Según los neurocientíficos, el miedo se produce en dos lugares diferentes del cerebro. En lo más profundo se genera el pánico, aquel miedo instintivo que se activa incluso de forma inconsciente ante estímulos exteriores. La responsable de este mecanismo de defensa es la amígdala, en realidad, una red de circuitos neuronales del tamaño de una almendra. Este sistema se alberga en el centro del cerebro reptiliano, que compartimos con muchos animales. Allí se desencadenan las respuestas fisiológicas de gran intensidad que conocemos como miedo y que, en ocasiones, nos pueden llevar a reaccionar de forma agresiva como cuando atacamos al sentirnos amenazados.
Además de este miedo primario, existe un segundo tipo que se aloja en la corteza cerebral, en la zona prefrontal que queda por encima de los ojos. La función de esta parte del cerebro es poner en contexto los estímulos que recibimos para darles una respuesta más elaborada y racional, menos «automática» que la de la amígdala. Aquí se compensa la respuesta fisiológica mediante la actividad consciente. Por ejemplo, esta corteza nos permite evaluar las consecuencias de nuestras acciones y por ello inhibirlas, descartándolas o retrasando su satisfacción. Además, esta parte de la masa cerebral que llegó más tarde en la evolución de nuestra especie —de ahí el nombre de neocórtex— se puede modificar a través de la educación.
En una nota a pie de página, Hobbes parece haber anticipado una distinción similar entre los dos tipos de miedo referidos. En su opinión, no solo significa estar asustado, sino que: «Yo incluyo bajo la palabra miedo una cierta anticipación de males futuros; tampoco concibo que la huida sea la única propiedad del miedo: desconfiar, sospechar, vigilar, pertrecharse para no tener miedo son también propios de quienes están atemorizados» (DCI, 1).
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