(22) Ungíase los pies con ungüento y decía: «que el ungüento puesto en la cabeza se iba por el aíre; pero el que se ponía en los pies subía al olfato».
Esto, primero que nada, se lee como dictum de vanidad. Que se produzca en la proporción en que se consume pide el Eclesiastés. Pero, ¿consume uno el perfume que se ha echado en la cabeza? El ungüento en la cabeza sería un adorno de locos: uno hace de su cabeza un escanciador de la calle. El sabio echa el ungüento en los pies. ¿No lo expresaría así el Predicador?
Por otro lado, escanciarse los pies con lo que otros se escancian la cabeza, ¿puede haber mejor afiche de propaganda para la inversión cínica? Sirve también el Diógenes de esta anécdota para una figura de contraste, relatividad y hasta estulticia universal. Quiero decir, enfréntense un ateniense perfumando sus rizos con Diógenes inclinado, perfumándose los pies (¡iba a escribir las patas!). Por ejemplo, un alfarero del siglo IV pudo diseñar una ánfora de tamaño pequeño con estas dos figuras. Estoy viendo esta ánfora: Platón escanciando perfume sobre sus rizos divinos y Diógenes perfumándose sus pies polvorientos. ¿Tendría demanda un artefacto así? No para embotellar perfume, por cierto (aunque vaya uno a saber). Acaso para tenerlo en la mesita de la sala de espera, para que el visitante mate su tiempo girándolo en sus manos.
El perfume ordinario, lo escanciaba Diógenes en sus pies: pero otros más delicados los rechazaba con característica humildad: Vinieron los atenienses a decirle que se iniciara para tener rango en el otro mundo. Respondió: «Cosa ridícula es que Agesilao y Epaminondas hayan de residir en el lodo, y que los que son viles, sólo por estar iniciados hayan de poseer las islas de los bienaventurados»
(23) Como Platón lo llamara «perro», le dijo: «Dices bien, pues me volví otra vez a los que me vendieron». Habiendo definido Platón al hombre como «animal bípedo, sin plumas», tomó Diógenes un gallo, quitóle las plumas y lo echó en la escuela de Platón diciendo: «Este es el hombre de Platón».
¡Pobre gallo! ¡Venir a caer en medio de las disputaciones de los filósofos! Se le puede considerar como uno de los primeros mártires de la ciencia. Me cuesta imaginar las caras de los académicos ante ese bípedo pilucho, cacareando desconcertado, tratando de batir alas sin conseguirlo puesto que faltan a sus alas esa parte de su definición que son las plumas. Podemos esbozar aquí un pedazo de diatriba, ese género literario que los cínicos crearon y difundieron. El personaje que conduce el argumento es este mismo gallo desplumado.
GALLO: «¿Que un hombre es un bípedo sin plumas?»
ACADÉMICOS: «Así pensamos nosotros.»
GALLO: «¡De donde resulta que soy yo un hombre!»
ACADÉMICOS: «…»
GALLO: «¡Esa sí que sería buena! Un gallo sin plumas es un hombre… Un gallo sin plumas, mis señores, simplemente, ¡no es nada! ¡Nada de nada! Pregúntele a la primera gallina que encuentren».
Reúno estos dos dicta —el de la definición de Diógenes el perro, como perro; y el de la definición de Platón, el hombre como bípedo sin plumas— porque se refieren ambas a las dificultades de Platón con su lógica. También con su retórica. Sobre esto último, llamar a Diógenes «perro» es nombrarlo con un nombre de otro animal. En esto consiste el nombrar metafórico. Cuando se nombra con metáforas, éstas deben ser adecuadas, es decir, llamando perro a Diógenes esperamos cierta congruencia o semejanza entre las características del perro y las de Diógenes. Por ejemplo, Diógenes «ladra» a sus semejantes en falta, los «muerde» con frecuencia (porque no es perro faldero precisamente); los que son así tratados «corren a palos» a Diógenes. Cuando cambian los actores de malos a buenos, Diógenes «mueve la cola» y los hombres «le echan los huesos que sobran». Pero, he aquí que a una relevante característica del perro —volver con el amo aunque éste lo venda a otro— no hay nada que corresponda en Diógenes. Y para peor, sí corresponde en Platón. ¿No es, pues, como si Platón, llamando «perro» a Diógenes, estuviera ladrándole? Hay que andarse con mucho cuidado con las metáforas. Platón trata de perro a Diógenes, pero fue él, no Diógenes, quien volvió a Sicilia, donde este tirano, Dionisio, que antes quiso matarlo y que terminó por venderlo como esclavo. Moviendo la cola volvió Platón donde su dueño por más patadas que éste le diera. Cosa insegura, resbaladiza, peligrosa el habla metafórica. Cuando el jefe del Gabinete advierte que peligra el barco del estado, no cuesta mucho decirle que entonces hay que cambiar el piloto. Pienso que cuando Napoleón en Egipto frente a las pirámides dijo a sus soldados la frase famosa – «Desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan» —más de uno se volvió a mirar, no las pirámides, sino los cuarenta siglos encaramados en ellas.
Con las definiciones también hay problemas. Aquí, los gallos desplumados pasan por hombres. Supongo que el defecto de la definición —Laercio dice que en la Academia se subsanó agregando «con uñas anchas»— no lo veía Diógenes como lo vemos nosotros. La intuición de Diógenes, como también se muestra en la anécdota de los higos, se refiere al lapso insalvable entre nuestras ideas y los hechos. Este es un problema de la filosofía del conocimiento, de larga historia, de asaltos formidables, pero todos frustrados hasta aquí. Con las ideas como principios de realidad y verdad, las cosas del mundo sensible, el mundo de la experiencia ordinaria, quedan marginadas: los gallos pueden pasar por hombres; a los higos, ni el olor de los higos les queda. Fue Diógenes el que echó a andar entre los académicos que no sabían probar el movimiento. «Estoy probando el movimiento», dijo Diógenes mientras caminaba.
Como decimos, la disputa entre la orientación concreta de Diógenes y la orientación abstracta de los académicos sigue hasta nuestros días. Por ejemplo, Klaus Heinrich en su disertación sobre los cínicos antiguos y el cinismo contemporáneo, habla del «centro existencial de la filosofía de Diógenes» y describe su anti-intelectualismo como anti-esencialismo.
(24) A uno que le preguntó a qué hora conviene comer le respondió: «Si se es rico, cuando se quiere; si se es pobre, cuando se puede».
Diógenes viene de Antístenes. Sea que lo trató, sea que no, de él viene. Antístenes viene de Sócrates; pero también de Gorgias que era brillante en la disputa y los discursos.
Cuando a una pregunta se responde intercalando una distinción, ello puede ser porque la pregunta así lo requiere; pero puede ser también que el que responde lo quiere así. Hay preguntas que requieren inmediatamente una distinción. No podemos tolerarlas como preguntas simples. «Le gustan a usted las mujeres?» «Bueno, depende: si…» No estamos dispuestos a responder de un modo simple: pero tampoco lo estamos a dejar de responder. Damos una respuesta más débil; pero también más articulada.
Se puede considerar también la pedagogía de la respuesta: es decir, cuando la pregunta está por encima, como sobrevolando la distinción que se requiere para tomar contacto con la cosa sobre la que se pregunta. Una vez, en un cuestionario venido de la Habana, me preguntaron cómo definía a un intelectual de izquierda; y respondí de acuerdo a la figura lógica del texto anotado arriba (figura que, acaso, Diógenes aprendió de Antístenes y éste, acaso, aprendió de Gorgias). Respondí: «Si intelectual del mundo pobre, es una mezcla de lucidez e impotencia; si del mundo rico, es una mezcla de lucidez y mala fe». No tengo que decir que es una respuesta pobre y seguramente por ello no tuve más noticias de La Habana.
Dije que intercalar una distinción antes de responder se hace, sea porque lo requiere la pregunta, sea porque lo quiere el que responde. En el caso que comentamos, un dietista no haría distinción y respondería indicando las horas. Pero Diógenes sí distingue. Es una respuesta típica la suya. Como cuando se define la circunferencia de modo tan perfecto que no la encontramos en ninguna parte, así ocurre con las prescripciones del dietista: resultan ridículas en el sucucho del pobre e impertinentes en la mesa del rico. Uno tendría que ir a un banquete de Platón dentro de un libro de Platón para hacer algo con las prescripciones del dietista. La sociedad, la única sociedad que hay, está formada por ricos y pobres; y parece que lo prudente es tener algo así siempre a la vista.
Es lo que nos enseña Diógenes: ¡Cuidado con las respuestas simples a las cuestiones sociales!
«Decidme hijos, ¿hay Dios?»
«Sí, padre, Dios hay».
«¿Cuántos dioses hay?»
«Dos, padre, uno para los pobres y otro para los ricos».
He aquí otro dictum de Diógenes con igual estructura lógica: le preguntaron qué animal muerde más dañosamente, y respondió: «De los salvajes, el calumniador; de los domados, el adulador». Aquí se combinan una figura lógica y dos figuras retóricas. Porque hay sinécdoque al hablar de los hombres como si fueran todos los animales; y hay también ironía sobrepuesta a la sinécdoque. En la respuesta «El viejo pobre» que da Diógenes cuando le preguntan por el hombre de la condición más miserable, hay una respuesta con distinciones que está implícita. Si la explicitamos aparecería así: ¿Cuál es la condición peor del hombre? En cuanto al físico, la vejez; en cuanto a la economía, la pobreza; sin relación, la vejez junto con la pobreza. Explicitándola así, se ve que la respuesta no es satisfactoria, porque se puede seguir con el «en cuanto»: «en cuanto al cuerpo, la enfermedad; en cuanto al saber, la ignorancia; en cuanto al comportamiento, la maldad…». Supongo que la lista de las miserias humanas se puede prolongar mucho más. También hay una figura así en lo que dijo Diógenes al jovencito que se adornaba: «Si lo haces por los hombres es inútil; si por las mujeres, malo». Y la misma cuando le preguntaron cuándo debían casarse los hombres: «Los jóvenes todavía no: los viejos, nunca».
25) Una vez la lluvia lo mojó entero, y como muchos se compadecieran, Platón, que también estaba presente, dijo: «Si queréis compadeceros, idos»; con lo cual quiso significar su gran deseo de fama.
Por lo que sabemos es improbable que Platón y Diógenes se hayan encontrado. Así, que la leyenda los haga encontrarse con frecuencia es cosa que instruye mucho. Sobre todo, estando ya más habituados a considerar las oposiciones con perspectiva dialéctica. Además, ¡oponer la pompa de Platón a la humildad de Diógenes! Todo un panfleto. La psicología moderna, sin decir nada de nuestro mismo Platón, nos corregirá: «Son dos pompas las que se oponen». Los teólogos agregarán «¡Cuidado, cuidado, esa pompa de Diógenes es de lo peor que hay!»
Lo que me interesa más sobre el Platón de esta anécdota es el juego con la palabra «compasión». Ya estamos de acuerdo, no hablo de Platón. Hablo tan sólo del texto que está anotado arriba y como está anotado. Aquí es la palabra «compasión»; más atrás fue la palabra «vanidad». Este es un Platón que juega con las palabras, que ha descubierto una regla para jugar con las palabras. Esta regla retórica diría algo como lo siguiente: las cosas (hechos, fenómenos, cualidades, comportamientos) opuestas se designan con palabras opuestas; ensaya nombrarlas con la misma palabra y observa el efecto que esta operación produce en tu audiencia. Por ejemplo, pompa y humildad nómbralos por igual «pompa»; vanidad y simplicidad nómbralos simplicidad nómbralos por igual «vanidad»; valentía y temor nómbralos por igual «temor»; compasión y desprecio nómbralos por igual «compasión».
Ésta es sólo una de las muchas trampas que debemos sortear con los nombres. ¿Cómo se sortean? Supongo que la regla básica consiste en no perder jamás de vista la cosa nombrada. Por ejemplo, el proverbio «Las cadenas de oro son cadenas» ¿por qué se acuñó? Nada más simple: porque es común que el oro no nos deje ver la cadena. En el caso de esta historia de compasión, podemos decir que es el ingenio retórico el que no nos deja ver la compasión. Porque ¿qué es lo que en efecto ocurre? Que a Diógenes le cae agua encima, eso es lo que ocurre. No hay indicación alguna que permita hacerse una imagen. Supongo que el can se albergó en un sucucho, que un mal día se puso a llover, que el agua de algún techo se escurría por una canaleta y que daba al caer justo encima del mísero techo de Diógenes. Algo así. Viendo los que pasan tal estado de cosas, se compadecen de Diógenes. Lo concreto, lo efectivo es que cae agua sobre Diógenes y no hay cobija que resista. Reaccionar por este daño, sentir el impulso de impedirlo, a eso se llama compasión. Eso es nombrar con propiedad. Si, en vena de interpretación, considera alguien que Diógenes montó esta escena justo para suscitar la compasión de los que pasan, ya no se está en el plano de los hechos y tiene uno que andarse con mucho cuidado para nombrar. En todo caso, si ésa es su interpretación, ya se ha quitado con ella la base del empleo de la palabra «compasión». Al desprecio, la censura, la indiferencia (todos ellos implicaciones posibles de la interpretación ya dicha, que Diógenes ha montado ese espectáculo) Platón da el nombre de «'compasión».
Si alguien condena a otro por sus hechos, se le puede tomar a envidia, indignación, maledicencia, venganza. Pero éstas son nada más que interpretaciones. ¿No es maravilloso? De «condena» pasamos a «envidia», a «maledicencia». Más maravilloso todavía: decir de alguien que no se maquilla que esa es su forma de maquillarse, de quien se arroja sobre su enemigo, que ésa es su forma de huirlo, de quien se avergüenza que es ésa su forma de exhibirse.
26) Habiendo uno dádole un bofetón, dijo: «Por Heracles, que yo ignoraba una bella cosa, y es que debo llevar casquete».
Las anécdotas en que Diógenes es golpeado o amenazado de golpes no son escasas. Hay que considerar que vivía expuesto, que mendigaba, comía y dormía bajo el cielo. Hay una diferencia entre los golpes que le daban y los que daba él: él daba golpes a voces: a él le daban golpes con los puños. Diógenes es hombre que se expone al máximo desde que se arroga el derecho de exponer a sus congéneres. La exposición de éstos produce una reacción de golpes y puntapiés. En esto, las cosas entre nosotros siguen como antes. «La verdad es que debo llevar casquete». Reconoce así Diógenes, alegremente, las implicaciones de su profesión: «¡Vaya, qué torpe soy, no darme cuenta de lo que primero acarrea este oficio mío!» Los disidentes de toda especie se harán reflexiones así cuando los encierran: «Debí llevar casquete».
¿Diré que es extraño o diré que no? Me refiero a que no encontré jamás un escritor que tomara en sus manos este tema: los golpes que Diógenes recibe. Se habla de este hombre, pero en la esfera de lo eterno, las categorías, las grandes proposiciones. La autarquía, la ascesis, la anáideia, la parresia, la afirmación de la naturaleza, la denuncia de las convenciones, la libertad, la vida mínima. Parece que los temas de Diógenes hubieran caído para siempre en manos académicas. Se asimila a Diógenes, se lo comprende, se lo clasifica y absorbe en una estantería de «alternativas», de «formas de vida», de «respuestas». Hasta se habla, como dijimos del «existencialismo» de Diógenes. Pero, mientras ocurre así, no vuela una mosca. Diógenes, en la academia, es un huevo que va de clase en clase, de conferencia en conferencia como por entre manos malabaristas. Desde luego, se habla hasta la exhausión de lo que el huevo tiene dentro, del desarrollo del huevo, de todo lo que ocurre en ese desarrollo, haciéndose del huevo, pollo y del pollo, gallo. Pero el huevo sigue igual. Ni un pío le sale.
¿Cómo decirlo sin caer en habla manoseada? Parece que no se puede. Cuando se practica lo que se piensa, los pensamientos entran en existencia. Quedan a la vista de todos y de uno mismo. No hay criterio más firme de verdad para los pensamientos que su práctica. Diógenes practica lo que piensa.
Al caer la noche busca un rincón donde echarse a dormir porque piensa que el techo del sueño es el cielo y su lecho la tierra. Así de sencillo: Diógenes practica lo que piensa. Come, defeca, se rasca y se masturba a la vista de todos porque piensa que todo debe hacerse en público. Otra vez: practica lo que piensa. Le dice a Alejandro que se mande a mudar, porque desprecia la tiranía. Su desprecio de la tiranía no es el tema de un discurso desarrollado en lugar seguro, con el sello de la autoridad universitaria, ante un público curioso y sin prejuicios. ¡Bah, los tiranos van con sus esposas a esos eventos! Diógenes, el «suelto de lengua» enfrenta al tirano no a la sobremesa sino en el campo abierto de su tiranía, donde en un santiamén pueden despacharlo.
Digo que el criterio firme de verdad de los pensamientos es su práctica. Se dirá: «Vea usted lo que acarrea a Diógenes la práctica de sus pensamientos, la vida sin vergüenza, el habla franca, la denuncia de las convenciones: puñetes y puntapiés, risa y desprecio». De acuerdo. Por ahora, de acuerdo. Quedémonos en los puñetes y los puntapiés. Vuelvo a mi método de representar las cosas. ¡Si pudiera hacerlo como esos escritores que suelen aparecer! Mejor, como esos pintores que tenemos. Un cuadro de Diógenes tratado con puños, pies y palos quisiera tener. Entonces, me avendría a tratar del asunto en clases y conferencias. Con un puntero, señalaría los detalles del evento: la nariz sangrante, el diente quebrado, el ojo magullado, las manos que tiran de los cabellos, las risotadas, los apuros para no quedar al margen de la paliza. En un cuadro así («La Paliza de Diógenes») se detalla la práctica de las ideas. Por ejemplo, la idea de que si a uno le viene una urgencia y puede satisfacerla, lo hace allí donde le viene.
¿Que la paliza prueba que la idea no es practicable? Depende. Vean a Diógenes exclamar: «Por Hércules, que yo ignoraba una bella cosa y es que debo llevar casquete». Vale para pensarlo largo: «El casquete de Diógenes».
Y a propósito de Heracles, oímos siempre que Heracles era el modelo de los cínicos elegido por Antístenes y Diógenes; pero oímos también que Diógenes fue después el modelo. ¿Por qué este cambio? Las historias y dichos de Diógenes pueden examinarse también tomando los modelos Heracles y Diógenes como polos de una tensión. Heracles desquijarra al león de Nemea; Diógenes se está mirando a un ratón que subsiste en el arroyo. Heracles, el fuerte, se apropia sin más razón que su fuerza de las cosas que quiere; Diógenes se conforma que le den las sobras. Después de contar la anécdota del ratón, Laercio nos dice que Diógenes se revolcaba en la arena ardiente en verano y se abrazaba a las estatuas cubiertas de nieve en invierno para resistir. Las anécdotas y dicta en que Diógenes llama a fortalecerse, en que se jacta de ser el amo, de vencer a los hombres, en que pretende estar entre los niños y no haber un hombre a la redonda, todas están como inspiradas por la figura de Heracles el Fuerte; pero abundan también los dichos e historias en que vemos al débil, al parásito, al ratón que se escurre entre los basurales. La autarquía de Heracles es la autarquía del fuerte, la autarquía del león al que nadie disputa el lugar que le place, la presa que le place. Por el contrario, la autarquía de Diógenes es la autarquía del débil, del ratón que forma sus hábitos en el mínimo, por debajo de todo nivel de subsistencia. Entre estos extremos se configuran realmente situaciones humanas a granel. Así también puede trazarse un hilo de sentido en el anecdotario de Diógenes. Un hilo tenso en todos sus puntos. Acaso haya aquí una explicación para la popularidad del encuentro de esos dos, Diógenes y Alejandro. No es que los extremos se toquen, se enfrentan. O se tocan y se hace sensible la contradicción. Se dice: Preferible cabeza de ratón a cola de león. ¿Por qué?
27) Viendo una vez a uno todo mojado de una aspersión, le dijo: ¡Oh, infeliz! ¿No sabes que así como tus aspersiones no te lavan de tus faltas en gramática, tampoco lavarán los crímenes de tu vida?
El razonamiento (y el de las aspersiones, comiéndose la toalla de rabia, tiene que conceder sus premisas) es así:
Si las aspersiones curan las faltas del alma, entonces, con más fuerza curan las de la gramática;
Pero las aspersiones no curan las faltas de la gramática;
Luego, las aspersiones no curan las faltas del alma.
¿Será de trámite tan fácil? Creo que fue en la Iglesia de Lourdes que vi una placa donde decía: «Gracias, Virgencita, por examen de latín»
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