Más adelante haremos tres calas en la filosofía escolástica: una, al principio de ella, con Pedro Abelardo (siglos XI-XII), un pensador singular con aires románticos por su aventura sentimental con Eloísa; otra, en su período de madurez, con el más famoso teólogo católico, Tomás de Aquino (siglo XIII), y una tercera con Guillermo de Ockham (siglo XIV), quien con su criticismo lógico y político cierra brillantemente una época. Bueno será ahora que señalemos algunos rasgos comunes que sirvan de marco general en el que insertar un amplio elenco de pensadores y unas corrientes de pensamiento no solo distintas sino a veces abiertamente enfrentadas. Las ideas que siguen probablemente no den respuestas a todas las preguntas que un lector actual pueda formular sobre la escolástica, pero creo que ayudarán a comprenderla mejor.
Antes que nada, conviene considerar la escolástica en su propio devenir, en su pobreza teórica inicial, como históricamente sucedió. El cristianismo, no lo olvidemos, surgió en Oriente Próximo, en suelo palestino, como una corriente religiosa escindida del judaísmo, es decir, como una secta. El gran pensador judío Maimónides no ocultó su desprecio por Cristo, al que acusaba de ser un falso Mesías. Solo el contacto con la cultura griega en el helenizado Egipto y la penetración en la ciudad símbolo por antonomasia de este período, Alejandría, cambiarían el rumbo primero del judaísmo y más tarde del cristianismo. En efecto, en esa ciudad del delta del Nilo un grupo de judíos traduciría la Biblia al griego común helenístico, al dialecto koiné. El cristianismo, que pronto aspiró a ser universal, katholikós en griego, o sea, «católico», diferenciándose así del nacionalismo judío, comenzó difundiéndose en esa región, y por ello los cristianos más antiguos del mundo son los coptos egipcios. Estos primeros seguidores del Nazareno no tardarían en pasar al continente europeo, a Atenas en primer lugar y después a Roma, para hacer crecer el número de sus adeptos a través de la lengua respectiva de esos paganos (griego y latín) y empleando en su adoctrinamiento categorías y conceptos heredados de la filosofía platónica y neoplatónica.
Tras el hundimiento del Imperio romano y la invasión de los pueblos bárbaros del Norte, la Iglesia, aunque dominadora ideológica y socialmente, quedó sumida en la ignorancia general que provocó el ocultamiento de la cultura clásica. Solo algunos pobres restos sobrevivieron al naufragio; las enciclopedias y los florilegios dan testimonio de ello. Frente a esas briznas paganas se alzó la mole dogmática de la Biblia cristiana, es decir, la Biblia judía más el Nuevo Testamento, y el conjunto teológico de la patrística, en especial san Agustín. Por el contrario, en filosofía, junto con algunas doctrinas estoicas procedentes de Séneca y otras eclécticas heredadas de Cicerón, solo se conservaron de Aristóteles un par de tratados lógicos transmitidos por Boecio, asépticos desde el punto de vista dogmático dado su contenido formal. Dentro de este modesto legado cabe destacar los escritos de un Padre griego, influyente en la teología medieval, que debió de vivir entre los siglos V y VI y cuya identidad desconocemos (esa es la razón por la cual se le denomina alternativamente como Pseudo-Dionisio, Dionisio Areopagita o Dionisio el Místico). En su síntesis de las doctrinas neoplatónicas y bíblicas, subraya la transcendencia divina y propugna una teología negativa, ya que Dios es inefable.
Teniendo en cuenta esto, se comprende que la primera escolástica se iniciara casi en la oscuridad con un pensador como Escoto Eriúgena, un irlandés del siglo IX incomprendido y condenado en su época. Ya dentro de la ortodoxia, san Anselmo intentó racionalizar la fe mediante la aplicación de la dialéctica. El primero que rompió con el método tradicional fue Pedro Abelardo en su obra Pro y contra (Sic et non), cuyo contexto era teológico. Se trataba de una colección de textos discordantes procedentes de la Biblia y de la patrística sobre ciento cincuenta y ocho cuestiones. En su trasfondo parece una respuesta a la enseñanza rutinaria de su maestro Anselmo de Laon. En el prólogo fijaba con claridad sus pretensiones: «Mediante la duda, en efecto, llegamos a investigar; y mediante la investigación alcanzamos la verdad». Gracias a un esfuerzo máximo en la búsqueda de la verdad, se conseguirá al fin la madurez del lector y una mayor agudeza mental. La clave de la sabiduría se encuentra para él en la pregunta permanente del lector, Surge así una nueva hermenéutica en el medievo.
Las obras de al-Kindi, al-Farabi, Avicena, Algacel y Avempace que se tradujeron al latín en la península Ibérica, especialmente en Toledo —por no hablar de Averroes, omnipresente en la enseñanza universitaria desde el primer tercio del siglo XIII—, están en los orígenes de la escolástica desde el siglo XII y de una manera ostensible en su etapa de madurez. Como escribió Xavier Zubiri tras conocer los hilos de esta madeja a través de Miguel Asín Palacios, «las grandes corrientes del pensamiento filosófico-teológico del medievo cristiano son, así, la cristianización de las corrientes del pensamiento musulmán». Más recientemente, Alain de Libera, tras recordar que los escolásticos se designaban a sí mismos como latini y que identificaban arabi y philosophi (como se ve, por ejemplo, en el conocido Diálogo de Pedro Abelardo), ha insistido en la misma idea centrando la cuestión:
Si el problema de la relación entre la filosofía y la religión encontró su primera expresión en el mundo árabe-musulmán, el modelo de la «crisis» o del «drama de la escolástica», utilizado para pensar lo específico de la Edad Media latina, se constata, en realidad, un modelo de importación. Es en el mundo musulmán donde se realizó la primera confrontación entre el helenismo y el monoteísmo o, como se suele decir, entre la razón y la fe[3].
En unas esclarecedoras notas sobre la escolástica, M.-D. Chenu señaló algunos de sus rasgos característicos que nos serán útiles[4]. Primero, la sorprendente forma literaria, lo que él llama con acierto «la impersonalidad desoladora del estilo», y que notamos al observar la estructura del razonamiento, la fragmentación de textos, la monotonía de las fórmulas y los procedimientos constantes de división, subdivisión y distinción. Constata este hecho innegable: «Es verdad que el estilo, exterior e interior, de la escolástica lo sacrifica todo a un tecnicismo cuya austeridad le despoja de los recursos del arte». Pero ello no puede ocultar estas dos realidades, una histórica («la extrema variedad de hombres y generaciones» en ella) y otra de tipo cultural (para los escolásticos, «pensar es un “oficio” cuyas leyes son fijadas minuciosamente»). En un plano sociológico, Chenu añade estas precisiones: los escolásticos son profesores con sus rasgos, cualidades y límites, y los escolásticos son dialécticos, formados en el dominio de la gramática y de la lógica. Basados en «las autoridades» comentan y debaten, pero con la mirada puesta en el avance del estado de la cuestión, en el perfeccionamiento de las doctrinas recibidas. «Jamás alcanzaremos la verdad si nos contentamos con lo ya encontrado. Los que escribieron antes de nosotros no son nuestros señores sino nuestros guías», escribió el franciscano Gilbert de Tournai. Con el rechazo de toda autoridad concluirá la escolástica.
Por otra parte, en cuanto al método escolástico, debemos hacer algunas precisiones. Inicialmente, fue un método de enseñanza en las escuelas (monásticas, catedralicias y palatinas) que encontró su pleno desarrollo en las universidades. En paralelo a su vertiente pedagógica, cuyo eje era la interpretación de textos de las llamadas «autoridades» (la Biblia, los Padres y Aristóteles, etc.), va germinando un pensamiento crítico que tiende a valorar sobre todo el rigor lógico, la argumentación apodíctica o demostrativa y la distinción teórica entre filosofía y teología como campos de conocimiento con objetos y métodos diferentes.
Los dos elementos centrales del método escolástico eran la exposición o lectio y el debate o quaestio. En el primero de ellos se pasaba de una explicación literal del texto a un análisis de su contenido, para concluir en una comprensión profunda del mismo. Hay que dejar claro que no se leían manuales ni se dictaban apuntes, sino que se comentaban textos filosóficos o teológicos. El segundo elemento, el debate, significaba la aparición en clase de problemas, dudas y dificultades a los que debía responder el profesor: Dado su auge, llegó a independizarse de la lección para dar lugar a debates públicos regulados de modo detallado por la facultad respectiva. Unos se reducían al ámbito interno de una clase, pero otros tenían un carácter solemne, estaban abiertos a estudiantes de otras escuelas y en ellos participaban varios maestros. La evolución de estas disputas alcanzó su cumbre en las llamadas quodlibetales, que estaban abiertas a las preguntas que libremente quisieran formular los oyentes; solo algunos magistri se atrevieron a participar en ellas. Buena parte de la literatura escolástica tiene su origen en los informes escritos por los maestros al término de las disputas solemnes.
Los géneros literarios evolucionaron en paralelo a la metodología de la enseñanza. En ellos se pasó de la anotación del texto, bien entre líneas o en los márgenes, al comentario de una obra llamado expositio. Su culminación se produjo con las Sumas, en las que se pretendía ofrecer a los universitarios la elaboración sistemática de un campo científico concreto. Modelo en su género fue la Suma teológica de Tomás de Aquino.
A la hora de definir la escolástica y su método, algunos estudiosos han querido resaltar más el contenido doctrinal común que los aspectos formales que caracterizaron su enseñanza. En la primera opción está la definición que ofrece el conocido Dictionnaire de théologie catholique: «La escolástica es esencialmente un método de especulación teológica y filosófica tendente a la penetración racional y a la sistematización de las verdades reveladas, con la ayuda de los conceptos filosóficos». A un reconocido especialista en la escolástica del siglo XIV, el profesor holandés L. M. de Rijk, le debemos una precisa y detallada definición formal:
Por «método escolástico» entiendo un método, aplicado en filosofía (y en teología), que se caracteriza por el empleo, tanto para la investigación como para la enseñanza, de un sistema constante de nociones, distinciones, definiciones, análisis proposicionales, técnicas de razonamiento y métodos de disputa, que al principio se tomaron prestados de la lógica aristotélica y boeciana, y más tarde, de manera más amplia, de la propia lógica terminista[5].
Al lector actual le llama la atención el formalismo de los escritos escolásticos: un encadenamiento de silogismos de diverso tipo en un texto plagado de definiciones, divisiones y distinciones. Hay que advertir; no obstante, que tras un formalismo lógico y un lenguaje religioso late un pensamiento vivo aunque marcadamente teórico o especulativo, de herencia griega fundamentalmente. Las sutilezas escolásticas, y en especial las llamadas «subtilitates anglicanae», dieron su fruto científico. Como gustaba de repetir el medievalista francés Paul Vignaux, «si la Edad Media ha acabado en edad crítica, ha sido por el perfeccionamiento de la lógica».
El escepticismo penetró en la mente de algunos pensadores del siglo XIV, la ciencia árabe se infiltró entre los profesores oxonienses y el desprestigio social del papado también hizo mella en los intelectuales más críticos. Mientras, el control ideológico, económico y administrativo de las universidades por parte de la Iglesia se mantuvo en pie, a pesar de los enfrentamientos internos entre teólogos y filósofos y entre seculares y mendicantes. Los estudiantes de la Baja Edad Media reflejaban en la ingenuidad de sus preguntas en los debates abiertos algunas de las ideas «biológicas» que flotaban en el ambiente; así, sus cuestiones acerca de «si el esperma es blanco» o «si los monjes deben ser más gordos que los demás».
Vista desde su posterior decadencia, es decir, como una repetición monótona de la teología medieval, como una especulación vacía al margen del racionalismo moderno, de la nueva física y de los ideales sociales propios de los nuevos tiempos, la escolástica aparece a los ojos de un lector profano como una construcción teórica sin contenido real, pura terminología donde la repetición ahoga la creatividad propia del pensamiento. A ello hay que contraponer, por un lado, la historia de la propia escolástica, más fecunda y polémica de lo que imaginamos —como espero demostrar en las páginas que siguen—, y, por otro, la ya aludida renovación llevada a cabo por la neoescolástica desde la segunda mitad del siglo XIX, que ha asumido las conquistas de la filosofía y la ciencia modernas, ha sabido hacer autocrítica de su dogmatismo pasado y ha recuperado parte de su legado filosófico-teológico mediante una meritoria labor filológica e historiográfica. Como medievalista alejado doctrinalmente de la escolástica, he reconocido desde hace años estos méritos, que solo podrían negarse, en mi opinión, desde un punto de vista sectario y unilateral.
Le debemos a un reconocido historiador de la ciencia esta valoración del legado escolástico:
Ahora bien, la filosofía escolástica —lo sabemos ahora— ha sido algo muy grande. Son los escolásticos los que han llevado a cabo la educación filosófica de Europa y han creado la terminología de la que nos servimos aún; son ellos quienes con su trabajo han permitido a Occidente volver a tomar, o incluso, más exactamente, tomar contacto con la obra filosófica de la Antigüedad. Así, a pesar de las apariencias, hay una verdadera —y profunda— continuidad entre la filosofía medieval y la filosofía moderna[6].
[3] Pensar en la Edad Media, pp. 48-49; la cursiva es del autor. <<
[4] Introduction á l’étude de saint Thomas d’Aquin, pp. 51-60. <<
[5] La philosophie au Moyen Áge, 1985. <<
[6] Alexandre Koyré, Estudios de historia del pensamiento científico, Madrid, Siglo XXI, p. 16. <<
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