Un el imaginario europeo, la Edad Media ha representado ante todo una época oscura de pobreza, ignorancia y servidumbre. Una muestra de ese atraso colectivo lo ofrece la leyenda de los terrores del año 1000, cuando la gente, angustiada por el hambre y las guerras, creyó que la amenaza apocalíptica se iba a cumplir y, con ella, el fin del mundo. (El filósofo José Ortega y Gasset dedicó su tesis doctoral al tema.) Sin embargo, la realidad histórica que vamos reconstruyendo gracias a los estudios de los medievalistas dista mucho de esa pintura negra.
Hay que distinguir, en primer lugar, diferentes períodos en la Edad Media. Tras la caída del Imperio romano de Occidente provocada por las tropas bárbaras a principios del siglo V, comienzan a constituirse una serie de reinos, en su mayoría de origen germánico, como los visigodos. El mayor desastre que acarreó esta invasión desde el punto de vista cultural fue la ruptura con el mundo grecorromano y el olvido de su legado filosófico y científico. Después surgió el Imperio carolingio (siglos VIII-IX), y con él llegó una modesta recuperación del saber antiguo mediante la enseñanza de las artes liberales y la difusión de compilaciones (enciclopedias, compendios y florilegios). Llamamos Alta Edad Media a este primer período que culmina en el siglo X. El desarrollo urbano, la aparición de las universidades y el florecimiento de la filosofía escolástica caracterizan a la Baja Edad Media (siglos XI-XIII). La crisis histórica de esta época se manifiesta en el siglo XIV, incluso en el pensamiento; se cierra así el medievo.
El sistema político que caracterizó a la Edad Media desde el siglo X fue el feudalismo. ¿En qué consistía? Tras la descomposición de la autoridad monárquica, la defensa militar pasó a manos de príncipes y nobles que dominaban pequeños territorios. Se creó así una relación de dependencia jurídica entre el señor y el vasallo, y apareció el feudo como unidad de producción basada en la explotación del trabajo de los siervos, es decir, los campesinos pobres.
En la representación ideológica de esta sociedad se constituyen estos tres órdenes: el de los eclesiásticos, el de los guerreros y el de los trabajadores, encargados de sostener a los dos primeros. Los privilegios fiscales, los diezmos y las limosnas, incluidas las donaciones de tierras, llevaron a la Iglesia a una posición social de privilegio. Como ha escrito el historiador Georges Duby, «este enorme trasvase de bienes raíces […] puede ser considerado el movimiento más importante entre los que animaron la economía europea del momento».
Le debemos al filósofo alemán G. W. F. Hegel una crítica severa del feudalismo, en el que, con la descomposición del Estado, ve surgir un derecho basado en la injusticia:
A consecuencia de estas circunstancias, nació un sistema de protección que consistía en que el protector era el poderoso y los protegidos dependían de la personalidad del protector, no de la ley. Los poderosos tienen en esto el único fin de obtener provecho para sí mismos. Este es el origen del sistema feudal. Los cargos, las obligaciones y deberes para con el Estado cesaron. […] Los obispados recibieron la inmunidad respecto de los tribunales y de todos los funcionarios civiles. […] Por lo demás, desaparecieron en todas partes las comunidades libres, que se sometieron a los prelados o a los condes y duques, actuales señores y príncipes de las tierras. Tal es la base del sistema feudal. […] El derecho feudal es, pues, un derecho de la injusticia. Los príncipes no tenían funcionarios sino vasallos[1].
La cultura medieval fue avanzando lentamente, como muestra la evolución de la enseñanza. En un primer momento, desaparecieron las escuelas públicas de la época romana. Después, con un carácter elitista y un contenido pobre, se crearon las escuelas monacales, que estaban anejas a un monasterio bajo la autoridad del abad. La orden benedictina destacó en esta tarea docente durante la Alta Edad Media. El monasterio que sirvió de modelo a la cristiandad fue el de Montecassino, situado en la región del Lacio, al sur de Roma, y fundado por el propio san Benito en el primer tercio del siglo VI. Más tarde nacieron las escuelas catedralicias o episcopales, enclavadas en una ciudad, anejas a la catedral y sometidas al control del obispo respectivo; su finalidad principal era elevar el nivel cultural del clero, hasta entonces muy bajo. El tercer tipo lo constituyeron las escuelas palatinas, anejas a la corte y bajo su supervisión. La primera de ellas la instituyó el emperador Carlomagno en el año 781 y la dirigió Alcuino de York, quien introdujo las llamadas «artes liberales» mediante el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música).
La culminación de las escuelas medievales son las nacientes universidades, que muestran su esplendor en el siglo XIII. Las universidades europeas más antiguas son las de Bolonia (especializada en derecho), Oxford, París (que brillaba con luz propia en teología y filosofía), Cambridge, Salamanca («la Atenas castellana»), Padua y Nápoles, esta última fundada por el emperador Federico II y la única que, al ser estatal, no dependía de la jerarquía eclesiástica.
El progreso en la enseñanza llega a su madurez con el método escolástico, en el que el estudio de los textos bíblicos, teológicos y filosóficos va unido al debate de ideas, o disputatio, algunas veces abierto a los estudiantes, que podían preguntar a los maestros acerca de los asuntos que quisieran (son las llamadas «cuestiones quodlibetales»).
Cuando se habla pomposamente del «renacimiento carolingio» y se ensalza a Carlomagno como el fundador de la Europa actual, sin duda se exagera. Renovó la enseñanza, como he dicho, y estableció el latín como la lengua administrativa de su imperio, pero ni se recuperó con él el legado clásico, ni él mismo alcanzó el nivel de un niño de enseñanza primaria, pues era analfabeto. Se dio un paso adelante, aunque de limitadas proporciones. Su biógrafo, el profesor Eginardo, cuenta que, ya en su vejez, Carlomagno colocaba bajo su almohada hojas de pergamino en las que intentaba dibujar las letras, pero que «sus esfuerzos llegaron demasiado tarde y dieron poco fruto». El historiador Jacques Le Goff ha rebajado ese tono elogioso con el siguiente juicio: «La ciencia, para aquellos cristianos en cuyo interior está todavía adormecido el bárbaro, es un tesoro. Hay que guardarlo cuidadosamente. Se trata de una cultura cerrada junto a una economía cerrada. El renacimiento carolingio en lugar de sembrar, atesora». Y pone como ejemplo de ello los magníficos manuscritos de la época, que, considerados obras de lujo, «no están hechos para ser leídos, van a engrosar los tesoros de las iglesias o de los ricos particulares. Son un bien económico antes que espiritual». Carlomagno mismo vendió parte de esos manuscritos para repartir limosnas.
Otro aspecto de la cultura medieval que tener en cuenta para una mejor comprensión de la época es la literatura. Hallamos en ella una clara evolución desde los cantares de gesta, la lírica primitiva y los romances (aquí brilla con luz propia el Romancero español) hasta la maestría de auténticos gigantes de la creación en prosa y en verso. Rodemos situar como modelo literario medieval a Dante Alighieri (1265-1321), poeta excepcional y pensador de relieve en la senda del averroísmo latino, y su grandioso poema Commedia (titulado La Divina Comedia desde mediados del siglo XVI). Otros escritores que sobresalen son el poeta y erudito inglés Geoffrey Chaucer (Los cuentos de Canterbury); el francés Chrétien de Troyes, quien en sus novelas El caballero de la carreta y El caballero del león desarrolla un mundo de aventuras basado en las leyendas celtas, confirmando mediante la ficción el dicho medieval de que «las mentiras de los poetas contribuyen a la verdad», y Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, autor del Libro de buen amor, bien definido por su editor Alberto Blecua como «maestro de la palabra y de la parodia e igualmente maestro en el arte del relato breve. Cualquier modelo latino o vulgar palidece si se lo compara con las recreaciones del arcipreste, cuentista admirable».
Por eso, sin negar la barbarie inicial de la Alta Edad Media, hay que reconocer la ilustración creciente que fue consolidándose en la sociedad europea cristiana en medio de intensos conflictos sociales, políticos y religiosos. Este cuadro claroscuro que he dibujado antes se ilumina si a él le sumamos, como es obligado, la contribución islámica en suelo europeo (España, Portugal y Sicilia).
Aunque olvidada o al menos relegada a un segundo plano hasta ahora en los libros de historia, al-Ándalus, es decir, la península Ibérica bajo dominio islámico, representó una época de esplendor en la Europa medieval. Siglos no ya oscuros sino dorados en los que se hace avanzar la ciencia griega, en los que florecen las artes, en los que conviven judíos y cristianos en una sociedad de hegemonía musulmana, y cuyo legado cultural sigue inspirando todavía hoy. Desde el tratado erótico El collar de la paloma de Abenhazam de Córdoba hasta la defensa de la filosofía de Averroes en su Tahafut, desde las tablas astronómicas del toledano Azarquiel hasta la enciclopedia médica del cirujano Abulcasis, desde la poesía del judío malagueño Ibn Gabirol hasta el Cancionero de Ibn Quzman, desde la mezquita de Córdoba hasta la Alhambra de Granada y desde el imponente palacio de la Aljafería de Zaragoza hasta los bellos Alcázares de Sevilla, la civilización arabo-islámica dejó una huella fecunda en el mundo medieval que, a su modo, más tarde heredaría el Renacimiento italiano.
Un crítico implacable del feudalismo y enemigo declarado de la escolástica como el filósofo alemán Hegel supo reconocer esta deuda cultural de Europa. «La filosofía, al igual que las ciencias y las artes, obligadas a enmudecer en el Occidente bajo el imperio de los bárbaros germánicos, van a refugiarse entre los árabes, donde acusan un espléndido florecimiento: y de aquí refluyen luego al Occidente»[2].
[1] Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, trad. de José Gaos. <<
[2] G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía. <<
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