El automóvil dobló pesadamente
por el camino de arcilla roja, ahora borroso. En la oscuridad de la noche y a
un lado del camino, luego al otro, los faros recortaron de pronto dos casuchas
de madera con techo de chapa. Cerca de la segunda, a la derecho, se distinguía,
a través de la ligera niebla, una torre hecha de toscos maderos. Desde lo alto
de la torre salía un cable metálico, invisible en su punto de enganche, pero
que centelleaba a medida que descendía a la luz de los faros, para desaparecer
luego detrás del barranco que cortaba el camino. El coche disminuyó la
velocidad y se detuvo a algunos metros de las casuchas.
El hombre que salió de él y que
iba sentado a la derecha del chofer se arrancó trabajosamente de la portezuela.
Una vez de pie, se tambaleó un poco en su enorme cuerpo de coloso. En la zona
oscura cerca del coche, agobiado por el cansancio, plantado pesadamonto en el
suelo, parecía escuchar el ruido acompasado del motor. Luego se dirigió hacia
el barranco y entró en el cono luminoso do los faros. Se detuvo en lo alto de
la cuesta, mientras las espaldas enormes se le dibujaban en la noche. Al cabo
de un instante se volvió. La cara negra del chofer brillaba por encima del
tablero del automóvil y sonreía. El hombre le hizo una señal;el chofer cortó el
contacto del motor. Inmediatamente un profundo silencio fresco cayó sobre el
camino y la selva. Entonces se oyó el rumor de las aguas.
El hombre miraba al río, hacia
abajo, señalado únicamente por un amplio movimiento de oscuridad, salpicado de
brillantes escamas. Una noche más densa y cuajada, a lo lejos, del otro lado,
debía de ser la orilla. Sin embargo, mirando bien se distinguía en la otra
orilla inmóvil, una llama amarillenta, como de un velón lejano. El coloso se
volvió hacia el coche y sacudió la cabeza. E1 chofer apagó los faros; los
encendió; luego los hizo parpadear con regularidad. Al borde del barranco el
hombre aparecía, desaparecía, más grande y más macizo a cada resurrección. De
pronto, desde la otra orilla del río y en el extremo de un brazo invisible, se
elevó una linterna muchas veces en el aire. A una última señal del que
acechaba, el chofer apagó definitivamente los faros. El automóvil y el hombre
desaparecieron en la noche. Con los faros apagados, el río era casi visible o,
por lo menos, se veían algunos de sus largos músculos líquidos, que brillaban a
intervalos. A cada lado del camino se dibujaban las masas oscuras de la selva,
sobre el cielo, y parecían muy cercanas. La llovizna que había empapado el
camino una hora antes, flotaba aún en el aire tibio, hacía pesado el silencio,
y la inmovilidad de aquel gran claro en medio de la selva virgen. En el cielo
negro temblaban estrellas empañadas.
Pero desde la otra orilla
llegaron ruidos ahogados de cadenas y de chapoteo. Por encima de la casucha, a
la derecha del hombre que continuaba esperando, el cable se puso tenso. Comenzó
a recorrerlo un sordo rechinar, al tiempo que, desde el río, subía un ruido a
la vez vasto y débil, de aguas surcadas. El rechinar se uniformó, el ruido de
agua se hizo aun más amplio; luego, más preciso mientras la linterna crecía.
Ahora se distinguía claramente el halo amarillento que la rodeaba. El círculo
de luz se dilataba poco a poco para luego volver a encogerse, mientras la
linterna brillaba a través de la bruma y comenzaba a iluminar, por encima y
alrededor de ella, una especie de techo cuadrado, de palmeras secas, sostenido
en los cuatro ángulos por gruesas cañas de bambú. Aquel tosco techado,
alrededor del cual se agitaban confusas sombras, avanzaba con lentitud hacia la
costa. Cuando estuvo aproximadamente en medio del río, desde la orilla se
distinguieron con toda claridad, recortados en la luz amarilla, tres
hombrecillos de torso desnudo, casi negros, tocados con sombreros cónicos.
Permanecían inmóviles, sobre las piernas ligeramente separadas, con el cuerpo
un poco inclinado para compensar la fuerza de la corriente del río, que luchaba
con todas sus aguas invisibles, contra el costado de una gran almadía tosca,
que fue lo último en surgir de entre la noche y las aguas. Cuando la balsa se
acercó un poco más, el hombre distinguió, detrás del sobradillo y del lado de
río abajo, a dos negrazos tocados ellos también con amplios sombreros de paja y
vestidos sólo con pantalones de lienzo. Uno junto al otro, aplicaban toda la
fuerza de sus músculos a unas largas pértigas que hundían lentamente en el río,
en la parte trasera de la almadía, mientras los negros, con el mismo movimiento
lento, se inclinaban por encima de las aguas, hasta el límite extremo del
equilibrio. Adelante los tres mulatos, inmóviles, silenciosos, contemplaban
cómo se les acercaba la orilla, sin levantar los ojos hacia el que los
esperaba.
La jangada chocó de pronto contra
un embarcadero que sobresalía en el agua y que la linterna, oscilante por el
choque, sólo en ese momento vino a revelar. Los negrazos se quedaron inmóviles,
con las manos por encima de la cabeza, apoyadas en el extremo de las pértigas
apenas hundidas, pero con los músculos tensos y recorridos por un
estremecimiento contínuo que parecía provenir del agua misma y de su fuerza.
Los otros echaron cadenas alrededor de los postes del embarcadero, saltaron a
las tablas y tendieron una especie de puente levadizo rústico que cubría, a
manera de plano inclinado, la parte delantera de la balsa.
El hombre se fue hasta el coche y
se metió en él, mientras el chofer ponía el motor en marcha. El automóvil
avanzó lentamente hacia el barranco, levantó el capot hacia el cielo, luego volvió a bajarlo hacia el río y atacó
la pendiente. Con los frenos apretados, rodaba, resbalaba un poco en el barro,
se detenía, volvía a ponerse en movimiento. Ganó el embarcadero, con ruido de
tablas que crujían, llegó hasta el extremo de él donde los mulatos, siempre
silenciosos, se habían dispuesto a uno y otro lado, y comenzó a hundirse
suavemente en la almadía. Ésta a su vez hundió la nariz en el agua, en el
momento en que las ruedas delanteras se posaron en ella, y volvió a elevarse
casi inmediatamente para recibir el peso entero del coche. Luego el chofer hizo
deslizar el automóvil hasta la parte trasera, frente al techo cuadrado del que
colgaba la linterna. En seguida los mulatos recogieron el plano inclinado y
saltaron con un sólo movimiento a la almadía, mientras al mismo tiempo la
despegaban de la orilla barrosa. El río resistió con fuerza la balsa y la
levantó a la superficie de las aguas donde fue lentamente a la deriva, sostenida
por el extremo de la larga varilla de hierro que corría ahora en el cielo, a lo
largo del cable. Los corpulentos negros uniformaron sus movimientos y volvieron
a empuñar las pértigas. El hombre y el chofer salieron del coche y se llegaron
hasta el borde de la almadía, donde se quedaron inmóviles, mirando río arriba.
Nadie había hablado durante la maniobra, y aun ahora cada cual se mantenía en
su lugar, inmóvil y silencioso, salvo uno de los negrazos, que se liaba un
cigarrillo con papel ordinario.
El hombre contemplaba el boquete
por donde el río surgía de la vasta selva brasileña y descendía hacia ellos. En
aquel lugar el río tenía un ancho de varios centenares de metros, empujaba
aguas turbias y sedosas contra el costado de la almadía, que luego, liberadas
en las dos extremidades, la desbordaban y volvían a formar una sola onda
poderosa, que se deslizaba suavemente, a través de la selva oscura, hacia el
mar y la noche. Flotaba un olor insípido que provenía del agua o del cielo
esponjoso. Ahora se oía el chapoteo de las aguas pesadas debajo de la balsa y,
provenientes de las dos orillas, los gritos espaciados de escuerzos o los
extraños gritos de pájaros. El coloso se acercó al chofer. Éste, pequeño y
flaco, apoyado contra uno de los postes de bambú, había metido las manos en los
bolsillos de unos zahones antes azules y ahora cubiertos del polvo rojo que
había estado masticando durante todo el viaje. Con una sonrisa en el rostro
arrugado a pesar de su juventud, el negro miraba sin ver las estrellas extenuadas
que nadaban aún en el cielo húmedo.
Pero los gritos de los pájaros se
hicieron más claros, chillidos desconocidos como de cotorras se mezclaron con
ellos y casi inmediatamente el cable se puso a rechinar. Los negrazos hundieron
las pértigas y, a tientas, con ademanes de ciegos, buscaron el fondo. El hombre
se volvió hacia la costa que acababan de dejar. Veíasela a su vez cubierta por
la noche y las aguas, inmensa y hosca como el continente de árboles que se
extendía más allá, por millares de kilómetros. Entre el océano, muy cercano, y
aquel mar vegetal, el puñado de hombres que iba a la deriva a aquella hora, en
un río salvaje, parecía ahora perdido. Cuando la almadía chocó con el
embarcadero, fue como si, rotas todas las amarras, llegaran a una isla en medio
de las tinieblas, después de días y días de navegación despavorida.
Ya en tierra se oyeron por fin
las voces de los hombres. El chofer acababa de pagarles y, con voz extrañamente
alegre en medio de la noche pesada, saludaron en portugués a los ocupantes del
coche, que volvía a ponerse en marcha.
—Dijeron que son sesenta los
kilómetros que faltan hasta Iguape. Tres horas de camino y se acabó. Sócrates
está contento —anunció el chofer.
El hombre se rio abiertamente,
con una risa maciza y calurosa, que se le parecía.
—Yo también estoy contento,
Sócrates; el camino está duro.
—Demasiado pesado, señor
d'Arrast, eres demasiado pesado.
Y el chofer también se rio sin
poder contenerse.
El automóvil había tomado un poco
de velocidad. Ahora se deslizaba entre altos muros de árboles y de vegetación
inextricable, en medio de un olor blando y dulzón. Vuelos entrecruzados de
insectos luminosos atravesaban sin cesar la oscuridad de la selva y de cuando
en cuando pájaros de ojos rojos iban a golpear durante un segundo el parabrisas.
A veces una fosforescencia extraña les llegaba desde las profundidades de la
noche y el chofer miraba a su compañero, haciendo girar cómicamente los ojos.
El camino doblaba y doblaba una y
otra vez, pasaba arroyos sobre precarios puentes de tablas. Al cabo de una hora
la neblina se hizo más espesa. Una llovizna fina, que la luz de los faros
disolvía, comenzó a caer. A pesar de las sacudidas, d'Arrast dormía a medias.
Ya no iban por la selva húmeda, sino de nuevo por los caminos de la Serra, que
hablan tomado por la mañana, al salir de São Paulo. De esos caminos de tierra
se levantaba sin cesar el polvillo rojo del que todavía tenían el gusto en la
boca y que, a cada lado del camino y hasta donde alcanzaba la vista, cubría la
vegetación rara de la llanura. El sol pesado, lass montañas pálidas y
escarpadas, los cebúes famélicos que encontraban en los caminos como única
compañía, el vuelo fatigado de urubúes despenachados, la larga, larga
navegación a través de un desierto rojo… Se sobresaltó. El coche se había
detenido. Ahora estaban en el Japón: casas de frágil arquitectura a cada lado
del camino y, en las casas, furtivos quimonos. El chofer hablaba con un japonés
que vestía unos zahones sucios y que llevaba un sombrero de paja brasileño.
Luego el coche volvió a ponerse en marcha.
—Dijo que sólo cuarenta
kilómetros.
—¿Dónde estábamos? ¿En Tokio?
—No, en Registro. En nuestro país
los japoneses vienen aquí.
—¿Por qué?
—No se sabe. Son amarillos. Ya
sabes, señor d'Arrast.
Pero el bosque se aclaraba un poco;
aunque un tanto resbaloso, el camino mejoraba. El coche patinaba en la arena.
Por la portezuela entraba un soplo húmedo, tibio y un poco agrio.
—¿Sientes? —dijo el chofer,
ávido—. Es el mar. Pronto llegaremos a Iguape.
—Si nos alcanza la nafta —dijo d'Arrast.
Y volvió a dormirse
apaciblemente.
Por la mañana temprano, d'Arrast,
sentado en la cama, miraba con asombro la sala en que acababa de despertarse.
Las amplias paredes hasta la mitad de su altura estaban recubiertas por una
reciente capa de cal teñida de color castaño. Más alto, las habían pintado de
blanco en una época lejana; fragmentos de costras amarillentas las cubrían
hasta el cielo raso. Dos hileras de seis camas estaban la una frente a la otra.
D'Arrast no vio más que una cama deshecha en el extremo de su hilera y aquella
cama estaba vacía. Pero oyó ruido a la izquierda, y se volvió hacia la puerta
donde Sócrates, con una botella de agua mineral en cada mano, apareció
riéndose.
—¡Feliz recuerdo! —decía.
D'Arrast se sacudió. Sí, el hospital donde el alcalde los había alojado la
noche anterior se llamaba «Feliz recuerdo».
—Seguro recuerdo —continuaba
diciendo Sócrates—. Me dijeron que primero era construir el hospital; luego
construir el agua. Mientras tanto, feliz recuerdo, aquí tienes agua picante
para lavarte.
Desapareció riendo y cantando,
sin presentar en modo alguno aire agotado por los estornudos de cataclismo que
lo habían sacudido toda la noche y habían impedido a d’Arrast cerrar un ojo.
Ahora d'Arrast se había
despertado del todo. A través de las ventanas con rejas, que tenía frente a sí,
vio un patio pequeño, de tierra roja, empapado por la lluvia que caía sin ruido
sobre un macizo de grandes áloes. Pasaba una mujer, llevando un amplio pañuelo
amarillo desplegado sobre la cabeza. D'Arrast volvió a tenderse, se incorporó
en seguida y salió de la cama que gimió bajo su peso. Sócrates entraba en ese
mismo momento.
—Te buscan, señor d'Arrast. El
alcalde espera afuera.
Pero viendo el aire precipitado
de d'Arrast agregó:
—Quédate tranquilo. Nunca tiene
prisa.
Habiéndose afeitado con agua
mineral, d'Arrast salió al porche del pabellón. El alcalde, que tenía la figura
y, detrás de sus anteojos con engaste de oro, la cara de una comadreja amable,
parecía absorto en una melancólica contemplación de la lluvia. Pero una
embelesada sonrisa lo transfiguró cuando advirtió la presencia de d'Arrast. Se
irguió tieso en toda su baja estatura, se precipitó hacia d'Arrast y procuró
rodear con los brazos el torso del «señor ingeniero». En el mismo momento, un coche
frenó frente a ellos, al otro lado de la pared baja del patio, patinó en la
greda mojada y se detuvo oblicuamente.
—El juez —dijo el alcalde.
El juez, como el alcalde, iba
vestido con un traje de color azul marino; pero era mucho más joven, o por lo
menos lo parecía, a causa de su elegante estatura y del rostro fresco de
adolescente asombrado. Ahora cruzaba el patio en dirección de ellos y evitaba
los charcos de agua con mocha gracia. A unos pasos de d'Arrast, tendió ya la
mano y le dio la bienvenida. Estaba orgulloso de recibir al señor ingeniero.
Era un honor el que éste hacía a su pobre ciudad y él se regocijaba del
servicio inestimable que el señor ingeniero iba a prestar a Iguape, al
construir el pequeño dique que evitaría la inundación periódica de los barrios
bajos. Mandar a las aguas, domar los ríos, ¡ah, qué gran profesión! Y con
seguridad las pobres gentes de Iguape recordarían el nombre del señor ingeniero
y durante muchos años aún lo pronunciarían en sus oraciones. D'Arrast, vencido
por tanta amabilidad y elocuencia, agradeció y ya no se atrevió a preguntarse
qué tenía que ver un juez con un dique. Por lo demás, según el alcalde, había
que ir al club, donde los notables deseaban recibir dignamente al señor
ingeniero, antes de que éste fuera a visitar los barrios bajos. ¿Quiénes eran
los notables?
—Pues bien —dijo el alcalde—, yo
mismo en mi condición de alcalde, el señor Carbalho, aquí presente, el capitán
del puerto, y algunos otros menos importantes. Por lo demás, no tiene usted que
preocuparse, no hablan francés.
D'Arrast llamó a Sócrates y le
dijo que volverían a verse al fin de la mañana.
—Bueno, sí —dijo Sócrates—. Iré
al Jardín de la Fuente.
—¿Al Jardín?
—Sí, todo el mundo sabe. No
tengas miedo, señor d'Arrast.
El hospital, d'Arrast lo advirtió
al salir, se levantaba en los lindes de la selva, cuya fronda maciza casi se
desplomaba sobre los techos. En la superficie de los árbolos caía ahora un velo
de agua fina que la selva espesa absorbía sin ruido, como una enorme esponja.
La ciudad, que se componía de aproximadamente un centenar de casas, cuyos
techos eran de tejas de colores apagados, se extendía entre la selva y el río,
cuyo aliento lejano llegaba hasta el hospital. El coche se metió primero por
las calles empapadas y casi en seguida desembocó en una plaza rectangular,
bastante amplia, que conservaba en la arcilla roja, entre numerosos charcos de
agua, huellas de neumáticos, de ruedas de hierro, y de zapatos. Alrededor, las
casas bajas y multicolores cerraban la plaza, detrás de la cual se distinguían
dos torres redondas de una iglesia blanca y azul, de estilo colonial. En esa
arquitectura desnuda flotaba un olor salino proveniente del estuario. Por el
centro de la plaza erraban algunas figuras mojadas. Pronto a las casas una
multitud abigarrada de gauchos, japoneses, indios mestizos y notables
elegantes, cuyos trajes oscuros parecían allí exóticos, circulaban con paso y
ademanes lentos. Se hacían a un lado sin prisa para dejar paso al coche; luego
so volvían y lo seguían con la mirada. Cuando el automóvil se detuvo frente a
una de las casas de la plaza, se formó silenciosamente alrededor de él un
círculo de gauchos húmedos.
En el club, una especie de bar
pequeño, situado en el primer piso y amueblado con un mostrador de bambúes y
veladores de metal, los notables eran numerosos. Bebieron alcohol de caña en
honor de d'Arrast, una vez que el alcalde, con el vaso en la mano, le hubo dado
la bienvenida y deseado toda la felicidad del mundo. Pero mientras d'Arrast
bebía junto a la ventana, un atrevido hombretón, de bombacha y polainas, fue a
espetarle, mientras se tambaleaba de aquí para allá, un discurso rápido y
oscuro en el que el ingeniero sólo roconoció la palabra pasaporte. Vaciló, pero luego sacó el documento, del cual se
apoderó el otro con voracidad. Después de haber hojeado el pasaporte, el
hombretón manifestó un mal humor evidente. Volvió a discursear, sacudiendo la
libreta bajo la nariz del ingeniero que, sin conmoverse, contemplaba a aquel
loco furioso. En ese momento, el juez sonriendo fue a preguntar qué pasaba. El
ebrio examinó un momento a la escuálida criatura que se permitía interrumpirlo
y luego, tambaleándose de manera más peligrosa, agitó así mismo el pasaporte
ante los ojos de su nuevo interlocutor. D'Arrast se sentó tranquilamente junto
a un velador y esperó. El diálogo se hizo muy vivo y de pronto el juez lanzó
una exclamación con una voz estruendosa que no se le hubiera sospechado. Sin
que nada lo hubiera hecho prever, el hombretón se batió de pronto en retirada,
con el aspecto de un niño cogido en falta. A una última exhortación del juez,
se dirigió hacia la puerta, con el paso oblicuo del patán castigado, y
desapareció.
El juez fue en seguida a explicar
a d'Arrast, con voz otra vez armoniosa, que aquel grosero personaje era el jefe
de policía, que se atrevía a sostener que el pasaporte no estaba en regla, y
que sería castigado por tamaño despropósito. El señor Carbalho se dirigió al
punto a los notables, que habían hecho un círculo, y pareció interrogarlos.
Después de una breve discusión, el juez presentó solemnes excusas a d'Arrast,
le pidió que creyera que únicamente la borrachera podía explicar semejante
olvido de los sentimientos de respeto y de gratitud que le debía, toda entera,
la ciudad de Iguape, y, para terminar, le pidió que tuviera a bien decidir él
mismo sobre el castigo que convenía aplicar a aquel calamitoso personaje.
D'Arrast dijo que no quería ningún castigo, que se trataba de un incidente sin
importancia y que, sobre todo, tenía prisa por ir al río. El alcalde tomó
entonces la palabra para afirmar, con tranquilidad afectuosa, que
verdaderamente un castigo era indispensable, que el culpable quedaría arrestado
y que todos esperarían a que el eminente visitante tuviera a bien decidir sobre
su suerte. Ninguna de las protestas de d'Arrast pudo conmover aquel rigor
sonriente, de modo que el ingeniero tuvo que prometer que reflexionaría. En
seguida decidieron visitar los barrios bajos.
El río extendía ya ampliamente
sus aguas amarillentas por las orillas bajas y resbalosas. Habían dejado detrás
las últimas casas de Iguape y se hallaban entre el río y un alto barranco
escarpado, en el que se levantaban chozas de barro y paja. Frente a ellos, en
la extremidad de la playa, volvía a comenzar la selva, sin transición, lo mismo
que en la otra ribera. Pero la abertura de las aguas se ensanchaba rápidamente
entre los árboles hasta una línea indistinta, un poco más gris que amarilla,
que era el mar. D'Arrast, sin decir nada, se dirigió hacia el barranco en cuya
pared los diferentes niveles de las crecientes habían dejado huellas aún
frescas. Un sendero barroso subía hacia las chozas. Delante de ellas los negros
se erguían en silencio y miraban a los recién llegados. Algunas parejas se
tomaban de la mano y, en el borde mismo de la playa, junto a los adultos,
algunos tiernos negritos en fila, con el vientre ovalado y los muslos
escuálidos, abrían desmesuradamente los ojos redondos.
Después de llegar frente a las
chozas, d'Arrast llamó con un ademán al comandante del puerto. Éste era un
negro corpulento, risueño, vestido con Un uniforme blanco. D'Arrast le preguntó
en español si era posible visitar una choza. El comandante estaba seguro de que
sí y hasta le parecía que era una buena idea y que el señor ingeniero iba a ver
cosas muy interesantes. Se dirigió a los negros y les habló largamente,
mientras señalaba a d'Arrast y el río. Los otros escuchaban sin decir palabra.
Cuando el comandante caminó, nadie se movió. Habló de nuevo con voz impaciente.
Luego interpeló a uno de los hombres, que meneó la cabeza. El comandante dijo
entonces algunas palabras breves en tono imperativo. El hombre se separó del
grupo, se puso frente a d'Arrast y con un ademán le mostró el camino; pero su
mirada era hostil. Era un hombre de bastante edad, que tenía la cabeza cubierta
con una corta lana grisácea, la cara flaca y marchita, aunque el cuerpo era
todavía joven, con hombros duros y secos y músculos visibles bajo el pantalón
de lienzo y la camisa desgarrada. Avanzaron, seguidos por el comandante y por la
multitud de los negros, y treparon por un nuevo barranco, con mayor declive,
donde las chozas de barro, de chapa metálica y de cañas se asentaban con tanta
dificultad en el piso, que habían tenido que consolidarlas en la base con
grandes piedras. Se cruzaron con una mujer que bajaba por el sendero,
resbalando a veces sobre los pies desnudos, y que llevaba en la cabeza un cubo
de hierro lleno de agua. Luego llegaron a una especie de placita delimitada por
tres chozas. El hombre se dirigió a una de ellas y empujó una puerta de bambú,
cuyos goznes estaban hechos de lianas. Se hizo a un lado sin decir palabra y
contemplando al ingeniero con la misma mirada impasible. En el interior de la
choza, d'Arrast no vio al principio más que un fuego agonizante en el suelo
mismo y exactamente en el centro de la pieza. Después distinguió en un ángulo
del fondo una cama de bronce con el colchón metálico descubierto y
destartalado; en el otro ángulo, una mesa cubierta con una vajilla de barro
cocido y, entre los dos, una especie de caballete Coronado por una imagen que
representaba a San Jorge. Todo lo demás no era sino un montón de harapos, a la
derecha de la entrada, y, colgados del techo, algunos taparrabos multicolores,
que se secaban sobre el fuego. D'Arrast, inmóvil, respiraba el olor del humo y
de miseria que subía desde el suelo y lo atosigaba. Detrás de él, el comandante
dio unas palmadas; el ingeniero se volvió y, en el umbral, a contraluz, vio
solamente la graciosa silueta de una muchacha negra, que lo tendía algo: era un
vaso y d'Arrast bebió el espeso alcohol de caña que contenía. La muchacha
tendió la bandeja para recibir el vaso vacío y salió con un movimiento tan
ligero y vivo que d'Arrast tuvo de pronto ganas de retenerla.
Pero al salir detrás de ella, no
la reconoció en medio de la muchedumbre de los negros y de los notables que se
habían agolpado alrededor de la choza. Agradeció al viejo, que se inclinó sin
decir nada. Luego emprendió la marcha de regreso. El comandante, detrás de él,
tornaba a sus explicaciones, preguntaba cuándo la sociedad francesa de Río
podría comenzar los trabajos y si podría construirse el dique antes de las
lluvias. D'Arrast no lo sabía. En verdad, no pensaba en ello. Iba descendiendo
hacia el río fresco, bajo la lluvia impalpable. Oía siempre ese gran murmullo
espacioso que no había cesado de escuchar desde su llegada y del que no podía
saberse si se debía al estremecimiento de las aguas o de los árboles. Llegado a
la orilla, miraba a lo lejos la línea indecisa del mar, los millares de kilómetros
de aguas solitarias y África, y aun más allá, Europa, de donde él venía.
—Comandante —dijo—, ¿de qué vive
la gente que acabamos de ver?
—Trabajan cuando se tiene
necesidad de ello. Somos pobres.
—¿Son ésos los más pobres?
—Son los más pobres.
El juez, que en ese momento
llegaba resbalando ligeramente sobre sus zapatos finos, dijo que ya querían al
señor ingeniero que iba a darles trabajo.
—Como habrá de saber usted
—dijo—, bailan y cantan todos los días.
Luego, sin transición, preguntó a
d'Arrast si había pensado en el castigo.
—¿Qué castigo?
—Pues bien, el de nuestro jefe de
policía.
—Dejemos el asunto como está.
El juez dijo que eso no era
posible y que había que aplicar un castigo. D'Arrast caminaba ya hacia Iguape.
En el pequeño Jardín de la Fuente,
misterioso y apacible bajo la lluvia fina, racimos de flores extrañas se
extendían a lo largo de las lianas entre los bananos y las plantas pandáneas.
Montoncitos de piedras húmedas marcaban el cruce de los senderos por los que
circulaba, a aquella hora, una muchedumbre abigarrada. Mestizos, mulatos,
algunos gauchos, charlaban con voces débiles o se metían, con el mismo paso
lento, en los senderos de bambú, hasta el punto en que los bosguecillos y los
sotos se hacían más densos, más impenetrables. Allí, sin transición, comenzaba
la selva.
D'Arrast buscaba a Sócrates entre
la multitud, cuando de pronto lo recibió en su espalda.
—Es la fiesta —dijo Sócrates
riendo, mientras se apoyaba en los altos hombros de d'Arrast, para dar un
salto.
—¿Qué fiesta?
—¿Cómo? —se asombró Sócrates, que
estaba ahora frente a d'Arrast—. ¿No sabes? La fiesta del buen Jesús. Cada año
todos vienen a la gruta con el martillo.
Sócrates señalaba no una gruta
sino un grupo de gente que parecía esperar en un rincón del jardín.
—¿Ves? Un día la buena estatua de
Jesús llegó del mar y remontaba el río. Unos pescadores la encontraron. ¡Qué
hermosa, que hermosa! Entonces la lavaron aquí en la gruta. Y ahora crece una
piedra en la gruta. Cada año es la fiesta. Con el martillo golpeas, rompes la
piedra y sacas trocitos para la buena suerte bendita. Y luego, ¿sabes? crece,
crece siempre y siempre tú rompes. Es un milagro.
Habían llegado a la gruta, de la
que se veía la entrada baja por encima de los hombres que esperaban. En el
interior, en la sombra salpicada de las llamas temblorosas de las bujías, una
forma en cuclillas golpeaba en ese momento con un martillo. El hombre, un
gaucho flaco, de largos bigotes, se levantó y salió llevando en la palma
abierta, para que todos lo vieran, un trocito de esquisto húmedo, sobre el que,
al cabo de algunos segundos y antes de alejarse, cerró la mano con precaución.
Entonces otro hombre entró en la gruta y se agachó.
D'Arrast se volvió. Alrededor de
él los peregrinos esperaban sin mirarlo, impasibles, bajo el agua que caía de
los árboles en velos finos. Él también esperaba frente a aquella gruta, bajo la
misma bruma de agua y no sabía qué. En verdad no dejaba de esperar, desde que
llegara a ese país un mes atrás. Esperaba, en medio del calor rojo de los días húmedos,
bajo las estrellas menudas de la noche, a pesar de sus tareas, de los diques
por construir, de los caminos por abrir, como si el trabajo que había ido a
hacer allí no fuera más que un pretexto, la occasion para una sorpresa o para
un encuentro que ni siquiera imaginaba cómo podría ser, pero que lo esperaba
pacientemente, en un extremo del mundo. Se sacudió y se alejó sin que nadie del
grupito reparara en él; se dirigió a la salida. Tenía que volver al río y
trabajar.
Pero Sócrates lo esperaba en la
puerta, entregado a una ágil conversación con un hombre pequeño y grueso,
rechoncho, de piel amarilla más que negra. El cráneo completamente afeitado del
hombre agrandaba aun más una frente de hermosa curva. La cara ancha y lisa, en
cambio, exhibía una barba muy negra y cuadrada.
—Éste es un campeón —dijo
Sócrates como para presentarlo—. Mañana hace la procesión.
El hombre, vestido con un traje
de marinero, de gruesa sarga, un pull-over
de rayas azules y blancas bajo la chaqueta marinera, examinaba atentamente a
d'Arrast, con sus ojos negros y tranquilos. Sonreía con todos los dientes, muy
blancos, que se le asomaban entre los labios llenos y brillantes.
—Habla en español —dijo Sócrates
y, volviéndose hacia el desconocido, agregó—: Cuéntale al señor d'Arrast.
Luego se llegó, bailoteando,
hasta otro grupo. El hombre dejó de sonreír y examinó a d'Arrast con franca
curiosidad.
—¿Te interesa, capitán?
—Yo no soy capitán —dijo
d'Arrast.
—No importa, pero eres un señor.
Sócrates me lo dijo.
—Yo no. Mi abuelo lo era; su
padre también y todos los que hubo antes de su padre. Ahora ya no hay señores
en nuestros países.
—Ah —dijo el negro riendo—,
comprendo. Todos son señores.
—No, no es eso. No hay ni señores
ni pueblo.
El otro se puso a reflexionar.
Por fin se decidió:
—¿Nadie trabaja? ¿Nadie sufre?
—Sí, millones de hombres.
—Entonces, eso es el pueblo.
—En ese sentido, sí, hay un
pueblo. Pero sus amos son policías o comerciantes.
El rostro bondadoso del mulato se
puso serio. Luego el hombre gruñó:
—¡Puf! Comprar y vender, ¿eh?
¡Qué porquería! Y con la policía los perros mandan.
Sin transición, rompió a reír.
—¿Y tú? ¿No vendes?
—Hasta cierto punto, no. Hago
puentes, caminos.
—Ah, bueno. Yo soy cocinero de un
barco. Si quieres to haré nuestro plato de alubias negras.
—Me parece muy bien.
El cocinero se aproximó a
d'Arrast y lo tomó de un brazo.
—Oye. Me gusta lo que dices. Yo
también te voy a decir cosas. Acaso te gusten.
Lo llevó junto a la entrada, a un
banco de madera húmeda, al pie de un grupo de bambúes.
—Yo estaba en el mar, frente a
Iguape, en un pequeño barco petrolero, que aprovisiona los puertos de la costa.
A bordo hubo un incendio. No por mi culpa, ¿eh? Conozco mi oficio. No, fue un
accidente. Tuvimos que echar los botes al agua. En medio de la noche, el mar se
agitó y volcó el bote. Caí al agua. Cuando salí a la superficie me gelpeé con
la cabeza en el bote. Me fui a la deriva, la noche estaba negra, las olas
golpeaban fuerte y además nado mal; tenía miedo. De pronto vi una luz a lo
lejos. Reconocí la torre de la iglesia del buen Jesús de Iguape. Entonces le
dije al buen Jesús que en la procesión llevaría una piedra de cincuenta kilos
en la cabeza, si me salvaba. No me creerás, pero las aguas se calmaron y mi
corazón también. Nadé suavemente. Era feliz. Pude llegar a la costa. Mañana
cumpliré mi promesa.
Se quedó mirando a d'Arrast, con
aspecto de sospecha.
—No te ríes, ¿no?
—No, no me río. Hay que cumplir
lo que uno prometió.
El otro le dio una palmada en el
hombro.
—Ahora ven a la casa de mi
hermano, que está cerca del río. Te prepararé las alubias.
—No —dijo d'Arrast—, tengo que
hacer. Esta noche si quieres.
—Bueno, pero esta noche se baila
y se reza en la gran choza. Es la fiesta de San Jorge.
D'Arrast le preguntó si él
también bailaría. El rostro del cocinero se endureció de golpe. Por primera vez
los ojos rehuían la mirada.
—No, no, no bailaré. Mañana tengo
que llevar la piedra, que es muy pesada. Iré esta noche para festejar al santo
y luego me marcharé temprano.
—¿Dura mucho la ceremonia?
—Toda la noche y un poco de la
mañana.
Miró a d'Arrast con aire
vagamente avergonzado.
—Ven al baile y luego me
llevarás. De otra manera me quedaría, bailaría; tal vez no pueda evitarlo.
—¿Te gusta bailar?
Los ojos del cocinero brillaron
con una especie de avidez.
—¡Oh, sí, me gusta! Y además hay
cigarros. Están los santos, las mujeres, uno se olvida de todo. Ya no se
obedece a nadie.
—¿Hay mujeres? ¿Todas las mujeres
de la ciudad?
—De la ciudad no, sino de las
chozas.
—El cocinero tornó a su sonrisa.
—Ven. Al capitán le obedezco, y
así me ayudarás a cumplir mañana la promesa.
D'Arrast se sentía vagamento
irritado. ¿Pretendía que le hiciera aquella absurda promesa? Pero contempló el
hermoso rostro abierto, que le sonreía con confianza y cuya piel negra brillaba
de salud y de vida, y dijo:
—Iré. Ahora te acompañaré un
poco.
Sin saber por qué, tornaba a ver
al mismo tiempo a la muchacha negra que le presentara la ofrenda de bienvenida.
Salieron del jardín, bordearen
algunas calles barrosas y llegaron a la plaza que la poca altura de las casas
que la rodeaban hacía parecer aun más espaciosa. Sobre la cal de las paredes,
la humedad chorreaba ahora, aunque la lluvia no había aumentado. A través de
los espacios esponjosos del cielo, el rumor del río y de los árboles llegaba
sofocado hasta ellos. Caminaban con paso regular, pesado el de d'Arrast;
musculoso, el del cocinero. De cuando en cuando, éste levantaba la cabeza y
sonreía a su compañero. Tomaron la dirección de la iglesia, que se divisaba por
encima de las casas. Llegaron al extremo de la plaza, bordearon aún calles
barrosas en las que flotaban ahora agresivos olores de cocina. De tiempo en
tiempo, una mujer, sosteniendo un plato o un utensilio de cocina, mostraba en
alguna de las puertas un rostro curioso, para desaparecer en seguida. Pasaron
frente a la iglesia. Se metieron en un Viejo barrio, entre las mismas casas
bajas, y dieron de pronto con el ruido del río invisible, detrás del barrio de
las chozas, que d'Arrast reconoció.
—Bueno, aquí te dejo. Hasta la
tarde, entonces —dijo.
—Sí, frente a la iglesia.
Pero el cocinero seguía
reteniendo la mano de d'Arrast. Vacilaba; luego se decidió:
—Y tú, ¿nunca pediste algo?
¿Nunca hiciste una promesa?
—Sí, una vez, creo.
—¿En un naufragio?
—Si tú quieres.
Y d'Arrast retiró bruscamente la
mano. Pero en el momento de volverle las espaldas, se encontró con la mirada
del cocinero. Vaciló un instante y luego sonrió.
—Puedo decírtelo, aunque no tenga
ninguna importancia. Alguien iba a morir por ml culpa. Me parece que apelé al
cielo.
—¿Y prometiste algo?
—No. Habría querido prometer.
—¿Hace mucho de eso?
—Poco antes de venir aquí.
El cocinero se cogió la barba con
las dos manos. Le brillaban los ojos.
—Eres un capitán. Mi casa es la
tuya. Y además, vas a ayudarme a cumplir mi promesa. Es como si la hicieras tú
mismo. Eso también ayudará.
D'Arrast sonrió.
—No lo creo.
—Eres orgulloso, capitán.
—Sí, era orgulloso. Ahora estoy
solo. Pero, dime únicamente esto: ¿tu buen Jesús te respondió siempre?
—¡Siempre no, capitán!
—¿Entonces?
El cocinero rompió a reír con
risa fresca e infantil.
—Y bien —dijo— Él tiene su
libertad, ¿no?
En el club, donde d'Arrast
almorzaba con los notables, el alcalde le dijo que tenía que firmar el libro de
oro de la municipalidad, para que perdurara por lo menos un testimonio del gran
acontecimiento que constituía su llegada a Iguape. El juez, por su parte,
encontró dos o tres nuevas formulas para celebrar, además de las virtudes y los
talentos de su huésped, la sencillez que ponía en representar entre ellos al
gran país al cual tenía el honor de pertenecer. D'Arrast se limitó a decir que,
en efecto, tenía ese honor, y que, según su convicción, era además ventajoso
para su compañía el haber obtenido la adjudicación de estos vastos trabajos, a
lo cual el juez respondió que tanta humildad era admirable.
—¡Ah! —dijo— ¿Pensó en lo que
debemos hacer con el jefe de policía?
D'Arrast lo miró sonriendo.
—Sí.
Consideraría como un favor
personal y una gracia extraordinaria que quisieran perdonar en su nombre a
aquel aturdido, para que su estada, la de d'Arrast, que se alegraba tanto de
conocer la hermosa ciudad de Iguape y a sus generosos habitantes, pudiera
comenzar en un clima de concordia y amistad. El juez, atento y sonriente,
meneaba la cabeza. Meditó un momento la fórmula, como conocedor, se dirigió en
seguida a los asistentes para hacerlos aplaudir las magnánimas tradiciones de
la gran nación francesa y, volviéndose de nuevo hacia d'Arrast, se declaró
satisfecho.
—Puesto que es así —concluyó—,
cenaremos esta noche con el jefe.
Pero d'Arrast manifestó que había
sido invitado por unos amigos a la ceremonia de las danzas en las chozas.
—¡Ah, sí! —dijo el juez— Estoy
contento de que vaya allí. Ya verá. Es imposible no gustar de nuestro pueblo.
Al atardecer, d'Arrast, el
cocinero y el hermano de éste estaban sentados alrededor del fuego extinguido,
en el centro de la choza que el ingeniero había visitado por la mañana. El
hermano no pareció sorprenderse de volver a verlo. Apenas hablaba español y se
limitaba, las más de las veces, a menear la cabeza. En cuanto al cocinero, se
había interesado por las catedrales. Luego había disertado sobre la sopa de
alubias negras. Ahora, que la luz del día casi se había extinguido, si d'Arrast
veía aún al cocinero y a su hermano, distinguía en cambio mal, al fondo de la
choza, las figuras agazapadas de una mujer vieja y de la muchacha que de nuevo
lo había servido. Abajo se oía el rumor monótono del río.
El cocinero se levantó y dijo:
—Es la hora.
Los hombres se pusieron de pie,
pore las mujeres no se movieron. Salieron solos. D'Arrast vaciló; luego se
reunió con los otros. Ya había caído la noche y había dejado de llover. El
cielo, de un negro pálido, parecía todavía líquido. En su agua transparente y
oscura, bajas en el horizonte, las estrellas comenzaban a iluminarse. Se
apagaban casi en seguida, caían una a una en el río, como si el cielo lanzara
por gotas sus últimas luces. El aire espeso olía a agua y a humo. Oíase también
el rumor muy cercano de la enorme selva, que estaba sin embargo inmóvil. De pronto,
sonidos de tambores y cantos se elevaron en la lejanía, primero sordos, luego
distintos, que se aproximaban cada vez más y que por fin callaron. Poco después
vieron aparecer una procesión de muchachas negras, vestidas de blanco, con seda
tosca y faldas muy bajas. Metido en una casaca roja sobre la que le pendía un
collar de dientes multicolores, un negrazo las seguía y detrás de él, en
desorden, un grupo de hombres vestidos con pijamas blancos y músicos, que
tocaban triángulos y tambores anchos y cortos. El cocinero dijo que había que
acompañarlos.
La casa a la que llegaron
siguiendo la orilla del río, a varios centenares de metros de las útimas
chozas, era grande, espaciosa y relativamente confortable con sus paredes
blanqueadas en el interior. El suelo era de tierra apisonada; el techo, de
cañas y juncos, sostenido por un poste central. Las paredes estaban peladas.
Sobre un altarcito adornado de palmeras en el fondo de la choza y cubierto de
bujías que iluminaban apenas la mitad de la sala, se distinguía una soberbia
imagen, en la que San Jorge, con aire atractivo, vencía a un dragón bigotudo.
Bajo el altar, una especie de nicho guarnecido de papeles y cuentas
multicolores, cobijaba entre una vela y una vasija de agua, una estatuilla de
arcilla pintada de rojo, que representaba a un dios cornudo. El dios, de
aspecto hosco, blandía un desmesurado cuchillo de papel plateado.
El cocinero condujo a d'Arrast a
un rincón, donde los dos se quedaron de pie, pegados a la pared, cerca de la
puerta.
—Así podremos irnos sin molestar
—murmuró el cocinero.
La choza, en efecto, estaba
atestada de hombres y mujeres, apretados unos con otros. El calor ya subía de
punto. Los músicos fueron a colocarse a un lado y otro del altarcito. Los
bailarines y bailarinas se separaron en dos círculos concéntricos; los hombres
quedaron en el interior. En el centro fue a colocarse el jefe negro de la
casaca roja. D'Arrast se pegó a la pared y se cruzó de brazos.
Pero el jefe, abriende el círculo
de danzarines, se llegó hasta ellos y con aire grave dijo algunas palabras al
cocinero.
—Descruza los brazos, capitán
—dijo el cocinero—. Si los tienes así, impides que el espíritu del santo baje.
D'Arrast dejó caer dócilmente los
brazos. Con la espalda siempre pegada a la pared, él mismo parecía ahora, con
sus miembros largos y pesados, su gran rostro ya reluciente de sudor, algún
dios bestial y tranquilizador. El negrazo lo miró. Luego, satisfacho, tornó a
su lugar. En seguida, con voz clara, cantó las primeras notas de un aire que
todos continuaron cantando en coro, acompañados por los tambores. Los círculos
se pusieren entonces a girar en sentido inverso, en una especie de danza pesada
y sostenida, que parecía más bien un pataleo ligeramente subrayado por la doble
ondulación de las caderas.
El calor iba en aumento. Sin
embargo, las pausas disminuían poco a poco; los bailarines se detenían cada vez
menos y la danza se precipitaba. Sin que el ritmo de los otros se hiciera más
lento, sin dejar él mismo de bailar, el negrazo deshizo de Nuevo los círculos
para llegarse hasta el altar. Volvió de él con un vaso de agua y una vela
encendida, que puso en el suelo, en el centro de la choza. Derramó el agua
alrededor de la vela en dos círculos concéntricos. Luego, de nuevo en pie,
levantó al techo dos ojos de loco. Con todo el cuerpo tenso, esperaba inmóvil.
—San Jorge llega. Mira, mira
—susurró el cocinero, cuyos ojos se abrían desorbitadamente.
En efecto, algunos bailarines
mostraban ahora trazas de rapto; pero de un rapto que los inmovilizaba, con las
manos en los riñones, el paso tieso, el ojo fijo y atónito. Otros precipitaban
su ritmo, se retorcían sobre sí mismos y comenzaban a lanzar gritos
inarticulados. Los gritos cobraron mayor fuerza poco a poco y, cuando se
confundieron en un alarido colectivo, el jefe, con los ojos siempre levantados,
lanzó él mismo un largo aullido, apenas fraseado, hasta donde le dio la
respiración y en el que se repetían las mismas palabras.
—Ya ves —susurró el cocinero—,
dice que es el campo de batalla del dios.
A d'Arrast lo sorprendió el
cambio de voz y miró al cocinero que, inclinado hacia adelante, con los puños
apretados y los ojos fijos, reproducía en su lugar el pataleo rítmico de los
otros. D'Arrast advirtió entonces que él mismo, desde hacía un rato y sin mover
los pies, bailaba empero con todo su peso.
Pero, de golpe, los tambores
estallaron con furia y súbitamente el gran diablo rojo se desencadenó. Con los
ojos inflamados, con los cuatro miembros que se arremolinaban alrededor del
cuerpo, se agitaba doblando una rodilla después de otra sobre la pierna,
mientras aceleraba el ritmo de tal manera que parecía que terminaría por
descuartizarse. Pero bruscamente se detuvo en pleno impulso, para contemplar a
los asistentes con aire fiero y terrible, en medio del trueno de los tambores.
En seguida un bailarín surgió de un rincón oscuro, se arrodilló y tendió al
poseso un sable corto. El negrazo cogió el sable sin dejar de mirar alrededor
de él. Luego lo blandió por encima de su cabeza. Al mismo tiempo, d'Arrast
distinguió al cocinero, que bailaba con los otros. El ingeniero no lo había
visto irse.
A la luz rojiza, incierta, un
polvillo sofocante subía desde el suelo, y hacía aun más espeso el aire, que ya
se pegaba a la piel. D'Arrast sentía que el cansancio lo vencía poco a poco.
Respiraba cada vez con mayor dificultad. Ni siquiera vio como los danzarines
habían podido proveerse de los enormes ciga- rros que ahora fumaban sin dejar
de bailar, y cuyo extraño olor llenaba la choza y lo embriagaba un poco. Vio
únicamente al cocinero que pasaba cerca de él, siempre bailando, y que también
chupaba un cigarro:
—No fumes —le dijo. El cocinero
gruñó, sin dejar de marcar su paso rítmico, mirando fijamente el poste central
con expresión de boxeador que está fuera de combate, rocorrida la nuca por un
largo y perpetuo estremecimiento. Junto a él, una negra gruesa, que movía de
derecha a izquierda su cara animal, ladraba sin tregua. Pero las negras
jóvenes, sobre todo, entraban en el rapto más espantoso, con los pies pegados
al suelo y el cuerpo recorrido, de los pies a la cabeza, por sobresaltos cada
vez más violentos, a medida que le subían hacia los hombros. La cabeza se les
agitaba entonces de adelante a atrás, literalmente separada de un cuerpo
decapitado. A un mismo tiempo, todos se pusieron a lanzar un alarido continuo,
prolongado grito colectivo e incoloro, aparentemente sin respiración, sin
modulaciones, como si los cuerpos se anudaran enteros, músculos y nervios, en
una sola emisión agotadora, que cedía por fin la palabra, en cada uno de ellos,
a un ser hasta entonces absolutamente silencioso. Y sin que el grito cesara,
las mujeres, una a una, fueron desplomándose. El jefe negro se arrodillaba
junto a cada una; les apretaba rápida y convulsivamente las sienes con su gran
mano de negros músculos. Ellas entonces volvían a levantarse, tambaleantes,
reanudaban la danza y los gritos, primero débilmente y luego con voz cada vez
más alta y rápida, para tornar a caer otra vez y levantarse de nuevo para
recomenzar y agitarse largamente aún, hasta que aquel grito general se
debilitaba, se alteraba, degeneraba en una especie de ronco ladrido que las
sacudía con su hipo. D'Arrast, agotado, con los músculos acalambrados por su
larga danza inmóvil, sofocado por su propio mutismo, se sintió tambalear. El
calor, el polvo, el humo de los cigarros, el olor humano, hacían que el aire se
tornara ahora completamente irrespirable. Buscó al cocinero con la mirada;
había desaparecido. D'Arrast se dejó deslizar entonces a lo largo de la pared y
se quedó agachado, conteniendo una nausea.
Cuando abrió los ojos, el aire
continuaba tan sofocante como antes, pero había cesado el ruido. Únicamente los
tambores marcaban un ritmo en un bajo continuo, a cuya cadencia en todos los
rincones de la choza pataleaban grupos cubiertos con trapos blancuzcos. Pero en
el centro de la pieza, en la que ya no estaba ahora el vaso y la vela,
muchachas negras, en estado semihipnótico, bailaban lentamente, siempre a punto
de permitir que el ritmo las sobrepasara. Con los ojos cerrados pero erguidas,
se balanceaban ligeramente de adelante a atrás, en la punta de los pies, casi
en el mismo lugar. Dos de ellas, obesas, llevaban el rostro cubierto con una
cortina de rafia. Estaban una a cada lado de una muchacha disfrazada, alta y
delgada; en la que d'Arrast roconoció en seguida a la hija de su huésped. Con
un vestido verde la joven llevaba un sombrero de cazadora de gasa azul echado
hacia adelante, adornado con plumas de mosquetero y en la_ mano un arco verde y
amarillo, provisto de su flecha, en cuyo extremo estaba prendido un pájaro
multicolor. Sobre el cuerpo grácil, la bonita cabeza oscilaba lentamente, un
poco echada hacia atrás, y en el rostro adormecido se reflejaba una melancolía
monótona e inocente. Cuando la música se interrumpía, la muchacha se balanceaba
como soñolienta. Únicamente el ritmo reforzado de los tambores le brindaba una
especie de tutor invisible, alrededor del cual ella tejía sus blandos
arabescos, hasta que de nuevo, deteniéndose al mismo tiempo que la música y
tambaleándose hasta el punto de perder casi el equilibrio, lanzaba un extraño
grito de pájaro, penetrante y sin embargo melodioso.
D'Arrast, fascinado por aquella
danza lenta, contemplaba a la Diana negra, cuando el cocinero surgió frente a
él con el rostro ahora descompuesto. La bondad le había desaparecido de los
ojos, que no reflejaban sino una especie de avidez desconocida. Sin ninguna
benevolencia, como si hablara a un extraño, dijo:
—Es tarde, capitán. Van a bailar
toda la noche; pero no quieren que ahora tú te quedes.
Con la cabeza pesada, d'Arrast se
levantó y siguió al cocinero, que se llegó hasta la puerta andando junto a la
pared. En el umbral el cocinero se hizo a un lado, sostuvo abierta la puerta de
bambú y d'Arrast salió. Se volvió y miró al cocinero, que no se había movido.
—Ven. Pronto tendrás que llevar
la piedra.
—Me quedo —dijo el cocinero con
aire hosco.
—¿Y tu promesa?
El cocinero, sin responder,
empujó poco a poco la puerta que d'Arrast sostenía con una sola mano.
Permanecieron así un segundo. Luego d'Arrast cedió, encogiéndose de hombros. Se
alejó.
La noche estaba llena de olores
frescos y aromáticos. Por encima de la selva, las escasas estrellas del cielo
austral, esfumadas por una bruma invisible, relucían débilmente. El aire húmedo
estaba pesado. Sin embargo, cuando d'Arrast salié de la choza le pareció de una
deliciosa frescura. El ingeniero marchaba por la pendiente resbalosa, se
acercaba a las primeras chozas, tropezaba como un hombre borracho por caminos
llenos de pozos. La selva, muy próxima, murmuraba. El ruido del río se hacía
más fuerte, el continente entero emergía en medio de la noche y d'Arrast se
sentía invadido por el asco. Le parecía que tenía ganas de vomitar todo aquel
país, la tristeza de sus enormes espacios, la luz glauca de las selvas y el
chapoteo nocturno de sus grandes ríos desiertos. Aquella tierra era demasiado
vasta; la sangre y las estaciones se confundían en ella, el tiempo se licuaba.
La vida se desarrollaba allí a ras del suelo, y para integrarse en ella había
que acostarse y dormir durante años, en aquel suelo barroso o desecado. Allá,
en Europa, estaba la vergüenza y la cólera. Aquí, el destierro o la soledad, en
medio de aquellos locos lánguidos y trepidantes, que bailaban para morir. Pero,
a través de la noche húmeda, colmada de olores vegetales, el extraño grito de
pájaro herido lanzado por la hermosa muchacha adormecida, le llegó una vez más.
Cuando d'Arrast, con la cabeza
turbia por una molesta jaqueca, se despertó después de un real sueño, un calor
húmedo aplastaba la ciudad y la selva inmóvil. Ahora estaba esperando en el
porche del hospital, mientras miraba su reloj, que se había parado, inseguro de
la hora, asombrado por el silencio que subía de la ciudad, en medio del día ya
avanzado. El cielo, de un azul casi franco, pesaba sobre los primeros techos,
que se borraban. Urubúes amarillentos dormían, inmovilizados por el calor en el
techo de la casa que estaba frente al hospital. Uno de ellos se sacudió de
pronto, abrió el pico, hizo ostensibles señales de disponerse a volar, agitó
dos veces las alas polvorientas contra el cuerpo, se elevó algunos centímetros
por encima del techo y volvió a caer, para dormirse casi inmediatamente.
El ingeniero bajó hacia la
ciudad. La plaza principal estaba desierta, así como las calles que acababa de
recorrer. A lo lejos y a cada lado del río flotaba una bruma baja, por encima
de la selva. El calor caía verticalmente y d'Arrast buscó un poco de sombra
para resguardarse. Vio entonces bajo el alero de una de las casas, a un hombrecillo
que le hacía señales. Cuando estuvo más cerca reconoció a Sócrates.
—Y, señor d'Arrast, ¿te gustó la
ceremonia?
D'Arrast dijo que hacía demasiado
calor en la choza y que prefería el cielo y la noche.
—Sí —dijo Sócrates—, en tu país
sólo hay misas. Nadie baila.
Se restregaba las manos, saltaba
sobre un pie, giraba sobre sí mismo y se reía hasta perder el aliento.
—Son imposibles, son imposibles.
Luego miró a d'Arrast con
curiosidad.
—Y tú, ¿vas a la misa?
—No.
—Entonces, ¿adónde vas?
—A ninguna parte. No sé.
Sócratos continuaba riendo.
—No es posible. Un señor sin
iglesia, sin nada.
D'Arrast también se puso a reír.
—Sí, ya ves, no encontré mi
lugar. Entonces partí.
—Quédate con nosotros, señor
d'Arrast. Yo te quiero.
—Me gustaría, Sócrates, pero no
sé bailar.
Las risas de los dos hombres
resonaron en el silencio de la ciudad desierta.
—Ah —dijo Sócrates—, me olvidaba.
El alcalde quiere verte. Está almorzando en el club.
Y sin decir agua va, se marchó en
dirección del hospital.
—¿Adónde vas? —le gritó d'Arrast.
Sócrates imitó un ronquido:
—A dormir. Pronto empezará la
procesión.
Y a medias corriendo volvió a sus
ronquidos.
El alcalde sólo quería dar a
d'Arrast un lugar de honor para ver la procesión. Habló con el ingeniero,
haciéndole compartir un plato de carne y arroz capaz de hacer mover a un
paralítico. Se instalarían primero en la casa del juez, en un balcón, frente a
la iglesia, para ver salir el cortejo. Luego irían a la alcaldía, que se
hallaba situada en la calle grande que conducía a la plaza de la iglesia y por
la que los penitentes pasarían al regresar. El juez y el jefe de policía
acompañarían a d'Arrast, porque el alcalde debía participar en la ceremonia. El
jefe de policía estaba en efecto en la sala del club y rondaba sin cesar
alrededor de d'Arrast, con una infatigable sonrisa en los labios, mientras le
prodigaba discursos incomprensibles, pero evidentemente afectuosos. Cuando
d'Arrast bajó, el jefe de policía se precipitó para despejarle el camino y para
abrirle todas las puertas por donde tenía que pasar.
Bajo el sol macizo, en la ciudad
siempre desierta, los dos hombres se dirigían hacia la casa del juez.
Únicamente sus pasos resonaban en el silencio. Pero de pronto estalló un
petardo en una calle cercana, que hizo que de todas las casas volaran, en
bandadas espesas y torpes, urubúes de pelado cuello. Casi en seguida, docenas
de petardos estallaron en todas las direcciones, se abrieron las puertas y la
gente comenzó a salir de las casas para llenar las estrechas calles.
El juez expresó a d'Arrast cuán
orgulloso se sentía de recibirlo en su indigna casa y lo hizo subir por una
hermosa escalera, a un piso barroco, pintado de azul con cal. En el descanso,
al pasar d'Arrast, se abrieron puertas por las que asomaron cabezas oscuras de
niños, que desaparecían en seguida, en medio de risas ahogadas. El cuarto de
honor, hermoso por su arquitectura, sólo contenía muebles de rota y grandes
jaulas con pájaros de estridentes chillidos. El balcón en que se instalaron
daba a la placita que había frente a la iglesia. Ahora la multitud comenzaba a
llenarla, extrañamente silenciosa, inmóvil bajo el calor que caía del cielo en
oleadas casi visibles. Sólo los niños corrían alrededor de la plaza y se
detenían bruscamente para encender los petardos, cuyas detonaciones se sucedían
sin tregua. Vista desde el balcón, la iglesia, con sus muros blanqueados, su
decena de gradas pintadas de azul con cal, sus dos torres azules y doradas,
parecía más pequeña.
Súbitamente estalló un tronar de
órganos en el interior de la iglesia. La multitud, vuelta hacia el atrio, se
dispuso en los costados de la plaza. Los hombres se descubrieron; las mujeres
so arrodillaron. Los órganos lejanos tocaron, largamente, una especie de
marcha. Luego de la selva llegó un extraño ruido de élitros. Un minúsculo
avión, de alas transparentes y de frágil estructura, insólito en aquel mundo
sin edad, apareció por encima de los árboles, bajó un poco hacia la plaza y
pasó, con el fragor de una gran carraca, por sobro las cabezas levantadas hacia
él. El avión viró en seguida y se alojó hacia el estuario.
Pero en la sombra de la iglesia,
un oscuro tumulto atraía de nuevo la atención. Los órganos habían dejado de
tocar, sustituídos ahora por cobres y tambores, invisibles en el atrio.
Penitentes cubiertos con sobrepellices negras salieron de la iglesia uno a uno,
se agruparon en el atrio y luego comenzaron a bajar las gradas. Detrás iban
penitentes blancos, llevando banderas de color rojo y azul; luego un grupito de
muchachos disfrazados de ángeles, cofradías de Hijas de María, con las caritas
negras y graves, y por fin, sobre una caja multicolor que llevaban los
notables, sudorosos en sus trajes oscuros, la efigie misma del buen Jesús, con
una caña en la mano, la cabeza cubierta de espinas, sangrante y balanceándose
por encima de la multitud, que cubría la gradería del atrio.
Cuando la caja llegó al último
peldaño, la procesión se detuvo un instante, mientras los penitentes procuraban
alinearse con cierto orden. En ese momento d'Arrast descubrió al cocinero.
Acababa de aparecer en el atrio, con el torso desnudo, y llevaba sobre la
cabeza barbuda, una enorme piedra rectangular, que descansaba en una tablilla
de corcho puesta sobre el cráneo. Bajó con paso firme los escalones de la
iglesia, con la piedra bien equilibrada y sostenida por los arcos de sus brazos
cortos y musculosos. Cuando él llegó detrás de la caja, la procesión se puso en
marcha. Del atrio surgieron entonces los músicos, que llevaban chaquetas de
colores vivos y que dejaban los pulmones en trompetas adornadas con cintas. A
los acentos de un ritmo redoblado, los penitentes aceleraron el paso y llegaron
a una de las calles que daban a la plaza. Cuando la caja desapareció, ya no se
vio más que al cocinero y a los últimos músicos. Detrás de ellos la multitud se
puso en movimiento en medio de las detonaciones, mientras el avión, con gran
campanilleo de pistones, volvía a pasar por encima de los últimos grupos.
D'Arrast miraba únicamento al cocinero, que desaparecía ahora en la calle y
cuyos hombros, segúnn le pareció de pronto, se doblegaban. Pero a aquella
distancia no veía bien.
Por las calles vacías, entre las
tiendas y las puertas cerradas, el juez, el jefe de policía y d'Arrast se
llegaron entonces hasta la casa del alcalde. A medida que se alejaban de la
música y de las detonaciones, el silencio volvía a tomar posesión de la ciudad
y ya algunos urubúes tornaban a ocupar en los techos el lugar que parecían
tener desde siempre. La alcaldía daba a una calle estrecha pero larga, que
conducía desde uno de los barrios exteriores a la plaza de la iglesia. La calle
se hallaba desierta por el momento. Desde el balcón de la alcaldía y hasta
donde alcanzaba la vista, no se veía más que la calzada llena de pozos, en que
la reciente lluvia había dejado algunos charcos. El sol, que había descendido
ya un poco, mordía aún, al otro lado de la calle, las fachadas ciegas de las
casas.
Esperaron largo tiempo, tanto que
d'Arrast, a fuerza de contemplar la reverberación del sol en la pared de
enfrente, sintió que le volvían el cansancio y el vértigo. La calle vacía, de casas
desiertas, lo atraía y le repugnaba al mismo tiempo. De nuevo quería huir de
aquel país y simultáneamente pensaba en aquella piedra enorme y deseaba que
hubiera terminado la prueba. Iba a proponer que bajaran para salir en busca de
noticias, cuando las campanas de la iglesia se pusieron a doblar con toda su
fuerza. En ese mismo instante, en el otro extremo de la calle, a la izquierda
de donde estaban, estalló un tumulto y apareció una multitud en ebullición. De
lejos se la veía aglutinada alrededor de la caja, peregrinos y penitentes
mezclados, que avanzaban, en medio de los petardos y de los alaridos de júbilo,
por la estrecha calle. En pocos segundos la llenaron hasta los bordes, mientras
avanzaban hacia la alcaldía, en un desorden indescriptible, en el que se
fundían las edades, las razas y las costumbres, en una masa abigarrada,
cubierta de ojos y bocas vociferantes, y de la cual sobresalía, como lanzas, un
ejército de cirios, cuya llama se evaporaba en la luz ardiente del día.
Pero cuando estuvieron cerca y
cuando la multitud, bajo el balcón, parecía subir por las paredes, hasta tal
punto era densa, d'Arrast vio que el cocinero no estaba allí.
Con un solo movimiento, sin
excusarse, salió del balcón y de la pieza, se precipitó por la escalera y se
encontró en la calle, bajo el atronar de las campanas y de los petardos. Allí
tuvo que luchar contra la jubilosa muchedumbre, contra los portadores de cirios
y los penitentes ofuscados; pero remontando irresistiblemente con todo su peso
la marea humana, se abrió camino con movimientos tan vivos que cuando se
encontró libre, detrás de la multitud, en el extremo de la calle, tambaleó y
estuvo a punto de caer. Apoyado a la pared ardiente, esperó a recobrar el
aliento. Luego se puso de nuevo en marcha. En ese momento un grupo de hombres
dosembocó en la calle. Los primeros andaban hacia atrás y entonces d'Arrast vio
que rodeaban al cocinero.
El hombre estaba visiblemente
extenuado. Se detenía; luego, encorvado bajo la enorme piedra, corría un
poquito, con el paso apresurado de los cargadores del puerto y de los coolíes, con ese trotecito de la
miseria, rápido, en el que el pie da en el suelo con toda la planta. Alrededor
de él, penitents con sobrepellices manchadas de cera fundida y polvo, lo
alentaban cuando se detenía. A su izquierda, el hermano caminaba o corría en
silencio. A d'Arrast le pareció que emplearían un tiempo interminable para
recorrer el espacio que los separaba de él. Cuando llegaron casi adonde estaba
d'Arrast, el cocinero se detuvo de nuevo y lanzó en derredor miradas apagadas.
Cuando vio a d'Arrast, al que sin embargo no pareció reconocer, se quedó
inmóvil, vuelto hacia él. Un sudor aceitoso y sucio le corría por el rostro,
ahora gris. Llevaba la barba llena de hilos de saliva y una espuma parda y seca
le cubría los labios. Intentó sonreír. Pero, inmóvil bajo la carga, temblaba
con todo el cuerpo; salvo a la altura de los hombros, donde los músculos
estaban visiblemente paralizados por una especie de calambre. El hermano, que
había reconocido a d'Arrast, le dijo solamente:
—Ya ha caído.
Y Sócrates, Surgido de no se
sabía dónde, fue a murmurarle en el oído:
—Demasiado bailar, señor
d'Arrast. Toda la noche. Ahora está cansado.
El cocinero avanzó otra vez con su
trote brusco y cortado, no como alguien que quiere progresar, sino como si
pretendiera escapar de la carga que lo aplastaba, como si esperara aligerarla
por el movimiento. Sin saber cómo, d'Arrast se encontróa la derecha del
cocinero. Posó sobre el hombro de éste una mano, vuelta liviana, y caminó junto
a él, con pasitos apresurados y pesados. La caja había desaparecido por el otro
extremo de la calle y la muchedumbre, que sin duda llenaba ahora la plaza, ya
no parecía avanzar. Durante algunos segundos, el cocinero, entre su hermano y
d'Arrast, ganó terreno. Bien pronto sólo unos veinte metros lo separaron del
grupo que se había reunido frente a la alcaldía para verlo pasar. Sin embargo,
se detuvo de nuevo. La mano de d'Arrast se hizo más pesada.
—Vamos, cocinero —dijo—. Todavía
un poquito.
El otro temblaba, la saliva se le
escapaba de la boca, mientras que en todo el cuerpo el sudor literalmente
chorreaba. Tomó aliento con respiración que él quería profunda, pero que se le
quedó corta. Se puso otra vez en movimiento, dio tres pasos, vaciló. Y de
pronto la piedra se le deslizó al hombro, donde hizo una incisión, luego hacia
adelante, hasta dar en el suelo, mientras el cocinero, habiendo perdido el
equilibrio, se desplomaba de costado. Los que lo precedían saltaron hacia
atrás, alentándolo con grandes voces; uno de ellos tomó la tablilla de corcho,
mientras los otros alzaban la piedra para volver a cargarla sobre el cocinero.
D'Arrast, inclinado sobre él, le
limpiaba con la mano el hombro manchado de sangre y de polvo, en tanto que el
hombrecillo, con la cara pegada al suelo, jadeaba. No oía nada, ya no se movía.
La boca se le abría ávidamente a cada respiración, como si ésta hubiera de ser
la última. D'Arrast lo tomó en brazos y lo levantó tan fácilmente como si fuera
un niño. Lo mantuvo de pie, apretado contra él e inclinándose le hablaba junto
al rostro como para insuflarle su fuerza. El otro, al cabo de un rato,
sangrando y terroso, se desprendió de él con una expresión huraña en el rostro.
Tambaleando se dirigió de nuevo hacia la piedra, que los otros habían levantado
un poco; pero se detuvo y se quedó mirándola con una mirada vacía, mientras
meneaba la cabeza. Luego dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y se volvió
hacia d'Arrast. Enormes lágrimas le corrían silenciosamente por el rostro
descompuesto. Quería hablar, hablaba, pero la boca apenas formaba la sílaba.
—Hice una promesa —decía. Y
luego: —¡Ah, capitán; ah, capitán! —Y las lágrimas le ahogaban la voz. Surgió
el hermano junto a su hombro, lo estrechó y el cocinero, llorando, se dejó
abrazar, vencido, con la cabeza gacha.
D'Arrast lo contemplaba sin
encontrar palabras que decirle. Se volvió hacia la multitud que a lo lejos
gritaba de nuevo. De pronto, arrancó el soporte de corcho de las manos de quien
lo tenía y se llegó hasta la piedra. Hizo señas a los otros de que la
levantaran y se la cargó casi sin esfuerzo. Ligeramente encorvado bajo el peso
de la piedra, con los hombros encogidos, resoplando un poco, miró a sus pies,
mientras escuchaba los sollozos del cocinero. Luego se puso en movimiento con
paso vigoroso, recorrió sin desmayo el espacio que los separaba de la multitud
que se hallaba en el extremo de la calle y rompió con decisión las primeras
filas, que se apartaron. Llegó a la plaza, en medio del estrépito de las
campanas y de las detonaciones de los petardos, pero entre las dos filas de
espectadores que lo contemplaban con asombro se hizo de pronto el silencio.
Avanzaba con el mismo paso vigoroso y la muchedumbre le iba abriendo un camino
hasta la iglesia. A pesar del peso que comenzaba a triturarlo la cabeza y la
nuca, vio la iglesia y la caja, que parecía esperarlo en el atrio. Se dirigía
hacia ella y ya estaba más allá del centro de la plaza cuando brutalmente, sin
saber por qué, dobló hacia la izquierda y se apartó del camino de la iglesia,
poniéndose de frente a los peregrinos. Detrás oyó pasos precipitados. Frente a
él veía que por todas partes se abrían las bocas. No comprendía lo que le
decían aunque le pareció reconocer la palabra portuguesa que le lanzaban sin
cesar. Súbitamente apareció junto a él Sócrates, con ojos despavoridos,
hablando ininterrumpidamente, mientras le señalaba hacia atrás el camino de la
iglesia.
—¡A la iglesia! ¡A la iglesia!
—era lo que gritaban Sócrates y la multitud. Sin embargo, d'Arrast continuó en
la dirección que había tornado y Sócrates se apartó, con los brazos levantados
cómicamente al cielo, en tanto que, poco a poco, la muchedumbre se callaba.
Cuando d'Arrast entró en la primera calle, que ya había tomado con el cocinero
y que, según sabía, llevaba a los barrios del río, la plaza no era ya más que
un rumor confuso detrás de él.
La piedra le pesaba ahora
dolorosamente en el cráneo y tenía necesidad de toda la fuerza de sus vigorosos
brazos para alivianarla. Los hombros ya se le acalambraban cuando llegó a las
primeras calles de pendiente resbalosa. Se detuvo y aguzó el oído. Estaba solo.
Aseguró la piedra sobre el soporte de corcho y bajó con paso prudente pero aún
firme hasta el barrio de las chozas. Cuando llegó a él el aliento comenzaba a
faltarle, los brazos le temblaban alrededor de la piedra. Apretó el paso, llegó
por fin a la placita donde se levantaba la choza del cocinero, corrió a ella,
abrió la puerta de un puntapié y, con un solo movimiento, arrojó la piedra al
centro de la pieza, sobre el fuego aún rojizo, y allí, irguiéndose cuan alto
era, de pronto enorme, aspirando con bocanadas desesperadas el olor de miseria
y de cenizas que reconocía, sintió subir en él la ola de una alegría oscura y jadeanto,
a la que no podía dar un nombre.
Cuando los habitantes de la choza
llegaron, encontraron a d'Arrast de pie, pegado a la pared del fondo, con los
ojos cerrados. En el centro de la pieza, en el lugar del fuego, la piedra casi
había desaparecido, cubierta por cenizas y tierra. Se quedaron en el umbral,
sin entrar, mirando a d'Arrast en silencio, como si lo interrogaran. Pero él
permanocia callado. Entonces, el hermano condujo junto a la piedra al cocinero,
que se dejó caer al suelo. Él también se sentó, haciendo una seña a los otros.
La vieja se les reunió; luego la muchacha de la noche anterior; pero nadie
miraba a d'Arrast. Estaban todos en cuclillas alrededor de la piedra,
silenciosos. Únicamente el rumor del río subía hasta ellos a través del aire
pesado. D'Arrast, de pie en la sombra, escuchaba sin ver nada y el rumor de las
aguas lo colmaba de una felicidad tumultuosa. Con los ojos cerrados, saludaba
jubilosamente su propia fuerza, saludaba una vez más a la vida que volvía a
empezar. En el mismo instante, sonó una detonación que parecía muy cercana. El
hermano se apartó un poco del cocinero y volviéndose a medias hacia d'Arrast,
sin mirarlo, le señaló el lugar vacío.
—Siéntate con nosotros —le dijo.
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