domingo, 19 de marzo de 2017

Pedro Abelardo: lógica y ética de un pensador crítico

Desde Oriente, favorecido por el contacto directo con el legado griego, la filosofía pasa al otro extremo del mundo conocido. Por eso, trataremos ahora de Pedro Abelardo, que se distingue por su dominio de la lógica y por su espíritu crítico, rasgos que, como veremos, caracterizarán a la escolástica tardía. Pero con anterioridad había echado a andar el pensamiento cristiano. En efecto, tras la patrística comenzó el lento desarrollo de la escolástica.

  En una fase inicial, dominaron sus pobres comienzos el enciclopedismo en el campo de la erudición (en el que sobresale san Isidoro de Sevilla con sus Etimologías), el agustinismo en teología y el neoplatonismo en filosofía.

  Después surgió un pensador de relieve, Juan Escoto Eriúgena (siglo IX, aunque carecemos de una cronología precisa), profesor en la escuela palatina de la corte de Carlos el Calvo, traductor e introductor de las doctrinas místicas del Pseudo-Dionisio y autor de un libro sobre la naturaleza titulado Periphyseon o De divisione naturae (Sobre la división de la naturaleza), en el que se intentan conciliar la cosmovisión cristiana y la filosofía neoplatónica, y que puede considerarse la primera gran obra metafísica del medievo cristiano. Su destino fue desgraciado: condenado en el Concilio de París en 1210, el papa Honorio III ordenó la quema pública de esta obra. Según Escoto, la razón es necesaria para comprender la revelación: «Nadie entra al cielo sino a través de la filosofía». En caso de conflicto entre la autoridad y la razón, él se inclinaba por esta última: siempre una arriesgada elección, y más en los tiempos medios.
Pintura donde se representa un encuentro entre Pedro Abelardo y Eloísa.

  Otro filósofo destacado de la escolástica temprana es Anselmo de Canterbury (1033-1109). Nacido en Aosta (Italia), entra como monje en la abadía normanda de Bec, de la que llegará a ser abad, y acaba su carrera eclesiástica como arzobispo de Canterbury desde 1093 hasta su muerte. Con él, la dialéctica se reconcilia definitivamente con la ortodoxia. Su lema «Fides quaerens intellectum» («La fe en busca de la inteligencia») refleja bien el espíritu que domina una nueva época. Entre sus obras debemos señalar el Monologion, en que formula las pruebas a posteriori (es decir, de los efectos a las causas, o por experiencia) de la existencia de Dios, y el Proslogion, en que se intenta demostrar la existencia de Dios a partir de su propia idea como ser perfecto; es el llamado «argumento ontológico», de tan escasa aceptación en la escolástica como favorable acogida en el racionalismo europeo hasta Kant, cuya crítica fue demoledora. En un clima incipiente de debate, las demostraciones anselmianas son para él «razones necesarias» que no ponen en tela de juicio la Revelación, pero que buscan comprenderla con argumentos «invencibles»

La vida azarosa de un intelectual medieval

  Pedro Abelardo (1079-1142), mente aguda, espíritu inquieto, lógico innovador y maestro parisino sin rival, tuvo una vida agitada no exenta de sobresaltos, desde ser castrado como consecuencia de sus aventuras amorosas con su alumna Eloísa hasta ser condenado dos veces como hereje por la Iglesia católica. Profesor itinerante al comienzo de su carrera docente, se convirtió en el centro de la vida intelectual de París cuando, alejado de la escuela catedralicia de Notre-Dame, comenzó a enseñar en la montaña de Santa Genoveva, a la otra orilla del río. Los discípulos le adoraban, los adversarios le temían por su habilidad dialéctica y los guardianes de la fe lo acechaban para condenar sus atrevidas ideas teológicas.

  Entre los pensadores de su época, los juicios sobre él eran contrapuestos, según su diversa perspectiva doctrinal. Así, el filósofo Juan de Salisbury lo elogia como «doctor ilustre digno de ser admirado por todos», y el famoso abad de Cluny Pedro el Venerable (que lo acogió en su abadía poco antes de su muerte, ya derrotado por la ortodoxia) llegó a compararle con los grandes filósofos griegos al llamarle «Sócrates de las Galias, supremo Platón de Occidente, nuestro Aristóteles». Por el contrario, el teólogo y místico san Bernardo —renovador de la orden cisterciense, abad de Clairvaux, impulsor de las Cruzadas e influyente consejero papal— le acusaba «de reírse de la fe de los simples y de injuriar a los Santos Padres», calificaba su Teología de un cúmulo de tonterías, calumnias impías y blasfemias, y acabó pidiéndole al papa Inocencio II que a Abelardo se le tapara la boca no con argumentos racionales sino con el látigo.

  Hacia 1130 escribió su autobiografía. Historia calamitatum (Historia de mis desgracias o infortunios), un documento dramático y veraz que, por su calidad literaria y su sello personal, ha sido comparado a veces con las Confesiones de san Agustín y las de Rousseau. Resumamos con brevedad los principales datos de su biografía. De familia perteneciente a la pequeña nobleza, nació en un castillo de la Bretaña no lejos de Poitiers. Hacia 1090 estudia con Roscelino de Compiégne, considerado por algunos el primer nominalista medieval (volveremos más adelante al tema). En 1100 llega a París, donde aprende lógica con Guillermo de Champeaux, que mantenía una posición opuesta acerca de los universales al defender una interpretación realista de ellos. Dos años después comienza su etapa como profesor; se establece en distintas ciudades, como Melun o Corbeil, y finalmente en la escuela catedralicia de Notre-Dame de París. Deseoso de mejorar su formación para competir mejor en los debates de las escuelas, en 1113 comienza a estudiar teología con Anselmo de Laon. Pronto se sintió defraudado de esta enseñanza. En su característico estilo polémico, la crítica que hace de él en su autobiografía resulta demoledora:

 
    Debía [Anselmo de Laon] su reputación más a la rutina que a la inteligencia o a la memoria. Cuando se golpeaba a su puerta para consultarle acerca de una cuestión dudosa, se regresaba con más dudas aún.

    Era admirable, ciertamente, ante un auditorio mudo, pero se mostraba nulo cuando se le interrogaba. Tenía una gran facilidad de palabra, pero poca profundidad y ninguna lógica. El fuego que él encendía llenaba su casa de humo sin proporcionar ninguna luz[16].
 

  Después de una breve etapa como maestro en Notre-Dame, fundó su escuela en la montaña de Santa Genoveva, donde para enseñar no se necesitaba la autorización del obispo, es decir, la licentia docendi. Hacia 1115 inició su relación amorosa con Eloísa, a la que ya he aludido, y que marcaría su vida. Tres años más tarde, ingresó en el convento de Saint-Denis. Condenado en 1121 en el Concilio de Soisson por su libro sobre la Trinidad, su vida se volvió precaria. Apenas pudo sobrevivir enseñando a un grupo de discípulos. «Solo mi extrema pobreza me impulsó a abrir una escuela. No tenía fuerzas como para labrar la tierra y me daba vergüenza mendigar. Sin poder realizar trabajo manual alguno, tuve que recurrir al arte en el cual era un experto: me serví de la palabra.» En 1126 abandonó la enseñanza. El odio de sus adversarios no se detuvo, sin embargo, y así ocurrió que fue condenado de nuevo en 1141. En un intento de que el papa revocara esta condena por herejía, emprendió entonces viaje a Roma. Se detuvo en Cluny, donde fue protegido por el abad Pedro el Venerable. Allí conocerá la sentencia condenatoria del papa. Este golpe moral se unió a los problemas de salud. Trasladado cerca de Chalons, a un priorato dependiente de Cluny, moriría en abril de 1142, a la edad de sesenta y tres años. Su amada Eloísa solicitó ser enterrada junto a él. Ambos reposan desde el siglo XVIII en el célebre cementerio parisino de Pére-Lachaise, donde yacen otros hijos ilustres de la cultura europea, como los dramaturgos Moliere y Oscar Wilde, los novelistas Balzac y Proust, los músicos Chopin y Rossini, y los poetas La Fontaine y Apollinaire. Merecido reconocimiento de la ciudad en la que brilló su genio.

  Entre sus escritos merecen citarse estos: Lógica, Dialéctica (la más importante de tema lógico), Ética, Teología del sumo bien (sobre la Trinidad), Teología cristiana, Introducción a la teología (la más tardía y madura de tema teológico), Sic et non (Pro y contra), importante desde el punto de vista del método, y Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano.
El problema de los universales

  La contribución filosófica más valiosa de Abelardo fue en el campo de la lógica, a veces también llamada por él dialéctica. Basó sus enseñanzas y sus escritos en el tema en estas siete obras: Isagogé o Introducción (a las Categorías de Aristóteles), de Porfirio, un filósofo neoplatónico del siglo III, Sobre la interpretación y Categorías, de Aristóteles, y El libro de las divisiones, Tópicos, Sobre los silogismos categóricos y Sobre los silogismos hipotéticos, de Boecio (hacia 480-525), un filósofo romano que fue la máxima autoridad medieval en lógica hasta el siglo XIII.

  Para él, la lógica representa la garantía de verdad en el uso de la razón. Más que instrumental, su papel es directivo de las demás ciencias. En este contexto filosófico, y dentro de las polémicas suscitadas en su época por los maestros Roscelino y Guillermo de Champeaux, se plantea en los debates de las escuelas el llamado problema de los universales. Hagamos un poco de historia antes de fijar la posición de Abelardo al respecto.

  El problema surge a propósito de los términos generales, como «hombre». ¿Tiene alguna existencia el concepto de «hombre» al margen de la existencia del hombre concreto? El tema, aunque abstracto, no es baladí, pues la ciencia trata de lo general, lo universal. Para Aristóteles «toda realidad es individual», y llama universal «a lo que por naturaleza se predica de muchos». Si, pues, el universal no existe separadamente pero se predica de lo individual, como cuando decimos «Pedro es hombre», ¿qué existencia tendrá? Boecio afirma que la substancia es individual y que el universal es un concepto, pero no un concepto vacío sino formal.

  Volvamos al siglo XII. Guillermo de Champeaux defiende una posición llamada «realista» (de res, «cosa»), según la cual existen esencias o substancias universales, por ejemplo la substancia «hombre», comunes a los individuos cuyas diferencias entre sí serían accidentales. Roscelino, por su parte, mantenía una posición llamada «nominalista» (de nomen, «nombre»), y pensaba que las especies y los géneros no existen fuera del sujeto individual, sino que solo son nombres, sonidos articulados.

  Abelardo se distanció de ambas posiciones: los universales no son cosas ni tampoco meros nombres. El universal, para él, es lo que se puede predicar de muchos, y esta predicación tiene lugar en el lenguaje creado por los hombres. Lo que importa es la significación lingüística. Ni la cosa, res, ni la voz, vox, son universales. El universal es la palabra significativa, sermo. Los universales, por tanto, no pertenecen a una ciencia de lo real, de las substancias, sino a una ciencia del lenguaje, a la lógica, a la que llama de modo expresivo scientia sermonicalis, es decir, «ciencia del discurso»

De la ética de la intención al diálogo interreligioso

  Pasemos ahora de la lógica a la filosofía moral. Abelardo escribió su Ética, o Conócete a ti mismo hacia 1128, cuando, retirado de la enseñanza en París, ejercía como abad en el lejano monasterio de San Gildas, enclavado en la región de Bretaña. El tema que expone en él es la naturaleza del pecado. Estamos, pues, ante una obra de moral religiosa, aunque, como veremos, en ella se percibe el espíritu crítico abelardiano. Conviene tener en cuenta que hasta ese momento Aristóteles, y con él sus Éticas, era prácticamente desconocido en el Occidente cristiano, pues de él solo se disponía de los dos tratados de lógica antes mencionados. No habían llegado aún las traducciones grecolatinas ni los comentarios de Averroes al Corpus aristotélico. La Ética nicomáquea fue traducida al latín hacia 1247 por Roberto Grosseteste, franciscano inglés y canciller de la Universidad de Oxford. Su primer comentarista fue Alberto Magno, y luego su discípulo Tomás de Aquino. Hasta la segunda mitad del siglo XIV, la principal obra ética de Aristóteles no fue incluida como libro de texto en las facultades de artes.

  El pecado es concebido por él como un acto interior mediante el cual se consiente el mal. No es una substancia ni una existencia positiva, sino más bien una ausencia, la no realización de lo que Dios quiere. Esta definición negativa le lleva a distinguir el pecado del vicio, que consiste en la inclinación de la voluntad hacia las acciones malas; cuando esa inclinación es reprimida, el acto moral será meritorio. «Y así no es pecado desear una mujer sino consentir en tal deseo, ni es condenable la voluntad de acostarse con ella sino el consentimiento en tal voluntad» (Ética, cap. III, trad. A. Cappelletti). El pecado, en definitiva, es el libre consentimiento del mal; no consiste en la acción sino en la intención. Por eso calificamos su ética de intencional. Al final de su vida, repetirá la misma idea: «Las acciones se juzgan buenas o malas sobre la base de la intención que las anima; por sí mismas son indiferentes» (Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano).

  Si, pues, es la intención la que hace que un acto sea moral o no, ¿cuándo podemos calificarla de «buena»? La respuesta de Abelardo refleja bien su mentalidad cristiana medieval. «Una intención no debe llamarse, entonces, buena porque parezca buena, sino porque además es tal como parece, lo cual sucede cuando el hombre, al creer que agrada a Dios en aquello hacia lo que tiende, no se engaña en tal creencia» (Ética, cap. XII). Esta necesaria adecuación de la libre intención humana a la voluntad divina nos confirma que su ética es heterónoma (es decir, que la norma moral es ajena al sujeto) y no autónoma, como en Aristóteles o, siglos después de Abelardo, en Kant.

  Junto a su racionalismo moral, que tanto molestaba a los teólogos conservadores, encontramos en su ética una ruptura con el ascetismo y el puritanismo medievales. Para él, lo que no está prohibido no es pecado, e incluso mucho de lo antes prohibido puede dejar de serlo y, por consiguiente, no ser ya pecado. Ejemplos de lo primero, añade Abelardo, son los placeres sexuales y de la mesa, permitidos en el Paraíso terrenal, y ejemplo de lo segundo, la prohibición a los judíos de comer cerdo, abolida por el cristianismo. El intelectual crítico y vitalista vuelve a levantar cabeza en su soledad monacal: «Parece que más por autoridad que por razón se nos obliga a reconocer que el placer carnal constituye en sí mismo un pecado» (Ética, cap. III).

  Me referiré ahora a uno de sus últimos escritos, Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano. En una visión nocturna encuentra a tres hombres de diferente fe pero que veneran a un único Dios. Constituye una obra literaria inacabada y de especial valor por su contenido simbólico: un diálogo entre la filosofía y las religiones monoteístas. Se trata de valorarlas desde un punto de vista imparcial y razonado. La ley natural como fuente de la religión y la razón como instrumento de búsqueda de la divinidad son los pilares sobre los que desarrolla el diálogo.-

  Entre los protagonistas del diálogo antes citado hay que advertir que el filósofo, de formación neoplatónica, integra a un musulmán en su figura. En esto cabe percibir la influencia de su protector, el abad Pedro el Venerable, que viajó a España para conocer directamente la cultura islámica y que favoreció la primera traducción del Corán al latín. Además, tenemos el testimonio del propio Abelardo, quien, angustiado por la persecución que sufría, pensó incluso en huir al mundo islámico:

 
    Dios sabe cuántas veces, sumido en la más profunda desesperación, pensé en abandonar los territorios de la cristiandad e ir a tierra de paganos [«ir con los sarracenos» en la traducción de Juan de Meung] para vivir allí en paz, mediante el pago de algún tributo, vivir como cristiano entre los enemigos de Cristo. Pensaba que ellos me recibirían mejor si me creían menos cristiano, atendiendo a las acusaciones de que era víctima.
 

  En el diálogo reaparecen algunos de los temas teológicos y éticos ya planteados por él en obras anteriores. Así, por ejemplo, la concepción de Dios como Sumo Bien, su rechazo de la intolerancia, la diferencia entre la fe y la filosofía, la conveniencia de no olvidar que los debates teológicos tienen lugar en el terreno del lenguaje o la semejanza entre la religión cristiana y la filosofía griega. Su latente ecumenismo, su patente racionalismo y su cristianismo ilustrado brillan en este último escrito. La sutileza de su ingenio y el tesoro de su memoria, rico en conocimientos filosóficos y teológicos —que el filósofo alababa en él al comienzo del diálogo—, quedan aquí nuevamente de manifiesto. Como le escribiera Pedro el Venerable a Eloísa en su elogio póstumo, «con el pensamiento, con la palabra, con todo su comportamiento, meditaba, enseñaba y construía argumentos siempre divinos y siempre filosóficos».


 [14] Abu Nasr al-Farabi, La ciudad ideal, cap. 34, trad. Manuel Alonso. <<
 

 
    [16] Historia calamitatum, trad. de C. Peri-Rossi. <<
 

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