domingo, 19 de marzo de 2017

De los monstruos artificiales (y la vida en sociedad)

En el capítulo anterior, por un lado hemos visto que el derecho natural de cada uno a proteger su vida equivale colectivamente a la guerra catastrófica, y por otro lado, que las leyes naturales, esas instrucciones para la paz, no se valen por sí mismas para hacerse respetar por todos los seres humanos. En este punto, el sentido común apoya el pensamiento de Hobbes. La buena voluntad individual no parece suficiente para organizar una sociedad ordenada, armónica y que mantenga bajo control a sus elementos más díscolos. En las páginas que siguen, vamos a completar este cuadro demostrando que, según la teoría política que plantea el inglés, también es posible «deducir» la sociedad siguiendo su método científico. Vamos a comprobar cómo, a partir de un conjunto de individuos con intereses divergentes por naturaleza, Hobbes deriva la creación de un poder que funda el Estado y une la sociedad, asegurando así una estabilidad suficiente que hace progresar a la industria y al comercio. En este último punto, Hobbes anticipa además posiciones del llamado utilitarismo, pues el gobierno es preferible a la naturaleza también en términos de la felicidad del máximo número de individuos.

  Las ideas que presentaremos a continuación suponen, asimismo, la culminación de su filosofía (aunque se publicaron antes que el resto, estas ideas configuran la tercera sección de su sistema filosófico, que es precisamente la que consideraba más original y con la que más repercusión esperaba tener sobre los acontecimientos de su tiempo). Su «ciencia» del poder soberano, como no podía ser de otra manera tratándose de Hobbes, tiene la misma aspiración geométrica que las dos anteriores. Su objetivo principal es justificar de forma lógica la necesidad del poder, pero no uno cualquiera, sino el absoluto. Aspira a convencernos de las ventajas de someterse a él. Nada más y nada menos.

  Según este planteamiento, el principal motivo para obedecer al soberano es que su poder garantiza la seguridad, lo que permite eliminar la desconfianza natural. Es nuestra propia razón la que nos empuja a establecer un pacto de no agresión, un acuerdo de cada uno de nosotros con el resto de ciudadanos. Pero para que este compromiso se cumpla, en primer lugar necesitamos delegar nuestra libertad de usar la violencia en un Leviatán que concentre ese monopolio y se convierta por ello en temible. La soberanía se basa, entonces, en esta transferencia que parte del miedo y que solo es efectiva si es igualmente temible por las penas que es capaz de imponer. Ahora sí, bajo el imperio del Leviatán se cumplen las normas y los convenios.

  En los siguientes apartados vamos a tratar básicamente cuatro temas: en primer lugar, el contrato social; en segundo, el Estado, ese cuerpo político que nos protege y que guarda grandes similitudes con nuestro propio organismo; en tercer lugar, los derechos del soberano, que son prácticamente totales, en tanto que la soberanía solo puede serlo si es suprema e independiente; y, finalmente, la libertad de los súbditos, tal y como Hobbes la redefine a partir de la constatación de que formamos parte del Estado y que, por este motivo, somos también corresponsables de cuantas acciones emprenda.

  Ha llegado, pues, el momento de comprobar cómo nace este poder central, la autoridad absoluta, que Hobbes representa mediante un monstruo marino extraído de la Biblia: el gran Leviatán.

El contrato que da vida a nuestra creación

  Como queda patente por el título de este apartado, la causa productora de este imponente autómata es el contrato social (en realidad, infinidad de contratos individuales). Pero esta misma idea plantea una dificultad añadida en la filosofía política de Hobbes. Si hemos acordado que sin Estado no puede existir seguridad jurídica, es decir, sin la existencia del ogro justiciero nadie respeta los acuerdos, entonces ¿cómo es posible que podamos llevar a cabo este fundamental acto constituyente? Esta cuestión muestra que su teoría del contrato social es sobre todo una hipótesis explicativa, una causa que infiere a partir de los resultados que podemos observar en la vida pública. En ningún caso debemos concebirla más allá de una ficción, jurídica si se quiere, que sirve para explicar el origen (lógico, que no cronológico) del poder que nos permite salir de la encrucijada que describimos en el capítulo anterior. Por lo tanto, la mejor manera de resolver esta aparente contradicción es imaginando que en el mismo acto se fundan tanto soberanía, como justicia y sociedad.

  Mediante el pacto que vamos a describir, los futuros súbditos ceden una parte de sus derechos a una persona o a una asamblea de personas «que puedan reducir todas sus voluntades a una sola voluntad» (L, 17). Esta (persona o asamblea) se convierte en nuestro representante soberano, que no tiene por qué ser un rey, De hecho, Hobbes no se cansa de repetir que esta autoridad puede ejercerla un hombre o un grupo más o menos numeroso. A la vez, afirma no estar en contra , de ninguna forma de gobierno, siempre y cuando la soberanía sea absoluta y no esté disputada, aunque personalmente siempre prefirió la monarquía a las otras dos, la democracia y la aristocracia (entendida esta última como hacían los griegos: el gobierno de los mejores, y no como la clase social de la época de Hobbes). En este punto Hobbes disiente de Aristóteles, quien sostenía que la corrupción degenera estos tres tipos de gobierno en tiranía, oligarquía y anarquía. Para nuestro filósofo, estas tres últimas palabras solo expresan una opinión, en este caso, el disgusto con el poder de la persona que las emplea.

  El objetivo de establecer un pacto social reside en el bien común y en llevar la vida tranquila que todos deseamos. Este es el método racional que hemos hallado para deshacernos del miedo y la desconfianza respecto a nuestros congéneres, es el freno que, siempre que el Leviatán lo mantenga pisado con fuerza, nos separa de aquella guerra sin cuartel descrita anteriormente. Deseamos nuestra propia conservación al tiempo que mostramos una profunda aversión hacia la susodicha condición miserable. «Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros te hagan a ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes» (Ibíd.). Y es el Estado la institución que promueve este mismo temor que nos evita caer en la barbarie, nos hace contener algunas pasiones naturales y nos obliga a observar las beneficiosas leyes naturales. Solo el miedo al castigo que nos pueda infligir este gigante nos empuja hacia la civilización.

  El modo en que forjamos este autómata pacificador es mediante el contrato social. En este aspecto la peculiaridad de Hobbes, pionero entre los contractualistas, radica en que su teoría se basa en un acuerdo entre los propios particulares. Por contra, Locke (unos pocos años después) y Rousseau (en el siglo XVIII) plantearán una teoría similar, aunque en su caso ellos sostienen que el pacto se da entre el pueblo y sus gobernantes, o, si utilizamos términos hobbesianos, entre los súbditos y el soberano.

  En un alarde de imaginación, Hobbes llega a proponer un modelo de acuerdo social con gran detalle, y que puede ser consultado en su formulación original en el capítulo 17 de Leviathan. A partir de esta propuesta, hemos confeccionado el siguiente formulario tipo:
Dos comentarios a propósito del anterior contrato, tal y como lo imagina Hobbes. En primer lugar, advertir que las partes son únicamente el súbdito cedente y el resto de ciudadanos; el soberano queda fuera del mismo (ni siquiera lo firma hipotéticamente) y su papel se limita al de ser el receptor de los derechos transferidos. En segundo lugar, volver a insistir en el hecho de que el contrato debería reproducirse y rellenarse convenientemente tantas veces como ciudadanos tenga la sociedad constituida.

  Este es el contrato que da vida a nuestra creación: el Leviatán. Este último emerge, como si de las profundidades se tratara, en el preciso instante en que todos se obligan mediante un vínculo social, como el contenido en el contrato modelo. Gracias a las cadenas artificiales que se ponen, aquella multitud de individuos atomizados del capítulo anterior se transforma en una sola persona, que queda unida en una sociedad de súbditos a las órdenes del soberano absoluto. Hobbes lo proclama con gran expresividad: «Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero» (Ibíd.)

El dios mortal de los soberbios

  La forma en que creamos el Estado es, por tanto, mediante la cesión individual de nuestro poder a un soberano y que, a partir de ese momento, el ciudadano debe considerarlo como propio hasta el punto de que «se reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o prometa» (Ibíd.). Desde que firmamos el pacto y el Leviatán echa a andar, caminamos con él y hacemos cuanto este hace. Justamente, en su definición Hobbes resalta esta cuestión de la autoría compartida de súbditos y soberano. Así, el Estado consiste en «una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común» (Ibíd.).

  También hace hincapié en lo artificioso de este producto humano, y lo llega a equiparar; no sin una pizca de irreverencia, con la creación divina: «los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación» (L, introducción). Y en el mismo lugar, apenas unas líneas antes. Hobbes lleva la metáfora biologicista hasta sus últimas consecuencias, describiendo en gran detalle, y con una prosa de tan gran lirismo que merece la pena ser reproducida aquí en toda su extensión, muchos de los órganos que conforman el Leviatán. Así, el cuerpo político «no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y del poder ejecutivo, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte» (Ibíd.). Pero Hobbes no se detiene ahí, sino que mucho más adelante, en la misma obra, afirma que este autómata protector posee también la facultad nutritiva, la motriz y la racional, que se corresponden, respectivamente, con la capacidad de recaudar impuestos, el poder de coacción y la actividad legislativa. El mecanicismo del Leviatán es puesto así de manifiesto. Incluso su propio movimiento depende de la capacidad que tiene para obligar que sus partes constitutivas, los ciudadanos, orienten sus movimientos mediante leyes y órdenes.

  A pesar de rechazar el derecho divino de los reyes (el contrato social es la explicación alternativa de la fuente de soberanía), Hobbes asigna al Estado el mismo lugar que la Iglesia católica asigna a Dios, el de soberano incontestable. A semejanza de la Biblia, donde el monstruo marino es llamado «rey de los soberbios» (Job 41:34), aquí hemos llamado al Leviatán de creación humana «el dios de los soberbios», ya que Hobbes compartía esta misma consideración respecto al orgullo de los hombres. Esta gran efigie viviente es un cuerpo artificial compuesto por cada uno de los individuos, pero al mismo tiempo es un dios (mortal, eso sí, porque puede ser derrocado), un dios que disputa el poder terrenal al Dios inmortal, aquel al que Hobbes todavía no está en posición de renunciar completamente en su teoría política sin ser considerado un hereje. Este es el gran poder soberano, que depende completamente del miedo que es capaz de producirnos, como queda manifiesto en las líneas siguientes: «Aunque los beneficios de esta vida pueden aumentarse mediante la ayuda mutua, lo cierto es que se alcanzan mejor dominando a nuestros prójimos que asociándonos con ellos. Por lo tanto espero que nadie pondrá en duda que, si desapareciera el miedo, los hombres serían más intensamente arrojados a obtener dominio sobre sus prójimos que a llegar a una asociación con ellos. Debemos, pues, concluir que el origen de todas las sociedades grandes y duraderas no consistió en una mutua buena voluntad entre los hombres, sino en el miedo mutuo que se tenían» (DCI,1). De todo ello, se desprende que el Leviatán es una creación artificial, un ente personificado, que hemos instituido entre todos mediante pactos mutuos para que nos proteja. El soberano es el titular o el representante de esta invención y detenta todo el poder cedido, que se denomina «soberanía». A partir de este momento fundacional, el resto de los ciudadanos pasamos a ser súbditos.

  Hobbes pone de manifiesto que los seres humanos instauramos la soberanía del Estado porque tenemos necesidad de ella. Pero, en contra de lo que opinaba Aristóteles (para quien la polis tiene como fin también la búsqueda de la virtud), el principal propósito del gobierno no es otro que la tan ansiada seguridad. Además, el poder soberano también posee otras muchas ventajas, como por ejemplo garantizar la gobernabilidad. Convendremos con Hobbes que, sin una organización como la estatal, una multitud extensa de individuos encontrará mayores dificultades para organizarse de una manera eficiente. A un grupo estrictamente «asambleario», pongamos por caso, le resultará muy complicado coordinarse con la rapidez suficiente como para plantarle cara a otros Estados con poderes de decisión centralizados. Otra ventaja del Estado es que garantiza la propiedad privada, que de otra forma no existiría. Bajo el imperio de las leyes civiles, las cosas ya no se pueden tomar a la fuerza, como vimos que ocurría en la guerra de todos contra todos. Sin embargo, tampoco este derecho de propiedad es total, puesto que solo obliga a los súbitos y no al Leviatán.

  Como define el diccionario, el soberano es el que detenta una autoridad independiente y suprema. Si al soberano se le superpone otro poder, deja de ser soberano. Si alguno de los derechos del súbdito se antepone al del soberano, su poder deja de disponer de la autoridad suprema. Como afirma Quentin Skinner, otro de los miembros de la Escuela de Cambridge, como Tuck, solo se puede ser soberano genuinamente y «la misma idea de una soberanía limitada no es nada más que una contradicción en los términos».29 Hobbes concibe el Estado, pues, como un artificio político unitario y unificador, pero, desde su punto de vista, este solo puede edificarse sólidamente sobre un poder absoluto.

  Ya hemos dicho que la soberanía deriva del contrato social que se establece entre individuos. Sin embargo, «como el derecho de representar la persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión» (L, 18)

El soberano y sus soberanos derechos

  Según las conclusiones de Hobbes, necesitamos un poder absoluto porque no nos es posible abandonar el amenazante estado de naturaleza y prevenir la guerra civil. La indivisibilidad de la soberanía le sirve para afirmar que todos y cada uno de los súbditos son autores de todas las decisiones que tome su gobierno. Asimismo, y por virtud del contrato social del que emana el poder soberano, los firmantes quedan obligados de por vida y no se contempla que puedan renunciar a este pacto por sí mismos.

  En cambio, el soberano queda fuera de esta obligación del contrato social, con lo que dicho acuerdo entre súbditos no puede limitar sus movimientos en manera alguna. Arropado por la capacidad de establecer el bien y el mal, así como lo justo y lo injusto, el soberano no puede bajo ningún pretexto ser juzgado o castigado (no digamos ya ejecutado) por sus subordinados. La situación dista mucho de ser simétrica en el ordenamiento jurídico concebido por Hobbes. En realidad, el soberano está facultado legítimamente para legislar, juzgar y castigar Para esto y para mucho más. Sus derechos son amplios, amplísimos, prácticamente no conocen límites. Son mucho mayores de los que estaríamos dispuestos a aceptar hoy en día. No en vano el régimen político que Hobbes apoya con sus argumentos es uno de tipo absolutista; absolutamente absolutista, valga el juego de palabras.

  Esta es una de las partes más controvertidas de la filosofía política de Hobbes. Es por las ideas contenidas en este y en el siguiente apartado por las que se le ha acusado de apoyar regímenes totalitarios. Sin querer por ello ni justificarlo ni criticarlo, en este aspecto hay que tener muy presente el contexto en que se redactó la mayor parte de sus obras políticas: durante una guerra civil, en el exilio y bajo la alargada sombra de la ejecución de un rey al que había defendido.

  Como salta a la vista, el papel reservado para los súbditos es extremadamente limitado. Una vez han «firmado» el contrato social, poco más pueden hacer, ya que a partir de entonces quedan obligados a aceptar como propias cuantas acciones decida el soberano. Además, siempre que el soberano siga garantizando su seguridad, en el caso de que los súbditos no estén de acuerdo con su gobierno no tienen derecho a renunciar unilateralmente al contrato. En el fondo, aunque nunca lo admita explícitamente, su teoría contractual se fundamenta en una cesión irrevocable de libertades, un cheque en blanco que traspasa todos los derechos de los individuos al soberano, reservando únicamente los deberes para unos ciudadanos que quedan relegados de la actividad política. Puesto que cada súbdito es «autor de todos los actos y juicios del soberano instituido, resulta que cualquier cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos» (L, 18). Incluso si el Leviatán ejecuta a un ciudadano sin motivo justificado, solo estará cometiendo un acto infame pero en ningún caso injusto. En el Estado hobbesiano, no existe nada que se parezca a unas garantías institucionales que protejan a los ciudadanos contra los abusos de poder de sus gobernantes.

  El soberano, pues, es el «representante» de los ciudadanos (en el sentido de que teóricamente actúa en su nombre), aunque en el mejor de los casos pondrá en práctica la máxima del despotismo ilustrado: «todo para el pueblo pero sin el pueblo». Además, si la soberanía solo puede ser incondicional, inalienable, indivisible e independiente, esto implica que la autonomía y el poder de los que goza este representante son prácticamente totales y omnímodos.

  Además Hobbes aboga por que el soberano sea también el cabeza de la Iglesia de su país, para que pueda controlar el miedo al pecado y a la condena eterna, pues, de lo contrario, estos sentimientos compiten con el temor «civilizatorio», el peso de la ley, con lo que se vuelve a poner en peligro la pacífica vida en sociedad. Si el soberano debe recibir órdenes de un papa, por ejemplo, no puede ser considerado stricto sensu la autoridad suprema. El Leviatán no puede permitir que los poderes eclesiásticos creen un Estado dentro del Estado. Como afirmará posteriormente Voltaire, «Hobbes no reconoció otra religión que aquella a la que el gobierno otorgaba su sanción. No quiso para nada dos amos: el verdadero pontífice y el magistrado. Esta doctrina sublevó a todo el clericato. Se consideró escandalosa esta novedad. Escándalo, es decir, lo que hace caer, lo había; pero novedad no, pues, en Inglaterra el rey es desde hace mucho tiempo el jefe de la Iglesia»[30].

  En este punto, Hobbes defiende una total independencia y prevalencia del Estado respecto de la Iglesia. A esta última la define como «una compañía de hombres que profesan la religión cristiana y están unidos en la persona de un soberano, por orden del cual deben reunirse, y sin cuya autorización no deben reunirse» (L, 39). Se opone a que los consejeros eclesiásticos, los prelados, los obispos o los presbíteros tengan una autoridad que pueda interferir con el gobierno civil. De nuevo, si estos dispusieran de una cuota de poder, la libertad del Leviatán no sería completa y, a la postre, dejaría de ser un soberano eficaz con las funestas consecuencias de la división de la sociedad y, en el medio plazo, el estallido de la guerra civil. El contrato social del que emana la soberanía, en la concepción absolutista de Hobbes, es también un acuerdo de exclusividad total.

  Al contrario de Montesquieu y del Maquiavelo más republicano de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Hobbes considera que la autoridad estatal es indivisible y que debe concentrarse absolutamente en un hombre (o asamblea), que es el «dueño de todas las acciones» (L, 16). Este tiene la capacidad de dictar, ejecutar e interpretar las leyes, lo que se corresponde con los tres poderes del Estado: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Para defender su concepción de la autoridad indivisa, Hobbes parte del hecho de que la acción de gobierno no puede ser cuestionada por los súbditos, como tampoco puede ser fiscalizada por ningún órgano del cuerpo político. De lo contrario, la soberanía quedaría suspendida, la autoridad del Leviatán dejaría de ser suprema y los resultados serían los tantas veces repetidos.

  En palabras de Hobbes, el soberano disfruta de un poder ilimitado. El soberano es el juez supremo, el legislador omnipotente y el gobernante absoluto. En Leviathan realiza la enumeración detallada de una docena de estos soberanos derechos, de entre los que destacan:

 
    Derecho de censura: capacidad de limitar la libertad de expresión de sus súbditos, de juzgar las opiniones que considere subversivas para la paz y de prohibir la publicación de ciertas obras (como vivió en propias carnes, cuando Carlos II desaconsejó que publicara su Behemoth). Hobbes habla del «buen gobierno de las opiniones» que, dicho sea de paso, era una cuestión que en aquellos tiempos preocupaba, sobremanera, tanto a la Iglesia como al Estado.

    Derecho de instruir y educar: capacidad de fijar la materia que debe ser impartida en escuelas y universidades con el fin de que se eduque en el deber de sumisión. El de Malmesbury es especialmente crítico con las obras clásicas que, por otra parte, habían sido los pilares de su propia formación. Considera que los autores griegos y romanos son responsables del derramamiento de sangre inglesa, ya que habían espoleado la rebelión al haber popularizado concepciones falsas como el ideal republicano de libertad.

    Derecho a establecer lo bueno y lo malo: capacidad de establecer los criterios de lo que debe ser considerado bueno y malo. En el estado de naturaleza, cada cual fija sus criterios, pero en la sociedad esta distinción normativa corre a cargo del soberano.

    Derecho de determinar lo justo y lo injusto, y de juzgar: capacidad de promulgar cuantas leyes civiles estime necesarias y de administrar justicia como su máxima instancia jurisdiccional. Suyo es, por tanto, el criterio de convertir las acciones en justas e injustas, como suyo es el derecho de premiar y castigar a discreción «conforme a la ley que él previamente estableció» (L, 18).

    Derecho de decidir la doctrina religiosa: dado que tanto la religión como la superstición proceden del mismo tipo de miedo, es el soberano quien, como cabeza de la Iglesia, debe determinar qué creencias caen bajo una u otra categoría.

    Derecho de declarar la guerra y la paz: capacidad de dirigir el alto mando del ejército y de decidir su financiación, de crear alianzas y de estimar las amenazas de otras naciones que precisen una acción bélica.

    Derecho de dirigir la administración pública: capacidad de elegir a los más altos funcionarios y de imponer cuantas tasas y tributos estime oportunos.

    Derecho a intervenir en la economía: capacidad de redistribuir recursos o de expropiar para asegurar el bienestar de los súbditos y el mantenimiento de la paz y seguridad.

Es indudable que Hobbes opinaba que solo un poder fuerte sería capaz de proteger a sus ciudadanos. ¿Qué sentido tendría legislar sin contar con la fuerza de la espada para hacer cumplir la ley?, parece haberse preguntado. La soberanía que nos describe no puede tener competencia ni debe someterse a otro poder superior. Tampoco se le puede oponer resistencia a riesgo de entrar en la espiral bélica que lleva a aquellas etapas de interregno que más se parecen a un mal sueño.

  Pero Hobbes era muy consciente de que «tan ilimitado poder» es incómodo para los súbditos. Aparentemente, la libertad de las personas está recortada por los cuatro costados. No solo por medio de aquel pacto fundador que equiparamos con un cheque en blanco, sino por todas las leyes, las cadenas artificiales (como él las llama) que el soberano tenga a bien crear.

Una libertad sui generis

  «Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder» (L, 18). La respuesta que Hobbes da a dicha objeción es pesimista, pues nos vuelve a recordar el desastroso estado de la naturaleza. Nos advierte, con cierto tono moralizante, que la alternativa a dicha incomodidad es un desastre y una miseria muy superiores. En este aspecto, Hobbes se nos muestra como un pragmático, un filósofo posibilista que intenta convencer a los súbditos de que, en un Estado soberano, su malestar en la política es únicamente un mal menor.

  De nuevo, nos enfrentamos a una parte terriblemente provocadora del pensamiento de Hobbes. El complejo objetivo que pretende alcanzar ahora es la demostración de que también se puede ser libre dentro de un régimen absolutista, incluso cuando nos sometemos a un poder que no conoce cortapisas. Este es un verdadero encaje de bolillos ético-moral para sostener lo que es difícilmente sostenible: que la libertad de los súbditos es compatible con la autoridad sin restricciones del soberano. Y, ¿cómo lleva a cabo tan intrincada labor? El primer paso que da es redefinir la libertad, aplicando la reducción a la que nos referimos ya en los dos capítulos anteriores, exactamente en los apartados «Materialismo y determinismo» y «Apetitos y aversiones». De este modo, termina hablando de una libertad sui generis.

  En este caso, Hobbes define la libertad de una forma negativa, en lugar de propositiva. Si comparamos sus dos definiciones más importantes sobre este tema, salta a la vista que guardan una gran similitud, a pesar de haber sido escritas en décadas diferentes: «La libertad, si quisiéramos definirla, no es otra cosa que una ausencia de obstáculos que impiden el movimiento. Así, el agua que está contenida en un vaso no tiene libertad, porque el vaso mismo la impide salir afuera; mas si el vaso se rompe, el agua queda liberada» (DCI, 9), y: «Libertad significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas como a las racionales» (L, 21).

  Su estrategia argumental, además, está planteada a partir de una libertad que se asemeja más a un concepto físico y que es más propio de la dinámica que de la política, como es la mencionada ausencia de obstáculos al movimiento. La libertad hobbesiana es simplemente la capacidad de los cuerpos para moverse libremente. Y, en este sentido estricto, los seres humanos somos físicamente libres de la misma forma que lo es el agua, el viento, un pajarillo o una mariposa. Hobbes insiste en esta misma idea: «Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es decir: como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo que los hombres clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan evidentemente disfrutan» (Ibíd.). Por lo tanto, para dejar de ser libres deben aparecer impedimentos tangibles, como esposas, grilletes, alambradas y barrotes, que nos autoricen de forma fehaciente a declarar nuestra ausencia de libertad. En caso contrario, nuestra potencialidad dinámica debe ser considerada como intacta.

  Esta manera extraña de concebir la libertad como su mínima expresión le va a permitir a Hobbes hacerla compatible con otros conceptos que se contraponen a ella desde el sentido común. Así, oponiéndose a muchas concepciones éticas anteriores, confirma que la actuación libre es perfectamente coherente con la que está motivada por el temor. «No sé yo de ningún autor que haya aclarado por completo qué es la libertad y qué la esclavitud. Por lo común, hacerlo todo conforme a nuestros deseos sin ser castigados por ello se piensa que es libertad; no poder hacerlo, se juzga que es atadura. Pero esa libertad absoluta no es posible cuando hay gobierno civil y cuando la humanidad vive en paz; pues no hay ciudad que no tenga un mando y una serie de restricciones impuestas por la ley» (DCI, 9). En realidad, cuando existe el Estado, la libertad civil se fundamenta en la obediencia a la ley que, a su vez, se basa principalmente en el temor.

  Si el poder soberano es efectivo, la mayoría de los movimientos de los súbditos están determinados por dicho miedo sin que por este motivo sean menos libres. Quien obedezca no tiene nada que temer y, como vamos a ver, siempre tendrá una parcela sin regular, por pequeña que sea, donde sentirse libre. En relación con lo anterior, Hobbes realiza otra aseveración, cuanto menos polémica, al afirmar que incluso el que actúa bajo coacción, el que entra en una relación contractual a la fuerza, está obligado a cumplir con lo pactado. En realidad, cuando firmamos el contrato social lo hacemos bajo la presión del miedo que más nos bloquea: el de muerte violenta. Esto lleva a Hobbes a afirmar que todos los convenios formalizados bajo el terror son igualmente obligatorios. «Por ejemplo, si yo pacto el pago de un rescate por ver conservada mi vida por un enemigo, quedo obligado por ello» (L, 14).

  Por otro lado, ya vimos cómo Hobbes hace compatibles libre albedrío y determinismo. Desde su punto de vista, la libertad también puede confluir con la necesidad de forma coherente. Al desarrollar este punto, realiza una comparación interesada y algo torticera: asegura que siempre somos libres de no cumplir con lo que marca la ley, ateniéndonos por supuesto a las consecuencias, de la misma forma en que es libre el marinero de no tirar por la borda valiosas mercancías, aunque ello suponga el hundimiento de su navío. Y, de ahí deduce la siguiente regla: «Generalmente todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos» (L, 21). Eso sí, el castigo que les espera a estos agentes demasiado «libres» es, en un régimen como el hobbesiano, la pena de muerte.

  La piedra angular de la teoría de la libertad de los súbditos es, una vez más, el miedo al Leviatán que nos hace respetar las leyes. Y respecto a las leyes, Hobbes asegura que ningún gobierno ha legislado hasta regular todas las posibles acciones humanas. La conclusión a la que llega, por tanto, es que en todos los Estados los súbditos son libres de moverse como deseen, pero específicamente en aquellos ámbitos de la vida donde el soberano todavía no ha dictado sus normas. Así, solo en el silencio administrativo y en las lagunas legales podemos ser libres. Pero, una vez más, en este Estado no hay quien vele por los derechos individuales de los súbditos, especialmente por lo que hoy llamamos derechos humanos. Antes bien, las esferas de libertad de que disfrutan los súbditos no dependen ni de su propia intervención en la política (por ejemplo, a través de la lucha o de los movimientos sociales) ni del contrato social, ya que simplemente se encuentran a merced de la discreción de su soberano absoluto. Y si este desea en algún momento legislar sobre algún aspecto hasta ese momento desregulado, su autoridad suprema le autoriza a hacerlo, mientras que nuestro pacto social nos obliga a aceptar esta nueva restricción como algo que hubiéramos llevado a cabo nosotros mismos. Ciertamente, resulta difícil llegar a imaginar una situación como esta, en una sumisión tan completa, y seguir pensando que los ciudadanos puedan ser o sentirse libres.

  Al reducir la libertad a la circulación de los seres humanos, al subordinarla a la seguridad, al hacerla compatible con la opresión y la necesidad, Hobbes se está enfrentando, deliberadamente, a la visión republicana, propia del humanismo de su juventud y cuyas raíces se hunden en la Antigüedad. Según esta visión, la libertad es una cuestión fundamentalmente individual y tiene que ver con no estar bajo el dominio de otra persona. En el apartado anterior, hemos indicado que Hobbes se quejaba de la funesta influencia que los autores clásicos latinos y griegos habían ejercido sobre los jóvenes, y que consideraba que los segundos habían malinterpretado a los primeros, quienes habían escrito y teorizado sobre la libertad de sus estados y no sobre la de sus ciudadanos. En el fondo, lo que Hobbes está haciendo es advertir, por un lado, a las nuevas generaciones (las más propicias a la rebeldía), para que dejen de leer ese tipo de obras y, por otro lado, a las universidades para que dejen de enseñar y propagar este tipo de ideas.

  En resumidas cuentas, las conclusiones más importantes vistas hasta aquí son las siguientes. A través del contrato social, se crea un poder capaz de forjar las susodichas cadenas artificiales que son las leyes civiles. Pero estas son demasiado débiles como lazos y necesitan del miedo para tener fuerza coactiva suficiente. Las leyes son protectoras pero al mismo tiempo representan obstáculos a nuestra capacidad de movimiento, pero, según Hobbes, siempre quedan espacios de la vida social sin regular. Solamente en estos seguimos siendo libres.

Contrariamente a lo que Thoreau defenderá en el siglo XIX, Hobbes niega que el súbdito tenga ningún derecho de desobediencia o de resistencia frente a la autoridad suprema, incluso si esta comete contra él un acto lesivo sin pretexto alguno. De oponerse, estaría destruyendo este mismo poder que le protege. Además, en el estado de naturaleza, y siempre en opinión de Hobbes, la libertad se ve más amenazada por la jauría de hombres lobo que por el soberano, por muy arbitrario que este sea.

  En otro orden de cosas, la soberanía, al menos en teoría, puede perpetuarse, ya que el soberano también posee el poder de decidir quién le va a suceder. Mientras este y sus herederos cumplan con los términos del contrato social, es decir, mientras protejan a los súbditos, podrán gozar del irrestricto poder supremo. Así, la vida de un Leviatán determinado podría parecer infinita. No obstante, la realidad es otra, ya que su existencia está sembrada de «muchas semillas de mortalidad natural» (L, 21). Por ejemplo, un síntoma de enfermedad grave es que el ogro estatal sea incapaz precisamente de proteger a las partes que lo componen. Esta es la única excepción en la que, según Hobbes, es posible (y hasta muy recomendable) retirar nuestro apoyo al soberano: «La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto» (Ibíd.). No se pueden transferir los derechos que ponen en peligro la seguridad personal. Sería muy ilógico entrar en un pacto con el fin de protegernos y que, por ejemplo, el soberano que de allí emanara nos exigiera justamente lo contrario.

  Cuando el cuerpo político atenta contra nuestra integridad personal o cuando ya no puede garantizar nuestra propia supervivencia, es legítimo retirarle nuestro apoyo. Porque dentro de aquellos derechos irrenunciables del ciudadano están el de protegernos de la muerte y defender nuestros propios cuerpos, incluso en contra de los que legalmente nos invaden; el de no declarar en nuestra contra, es decir, de no inculparnos a nosotros mismos; el derecho a no ser detenidos arbitrariamente y a conocer y poder defendemos de las acusaciones, algo que se conoce como habeas corpus; y también el derecho a negarnos a participar en una guerra. Por lo tanto, estaríamos yendo en contra de estos últimos, si mantuviéramos nuestra lealtad a un poder que hubiera perdido su alma, la soberanía, y con ella la capacidad de poner en movimiento a sus miembros. En tal caso, debemos buscar un nuevo Leviatán que sea capaz de ofrecer las ventajas perdidas, a saber la de garantizarnos paz y seguridad, como hizo el propio Hobbes cuando abandonó la corte en el exilio de Carlos II para regresar a la Inglaterra (convertida en Commonwealth) encabezada por su nuevo líder político y militar: Oliver Cromwell
  [30] Voltaire, «Lettres sur les auteurs anglais» en Lettres a S. A. Monseigneur le Prince de ***** sur Rabelais, et sur d’autres auteurs qui ont mal parlé de la religion chrétienne. Obras completas, vol. 43. <<

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