El miedo ha dado mucho que hablar a políticos y a filósofos. Son conocidas las palabras que pronunciara el presidente Franklin D. Roosevelt en su primer discurso de investidura a propósito de la puesta en marcha del New Deal que habría de sacar a su país de la peor crisis económica de todo el siglo XX: «Lo único que se debe temer es al miedo en sí. Al terror indescriptible, irracional, injustificado, que paraliza los esfuerzos para convertir el retroceso en avance.»
Por el contrario, uno de los primeros pensadores en apuntar que el miedo puede ser beneficioso en política fue Nicolás Maquiavelo. Este estadista florentino recomendaba a los príncipes renacentistas que, puestos a escoger, prefirieran que sus súbditos les temieran a que los amaran. Daba muchos motivos para ello, pero uno de los más importantes es que el temor es un sentimiento que se puede controlar desde el poder y que no requiere ningún tipo de reciprocidad, como sí ocurre con el amor. Además, constataba que los humanos suelen traicionar antes a quien aman que a quien temen.
El verdadero núcleo del pensamiento hobbesiano se podría resumir en que el miedo es la emoción política por antonomasia. En su concepción de la naturaleza humana, se erige como la más poderosa de nuestras pasiones, especialmente en la forma del miedo a la muerte. Es asimismo el único medio fiable (y en esto coincide con Maquiavelo) para coaccionar y para garantizar el cumplimiento de las órdenes. Del miedo al caos, Hobbes hace emanar el origen de la sociedad y el poder del Estado. Del miedo al castigo, la autoridad coercitiva y el respeto a la ley, Cultivar el miedo, por tanto, contribuye tanto a la sumisión de los súbditos como al orden de la sociedad. Y, a diferencia de Maquiavelo (pero de forma coherente con sus tesis), Hobbes se dirige al ciudadano para mostrarle que el miedo es protector, que gracias a él entendemos la necesidad de organizar un Estado y de obedecer a una autoridad soberana. En este sentido, Hobbes nos prefiere temerosos que temerarios.
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