Orgullo moderno: he perdido a un amigo que estimaba por haberme obstinado en repetirle que yo era más degenerado que él…
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En vano busca Occidente una forma de agonía digna de su pasado.
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Don Quijote representa la juventud de una civilización: él se inventaba acontecimientos; nosotros no sabemos cómo escapar a los que nos acosan.
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Oriente se interesó por las flores y el renunciamiento. Nosotros le oponemos las máquinas y el esfuerzo, y esta melancolía galopante —último sobresalto de Occidente.
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¡Qué espectáculo ver a grandes naciones mendigar un suplemento de futuro!
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Mil años de guerras han consolidado a Occidente; un siglo de «psicología» le ha puesto la soga al cuello.
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Nuestra época quedará marcada por el romanticismo de los exilados. Se forma ya la imagen de un universo donde nadie tendrá derecho de ciudadanía.
En todo ciudadano de hoy yace un apátrida futuro.
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A través de las sectas, el vulgo participa en lo Absoluto y los pueblos manifiestan su vitalidad. Fueron ellas quienes prepararon la revolución rusa y la amenaza eslava.
Desde que el catolicismo muestra un bello rigor, la esclerosis lo invade; sin embargo, su carrera no ha acabado todavía: le falta aún llevar el luto de la latinidad.
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«Nosotras, civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales». Siendo nuestro mal la historia, el eclipse de la historia, debemos insistir en las palabras de Valéry, agravar su alcance: sabemos ahora que la civilización es mortal, que galopamos hacia horizontes de apoplejía, hacia los milagros de lo peor, hacia la edad de oro del espanto.
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Por la intensidad de sus conflictos, el siglo XVI nos resulta más próximo que ningún otro; pero no se ven en nuestra época Luteros o Calvinos. Comparados a esos gigantes y a sus contemporáneos, somos pigmeos promovidos por la fatalidad del saber a un destino monumental. —A pesar de faltarnos la apostura, en algo, sin embargo, les superamos: en sus tribulaciones, ellos tenían el recurso, la cobardía de creerse entre los elegidos. La Predestinación, única idea cristiana aún tentadora, conservaba para ellos su doble carácter. Para nosotros, ya no hay elegidos.
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Escuchad a los alemanes y a los españoles explicarse: harán resonar en vuestros oídos siempre la misma cantinela: trágico, trágico… Es su manera de hacernos comprender sus calamidades, su forma de triunfar…
Pasad luego a los Balcanes: oiréis constantemente: destino, destino… Los pueblos demasiado próximos de sus orígenes disimulan así sus tristezas inoperantes. Es la discreción de los trogloditas.
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En contacto con los franceses se aprende a ser desgraciado amablemente.
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Los pueblos que no tienen el gusto de la frivolidad y de lo aproximado, que viven sus exageraciones verbales, son una catástrofe para los demás y para ellos mismos. Se obstinan en lo trivial, toman en serio lo accesorio y hacen una tragedia de lo nimio. Si a eso añaden una pasión por la fidelidad y una detestable repugnancia a traicionar, no se puede esperar de ellos más que su ruina. Para corregir sus méritos, para remediar su profundidad, es necesario convertirles al Sur, inocularles el virus de la farsa.
La faz del mundo no habría sido la misma si Napoleón hubiera ocupado Alemania con marselleses.
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¿Se podría «meridionalizar» a los pueblos profundos? El futuro de Europa depende de la respuesta a esta pregunta. Si los alemanes se ponen a trabajar como antes, Occidente está perdido; igual que si los rusos no vuelven a encontrar su vieja afición a la pereza. Habría que desarrollar en ambos pueblos el gusto de la indolencia, de la apatía y de la siesta, seducirles con las delicias de la desidia y de la inconstancia.
… A menos que nos resignemos a las soluciones que Prusia o Siberia aplicarían a nuestro diletantismo.
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No existe evolución ni avance que no sea destructor, al menos en sus momentos de intensidad.
El devenir de Heráclito desafía al tiempo; el de Bergson forma parte de las tentativas ingenuas y de las antiguallas filosóficas.
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Dichosos esos frailes que, al final de la Edad Media, corrían de ciudad en ciudad anunciando el fin del mundo. Poco les importaba que sus profecías tardaran en cumplirse. Podían desmandarse, dar rienda suelta a sus terrores, descargarlos sobre las muchedumbres; terapéutica ilusoria en una época como la nuestra, en la que el pánico, introducido en las costumbres, ha perdido sus virtudes.
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Para dominar a los hombres, hay que practicar sus vicios y añadir alguno más. Véase el caso de los papas: mientras fornicaban, practicaban el incesto y asesinaban, dominaban al mundo y la Iglesia era omnipotente. Desde que respetan sus preceptos, su poder se degrada: la abstinencia, lo mismo que la moderación, les ha resultado nefasta; convertidos en personas respetables, nadie les teme ya. Edificante crepúsculo de una institución.
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El prejuicio del honor es propio de las civilizaciones rudimentarias. Cesa con la aparición de la lucidez, con el reinado de los cobardes, de aquellos que, habiendo «comprendido» todo, no tienen ya nada que defender.
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Durante tres siglos, España guardó celosamente el secreto de la Ineficacia; sin haberlo usurpado, habiéndolo descubierto por sus propios medios, por introspección, ese secreto lo posee hoy todo Occidente.
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Hitler intentó, mediante la barbarie, salvar a toda una civilización. Su empresa fue un fracaso; no por ello dejará de ser, sin embargo, la última iniciativa de Occidente.
Sin duda este continente hubiera merecido algo mejor. ¿De quién es la culpa si no ha sabido producir un monstruo de calidad diferente?
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Rousseau fue una desgracia para Francia, lo mismo que Hegel para Alemania. Tan indiferente a la histeria como a los sistemas, Inglaterra contemporizó con la mediocridad; su «filosofía» estableció el valor de la sensación; su política, el del negocio. El empirismo fue su respuesta a las lucubraciones del Continente; el Parlamento, su desafío a la utopía, a la patología heroica.
Ningún equilibrio político es posible sin nulidades de buena calidad. ¿Quién provoca las catástrofes? Los maniáticos de la agitación, los impotentes, los insomnes, los artistas fracasados que han llevado corona, sable o uniforme, y más aún que todos ellos, los optimistas, aquellos que esperan a costa de los demás.
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No es elegante abusar de la mala suerte; algunos individuos, lo mismo que algunos pueblos, se complacen tanto en ella que desprestigian a la tragedia.
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Los espíritus lúcidos, para dar un carácter oficial a su desaliento e imponérselo a los demás, deberían constituir una Liga del Desengaño. Quizá lograrían así atenuar la presión de la historia, hacer el futuro facultativo…
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Uno tras otro, he adorado y execrado a numerosos pueblos; jamás se me ha ocurrido renegar del español que hubiera deseado ser…
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I.— Instintos vacilantes, creencias podridas, manías y chocheces. Por todas partes conquistadores jubilados, rentistas del heroísmo, frente a jóvenes Alaricos que acechan a las nuevas Romas; por todas partes, paradojas de linfáticos. En el pasado, las ocurrencias de salón atravesaban los países, desconcertaban a la estupidez o la aguzaban. Europa, coqueta e intratable, se encontraba en la flor de la edad; decrépita hoy, a nadie excita ya. Los bárbaros, sin embargo, esperan aún heredar sus galas y se irritan ante su larga agonía.
II.— Francia, Inglaterra, Alemania; Italia quizás. El resto… ¿Por qué causa se detiene una civilización? ¿Por qué la pintura holandesa o la mística española sólo florecieron un instante? ¡Cuántas naciones han sobrevivido a su genio! Su ocaso es por ello trágico; el de Francia, Alemania e Inglaterra procede, sin embargo, de un irreparable interno, del fin de un proceso, de un deber cumplido; es natural, explicable, justo; ¿podría ser de otra manera? Son países que han prosperado y se han arruinado juntos, por espíritu de competencia, de fraternidad y de odio; mientras tanto, en el resto del globo, el hampa nuevo almacenaba energías, se multiplicaba y esperaba.
Tribus de instintos imperiosos se aglutinan para formar una gran potencia; llega el momento en que, resignados y agotados, ya sólo aspiran a un papel subalterno. Cuando se cesa de invadir, se acepta ser invadido. El drama de Aníbal fue haber nacido demasiado pronto; algunos siglos más tarde hubiera encontrado abiertas las puertas de Roma. El Imperio estaba vacante, como la Europa de hoy.
III.— Hemos saboreado todos el mal de Occidente. Sabemos demasiado del arte, del amor, de la religión, de la guerra, como para creer aún en algo; hemos perdido además tantos siglos en ello… La época de la perfección en la plenitud está terminada. ¿La materia de los poemas? Extenuada. ¿Amar? Hasta la chusma repudia al «sentimiento». ¿La piedad? Registrad las catedrales: ya no se arrodillan en ellas más que los ineptos. ¿Quién desea aún combatir? El héroe está superado; únicamente la carnicería impersonal sigue de moda. Somos fantoches clarividentes, ya sólo capaces de hacer muecas ante lo irremediable.
¿Occidente? Una posibilidad sin futuro.
IV.— No pudiendo defender nuestras frivolidades contra los músculos, seremos cada día menos utilizables para cualquier fin: el primero que llegue nos maniatará. Contémplese a Occidente: desborda de saber, de deshonor y de pereza. En esto tenían que acabar los cruzados, los conquistadores, los piratas, en el estupor de una misión cumplida.
Cuando Roma replegaba sus legiones, ignoraba la Historia y las lecciones de los crepúsculos. No es ése nuestro caso. ¡Qué terrible Mesías nos aguarda…!
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Quien por distracción o incompetencia detenga, aunque sólo sea un momento, la marcha de la humanidad será su salvador.
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Occidente progresa: ostenta tímidamente su chochez —envidio menos a quienes, habiendo visto zozobrar a Roma, creían gozar de una desolación única, intransmisible.
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Las verdades del humanismo, la confianza en el hombre y el resto ya sólo poseen un vigor de ficciones, una prosperidad de sombras. Occidente era esas verdades; ya no es más que esas ficciones, esas sombras. Tan miserables como ellas, no puede verificarlas. Las arrastra, las expone, pero ya no las impone; han dejado de ser amenazadoras. De la misma manera, quienes se aferran al humanismo se sirven de un vocablo agotado, sin soporte afectivo, de un vocablo espectral.
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Después de todo, quizás este continente no haya jugado aún su última carta. ¿Y si se dedicara a desmoralizar al resto del mundo, a propagar su pestilencia? —Sería una manera de conservar su prestigio, de fascinar todavía.
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En el futuro, si la humanidad debe comenzar de nuevo, lo hará con sus desechos, con la basura de todas partes, con la morralla de los continentes; aparecerá una civilización caricaturesca, a la cual quienes produjeron la verdadera asistirán impotentes, humillados, postrados, para acabar refugiándose en la idiotez, donde olvidarán el esplendor de sus desastres.
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