El estudio científico del cuerpo humano y sus enfermedades ha tenido que afrontar —y en cierto sentido lo hace aún hoy— una masa de superstición, en su mayor parte precristiana, pero apoyada, hasta los tiempos modernos, por todo el peso de la autoridad eclesiástica. La enfermedad era, a veces, una visita divina en castigo del pecado, pero más a menudo, la obra de los demonios. Se podía curar por la intervención de los santos, ya en persona o a través de sus reliquias; por oraciones y peregrinajes; o (cuando se debía a los demonios) por exorcismos y tratamientos que a éstos (y al paciente) les disgustaban.
Para gran parte de ello se encontraban fundamentos en los Evangelios; el resto de la teoría fue desarrollada por los Padres, o derivada, naturalmente, de sus doctrinas. San Agustín afirmaba que «todas las enfermedades de los cristianos deben ser atribuidas a los demonios; atormentan principalmente a los cristianos recién bautizados y aun a los inocentes que acaban de nacer». Debe entenderse que en las escrituras de los Padres, «demonios» significa deidades paganas, que se suponían irritadas por el progreso del cristianismo. Los primeros cristianos negaban la existencia de los dioses olímpicos, pero los suponían servidores del demonio —idea que Milton adoptó en su Paraíso perdido—. Gregorio Nacianceno afirmaba que la medicina es inútil, pero la confianza en manos consagradas es, a menudo, efectiva; y opiniones parecidas eran expresadas con frecuencia por otros Padres.
La creencia en la eficacia de las reliquias aumentó durante la Edad Media y no se extingue aún. La posesión de reliquias valiosas era un medio de entradas para la Iglesia y la ciudad donde estaban, y entraron a actuar los mismos motivos económicos que levantaron a los efesios en contra de San Pablo. La creencia en las reliquias resiste, a veces, a la exhibición. Por ejemplo, los huesos de Santa Rosalía, que se guardan en Palermo, habían curado enfermedades durante muchos siglos, pero al ser examinados por un anatomista resultó que eran huesos de cabra. A pesar de eso continúan las curaciones. Sabemos ahora que ciertas clases de enfermedades pueden ser curadas por fe, mientras que otras no; sin duda, ocurren «milagros» de curación, pero en una atmósfera no científica; las leyendas pronto magnifican la verdad y destruyen la distinción entre las enfermedades histéricas que pueden ser curadas en esta forma y otras que demandan un tratamiento basado en la patología.
El acrecentamiento de la leyenda en una atmósfera de excitación es un hecho del cual ha habido ejemplos extraordinarios durante la guerra, tal como el haber supuesto que los rusos pasaron a Francia a través de Inglaterra durante las primeras semanas. El origen de tales creencias, cuando puede ser determinado, es una ayuda para el historiador cuando se trata de juzgar lo que ha de creerse de testimonios aparentemente históricos y en apariencia indudables.
Podemos tomar como un caso extraordinario completo los supuestos milagros de San Francisco Javier, el amigo de San Ignacio de Loyola, y el primero y más eminente de los jesuitas misioneros en el Este[11].
San Francisco Javier pasó muchos años en la India, China y Japón, y finalmente murió en 1552. Él y sus compañeros escribieron muchas largas cartas, que aún existen, dando cuenta de sus trabajos, pero en ninguna de ellas, mientras vivió, se le ve jactarse de poderes milagrosos. José Acosta —el mismo jesuita que estaba tan confundido con los animales del Perú— afirma expresamente que estos misioneros no se ayudaban con milagros en sus esfuerzos para convertir a los infieles. Pero muy poco después de la muerte de Javier empezaron a aparecer relatos de milagros. Se dijo que tenía el don de lenguas, aun cuando sus cartas estaban llenas con las dificultades del idioma japonés y la escasez de buenos intérpretes. Se agregó que en una ocasión, cuando sus compañeros estaban sedientos en el mar, transformó el agua salada en potable. Cuando perdió su crucifijo en el mar, un cangrejo se lo devolvió. De acuerdo con una versión posterior, lanzó el crucifijo para calmar una tempestad. En 1662, cuando se le canonizó, fue necesario probar, a satisfacción de las autoridades del Vaticano, que había efectuado milagros, porque sin tal prueba nadie puede ser santo. El Papa garantizó oficialmente el don de lenguas, e impresionó, en especial, con el hecho de que Javier hiciera arder lámparas con agua bendita en lugar de aceite. Éste fue el mismo —Papa Urbano VIII— que encontró increíble lo que dijo Galileo. La leyenda continuó en aumento, hasta que, por la biografía, publicada por el Padre Bouhours, en 1632, sabemos que el santo, en el curso de su vida, resucitó a catorce personas. Los escritores católicos aun acreditan sus poderes milagrosos; así el Padre Coleridge, de la Compañía de Jesús, reafirma el don de lenguas en una biografía publicada en 1872.
Por estos ejemplos se verá cuán poca fe puede darse al relato de maravillas en períodos en que los documentos son menos numerosos que en el caso de San Francisco Javier.
Las curas milagrosas fueron creídas tanto por los protestantes como por los católicos. En Inglaterra el tacto del rey curaba lo que era conocido como el «maleficio del rey», y Carlos II, ese santo monarca, tocó alrededor de 100 000 personas. El cirujano de Su Majestad publicó una relación de sesenta curaciones efectuadas de este modo, y otro cirujano vio (así dice él) cientos de curaciones debidas al toque del rey, muchas de las cuales eran casos que habían vencido a los más competentes cirujanos. Había un servicio especial en el Libro de Oraciones destinado a las ocasiones en que el rey ejercitaba su maravilloso poder de curación. Estos poderes descendieron debidamente a Jacobo II, a Guillermo III y a la Reina Ana, pero en apariencia no pudieron subsistir durante la dinastía de los Hannovers.
Las plagas y calamidades que eran comunes y terribles en la Edad Media, fueron atribuidas algunas veces a los demonios, y otras a la ira de Dios. Un método de prevenir la cólera divina, muy recomendado por el clero, era el obsequio de tierras a la Iglesia. En 1680, cuando la peste bubónica azotó a Roma, se aseguró que se debía a la cólera de San Sebastián, a quien se había descuidado. Se le erigió un monumento y cesó la peste. En 1552, en la cumbre del Renacimiento, los romanos hicieron al principio un diagnóstico errado respecto a la plaga que entonces afligía a la ciudad. Pensaron que se debía a la ira de los demonios, por ejemplo de los dioses antiguos, y por este motivo sacrificaron un buey a Júpiter en el Coliseo. La prueba no dio resultados, e hicieron una procesión para acudir a la Virgen y a los santos que, como debieron saber, resulta más ventajoso.
La Muerte Negra, en 1348, produjo un desborde de supersticiones de varias clases en distintos lugares. Uno de los métodos favoritos para aplacar la cólera divina fue la destrucción de los judíos. Se calculó que en Baviera mataron a doce mil; en Erfurt a tres mil, en Estrasburgo fueron quemados dos mil, etc. El Papa solamente protestó contra estas bárbaras matanzas. Uno de los efectos más singulares de la Muerte Negra se produjo en Siena. Se había decidido agrandar la Catedral y se habían hecho ya trabajos considerables. Pero los habitantes de Siena, ignorando la suerte de otras ciudades, supusieron, cuando llegó la plaga, que era un azote especial para la pecadora Siena para castigarla en su orgullo al desear una catedral tan magnífica. Detuvieron el trabajo y la construcción permanece aún sin terminar como un monumento de contrición.
No sólo los métodos supersticiosos de curar enfermedades eran universalmente aceptados, sino que se resistió obstinadamente el estudio de la medicina científica. Los que la practicaban eran generalmente judíos, que habían heredado sus conocimientos de los mahometanos, sospecha que quizás ellos consintieron puesto que aumentaba sus ganancias. La anatomía fue considerada impía, tanto porque podía obstaculizar la resurrección de la carne, como porque la Iglesia abominaba del derramamiento de sangre. La disección fue virtualmente prohibida a consecuencias de una Bula mal entendida de Bonifacio VIII. El Papa Pío V, en la segunda mitad del siglo XVI, renovó los decretos anteriores ordenando a los médicos que llamaran primero al sacerdote, basándose en que «la enfermedad del cuerpo es producida frecuentemente por el pecado» y que rehusaran un tratamiento ulterior si el paciente no se confesaba en el plazo de tres días. Tal vez si actuó sabiamente, en vista de las condiciones de retraso en que se encontraba la medicina en aquellos tiempos.
El tratamiento de los trastornos mentales, como se podrá Imaginar, era especialmente supersticioso y permaneció así mucho más tiempo que otras ramas de la medicina. La locura era considerada como posesión diabólica, concepto fundado en la autoridad del Nuevo Testamento. A veces una curación podía hacerse por medio de exorcismos, o tocando una reliquia o por la orden de un hombre santo al demonio de que saliera. A veces se mezclaban a la religión elementos con sabor a magia.
En tales métodos no había gran daño, pero después se pensó que la mejor manera de ahuyentar al espíritu malo era torturarlo o humillarlo en su orgullo, ya que el orgullo fue el origen de la caída de Satán. Se usaban malos olores y substancias repugnantes. La fórmula de exorcismo se hizo más y más llena de obscenidades. Por tales medios, los jesuitas de Viena, en 1583, arrojaron a 12 652 demonios. Cuando, a pesar de todo, fracasaban estos métodos suaves, el paciente era azotado; si el demonio persistía en no salir, se le torturaba. Por siglos, innumerables lunáticos indefensos eran así entregados a la crueldad de bárbaros carceleros. Aun cuando las creencias supersticiosas que habían Inspirado tales crueldades no fueran aceptadas ya, subsistió la tradición de que los locos debían ser tratados duramente. Impedirles el sueño era un método reconocido, castigarlos era otro; Jorge III, cuando enloqueció, fue golpeado, aunque nadie lo supuso más poseído del demonio que cuando estaba sano.
Estrechamente relacionada con el tratamiento medieval de la locura estaba la creencia en brujerías. La Biblia dice: «No permitirás que viva una bruja» (Éxodo XXII. 18). Por causa de este texto y de otros, Wesley afirmaba que «abandonar la brujería es abandonar la Biblia». Pienso que tenía razón. (Nota al pie: A menos que aceptemos el punto de vista, librada contra la creencia en la brujería cuando ésta estaba decayendo, que la palabra en Éxodo traducida como «bruja» realmente significaba «envenenadora». Y aún esto no significa deshacerse de la bruja de Endor). Mientras los hombres creyeron en la Biblia hicieron lo posible por obedecer su mandato con respecto a las brujas. Los cristianos liberales y los modernos, que aun afirman que la Biblia es éticamente valiosa, tienen tendencia a olvidar esos textos y los millones de víctimas inocentes que murieron en agonía, porque en una época los hombres adoptaron sinceramente la Biblia como guía de conducta.
El asunto de la brujería y el más amplio de la magia y de la hechicería son al mismo tiempo interesantes y obscuros. Los antropólogos encuentran una distinción entre magia y religión, aún en las razas más primitivas, pero sus criterios, aunque sin duda adaptados a su ciencia propia, no son, precisamente, los que se necesitan cuando se trata de la nigromancia. Así Rivera, en su interesante libro sobre Melanesia, «Medicina, Magia y Religión» (1924), dice: «Cuando hablo de magia, quiero decir un grupo de procesos en los cuales los hombres usan ritos cuya eficacia está basada en el poder propio, o en poderes que se creen inherentes a atributos de algunos objetos y procesos que son usados en estos ritos. La religión, por otra parte, comprenderá un grupo de procesos cuya eficacia depende de la voluntad de un poder superior, poder cuya intervención es buscada por medio de súplicas y propiciaciones». Esta definición es apropiada cuando tratamos con gente que por una parte cree en el extraño poder de algunos objetos inanimados, tales como piedras santas, y, por otra, considera a todos los espíritus no humanos como superiores al hombre: ni una ni otra cosa es enteramente verdadera en el caso de los cristianos de la Edad Media o de los mahometanos. Se atribuyeron, en verdad, extraños poderes a la piedra filosofal y al elixir de vida, éstos casi pueden ser clasificados de científicos: se los buscaba por medio de experimentos y sus esperadas propiedades eran apenas más maravillosas que las que se han encontrado en el radio. Y la magia, como se entendía en la Edad Media, invocaba constantemente la ayuda de los espíritus, pero de espíritus malos. Entre los melanesios, la distinción entre espiritual malos y buenos parecía no existir, pero en la doctrina cristiana es esencial. Satanás, como la Deidad, puede hacer milagros; pero los hace para ayudar a los malos; mientras que Dios los hace para ayudar a los buenos. Esta distinción, como se deduce por los Evangelios, era ya corriente para los judíos en tiempos de Cristo, ya que le acusaron de ahuyentar demonios con la ayuda de Belcebú. La hechicería en la Edad Media era primariamente, pero no exclusivamente ofensiva a la Iglesia, y sus maldades peculiares se basaban en el hecho de que envolvían una alianza con poderes infernales, Aunque bastante extraño, el demonio a veces era inducido a hacer cosas que habrían sido virtuosas si fueran la obra de cualquier otro. En Sicilia hay (o hubo recientemente) juegos de títeres que han venido por tradición continuada de la Edad Media. En 1908 vi uno en Palermo que representaba las batallas de Carlomagno con los moros. En este sainete, el Papa, antes de una gran batalla, acudió a la ayuda del demonio, y durante la lucha se vio a éste en el aire dándoles la victoria a los cristianos. A pesar del excelente resultado, la acción del Papa fue malvada, y Carlomagno se sintió muy molesto con ella, aunque sacó ventajas de la victoria.
Sostienen hoy día algunos de los conocedores más serios de hechicería, que en la Europa cristiana sobreviven cultos paganos y adoración de deidades paganas que han llegado a identificarse con los espíritus malignos de la demonología cristiana. En tanto que hay mucha evidencia de que los elementos del paganismo llegaron a amalgamarse con ritos mágicos, hay graves dificultades para relacionar la brujería con esta fuente.
La magia, era un crimen punible en la antigüedad precristiana, y había una ley en contra de ella en las Doce Tablas de Roma. En época tan antigua como en el año 1100 a. C., algunos sacerdotes y mujeres del harén de Ramsés III, fueron procesados por hacer una imagen de cera de ese rey y pronunciar palabras mágicas sobre ella destinadas a causar la muerte al soberano. Apuleyo, el escritor, fue procesado por magia en el año 150 d. C., porque se había casado con una viuda rica con gran disgusto del hijo de ella. Como Otelo, sin embargo, logró persuadir a la Corte de que había usado sólo de sus encantos personales.
Originalmente la hechicería no fue considerada como un crimen peculiarmente femenino. Su concentración en la mujer comenzó en el siglo XV, y desde entonces hasta el siglo XVII la persecución de las brujas fue tenaz y severa. Inocencio VIII, en 1484, emitió una Bula en contra de ellas y designó a dos inquisidores para castigarlas. Estos Individuos, en 1489, publicaron un libro ampliamente aceptado como autoridad, Malles Maleficarum «el martillo de malefactores femeninos». Sostenían que la brujería es más natural para la mujer que para el hombre, por la perversidad inherente de sus corazones, La acusación más común en contra de las brujas en esa época, era que causaban el mal tiempo. Se preparó una lista de preguntas para las mujeres sospechosas de hechicería, y éstas eran torturadas en el potro hasta que daban las respuestas deseadas. Se calcula que sólo en Alemania entre 1450 y 1550 se dio muerte a cien mil brujas, quemándolas a casi todas.
Unos pocos racionalistas audaces se aventuraron, aun cuando la persecución estaba en su, apogeo, a dudar de si realmente las tempestades, granizo, truenos y rayos eran producidos por la maquinación de esas mujeres. Con tales hombres no hubo misericordia. Así a fines del siglo XVI, Flade, Rector de la Universidad de Tréveris y primer juez de la Corte Electoral, después de haber condenado a innumerables brujas, comenzó a pensar si quizás sus confesiones se debían al deseo de escapar de las torturas, por lo cual no se mostró dispuesto a condenarlas. Fue acusado de haberse vendido a Satanás y se le sometió a las mismas torturas que él había Infligido a otros. Como ellos, confesó su delito, y en 1589 fue estrangulado y luego quemado.
Los protestantes eran tan adictos como los católicos a la persecución de las brujas. En este objeto Jacobo I demostró especial celo. Escribió un libro sobre Demonología y en el primer año de su reinado en Inglaterra, cuando Coke era abogado general y Bacon estaba en la Casa de los Comunes, hizo aún más severa la ley, por medio de un estatuto que permaneció en vigencia hasta 1763. Hubo muchas persecuciones en una de las cuales el testigo médico fue, Sir Thomas Browne, quien declara en Religio Medicis «He creído siempre y ahora lo sé, que hay brujas; aquéllos que duden, no sólo las niegan a ellas sino a los espíritus, y son, en consecuencia, especie no de infieles sino de ateos». En realidad, como anota Lecky: «la incredulidad en fantasmas y brujas fue una de las características más prominentes del escepticismo en el siglo XVII. Al principio se limitaba sólo a los hombres que eran abiertamente librepensadores».
En Escocia, donde la persecución de las brujas era mucho más severa que en Inglaterra, Jacobo I tuvo gran éxito, cuando descubrió las causas de la tempestad que había tenido que sufrido durante su viaje desde Dinamarca. Un tal doctor Fian confesó, bajo tortura, que las tempestades eran producidas por algunos cientos de brujas que se habían hecho a la mar sobre un cedazo desde el Leith. Como Burton anota en su Historia de Escocia (Vol. VII, pág. 116): «El valor del fenómeno fue incrementado por un cuerpo cooperativo de brujas del lado de Escandinavia, suministrando los dos un experimento decisivo sobre las leyes de la Demonología». El Dr. Fian retiró inmediatamente su confesión, por lo que la tortura fue mucho más severa. Se le quebraron en varios pedazos los huesos de las piernas, pero él se mantuvo inexorable. Entonces Jacobo I, que observaba los experimentos, inventó una nueva tortura: se le arrancaron las uñas y se le hundieron clavos hasta la cabeza. Pero como dice una anotación contemporánea: «Tan profundamente había penetrado el demonio en su corazón que negó rotundamente todo lo que había sostenido antes». Por eso lo quemaron[12].
La ley en contra de la hechicería fue rechazada en Escocia por la misma ley de 1730 que la abolió en Inglaterra. Pero en Escocia la creencia estaba todavía arraigada. Un libro de texto de derecho, publicado en 1730 dice: «Nada me parece más evidente que pueda haber y habido brujas y que quizás existan actualmente; lo que pretendo, Dios mediante, aclarar en un extenso trabajo referente a la ley criminal». Los jefes de una Importante sucesión de la Iglesia establecida de Escocia, publicaron en 1736 un informe sobre la depravación de la época. Se quejaban no sólo de que se bailaba y se estimulaban los teatros, sino que últimamente se han abolido los estatutos legales contrariando la palabra expresa de la ley de Dios, «No permitirás que viva una bruja»[13]. Después de esta fecha, sin embargo, la creencia en la brujería decayó rápidamente entre la gente educada en Escocia.
Hay una simultaneidad notable en la cesación de los castigos por brujería en los países del oeste. En Inglaterra la creencia fue más permanentemente sostenida entre los puritanos que entre los anglicanos; hubo tantas ejecuciones por brujería durante el Protectorado como durante los reinados de los Tudor y de los Estuardo. En la Restauración, el escepticismo sobre el asunto llegó a hacerse de moda; la última ejecución de seguro, fue en 1682, aunque se dice que hubo otras más tarde, como alrededor de 1712. En este año hubo un juicio en Hertfordshire, instigado por el clero local. El juez no creía en la posibilidad del crimen y dirigió al Jurado en ese sentido; ellos no obstante condenaron al acusado, pero esta condena fracasó, lo que produjo vehementes protestas del clero. En Escocia, donde las torturas y ejecuciones de brujas habían sido más comunes que en Inglaterra, se hicieron raras después de fines del siglo XVII; la última vez que quemaron una bruja, fue en 1722 o en 1730. En Francia la última fue en 1718. En Nueva Inglaterra se produjo a fines del siglo XVII un recrudecimiento en la persecución de ellas, que no se repitió nunca más. En todas partes continuó la creencia popular en las hechiceras y aun sobrevive en algunas regiones rurales. El último caso, en Inglaterra fue el de Essex en 1863, cuando un anciano fue linchado por sus vecinos, por hechicero. El reconocimiento legal de hechicería como un posible crimen sobrevivió en España e Irlanda más que en cualquier otra parte. En esta última la ley contra la hechicería no fue abolida hasta 1821. En España quemaron a una hechicera en 1780.
Lecky, cuya Historia del Racionalismo trata ampliamente el asunto de hechicería, anota el curioso hecho de que la creencia en la posibilidad de la magia negra no fue destruida por argumentos, sino por la difusión general en la creencia del reino de la ley. Avanza tanto como para decir que en las discusiones específicas sobre hechicería el peso de los argumentos estaba del lado de sus defensores: Esto no es quizás sorprendente si recordamos que la Biblia pudo ser citada por sus sostenedores, mientras que los del otro lado apenas pudieron aventurarse a decir que la Biblia no puede ser creída siempre. Además, las mentes científicas mejores no se ocuparon de las supersticiones populares, en parte porque tenían otro trabajo más positivo que hacer, y en parte porque temían despertar antagonismos. Los hechos demuestran que tenían razón. El trabajo de Newton llevó a los hombres a creer que Dios había creado originariamente la naturaleza y decretado sus leyes para producir los resultados que él pretendía sin intervenciones posteriores, excepto en grandes ocasiones, tales como la revelación de la religión cristiana. Los protestantes sostienen que los milagros ocurrieron durante el primero o los dos primeros siglos de la era cristiana y que cesaron luego. Si Dios no intervino más milagrosamente, es difícil aceptar que autorizara a Satanás para que lo hiciera. Hubo esperanzas de que la meteorología científica no dejara margen a que viejas brujas montadas en escobas causaran tempestades. Por algún tiempo se siguió considerando impío aplicar el concepto de ley natural a los truenos y relámpagos, puesto que eran actos especiales de Dios. Esta apreciación sobrevivió en la oposición a los pararrayos. Así, cuando en 1755 Massachusetts fue sacudido por temblores, el Reverendo Dr. Price los atribuyó, en un sermón público, a las «puntas de hierro inventadas por el sagaz Mr. Franklin», diciendo: «En Boston las han erigido más que en ninguna otra parte de Nueva Inglaterra, y Boston parece ser sacudido más terriblemente. ¡Oh, no hay manera de escapar a la poderosa mano de Dios!». A pesar de estas advertencias los habitantes de Boston continuaron erigiendo «puntas de hierro» y los terremotos, no obstante, no aumentaron en frecuencia. Desde el tiempo de Newton adelante, una apreciación como la del Reverendo Dr. Price fue adquiriendo, en aumento, sabor a superstición. Y al igual que murió la creencia en intervenciones milagrosas en el curso de la naturaleza, desapareció, también, necesariamente, la creencia en la posibilidad de la hechicería. Esta evidencia no fue nunca refutada: simplemente no vale ya la pena examinarla.
Durante toda la Edad Media, como hemos visto, la prevención y cura de enfermedades eran ensayadas por métodos supersticiosos o enteramente arbitrarios. No era posible nada científico sin la anatomía y la fisiología, y éstas a su vez, sin la disección, a la que se oponía la Iglesia. Vesalius, que fue quien primero hizo anatomía científica, logró escapar de la censura oficial durante un tiempo, porque era médico del Emperador Carlos y, quien temía que sufriera su salud si le privaban de su médico favorito. Durante el reinado de Carlos V, una conferencia de teólogos consultada sobre Vesalius, opinó que la disección no era sacrilegio. Pero Felipe II que era menos valetudinario, no vio razón para proteger a un sospechoso; Vesalius no pudo obtener más cadáveres para hacer disección. La Iglesia creía que hay en el cuerpo humano un hueso indestructible que es el núcleo de la resurrección de la carne; Vesalius, al ser interrogado, confesó que no había encontrado nunca tal hueso. Esto fue malo, pero quizás no lo suficiente. Los discípulos médicos de Galeno —que había llegado a ser un obstáculo tan grande para el progreso de la medicina como Aristóteles para la física— persiguieron a Vesalius con hostilidad despiadada, hasta que al fin encontraron una oportunidad para arruinarle. Mientras estaba examinando, con el consentimiento de sus parientes, el cuerpo de un Grande de España, el corazón —como dijeron sus enemigos— se observó que demostraba señales de vida bajo el cuchillo. Pué acusado de asesinato y denunciado a la Inquisición. Por influencia del rey se le permitió cumplir su sentencia mediante una peregrinación a Tierra Santa; pero de vuelta a su hogar, naufragó, y aunque alcanzó a llegar a tierra, murió de agotamiento. Pero sobrevivió su influencia; uno de sus discípulos, Fallopius, hizo trabajos notables y la profesión médica llegó gradualmente al convencimiento de que la manera de encontrar lo que hay en el cuerpo humano es mirar y ver.
La fisiología se desarrolló después que la anatomía y puede ser considerada científica con Harvey (1579-1657), el descubridor de la circulación de la sangre. Al igual que Vesalius, era médico de la Corte —primero de Jacobo I y luego de Carlos I–, pero no sufrió persecuciones, aun cuando Carlos había caído. El siglo siguiente tuvo opiniones más liberales sobre temas médicos, especialmente en los países protestantes. En las Universidades españolas la circulación de la sangre fue negada hasta fines del siglo XVIII, y la disección no era todavía parte de la educación médica.
Los viejos prejuicios teológicos, aunque muy debilitados, reaparecían al ser despertados por la iniciación de cualquier novedad. Las inoculaciones en contra de la viruela levantaron una protesta de los teólogos. La Sorbona se pronunció en su contra por motivos teológicos. Un clérigo anglicano publicó un sermón diciendo que las pústulas de Job eran, indudablemente debidas a Inoculaciones del demonio, y muchos pastores escoceses se juntaron en un manifiesto diciendo que «se intentaba frustrar un juicio divino». Sin embargo, el efecto de la disminución del promedio de mortalidad por la viruela fue tan notable que los terrores teológicos no lograron dominar el temor a las enfermedades. Además, en 1678, la Emperatriz Josefina y su hijo se hicieron Inocular, y aunque a ella quizás no se la pueda considerar modelo desde el punto de vista ético, en cambio era tenida como guía certera en materia de prudencia mundana.
La controversia iba muriendo cuando el descubrimiento de la vacuna la revivió. Los sacerdotes (y médicos) consideraron la vacuna como «cartel de desafío al cielo mismo, y aún a la voluntad de Dios»; en Cambridge se pronunció un sermón universitario en contra de ella. Más tarde, en 1885, cuando hubo una seria epidemia de viruelas en Montreal, la parte católica de la población se resistió a vacunarse, con el apoyo del clero. Un sacerdote expuso: «Si nos encontramos afligidos por la viruela, es porque hemos tenido un carnaval este último invierno, festejándose la carne, que ha ofendido al Señor». Los Padres Sacramentinos, iglesia que estaba situada en el corazón mismo del distrito infestado, comenzaron a condenar la vacuna, se exhortó a los fieles para que confiaran en ejercicios devotos de varias clases; bajo la sanción de la jerarquía, se ordenó una gran procesión acudiendo solamente a la Virgen, y el uso del rosario fue especificado cuidadosamente[14].
Otra ocasión de intervención teológica evitando mitigar los sufrimientos humanos, fue el descubrimiento de los anestésicos. Simpson, en 1847, recomienda su uso en los partos y los clérigos le recordaron inmediatamente que Dios dijo a Eva:
«Parirás a tus hijos con dolor» (Gen. 16). ¿Y cómo podría sufrir si estaba bajo la influencia del cloroformo? Simpson probó que no había mal en dar anestésicos al hombre, porque Dios sumió a Adán en un sueño profundo para extraerle la costilla. Pero los eclesiásticos no se convencieron con respecto a los sufrimientos de la mujer, y mucho menos en el parto. Debe anotarse que en el Japón, donde la autoridad del Génesis no es reconocida, las mujeres tienen que soportar los dolores del parto sin ningún alivio artificial. Es difícil rechazar la conclusión de que, para muchos hombres, hay algo placentero en los sufrimientos de las mujeres, y por esto tienen propensión a adherirse a cualquier código teológico o ética que indica que es un deber que sufran pacientemente, aun cuando no haya una razón valiosa para no evitar los dolores. El daño que la teología ha hecho no ha sido crear impulsos crueles, sino darles la sanción de lo que profesa ser una ética sublime, y confesar su carácter aparentemente sagrado a prácticas que provienen de las épocas más ignorantes y salvajes.
La intervención de la teología en temas médicos no termina aún; opiniones sobre asuntos tales como control de nacimiento, y permiso legal de aborto, en ciertos casos, están aún influenciados por textos bíblicos y decretos eclesiásticos. Véase, por ejemplo, la encíclica sobre matrimonio dictada hace poco por el Papa Pío XI. Dice que los que practiquen la restricción de los nacimientos «pecan contra la naturaleza y cometen un acto vergonzoso e intrínsecamente vicioso. No es extraño, por tanto, que las Sagradas Escrituras testimonien que la Divina Majestad detesta este horrible crimen y en ocasiones lo ha castigado con la muerte». Continúa citando a San Agustín sobre el Génesis XXXVIII 8-10. No se han creído necesarias razones ulteriores para la condenación del control de nacimientos. En cuanto a los argumentos económicos «estamos profundamente conmovidos por los sufrimientos de aquellos padres que en extrema necesidad experimentan grandes dificultades para criar a sus hijos, pero ninguna dificultad puede justificar el dejar de lado la ley de Dios que prohíbe todos los actos intrínsecamente perniciosos». Así, al tratar de la interrupción del embarazo por razones «médicas o terapéuticas», como por ejemplo, para salvar la vida de una mujer, considera que esto no la justifica. ¿Qué razón suficiente habría jamás para excusar en cualquier forma el asesinato directo del inocente? Sea que se imponga a la madre o al niño, está en contra del precepto divino y de la ley natural: «No matarás». Continúa al mismo tiempo explicando que el texto no condena la guerra o el castigo capital, y concluye: «los médicos rectos y competentes se esfuerzan en forma digna del mayor elogio en guardar y preservar la vida de ambos, madre e hijo; por el contrario, se muestran indignos de la noble profesión de la medicina aquellos que determinan la muerte de uno u otro, bajo la disculpa de la práctica de la medicina o de una piedad mal entendida». Así no sólo la doctrina católica es derivada de un texto, sino que éste es aplicable al embrión humano aun en su estado más primitivo de desarrollo, y la razón para esta última opinión es derivada evidentemente de la creencia de que el embrión posee lo que los teólogos llaman «alma»[15]. Las conclusiones arrojadas por tales premisas pueden ser verdaderas o erradas, pero en ambos casos el argumento no es de los que la ciencia puede aceptar. La muerte de la madre, prevista por el médico en los casos que el Papa discute, no es asesinato, puesto que el doctor nunca puede estar cierto de lo que sucederá; puede ella salvarse por milagro.
Pero aunque, como acabamos de ver, la teología trata todavía de obstaculizar a la medicina en casos que supone que envuelven factores morales especiales, sin embargo, en la mayor parte de los campos, la batalla por la independencia científica de la medicina ha triunfado. Nadie piensa ahora que es impío evitar pestilencias y epidemias por medio de la sanidad e higiene, y aunque algunos todavía sostienen que las enfermedades son enviadas por Dios, no arguyen que es impío tratar de evitarlas. El mejoramiento consiguiente de la salud y la mayor longevidad es una de las características más admirables y notables de nuestra época. Aun cuando la ciencia no hubiera hecho otra cosa para la felicidad humana, merecerla nuestra gratitud por esto solo. Aquellos que creen en la utilidad de los credos teológicos no podrán señalar ninguna ventaja semejante conferida por ellos a la raza humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario