¡Qué lío, qué lío! Tengo que
poner orden en mi cabeza. Desde que me cortaron la lengua, otra lengua, no sé,
funciona continuamente en mi cerebro,algo habla, o alguien, que de pronto se
calla y luego todo vuelve a comenzar, oh, oigo demasiadas cosas que, sin
embargo, no digo. ¡Qué lío! Y si abro la boca, sale un ruido como de guijarros
removidos. Orden, un orden, dice 1a lengua, y al mismo tiempo habla de otra cosa;
sí, yo siempre deseé el orden. Por lo menos algo es seguro: espero al misionero
que vendrá a reemplazarme. Estoy aquí, en el camino, a una hora de Taghasa,
escondido en un montón de rocas, sentado sobre el viejo fusil. El día se alza
sobre el desierto, aún hace mucho frío, pronto hará demasiado calor. Esta
tierra lo vuelve loco a uno, y yo…, después de tantos años, ya he perdido la
cuenta… ¡No, tengo que hacer todavía un esfuerzo! El misionero llegará esta
mañana o esta tarde. Oí decir que vendría con un guía. Tal vez no traigan más
que un sólo camello para los dos. Esperaré, espero, sólo que el frío, el frío
me hace temblar. ¡Ten un poco de paciencia aún, sucio esclavo!
Hace tanto tiempo que tengo
paciencia. Cuando estaba en mi casa, en aquella alta meseta del Macizo Central,
mi padre era grosero, mi madre estúpida; el vino, la sopa de tocino todos los
días, el vino, sobre todo, agrio y frío, y el largo invierno, los helechos
repugnantes… ¡Oh, quería irme de allí, quería abandonar todo aquello y comenzar
por fin a vivir, en medio del sol, con agua clara! Le creí al cura, que me
hablaba del seminario; todos los días me dedicaba algún momento, tenía tiempo,
en aquella comarca protestante, donde pasaba pegado a las paredes cuando
cruzaba la aldea. Me hablaba de un porvenir y del sol; el catolicismo es el
sol, decía, y me hacía leer. Hasta hizo entrar el latín en mi cabeza dura: «Es
inteligente este chico, pero también un mulo». Tan duro era mi cráneo, por lo
demás, que, a pesar de todas las caídas, en mi vida entera vertió sangre.
«Cabeza de vaca», decía mi padre, aquel cerdo. En el seminario todos estaban
orgullosos. Reclutar a uno de una comarca protestante era una victoria. Me
vieron llegar corno al sol de Austerlitz. Paliducho ese sol, en verdad, a causa
del alcohol; ellos habían bebido vino agrio y sus hijos tenían los dientes
cariados; ra, ra, matar a mi padre, eso es lo que tendría que hacer; pero no
hay peligro, en verdad, de que se lance a la misión, puesto que se murió hace
mucho. El vino ácido terminó por perforarle el estómago. Entonces solo resta
matar al misionero.
Tengo que ajustar una cuenta con
él y con sus amos, con mis amos, que me engañaron, con la sucia Europa. Todo el
mundo me engañó. La misión, no tenían otra palabra en la boca. Irse uno hasta
los salvajes y decirles: «Aquí está mi Señor, miradlo. Nunca golpea, ni mata.
Manda con voz dulce. Presenta la otra mejilla. Es el más grande de los Señores.
Elegidlo. Mirad como me ha hecho mejor. Agraviadme y tendréis la prueba». Sí,
lo creí; ra, ra. Y me sentía mejor, había crecido y casi hasta era buen mozo.
Quería agravios. Cuando en verano íbamos en filas estrechas y negras, bajo el
cielo de Grenoble, y nos cruzábamos con muchachas de vestidos ligeros, yo no
volvía los ojos, las despreciaba, esperaba que me agraviaran, Y ellas a veces
se reían. Entonces yo pensaba: «Que me golpeen y me escupan a la cara», pero
verdaderamente su risa era como erizada de dientes y puntas que me desgarraban.
¡Qué dulces eran los agravios y el sufrimiento! Mi director no me comprendía
cuando me veía abatido: «¡Pero no, usted tiene un buen natural!» ¡Buen natural!
Vino agrio, eso es lo que había en mí. Y era mejor así porque, ¿cómo hacerse
mejor, si uno no es malo? Lo había comprendido muy bien, de todo lo que me
enseñaban. Es más, sólo eso había comprendido. Una sola idea y, mulo
inteligente, yo iba hasta el final. Me anticipaba a las penitencias, detestaba
lo vulgar y común; en suma, que quería ser un ejemplo, también yo, para que me
vieran y para que al verme rindieran homenaje a lo que me había hecho mejor. ¡A
través de mí, saludad a mi Señor!
¡Sol salvaje! Ahora se levanta,
el desierto cambia. Ya no tiene el color de ciclamino de las montañas, oh, mi
montaña y la nieve, la suave nieve blanda. No, ahora tiene un color amarillo,
un poco gris. Es la hora ingrata, antes del gran deslumbramiento. Nada, nada
todavía hasta el horizonte, hay frente a mí. Allá, lejos, donde la meseta
desaparece en un círculo de colores todavía suaves. Detrás de mí, el camino
sube hasta la duna que oculta a Taghasa, cuyo nombre de hierro golpea en mi
cabeza desde hace tantos años. El primero en hablarme de ella fue el viejo
sacerdote medio ciego que se retiraba al convento. Pero, ¿por qué el primero?
Fue el único. Y a mí lo que me cautivó no fue la ciudad de sal, las paredes
blancas en medio del sol tórrido. No, sino la crueldad de sus habitantes
salvajes y la ciudad cerrada a todos los extranjeros. Sólo uno de ellos había
intentado entrar allí. Uno solo, por lo que aquel viejo sacerdote sabía, pudo
relatar lo que había visto. Lo habían azotado y echado al desierto, después de
haberle puesto sal sobre las llagas y en la boca; había encontrado a nómadas
que, por una vez, se mostraron compasivos. Fue una suerte. Y yo desde entonces
soñaba con el relato de aquel viejo, con el fuego de la sal y del cielo, con la
casa del fetiche y con sus esclavos. ¿Podía encontrarse algo más bárbaro y más
excitante? Sí, ése era el lugar de mi misión. Tenía que ir hasta allí y
mostrarles a mi Señor.
En el seminario trataron de
disuadirme, me dijeron que había que esperar, que aquél no era un lugar de
misión, que yo no estaba aún maduro, que debía prepararme especialmente,
conocerme mejor, y que todavía faltaba probarme, que ya se vería. Pero,
¿esperar siempre? ¡Ah, no! Esperar para la preparación especial y para las
pruebas que debían realizarse en Argelia y que, por lo tanto, me aproximaban a
aquel punto, pase; pero, para lo demás, no. Aquí meneaba yo mi dura cabeza y
repetía lo mismo: llegarse hasta los más bárbaros y vivir su vida, mostrarles
en su país, y hasta en la misma casa del fetiche, con el ejemplo, que la verdad
de mi Señor era más fuerte. Desde luego que me agraviarían, pero, los agravios
no me asustaban, eran necesarios para la demostración, y por el modo en que los
sufriría conquistaría a aquellos salvajes como un sol poderoso, Poderoso, sí,
esa era la palabra que sin cesar hacía rodar por mi lengua; soñaba con el poder
absoluto, con ese poder que hace hincar la rodilla en tierra, que obliga a1
adversario a capitular, que termina por convertirlo y, cuanto más ciego y más
cruel es el adversario y cuanto más seguro de sí mismo y más sepultado en su
convicción está, tanto más proclama su conversión la realeza del que provocó su
derrota. Convertir a buenas gentes un poco extraviadas era el ideal miserable
de nuestros sacerdotes. Yo los despreciaba porque podían tanto y se atrevían a
tan poco. No tenían fe y yo sí la tenía. Yo quería que los mismos verdugos me
reconocieran, quería hacerlos caer de rodillas y hacerles decir: «Señor, aquí
tienes tu victoria»; en suma, reinar sólo por causa de la palabra, sobre un
ejército de malvados. Ah, estaba seguro de que en este punto razonaba bien,
porque en otra cosa nunca estuve seguro de mí mismo; pero cuando tengo una idea
ya no la dejo. ¡Es mi fuerza, sí, la fuerza mía por la que todos me
compadecían!
El sol ha continuado subiendo. La
frente comienza a arderme. Alrededor de mí las piedras crepitan sordamente.
Sólo el cañón del fusil está fresco, fresco como los prados, como la lluvia de
la tarde antes, cuando la sopa se cocía suavemente y mi padre y mi madre, que a
veces me sonreían, me esperaban. Tal vez yo los quería, pero todo eso ha
terminado. Un velo de calor empieza a levantarse del camino. Ven, misionero, te
espero, ahora sé lo que hay que responder a tu mensaje. Mis nuevos amos me han
enseñado la lección y sé que están en lo cierto. Hay que ajustar cuentas con el
amor. Cuando me evadí del seminario, en Argelia, imaginaba a estos bárbaros de
otra manera; en mis fantasías sólo una cosa era cierta: son malvados. Yo había
robado la caja del economato, me quité el hábito y atravesé el Atlas, las altas
mesetas y el desierto; el chofer de la Transsaharienne
se burlaba de mí. «No vayas allá». También él, ¿qué les pasaba a todos? Y
luego, olas de arena durante centenares de kilómetros, revueltas, que avanzaban
y luego retrocedían bajo el viento, y de nuevo la montaña con sus picos negros,
aristas cortantes como el hierro; y después de pasar la montaña, tuve necesidad
de un guía para orientarme por aquel mar de guijarros pardos, interminables,
que aullaba de calor, que quemaba con millares de espejos erizados de fuegos,
hasta llegar a aquel lugar, en la frontera de la tierra de los negros y del
país de los blancos, donde se levanta la ciudad de sal. Y el guía me robó el
dinero, que ingenuo, siempre ingenuo, yo le había mostrado. Pero me dejó sobre
la senda, aquí mismo, después de haberme golpeado: «Perro, aquí está el camino.
Yo tengo honor. Ve, ve allí, ya te enseñarán». Y me enseñaron; oh, sí, son como
el sol, que no termina, sino en la noche, de golpear con fragor y orgullo, y
que en este momento me está golpeando, con demasiada fuerza. a lanzazos
ardientes salidos de pronto del suelo; oh, voy a refugiarme, sí, a refugiarme
bajo aquella gran roca, antes de que todo se embrolle.
Aquí la sombra es buena. ¿Cómo se
puede vivir en la ciudad de sal, en el hueco de ese pozo lleno de calor blanco?
En cada una de las paredes rectas, talladas con golpes de pico, groseramente
labradas, las incisiones que el pico dejó se erizan en escamas
resplandecientes; la arena rubia esparcida les da un tinte amarillento, salvo
cuando el viento limpia las paredes rectas y las terrazas; entonces todo
resplandece con una blancura fulgurante, bajo el cielo también limpiado hasta
su corteza azul. Yo me enceguecía en aquellos días en que el incendio inmóvil
crepitaba durante horas en la superficie de las terrazas blancas, que parecían
juntarse todas come si antes, algún día, ellos hubieran atacado juntos una montaña
de sal, la hubieran primero aplanado y luego en la misma masa hubieran excavado
las calles, e1 interior de las casas y las ventanas; o como si, bueno, es mejor
así. O como si hubieran recortado su infierno blanco y quemante con un soplete
de agua hirviente, precisamente para mostrar que eran capaces de vivir donde
nadie sino ellos podría hacerlo nunca, a treinta días de toda vida, en ese pozo
excavado del desierto, donde el calor del día impide todo contacto entre los
seres, levanta entre ellos barreras de llamas invisibles y de cristales
ardientes, donde, sin transición, el frío de la noche los hiela uno a uno en
sus conchas de gema, habitantes nocturnos de un banco de nieve seca, esquimales
negros que tiritan de pronto en sus iglús cúbicos. Negros sí, porque llevan
largas vestiduras negras y la sal que les invade hasta las uñas, que se masca
amargamente en el sueño polar de las noches, la sal que se bebe en el agua
proveniente de la única fuente del pozo de un corte reluciente, deja a veces
sobre sus ropas oscuras manchas parecidas a las huellas de los caracoles
después de la lluvia.
¡La lluvia, oh Señor, una sola
lluvia verdadera, prolongada, dura, la lluvia de Tu cielo! Entonces por fin la
ciudad espantosa roída poco a poco se hundiría lenta, irresistiblemente, y,
disuelta toda entera en un torrente viscoso, se llevaría hacia las arenas a sus
habitantes feroces. ¡Una sola lluvia, Señor! Pero, ¿de qué señor estoy
hablando, si son ellos los señores? Reinan en sus casas estériles, reinan sobre
sus esclavos negros, a los que hacen morir en la mina; y cada piedra de sal
extraída vale un hombre en el país del sur; ellos pasan silenciosos, cubiertos
con sus negros velos, por la blancura mineral de las calles y, llegada la
noche, cuando la ciudad entera parece un fantasma lechoso, entran,
encorvándose, en la sombra de las casas, donde las paredes de sal resplandecen
débilmente. Duermen con un sueño sin peso y desde que se despiertan mandan,
azotan, dicen que no son más que un solo pueblo, que su dios es el verdadero y
que hay que obedecer. Son mis señores. Ignoran la piedad y, como señores,
quieren estar solos, andar solos, reinar solos, puesto que sólo ellos tuvieron
la audacia de construir entre la sal y las arenas de una fría ciudad tórrida. Y
yo…
¡Qué confusión cuando el calor
aumenta! Transpiro. Ellos nunca transpiran. Ahora hasta la sombra se calienta.
Siento el sol sobre la piedra, por encima de mí, golpea y golpea como un
martillo, sobre todas las piedras, y es una música, la vasta música de
mediodía, vibración de aire y de piedras en centenares de kilómetros, ra. Como
antes, oigo el silencio. Sí, era el mismo silencio que me acogió hace años,
cuando los guardias me llevaron en medio del sol al centro de la plaza, desde
la cual se elevaban poco a poco las terrazas concéntricas hacia la bóveda de
cielo azul, duro, que descansaba sobre los bordes del pozo. Allí estaba yo, de
rodillas, en el hueco de ese escudo blanco, los ojos heridos por las espadas de
sal y de fuego que salían de todos los muros, pálido de fatiga, con la oreja
sangrante por el golpe que le había dado el guía, y ellos, altos, negros, me
contemplaban sin decir palabra. Era mediodía. Bajo los golpes del sol de
hierro, el cielo resonaba largamente; chapa de acero calentada al blanco, era
el mismo silencio y ellos me contemplaban. Pasaba el tiempo y ellos no
terminaban de contemplarme, y yo no podía sostener su mirada. Jadeaba cada vez
más intensamente. Por fin, rompí a llorar y de pronto ellos me volvieron la
espalda en silencio y se fueron todos juntos, en la misma dirección. De
rodillas, sólo veía, metidos en las sandalias rojas y negras, sus pies
brillantes de sal que al andar levantaban la larga vestimenta oscura, mientras
con el tacón golpeaban ligeramente el suelo; y cuando la plaza se vació, me
llevaron a la casa del fetiche.
Agazapado, como hoy, al abrigo de
la roca, y ahora al fuego de arriba de mi cabeza orada al espesor de la piedra,
permanecí muchos días en la sombra de la casa del fetiche, que era un poco más
elevada que las otras y estaba rodeada de un cinturón de sal, pero no tenía
ventanas, llena de una noche centelleante. Muchos días, y me daban una
escudilla de agua salobre y grano que arrojaban delante de mí, así como se le
arroja a las gallinas; yo lo recogía. Durante el día, la puerta quedaba cerrada
y sin embargo la sombra se hacía más ligera, como si el sol, irresistible,
llegara a filtrarse a través de las masas de sal. No había lámpara, pero
andando a tientas a lo largo de las paredes, palpaba yo guirnaldas de palmeras
secas, que adornaban los muros, y al fondo una puertita, groseramente tallada,
de la que, con la punta de los dedos, reconocí el picaporte. Muchos días, mucho
después (no podía contar los días ni las horas, pero una docena de veces me
habían arrojado mi puñado de grano y yo había excavado un poco para enterrar
mis heces, que en vano tapaba, pues el olor de cubil continuaba flotando en
aquel lugar), mucho después, sí, se abrió la puerta de dos hojas y ellos
entraron.
Uno se me acercó; yo estaba
agazapado en un rincón. Sentía contra mi mejilla el fuego de la sal, respiraba
el olor polvoriento de las palmeras, mientras lo miraba acercarse. El hombre se
detuvo a un metro de mí y se me quedó mirando fijamente en silencio. Hizo una
señal y me levanté. Me miraba con ojos metálicos que brillaban, inexpresivos,
en su rostro oscuro de caballo. Luego levantó una mano. Siempre impasible, me
aferró el labio inferior, que comenzó a retorcer lentamente, hasta arrancarme
la carne y, sin aflojar los dedos, me hizo girar sobre mí mismo, retroceder
hasta el centro de la pieza y me tiró del labio, hacia abajo, para que cayera
de rodillas. Y allí me quedé alelado, con la boca sangrante. Él se volvió para
reunirse con los otros, alineados a lo largo de las paredes. Me contemplaban
gemir en el ardor intolerable del día, sin una sombra, que entraba por la
puerta abierta de par en par, y en medio de aquella luz surgió el hechicero de
pelo de rafia, con el torso cubierto por una coraza de perlas, las piernas
desnudas, bajo una falda de paja, con una máscara de cañas y de alambre, que
tenía dos aberturas cuadradas en el lugar de los ojos. Lo seguían músicos y
mujeres, de pesados vestidos abigarrados que no dejaban adivinar nada de la
forma de sus cuerpos. Bailaron frente a la puerta del fondo, pero era una danza
grosera, que apenas tenía ritmo. Simplemente se movían, eso era todo. Y por
último el hechicero abrió la puertita que estaba detrás de mí; los amos no se
movían ni decían palabra. Me contemplaban. Me volví y vi al fetiche, la doble
cabeza de hacha, la nariz de hierro retorcido como una serpiente.
Me llevaron frente a él, junto al
pedestal; me hicieron beber un agua negra, amarga, amarga, y en seguida mi
cabeza se puso a arder. Reía; ahí estaba el agravio, ya estaba agraviado. Me
desvistieron, me raparon la cabeza y el cuerpo, me frotaron con aceite, me
azotaron el rostro con cuerdas mojadas en agua y sal, y yo reía y volvía a un
lado la cabeza, pero cada vez que lo hacía, dos mujeres me tomaban de las
orejas y presentaban mi cara a los golpes del hechicero, del que sólo veía los
ojos cuadrados. Y yo continuaba riendo, riendo, cubierto de sangre. Luego se
detuvieron. Nadie hablaba, salvo yo. Ya comenzaba a hacérseme el lío en la
cabeza. Luego me hicieron incorporar y me obligaron a levantar los ojos hacia
el fetiche. Ya no reía. Sabía que ahora me habían dedicado a servirlo, a
adorarlo. No, ya no reía. El miedo y el dolor me sofocaban. Y allí, en aquella
casa blanca, entre aquellas paredes que el sol quemaba afuera con tenacidad,
tendiendo el rostro hacia arriba, con la memoria extenuada, sí, intenté rogar
al fetiche. No existía más que él y, hasta su horrible rostro era menos
horrible que el resto del mundo. Fue entonces cuando me ataron los tobillos con
una cuerda que me dejaba libre la longitud de mi paso. Luego volvieron a
bailar, pero esta vez delante del fetiche, y por fin los amos salieron uno a
uno.
Una vez que la puerta quedó
cerrada detrás de ellos, comenzó de nuevo la música y el hechicero encendió un
fuego de cortezas, alrededor del cual se puso a patalear; su silueta alta se
quebraba en las salientes de las paredes blancas, palpitaba en las superficies
planas, llenaba la pieza de sombras danzantes. Trazó un rectángulo en un rincón
al que las mujeres me llevaron; yo sentía sus manos secas y suaves; pusieron
junto a mí una vasija de agua y un montoncito de grano y me señalaron el
fetiche. Comprendí que debía mantener la mirada fija en él. Entonces el
hechicero las llamó una a una junto al fuego. Azotó a algunas que gimieron y
que fueron a prosternarse ante el fetiche, mi dios, mientras el hechicero
continuaba bailando. Luego las hizo salir a todas de la pieza, salvo a una, muy
joven, agazapada cerca de los músicos y a la que aún no había azotado. El
hechicero la cogió por una trenza que retorció cada vez más en el puño; ella,
con los ojos desorbitados, fue cayendo hasta quedar echada de espaldas en el
suelo. El hechicero, dejándola allí, lanzó un grito. Los músicos se volvieron
contra la pared, mientras detrás de la máscara de ojos cuadrados el grito
crecía hasta lo imposible y la mujer se revolvía en el suelo, en una especie de
crisis; por fin, a gatas, con la cabeza oculta entre los brazos juntos, también
ella se pose a gritar, pero sordamente, y fue así como sin dejar de aullar y de
contemplar al fetiche, el hechicero la poseyó prestamente, con maldad, sin que
fuera posible ver el rostro de la muchacha, sepultado ahora bajo los pliegues
pesados del vestido. Y yo, a fuerza de soledad, extraviado, ¿acaso no grité
también? Sí, ¿no lancé un alarido de espanto hacia el fetiche, hasta que un
puntapié me lanzó de nuevo contra el muro, donde me puse a morder la sal, así
como hoy muerdo la piedra, con mi boca sin lengua, esperando al que tengo que
matar?
Ahora el sol ya se ha corrido un
poco más allá del centro del cielo. Entre las grietas de la peña veo el agujero
que hace en el metal recalentado del cielo, boca voluble como la mía, que
vomita sin tregua ríos de llamas sobre el desierto sin color. En el camino que
se extiende junto a mí, nada, ni una nubecilla de polvo en el horizonte. Detrás
de mí deben de estar buscándome. No, todavía no; sólo al caer la tarde abrían
la puerta y yo entonces podía salir un poco, después de haberme pasado todo el
día limpiando la casa del fetiche, renovando las ofrendas y. por la noche,
comenzaba aquella ceremonia en la que a veces me azotaban y otras veces no,
pero en la que siempre yo servía al fetiche, el fetiche cuya imagen tengo
grabada con hierro en el recuerdo y ahora en la esperanza. Nunca un dios me
había poseído y dominado tanto; toda mi vida, días y noches, le estaba
dedicada. Y el dolor y la ausencia de dolor también se los debía y hasta, sí,
el deseo que me invadía a fuerza de asistir casi todas las noches a aquel acto
impersonal y malvado, que yo oía sin verlo, puesto que ahora debía quedarme
mirando a la pared, so pena de que me apalearan. Pero con la cara pegada contra
la sal, dominado por las sombras bestiales que se agitaban en el muro,
escuchaba yo el prolongado grito y se me secaba la garganta y un ardiente deseo
sin sexo me apretaba las sienes y el vientre. Los días sucedían así a los días;
apenas distinguía unos de otros, como si se licuaran en el calor tórrido y la
reverberación callada de las paredes de sal; el tiempo no era más que un
chapoteo informe, en el que, a intervalos regulares, iban a estallar gritos de
dolor o de posesión, largo día sin edad, en que el fetiche reinaba como este
sol feroz, en la casa de rocas, y ahora, como entonces, lloro de desdicha y de
deseo, arde en mí una esperanza malvada; quiero traicionar, acaricio el caño de
mi fusil y el alma de su interior, su alma. Sólo los fusiles tienen alma; ¡oh,
sí, el día en que me cortaron la lengua, aprendí a adorar el alma inmortal del
odio!
¡Qué confusión, qué rabia, ra,
ra! Ebrio de calor y de cólera, postrado, echado sobre mi fusil. ¿Quién jadea
aquí? No puedo soportar este calor que no termina nunca, esta espera. Es
necesario que lo mate. Ningún pájaro, ninguna brizna de hierba, la piedra, un
deseo árido, el silencio, los gritos de aquellos, esta lengua que habla en mí
y, desde que me mutilaron, el prolongado sufrimiento chato y desierto, privado
hasta del agua de la noche, la noche con la cual soñaba, encerrado en el dios,
en mi cubil de sal. Sólo la noche, sus estrellas frescas y sus fontanas
oscuras, podían salvarme, liberarme de los dioses malvados de los hombres;
pero, siempre encerrado no podía contemplarla. Si aquel otro se demora aún, la
veré por lo menos subir por el desierto e invadir el cielo, fría viña de oro
que penderá del cenit oscuro y en la que podré beber a mis anchas, humedecer
este agujero negro y desecado que ya ningún músculo de carne viva y móvil
refresca, olvidar por fin aquel día en que la locura me arrancó la lengua.
¡Oh, qué calor hacía, qué calor!
La sal se licuaba; así por lo menos me lo pareció. El aire me mordía los ojos,
y aquella vez el hechicero entró sin máscara. Lo seguía, casi desnuda bajo un
pingajo grisáceo, una nueva mujer, cuyo rostro cubierto por un tatuaje que le
daba el aspecto de la máscara del fetiche, no expresaba nada más que un estupor
perverso de ídolo. Únicamente vivía su cuerpo, delgado y chato, que fue a
colocarse a los pies del dios cuando el hechicero abrió la puerta del reducto.
Luego el hombre salió sin mirarme; el calor subía de punto. Yo me quedé quieto,
el fetiche me contemplaba por encima de aquel cuerpo inmóvil, cuyos músculos,
con todo, se agitaban suavemente; el rostro de ídolo de la mujer no cambió
cuando me le acerqué. Sólo los ojos se le agrandaron al mirarme fijamente. Mis
pies tocaban los suyos. Entonces el calor se puso a aullar y el ídolo, sin
decir palabra y mirándome siempre con sus ojos dilatados se tendió poco a poco
sobre las espaldas, recogió con lentitud las piernas y las levantó, separando
suavemente las rodillas. Pero inmediatamente después, ra…; el hechicero estaba
acechándome. Entraron todos y me arrancaron de junto a la mujer. Me apalearon
terriblemente en el lugar del pecado. El pecado, ¿qué pecado? Me río. ¿Dónde
esta el pecado y dónde está la virtud? Me aplastaron contra la pared. Una mano
de acero me apretó las mandíbulas, otra me abrió la boca y tiró de mi lengua
hasta que sangró. ¿Era yo el que aullaba con aquel grito de animal? De pronto,
una caricia cortante y fresca, sí, fresca por fin, pasó por mi lengua. Cuando
recobré e1 conocimiento estaba solo en medio de la noche, pegado contra la
pared, cubierto de sangre coagulada, con una mordaza de hierbas secas y de olor
extraño, que me llenaba la boca. Ya no sangraba, pero ahora estaba deshabitada
y en esta ausencia solo vivía un dolor torturante. Quise levantarme, pero volví
a caer, feliz, desesperadamente feliz de morir por fin. La muerte también es
fresca y su sombra no cobija a ningún dios.
Pero no me morí. Un día, un joven
odio se puso de pie al mismo tiempo que yo, se dirigió hacia la puerta del
fondo, la abrió, la cerró detrás de mí. Yo odiaba a los míos. El fetiche estaba
allí, desde el fondo del agujero en que me encontraba, hice algo mejor que
elevarle una plegaria: creí en él y negué todo aquello en lo que hasta entonces
había creído. ¡Salve! Él era la fuerza y el poder. Podía destruírselo, pero no
convertirlo. Miraba por encima de mi cabeza, con sus ojos vacuos y torpes.
¡Salve! Él era el amo, el único señor, cuyo tributo indiscutible era la maldad,
porque no hay amos buenos. Por primera vez, a fuerza de agravios, con el cuerpo
entero que gritaba con un solo dolor, me abandoné a él y aprobé su orden
maléfico. Adoré en él el principio malvado del mundo. Prisionero de su reino,
la ciudad estéril, esculpida en una montaña de sal, separada de la naturaleza,
privada de los florecimientos fugitivos y raros del desierto, sustraída a esos
azares o a esas caricias, una nube insólita, una lluvia rabiosa y breve, que
hasta el sol o las arenas conocen, en suma, la ciudad del orden, ángulos
rectos, piezas cuadradas, hombres secos y duros, me convertí libremente en su
ciudadano torturado y lleno de odio. Renegué de la larga historia que me habían
enseñado. Me habían mentido. Únicamente el reino de la maldad no ofrecía
brechas. Me habían engañado. La verdad es cuadrada, pesada, densa, no admite
matices. El bien es un ensueño, un proyecto sin cesar postergado y perseguido
con esfuerzo extenuante, un límite al que nunca se llega. Su reino es
imposible. Únicamente el mal puede llegar hasta sus límites y reinar
absolutamente. A él es menester servir para instalar un reinado visible. En
seguida se verían los. resultados, en seguida se vería lo que significa. Sólo
el mal está presente. ¡Abajo Europa, la razón, el honor y la Cruz! Sí, tenía
que convertirme a la religión de mis amos. Sí, sí, era un esclavo, pero si yo
también soy malvado ya no soy esclavo, a pesar de mis pies trabados y de mi
boca muda. ¡Oh, este calor me vuelve loco! El desierto grita bajo la luz
intolerable. Y él, el otro, el Señor de la mansedumbre, cuyo solo nombre me
repugna, reniego de él, pues ahora lo conozco. Ese soñaba y quería mentir, le
cortaron la lengua para que su palabra no engañara más al mundo. Lo horadaron
con clavos hasta la cabeza, su pobre cabeza, como la mía ahora. ¡Qué lío se me
ha hecho en ella! Estoy cansado, y la tierra no tembló. Estoy seguro de ello,
no era un justo al que habían dado muerte. Me niego a creerlo. No hay justos
sino amos malvados, que hacen reinar la verdad implacable. Sí, sólo el fetiche
tiene el poder, él es el dios único de este mundo. Su mandamiento es el odio,
la fuente de toda vida, el agua fresca, fresca como la menta, que hiela la boca
y quema el estómago.
Entonces cambié. Y ellos lo
comprendieron; les besaba la mano cuando los encontraba. Era uno de los suyos.
Los admiraba sin cansarme. Les inspiraba confianza. Yo tenía la esperanza de
que ellos mutilarían a los míos, así como me habían mutilado a mí. Y cuando me
enteré de que el misionero iba. a venir, supe en seguida lo que debía hacer.
¡Oh, aquel día, igual a los otros, el mismo día enceguecedor, que continuaba
desde hacía tanto tiempo! Al caer la tarde vimos aparecer a un guardia que
corría por lo alto del pozo y algunos minutos después me arrastraron a la casa
del fetiche y cerraron la puerta. Uno de ellos, con la amenaza de su sable en
forma de cruz, me obligaba a estarme quieto, tendido en el suelo y en la
sombra. Y el silencio duró mucho, hasta que un ruido desconocido llenó la
ciudad, de ordinario apacible: voces que me dio trabajo reconocer porque
hablaban en mi lengua. Pero desde que resonaron, la punta de la hoja se inclinó
sobre mis ojos y mi guardián se quedó mirándome fijamente sin decir palabra.
Entonces dos voces que todavía oigo, se aproximaron. Una preguntaba por qué
aquella casa estaba guardada y si había que echar abajo la puerta, mi teniente.
La otra decía que no, con voz breve, y luego agregó, al cabo de un rato, que se
había llegado a un acuerdo, que la ciudad aceptaba una guarnición de veinte
hombres, con la condición de que acamparan fuera de los límites mismos de la
ciudad y que respetaran las costumbres del lugar. El soldado se reía, pero el
oficial no sabía nada; en todo caso, era aquella la primera vez que aceptaban
recibir a alguien para cuidar a los niños. Y ese alguien sería el capellán;
después ya se ocuparían del resto. El otro dijo que al capellán le cortarían lo
que podía imaginarse, si los soldados no estaban allí.
—¡Oh, no! —respondió el oficial—.
Si el padre Beffort llegará antes que la guarnición. Estará aquí dentro de dos
días.
No escuché nada más. Inmóvil,
pegado al suelo bajo la hoja del sable, me sentía mal. Una rueda de agujas y de
cuchillos giraba en mi interior. Estaban locos; estaban locos. Dejaban que les
tocaran la ciudad, su poder invencible, el verdadero dios. Y al otro, a ese que
iba a venir, no le cortarían la lengua. Ese se jactaría de su insolente bondad,
sin pagar nada por ello, sin sufrir agravios. El reino del mal quedaría
retrasado, habría todavía dudas, otra vez se iba a perder tiempo soñando con un
bien imposible; otra vez la gente se iba a agotar en esfuerzos estériles en
lugar de apresurar la venida del único reino posible. Y yo contemplaba la hoja
que me amenazaba. ¡Oh, poder, que eres lo único que reina en el mundo! ¡Oh,
poder! Y la ciudad se vaciaba poco a poco de sus ruidos. La puerta se abrió por
fin. Me quedé solo. Quemado, amargo, con el fetiche. Y le juré que salvaría mi
nueva fe, a mis verdaderos amos, a mi dios despótico; que iba a traicionar, cualquiera
fuera el precio que ello me costara.
Ra, el calor cede un poco ahora,
la piedra ya no vibra, puedo salir de mi agujero, mirar como el desierto se
cubre de colores amarillos y ocres, que se convierten en seguida en color de
malva. Aquella noche esperé a que se durmieran; yo había metido una cuña en la
cerradura de la puerta. Salí con el mismo paso de siempre, medido por la soga.
Conocía las calles, sabía dónde podía recoger el viejo fusil, cuál era la
salida que no tenía guardias, y llegué aquí a la hora en que la noche se
decolora alrededor de un puñado de estrellas, en tanto que el desierto so
oscurece un poco. Y ahora me parece que hace días y días que estoy aquí,
agazapado en estas rocas. Rápido, rápido, oh, que venga rápido. Dentro de poco
empezarán a buscarme, volarán por todas las sendas, no sabrán que salí por
ellos y para servirlos mejor. Siento las piernas débiles, estoy ebrio de hambre
y de odio. Oh, oh, allá, ra, ra, en el extremo del camino, dos camellos que
corren al trote se agrandan y ahora ya los han pasado sus breves sombras;
corren con ese paso vivo y soñador que siempre tienen. Ah, ya llegan por fin.
Rápido el fusil. Ya está armado.
¡Oh, fetiche, mi dios, que se mantenga tu poder, que se multipliquen los
agravios, que el odio reine sin perdón sobre un mundo de condenados, que el
malvado sea para siempre el amo, que llegue por fin el reino en el que, en una
sola ciudad de sal y de hierro, negros tiranos sometan y posean sin piedad! Y
ahora, ra, ra, fuego a la piedad, fuego a la impotencia y a su caridad, fuego a
todo lo que retrase la venida del mal, fuego dos veces. Y ya está, vacilan,
caen, y los camellos huyen derechamente hacia el horizonte, donde una bandada
de aves negras acaba de elevarse en el cielo inalterado. Yo río y río. Aquel
que se retuerce en su detestado hábito levanta un poco la cabeza, me ve, me ve
a mí, a su amo, trabado y todopoderoso. ¿Por qué me sonríe? Voy a aplastarle
esa sonrisa. ¡Qué bien suena el ruido de la culata del fusil contra el rostro
de la bondad! Hoy, hoy, por fin se ha consumado y en todo el desierto los
chacales husmean el viento ausente, hasta muchas horas de aquí, y luego se
ponen en marcha con un trotecito paciente, hacia el festín de carroña que les
espera. ¡Victoria! Extiendo los brazos al cielo, que se suaviza; una sombra
violeta se adivina en el borde opuesto. ¡Oh, noches de Europa, patria,
infancia! ¿Por qué tendré que llorar en el memento del triunfo?
Se ha movido. No, el ruido viene
de otra parte, sí, allá, del otro lado. Son ellos. Y acuden como una bandada de
pájaros oscuros. Son mis amos, que se precipitan sobre mí, me cogen. ¡Ah, ah!
Sí, golpeadme, es que temen por su ciudad, despanzurrada e incendiada; temen a
los soldados vengadores, a quienes yo he llamado. Es lo que le hacía falta a la
ciudad sagrada. Ahora defendeos, golpead, golpead; primero golpeadme a mí.
Vosotros poseéis la verdad. ¡Oh, mis amos, vencerán después a los soldados! En
seguida vencerán a la palabra y al amor. Recorrerán los desiertos, cruzarán los
mares, llenarán la luz de Europa con sus velos negros. Sí, golpeadme en el
vientre, golpeadme en los ojos. Cubrirán con su sal el continente. Toda
vegetación, toda juventud se extinguirá. y multitudes mudas, de pies trabados,
caminarán junto a mí por el desierto del mundo, bajo el sol cruel de la
verdadera fe. No estaré solo. ¡Ah, qué daño me hacen, qué daño! Pero su furor
es bueno y sobre esta silla guerrera donde ahora me descuartizan, ay piedad, me
río. Me gusta ese golpe que me clava crucificado.
¡Qué silencioso está el desierto!
Ya ha caído la noche y estoy solo. Tengo sed. Esperar todavía. ¿Dónde está la
ciudad? Oigo sus ruidos a lo lejos y tal vez los soldados hayan vencido. No, no
es necesario, aun cuando los soldados hayan vencido. No son lo suficientemente
malvados. No sabrán reinar. Dirán aún que uno debe hacerse mejor y continuará
habiendo millones de hombres que se hallan entre el mal y el bien, desgarrados,
impedidos. ¡Oh, fetiche! ¿por qué me has abandonado? Todo terminó. Tengo sed,
me arde el cuerpo. La noche más oscura me llena los ojos.
Me despierto de ese largo, largo
ensueño. Pero no, voy a morir. Se levanta el alba, la primera luz, que anuncia
el día para los otros que viven, y para mí el sol inexorable, las moscas.
¿Quién habla? Nadie. El cielo no se abre, no, no, Dios no habla en el desierto.
¿De dónde proviene, entonces, esa voz que dice: «Si consientes en morir por el
odio y el poder, ¿quién nos perdonará?» ¿Es otra lengua que habla en mí o sigue
siendo ése que todavía no quiere morir, ese que está a mis pies y repite:
«Valor, valor, valor»? Ah, ¿si hubiera vuelto a equivocarme? Aquellos hombres,
antes fraternales, los únicos a quienes podía uno recurrir. ¡Oh soledad; no me
abandonéis! Oh, ¿y quién eras tú, todo desgarrado, con la boca sangrante? Ah,
eres el hechicero, los soldados te vencieron, la sal arde allá abajo. Eres tú,
mi dueño muy amado. Abandona ese rostro de odio, sé bueno ahora. Nos hemos
engañado. Volveremos a comenzar, volveremos a construir la ciudad de
misericordia; quiero volver a mi casa. Sí, ayúdame, eso es, tiéndeme la mano.
Toma…
Un puñado de sal llenó la boca
del esclavo charlatán.
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