante las iniciales de la obra y el capítulo seguido de una coma. Así, Elements of Law será EL, Human Nature HN, De Corpore DCO, De Homine DH, De Cive DCI, Leviathan L y Behemoth B. <<
 

 
    [3] La unión de los reinos de Inglaterra y Escocia no acaecerá hasta 1707, años después de la muerte de Thomas Hobbes, cuando se crea una Gran Bretaña a la que se unirá finalmente Irlanda en 1800. <<
 

 
    [4] Estos últimos asuntos son los centrales en las dos obras que no tuvo tiempo de publicar hasta pasado el conflicto bélico: De Corpore y De Homine. <<

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