sábado, 18 de marzo de 2017

Albert Camus.-La piedra que crece

El automóvil dobló pesadamente por el camino de arcilla roja, ahora borroso. En la oscuridad de la noche y a un lado del camino, luego al otro, los faros recortaron de pronto dos casuchas de madera con techo de chapa. Cerca de la segunda, a la derecho, se distinguía, a través de la ligera niebla, una torre hecha de toscos maderos. Desde lo alto de la torre salía un cable metálico, invisible en su punto de enganche, pero que centelleaba a medida que descendía a la luz de los faros, para desaparecer luego detrás del barranco que cortaba el camino. El coche disminuyó la velocidad y se detuvo a algunos metros de las casuchas.
El hombre que salió de él y que iba sentado a la derecha del chofer se arrancó trabajosamente de la portezuela. Una vez de pie, se tambaleó un poco en su enorme cuerpo de coloso. En la zona oscura cerca del coche, agobiado por el cansancio, plantado pesadamonto en el suelo, parecía escuchar el ruido acompasado del motor. Luego se dirigió hacia el barranco y entró en el cono luminoso do los faros. Se detuvo en lo alto de la cuesta, mientras las espaldas enormes se le dibujaban en la noche. Al cabo de un instante se volvió. La cara negra del chofer brillaba por encima del tablero del automóvil y sonreía. El hombre le hizo una señal;el chofer cortó el contacto del motor. Inmediatamente un profundo silencio fresco cayó sobre el camino y la selva. Entonces se oyó el rumor de las aguas.
El hombre miraba al río, hacia abajo, señalado únicamente por un amplio movimiento de oscuridad, salpicado de brillantes escamas. Una noche más densa y cuajada, a lo lejos, del otro lado, debía de ser la orilla. Sin embargo, mirando bien se distinguía en la otra orilla inmóvil, una llama amarillenta, como de un velón lejano. El coloso se volvió hacia el coche y sacudió la cabeza. E1 chofer apagó los faros; los encendió; luego los hizo parpadear con regularidad. Al borde del barranco el hombre aparecía, desaparecía, más grande y más macizo a cada resurrección. De pronto, desde la otra orilla del río y en el extremo de un brazo invisible, se elevó una linterna muchas veces en el aire. A una última señal del que acechaba, el chofer apagó definitivamente los faros. El automóvil y el hombre desaparecieron en la noche. Con los faros apagados, el río era casi visible o, por lo menos, se veían algunos de sus largos músculos líquidos, que brillaban a intervalos. A cada lado del camino se dibujaban las masas oscuras de la selva, sobre el cielo, y parecían muy cercanas. La llovizna que había empapado el camino una hora antes, flotaba aún en el aire tibio, hacía pesado el silencio, y la inmovilidad de aquel gran claro en medio de la selva virgen. En el cielo negro temblaban estrellas empañadas.
Pero desde la otra orilla llegaron ruidos ahogados de cadenas y de chapoteo. Por encima de la casucha, a la derecha del hombre que continuaba esperando, el cable se puso tenso. Comenzó a recorrerlo un sordo rechinar, al tiempo que, desde el río, subía un ruido a la vez vasto y débil, de aguas surcadas. El rechinar se uniformó, el ruido de agua se hizo aun más amplio; luego, más preciso mientras la linterna crecía. Ahora se distinguía claramente el halo amarillento que la rodeaba. El círculo de luz se dilataba poco a poco para luego volver a encogerse, mientras la linterna brillaba a través de la bruma y comenzaba a iluminar, por encima y alrededor de ella, una especie de techo cuadrado, de palmeras secas, sostenido en los cuatro ángulos por gruesas cañas de bambú. Aquel tosco techado, alrededor del cual se agitaban confusas sombras, avanzaba con lentitud hacia la costa. Cuando estuvo aproximadamente en medio del río, desde la orilla se distinguieron con toda claridad, recortados en la luz amarilla, tres hombrecillos de torso desnudo, casi negros, tocados con sombreros cónicos. Permanecían inmóviles, sobre las piernas ligeramente separadas, con el cuerpo un poco inclinado para compensar la fuerza de la corriente del río, que luchaba con todas sus aguas invisibles, contra el costado de una gran almadía tosca, que fue lo último en surgir de entre la noche y las aguas. Cuando la balsa se acercó un poco más, el hombre distinguió, detrás del sobradillo y del lado de río abajo, a dos negrazos tocados ellos también con amplios sombreros de paja y vestidos sólo con pantalones de lienzo. Uno junto al otro, aplicaban toda la fuerza de sus músculos a unas largas pértigas que hundían lentamente en el río, en la parte trasera de la almadía, mientras los negros, con el mismo movimiento lento, se inclinaban por encima de las aguas, hasta el límite extremo del equilibrio. Adelante los tres mulatos, inmóviles, silenciosos, contemplaban cómo se les acercaba la orilla, sin levantar los ojos hacia el que los esperaba.
La jangada chocó de pronto contra un embarcadero que sobresalía en el agua y que la linterna, oscilante por el choque, sólo en ese momento vino a revelar. Los negrazos se quedaron inmóviles, con las manos por encima de la cabeza, apoyadas en el extremo de las pértigas apenas hundidas, pero con los músculos tensos y recorridos por un estremecimiento contínuo que parecía provenir del agua misma y de su fuerza. Los otros echaron cadenas alrededor de los postes del embarcadero, saltaron a las tablas y tendieron una especie de puente levadizo rústico que cubría, a manera de plano inclinado, la parte delantera de la balsa.
El hombre se fue hasta el coche y se metió en él, mientras el chofer ponía el motor en marcha. El automóvil avanzó lentamente hacia el barranco, levantó el capot hacia el cielo, luego volvió a bajarlo hacia el río y atacó la pendiente. Con los frenos apretados, rodaba, resbalaba un poco en el barro, se detenía, volvía a ponerse en movimiento. Ganó el embarcadero, con ruido de tablas que crujían, llegó hasta el extremo de él donde los mulatos, siempre silenciosos, se habían dispuesto a uno y otro lado, y comenzó a hundirse suavemente en la almadía. Ésta a su vez hundió la nariz en el agua, en el momento en que las ruedas delanteras se posaron en ella, y volvió a elevarse casi inmediatamente para recibir el peso entero del coche. Luego el chofer hizo deslizar el automóvil hasta la parte trasera, frente al techo cuadrado del que colgaba la linterna. En seguida los mulatos recogieron el plano inclinado y saltaron con un sólo movimiento a la almadía, mientras al mismo tiempo la despegaban de la orilla barrosa. El río resistió con fuerza la balsa y la levantó a la superficie de las aguas donde fue lentamente a la deriva, sostenida por el extremo de la larga varilla de hierro que corría ahora en el cielo, a lo largo del cable. Los corpulentos negros uniformaron sus movimientos y volvieron a empuñar las pértigas. El hombre y el chofer salieron del coche y se llegaron hasta el borde de la almadía, donde se quedaron inmóviles, mirando río arriba. Nadie había hablado durante la maniobra, y aun ahora cada cual se mantenía en su lugar, inmóvil y silencioso, salvo uno de los negrazos, que se liaba un cigarrillo con papel ordinario.
El hombre contemplaba el boquete por donde el río surgía de la vasta selva brasileña y descendía hacia ellos. En aquel lugar el río tenía un ancho de varios centenares de metros, empujaba aguas turbias y sedosas contra el costado de la almadía, que luego, liberadas en las dos extremidades, la desbordaban y volvían a formar una sola onda poderosa, que se deslizaba suavemente, a través de la selva oscura, hacia el mar y la noche. Flotaba un olor insípido que provenía del agua o del cielo esponjoso. Ahora se oía el chapoteo de las aguas pesadas debajo de la balsa y, provenientes de las dos orillas, los gritos espaciados de escuerzos o los extraños gritos de pájaros. El coloso se acercó al chofer. Éste, pequeño y flaco, apoyado contra uno de los postes de bambú, había metido las manos en los bolsillos de unos zahones antes azules y ahora cubiertos del polvo rojo que había estado masticando durante todo el viaje. Con una sonrisa en el rostro arrugado a pesar de su juventud, el negro miraba sin ver las estrellas extenuadas que nadaban aún en el cielo húmedo.
Pero los gritos de los pájaros se hicieron más claros, chillidos desconocidos como de cotorras se mezclaron con ellos y casi inmediatamente el cable se puso a rechinar. Los negrazos hundieron las pértigas y, a tientas, con ademanes de ciegos, buscaron el fondo. El hombre se volvió hacia la costa que acababan de dejar. Veíasela a su vez cubierta por la noche y las aguas, inmensa y hosca como el continente de árboles que se extendía más allá, por millares de kilómetros. Entre el océano, muy cercano, y aquel mar vegetal, el puñado de hombres que iba a la deriva a aquella hora, en un río salvaje, parecía ahora perdido. Cuando la almadía chocó con el embarcadero, fue como si, rotas todas las amarras, llegaran a una isla en medio de las tinieblas, después de días y días de navegación despavorida.
Ya en tierra se oyeron por fin las voces de los hombres. El chofer acababa de pagarles y, con voz extrañamente alegre en medio de la noche pesada, saludaron en portugués a los ocupantes del coche, que volvía a ponerse en marcha.
—Dijeron que son sesenta los kilómetros que faltan hasta Iguape. Tres horas de camino y se acabó. Sócrates está contento —anunció el chofer.
El hombre se rio abiertamente, con una risa maciza y calurosa, que se le parecía.
—Yo también estoy contento, Sócrates; el camino está duro.
—Demasiado pesado, señor d'Arrast, eres demasiado pesado.
Y el chofer también se rio sin poder contenerse.
El automóvil había tomado un poco de velocidad. Ahora se deslizaba entre altos muros de árboles y de vegetación inextricable, en medio de un olor blando y dulzón. Vuelos entrecruzados de insectos luminosos atravesaban sin cesar la oscuridad de la selva y de cuando en cuando pájaros de ojos rojos iban a golpear durante un segundo el parabrisas. A veces una fosforescencia extraña les llegaba desde las profundidades de la noche y el chofer miraba a su compañero, haciendo girar cómicamente los ojos.
El camino doblaba y doblaba una y otra vez, pasaba arroyos sobre precarios puentes de tablas. Al cabo de una hora la neblina se hizo más espesa. Una llovizna fina, que la luz de los faros disolvía, comenzó a caer. A pesar de las sacudidas, d'Arrast dormía a medias. Ya no iban por la selva húmeda, sino de nuevo por los caminos de la Serra, que hablan tomado por la mañana, al salir de São Paulo. De esos caminos de tierra se levantaba sin cesar el polvillo rojo del que todavía tenían el gusto en la boca y que, a cada lado del camino y hasta donde alcanzaba la vista, cubría la vegetación rara de la llanura. El sol pesado, lass montañas pálidas y escarpadas, los cebúes famélicos que encontraban en los caminos como única compañía, el vuelo fatigado de urubúes despenachados, la larga, larga navegación a través de un desierto rojo… Se sobresaltó. El coche se había detenido. Ahora estaban en el Japón: casas de frágil arquitectura a cada lado del camino y, en las casas, furtivos quimonos. El chofer hablaba con un japonés que vestía unos zahones sucios y que llevaba un sombrero de paja brasileño. Luego el coche volvió a ponerse en marcha.
—Dijo que sólo cuarenta kilómetros.
—¿Dónde estábamos? ¿En Tokio?
—No, en Registro. En nuestro país los japoneses vienen aquí.
—¿Por qué?
—No se sabe. Son amarillos. Ya sabes, señor d'Arrast.
Pero el bosque se aclaraba un poco; aunque un tanto resbaloso, el camino mejoraba. El coche patinaba en la arena. Por la portezuela entraba un soplo húmedo, tibio y un poco agrio.
—¿Sientes? —dijo el chofer, ávido—. Es el mar. Pronto llegaremos a Iguape.
—Si nos alcanza la nafta —dijo d'Arrast.
Y volvió a dormirse apaciblemente.
Por la mañana temprano, d'Arrast, sentado en la cama, miraba con asombro la sala en que acababa de despertarse. Las amplias paredes hasta la mitad de su altura estaban recubiertas por una reciente capa de cal teñida de color castaño. Más alto, las habían pintado de blanco en una época lejana; fragmentos de costras amarillentas las cubrían hasta el cielo raso. Dos hileras de seis camas estaban la una frente a la otra. D'Arrast no vio más que una cama deshecha en el extremo de su hilera y aquella cama estaba vacía. Pero oyó ruido a la izquierda, y se volvió hacia la puerta donde Sócrates, con una botella de agua mineral en cada mano, apareció riéndose.
—¡Feliz recuerdo! —decía. D'Arrast se sacudió. Sí, el hospital donde el alcalde los había alojado la noche anterior se llamaba «Feliz recuerdo».
—Seguro recuerdo —continuaba diciendo Sócrates—. Me dijeron que primero era construir el hospital; luego construir el agua. Mientras tanto, feliz recuerdo, aquí tienes agua picante para lavarte.
Desapareció riendo y cantando, sin presentar en modo alguno aire agotado por los estornudos de cataclismo que lo habían sacudido toda la noche y habían impedido a d’Arrast cerrar un ojo.
Ahora d'Arrast se había despertado del todo. A través de las ventanas con rejas, que tenía frente a sí, vio un patio pequeño, de tierra roja, empapado por la lluvia que caía sin ruido sobre un macizo de grandes áloes. Pasaba una mujer, llevando un amplio pañuelo amarillo desplegado sobre la cabeza. D'Arrast volvió a tenderse, se incorporó en seguida y salió de la cama que gimió bajo su peso. Sócrates entraba en ese mismo momento.
—Te buscan, señor d'Arrast. El alcalde espera afuera.
Pero viendo el aire precipitado de d'Arrast agregó:
—Quédate tranquilo. Nunca tiene prisa.
Habiéndose afeitado con agua mineral, d'Arrast salió al porche del pabellón. El alcalde, que tenía la figura y, detrás de sus anteojos con engaste de oro, la cara de una comadreja amable, parecía absorto en una melancólica contemplación de la lluvia. Pero una embelesada sonrisa lo transfiguró cuando advirtió la presencia de d'Arrast. Se irguió tieso en toda su baja estatura, se precipitó hacia d'Arrast y procuró rodear con los brazos el torso del «señor ingeniero». En el mismo momento, un coche frenó frente a ellos, al otro lado de la pared baja del patio, patinó en la greda mojada y se detuvo oblicuamente.
—El juez —dijo el alcalde.
El juez, como el alcalde, iba vestido con un traje de color azul marino; pero era mucho más joven, o por lo menos lo parecía, a causa de su elegante estatura y del rostro fresco de adolescente asombrado. Ahora cruzaba el patio en dirección de ellos y evitaba los charcos de agua con mocha gracia. A unos pasos de d'Arrast, tendió ya la mano y le dio la bienvenida. Estaba orgulloso de recibir al señor ingeniero. Era un honor el que éste hacía a su pobre ciudad y él se regocijaba del servicio inestimable que el señor ingeniero iba a prestar a Iguape, al construir el pequeño dique que evitaría la inundación periódica de los barrios bajos. Mandar a las aguas, domar los ríos, ¡ah, qué gran profesión! Y con seguridad las pobres gentes de Iguape recordarían el nombre del señor ingeniero y durante muchos años aún lo pronunciarían en sus oraciones. D'Arrast, vencido por tanta amabilidad y elocuencia, agradeció y ya no se atrevió a preguntarse qué tenía que ver un juez con un dique. Por lo demás, según el alcalde, había que ir al club, donde los notables deseaban recibir dignamente al señor ingeniero, antes de que éste fuera a visitar los barrios bajos. ¿Quiénes eran los notables?
—Pues bien —dijo el alcalde—, yo mismo en mi condición de alcalde, el señor Carbalho, aquí presente, el capitán del puerto, y algunos otros menos importantes. Por lo demás, no tiene usted que preocuparse, no hablan francés.
D'Arrast llamó a Sócrates y le dijo que volverían a verse al fin de la mañana.
—Bueno, sí —dijo Sócrates—. Iré al Jardín de la Fuente.
—¿Al Jardín?
—Sí, todo el mundo sabe. No tengas miedo, señor d'Arrast.
El hospital, d'Arrast lo advirtió al salir, se levantaba en los lindes de la selva, cuya fronda maciza casi se desplomaba sobre los techos. En la superficie de los árbolos caía ahora un velo de agua fina que la selva espesa absorbía sin ruido, como una enorme esponja. La ciudad, que se componía de aproximadamente un centenar de casas, cuyos techos eran de tejas de colores apagados, se extendía entre la selva y el río, cuyo aliento lejano llegaba hasta el hospital. El coche se metió primero por las calles empapadas y casi en seguida desembocó en una plaza rectangular, bastante amplia, que conservaba en la arcilla roja, entre numerosos charcos de agua, huellas de neumáticos, de ruedas de hierro, y de zapatos. Alrededor, las casas bajas y multicolores cerraban la plaza, detrás de la cual se distinguían dos torres redondas de una iglesia blanca y azul, de estilo colonial. En esa arquitectura desnuda flotaba un olor salino proveniente del estuario. Por el centro de la plaza erraban algunas figuras mojadas. Pronto a las casas una multitud abigarrada de gauchos, japoneses, indios mestizos y notables elegantes, cuyos trajes oscuros parecían allí exóticos, circulaban con paso y ademanes lentos. Se hacían a un lado sin prisa para dejar paso al coche; luego so volvían y lo seguían con la mirada. Cuando el automóvil se detuvo frente a una de las casas de la plaza, se formó silenciosamente alrededor de él un círculo de gauchos húmedos.
En el club, una especie de bar pequeño, situado en el primer piso y amueblado con un mostrador de bambúes y veladores de metal, los notables eran numerosos. Bebieron alcohol de caña en honor de d'Arrast, una vez que el alcalde, con el vaso en la mano, le hubo dado la bienvenida y deseado toda la felicidad del mundo. Pero mientras d'Arrast bebía junto a la ventana, un atrevido hombretón, de bombacha y polainas, fue a espetarle, mientras se tambaleaba de aquí para allá, un discurso rápido y oscuro en el que el ingeniero sólo roconoció la palabra pasaporte. Vaciló, pero luego sacó el documento, del cual se apoderó el otro con voracidad. Después de haber hojeado el pasaporte, el hombretón manifestó un mal humor evidente. Volvió a discursear, sacudiendo la libreta bajo la nariz del ingeniero que, sin conmoverse, contemplaba a aquel loco furioso. En ese momento, el juez sonriendo fue a preguntar qué pasaba. El ebrio examinó un momento a la escuálida criatura que se permitía interrumpirlo y luego, tambaleándose de manera más peligrosa, agitó así mismo el pasaporte ante los ojos de su nuevo interlocutor. D'Arrast se sentó tranquilamente junto a un velador y esperó. El diálogo se hizo muy vivo y de pronto el juez lanzó una exclamación con una voz estruendosa que no se le hubiera sospechado. Sin que nada lo hubiera hecho prever, el hombretón se batió de pronto en retirada, con el aspecto de un niño cogido en falta. A una última exhortación del juez, se dirigió hacia la puerta, con el paso oblicuo del patán castigado, y desapareció.
El juez fue en seguida a explicar a d'Arrast, con voz otra vez armoniosa, que aquel grosero personaje era el jefe de policía, que se atrevía a sostener que el pasaporte no estaba en regla, y que sería castigado por tamaño despropósito. El señor Carbalho se dirigió al punto a los notables, que habían hecho un círculo, y pareció interrogarlos. Después de una breve discusión, el juez presentó solemnes excusas a d'Arrast, le pidió que creyera que únicamente la borrachera podía explicar semejante olvido de los sentimientos de respeto y de gratitud que le debía, toda entera, la ciudad de Iguape, y, para terminar, le pidió que tuviera a bien decidir él mismo sobre el castigo que convenía aplicar a aquel calamitoso personaje. D'Arrast dijo que no quería ningún castigo, que se trataba de un incidente sin importancia y que, sobre todo, tenía prisa por ir al río. El alcalde tomó entonces la palabra para afirmar, con tranquilidad afectuosa, que verdaderamente un castigo era indispensable, que el culpable quedaría arrestado y que todos esperarían a que el eminente visitante tuviera a bien decidir sobre su suerte. Ninguna de las protestas de d'Arrast pudo conmover aquel rigor sonriente, de modo que el ingeniero tuvo que prometer que reflexionaría. En seguida decidieron visitar los barrios bajos.
El río extendía ya ampliamente sus aguas amarillentas por las orillas bajas y resbalosas. Habían dejado detrás las últimas casas de Iguape y se hallaban entre el río y un alto barranco escarpado, en el que se levantaban chozas de barro y paja. Frente a ellos, en la extremidad de la playa, volvía a comenzar la selva, sin transición, lo mismo que en la otra ribera. Pero la abertura de las aguas se ensanchaba rápidamente entre los árboles hasta una línea indistinta, un poco más gris que amarilla, que era el mar. D'Arrast, sin decir nada, se dirigió hacia el barranco en cuya pared los diferentes niveles de las crecientes habían dejado huellas aún frescas. Un sendero barroso subía hacia las chozas. Delante de ellas los negros se erguían en silencio y miraban a los recién llegados. Algunas parejas se tomaban de la mano y, en el borde mismo de la playa, junto a los adultos, algunos tiernos negritos en fila, con el vientre ovalado y los muslos escuálidos, abrían desmesuradamente los ojos redondos.
Después de llegar frente a las chozas, d'Arrast llamó con un ademán al comandante del puerto. Éste era un negro corpulento, risueño, vestido con Un uniforme blanco. D'Arrast le preguntó en español si era posible visitar una choza. El comandante estaba seguro de que sí y hasta le parecía que era una buena idea y que el señor ingeniero iba a ver cosas muy interesantes. Se dirigió a los negros y les habló largamente, mientras señalaba a d'Arrast y el río. Los otros escuchaban sin decir palabra. Cuando el comandante caminó, nadie se movió. Habló de nuevo con voz impaciente. Luego interpeló a uno de los hombres, que meneó la cabeza. El comandante dijo entonces algunas palabras breves en tono imperativo. El hombre se separó del grupo, se puso frente a d'Arrast y con un ademán le mostró el camino; pero su mirada era hostil. Era un hombre de bastante edad, que tenía la cabeza cubierta con una corta lana grisácea, la cara flaca y marchita, aunque el cuerpo era todavía joven, con hombros duros y secos y músculos visibles bajo el pantalón de lienzo y la camisa desgarrada. Avanzaron, seguidos por el comandante y por la multitud de los negros, y treparon por un nuevo barranco, con mayor declive, donde las chozas de barro, de chapa metálica y de cañas se asentaban con tanta dificultad en el piso, que habían tenido que consolidarlas en la base con grandes piedras. Se cruzaron con una mujer que bajaba por el sendero, resbalando a veces sobre los pies desnudos, y que llevaba en la cabeza un cubo de hierro lleno de agua. Luego llegaron a una especie de placita delimitada por tres chozas. El hombre se dirigió a una de ellas y empujó una puerta de bambú, cuyos goznes estaban hechos de lianas. Se hizo a un lado sin decir palabra y contemplando al ingeniero con la misma mirada impasible. En el interior de la choza, d'Arrast no vio al principio más que un fuego agonizante en el suelo mismo y exactamente en el centro de la pieza. Después distinguió en un ángulo del fondo una cama de bronce con el colchón metálico descubierto y destartalado; en el otro ángulo, una mesa cubierta con una vajilla de barro cocido y, entre los dos, una especie de caballete Coronado por una imagen que representaba a San Jorge. Todo lo demás no era sino un montón de harapos, a la derecha de la entrada, y, colgados del techo, algunos taparrabos multicolores, que se secaban sobre el fuego. D'Arrast, inmóvil, respiraba el olor del humo y de miseria que subía desde el suelo y lo atosigaba. Detrás de él, el comandante dio unas palmadas; el ingeniero se volvió y, en el umbral, a contraluz, vio solamente la graciosa silueta de una muchacha negra, que lo tendía algo: era un vaso y d'Arrast bebió el espeso alcohol de caña que contenía. La muchacha tendió la bandeja para recibir el vaso vacío y salió con un movimiento tan ligero y vivo que d'Arrast tuvo de pronto ganas de retenerla.
Pero al salir detrás de ella, no la reconoció en medio de la muchedumbre de los negros y de los notables que se habían agolpado alrededor de la choza. Agradeció al viejo, que se inclinó sin decir nada. Luego emprendió la marcha de regreso. El comandante, detrás de él, tornaba a sus explicaciones, preguntaba cuándo la sociedad francesa de Río podría comenzar los trabajos y si podría construirse el dique antes de las lluvias. D'Arrast no lo sabía. En verdad, no pensaba en ello. Iba descendiendo hacia el río fresco, bajo la lluvia impalpable. Oía siempre ese gran murmullo espacioso que no había cesado de escuchar desde su llegada y del que no podía saberse si se debía al estremecimiento de las aguas o de los árboles. Llegado a la orilla, miraba a lo lejos la línea indecisa del mar, los millares de kilómetros de aguas solitarias y África, y aun más allá, Europa, de donde él venía.
—Comandante —dijo—, ¿de qué vive la gente que acabamos de ver?
—Trabajan cuando se tiene necesidad de ello. Somos pobres.
—¿Son ésos los más pobres?
—Son los más pobres.
El juez, que en ese momento llegaba resbalando ligeramente sobre sus zapatos finos, dijo que ya querían al señor ingeniero que iba a darles trabajo.
—Como habrá de saber usted —dijo—, bailan y cantan todos los días.
Luego, sin transición, preguntó a d'Arrast si había pensado en el castigo.
—¿Qué castigo?
—Pues bien, el de nuestro jefe de policía.
—Dejemos el asunto como está.
El juez dijo que eso no era posible y que había que aplicar un castigo. D'Arrast caminaba ya hacia Iguape.
En el pequeño Jardín de la Fuente, misterioso y apacible bajo la lluvia fina, racimos de flores extrañas se extendían a lo largo de las lianas entre los bananos y las plantas pandáneas. Montoncitos de piedras húmedas marcaban el cruce de los senderos por los que circulaba, a aquella hora, una muchedumbre abigarrada. Mestizos, mulatos, algunos gauchos, charlaban con voces débiles o se metían, con el mismo paso lento, en los senderos de bambú, hasta el punto en que los bosguecillos y los sotos se hacían más densos, más impenetrables. Allí, sin transición, comenzaba la selva.
D'Arrast buscaba a Sócrates entre la multitud, cuando de pronto lo recibió en su espalda.
—Es la fiesta —dijo Sócrates riendo, mientras se apoyaba en los altos hombros de d'Arrast, para dar un salto.
—¿Qué fiesta?
—¿Cómo? —se asombró Sócrates, que estaba ahora frente a d'Arrast—. ¿No sabes? La fiesta del buen Jesús. Cada año todos vienen a la gruta con el martillo.
Sócrates señalaba no una gruta sino un grupo de gente que parecía esperar en un rincón del jardín.
—¿Ves? Un día la buena estatua de Jesús llegó del mar y remontaba el río. Unos pescadores la encontraron. ¡Qué hermosa, que hermosa! Entonces la lavaron aquí en la gruta. Y ahora crece una piedra en la gruta. Cada año es la fiesta. Con el martillo golpeas, rompes la piedra y sacas trocitos para la buena suerte bendita. Y luego, ¿sabes? crece, crece siempre y siempre tú rompes. Es un milagro.
Habían llegado a la gruta, de la que se veía la entrada baja por encima de los hombres que esperaban. En el interior, en la sombra salpicada de las llamas temblorosas de las bujías, una forma en cuclillas golpeaba en ese momento con un martillo. El hombre, un gaucho flaco, de largos bigotes, se levantó y salió llevando en la palma abierta, para que todos lo vieran, un trocito de esquisto húmedo, sobre el que, al cabo de algunos segundos y antes de alejarse, cerró la mano con precaución. Entonces otro hombre entró en la gruta y se agachó.
D'Arrast se volvió. Alrededor de él los peregrinos esperaban sin mirarlo, impasibles, bajo el agua que caía de los árboles en velos finos. Él también esperaba frente a aquella gruta, bajo la misma bruma de agua y no sabía qué. En verdad no dejaba de esperar, desde que llegara a ese país un mes atrás. Esperaba, en medio del calor rojo de los días húmedos, bajo las estrellas menudas de la noche, a pesar de sus tareas, de los diques por construir, de los caminos por abrir, como si el trabajo que había ido a hacer allí no fuera más que un pretexto, la occasion para una sorpresa o para un encuentro que ni siquiera imaginaba cómo podría ser, pero que lo esperaba pacientemente, en un extremo del mundo. Se sacudió y se alejó sin que nadie del grupito reparara en él; se dirigió a la salida. Tenía que volver al río y trabajar.
Pero Sócrates lo esperaba en la puerta, entregado a una ágil conversación con un hombre pequeño y grueso, rechoncho, de piel amarilla más que negra. El cráneo completamente afeitado del hombre agrandaba aun más una frente de hermosa curva. La cara ancha y lisa, en cambio, exhibía una barba muy negra y cuadrada.
—Éste es un campeón —dijo Sócrates como para presentarlo—. Mañana hace la procesión.
El hombre, vestido con un traje de marinero, de gruesa sarga, un pull-over de rayas azules y blancas bajo la chaqueta marinera, examinaba atentamente a d'Arrast, con sus ojos negros y tranquilos. Sonreía con todos los dientes, muy blancos, que se le asomaban entre los labios llenos y brillantes.
—Habla en español —dijo Sócrates y, volviéndose hacia el desconocido, agregó—: Cuéntale al señor d'Arrast.
Luego se llegó, bailoteando, hasta otro grupo. El hombre dejó de sonreír y examinó a d'Arrast con franca curiosidad.
—¿Te interesa, capitán?
—Yo no soy capitán —dijo d'Arrast.
—No importa, pero eres un señor. Sócrates me lo dijo.
—Yo no. Mi abuelo lo era; su padre también y todos los que hubo antes de su padre. Ahora ya no hay señores en nuestros países.
—Ah —dijo el negro riendo—, comprendo. Todos son señores.
—No, no es eso. No hay ni señores ni pueblo.
El otro se puso a reflexionar. Por fin se decidió:
—¿Nadie trabaja? ¿Nadie sufre?
—Sí, millones de hombres.
—Entonces, eso es el pueblo.
—En ese sentido, sí, hay un pueblo. Pero sus amos son policías o comerciantes.
El rostro bondadoso del mulato se puso serio. Luego el hombre gruñó:
—¡Puf! Comprar y vender, ¿eh? ¡Qué porquería! Y con la policía los perros mandan.
Sin transición, rompió a reír.
—¿Y tú? ¿No vendes?
—Hasta cierto punto, no. Hago puentes, caminos.
—Ah, bueno. Yo soy cocinero de un barco. Si quieres to haré nuestro plato de alubias negras.
—Me parece muy bien.
El cocinero se aproximó a d'Arrast y lo tomó de un brazo.
—Oye. Me gusta lo que dices. Yo también te voy a decir cosas. Acaso te gusten.
Lo llevó junto a la entrada, a un banco de madera húmeda, al pie de un grupo de bambúes.
—Yo estaba en el mar, frente a Iguape, en un pequeño barco petrolero, que aprovisiona los puertos de la costa. A bordo hubo un incendio. No por mi culpa, ¿eh? Conozco mi oficio. No, fue un accidente. Tuvimos que echar los botes al agua. En medio de la noche, el mar se agitó y volcó el bote. Caí al agua. Cuando salí a la superficie me gelpeé con la cabeza en el bote. Me fui a la deriva, la noche estaba negra, las olas golpeaban fuerte y además nado mal; tenía miedo. De pronto vi una luz a lo lejos. Reconocí la torre de la iglesia del buen Jesús de Iguape. Entonces le dije al buen Jesús que en la procesión llevaría una piedra de cincuenta kilos en la cabeza, si me salvaba. No me creerás, pero las aguas se calmaron y mi corazón también. Nadé suavemente. Era feliz. Pude llegar a la costa. Mañana cumpliré mi promesa.
Se quedó mirando a d'Arrast, con aspecto de sospecha.
—No te ríes, ¿no?
—No, no me río. Hay que cumplir lo que uno prometió.
El otro le dio una palmada en el hombro.
—Ahora ven a la casa de mi hermano, que está cerca del río. Te prepararé las alubias.
—No —dijo d'Arrast—, tengo que hacer. Esta noche si quieres.
—Bueno, pero esta noche se baila y se reza en la gran choza. Es la fiesta de San Jorge.
D'Arrast le preguntó si él también bailaría. El rostro del cocinero se endureció de golpe. Por primera vez los ojos rehuían la mirada.
—No, no, no bailaré. Mañana tengo que llevar la piedra, que es muy pesada. Iré esta noche para festejar al santo y luego me marcharé temprano.
—¿Dura mucho la ceremonia?
—Toda la noche y un poco de la mañana.
Miró a d'Arrast con aire vagamente avergonzado.
—Ven al baile y luego me llevarás. De otra manera me quedaría, bailaría; tal vez no pueda evitarlo.
—¿Te gusta bailar?
Los ojos del cocinero brillaron con una especie de avidez.
—¡Oh, sí, me gusta! Y además hay cigarros. Están los santos, las mujeres, uno se olvida de todo. Ya no se obedece a nadie.
—¿Hay mujeres? ¿Todas las mujeres de la ciudad?
—De la ciudad no, sino de las chozas.
—El cocinero tornó a su sonrisa.
—Ven. Al capitán le obedezco, y así me ayudarás a cumplir mañana la promesa.
D'Arrast se sentía vagamento irritado. ¿Pretendía que le hiciera aquella absurda promesa? Pero contempló el hermoso rostro abierto, que le sonreía con confianza y cuya piel negra brillaba de salud y de vida, y dijo:
—Iré. Ahora te acompañaré un poco.
Sin saber por qué, tornaba a ver al mismo tiempo a la muchacha negra que le presentara la ofrenda de bienvenida.
Salieron del jardín, bordearen algunas calles barrosas y llegaron a la plaza que la poca altura de las casas que la rodeaban hacía parecer aun más espaciosa. Sobre la cal de las paredes, la humedad chorreaba ahora, aunque la lluvia no había aumentado. A través de los espacios esponjosos del cielo, el rumor del río y de los árboles llegaba sofocado hasta ellos. Caminaban con paso regular, pesado el de d'Arrast; musculoso, el del cocinero. De cuando en cuando, éste levantaba la cabeza y sonreía a su compañero. Tomaron la dirección de la iglesia, que se divisaba por encima de las casas. Llegaron al extremo de la plaza, bordearon aún calles barrosas en las que flotaban ahora agresivos olores de cocina. De tiempo en tiempo, una mujer, sosteniendo un plato o un utensilio de cocina, mostraba en alguna de las puertas un rostro curioso, para desaparecer en seguida. Pasaron frente a la iglesia. Se metieron en un Viejo barrio, entre las mismas casas bajas, y dieron de pronto con el ruido del río invisible, detrás del barrio de las chozas, que d'Arrast reconoció.
—Bueno, aquí te dejo. Hasta la tarde, entonces —dijo.
—Sí, frente a la iglesia.
Pero el cocinero seguía reteniendo la mano de d'Arrast. Vacilaba; luego se decidió:
—Y tú, ¿nunca pediste algo? ¿Nunca hiciste una promesa?
—Sí, una vez, creo.
—¿En un naufragio?
—Si tú quieres.
Y d'Arrast retiró bruscamente la mano. Pero en el momento de volverle las espaldas, se encontró con la mirada del cocinero. Vaciló un instante y luego sonrió.
—Puedo decírtelo, aunque no tenga ninguna importancia. Alguien iba a morir por ml culpa. Me parece que apelé al cielo.
—¿Y prometiste algo?
—No. Habría querido prometer.
—¿Hace mucho de eso?
—Poco antes de venir aquí.
El cocinero se cogió la barba con las dos manos. Le brillaban los ojos.
—Eres un capitán. Mi casa es la tuya. Y además, vas a ayudarme a cumplir mi promesa. Es como si la hicieras tú mismo. Eso también ayudará.
D'Arrast sonrió.
—No lo creo.
—Eres orgulloso, capitán.
—Sí, era orgulloso. Ahora estoy solo. Pero, dime únicamente esto: ¿tu buen Jesús te respondió siempre?
—¡Siempre no, capitán!
—¿Entonces?
El cocinero rompió a reír con risa fresca e infantil.
—Y bien —dijo— Él tiene su libertad, ¿no?
En el club, donde d'Arrast almorzaba con los notables, el alcalde le dijo que tenía que firmar el libro de oro de la municipalidad, para que perdurara por lo menos un testimonio del gran acontecimiento que constituía su llegada a Iguape. El juez, por su parte, encontró dos o tres nuevas formulas para celebrar, además de las virtudes y los talentos de su huésped, la sencillez que ponía en representar entre ellos al gran país al cual tenía el honor de pertenecer. D'Arrast se limitó a decir que, en efecto, tenía ese honor, y que, según su convicción, era además ventajoso para su compañía el haber obtenido la adjudicación de estos vastos trabajos, a lo cual el juez respondió que tanta humildad era admirable.
—¡Ah! —dijo— ¿Pensó en lo que debemos hacer con el jefe de policía?
D'Arrast lo miró sonriendo.
—Sí.
Consideraría como un favor personal y una gracia extraordinaria que quisieran perdonar en su nombre a aquel aturdido, para que su estada, la de d'Arrast, que se alegraba tanto de conocer la hermosa ciudad de Iguape y a sus generosos habitantes, pudiera comenzar en un clima de concordia y amistad. El juez, atento y sonriente, meneaba la cabeza. Meditó un momento la fórmula, como conocedor, se dirigió en seguida a los asistentes para hacerlos aplaudir las magnánimas tradiciones de la gran nación francesa y, volviéndose de nuevo hacia d'Arrast, se declaró satisfecho.
—Puesto que es así —concluyó—, cenaremos esta noche con el jefe.
Pero d'Arrast manifestó que había sido invitado por unos amigos a la ceremonia de las danzas en las chozas.
—¡Ah, sí! —dijo el juez— Estoy contento de que vaya allí. Ya verá. Es imposible no gustar de nuestro pueblo.
Al atardecer, d'Arrast, el cocinero y el hermano de éste estaban sentados alrededor del fuego extinguido, en el centro de la choza que el ingeniero había visitado por la mañana. El hermano no pareció sorprenderse de volver a verlo. Apenas hablaba español y se limitaba, las más de las veces, a menear la cabeza. En cuanto al cocinero, se había interesado por las catedrales. Luego había disertado sobre la sopa de alubias negras. Ahora, que la luz del día casi se había extinguido, si d'Arrast veía aún al cocinero y a su hermano, distinguía en cambio mal, al fondo de la choza, las figuras agazapadas de una mujer vieja y de la muchacha que de nuevo lo había servido. Abajo se oía el rumor monótono del río.
El cocinero se levantó y dijo:
—Es la hora.
Los hombres se pusieron de pie, pore las mujeres no se movieron. Salieron solos. D'Arrast vaciló; luego se reunió con los otros. Ya había caído la noche y había dejado de llover. El cielo, de un negro pálido, parecía todavía líquido. En su agua transparente y oscura, bajas en el horizonte, las estrellas comenzaban a iluminarse. Se apagaban casi en seguida, caían una a una en el río, como si el cielo lanzara por gotas sus últimas luces. El aire espeso olía a agua y a humo. Oíase también el rumor muy cercano de la enorme selva, que estaba sin embargo inmóvil. De pronto, sonidos de tambores y cantos se elevaron en la lejanía, primero sordos, luego distintos, que se aproximaban cada vez más y que por fin callaron. Poco después vieron aparecer una procesión de muchachas negras, vestidas de blanco, con seda tosca y faldas muy bajas. Metido en una casaca roja sobre la que le pendía un collar de dientes multicolores, un negrazo las seguía y detrás de él, en desorden, un grupo de hombres vestidos con pijamas blancos y músicos, que tocaban triángulos y tambores anchos y cortos. El cocinero dijo que había que acompañarlos.
La casa a la que llegaron siguiendo la orilla del río, a varios centenares de metros de las útimas chozas, era grande, espaciosa y relativamente confortable con sus paredes blanqueadas en el interior. El suelo era de tierra apisonada; el techo, de cañas y juncos, sostenido por un poste central. Las paredes estaban peladas. Sobre un altarcito adornado de palmeras en el fondo de la choza y cubierto de bujías que iluminaban apenas la mitad de la sala, se distinguía una soberbia imagen, en la que San Jorge, con aire atractivo, vencía a un dragón bigotudo. Bajo el altar, una especie de nicho guarnecido de papeles y cuentas multicolores, cobijaba entre una vela y una vasija de agua, una estatuilla de arcilla pintada de rojo, que representaba a un dios cornudo. El dios, de aspecto hosco, blandía un desmesurado cuchillo de papel plateado.
El cocinero condujo a d'Arrast a un rincón, donde los dos se quedaron de pie, pegados a la pared, cerca de la puerta.
—Así podremos irnos sin molestar —murmuró el cocinero.
La choza, en efecto, estaba atestada de hombres y mujeres, apretados unos con otros. El calor ya subía de punto. Los músicos fueron a colocarse a un lado y otro del altarcito. Los bailarines y bailarinas se separaron en dos círculos concéntricos; los hombres quedaron en el interior. En el centro fue a colocarse el jefe negro de la casaca roja. D'Arrast se pegó a la pared y se cruzó de brazos.
Pero el jefe, abriende el círculo de danzarines, se llegó hasta ellos y con aire grave dijo algunas palabras al cocinero.
—Descruza los brazos, capitán —dijo el cocinero—. Si los tienes así, impides que el espíritu del santo baje.
D'Arrast dejó caer dócilmente los brazos. Con la espalda siempre pegada a la pared, él mismo parecía ahora, con sus miembros largos y pesados, su gran rostro ya reluciente de sudor, algún dios bestial y tranquilizador. El negrazo lo miró. Luego, satisfacho, tornó a su lugar. En seguida, con voz clara, cantó las primeras notas de un aire que todos continuaron cantando en coro, acompañados por los tambores. Los círculos se pusieren entonces a girar en sentido inverso, en una especie de danza pesada y sostenida, que parecía más bien un pataleo ligeramente subrayado por la doble ondulación de las caderas.
El calor iba en aumento. Sin embargo, las pausas disminuían poco a poco; los bailarines se detenían cada vez menos y la danza se precipitaba. Sin que el ritmo de los otros se hiciera más lento, sin dejar él mismo de bailar, el negrazo deshizo de Nuevo los círculos para llegarse hasta el altar. Volvió de él con un vaso de agua y una vela encendida, que puso en el suelo, en el centro de la choza. Derramó el agua alrededor de la vela en dos círculos concéntricos. Luego, de nuevo en pie, levantó al techo dos ojos de loco. Con todo el cuerpo tenso, esperaba inmóvil.
—San Jorge llega. Mira, mira —susurró el cocinero, cuyos ojos se abrían desorbitadamente.
En efecto, algunos bailarines mostraban ahora trazas de rapto; pero de un rapto que los inmovilizaba, con las manos en los riñones, el paso tieso, el ojo fijo y atónito. Otros precipitaban su ritmo, se retorcían sobre sí mismos y comenzaban a lanzar gritos inarticulados. Los gritos cobraron mayor fuerza poco a poco y, cuando se confundieron en un alarido colectivo, el jefe, con los ojos siempre levantados, lanzó él mismo un largo aullido, apenas fraseado, hasta donde le dio la respiración y en el que se repetían las mismas palabras.
—Ya ves —susurró el cocinero—, dice que es el campo de batalla del dios.
A d'Arrast lo sorprendió el cambio de voz y miró al cocinero que, inclinado hacia adelante, con los puños apretados y los ojos fijos, reproducía en su lugar el pataleo rítmico de los otros. D'Arrast advirtió entonces que él mismo, desde hacía un rato y sin mover los pies, bailaba empero con todo su peso.
Pero, de golpe, los tambores estallaron con furia y súbitamente el gran diablo rojo se desencadenó. Con los ojos inflamados, con los cuatro miembros que se arremolinaban alrededor del cuerpo, se agitaba doblando una rodilla después de otra sobre la pierna, mientras aceleraba el ritmo de tal manera que parecía que terminaría por descuartizarse. Pero bruscamente se detuvo en pleno impulso, para contemplar a los asistentes con aire fiero y terrible, en medio del trueno de los tambores. En seguida un bailarín surgió de un rincón oscuro, se arrodilló y tendió al poseso un sable corto. El negrazo cogió el sable sin dejar de mirar alrededor de él. Luego lo blandió por encima de su cabeza. Al mismo tiempo, d'Arrast distinguió al cocinero, que bailaba con los otros. El ingeniero no lo había visto irse.
A la luz rojiza, incierta, un polvillo sofocante subía desde el suelo, y hacía aun más espeso el aire, que ya se pegaba a la piel. D'Arrast sentía que el cansancio lo vencía poco a poco. Respiraba cada vez con mayor dificultad. Ni siquiera vio como los danzarines habían podido proveerse de los enormes ciga- rros que ahora fumaban sin dejar de bailar, y cuyo extraño olor llenaba la choza y lo embriagaba un poco. Vio únicamente al cocinero que pasaba cerca de él, siempre bailando, y que también chupaba un cigarro:
—No fumes —le dijo. El cocinero gruñó, sin dejar de marcar su paso rítmico, mirando fijamente el poste central con expresión de boxeador que está fuera de combate, rocorrida la nuca por un largo y perpetuo estremecimiento. Junto a él, una negra gruesa, que movía de derecha a izquierda su cara animal, ladraba sin tregua. Pero las negras jóvenes, sobre todo, entraban en el rapto más espantoso, con los pies pegados al suelo y el cuerpo recorrido, de los pies a la cabeza, por sobresaltos cada vez más violentos, a medida que le subían hacia los hombros. La cabeza se les agitaba entonces de adelante a atrás, literalmente separada de un cuerpo decapitado. A un mismo tiempo, todos se pusieron a lanzar un alarido continuo, prolongado grito colectivo e incoloro, aparentemente sin respiración, sin modulaciones, como si los cuerpos se anudaran enteros, músculos y nervios, en una sola emisión agotadora, que cedía por fin la palabra, en cada uno de ellos, a un ser hasta entonces absolutamente silencioso. Y sin que el grito cesara, las mujeres, una a una, fueron desplomándose. El jefe negro se arrodillaba junto a cada una; les apretaba rápida y convulsivamente las sienes con su gran mano de negros músculos. Ellas entonces volvían a levantarse, tambaleantes, reanudaban la danza y los gritos, primero débilmente y luego con voz cada vez más alta y rápida, para tornar a caer otra vez y levantarse de nuevo para recomenzar y agitarse largamente aún, hasta que aquel grito general se debilitaba, se alteraba, degeneraba en una especie de ronco ladrido que las sacudía con su hipo. D'Arrast, agotado, con los músculos acalambrados por su larga danza inmóvil, sofocado por su propio mutismo, se sintió tambalear. El calor, el polvo, el humo de los cigarros, el olor humano, hacían que el aire se tornara ahora completamente irrespirable. Buscó al cocinero con la mirada; había desaparecido. D'Arrast se dejó deslizar entonces a lo largo de la pared y se quedó agachado, conteniendo una nausea.
Cuando abrió los ojos, el aire continuaba tan sofocante como antes, pero había cesado el ruido. Únicamente los tambores marcaban un ritmo en un bajo continuo, a cuya cadencia en todos los rincones de la choza pataleaban grupos cubiertos con trapos blancuzcos. Pero en el centro de la pieza, en la que ya no estaba ahora el vaso y la vela, muchachas negras, en estado semihipnótico, bailaban lentamente, siempre a punto de permitir que el ritmo las sobrepasara. Con los ojos cerrados pero erguidas, se balanceaban ligeramente de adelante a atrás, en la punta de los pies, casi en el mismo lugar. Dos de ellas, obesas, llevaban el rostro cubierto con una cortina de rafia. Estaban una a cada lado de una muchacha disfrazada, alta y delgada; en la que d'Arrast roconoció en seguida a la hija de su huésped. Con un vestido verde la joven llevaba un sombrero de cazadora de gasa azul echado hacia adelante, adornado con plumas de mosquetero y en la_ mano un arco verde y amarillo, provisto de su flecha, en cuyo extremo estaba prendido un pájaro multicolor. Sobre el cuerpo grácil, la bonita cabeza oscilaba lentamente, un poco echada hacia atrás, y en el rostro adormecido se reflejaba una melancolía monótona e inocente. Cuando la música se interrumpía, la muchacha se balanceaba como soñolienta. Únicamente el ritmo reforzado de los tambores le brindaba una especie de tutor invisible, alrededor del cual ella tejía sus blandos arabescos, hasta que de nuevo, deteniéndose al mismo tiempo que la música y tambaleándose hasta el punto de perder casi el equilibrio, lanzaba un extraño grito de pájaro, penetrante y sin embargo melodioso.
D'Arrast, fascinado por aquella danza lenta, contemplaba a la Diana negra, cuando el cocinero surgió frente a él con el rostro ahora descompuesto. La bondad le había desaparecido de los ojos, que no reflejaban sino una especie de avidez desconocida. Sin ninguna benevolencia, como si hablara a un extraño, dijo:
—Es tarde, capitán. Van a bailar toda la noche; pero no quieren que ahora tú te quedes.
Con la cabeza pesada, d'Arrast se levantó y siguió al cocinero, que se llegó hasta la puerta andando junto a la pared. En el umbral el cocinero se hizo a un lado, sostuvo abierta la puerta de bambú y d'Arrast salió. Se volvió y miró al cocinero, que no se había movido.
—Ven. Pronto tendrás que llevar la piedra.
—Me quedo —dijo el cocinero con aire hosco.
—¿Y tu promesa?
El cocinero, sin responder, empujó poco a poco la puerta que d'Arrast sostenía con una sola mano. Permanecieron así un segundo. Luego d'Arrast cedió, encogiéndose de hombros. Se alejó.
La noche estaba llena de olores frescos y aromáticos. Por encima de la selva, las escasas estrellas del cielo austral, esfumadas por una bruma invisible, relucían débilmente. El aire húmedo estaba pesado. Sin embargo, cuando d'Arrast salié de la choza le pareció de una deliciosa frescura. El ingeniero marchaba por la pendiente resbalosa, se acercaba a las primeras chozas, tropezaba como un hombre borracho por caminos llenos de pozos. La selva, muy próxima, murmuraba. El ruido del río se hacía más fuerte, el continente entero emergía en medio de la noche y d'Arrast se sentía invadido por el asco. Le parecía que tenía ganas de vomitar todo aquel país, la tristeza de sus enormes espacios, la luz glauca de las selvas y el chapoteo nocturno de sus grandes ríos desiertos. Aquella tierra era demasiado vasta; la sangre y las estaciones se confundían en ella, el tiempo se licuaba. La vida se desarrollaba allí a ras del suelo, y para integrarse en ella había que acostarse y dormir durante años, en aquel suelo barroso o desecado. Allá, en Europa, estaba la vergüenza y la cólera. Aquí, el destierro o la soledad, en medio de aquellos locos lánguidos y trepidantes, que bailaban para morir. Pero, a través de la noche húmeda, colmada de olores vegetales, el extraño grito de pájaro herido lanzado por la hermosa muchacha adormecida, le llegó una vez más.
Cuando d'Arrast, con la cabeza turbia por una molesta jaqueca, se despertó después de un real sueño, un calor húmedo aplastaba la ciudad y la selva inmóvil. Ahora estaba esperando en el porche del hospital, mientras miraba su reloj, que se había parado, inseguro de la hora, asombrado por el silencio que subía de la ciudad, en medio del día ya avanzado. El cielo, de un azul casi franco, pesaba sobre los primeros techos, que se borraban. Urubúes amarillentos dormían, inmovilizados por el calor en el techo de la casa que estaba frente al hospital. Uno de ellos se sacudió de pronto, abrió el pico, hizo ostensibles señales de disponerse a volar, agitó dos veces las alas polvorientas contra el cuerpo, se elevó algunos centímetros por encima del techo y volvió a caer, para dormirse casi inmediatamente.
El ingeniero bajó hacia la ciudad. La plaza principal estaba desierta, así como las calles que acababa de recorrer. A lo lejos y a cada lado del río flotaba una bruma baja, por encima de la selva. El calor caía verticalmente y d'Arrast buscó un poco de sombra para resguardarse. Vio entonces bajo el alero de una de las casas, a un hombrecillo que le hacía señales. Cuando estuvo más cerca reconoció a Sócrates.
—Y, señor d'Arrast, ¿te gustó la ceremonia?
D'Arrast dijo que hacía demasiado calor en la choza y que prefería el cielo y la noche.
—Sí —dijo Sócrates—, en tu país sólo hay misas. Nadie baila.
Se restregaba las manos, saltaba sobre un pie, giraba sobre sí mismo y se reía hasta perder el aliento.
—Son imposibles, son imposibles.
Luego miró a d'Arrast con curiosidad.
—Y tú, ¿vas a la misa?
—No.
—Entonces, ¿adónde vas?
—A ninguna parte. No sé.
Sócratos continuaba riendo.
—No es posible. Un señor sin iglesia, sin nada.
D'Arrast también se puso a reír.
—Sí, ya ves, no encontré mi lugar. Entonces partí.
—Quédate con nosotros, señor d'Arrast. Yo te quiero.
—Me gustaría, Sócrates, pero no sé bailar.
Las risas de los dos hombres resonaron en el silencio de la ciudad desierta.
—Ah —dijo Sócrates—, me olvidaba. El alcalde quiere verte. Está almorzando en el club.
Y sin decir agua va, se marchó en dirección del hospital.
—¿Adónde vas? —le gritó d'Arrast. Sócrates imitó un ronquido:
—A dormir. Pronto empezará la procesión.
Y a medias corriendo volvió a sus ronquidos.
El alcalde sólo quería dar a d'Arrast un lugar de honor para ver la procesión. Habló con el ingeniero, haciéndole compartir un plato de carne y arroz capaz de hacer mover a un paralítico. Se instalarían primero en la casa del juez, en un balcón, frente a la iglesia, para ver salir el cortejo. Luego irían a la alcaldía, que se hallaba situada en la calle grande que conducía a la plaza de la iglesia y por la que los penitentes pasarían al regresar. El juez y el jefe de policía acompañarían a d'Arrast, porque el alcalde debía participar en la ceremonia. El jefe de policía estaba en efecto en la sala del club y rondaba sin cesar alrededor de d'Arrast, con una infatigable sonrisa en los labios, mientras le prodigaba discursos incomprensibles, pero evidentemente afectuosos. Cuando d'Arrast bajó, el jefe de policía se precipitó para despejarle el camino y para abrirle todas las puertas por donde tenía que pasar.
Bajo el sol macizo, en la ciudad siempre desierta, los dos hombres se dirigían hacia la casa del juez. Únicamente sus pasos resonaban en el silencio. Pero de pronto estalló un petardo en una calle cercana, que hizo que de todas las casas volaran, en bandadas espesas y torpes, urubúes de pelado cuello. Casi en seguida, docenas de petardos estallaron en todas las direcciones, se abrieron las puertas y la gente comenzó a salir de las casas para llenar las estrechas calles.
El juez expresó a d'Arrast cuán orgulloso se sentía de recibirlo en su indigna casa y lo hizo subir por una hermosa escalera, a un piso barroco, pintado de azul con cal. En el descanso, al pasar d'Arrast, se abrieron puertas por las que asomaron cabezas oscuras de niños, que desaparecían en seguida, en medio de risas ahogadas. El cuarto de honor, hermoso por su arquitectura, sólo contenía muebles de rota y grandes jaulas con pájaros de estridentes chillidos. El balcón en que se instalaron daba a la placita que había frente a la iglesia. Ahora la multitud comenzaba a llenarla, extrañamente silenciosa, inmóvil bajo el calor que caía del cielo en oleadas casi visibles. Sólo los niños corrían alrededor de la plaza y se detenían bruscamente para encender los petardos, cuyas detonaciones se sucedían sin tregua. Vista desde el balcón, la iglesia, con sus muros blanqueados, su decena de gradas pintadas de azul con cal, sus dos torres azules y doradas, parecía más pequeña.
Súbitamente estalló un tronar de órganos en el interior de la iglesia. La multitud, vuelta hacia el atrio, se dispuso en los costados de la plaza. Los hombres se descubrieron; las mujeres so arrodillaron. Los órganos lejanos tocaron, largamente, una especie de marcha. Luego de la selva llegó un extraño ruido de élitros. Un minúsculo avión, de alas transparentes y de frágil estructura, insólito en aquel mundo sin edad, apareció por encima de los árboles, bajó un poco hacia la plaza y pasó, con el fragor de una gran carraca, por sobro las cabezas levantadas hacia él. El avión viró en seguida y se alojó hacia el estuario.
Pero en la sombra de la iglesia, un oscuro tumulto atraía de nuevo la atención. Los órganos habían dejado de tocar, sustituídos ahora por cobres y tambores, invisibles en el atrio. Penitentes cubiertos con sobrepellices negras salieron de la iglesia uno a uno, se agruparon en el atrio y luego comenzaron a bajar las gradas. Detrás iban penitentes blancos, llevando banderas de color rojo y azul; luego un grupito de muchachos disfrazados de ángeles, cofradías de Hijas de María, con las caritas negras y graves, y por fin, sobre una caja multicolor que llevaban los notables, sudorosos en sus trajes oscuros, la efigie misma del buen Jesús, con una caña en la mano, la cabeza cubierta de espinas, sangrante y balanceándose por encima de la multitud, que cubría la gradería del atrio.
Cuando la caja llegó al último peldaño, la procesión se detuvo un instante, mientras los penitentes procuraban alinearse con cierto orden. En ese momento d'Arrast descubrió al cocinero. Acababa de aparecer en el atrio, con el torso desnudo, y llevaba sobre la cabeza barbuda, una enorme piedra rectangular, que descansaba en una tablilla de corcho puesta sobre el cráneo. Bajó con paso firme los escalones de la iglesia, con la piedra bien equilibrada y sostenida por los arcos de sus brazos cortos y musculosos. Cuando él llegó detrás de la caja, la procesión se puso en marcha. Del atrio surgieron entonces los músicos, que llevaban chaquetas de colores vivos y que dejaban los pulmones en trompetas adornadas con cintas. A los acentos de un ritmo redoblado, los penitentes aceleraron el paso y llegaron a una de las calles que daban a la plaza. Cuando la caja desapareció, ya no se vio más que al cocinero y a los últimos músicos. Detrás de ellos la multitud se puso en movimiento en medio de las detonaciones, mientras el avión, con gran campanilleo de pistones, volvía a pasar por encima de los últimos grupos. D'Arrast miraba únicamento al cocinero, que desaparecía ahora en la calle y cuyos hombros, segúnn le pareció de pronto, se doblegaban. Pero a aquella distancia no veía bien.
Por las calles vacías, entre las tiendas y las puertas cerradas, el juez, el jefe de policía y d'Arrast se llegaron entonces hasta la casa del alcalde. A medida que se alejaban de la música y de las detonaciones, el silencio volvía a tomar posesión de la ciudad y ya algunos urubúes tornaban a ocupar en los techos el lugar que parecían tener desde siempre. La alcaldía daba a una calle estrecha pero larga, que conducía desde uno de los barrios exteriores a la plaza de la iglesia. La calle se hallaba desierta por el momento. Desde el balcón de la alcaldía y hasta donde alcanzaba la vista, no se veía más que la calzada llena de pozos, en que la reciente lluvia había dejado algunos charcos. El sol, que había descendido ya un poco, mordía aún, al otro lado de la calle, las fachadas ciegas de las casas.
Esperaron largo tiempo, tanto que d'Arrast, a fuerza de contemplar la reverberación del sol en la pared de enfrente, sintió que le volvían el cansancio y el vértigo. La calle vacía, de casas desiertas, lo atraía y le repugnaba al mismo tiempo. De nuevo quería huir de aquel país y simultáneamente pensaba en aquella piedra enorme y deseaba que hubiera terminado la prueba. Iba a proponer que bajaran para salir en busca de noticias, cuando las campanas de la iglesia se pusieron a doblar con toda su fuerza. En ese mismo instante, en el otro extremo de la calle, a la izquierda de donde estaban, estalló un tumulto y apareció una multitud en ebullición. De lejos se la veía aglutinada alrededor de la caja, peregrinos y penitentes mezclados, que avanzaban, en medio de los petardos y de los alaridos de júbilo, por la estrecha calle. En pocos segundos la llenaron hasta los bordes, mientras avanzaban hacia la alcaldía, en un desorden indescriptible, en el que se fundían las edades, las razas y las costumbres, en una masa abigarrada, cubierta de ojos y bocas vociferantes, y de la cual sobresalía, como lanzas, un ejército de cirios, cuya llama se evaporaba en la luz ardiente del día.
Pero cuando estuvieron cerca y cuando la multitud, bajo el balcón, parecía subir por las paredes, hasta tal punto era densa, d'Arrast vio que el cocinero no estaba allí.
Con un solo movimiento, sin excusarse, salió del balcón y de la pieza, se precipitó por la escalera y se encontró en la calle, bajo el atronar de las campanas y de los petardos. Allí tuvo que luchar contra la jubilosa muchedumbre, contra los portadores de cirios y los penitentes ofuscados; pero remontando irresistiblemente con todo su peso la marea humana, se abrió camino con movimientos tan vivos que cuando se encontró libre, detrás de la multitud, en el extremo de la calle, tambaleó y estuvo a punto de caer. Apoyado a la pared ardiente, esperó a recobrar el aliento. Luego se puso de nuevo en marcha. En ese momento un grupo de hombres dosembocó en la calle. Los primeros andaban hacia atrás y entonces d'Arrast vio que rodeaban al cocinero.
El hombre estaba visiblemente extenuado. Se detenía; luego, encorvado bajo la enorme piedra, corría un poquito, con el paso apresurado de los cargadores del puerto y de los coolíes, con ese trotecito de la miseria, rápido, en el que el pie da en el suelo con toda la planta. Alrededor de él, penitents con sobrepellices manchadas de cera fundida y polvo, lo alentaban cuando se detenía. A su izquierda, el hermano caminaba o corría en silencio. A d'Arrast le pareció que emplearían un tiempo interminable para recorrer el espacio que los separaba de él. Cuando llegaron casi adonde estaba d'Arrast, el cocinero se detuvo de nuevo y lanzó en derredor miradas apagadas. Cuando vio a d'Arrast, al que sin embargo no pareció reconocer, se quedó inmóvil, vuelto hacia él. Un sudor aceitoso y sucio le corría por el rostro, ahora gris. Llevaba la barba llena de hilos de saliva y una espuma parda y seca le cubría los labios. Intentó sonreír. Pero, inmóvil bajo la carga, temblaba con todo el cuerpo; salvo a la altura de los hombros, donde los músculos estaban visiblemente paralizados por una especie de calambre. El hermano, que había reconocido a d'Arrast, le dijo solamente:
—Ya ha caído.
Y Sócrates, Surgido de no se sabía dónde, fue a murmurarle en el oído:
—Demasiado bailar, señor d'Arrast. Toda la noche. Ahora está cansado.
El cocinero avanzó otra vez con su trote brusco y cortado, no como alguien que quiere progresar, sino como si pretendiera escapar de la carga que lo aplastaba, como si esperara aligerarla por el movimiento. Sin saber cómo, d'Arrast se encontróa la derecha del cocinero. Posó sobre el hombro de éste una mano, vuelta liviana, y caminó junto a él, con pasitos apresurados y pesados. La caja había desaparecido por el otro extremo de la calle y la muchedumbre, que sin duda llenaba ahora la plaza, ya no parecía avanzar. Durante algunos segundos, el cocinero, entre su hermano y d'Arrast, ganó terreno. Bien pronto sólo unos veinte metros lo separaron del grupo que se había reunido frente a la alcaldía para verlo pasar. Sin embargo, se detuvo de nuevo. La mano de d'Arrast se hizo más pesada.
—Vamos, cocinero —dijo—. Todavía un poquito.
El otro temblaba, la saliva se le escapaba de la boca, mientras que en todo el cuerpo el sudor literalmente chorreaba. Tomó aliento con respiración que él quería profunda, pero que se le quedó corta. Se puso otra vez en movimiento, dio tres pasos, vaciló. Y de pronto la piedra se le deslizó al hombro, donde hizo una incisión, luego hacia adelante, hasta dar en el suelo, mientras el cocinero, habiendo perdido el equilibrio, se desplomaba de costado. Los que lo precedían saltaron hacia atrás, alentándolo con grandes voces; uno de ellos tomó la tablilla de corcho, mientras los otros alzaban la piedra para volver a cargarla sobre el cocinero.
D'Arrast, inclinado sobre él, le limpiaba con la mano el hombro manchado de sangre y de polvo, en tanto que el hombrecillo, con la cara pegada al suelo, jadeaba. No oía nada, ya no se movía. La boca se le abría ávidamente a cada respiración, como si ésta hubiera de ser la última. D'Arrast lo tomó en brazos y lo levantó tan fácilmente como si fuera un niño. Lo mantuvo de pie, apretado contra él e inclinándose le hablaba junto al rostro como para insuflarle su fuerza. El otro, al cabo de un rato, sangrando y terroso, se desprendió de él con una expresión huraña en el rostro. Tambaleando se dirigió de nuevo hacia la piedra, que los otros habían levantado un poco; pero se detuvo y se quedó mirándola con una mirada vacía, mientras meneaba la cabeza. Luego dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y se volvió hacia d'Arrast. Enormes lágrimas le corrían silenciosamente por el rostro descompuesto. Quería hablar, hablaba, pero la boca apenas formaba la sílaba.
—Hice una promesa —decía. Y luego: —¡Ah, capitán; ah, capitán! —Y las lágrimas le ahogaban la voz. Surgió el hermano junto a su hombro, lo estrechó y el cocinero, llorando, se dejó abrazar, vencido, con la cabeza gacha.
D'Arrast lo contemplaba sin encontrar palabras que decirle. Se volvió hacia la multitud que a lo lejos gritaba de nuevo. De pronto, arrancó el soporte de corcho de las manos de quien lo tenía y se llegó hasta la piedra. Hizo señas a los otros de que la levantaran y se la cargó casi sin esfuerzo. Ligeramente encorvado bajo el peso de la piedra, con los hombros encogidos, resoplando un poco, miró a sus pies, mientras escuchaba los sollozos del cocinero. Luego se puso en movimiento con paso vigoroso, recorrió sin desmayo el espacio que los separaba de la multitud que se hallaba en el extremo de la calle y rompió con decisión las primeras filas, que se apartaron. Llegó a la plaza, en medio del estrépito de las campanas y de las detonaciones de los petardos, pero entre las dos filas de espectadores que lo contemplaban con asombro se hizo de pronto el silencio. Avanzaba con el mismo paso vigoroso y la muchedumbre le iba abriendo un camino hasta la iglesia. A pesar del peso que comenzaba a triturarlo la cabeza y la nuca, vio la iglesia y la caja, que parecía esperarlo en el atrio. Se dirigía hacia ella y ya estaba más allá del centro de la plaza cuando brutalmente, sin saber por qué, dobló hacia la izquierda y se apartó del camino de la iglesia, poniéndose de frente a los peregrinos. Detrás oyó pasos precipitados. Frente a él veía que por todas partes se abrían las bocas. No comprendía lo que le decían aunque le pareció reconocer la palabra portuguesa que le lanzaban sin cesar. Súbitamente apareció junto a él Sócrates, con ojos despavoridos, hablando ininterrumpidamente, mientras le señalaba hacia atrás el camino de la iglesia.
—¡A la iglesia! ¡A la iglesia! —era lo que gritaban Sócrates y la multitud. Sin embargo, d'Arrast continuó en la dirección que había tornado y Sócrates se apartó, con los brazos levantados cómicamente al cielo, en tanto que, poco a poco, la muchedumbre se callaba. Cuando d'Arrast entró en la primera calle, que ya había tomado con el cocinero y que, según sabía, llevaba a los barrios del río, la plaza no era ya más que un rumor confuso detrás de él.
La piedra le pesaba ahora dolorosamente en el cráneo y tenía necesidad de toda la fuerza de sus vigorosos brazos para alivianarla. Los hombros ya se le acalambraban cuando llegó a las primeras calles de pendiente resbalosa. Se detuvo y aguzó el oído. Estaba solo. Aseguró la piedra sobre el soporte de corcho y bajó con paso prudente pero aún firme hasta el barrio de las chozas. Cuando llegó a él el aliento comenzaba a faltarle, los brazos le temblaban alrededor de la piedra. Apretó el paso, llegó por fin a la placita donde se levantaba la choza del cocinero, corrió a ella, abrió la puerta de un puntapié y, con un solo movimiento, arrojó la piedra al centro de la pieza, sobre el fuego aún rojizo, y allí, irguiéndose cuan alto era, de pronto enorme, aspirando con bocanadas desesperadas el olor de miseria y de cenizas que reconocía, sintió subir en él la ola de una alegría oscura y jadeanto, a la que no podía dar un nombre.
Cuando los habitantes de la choza llegaron, encontraron a d'Arrast de pie, pegado a la pared del fondo, con los ojos cerrados. En el centro de la pieza, en el lugar del fuego, la piedra casi había desaparecido, cubierta por cenizas y tierra. Se quedaron en el umbral, sin entrar, mirando a d'Arrast en silencio, como si lo interrogaran. Pero él permanocia callado. Entonces, el hermano condujo junto a la piedra al cocinero, que se dejó caer al suelo. Él también se sentó, haciendo una seña a los otros. La vieja se les reunió; luego la muchacha de la noche anterior; pero nadie miraba a d'Arrast. Estaban todos en cuclillas alrededor de la piedra, silenciosos. Únicamente el rumor del río subía hasta ellos a través del aire pesado. D'Arrast, de pie en la sombra, escuchaba sin ver nada y el rumor de las aguas lo colmaba de una felicidad tumultuosa. Con los ojos cerrados, saludaba jubilosamente su propia fuerza, saludaba una vez más a la vida que volvía a empezar. En el mismo instante, sonó una detonación que parecía muy cercana. El hermano se apartó un poco del cocinero y volviéndose a medias hacia d'Arrast, sin mirarlo, le señaló el lugar vacío.
—Siéntate con nosotros —le dijo.


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