domingo, 19 de marzo de 2017

Emil Cioran.- El ocaso del pensamiento capitulo undécimo

La melancolía: el tiempo convertido en afectividad.

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  Me gustaría vivir en un mundo de flores heridas por el sol y que, mirando al suelo, abrieran sus pétalos en dirección contraria a la luz.

  La naturaleza es una tumba y los rayos solares nos impiden tendernos en ella. Al apartarnos de la sustancia de la muerte, los rayos solares originan una grave crisis de lo inesencial. A plena luz, somos nuestra apariencia; en la oscuridad, somos lo más que alcanzamos de nosotros mismos y, por ello, ya no somos.

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  El hastío: tautología cósmica.

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  Quien nunca escuchara un órgano no entiende cómo puede evolucionar la eternidad.

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  ¡Si todo cuanto he dado en vano a los hombres lo hubiera derrochado en Dios, cuán lejos estaría ahora!

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  Que la vida tiene una calidad existencial sólo por nuestras intensidades, ¿no es la prueba más segura del vacío de mundo cuando falta el amor? Sin las tentaciones eróticas, la nada es el obstáculo de cada instante. Solamente el restablecimiento del amor obliga al mundo a ser, y sus pasiones son una sordina para la nada.

  Una insuficiencia de amor equivale a una ausencia de existencia; y el vacío erótico, a un universo purificado de ella. ¿No es el hastío un vacío de amor, una pausa en su indispensable ilusión demiúrgica?

  ¿Y no nos hastiamos por una insuficiencia de delirio? El delirio introduce una nota de ser en la monotonía de la nada. De las últimas vibraciones del alma irrumpe el universo, el vuelo de los pensamientos apasionados lo recrea incesantemente.

  En medio del hastío, sabemos que la existencia no ha tenido la oportunidad de ser; en sus intermitencias nos olvidamos de todo y somos.

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  Cuando con un esfuerzo doloroso llevas la carga del propio ser, tus semejantes están más cansados de ti que tú mismo.

  Cuando el desapego del mundo alcanza un cierto grado, los hombres existen sólo por los excesos de la memoria, y tú por un vestigio de egoísmo.

  Adondequiera que encaminares tus pasos sólo te encontrarás con Dios.

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  ¿Cómo podrían mirar el cielo los que no tienen pesares?

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  Para amar hay que olvidar que nuestros semejantes son criaturas; la lucidez sólo nos acerca a Dios y a la nada. Sólo alcanzan la felicidad aquéllos para quienes el amor es un todo que no les revela nada, los que aman entre escalofríos de ignorancia y perfección.

  Visto desde el horizonte del mundo, Dios está tan lejos como la nada.

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  Esa enorme y abrumadora invasión de ciertas madrugadas, cuando tenemos la impresión de encontrarnos de pronto en posesión de la clave de los últimos arcanos, en una extenuante fiebre de conocimiento y de alucinación final, o esas noches diluidas en un morado tembloroso que se nos ofrecen enervantes y perfectas como jardines del espíritu…

  ¿Quién tendría palabras para la imposibilidad de no saberlo todo? ¿Y cuántos instantes de desgarradora felicidad para el conocimiento cuentan en la vida? Ni tan siquiera un velo esconde ya nada. Pero volvamos al misterio para poder respirar…

  ¿Por qué un mediodía tiene más objetividad que el atardecer? ¿Por qué el crepúsculo es interior y el caudal de luz se queda fuera, en sí mismo?

  … Toda sugerencia de final implica un exceso de subjetividad. La vida como tal no ocurre en el corazón. Sólo la muerte. Por ello es el más subjetivo de los fenómenos, aunque más universal que la vida.

  ¡Ojalá tuviera más constancia en Dios! ¿Qué restos de vida me retienen en El en tanto que yo mismo? ¡Si yo pudiera desaparecer en Su seno…!

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  Las blancas e inmóviles nubes que cubren el cielo de la locura… Cuando se mira a menudo la falta de matices sombríos, ese gris claro de las alturas, se tiene la impresión de haber proyectado sobre la bóveda celeste las sombras marchitas del cerebro y la lividez muda de la mente.

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  Los precipicios del hombre no tienen fondo porque descienden en Dios.

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  Dios nos mira a través de cualquier lágrima.

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  ¡Dios mío! ¿Por qué he merecido la dicha sobrenatural de este instante en que estoy fundiéndome en los cielos? ¡Arroja sobre mi cabeza dolores aún mayores si tan alta recompensa tienen! ¿He perdido mi rastro entre los ángeles? Haz que jamás vuelva a encontrarme conmigo. ¡Ayúdame para que pueda ahogar mi espíritu en el paraíso de los sentidos que el cielo ha hecho enloquecer!

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  El hombre no tiene derecho a creerse perdido mientras la desesperanza esté ofreciéndole la destrucción voluptuosa en Dios.

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  Cuando los deseos se vuelven espumosos, se llega a vivir gracias a la aceptación dada a cada instante. Obligados a otorgarnos la existencia, se amplía el espacio entre el mundo y nosotros por la repetición incesante del esfuerzo.

  La vigilia del espíritu pone al tiempo enloquecido sordina a su decisión de ser. ¿No nos engulliría la escala del tiempo si no lo sosegáramos en el esfuerzo de consentir a la naturaleza?

  Los otros seres viven; el hombre se esfuerza en vivir. Es como si nos miráramos al espejo antes de cada acción. El hombre es un animal que se ve viviendo.

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  La idea es una especie de melodía que se ha enriquecido.

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  El pensamiento proyecta la nada como una consolación suprema, bajo la presión de un infinito orgullo herido. Al querer ser todo y oponérsele el todo, ¿qué haría sin la dimensión absoluta de la ausencia?

  Los tormentos de la soberbia desmesurada volatilizan al ser y revisten a la nada del prestigio que lleva consigo la grandeza, en el que se apacigua la pasión del orgullo. El no-ser es un esplendor fúnebre que apaga nuestros celos divinos. La sugestión de la nada satisface nuestro apetito por lo Absoluto, al igual que la gracia de la muerte lo hace por la armonía en el desastre.

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  ¿Cuándo conseguiré desprenderme de mí mismo? Todos los caminos conducen a esta Roma interior e inaccesible; el hombre es una ruina invencible. ¿Quién habrá vertido tanto entusiasmo en sus decepciones?

  Vivir en sentido último: volverse santo de la propia soledad.

  Embrujado en tu soledad, las horas cesaron y la Eternidad ha empezado a sonar. Y Dios tañe las campanas hacia tu cielo…

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  La soledad es un afrodisíaco del espíritu, así como la conversación lo es de la inteligencia.

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  Hay tantas posibilidades de morir en la música interna, que nunca encontraré mi fin… Sólo se es cadáver en ausencia de sonoridades internas. Pero cuando los sentidos gimen por ellas, el imperio del corazón supera al del ser y el universo pasa a desempeñar la función de un acorde interior y Dios se vuelve la prolongación infinita de una tonalidad.

  Cuando a mitad de una vieja sonata a duras penas puedes reprimir un «¡Dios mío, que no se acabe nunca!», las ondas de una vertical locura nos impulsan hacia el estado divino. Exiliarme allí con toda la música.

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  El hombre está tan solo que la desesperación le parece un nido y el pavor un refugio.

  Inútilmente busca un sendero en la espesura del ser, se queda mohíno con la cara vuelta al callejón sin salida de su propio espíritu. Porque, en él, la luz no se ha separado de la oscuridad. Como remate de la Creación, el espíritu pertenece al principio del mundo.

  Nada despojará de su conciencia a las noches del tiempo. ¿No se ennoblecerá más su destino durante esa herencia nocturna?

  El hombre tiene de su parte muchas noches…

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  Siempre que caigo presa de los sortilegios del hastío, vuelvo los ojos al cielo. Y entonces sé que algún día moriré de tedio, en pleno día, a la vista del sol y de las nubes…

  «… Si es posible, aleja de Mí este cáliz.» El cáliz de los hastíos.

  También quisiera gritar yo: «¡Padre!». ¿Pero a quién, si el hastío también es una divinidad?

  ¿Por qué tengo que abrir los ojos sobre el mundo para descubrir un Getsemaní del Hastío?

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  La tierra es demasiado estéril para encontrar en ella los inmisericordes y enervantes venenos que me libren del oficio que representa existir… ¡Que de desintegraciones celestiales emanen aromas empapados en la nada, que de las alturas caigan copos narcotizantes en heridas que ya no se cerrarán…! ¡O que lluvias del más allá, lluvias venenosas, se cuelen a través de un cielo loco y caigan sobre la llanura enferma de la razón…!

  ¡Dios mío! Yo no digo que tú no seas; digo que yo ya no soy.

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  Si la nada nos diese solamente un perverso apetito por lo absoluto, no tendría importancia; pero, al crearnos un doloroso complejo de superioridad, nos hace fijar la vista abajo, hacia el ser, y consolar nuestra nostalgia con el desprecio.

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  Del «yo» sólo deberían hablar Shakespeare o Dios.

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  Entre dos seres que se hallan en un mismo grado de lucidez el amor no es posible. Para que el encuentro sea «feliz» uno de ellos tiene que conocer más de cerca las delicias de la inconsciencia. Un mismo alejamiento de la naturaleza los hace igualmente sensibles a su perfidia; de lo que deriva una molestia por los equívocos del eros y, sobre todo, una reserva en esa inevitable complicidad. Cuando las falacias de la vida ya no tengan nada impermeable a nuestros ojos, es bueno que la mujer esté casi en un estado de ignorancia. El amor no puede consumarse entre dos ausencias de ilusiones; uno siquiera tiene que no saber. El otro, víctima de la lucidez del espíritu, supervisa el goce de ese prójimo idéntico y se olvida de sí mismo por el contagio.

  El trastorno caótico de los sentidos, en el éxtasis implícito y periférico, parece una lastimosa concesión en la que los secretos de la vida resultan transparentes al hombre y a la mujer. Parecen admitir sus yerros contra la vigilia del espíritu, pero lo único que logran es contemplar su olvido y aminorar, a través del pensamiento, el hechizo de su desaparición horizontal. Así introduce la lucidez una nota crepuscular en los suspiros de ese absoluto barato.

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  Las desilusiones, el odio y el orgullo no nos excusan de los hombres como las fuerzas del alma que se adueñan de nosotros con el vigor de una revelación súbita. ¿Qué otra cosa podrías decirle entonces a alguien, y por qué decírselo cuando el escalofrío interno es como un río que corriera repentinamente hacia lo alto?

  El oleaje de una violenta felicidad nos arroja del seno de la humanidad y, al multiplicar nuestra identidad, suspende las sonrisas destinadas a las mujeres o a los amigos. El yo se pierde en su infinitud, la vida se amplifica en intensidades que la hacen vacilar entre varios mundos. De todo cuanto hemos sido sólo queda un patético soplo.

  Lo infinito de la noche parece un límite en el horizonte de esa amplitud y se anhela la extinción como un límite, la agonía como un espacio acotado. ¿Quién habrá injertado lo infinito en un pobre corazón?

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  Como a los hombres les falta la poesía, ¿dónde pueden fondear sino en la muerte? ¿No proyecta la inmanencia del no-ser un gran prestigio sobre el paisaje borroso y desabrido del ser?

  El anhelo de ahogarse, de elevarse a los cielos ahorcándose o de poner fin tumultuosamente a la vida, procede de una sublimación del hastío, flauta en el fondo del infierno.

  Exprimir de los instantes una canción de perdición, inventar venenos trascendentes en el tedio del tiempo, pulverizar demonios en la sangre y en el devenir…

  El sentido metafísico del tiempo es desembarazarnos de la carga de la individuación. Ser es una empresa difícil porque subimos hacia el no-ser; un vacío lanzado hacia una suprema degradación de la existencia.

  El tiempo es una subida en pendiente hasta el no-ser.

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  Con todos los sentidos ansío los deleites del fin… ¿Qué anhelo de misteriosas satisfacciones me inclina a ellos? ¡Es imposible no descubrir la grandeza de la muerte después de haber sido traicionado por la vida!

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  Quien ha visto a través de los hombres y a través de sí mismo, ¿tendría que construirse, de asco, una fortaleza en el fondo de los mares?

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  La infelicidad sólo se encuentra en un temperamento esencialmente contradictorio.

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  El que está cansado de sí mismo cansa a sus semejantes y se cansa de ellos.

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  Las repetidas decepciones suponen ambiciones inhumanas. Los hombres verdaderamente tristes son los que, no pudiendo echarlo todo a rodar, se han aceptado como ruina de su ideal.

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  El tiempo es la cruz donde nos clava el hastío.

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  Contra la acometida de los encantos y el soplo de éxtasis que trastornan el orden de mi vida hacia lo ilimitado, el asco de mí mismo es mi única barrera.

  ¿Qué otra cosa puedo hacer con tanto yo?

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  Bach es un decadente en sentido celestial. Sólo así se explica la solemne descomposición que no puedes evitar siempre que te encuentras con el mundo que él creó.

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  A medida que el hastío espesa el tiempo, adelgaza las cosas hasta hacerlas transparentes. La materia no resiste su implacable desfiguración.

  Aburrirse significa ver a través de los objetos, volatilizar la naturaleza. Incluso las rocas se disuelven en humo cuando el mal que es la lucidez se abre hacia ellas.

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  No sé de una sola de mis sensaciones a la que no haya sepultado en el pensamiento. (El espíritu es una tumba de la naturaleza.)

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  El suicidio, como cualquier otro intento de salvación, es un acto religioso.

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  La sinceridad, expresión de la inadaptabilidad a las ambigüedades esenciales de la vida, deriva de una vitalidad vacilante. Quien la practica no se expone al peligro como se cree comúnmente, sino que ya está en peligro, al igual que todo hombre que separa la verdad de la mentira.

  La inclinación a la sinceridad es un síntoma enfermizo por excelencia, una crítica de la vida. Quien no ha matado en sí mismo al ángel está destinado a la desaparición. Sin yerros no se puede respirar ni tan siquiera un instante.

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  Unos ojos apagados no se encienden más que por amor del anhelo de la muerte; la sangre no se inflama sino en un himno de agonía.

  ¿Estoy subiendo o bajando por las pendientes del ser?

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  Un animal que ha visto la vida y que todavía quiere vivir: el hombre. Su drama se agota en esa exasperación.

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  En un corazón donde se haya instalado la nada la irrupción del amor es indeciblemente desgarradora porque no encuentra terreno alguno donde florecer. Si tan sólo hubiera que conquistar a la mujer, ¡qué fácil sería! ¡Pero roturar la propia nada, dominarse trabajosamente en la hostilidad del alma, abrir al amor un camino hasta uno mismo! Esa guerra, que te arroja con odio contra ti mismo, explica por qué nunca querrás matarte de modo más cruel que en las convulsiones del amor.

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  En Beethoven no hay suficiente hechizo enervante ni suficiente cansancio…

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  La última sutileza del diablo es la diferencia entre el infierno y el corazón.

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  Sólo en los grandes sufrimientos, cuando estás muy cerca de Dios, te percatas de lo vano que es el papel de Mediador de su Hijo y qué destino menor esconde el símbolo de la Cruz.

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  El espíritu le debe casi todo a los sufrimientos físicos. Sin ellos, la vida no sería más que vida.

  Solamente la enfermedad trae algo nuevo. ¿Es que no es la quinta estación?

  La nirvanización cotidiana por medio del pensamiento y el dolor.

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  Cuando llevas tanta música en un mundo sin melodía…

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  El hombre no es un animal hecho para la vida. Por ello gasta tanta vitalidad en el deseo de morir.

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  La irrealidad de la vida en ninguna parte es más inquietante que en la desesperanza de la felicidad. De ahí, lo indeciblemente doloroso del amor.

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  Toda la poesía de las voces interiores se reduce a la imposibilidad de separar el deseo de morir del de vivir.

  Las esperanzas son frágiles nidos para los finales. Vivir y morir: dos signos para la misma ilusión.

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  Todas las lágrimas no derramadas se han vertido en mi sangre. Y yo no he nacido para tantos mares ni para tanta amargura

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