Diogenes y Alejandro
16) A uno que quería ser su discípulo en filosofía le dio un pececillo que llaman saperda, para que lo siguiese con él; más como el tal, por vergüenza, lo arrojase y se fuese, habiéndolo después encontrado, le dijo: «Una saperda deshizo tu amistad y la mía».
Ahí están, para verlas sin complicaciones: la vergüenza y la desvergüenza del contexto cínico. Dictum magnum, éste, como el que más. ¿Y qué es una saperda? En lugar de la saperda, que no conozco ni por grabados, pongo un pejerrey, una sardina. ¡No, mejor una anchoa! Fea de ver será. Podrida, asquerosa, mal oliente; así finjo la anchoa de Diógenes.
«La anchoa de Diógenes», ¿no es lo mismo que «los palos de Antístenes»? ¿No se parece un poco también al «dedo del medio»? Tan poco asunto entre la modestia y el descaro, tan nimia cosa para inhibir la amistad. También hay una anchoa entre la sensatez y la locura: basta que alguien sujete una entre el pulgar y el índice y se eche a caminar por Alameda para que lo verifique.
La anchoa de Diógenes opera como una medida, o como ese mínimo común denominador que nos mordemos las uñas buscando cuando niños. Lo menos que debe hacer uno que quiere mi amistad es seguirme con una anchoa podrida colgando entre el pulgar y el índice. ¿No parece una prueba de budismo zen? Pero, he aquí que mi mínimo resulta para el que busca mi amistad el colmo: «Pero, éste, ¿qué se ha creído?».
Establecer la amistad sin «la anchoa de Diógenes» (es común entre nosotros salir de banquetes, fiestas, espectáculos, llenos de nuevos amigos) tiene el grave inconveniente de que no valga más que una anchoa podrida. Hablando de las adversidades del golpe militar de 1973 y aplicando a lo que resultó en el plano de las relaciones personales «la anchoa de Diógenes», la verdad es que se desvanecieron casi todas sólo al olor.
«La anchoa de Diógenes» sirve para practicar el consejo de Antístenes: que «para la vida se deben prevenir aquellas cosas que en un naufragio salgan nadando con el dueño». Aquellos amigos que no valen una anchoa podrida, ¿tendrán reparo en dejar que nos ahoguemos?
«La saperda de Diógenes» se presta al examen de lo que algunos detallan como paralelo alegórico entre el perro y el cínico: como a éste, al perro le es indiferente donde ir, donde echarse: no tiene vergüenza de fornicar, rascarse, defecar en público; es guardián celoso de su lugar; y distingue certero amigos de enemigos. Por esta anécdota, vemos que en lo último tan certero no se es. Acaso el perro lleve, por decirlo así, una anchoa en la nariz. Pero no el cínico. O mejor así: ¿Los miró alguna vez un perro habiendo en su mirada mucha duda sobre si ladrarles o no? Así podemos representarnos a Diógenes en esta anécdota, preguntándose de qué materia estará conformado este joven que pide ser admitido a su filosofía, igual que ese perro que no sabe si mover la cola o desnudar los colmillos. Sobre el terreno sale Diógenes del embarazo: Toma el primer desperdicio, la primera inmundicia que encuentra a mano y se la alcanza. «¡Aguántate ésa!»
17) Habiendo visto una vez que un muchacho bebía en las manos, sacó su colodra del zurrón y la arrojó diciendo: «Un muchacho me gana en simplicidad y economía». Arrojó también el plato, habiendo igualmente visto que otro muchacho, cuyo plato se había quebrado, puso las lentejas que comía en una poza de pan.
Llama la atención que sean muchachos los maestros de economía y simplicidad (Hicks traduce «plainness of living») de Diógenes. Pero no tendría que sorprender demasiado, si consideramos que de un ratón aprendió a vivir en despoblado, a nivelarse en el mínimo natural.
Elegante y completa como es la lección del roedor famoso, no basta en sí misma para salir de asceta por el mundo. Una cosa es decir: «Hay que sustentarse con el mínimo natural» y otra sustentarse así en efecto. Creo recordar que fue el filósofo Bertrand Russell quien dijo una vez: «Soy empirista; eso creo, por lo menos». Ocurre así con medio mundo, por no decir mundo y medio: cristianos, mahometanos, marxistas y en general las gentes que dicen profesar alguna doctrina, sustentar una forma de vida, un modelo de sociedad, un sistema político, filosófico, económico. Dicen que sustentan algo así, pero que lo hagan en efecto y en todo el detalle ya es otro cantar.
En el caso de Diógenes contemplando a su ratón raquítico en el yermo —su resistencia y autarquía en el medio natural— podemos comprender que concluya: «He aquí mi maestro; debo hacer como él». Lo que me recuerda la pregunta que hay en Agustín: «A la montaña quiero ascender, pero, ¿por dónde?» Lo que me recuerda también las definiciones esenciales en oposición a las operacionales. En mis años de escuela elemental, mi profesor definía la circunferencia como «una línea plana, curva y cerrada cuyos puntos equidistan de otro llamado centro». Con esta definición yo estaba viendo la circunferencia, tal como Diógenes veía a ese ratón autárquico en el yermo inhóspito. Después, en humanidades, mi nuevo profesor de matemáticas definía la circunferencia como «el límite al que tiende el perímetro de un polígono regular cuando el número de sus lados aumenta indefinidamente». O sea, mi primer profesor de matemáticas era helénico; mi segundo, helenístico. Con la definición de mi segundo profesor ya no veía yo la circunferencia; pero también es cierto que con ella podía medirla, mientras que no podía medirla con la primera por más redonda que estuviera ante mis ojos. Algo parecido hay en la anécdota del ratón en el yermo en contraste con ésta de dos niños bebiendo uno en sus manos y comiendo el otro lentejas en su pan: contemplando a ese ratón que se basta a sí mismo en despoblado, vemos la vida autárquica en su sencilla perfección; viendo a los pequeños, en cambio, dejamos de ver la vida autárquica en pleno, pero tenemos el método para alcanzarla. El ratón famélico y autárquico que Diógenes observa admirado en el yermo es el límite, la perfección; los pequeños bebiendo y comiendo en sus meras manos son el camino para alcanzarla. ¿No dice el Evangelio que hay que hacerse como ellos?
Así, pues, el mismo Diógenes, denunciante del derroche y la superfluidad, vivía también en lo superfluo. Unos pequeños vienen a mostrárselo. ¿No es como para sentir un arrebato de furia, aunque sea breve, pero suficiente para quebrar el plato y la colodra? ¿No es también como para quedarse pensando sobre quiénes merecen la tierra? Porque si no es fácil llegar a la altura de mi modelo de vida fácil, un ratón, ¿por qué mejor no dejar la tierra a los ratones?
¿Qué es una colodra? Es como una escudilla. ¡Vaya! ¿Y qué es una escudilla? Una especie de vasija cóncava. ¿Y qué es vasija cóncava? Se parte una naranja en mitades, se come una à la Diogène y la cáscara queda como una colodra. ¡Listo!
Cuando, pues, buscamos poner en práctica una doctrina (vivir, por ejemplo, de acuerdo a la naturaleza), podemos acaso atinar en general con las orientaciones pero nunca en todo el detalle. Pero, ¿no podrá afectar el detalle a la orientación? ¿Quién nos dice que con la vista puesta, digamos, en la liberación del hombre no tengamos que comenzar por encarcelarlo, enjuagarle el cerebro, deportarlo, aniquilarlo? Cosa seria las grandes ideas. Son casi siempre como esa camisa de once varas. Radiantes camisas de once varas que nos echamos encima con todo entusiasmo y que nos traen al suelo al primer paso. Le ocurre al valiente y esforzado Diógenes también. Él (y ésta es otra de esas grandes ideas) se presenta como un enemigo irreconciliable de las ideas, las definiciones abstractas, los sistemas omnincluyentes; y hételo aquí poniéndole su rúbrica a una doctrina más: que para la buena vida debemos eliminar lo superfluo. ¿Y qué ocurre? Que unos niños bebiendo el agua en sus manos y comiendo sus lentejas en una lonja de pan le muestran que está en defecto respecto de su doctrina, que en su mismo zurrón hay tres cosas inadvertidas: dos superfluas, un plato y una escudilla, y una tercera que no es visible, pero que se deja sentir con esas dos cosas superfluas; y es la idea grande de vivir al margen de lo superfluo. Pero, ¿es así? ¿Cuántas cosas más habrá que eluden su cuidado? Es, pues como si esos dos muchachos le dijeran: «Sencillamente quieres vivir, oh Diógenes, ¿qué hacen pues en tu zurrón ese plato y esa escudilla?» Un pelo más de ironía y van a preguntarle
furia se hace ver una idea tan abstracta y problemática como las de Platón: vivir al margen de lo superfluo.
Pero hay más. La colodra de Diógenes es oráculo difícil de manejar. He aquí una cuestión planteada por Séneca (la trae Sayre en su libro The Greek Cynics): «¿Cómo, pregunto yo, puedes admirar consistentemente a ambos, Diógenes y Dédalo? ¿Cuál es el sabio, el que ideó la sierra o el que viendo a un niño beber agua en sus manos tomó su vaso y lo quebró…?». O sea: Introducción de técnicas o desalojo de técnicas. Seguir la naturaleza, en rigor, es rechazar las artes, técnicas y ciencias. Ni escribir se podrá de estas cosas, puesto que la escritura es una técnica. Prometeo trajo la escritura. ¿Escribir contra Prometeo? Dion Crisóstomo cita a Diógenes afirmando que Prometeo trajo males a los hombres. Prometeo encadenado, bien encadenado está. Trajo el fuego, para comer cocido. Diógenes intentaba comer cruda la carne. Se dice que murió intentándolo. ¿No es un símbolo? Pero, no parece tan tajante la oposición de Diógenes y Dédalo como la percibe Séneca. Si uno se va con Diógenes destruye la civilización. Cierto. Pero si uno se va con Dédalo destruye la naturaleza.
(18) Habiendo visto una vez que cierta mujer se postraba ante los dioses indecentemente, queriéndola corregir, le dijo: «¿No te avergüenzas, oh mujer, de estar tan indecente, teniendo detrás a Dios que lo llena todo?»
No se entiende muy bien, ¿verdad? Es la ya antigua versión española de José Ortiz y Sanz la que empleo a porfía porque es la que primero conocí y a la que casi exclusivamente he recurrido. El mismo Ortiz y Sanz católico de misal, reconoce que alguna limitación impuso a su versión de Laercio porque «antes quiero se me note de poco ajustado al original que de inducir algún daño en las buenas costumbres». Aquí, por poco ajustado, nuestro traductor no nos permite entender qué ocurre con esta mujer. Barruntamos (me permitiré decir refiriéndome a este hombre que escribe tan castizo) que, al inclinarse ante el altar o una efigie, esta mujer deja ver por atrás sus partes íntimas; pero no entendemos que Diógenes le diga: «teniendo detrás a Dios que lo llena todo». Muy improbable que una mujer piadosa inclinada ante el altar considere que «tiene detrás a Dios». Seguramente, podría estar de acuerdo esta mujer en que «Dios lo llena todo»; pero si es así, ¿qué le está diciendo Diógenes que ella no le pueda devolver igual y hasta multiplicado? ¿O no entiende Diógenes lo que es «llenarlo todo»?
El texto de Robert Genaille que tengo también a mano dice así (traduzco del francés):
Viendo un día a una mujer prosternada ante los dioses y que mostraba así su trasero, quiso liberarla de su superstición. Se aproximó y le dijo: «No temes mujer que Dios no esté por azar detrás de ti (porque todo está lleno de su presencia) y le des un espectáculo tan indecente».
Ver cómo todo suele cambiar yendo de una traducción a otra de un texto no deja de ser una experiencia. Con este texto (igual al de Hicks, sólo que éste pone «un dios» en lugar de «dios») no tenemos problemas en representarnos la historia. Ahí está una mujer inclinada ante el altar. Desde el altar no se ve nada indecente. Son los que están detrás de la mujer quienes ven las partes más Íntimas de su cuerpo. Diógenes acierta a pasar por allí, observa el espectáculo y se dirige a la mujer. ¿Qué se propone Diógenes? Ortiz y Sanz dice «queriéndola corregir» y por lo que Diógenes le dice cualquiera pensaría que corregirla es hacer que cuide sus vestidos, que los mantenga a una altura decente. Pero Robert Genaille dice otra cosa: Diógenes propone «liberar a esta mujer de su superstición». ¿De cuál superstición? ¿De arrodillarse ante un ídolo? Pero si fuera así, la razón sería que al inclinarse quedan a la vista del ídolo sus partes íntimas. Lo que no es así. Además, no hay que dejar la superstición para remover la objeción; se remueve, por ejemplo, empleando un vestido más largo, inclinándose con más cuidado, inclinando sólo la cabeza, arrodillándose. Así, Diógenes no está convenciendo a nadie.
No hay que decir que el Diógenes de esta anécdota es el Diógenes de los escándalos. El Quevedo de Atenas. El de la parresia y la anáideia, es a saber, la procacidad y la desvergüenza.
Pero, ¿no hay aquí, en lugar de una burla obscena, en lugar de una sucia y cobarde humorada, no hay más bien una crítica llevada al detalle más nimio, una crítica como esa que ya encontramos donde con unos higos se estanca de una vez la pretensión platónica de hacer higos con la idea de higo? De modo semejante leo yo esta anécdota (aunque debo reconocer que por años de años me chocó —como la del joven hermoso durmiendo del que ya hablaremos, el escupitajo en la cara y tantas otras— como pura vulgaridad y obscenidad). O sea, pienso que aquí se hace irrisión, no de una pobre mujer, sino del dictum de Heráclito según el cual los dioses están en todas partes.
Esta anécdota la asocio yo también a ese pasaje del Parménides de Platón, donde se considera que no puede haber ideas de todas las cosas (vale decir, que Dios no puede estar en todas partes, pienso yo), porque si las hubiera tendríamos arquetipos en el cielo de cosas viles y despreciables. Del fango, el estiércol, el ano, por ejemplo (¿o es que no hay ni siquiera palabras para nombrar esas cosas?). Diógenes estaría haciendo aquí con el dictum de Heráclito («el mundo está lleno de dioses») lo mismo que estaría haciendo Parménides con la doctrina de las ideas en ese escrito —es decir, llenándolo de ridículo por el simple expediente de tomarlo en serio, es decir, llevándolo a todos los lugares donde tendría que ser válido. ¿No ha de estar, pues, dios que lo llena todo mirando y hasta más que mirando el trasero de esta mujer? Supongo que no hay niño que, en el excusado, no se pregunte cómo se las arregla Dios para estar allí, puesto que está en todas partes y allí hay tanta suciedad.
Esta anécdota puede contrastarse con un texto a modo de diatriba que encuentro entre las máximas de Epicteto (núm. 170) donde se recurre a la ficción de uno que requiere y requiere, para elaborar el tema «Dios omnividente». Las dificultades que Epicteto trata de sortear son las clásicas pero no las con que en este texto Diógenes ridiculiza la omnipresencia.
En mi lectura, pues, no veo a Diógenes burlándose de una mujer o reconviniéndola. La anécdota toda no me parece más que una construcción muy concreta y directa para ridiculizar a los teólogos
(19) Habiendo cierto eunuco, hombre perverso, escrito sobre el ingreso de su casa: «No entre aquí ningún malo», dijo: «Pues, ¿cómo ha de entrar el dueño?»
Supóngase (no hay nada de arbitrario, puesto que hay traductores que lo hacen así y el texto original se presta a ello) que en este texto sustituimos «malo» por «perverso». Entonces, tendríamos lo siguiente: un hombre perverso cuelga a la entrada de su casa un letrero que prohíbe la entrada a todo hombre perverso. Claro está, puede ocurrir que él no se considere perverso, lo que no es nada de especial. Pero si los demás lo consideran así, mejor se anda con cuidado y no cuelga estupideces a la entrada de su casa. Será por todo esto que yo conté siempre a mis auditores esta historia así: Que Diógenes, viniendo por una calle vio que en lo alto de una puerta decía: «No entre aquí quien no sea honesto». Ante lo cual púsose el can a dar vueltas en torno a la casa. Como alguien le preguntara qué hacia respondió: «Busco por dónde entra el dueño».
Así es más que pura tautología. Es decir, no se trata de que el dueño perverso de una casa no puede entrar en ella si escribe en su puerta que no la puede cruzar ningún hombre perverso. Eso es obvio. Pero no lo es que el sólo hecho de ser el propietario de una casa lo ponga a uno en la clase de los hombres perversos. Hay que sostener la doctrina de Diógenes (de Proudhon, de Marx) para que algo así sea plausible.
No hay mucho de pura ocurrencia en suponer que esa sea la historia y no la que cuenta Laercio. No hay nada incluso de imposible en suponer que el mismo Laercio —digamos, porque tenía casa propia y no se consideraba perverso por ello— al consignar esta anécdota consideró que algo le faltaba, que el dueño de la casa debía ser un hombre perverso, no meramente dueño de la casa. Y cándidamente suplió lo que en su opinión faltaba.
Antes vimos la anécdota de la casa alhajada. Esta podríamos llamarla de la casa honrada. Hay otra de una casa descompuesta. Había puesto el dueño de ésta «se vende» en la entrada y Diógenes que al pasar vio el anuncio se plantó ante ella y le dijo: «Ya sabía yo que por su ebriedad desmoderada habías de vomitar pronto a tu dueño». Este es un buen ejemplo de retórica de hipérbole y personalización. Uno ve a Diógenes; no hay que representárselo; basta recordar uno de esos cuadros monstruosos de Bosch. Está el can frente a una casa que abre sus puertas como un hocico monstruoso y vomita a su dueño con cuanta porquería ha metido éste en el estómago de la pobre.
Y si es por aciertos retóricos, he aquí una muestra graciosa de personalización e hipérbole con ironía:
Habiendo ido a Mindo, como viese las puertas grandes siendo la ciudad pequeña, dijo: «Oh, varones mindos, cerrad las puertas, no sea que la ciudad se salga por ellas».
Del oro, esta muestra de personalización y metáfora que anticipa la granizada famosa de Quevedo: «Decía que andaba amarillo por los muchos ladrones que lo perseguían». De la rudeza de entendimiento de los atletas: «Decía que les venía porque comían carne de cerdo y de buey». Dicen que era pronto en responder con gracia. Cuando le objetaron que los sinopenses lo condenaron al destierro, respondió: «Y yo, a que sigan donde están». A unos que retrocedieron simulando miedo de que los mordiera les dijo: «No teman, el perro no come acelgas». En un baño de aguas poco limpias preguntó: «Los que se bañan aquí, ¿dónde se lavan?» A uno que dijo que el vivir es malo le ajustó la exageración con una tautología: «El vivir mal es malo». Cuando le preguntaron por qué los hombres socorren a los mendigos y no a los filósofos, dijo: «Porque ciegos y cojos esperan ser, pero no filósofos». A uno que difería ayudarlo, le dijo: «Hombre, te pido para mi almuerzo, no para mi funeral». Y por los oradores decía que eran tres veces hombres porque eran tres veces miserables. También los motejó de «lacayos de la plebe».
20) Habiendo subido dos ratones a su mesa, dijo: «He aquí que Diógenes también mantiene sus parásitos».
¿Cómo han de estar las cosas en materia de hábitos e higiene para que a nuestra mesa suban los ratones? Y todavía, ¿cómo han de estar como para que se hagan chistes como éste? Supongo que en historias así encontramos límites serios para lo que nos pide Ignacio de Loyola. Ratones sobre la mesa a la hora del almuerzo. ¿Cuánto podrá concebir de Diógenes una sociedad de consumo y confort? O ensáyese una representación de una de las muertes de Diógenes. Dicen algunos que murió de cólico que le vino por comer un pulpo crudo. Por mi parte, reconozco que soy incapaz de hacerme una representación de algo así.
Pero, éste es también dictum magnum para mí: «He aquí que Diógenes también mantiene sus parásitos». Bueno, hay que reconocer que el can hasta ternura sentía entre tales comensales. ¡Cuánto le debía a uno de estos roedores! Pero ¿es Diógenes un parásito? Por lo que se cuenta, acaso, fue banquero, soldado, prisionero, esclavo. Pero, por las anécdotas que conocemos, más que nada fue un filósofo cimarrón; vagabundo de arroyos y extramuros, caballero de las afueras de Atenas. Vivía en un tonel, defendía la naturaleza contra las convenciones sociales. Pero, ¿cómo se financiaba? Ahí está Diógenes: recoge lo que le echan, le echan lo que sobra. No encuentro que nadie se saque el pan de la boca para darle. ¿Lo aceptaría?
Pienso que esta anécdota debiera interpretarse no en el sentido «Diógenes, que no es nada, tiene así y todo sus parásitos», sino así: «Diógenes, el último de los parásitos, tiene también los suyos». Como ese sabio mísero, de que habla Calderón, que encontró que otro sabio iba cogiendo lo que él botaba.
Hay que traer al comentario de esta anécdota, la otra del ratón-maestro de Diógenes. ¿Ha terminado el can por igualarse con su ratón-maestro, ha llegado por fin a identificarse con la naturaleza (o mejor quizás con la vida en el arroyo)?
Otrosí: Diciendo: «También tiene Diógenes sus parásitos» ¿implica: «Diógenes, el parásito, tiene también parásitos»? Así, primero, él sería un parásito; y, segundo, sólo sería un miembro de una cadena interminable de parásitos de parásitos de parásitos…
En el fracaso del proyecto cínico, el recurso deliberado al parasitismo tiene importancia grande. Sobre el proyecto de Diógenes hay esta teoría: que las ideas que defendía y practicaba en Atenas (ascesis, libertad, individualismo, cosmopolitismo, rechazo de la polis, vuelta a la naturaleza, indiferencia, parresia, anáideia) las recibió aunque imperfectamente ya en Sinope y venidas listas para su consumo de India; y que el propósito de Diógenes sería formar en Grecia una especie de casta a la manera de los brahmanes, casta superior a la que le era debida toda consideración y que el resto de los hombres debía alimentar. (Hay una anécdota en que Diógenes, pidiendo dinero, arguye que no es limosna lo que pide sino lo que se le debe). Así, el fracaso del cinismo obedecería a muchas causas: el imperfecto conocimiento que los cínicos tuvieron de sus propias fuentes, las condiciones sociales y políticas incompatibles con este proyecto que imperaban en Grecia, inadecuado a la vida desnuda a la intemperie, la naturaleza pobre en recursos, la cultura griega contraria al parasitismo brahmánico. Como es el caso de tanta teoría, tenemos aquí una elaboración valiosa por los hechos que recolecta para sustentarse, pero errática en sus ambiciosas generalizaciones. Hay mucho sentido en la identificación del cinismo con numerosas postulaciones de la filosofía hindú; pero es claro que esta identificación no es todo el cinismo. Diógenes no es un brahmán; tampoco un remedo incompleto de brahmán. Basta tomarlo a la primera para saber que es otra cosa. Que los individuos existan en sociedades que buscan imponer a todos los mismos valores implica para siempre una tensión. Siempre está para ellos en la orden del día el impulso de cambiar los valores vigentes, lo que no es más que una componente de la tensión. Siempre y en todos los individuos, hay un Diógenes en potencia; y este Diógenes salta al acto al primer asomo de crisis social. Hasta sin crisis puede pasar al acto; sólo que en este acto no es más que una muestra existente de lo que en todos alienta. Así se entiende nuestro sentimiento ambiguo ante Diógenes: le damos de puntapiés, pero le damos también de comer.
En fin, lo que parece más importante de esta anécdota es la dependencia en que Diógenes está (y el mismo parece aquí reconocer) respecto de la sociedad que combate y denuncia. ¿Es posible la autarquía (la auto-suficiencia)? Ya en la antigüedad se objetó ad nauseam la autarquía cínica, por ejemplo arguyendo que aún reduciéndose el vagabundo Diógenes al zurrón, el palio y el báculo, así y todo dependía todavía de los hombres que hacen esas cosas, como el curtidor, el tejedor y el carpintero.
Se cuenta también que cuando un muchacho rompió el barril en que vivía Diógenes (nadie hasta adonde sé se ha preocupado de investigar las posibles motivaciones de este curioso destructor) los atenienses lo castigaron y dieron al can otro barril. Esta anécdota es también digna de ir entre las grandes. Atenas no sentía escrúpulos en mantener un parásito que día a día minaba sus fundamentos, que vivía para vilipendiarla y exponerla. ¿Qué pensar? ¿Sería que los atenienses después de lo ocurrido con Sócrates se contenían como para tolerar ahora no sólo a Sócrates sino a Sócrates vuelto loco (como definía Platón a Diógenes)?
¿O había una relación más profunda, más necesaria o, como se dice, estructural —quiero decir una especie de simbiosis moral entre la Atenas de Diógenes y el Diógenes de Atenas?
(21) Estando tomando el sol en el Cranión (Craneion) se le acercó Alejandro y le dijo: «Pídeme lo que quieras». A lo que respondió: «Pues, no me hagas sombra».
En su Vida de Alejandro, Plutarco dice (uno se hace un cuadro tan vivo que tiene que echarse a un lado para que pase este hombre grande rodeado de sus capitanes) que fue entonces, retirándose, que Alejandro comentó: «Si no fuera Alejandro querría ser Diógenes». Me hago la idea de que Alejandro percibió una sucesión o serie del poder entre él (poder absoluto) y Diógenes (poder cero). Y encontró que los términos entre ellos estaban formados por seres anfibios: esclavos de sus superiores, amos de sus inferiores. Así, sólo en los extremos de esta serie desaparece la ambigüedad del status político. Alejandro no se va a engañar con ésa de «primero en la aldea antes que segundo en Roma». Su comentario, pues, significa: «Cero en las afueras antes que lugarteniente de César».
No faltan los que entienden este texto jugando con las palabras. Por ejemplo, cuando a uno «le hacen sombra». O cuando los militares entran en la Universidad y se produce un apagón cultural y, como si fuera poco, un general va donde un decano y le dice «pídeme lo que quieras». Se hacen en cadenas también los juegos de palabra. Por ejemplo, que Diógenes significa que Alejandro lo eclipsa; que eclipsándolo, lo ensombrece; que ensombreciéndolo, lo humedece; que humedeciéndolo lo hace estornudar. ¡Salud!
Otra lectura (la que hacemos, pienso, a la primera y siendo niños y la sola popular, acaso por el consuelo o satisfacción fácil que aporta) es que Alejandro, con todo su poder, no tiene nada que Diógenes quiera. «¡Vete!» quiere decirle Diógenes. Lo hace con elegancia: «Déjame el sol». Porque ¿cómo puede Alejandro irse y seguir quitándole el sol y cómo puede dejar de quitarle el sol sin irse? Pura lógica.
También se deja leer esta historia en fila con las otras de la alfombra, el plato y la colodra. ¿Qué puede ofrecer Alejandro que no sea vanidad? ¡Bah, pero si no es más que un saqueador de alfombras, platos y colodras! ¡Un despensero de doña Vanidad y un filibustero de los vanidosos! «Déjame el sol. Es de lo poco que no es superfluo y me lo quitas. ¿Vas a saquear eso también?»
Interpretaciones divertidas pueden hacerse para venderlas a la salida de la matinée. Como ésta: Alejandro, el sol del mundo helénico que se encumbra al revés del sol real —quiere decir, hacia Oriente desde Occidente— se presenta radiante ante Diógenes. Se interpone así entre éste y el sol real. Pero, ¿qué puede proyectar este nuevo sol como no sea la sombra del sol verdadero?
Echando mi cuarto a espadas, se me ocurre pensar en esa colina, el Cranión. Dicen que había allí un jardín de cipreses muy hermoso. Allí estaba Diógenes cuando lo encontró Alejandro (de paso: sugieren algunos que Alejandro anticipando sus conquistas fue a ver a este Diógenes para hacerse una idea del tipo de sabios que iba a encontrar en India; porque Alejandro sabía más, sabía que Diógenes imitaba a estos sabios). ¿Por qué no puede ser el jardín del Cranión toda la explicación de esta historia? ¿A quién no le ocurrió, en primavera, despatarrarse sentado en el Parque Forestal, y en un baño de olores, colores y luz sentirse tan feliz, tan feliz, que si alguien hubiera venido a ofrecerle la Presidencia de la República o la Rectoría de la Universidad lo hubiera despachado al cuerno con vientos frescos?
Quería haber agregado aquí algo sobre las satisfacciones alucinatorias de los psicólogos. Quiero decir, que uno bajo su capa hace con Alejandro una alpargata y tan fresco. Esta es, más o menos, la consolación de la filosofía: o la filosofía de la consolación que, como se sabe, es lo mismo.
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