domingo, 19 de marzo de 2017

Emil Cioran.- El ocaso del pensamiento capitulo tercero.

Mi corazón, como la cera, se diluye en mis entrañas» (Salmo 22, 15).

  ¡Dios Santo, haz lo que puedas hasta que te tire mis huesos a la cabeza!

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  La música es tiempo sonoro.

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  La vida y yo somos dos líneas paralelas que se encuentran en la muerte.

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  Todo hombre es su propio mendigo.

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  Los vértigos que aquejan a algunos y que los obligan a apoyarse en los árboles o en las paredes en plena calle tienen un sentido más profundo de lo que los filósofos o incluso los poetas se sienten inclinados a creer. No poder seguir estando en posición vertical (renunciar a la posición natural del hombre) no procede de una alteración nerviosa ni de un componente de la sangre, sino del agotamiento del fenómeno humano, que lleva consigo el abandono de todas las características que lo acompañan. ¿Has agotado lo que de humano hay en ti? En ese caso, abandonas fatalmente la forma a través de la que se ha definido. Caes; pero no por ello vuelves a la animalidad, pues es más que probable que los vértigos te tiren a tierra para darte otra posibilidad de erguirte. El retorno a la posición que precedió al fenómeno de la verticalidad humana nos abre otras sendas, nos prepara otra evolución y, al cambiar nuestra inclinación corporal, otra perspectiva del mundo.

  Las extrañas sensaciones de vértigo que nos vienen por doquier, y sobre todo siempre que la distancia del hombre evoluciona en dirección al infinito, no indican sólo una presencia agresiva del espíritu, sino también una violenta ofensiva de todo lo que hemos añadido a las constantes del destino humano. Pues el vértigo es el síntoma específico de la superación de una condición natural y de la imposibilidad de seguir participando de la posición física ligada a ella. Al romperse la unión interna con el hombre, sus signos externos siguen un proceso de disolución. Análogas zozobras tienen que haber experimentado los animales cuando empezaron a levantarse a dos patas. ¿Y no hay acaso introspecciones regresivas que nos hacen descender hasta esas alejadas turbaciones, hacia esos indefinidos recuerdos que nos acercan a los vértigos del principio de la humanidad?

  Todo cuanto no es inerte precisa, en diferente grado, de apoyo. Y tanto más el hombre, cuyo destino no se cumple si no es inventando certezas y sólo mantiene su posición por el tónico de las mentiras. Pero quien se pone frente a sí mismo, quien se desliza por la transparencia de su propia condición, quien solamente es hombre en la benevolencia de la memoria, ¿puede aún apelar al apoyo tradicional, a la arrogancia del animal vertical; puede todavía apoyarse sobre sí mismo cuando hace mucho que ha dejado de ser él?

  Los objetos todavía lo sostienen para que no se caiga, esperando a que broten los frutos de otra vida en la savia de tantos vértigos.

  Lo que hay de hombre en ti se pudre en el abuso perverso del conocimiento, y nada expresa más directamente esa suprema desintegración como la inseguridad de tus pasos en el mundo. El vértigo consustancial al fin del hombre es una convulsión límite, al principio premonitoria y dolorosa, después prometedora y estimulante. Una esperanza de diabólica vitalidad nos conduce a repetidas caídas, con vistas a insospechadas purificaciones. Empezará algo distinto una vez que el hombre haya madurado en nosotros y se haya desvanecido, algo extraño al presentimiento de los que han quedado atrás, en un estadio de semihumanidad. ¡Que Dios se te descomponga en las venas, entiérralo junto a tus despojos reunidos a través de los recuerdos, abona con carroña humana y divina el césped de tu esperanza, y que luces de putrefacción respalden la timidez de tantos amaneceres!

  Pero para purificarte de tu herencia humana aprende a cansar, a disolver, a corromper a la muerte que se esconde en tu interior, en tus cuatro puntos cardinales. Fíjate en un hombre solitario que esté esperando algo y pregúntate qué. Verás que nadie espera nada, nada que no sea la muerte. ¿Has estado alguna vez lo suficientemente febril como para verlo? ¿Para ver cómo todos se engañan, cómo todos, sin saberlo, tienden las manos a la muerte cuando creen que viene alguien, que no han estado esperando en vano? ¿Por qué nos parece que ese ser solitario, con los ojos bajos por una cansada atención, o cualquier otra criatura, no tienen nada que esperar, que no hay ningún qué, fuera de la cálida y fría atracción de la muerte, que vaga por los desiertos, por los cafés, por viejas camas y por las esquinas de las calles? ¿Es que no existen más encuentros que con ella? ¿Pero a quién, a quién puede esperar un mortal sin morir? ¿Te vas a su encuentro para vivir, para «vivir» junto a un mortal? ¡Qué terrible resulta no darse cuenta de que uno corre tras los que mueren para escapar de la muerte!

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  No soy yo el que sufre en el mundo, sino el mundo el que sufre en mí. El individuo existe sólo en la medida en que concentra los mudos dolores de las cosas, desde un harapo hasta una catedral. E, igualmente, el individuo sólo es vida en el instante en que, del gusano a Dios, las criaturas gozan y gimen en él.

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  Ningún pintor ha conseguido reproducir la soledad resignada de la mirada de los animales, porque ninguno parece haber comprendido lo incompatible de sus ojos: una enorme tristeza y una similar falta de poesía.

  La mirada humana se ha limitado a acentuar el pesar poético, cuya ausencia indica, en cada especie, la proximidad de sus orígenes.

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  La amargura es una música alterada por la vulgaridad. Sólo existe nobleza en la melancolía. Por ello no carece de importancia saber en qué matiz del tedio por el mundo has estado pensando en Dios…

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  Un pensador que oyera pudrirse una idea…

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  «Matar el tiempo», así se expresa, banal y profundamente, la adversidad del hastío. La independencia del curso temporal frente a lo inmediato vital nos vuelve sensibles a lo inesencial, al vacío del devenir, que ha perdido su sustancia: una duración sin contenido vital. Vivir en lo inmediato asocia la vida y el tiempo en una unidad fluida, a la que nos abandonamos con el patetismo elemental de la ingenuidad. Pero cuando la atención, fruto de desigualdades internas, se aplica al transcurso del tiempo y se enajena de todo lo que palpita en el devenir, nos encontramos en medio de un vacío temporal que, excepto la sugestión de un desarrollo sin objeto, no puede ofrecernos nada. El hastío equivale a estar presos en el tiempo inexpresivo, emancipado de la vida, que incluso la evacua para crear una siniestra autonomía. ¿Y qué más nos queda entonces? El vacío del hombre y el vacío del tiempo. El emparejamiento de dos nadas genera el hastío, luto temporal de la conciencia separada de la vida. Querríamos vivir y no podemos «vivir» más que en el tiempo; quisiéramos bañarnos en lo inmediato y tan sólo podemos secarnos al aire purificado del ser, de un devenir abstracto. ¿Qué se puede hacer contra el hastío? ¿Quién es el enemigo al que hay que destruir o, cuando menos, olvidar? El tiempo, seguro; él y sólo él. Lo seríamos nosotros mismos si llegáramos hasta las últimas consecuencias. Pero el hastío se define incluso evitándolas; busca en lo inmediato lo que únicamente puede encontrarse en lo trascendente.

  «Matar el tiempo» no significa otra cosa que no «tener» tiempo, ya que el hastío es su abundante crecimiento, su infinita multiplicación frente a la escasez de lo inmediato. «Matas» el tiempo para obligarlo a entrar en los moldes de la existencia, para que no siga apropiándose de prerrogativas de la existencia.

  Toda solución contra el hastío es una concesión a la vida, cuyo fundamento se resiente a causa de la hipertrofia temporal. La existencia sólo es soportable en el equilibrio entre la vida y el tiempo. Las situaciones límite derivan de la exasperación de este dualismo. Entonces el hombre, colocado frente a la posición tiránica del tiempo, víctima de su imperio, ¿qué otra cosa podría «matar» cuando ya la vida sólo está presente en la esclavitud de la pesadumbre?

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  A veces quisiera estar tan solo que los muertos, irritados por la algazara y el hacinamiento de los cementerios, los abandonarían y, envidiando mi tranquilidad, suplicarían la hospitalidad de mi corazón. Y cuando descendieran por escaleras secretas hacia profundidades petrificadas, los desiertos del silencio les arrancarían un suspiro que despertaría a los faraones de la perfección de su refugio. Vendrían entonces las momias, desertando de la lobreguez de las pirámides, a continuar su sueño en tumbas más seguras y más inmóviles.

  La vida: pretexto supremo para quien se encuentra más cerca de la lejanía de Dios que de su proximidad.

  Si las mujeres hubieran sido desdichadas por sí mismas y no por culpa nuestra, ¡de qué sacrificios, humillaciones y debilidades no seríamos capaces! Desde hace un tiempo uno ya no puede inventar nuevos placeres ni saborear otros deleites si no es en los aromas insinuantes de las embriagadoras redes de la desdicha. Como solamente el azar las pone tristes, acechamos también nosotros la ocasión para ejercitar nuestras apetencias, ávidos de sombras femeninas, nocturnos vagabundos del amor y cavilosos parásitos de Eros. La mujer es el Paraíso en tanto que noche. Así aparece en nuestra sed de sedosa oscuridad, de dolorosa tiniebla. La pasión de los crepúsculos la coloca en el centro de nuestra excitación, sujeto anónimo transfigurado por nuestra atracción por las sombras.

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  En los grandes dolores, en los dolores monstruosos, morir no significa nada, es algo tan natural que uno no puede descender al nivel de semejante banalidad. El gran problema es entonces vivir; buscar el secreto de esa mortificante imposibilidad, descifrar el misterio de la respiración y de las esperanzas. ¡Así se explica por qué los reformadores —preocupados hasta la obsesión por encontrar un nuevo patrón de vida— fueron seres que sufrieron más allá del límite de lo soportable! La muerte les parecía de una evidencia tremendamente banal. ¿Y no aparece ésta, desde el centro de la enfermedad, como una fatalidad tan cercana que resulta casi cómico transformarla en problema? Basta con sufrir, con sufrir largamente, para tomar conciencia de que en este mundo todo es evidencia excepto la vida. Escapados de sus redes, hacemos todo lo posible para situarla en otro orden, darle otro curso o, finalmente, inventarla. Los reformadores eligieron las dos primeras vías; la última es la solución extrema de una extrema soledad.

  El miedo a la muerte es un fruto enfermizo de la aurora del sufrimiento. A medida que los dolores maduran y se agravan, alejándonos de la vida, el miedo se sitúa fatalmente en el centro de la perspectiva, de manera que nada nos aleja más de la muerte que su cercanía. He aquí por qué, para el hombre separado de lo inmediato por lo infinito, sus esperanzas sólo pueden reverdecer al borde de un precipicio.

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  Si Dios colocara la frente en mi hombro, ¡qué bien estaríamos los dos así, solos y desconsolados!

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  Las autobiografías hay que dirigirlas a Dios y no a los hombres. La propia naturaleza da un certificado de defunción cuando uno se dedica a contar sus cosas a los mortales.

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  La desdicha de no ser bastante dichoso…

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  ¡Vivir solamente encima o debajo del espíritu, en el éxtasis o en la imbecilidad! Y como la primavera del éxtasis muere en el relámpago de un instante, el oscuro crepúsculo de la imbecilidad no se termina ya nunca. Prolongados temblores de loco borracho; desechos y basuras esparcidos por la sangre y que detienen su circulación; alimañas asquerosas que ensucian los pensamientos y diablos que cargan ideas en un cerebro baldío… ¿A qué enemigo ha vencido el espíritu? ¿De qué sustancia está hecha la oscuridad que alimenta tan inmensa noche?

  El pavor a postrarse a los pies de la imbecilidad levanta brumas de sopor mudo, y la vida calla resignada en la fúnebre ceremonia de enterrar al espíritu. Un sueño de negra monotonía cuyas eternas moradas son demasiado reducidas para albergar su inmensidad crepuscular.

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  La idiotez es un terror que no puede reflexionar sobre sí mismo, una nada material. Cuando la reflexión que nos separa de nosotros mismos pierde parte de su fuerza y anula la distancia de nuestro propio terror, una introspección atenta nos obliga a mirar de manera fraternal a los idiotas. ¡Qué enfermedad tan grande es el terror!

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  Cada día estamos más solos. ¡Qué pesado y qué liviano ha de ser vivir el último!

  Después de haber reunido con esfuerzo y presteza tanto aislamiento, el sentimiento de propiedad te impide morir con la conciencia tranquila. ¡Cuántos bienes sin herederos! Despilfarro es la palabra para la última razón de ser del corazón…

  Arrojado a los aledaños del propio vacío, espectador de una poesía desnuda, incapaz de sacudirte esa fría tristeza: el vacío interno te revela la indeterminación infinita como forma de expiación.

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  A plena luz piensas en la noche, tu mente corre hacia ella en pleno meridión… El sol no sólo no vence a la oscuridad, sino que agranda hasta el sufrimiento la aspiración nocturna del alma. Si el azul del cielo nos sirviera de lecho y el sol de almohada, un deleitoso agotamiento nos impelería a invocar a la noche para satisfacer nuestras necesidades de enorme cansancio. Todo cuanto hay en nosotros de dimensión nocturna forja un sombrío reverso de lo infinito. Y, así, la extenuación del día y de la noche nos lleva hacia un infinito negativo.

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  La soledad es una obra de conversión en nosotros mismos. Pero sucede que, al dirigirnos solamente a nosotros mismos, lo que tenemos de bueno se convierte en algo independiente de nuestra identidad natural. Y, de esa manera, nos dirigimos a alguien, a otro. Eso explica la sensación de no estar solos cuando más solos estamos.

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  Si el sol le negara al mundo su luz, el último día que alumbrase se parecería a la mueca burlona de un idiota.

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  Cuando hayas muerto para el mundo, te echarás de menos a ti mismo y consumirás lo que aún te quede por vivir en una nostalgia insatisfecha. Dios es un vecino en el exilio de nuestro yo, que nos condena a buscarnos por otros mundos y a no estar nunca próximos a nosotros mismos, a sernos inaccesibles.

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  Los individuos son órganos del dolor. Sin los individuos la disponibilidad de sufrimiento de la naturaleza la habría transformado en un caos. La individuación, al determinarse como forma originaria de la expiación, salvó el equilibrio y las leyes de la naturaleza. Cuando el dolor no pudo seguir permaneciendo en ella, aparecieron los seres para salvarla de los tormentos de la virtualidad. Todo acto es una perfección de sufrimiento.

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  Una mujer se distingue de una criada por su diferente desdicha. La gracia fúnebre es una fuente de indefinible encanto.

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  La espera, como ritmo ascendente, define el aspecto dinámico de la vida. Los sabios (debido al ejercicio de la lucidez) la suspenden, sin por ello eliminar las sorpresas del futuro. Sólo la idiotez, perfección de la no-espera, se sitúa fuera del tiempo y de la vida. El radical alejamiento de las cosas no tiene por qué impedir lo que serían las emociones de un idiota.

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  Tras los momentos de intensidad no te conviertes en persona sino en objeto. La aproximación a lo Absoluto acarrea consecuencias más graves que cualquier otra intoxicación. Los estados de resaca de una borrachera son sosegados y placenteros comparados con el agarrotamiento que sigue a las situaciones de debilidad sufridas por causa de Dios. El último acceso sólo nos permite sentir el terror de no entender ya nada y solamente volvemos a entrar en la materia una vez pasado el éxtasis. ¿Hay alguien con valor suficiente para definir los momentos en que miran los santos a lo alto hacia los idiotas?

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  Las inquietudes teológicas han impedido al hombre el conocerse a sí mismo. Este, al proyectar en Dios todo lo que no es él, muestra muy a las claras a qué siniestro grado de descomposición habría llegado de haber dirigido desde el principio su interés y su curiosidad hacia sí mismo. En el polo opuesto de los atributos divinos, el hombre está reducido a la dimensión de gusano. Y, ciertamente, ¿adónde íbamos a llegar con la psicología y el autoconocimiento? A transformarnos en gusanos, en gusanos que no necesitan seguir buscando sus cadáveres…

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  La tontería es un sufrimiento indoloro de la inteligencia. Pertenece a la naturaleza, no tiene historia. Ni tan siquiera en la patología tienen cabida los tontos, porque tienen de su parte a la eternidad.

  La imagen más verídica del mundo podría construirse con los «destellos» de un idiota si pudiera vencer la sensación de putrefacción de la sangre y se diera cuenta a veces del flujo infinitesimal de su inteligencia.

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  La voz de la sangre es una elegía ininterrumpida.

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  ¿Vivir bajo el signo de la música significa, por ventura, algo más que morir con gracia? La música o lo incurable como goce…

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  Si nunca aliviaste a alguien del no ser, no has conocido ni por lo más remoto las cadenas del ser ni esa emoción, dolorosamente rara, de experimentar el agradecimiento ajeno por haberle ayudado a morir, por haberle reforzado el fin y el pensamiento del fin, por haberle ahorrado la trivialidad de los alientos y de las esperanzas.

  Tampoco podemos imaginarnos cuántos y cuántos hay a la espera de que les soltemos las ligaduras de la felicidad…

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  Hay dos clases de filósofos: los que meditan sobre las ideas y los que lo hacen sobre ellos mismos. La diferencia entre silogismo y desdicha…

  Para un filósofo objetivo, solamente las ideas tienen biografía; para uno subjetivo, sólo la autobiografía tiene ideas. Se está predestinado a vivir próximo a las categorías o a uno mismo. En este último caso la filosofía es la meditación poética de la desdicha.

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  Por más pretensiones que tuviéramos, en el fondo, únicamente podemos pedir a la vida que nos permita estar solos. Así le damos la oportunidad de ser generosa e incluso pródiga…

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  El papel de la música es consolarnos por haber roto con la naturaleza, y el grado de nuestra inclinación hacia ella indica la distancia a que estamos de lo originario. El espíritu se cura de su propia autonomía en la creación musical.

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  Las sutilezas de la anemia nos vuelven permeables a otro mundo, y durante sus tristezas caemos perpendicularmente sobre el cielo.

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  Todo lo que no es salud, desde la idiotez a la genialidad, es un estado de terror.

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  La sensibilidad por el tiempo es una forma difusa del miedo.

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  Cuando uno ya no puede pensar en nada, entiende muy bien el presente absoluto de los idiotas, al igual que las sensaciones de vacío que a veces aproximan la mística a la imbecilidad, con la diferencia de que en el infinito vacío de los místicos bulle una tendencia secreta de elevación, palpita solitario un impulso vertical, mientras que el vacío horizontal de los idiotas es una extensión desdibujada donde se desliza, sordo, el terror. Ninguna tormenta levanta las arenas del monótono desierto de la imbecilidad y ningún color aviva el instante eterno y sus horizontes muertos.

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  La posibilidad de sentirse alegre entre los demás, sobre todo cuando nos cohíbe hasta la mirada de un pájaro, es uno de los secretos más extraños de la tristeza. Todo está helado y te dedicas a derrochar sonrisas; ningún recuerdo te devuelve ya al que fuiste y te sientes con ánimo de inventarte un pasado; la sangre rechaza alientos de amor y las pasiones lanzan llamas frías sobre ojos apagados.

  Una tristeza que no sepa reír, una tristeza sin máscara es una perdición que deja tras de sí la peste y, sin duda, si no fuera por la risa, la risa de los que están tristes, la sociedad habría penalizado hace mucho la tristeza. Incluso las muecas de la agonía no son sino intentos fallidos de reír, que revelan, sin embargo, su naturaleza equívoca. Así se explica por qué esos accesos nos dejan un vacío más amargo que una borrachera o una noche de amor. El umbral del suicidio es un estremecimiento que sigue a una risa impetuosa, sin medida y despiadada. Nada degrada la vitalidad más que la alegría, cuando no se tiene ni la vocación ni el hábito. Frente al delicado cansancio de la tristeza, la alegría es un atletismo agotador.

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  La tristeza es incluso un arte. Pues uno no se acostumbra así como así a estar solo y de día en día se ve obligado a bregar con el desconsuelo, sometiendo el torrente de amarguras a un trabajo interior. A los poetas parece haberles faltado la necesidad de estilo en la infelicidad y de simetría en la tristeza. Porque ¿qué significa ser poeta? No distanciarse de la propia tristeza, ser idéntico a su propia infelicidad.

  La preocupación por la educación personal, incluso en estas cosas, revela un residuo filosófico en un alma tocada por la poesía. La superstición teórica lo organiza todo, hasta la tristeza. La muerte misma de un filósofo se asemeja a una geometría descompuesta, mientras que el poeta, al llevar la tumba consigo desde que comenzó a vivir, ha muerto antes de la muerte. El núcleo interno de la poesía es un fin anticipado, y la lira sólo cobra voz cuando está cerca de un corazón corrupto. Con ninguna otra cosa nos deslizamos más rápidamente a la huesa que con el ritmo y la rima, porque los versos no han hecho más la lápida a quienes están sedientos de la noche.

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  El espectáculo de una mujer alegre supera en vulgaridad a la propia vulgaridad. Es curioso pero todo aquello que tendría que volvernos menos extraños al mundo lo que hace es cavar un poco más hondo la fosa entre nosotros y él.

  ¿Acaso el mundo no es ajeno en sí?

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  Estás solo siempre con respecto a ti mismo, no con respecto a otro.

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  El filósofo piensa en la divinidad; el creyente, en Dios. El uno en la esencia, el otro en la persona. La divinidad es la hipóstasis abstracta e impersonal de Dios. La fe, como es un inmediato trascendente, extrae su vitalidad de la ruina de las esencias. La filosofía es sólo una alusión existencial, como la divinidad es un aspecto indirecto de Dios.

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  No hables de soledad si no sientes cómo se tambalea Dios…, ni de maldición si no Lo oyes terminándose en ti.

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  La vida es lo que habría sido yo si no me hubiera esclavizado la tentación de la nada.

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  En el alma mueren los ecos equívocos del instante en que la vida, sorpresa de la indiferencia inicial, atraviesa la quietud de la nada.

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  Dios es la última tentativa de satisfacer nuestro deseo de sueño… De esta manera, se convierte en un nido cuantas veces le crecen alas a nuestro cansancio.

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  El desapego del mundo por la música caricaturiza los objetos hasta convertirlos en fantasmas; nada ocurre ya próximo a nosotros y los ojos dejan de estar al servicio de los seres. ¿Qué es lo que podemos ver cuando todo ocurre lejos? La tristeza, deficiencia óptica de la percepción…

  Cada instante es una tumba, escasamente profunda, sobre la que tenemos que saltar hasta que nos rompamos la cabeza.

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  No estás celoso de Dios, sino de su soledad. Porque frente a la desesperación embalsamada que El es, el hombre es una momia pizpireta.


La timidez es el arma que nos ofrece la naturaleza para defender nuestra soledad.

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  Cuando te crees más fuerte, te encuentras de pronto a los pies de Dios. De semejante caída no puede redimirte inmortalidad alguna. ¡Pero qué vas a hacer si las heridas de la vida son como ojos vueltos hacia el Creador y como bocas abiertas hacia el alimento de lo absoluto!

  Las vigilias que pasamos asustados nos salvan, independientemente de nuestra voluntad, de la superstición de la existencia y, al agotar nuestro ímpetu, nos alimentan con las brisas del desierto divino. El debilitamiento de la voluntad nos lleva a hincar a Dios, como una horca, en medio de nuestras incertidumbres… Lo absoluto es un estadio crepuscular de la voluntad, un estado de hambre extenuante.

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  El amor por la belleza es inseparable del sentimiento de la muerte. Pues todo lo que cautiva nuestros sentidos con escalofríos de admiración nos eleva a una plenitud de fin, que no es otra cosa sino el deseo abrasador de no sobrevivir a la emoción. ¡La belleza sugiere una imagen de inanidad eterna! Venecia o los crepúsculos parisienses nos invitan a un fin perfumado, en el cual la eternidad parece haberse derretido en el tiempo.

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  El eros es una agonía pendiente y por esa razón no podemos amar a ninguna mujer que no nos susurre palabras de muerte ni nos ayude a no ser ya más…

  Al interponerse entre nosotros y las cosas, nos ha enajenado de la naturaleza, cargando así con la responsabilidad de nuestro retraso en el conocimiento. ¡Cuánto debe el espíritu a la desdicha amorosa! Podría darse el caso, perfectamente, de que aquél no fuese sino obra de ésta.

  Por otra parte, observad que las mujeres únicamente han entrado en la Historia en la medida en que progresivamente han dejado más solos a los hombres.

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  La bruma de poesía que, para bien o para mal, envuelve a este mundo, emana del eterno otoño del Creador y de un cielo todavía inmaduro para poder sacudir sus estrellas. La estación en la que se ha detenido nos pone claramente de manifiesto que El no es una aurora, sino un crepúsculo y que sólo nos acercamos a él a través de las sombras. Dios: un otoño absoluto, un final inicial.

  La primavera, como cualquier comienzo, es una deficiencia de eternidad. Y los que mueren en su transcurso son los únicos puentes hacia lo absoluto. Cuando todo florece, a los mortales les entra un voluptuoso placer por la soledad, para salvar la envoltura metafísica de la primavera.

  Al principio fue el Crepúsculo.

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  En un mundo sin melancolía los ruiseñores se pondrían a escupir y los lirios abrirían un burdel.

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  Tanto la alegría como el alborozo vigorizan, pero la una, el espíritu, y el otro, los sentidos. ¿Alguna vez habló alguien de alborozo en la mística? ¿Oyó alguien decir alguna vez de un santo que hubiera estado alborozado? Pero, en cambio, la alegría acompaña al éxtasis y linda con el cielo incluso en sus manifestaciones más sosegadas.

  Sólo podemos sentir alborozo cuando estamos entre hombres; sólo podemos sentir alegría cuando estamos solos. El alborozo hay que sentirlo con alguien; cuando no tenemos a nadie estamos más cerca de las cimas de la alegría.



  No existe enfermedad que no nos cure una lágrima que empezara a cantar…



  El mortal torbellino que une la vida y la muerte más allá del tiempo y de la eternidad… Es imposible descubrir ese misterioso dónde, situado fuera del tiempo y de la eternidad, pero el alma se eleva de las llamas postreras hacia una pradera incendiaria. Morimos y vivimos en un místico noviazgo con la soledad… ¿Qué demonio del ser y del no ser nos arranca de todas las cosas para llevarnos a un todo donde la vida y la muerte levantan bóvedas a un suspiro? Desde ahora en adelante subirás por el éxtasis las espirales de un mundo que deja tras de sí la nada y otros cielos, en el espacio que alberga la soledad, un espacio tan puro que también la nada lo mancha. ¿Dónde, dónde? ¿Es que no sientes una brisa como el sueño inocente de la espuma? ¿No respiras el paraíso creado por la utopía de una rosa?

  Así tiene que ser el recuerdo de la nada en una flor marchitada en Dios.

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  Dios mío, he nacido terminado en ti, en ti, ¡oh Terminadísimo! Y, a veces, te he sacrificado tanta vida que he sido como una fuente que brota de tu propio infortunio. ¿Qué soy en ti, carroña o volcán? ¿O es que no lo sabes ni siquiera tú, oh Abandonado? ¡Qué temblor de demiurgo cuando gritas pidiendo socorro, para que la vida no muera de su infinito…! Estoy buscando el astro más alejado de la Tierra para hacerme en él una cuna y un ataúd, para nacer de mí y morir en mí.



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