Toda verdad universal es a la particular lo que el oro a la plata, en la medida en que se puede transformar en una cantidad considerable de verdades particulares que se siguen de ella, al igual que una moneda de oro puede cambiarse en calderilla. Por ejemplo: que toda la vida de las plantas es un proceso de desoxidación, mientras que la del animal es un proceso de oxidación; — o que siempre que circula una corriente eléctrica, enseguida surge una magnética que la atraviesa en ángulo recto; — o: nulla animalia vocalia, nisi quae pulmonibus respirant[44]; — o: tont animal fossil est un animal perdu[45]; — o: ningún animal ovíparo tiene diafragma; — esas son verdades universales de las que se pueden deducir muchas verdades particulares a fin de aplicarlas en la explicación de los fenómenos que se presenten, o bien para anticiparlos antes de su examen. Igual de valiosas son las verdades universales en lo moral, en lo psicológico: como de oro son aquí todas las reglas generales, todas las sentencias de la costumbre y hasta todos los refranes. Pues constituyen la quintaesencia de miles de acontecimientos que se repiten a diario y son ejemplificados, ilustrados por ellos.
§ 23
Un juicio analítico es simplemente un concepto desglosado; uno sintético, en cambio, es la formación de un nuevo concepto a partir de otros dos que estaban ya presentes en el intelecto de otro modo. Mas la conexión entre estos ha de estar entonces mediada y fundada por alguna intuición: según esta sea empírica o pura a priori, el juicio que de ahí surja será sintético a posteriori o a priori.
Todo juicio analítico contiene una tautología y todo juicio sin tautología es sintético. De aquí se infiere que en la exposición solo se pueden emplear juicios analíticos bajo el supuesto de que aquel al que se habla no conozca o no tenga presente el concepto del sujeto de forma tan completa como el que habla. —Además, el carácter sintético de los teoremas geométricos se puede demostrar en el hecho de que no contienen ninguna tautología: en los aritméticos eso no es tan evidente, pero también sucede. Por ejemplo, que al contar de uno a cuatro y de uno a cinco se repite la unidad tantas veces como al contar de uno a nueve no es una tautología, sino que está mediado por la intuición pura del tiempo y no se puede comprender sin ella.
§ 24
De una proposición no puede seguirse más de lo que se encuentra ya en ella, es decir, más de lo que ella misma enuncia para la comprensión exhaustiva de su sentido: pero de dos proposiciones, cuando se combinan silogísticamente en premisas, se puede seguir más de lo que se encuentra en cada una de ellas tomada individualmente; — del mismo modo que un cuerpo compuesto químicamente muestra propiedades que no corresponden a ninguno de sus componentes por sí mismo. Ahí se funda el valor del silogismo.
§ 25
Toda demostración es una deducción lógica de la proposición afirmada que se efectúa a partir de una ya probada y cierta, y con la ayuda de otra como segunda premisa. Aquella proposición ha de tener ella misma certeza inmediata, más exactamente, original, o bien seguirse lógicamente de una que la posea. Esas proposiciones de certeza original, es decir, no mediada por ninguna demostración, tales como las que constituyen las verdades fundamentales de todas las ciencias, han surgido al trasladar a lo pensado, a lo abstracto, lo que de alguna manera se ha captado intuitivamente. Por esa razón se llaman evidentes; predicado este que en realidad únicamente les conviene a ellas, y no a las proposiciones simplemente demostradas que, en cuanto conclusiones ex praemissis, solo se pueden llamar lógicamente consecuentes. Esa verdad suya es, por ende, siempre meramente mediata, deducida y derivada: no obstante, pueden ser tan ciertas como cualquier proposición de verdad inmediata: en concreto, cuando han sido correctamente deducidas de una de estas, aunque sea a través de proposiciones intermedias. E incluso en ese supuesto su verdad es con frecuencia más fácil de demostrar y de hacer comprensible a cualquiera que la de un axioma cuya verdad solo se puede conocer inmediata e intuitivamente; porque para reconocerlo faltan unas veces las condiciones objetivas, y otras, las subjetivas. Esta relación es análoga al caso en que un acero imantado por transmisión posee una fuerza de atracción, no ya igual, sino con frecuencia aún más intensa que el hierro imantado original.
Las condiciones subjetivas para conocer las proposiciones inmediatamente verdaderas constituyen lo que se denomina juicio: mas este pertenece a los privilegios de las mentes superiores, mientras que a ninguna mente sana le falta la capacidad de extraer la conclusión correcta a partir de premisas dadas. Pues la constatación de las proposiciones primordiales e inmediatamente verdaderas exige trasladar lo conocido intuitivamente al conocimiento abstracto: pero la capacidad para ello es manifiestamente limitada en las cabezas corrientes y solo se extiende a relaciones fácilmente abarcables como, por ejemplo, los axiomas de Euclides o hechos simples e inequívocos que les son manifiestos. Lo que va más allá solamente puede alcanzar su convicción por la vía de la demostración, la cual no exige más conocimiento inmediato que aquel que es expresado en la lógica por los principios de contradicción e identidad, y se repite a cada paso en las demostraciones. Todo se les ha de reducir por esa vía a las verdades más simples, las únicas que son capaces de comprender inmediatamente. Si ahí vamos de lo universal a lo particular, se trata de una deducción; si en dirección inversa, de una inducción.
En cambio, las mentes capacitadas para el juicio, pero más aún los inventores y descubridores, poseen la capacidad de pasar de lo intuido a lo abstracto o lo pensado en un grado muy superior; de modo que esta se extiende a la comprensión de relaciones muy complicadas, con lo que el ámbito de las proposiciones de verdad inmediata es para ellos incomparablemente más extenso y trata de muchas cosas de las que aquellos otros nunca pueden obtener más que una débil convicción meramente mediata. En realidad, es para estos últimos para quienes a una nueva verdad descubierta se le busca después la demostración, es decir, la reducción a verdades ya reconocidas o, en otro caso, indudables. — No obstante, existen casos en los que eso no es factible. Así, por ejemplo, yo no puedo encontrar ninguna demostración de los seis quebrados con los que he expresado los seis colores fundamentales, y que son los únicos que abren la comprensión de la verdadera esencia específica de cada uno de ellos y así, por vez primera, explican realmente los colores al entendimiento: sin embargo, su certeza inmediata es tan grande que difícilmente una cabeza dotada de juicio dudará en serio de ellos; por eso también el profesor Rosas[46] de Viena se ha encargado de presentarlo como resultado de su propia investigación; — sobre ello remito a Sobre la voluntad en la naturaleza p. 19 [2.a ed., p. 14].
§ 26
La controversia, el disputar sobre un objeto teórico, puede sin duda resultar muy fructífero para las dos partes implicadas, ya que corrige o confirma los pensamientos que poseen y además suscita otros nuevos. Se trata de una fricción o de una colisión de dos mentes que con frecuencia produce chispas; pero también se asemeja a la colisión de los cuerpos en que a menudo el más débil ha de sufrir con ella, mientras que el más fuerte se encuentra a sus anchas y solamente deja oír un tono de victoria. En consideración a esto se requiere que ambos disputantes estén de alguna manera a la misma altura, tanto en conocimientos como en inteligencia y habilidad. Si uno de ellos carece de los primeros, no está au niveau, y por ello no resulta accesible a los argumentos del otro: está, por así decirlo, fuera de la medida del duelo. Si le falta la segunda, la exasperación que por ello se despertará pronto en él le conducirá poco a poco a toda clase de fraudulencias, subterfugios y enredos en la disputa, y si estos le son puestos en evidencia, a la grosería. En consecuencia, así como en los torneos solo se admitía a los de igual condición, lo primero es que ningún hombre culto dispute con incultos: pues no puede utilizar contra ellos sus mejores argumentos, ya que les faltan los conocimientos para comprenderlos y examinarlos. Si en ese trance intenta hacérselos comprender, la mayoría de las veces fracasará. E incluso en ocasiones ellos, mediante un contra-argumento malo y burdo, parecerán tener razón a los ojos de oyentes igual de ignorantes. Por eso dice Goethe:
Nunca jamás te dejes
Inducir a discusiones:
Los sabios caen en la ignorancia
Cuando disputan con ignorantes.
Pero todavía es peor cuando al oponente le faltan inteligencia y entendimiento, por mucho que supla esa carencia con una sincera aspiración a la verdad y la instrucción. Pues, además, pronto se siente herido en su punto más sensible, con lo que quien discuta con él enseguida se percatará de que no es ya con su intelecto con lo que se las ve, sino con la parte radical del hombre, a la que solo le importa mantener la victoria, sea per fas o per nefas[47]; por eso, su entendimiento no está entonces dirigido a nada más que a tretas, artificios y fraudes de todo tipo, una vez expulsado de los cuales recurrirá a la grosería simplemente para compensar de una u otra manera la inferioridad que siente y, según la situación y circunstancias de los disputantes, convertir la lucha de inteligencias en una lucha de cuerpos en la que ha de esperar mejores oportunidades para sí. Por consiguiente, la segunda regla es no disputar con hombres de entendimiento limitado. Ya se alcanza a ver que no quedarán muchos con los que uno pueda entrar en controversia. Y, verdaderamente, esto debería hacerse solamente con aquellos que son ya una excepción. En cambio, la gente tal y como es se suele tomar a mal que no se comparta su opinión: pero entonces debería fundar sus opiniones de tal modo que uno pudiera adherirse a ellas. En una controversia con ellos, aun cuando no se aferren a la ultima ratio stultorum[48] antes mencionada, uno no experimentará la mayoría de las veces más que fastidio; porque aquí no nos las veremos solo con su incapacidad intelectual, sino pronto también con su maldad moral. Esta, en efecto, se pondrá de manifiesto en la frecuente improbidad de su proceder en la disputa. Las argucias, artimañas y embrollos a los que se aferra simplemente para tener razón son tan numerosos y variados, pero también tan regularmente recurrentes, que en años pasados se convirtieron para mí en una materia propia de reflexión que se orientó hacia lo puramente formal, una vez que hube conocido que, por muy distintos que pudieran ser tanto los temas de discusión como las personas, las argucias y las tretas siempre se repetían y eran muy fáciles de reconocer. Eso me llevó a la idea de separar netamente la mera forma de tales argucias y tretas de su materia, y exhibir algo así como un exacto preparado anatómico. Así pues, reuní todos los artificios fraudulentos que tan a menudo aparecen en las disputas y expuse claramente cada uno de ellos en su esencia peculiar, ilustrándolos con ejemplos y dando a cada uno un nombre; finalmente, añadí los medios que aplicar contra ellos, algo así como las defensas para esas tretas; de ahí nació una dialéctica erística formal. En ella los artificios o estratagemas que acabamos de elogiar asumieron, en cuanto figuras erístico-dialécticas, el lugar que en la lógica ocupan las figuras silogísticas, y en la retórica, las figuras retóricas; con ambas tienen en común el ser en cierta medida innatas por cuanto su praxis precede a la teoría, así que para ejercitarlas no se necesita haberlas aprendido primero. Su establecimiento puramente formal sería entonces un complemento de aquella técnica de la razón que, compuesta por la lógica, la retórica y la dialéctica, se ha expuesto en el segundo volumen de mi obra principal, capítulo 9. Dado que, hasta donde yo sé, no existe ningún otro intento de esa clase, no pude servirme ahí de ningún trabajo previo: solamente he hecho algún uso aislado de los Tópicos de Aristóteles y he podido utilizar para mis fines algunas de sus reglas para construir 28 (κατασκευάζειν) y destruir (ανασκευάζειν) las afirmaciones. Plenamente conforme con esto tuvo que ser el escrito de Teofrasto, mencionado por Diógenes Laercio, ’Αγωνιστικόν τής περ'ι τους εριστικούς λο'γους θεωρίας[49], que se ha perdido junto con todos sus escritos de retórica. También Platón (De rep. [itblica] Y, p. 12 Bip[50].) menciona una άντιλογική τέχνη que enseñaba el έριζειν, al igual que la διαλεκτική enseñaba el διαλέγεσθαι[51]. De entre los libros modernos, el que más se aproxima a mi objetivo es el Tractatus logicus singularis, in quo processus disputandi, seu officia, aeque ac vitia disputantium exhibentur[52], Halle, 1718, del que fuera profesor de Halle, Friedemann Schneider; pues, en efecto, en los capítulos sobre los vitia pone al descubierto toda clase de fraudes erísticos. No obstante, él tiene siempre a la vista únicamente las disputaciones académicas formales: además, su tratamiento del tema es en conjunto lánguido y pobre, como suelen ser tales mercancías de Facultades, además de estar escrito en un latín notablemente malo. El Methodus disputandi de Joachim Lange, aparecido un año después, es manifiestamente mejor pero no contiene nada para mis propósitos. — Sin embargo, en la revisión ahora acometida de aquel trabajo mío anterior, encuentro que no es ya acorde a mi estado de ánimo hacer un examen detallado y minucioso de los rodeos y artificios de los que se sirve la común naturaleza humana para ocultar sus carencias, así que me lo ahorro. Con todo, a fin de especificar más de cerca mi manera de tratar el asunto para aquellos que en el futuro estuvieran dispuestos a emprender algo del estilo, quisiera traer aquí a colación como pruebas algunas de tales estratagemas, pero antes, partiendo de aquel trabajo, exponer el esbozo de la esencia de toda disputa; porque este ofrece la estructura fundamental, algo así como el esqueleto de la controversia en general, por lo que puede ser válido como una osteología de la misma y, debido a su carácter abarcable y su claridad, bien merece aparecer aquí. Reza así:
En toda disputa, bien discurra públicamente, como en las aulas académicas y ante los tribunales, o en la simple conversación, el proceso esencial es el siguiente:
Se plantea una tesis y debe ser refutada: para ello existen dos modi y dos vías.
1) Los modi son: ad rem y ad hominem, o ex concessis[53]. Solo con el primero rebatimos la verdad absoluta u objetiva de la tesis, al demostrar que no concuerda con la naturaleza del asunto en cuestión. Con el otro, en cambio, invalidamos únicamente su verdad relativa, probando que contradice otras afirmaciones o concesiones del defensor de la tesis, o bien demostrando que sus argumentos son insostenibles; con ello queda sin decidir la verdad objetiva del asunto. Por ejemplo, cuando en una controversia sobre temas filosóficos o de ciencias naturales el oponente (que para eso tendría que ser inglés) se permite aducir argumentos bíblicos, podemos rebatirle con otros de la misma clase, si bien se trata de meros argumenta ad hominem que nada deciden en el asunto. Es como cuando se paga a alguien con los mismos billetes que se habían recibido de él. En algunos casos ese modus procedendi puede incluso compararse con el que se da cuando ante un tribunal el acusador emitió una falsa obligación que el acusado, por su parte, despachó con un recibo falso: sin embargo, el préstamo podía haberse producido. Pero, al igual que este último procedimiento, también la simple argumentatio ad hominem tiene con frecuencia la ventaja de la brevedad, ya que en muchas ocasiones esclarecer el asunto verdaderamente y a fondo resultaría en uno y otro caso manifiestamente largo y difícil.
2) Las dos vías son la directa y la indirecta. La primera ataca la tesis en sus razones; la segunda, en sus consecuencias. Aquella demuestra que no es verdadera; esta, que no puede serlo. Examinémoslo más de cerca.
a) Refutando por la vía directa, es decir, atacando las razones de la tesis, o bien indicamos que estas mismas no son verdaderas, al decir: nego majorem o nego minorem[54]: en ambos casos atacamos la materia del razonamiento que fundamenta la tesis; o bien admitimos esas razones pero mostramos que la tesis no se sigue de ellas, así que decimos: nego consequentiam[55]; con ello atacamos la forma del razonamiento.
b) Rebatiendo por la vía indirecta, es decir, atacando la tesis en sus consecuencias a fin de inferir a partir de la falsedad de estas su propia falsedad, en virtud de la ley a falsitate rationati ad falsitatem rationis valet consequentia[56], podemos servirnos de la simple instancia o bien de la reducción al absurdo [Apagoge[57]].
α) La instancia, ένστάσις, es un mero exemplum in contrarium: refuta la tesis demostrando cosas o relaciones que se comprenden en su enunciado, es decir, que se siguen de ella, pero que la hacen manifiestamente incorrecta; por lo tanto, no puede ser verdadera.
ß) La reducción al absurdo se lleva a cabo asumiendo provisionalmente la tesis como verdadera, pero vinculándola con alguna otra proposición reconocida como verdadera e indiscutible, de tal modo que ambas se convierten en las premisas de un razonamiento cuya conclusión es, sin embargo, manifiestamente falsa, ya que contradice la naturaleza de las cosas en general, o la índole del asunto en cuestión reconocida con seguridad, o bien otra afirmación del defensor de la tesis: así pues, la reducción puede, según su modus, ser simplemente ad hominem o ad rem. Pero si son verdades indudables, tal vez ciertas a priori, las que esa conclusión contradice, entonces hemos conducido al oponente incluso ad absurdum. En todo caso, puesto que la otra premisa añadida es de verdad indiscutible, la falsedad de la conclusión tiene que derivarse de su tesis: así pues, esta no puede ser verdadera.
Todo método de ataque en la disputa se podrá reducir a los procedimientos que aquí se han expuesto formalmente: así pues, estos son a la dialéctica lo que al arte de la esgrima los ataques reglados, como tercero, cuarto, etc.; — en cambio, las artimañas o estratagemas que he recopilado serían acaso comparables a las fintas y, finalmente, los insultos personales al disputar se asemejarían a lo que los maestros universitarios de esgrima llaman golpes sucios [Sauhieben]. Como pruebas y ejemplos de aquellas estratagemas que he reunido podrían ser oportunas aquí algunas de ellas.
Séptima estratagema: la ampliación. La afirmación del contrario es llevada más allá de sus límites naturales, es decir, tomada en un sentido más amplio de lo que él pretende o incluso ha expresado, para entonces refutarla cómodamente en ese sentido.
Ejemplo: A afirma que los ingleses han superado en el arte dramático a todas las demás naciones. B plantea la aparente instantia in contrarium[58] de que en la música, y por lo tanto también en la ópera, sus logros han sido escasos. — De ahí se sigue, en cuanto quite a esa finta, que cuando se suscite una contradicción uno debe enseguida limitar estrictamente la afirmación emitida a las expresiones utilizadas o a su sentido más justo, restringiéndolas a los límites más estrechos que pueda. Pues cuanto más general resulta una afirmación, a más ataques se halla expuesta.
Octava estratagema: hacer conclusiones. Uno añade a la proposición del oponente, con frecuencia solo tácitamente, una segunda que está relacionada con ella a través del sujeto o el predicado: de esas dos premisas se extrae una conclusión falsa, la mayoría de las veces odiosa, que se atribuye al oponente.
Ejemplo: A elogia que los franceses hayan expulsado a Carlos X. B replica inmediatamente: «Así que usted quiere que expulsemos a nuestro rey». — La proposición añadida subrepticiamente como mayor es: «Todos los que expulsan a su rey son dignos de elogio». — Esto puede también reducirse a la fallada a dicto secundum quid ad dictum simpliciter[59].
Novena estratagema: la desviación. Cuando en el desarrollo de la disputa uno observa que está fracasando y que el contrario va a triunfar, a veces intenta prevenir esa contrariedad mediante una mutatio controversiae[60], es decir, desviando la discusión a otro tema, en particular a algún asunto accesorio, o en caso necesario incluso dando un salto a él. Entonces intenta introducirlo en el oponente para impugnarlo y convertirlo en tema de controversia en lugar del asunto original; de modo que el oponente ha de abandonar su triunfo inminente para volverse hacia ese tema. Mas si por desgracia uno ve que también aquí se le ofrece enseguida un poderoso contra-argumento, entonces vuelve a hacer exactamente lo mismo y salta de nuevo a otra cosa: y eso se puede repetir diez veces en un cuarto de hora, si es que el contrario no pierde la paciencia. La forma más hábil de llevar a cabo estas desviaciones estratégicas es desplazando la controversia de forma inadvertida y progresiva hacia algo afín al tema en cuestión y que en lo posible se refiera a él, pero en otro respecto. Ya menos sutil es mantener únicamente el sujeto de la tesis pero poner sobre el tapete otras relaciones suyas que no tienen nada que ver con lo que se habla; por ejemplo, cuando al hablar del budismo de los chinos se pasa a sus negocios de té. Pero si ni aun eso es factible, uno se vale de alguna expresión empleada casualmente por el oponente para vincular a ella una nueva controversia y así apartarse de la antigua: por ejemplo, el oponente se ha expresado así: «Justo aquí se halla el misterio de la cuestión»; entonces uno interviene rápidamente: «Bueno, si usted habla de misterios y mística, entonces no soy su hombre: pues por lo que a eso respecta…», etc., y así se conquista el ancho campo. Pero si ni para eso se le ofrece oportunidad, entonces ha de ponerse manos a la obra con osadía aún mayor y saltar repentinamente a un asunto totalmente ajeno, acaso diciendo: «Sí, y así afirmó usted hace poco…», etc. — De entre todas las tretas de las que se sirven los disputantes fraudulentos, la mayoría de las veces instintivamente, la desviación es en general la más apreciada y usada, y resulta casi ineludible en cuanto caen en apuros.
Así pues, yo he recopilado y desarrollado unas cuarenta estratagemas de esa clase. Pero ahora me repugna esclarecer todos esos refugios de la limitación y la incapacidad hermanadas con la obstinación, la vanidad y la falta de honradez; por eso me doy por satisfecho con estas pruebas y llamo la atención con seriedad tanto mayor sobre las razones antes señaladas para evitar la disputa con gente como es la mayoría. A lo sumo se podrá intentar apoyar la inteligencia de otro a través de argumentos: pero tan pronto como se perciba obstinación en las réplicas, se debe terminar en el acto. Pues entonces uno se volverá también falto de honradez, y un sofisma es en lo teórico lo que un enredo en lo práctico: mas las estratagemas de las que aquí hemos tratado son mucho más indignas que los sofismas. Pues en ellas la voluntad se pone la máscara del entendimiento para desempeñar su papel, lo cual resulta siempre horrible; y pocas cosas suscitan tanta indignación como cuando se nota que un hombre malinterpreta intencionadamente. El que no admite buenas razones de su oponente demuestra un intelecto directamente débil, o bien tiranizado por el dominio de la propia voluntad, es decir, indirectamente débil: de ahí que solo debamos seguir a alguien así cuando acaso el cargo y la obligación lo requieran. — Pero con todo eso, y a fin de hacer justicia a los mencionados subterfugios, he de admitir que también nos podemos precipitar al renunciar a nuestra opinión por un acertado argumento del contrario. En efecto, sentimos la fuerza de un argumento así: pero no se nos ocurren con la misma rapidez las razones en contra o lo que de algún otro modo pudiera mantener en pie y salvar nuestra afirmación. Si en tal caso damos inmediatamente por perdida nuestra tesis, puede ser que con ello traicionemos la verdad, al descubrir después que teníamos razón pero, debido a la debilidad y falta de confianza en nuestra causa, hemos cedido ante la primera impresión. — Incluso puede que la prueba que habíamos planteado en favor de nuestra tesis hubiera sido realmente falsa, pero que existiera otra correcta para ella. Debido a ese sentimiento ocurre que ni siquiera la gente sincera y amante de la verdad cede fácilmente ante un buen argumento, sino que más bien ensaya una breve resistencia e incluso la mayoría de las veces se obstina durante un tiempo en su tesis cuando la argumentación contraria les ha puesto en duda su verdad. Se asemejan al general que, con la esperanza del levantamiento del sitio, intenta mantener durante un tiempo una posición que sabe que no puede sostener. En efecto, esperan que mientras se defienden con malas razones se les ocurrirán las buenas, o bien se les hará clara la simple apariencia de los argumentos del contrario. De este modo, pues, uno se verá
casi forzado a una pequeña falta de honradez en la disputa, por cuanto momentáneamente no ha de luchar tanto por la verdad como por su tesis. Eso es una consecuencia de la incertidumbre de la verdad y de la imperfección del intelecto humano. Mas enseguida surge el peligro de llegar demasiado lejos, luchar demasiado tiempo con una falsa convicción, obstinarse finalmente y, dando paso a la maldad de la naturaleza humana, defender la propia tesis per fas et nefas[61], es decir, también con ayuda de estratagemas fraudulentas, manteniéndola mordicus[62]. Que a cada cual le proteja aquí su genio bueno, a fin de que no tenga que avergonzarse después. Entretanto, el claro conocimiento de la naturaleza del asunto aquí expuesta le alecciona para instruirse a sí mismo también en este respecto.
[44] [No hay animales con voz que no respiren por pulmones.] <<
[45] [Todo animal fósil es un animal desaparecido.] <<
[46] Anton Rosas (1791-1855), profesor en la Universidad de Viena a partir de 1821 y autor de Manual de oftalmología, plagio de la teoría de los colores de Schopenhauer. [N. de la T] <<
[47] [Per fas et nefas: con razón o sin ella, por todos los medios.] <<
[48] [Ultima razón de los tontos.] <<
[49] [Manual de la teoría de la disputa, mencionado por Diógenes Laercio V 2, 13.] <<
[50] Véase Parerga y Paralipomena I, p. 446 [p. 434], nota 155. [N. de la T] <<
[51] [Técnica de la contradicción / disputar / dialéctica / dialogar.] <<
[52] [Tratado lógico especial en el que se expone el proceso de la disputa, sus leyes, así como los vicios de los disputantes.] <<
[53] [Dirigidos al asunto / al oponente / bajo el supuesto de algo que se ha admitido.] <<
[54] [Niego la (premisa) mayor / Niego la (premisa) menor.] <<
[55] [Niego la conclusión.] <<
[56] [La inferencia de la falsedad de la consecuencia a la falsedad de la razón es válida.] <<
[57] Referente a la demostración indirecta que se realiza mostrando la falsedad de su contrario. Sobre el concepto de απαγωγή y su uso en Schopenhauer, véase El mundo como voluntad y representación II, p. 117 [p. 138], nota 2. Hay que hacer notar, sin embargo, que la distinción que aquí establece Schopenhauer entre la instancia y la απαγωγή no concuerda con lo que se dice en aquel pasaje de El mundo, donde, a raíz de la distinción aristotélica entre επαγωγή y απαγωγή, se afirma que esta última «prueba la falsedad de una proposición mostrando que lo que se seguiría de ella no es verdadero, o sea, por medio de la instantia in contrarium». [N. de la T.] <<
[58] [Ejemplo de lo contrario.] <<
[59] [Falacia que interpreta lo dicho en sentido limitado como afirmado en sentido propio.] <<
[60] [Cambio de la controversia.] <<
[61] Véase p. 26 [p. 55], nota 4. [N. de la T] <<
[62] [Obstinadamente.] <<
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