De todas las divisiones importantes del conocimiento científico, la que ha avanzado menos es la psicología. De acuerdo con su etimología, «psicología» debiera significar «la teoría del alma», pero ésta, aunque familiar para los teólogos, puede difícilmente considerarse como un concepto científico. Ningún psicólogo podría decir que el tema fundamental de su estudio es el alma, sino que si le pidieran que dijese cuál es, no le sería fácil dar una respuesta. Algunos dirían que la psicología trata de los fenómenos mentales, pero se verían confundidos si se les pidiera que declararan en qué forma —si es que existe alguna— los fenómenos mentales difieren de los que se derivan de los datos de la física. Las materias fundamentales de psicología nos llevan con mucha rapidez a las regiones de la duda filosófica, y es más difícil que en otras ciencias escapar a las preguntas fundamentales a causa de la falta de conocimientos experimentales exactos, Sin embargo, algo se ha obtenido y se han eliminado muchos errores. Varios de éstos estaban asociados con la teología, ya por causa o efecto, Pero la relación no fue como en los temas que hemos discutido hasta ahora con textos especiales o errores bíblicos respecto a hechos concretos, sino más bien con doctrinas metafísicas que, por una razón u otra, habían llegado a considerarse esenciales para el dogma ortodoxos.
El «alma» como apareció primero en el pensamiento griego, tuvo un origen religioso aunque no cristiano. Parece, en lo que se refiere a los griegos, haberse originado en las enseñanzas de Pitágoras, quien creía en la trasmigración, y tendía a una salvación última, salvación que había de consistir en la emancipación de la materia, que el alma debe soportar mientras esté unido al cuerpo. Los pitagóricos Influyeron sobre Platón y éste sobre los Padres de la Iglesia: de esta manera, la doctrina del alma, como algo distinto al cuerpo, llegó a ser parte de la doctrina cristiana. Otras influencias se adhirieron, especialmente la de Aristóteles y de los estoicos, pero el platonismo, principalmente en sus últimas formas, fue el elemento pagano más importante en la filosofía patrística.
Por Platón se sabe que doctrinas muy semejantes a las que el cristianismo enseñó más tarde, eran ampliamente sostenidas en sus días por el público en general más bien que por los filósofos. «Créeme, Sócrates —dice un personaje en La República— a que cuando un hombre está casi persuadido de que va a morir, se alarma y se preocupa por cosas que nunca le afectaron antes. Hasta entonces se había reído de esas historias de la muerte que cuentan que el que haya hecho mal, debe sufrir en el otro mundo; pero ahora se atormenta la mente con el miedo de que aquellas cosas puedan ser ciertas». En otro pasaje, aprendemos que las «bendiciones que, según Museo y su hijo Eumolpo, los dioses confieren al justo, son aún más deleitables que éstas (las de los ricos en la tierra) puesto que los conducen al reino de los Hades, y los describe reclinados sobre cojines con guirnaldas en la frente, en un banquete de los piadosos donde permanecen toda la eternidad bebiendo vino». Resulta que Museo y Orfeo lograron «persuadir no sólo a los Individuos, sino también a ciudades, de que los hombres serán absueltos y purificados, tanto en vida como después de la muerte, por medio de ciertos sacrificios y diversiones agradables que llamaban Misterios; que nos libraban de los padecimientos del otro mundo en tanto que el desentenderse de ellos era castigado por una horrible sentencia». Sócrates mismo, en «La República», sostiene que la otra vida deberá representarse en forma agradable con el objeto de estimular el valor en la batalla; pero no dice hasta qué punto cree que esto puede ser cierto.
La doctrina de los filósofos cristianos, que era principalmente platónica en la antigüedad, se hizo aristotélica después del siglo XI. Tomás de Aquino (1225-74) que es considerado oficialmente el mejor de los escolásticos, conserva hasta el día de hoy la norma de la filosofía ortodoxa en la Iglesia Católica Romana. Los maestros de las instituciones educacionales supeditadas al Vaticano, en tanto que exponen como temas de Interés histórico los sistemas de Descartes o de Locke, de Kant o de Hegel, deben dejar en claro que él único sistema verdadero es el del «doctor seráfico». De las licencias permitidas, la mayor es sugerir, como lo hace su traductor, que el autor bromea al discutir lo que ocurre en la resurrección del cuerpo de un caníbal, cuyos padres fueron Igualmente caníbales. Claro está que las personas que él y sus padres se comieron, tienen un derecho anterior a la carne que componla sus cuerpos, de manera que los devoradores se verán desprovistos cuando cada cual reclame lo suyo. Ésta es una verdadera dificultad para aquellos que creen en la resurrección de la carne que afirma el Credo Apostólico. Prueba el debilitamiento intelectual de la ortodoxia en nuestros días el que retenga el dogma mientras trata como simples bromas la discusión seria de problemas que se refieren a él. Se ve cuán real es aún la creencia en la objeción hecha a la incineración que sostienen muchos países protestantes y casi todos los católicos, aun cuando estén tan emancipados como Francia. Cuando mi hermano fue incinerado en Marsella, el encargado de hacerlo me informó que eran muy raros los casos de incineración a causa del prejuicio teológico. Es en apariencias más difícil para el Omnipotente juntar las partes del cuerpo humano cuando se han difundido como gases, que cuando permanecen en el cementerio en forma de gusanos y arcilla, Tal apreciación, si tuviera que expresarla, sería considerada una herejía; es, sin embargo, la opinión predominante entre los ortodoxos más convencidos.
El cuerpo y el alma en la filosofía escolástica (que es aún la romana), son ambos substancias. «Substancia» es una idea derivada de sintaxis, y sintaxis se deriva de la mayor o menor metafísica más o menos inconsciente, de las razas primitivas que determinaron la estructura de nuestras lenguas. Las sentencias se analizan en sujeto y predicado, y se cree que, mientras algunas palabras pueden estar indiferentemente en el sujeto o en el predicado, hay otras que (a veces en un sentido no muy evidente) pueden ser sólo sujeto; estas palabras de las que los nombres propios son los mejores ejemplos se supone que indican «substancias». La palabra popular de la misma idea es «cosa», o «persona» cuando se aplica a hechos humanos. La concepción metafísica de substancia es sólo un ensayo para dar precisión a lo que el sentido común llamaría persona o cosa.
Tomemos un ejemplo. Podemos decir «Sócrates fue sabio», «Sócrates fue griego», «Sócrates enseñó a Platón», etc. En todas estas afirmaciones atribuimos diferentes cualidades a Sócrates. La palabra «Sócrates» tiene exactamente los mismos significados en todas las frases; el hombre Sócrates es así algo diferente de sus atributos, algo en que se dice que los atributos son «adquiridos». El conocimiento natural sólo nos capacita para reconocer una cosa por sus atributos; si Sócrates tuviera un hermano gemelo, exactamente con los mismos atributos, no podríamos distinguirlos. Sin embargo, una substancia es algo distinto de la suma de sus atributos. Esto se manifiesta con más claridad en la doctrina eucarística. En la transubstanciación de los atributos del pan permanecen, pero la substancia se convierte en el Cuerpo de Cristo. En el periodo del surgimiento de la filosofía moderna todos los innovadores, desde Descartes hasta Leibniz (excepto Spinoza), se dieron grandes molestias para probar que sus doctrinas estaban conformes con la transubstanciación; las autoridades vacilaron largo tiempo, pero finalmente decidieron que la salvación se encontraba solo en el escolasticismo. Se desprende, pues, que, fuera de la revelación, nunca podemos estar seguros de si una persona o cosa vista en un momento es o no idéntica a una persona o cosa similar vista en otra ocasión; nos exponemos de hecho al riesgo de una comedia perpetua de errores. Bajo la influencia de Locke, sus continuadores dieron un paso al que nadie antes se había, aventurado: negaron la completa utilidad de la noción de substancia. Sócrates, dijeron, en cuanto podemos saber, algo de él, es conocido por sus atributos. Cuando hayan dicho dónde y cuándo vivió, qué aspecto tenía, qué hacía, etc., han dicho todo cuanto se podía sobre él; no hay necesidad de suponer un interior enteramente desconocido en el cual sus atributos eran como un alfiler en una almohadilla. Lo que es absoluta y esencialmente inconocible, no se puede saber que exista y no hay motivo para suponer que realmente existe.
El concepto de substancia como algo que tiene atributos, pero que es distinta de cualquiera y de todas las demás, fue sostenido por Descartes, Spinoza y Leibniz; también, aunque con mucho menos énfasis, por Locke. Fue, sin embargo, rechazado por Hume y ha sido gradualmente excluido tanto de la física como de la psicología. En cuanto a la manera cómo ocurrió esto, se dirá más; por el momento debemos preocuparnos de las consecuencias teológicas de la doctrina y de las dificultades resultantes de su rechazo.
Tomemos primero el cuerpo. Mientras se mantenga el concepto de substancia, la resurrección de la carne significará la reunión de las actuales substancias que lo habían compuesto mientras estaba vivo en la tierra. Puede que las substancias hayan pasado por muchas transformaciones, pero han conservado su Identidad. Sin embargo, si un trozo de materia no es más que la reunión de sus atributos, se pierde su identidad cuando éstos cambian y no tendría sentido el decir que el cuerpo celestial, después de la resurrección es la misma «cosa» que lo que fue en un tiempo cuerpo terreno. Por extraño que parezca, esta dificultad tiene un paralelo exacto con la física moderna. Un átomo con sus electrones es susceptible de transformaciones bruscas, y los electrones que aparecen después de la transformación no pueden identificarse a los que habían aparecido antes. Cada uno es sólo una forma de agrupación de los fenómenos observables y no tiene el género de «realidad» requerido para la preservación de la identidad a través del cambio.
Los resultados del abandono de «substancia», fueron aún más serios en lo que se refiere al alma que en lo que se refiere al cuerpo. Se presentaron, sin embargo, muy gradualmente, porque se pensó que varias formas atenuadas de la doctrina antigua eran aún defendibles. Primero la palabra «alma» fue substituida por la de «mente», parece que con el objeto de evitar complicaciones teológicas. Luego se introdujo la palabra «sujeto», y ésta sobrevive aún, especialmente en el supuesto contraste de «subjetivo» y «objetivo». Debemos decir, por eso, algo sobre el sujeto.
Hay, evidentemente, algún sentido en aquello de que yo soy la misma persona que fui ayer, y para tomar un ejemplo aún más evidente, si simultáneamente veo un hombre y le oigo hablar, hay algún sentido en aquello de que el yo que ve es el mismo yo que oye. Se llegó a pensar que, cuando percibo algo, hay una relación entre yo y la cosa: yo, quien percibe, soy el «sujeto» y la cosa percibida es el «objeto». Desgraciadamente resultó que nada puede saberse del sujeto: está siempre percibiendo otras cosas, pero no puede percibirse a sí mismo. Hume niega abiertamente que exista tal sujeto, pero esto no puede ser. Si no hubiera sujeto, ¿qué es lo que sería inmortal? ¿Qué tendría voluntad libre? ¿Qué fue aquello que pecó en la tierra y fue castigado en el infierno? Tales preguntas no tienen respuestas. Hume no desea encontrarles contestación, pero otros carecen de su audacia.
Kant, que intentó responder a Hume, pensó que había encontrado una salida, que fue considerada profunda a causa de su obscuridad. En la sensación, dijo, las cosas actúan sobre nosotros, pero nuestra naturaleza nos obliga a percibir no las cosas como son en sí mismas, sino algo distinto que resulta de que les hayamos hecho varias adiciones subjetivas. Las más notables de estas adiciones son tiempo y espacio. Las cosas en sí mismas, de acuerdo con Kant, no están en el tiempo o en el espacio, aunque nuestra naturaleza nos obligue a ver las cosas como si lo estuvieran. El Ego (o alma), como cosa en sí misma, tampoco está en el tiempo o en el espacio, aunque como fenómeno observable parece estar en ambos. Lo que podemos observar en la percepción es una relación del Sujeto fenomenal con el Objeto fenomenal pero detrás de ambos hay un Sujeto real y un Objeto en sí mismo real, ninguno de los cuales puede ser observado. ¿Por qué entonces suponer que existen? Porque es necesario para la religión y la moral. Aunque no podemos por medios científicos saber nada sobre el verdadero Yo, sabemos que tiene voluntad libre, que puede ser virtuoso o pecador, que (aunque no en el tiempo) es inmortal, y que la aparente injusticia del sufrimiento de los buenos aquí en la tierra, será compensada con los goces del cielo. En tales asuntos, Kant, que sostuvo que la razón «pura» no puede probar la existencia de Dios, pensó que eso era posible para la razón «práctica», puesto que era una consecuencia necesaria de lo que intuitivamente sabíamos en la esfera de la moral.
Era imposible para la filosofía quedarse mucho tiempo en este camino a medias, y las partes escépticas de la doctrina de Kant demostraron ser de valor más duradero que aquéllas en que trató de salvar a la ortodoxia. Pronto se vio que no había necesidad de presumir la existencia de las cosas en sí mismas, que era únicamente la antigua «substancia» en la que se había exagerado lo inconocible. En las teorías de Kant, los «fenómenos» que pueden observarse son sólo aparentes, y la realidad tras ellos, es algo de la que sólo conoceríamos la mera existencia si no fuera por los postulados de la ética. Para sus sucesores —después que la línea de pensamiento sugerida por él alcanzó su culminación en Hegel— se hizo evidente que los fenómenos tienen cierta realidad que podemos conocer, y que no hay necesidad de suponer una variedad superior de realidad que pertenece a lo que no puede percibirse. Puede que exista tal variedad superior de realidad, pero los argumentos probatorios de que debe existir no son válidos, y su posibilidad, por lo tanto, es simplemente una de esas incontables meras posibilidades de las que se debiera prescindir, porque están fuera del reino de lo que se conoce o de lo que se conocerá. Y dentro del dominio de lo que puede ser conocido no hay sitio para la concepción de la substancia o para su modificación en la forma de sujeto y objeto. Los hechos primarios que podemos observar no tienen tal dualismo, y no hay razón para considerar las «personas» o «cosas» sino como colección de fenómenos.
Respecto a las relaciones de alma y cuerpo, no es solamente la concepción de substancia la difícil de conciliar con la filosofía moderna, hay dificultades semejantes en lo que se refiere a la causalidad.
La concepción de la causa entró en la teología principalmente en conexión con el pecado. El pecado es un atributo de la voluntad, y la voluntad la causa de la acción. Pero la voluntad no puede por sí misma ser siempre el resultado de causas anteriores, porque si lo fuera no seríamos responsables de nuestras acciones; con el objeto de salvaguardar la noción de pecado, era igualmente necesario que la voluntad no tuviera (por lo menos algunas veces) causa, y que fuera una causa. Esto da lugar a una serie de proposiciones respecto al análisis de los fenómenos mentales y a las relaciones del cuerpo y la mente, y de ellas algunas, con el transcurso del tiempo, se hicieron muy difíciles de sostener.
La primera dificultad nace de los descubrimientos de las leyes de la mecánica. Durante el siglo XVII se hizo evidente que las leyes que los experimentos y las observaciones parecían de mostrar como verdaderas, eran suficientes con como para determinar todos los movimientos de la materia. No parecía haber razón para hacer una excepción en favor del cuerpo de los animales o de los hombres.
Descartes hizo la deducción de que los animales eran autómatas, pero pensó todavía que en el hombre la voluntad puede causar los movimientos del cuerpo. Los progresos de la física demostraron rápidamente que su acomodo era Imposible, y sus continuadores abandonaron el concepto de que la mente tuviera acción en la materia. Trataron de equilibrar la balanza: sosteniendo, a la inversa, que la materia no puede influir sobre la mente. Esto les condujo a la teoría de dos series paralelas, mental y física, cada una con sus leyes propias. Cuando Ud. encuentra un hombre y decide decirle «cómo le va», su decisión pertenece a las series mentales, pero los movimientos de los labios, lengua y laringe que parecen resultar de ella, en realidad sólo tienen causas mecánicas. Comparan la mente y el cuerpo con dos relojes que se mantienen a la hora: no tienen influencia uno sobre otro. Si puede usted ver uno de los relojes, pero del otro sólo sabe de su existencia por la campana, pensaría que el que ve es el que causa la campanada.
Esta teoría, además de ser difícil de creer, tiene la desventaja de que no puede salvar la voluntad libre. Se supone que hay una estricta correspondencia entre estados del cuerpo y estados de la mente, así cuando uno se conoce, el otro puede inferirse teóricamente. El hombre que conoce las leyes de esta correspondencia y además las de la física, puede, si tiene bastante inteligencia y penetración, predecir los sucesos morales tan bien como los físicos. En todo caso, las voliciones mentales son inútiles si no las siguen manifestaciones físicas. Las leyes de la física determinan cuándo dirá Ud. «cómo le va», puesto que ésta es una acción física; y seria poco consolador pensar que uno puede querer decir «adiós» si fue preordenado a que dijera lo contrario.
Por esto, no es sorprendente que la doctrina cartesiana diera lugar en Francia durante el siglo XVIII al materialismo puro, en que se trata al hombre como gobernado totalmente por las leyes físicas. La voluntad ya no tiene cabida en esta filosofía y el concepto de pecado desaparece. No hay alma, y por consiguiente, tampoco inmortalidad, excepto la de la separación de los átomos que habían estado temporalmente unidos en el cuerpo humano. Esta filosofía que se supone haber contribuido a los excesos de la Revolución Francesa se hizo objeto de abominación, después del Reinado del Terror, primero para todos los que estaban en guerra con Francia y luego, en 1814, para los franceses que apoyaban al gobierno. Inglaterra reincidió en la ortodoxia y Alemania adoptó la filosofía idealista de los sucesores de Kant. Luego vino el movimiento romántico, que gustaba de las emociones y que no quería que se hablara de los actos humanos por fórmulas matemáticas.
En la fisiología humana, mientras tanto, aquellos que rechazaban el materialismo se refugiaron ya en los misterios o ya en la «fuerza vital»: algunos pensaron que la ciencia no podría entender nunca el cuerpo humano, otros declararon que podría hacerlo únicamente invocando otros principios que los de la química y la física. Ninguna de estas apreciaciones tiene ahora mucha popularidad entre los biólogos aunque la última cuenta aún con unos pocos defensores. Los trabajos que se habían hecho en embriología, en bioquímica y en la producción artificial de componentes orgánicos, hicieron más y más probable que características de la materia viviente pudiera ser totalmente explicadas en términos de química y física. La teoría de la evolución ha hecho, naturalmente, imposible suponer que los principios aplicables a los cuerpos animales no fuesen aplicables a los humanos.
Para volver a la psicología y a la teoría de la voluntad: fue siempre evidente que muchas, quizás todas nuestras voliciones tienen causase, pero los filósofos ortodoxos sostienen que tales causas, a diferencia de las del mundo físico, no necesitan de sus efectos. Es siempre posible, así sostienen ellos, resistir aún a los desees más poderosos por un puro acto de voluntad. Así llega a pensarse que cuando estamos guiados por la pasión nuestros actos no son libres, puesto que tienen causas, pero hay una facultad, llamada a veces «razón» y a veces conciencia, que cuando la seguimos nos da una libertad real. Así la libertad «verdadera», en contraste a los meros caprichos, se identificó con la obediencia a la ley moral. Los hegelianos dieron un paso más adelante, e identificaron la ley moral con la ley del estado, de modo que la «verdadera» libertad consiste en obedecer a la policía. Esta doctrina fue muy del gusto de los gobiernos.
La teoría de que la voluntad no tiene a veces causas fue, sin embargo, muy difícil de sostener. No puede decirse que los actos aun más virtuosos sean inmotivados. Un hombre puede desear agradar a Dios, ganarse la aprobación de los vecinos o la suya propia, ver la felicidad de otros o aliviar el dolor. Cualquiera de estos deseos puede causar una buena acción, pero a menos que un buen deseo exista en el hombre, no hará, las cosas que la ley moral aprueba. Sabemos mucho más que antes de la causa de los deseos, A veces se encuentran en la función de las glándulas endocrinas otras en la primera educación, en experiencias olvidadas, en el deseo de ser admirado, etc. En muchos casos entran un número de orígenes diferentes en la causa de un deseo. Y es claro que, cuando tomamos una decisión, lo hacemos como resultado de algún deseo, aunque puede haber, al mismo tiempo, otros que nos tiran en dirección contraria. En tales casos, como dijo Hobbes, la voluntad es «el último apetito» en la deliberación. La idea de un acto de volición totalmente incausado es por esto inadmisible. De los resultados en la ética trataremos en un capítulo posterior.
Cuando la psicología y la física se hicieron más científicas, los conceptos tradicionales de ambas cedieron el paso progresivamente a nuevos conceptos capaces de mayor precisión. La física, hasta hace muy poco, se reducía a la materia y al movimiento; y la materia, no obstante haber sido motivo de preocupaciones en momentos filosóficos, era, técnicamente, substancia en el sentido medieval. Ahora se considera que la materia y el movimiento son técnicamente inadecuados, y los procedimientos de los físicos teóricos se han adaptado más a las demandas de la filosofía científica. La psicología, de manera parecida, está encontrando necesario prescindir de conceptos tales como «percepción» y «conciencia», porque se encontró que eran incapaces de precisión. Para aclarar esto, serán necesarias unas pocas palabras sobre cada una.
La «percepción» parece a primera vista perfectamente admisible. «Percibimos» el sol y la luna, las palabras que oímos, la aspereza y la suavidad de las cosas que tocamos, el olor de un huevo descompuesto o el gusto de la mostaza. No hay duda de que lo que descubrimos ocurre; sólo es discutible la descripción. Cuando «percibimos» el sol, ha habido una cantidad de procesos causales; primero en las noventa y tres millones de millas que lo separan, luego en el ojo, en el nervio óptico y en el cerebro. El acontecimiento «mental» final que llamamos ver el sol no puede suponerse que tenga mucho parecido con el sol mismo. El sol, como la cosa en sí misma, de Kant, permanece fuera de nuestra experiencia, y lo conocemos, si ello es posible, sólo por una difícil inferencia de la experiencia que llamamos «ver el sol». Suponemos que el sol tiene una existencia fuera de nuestra experiencia porque mucha gente lo ve al mismo tiempo y porque toda clase de cosas, tales como la luz de la luna, se pueden explicar más simplemente presumiendo que el sol tiene efectos en lugares donde no hay observadores. Pero seguramente no «percibimos» el sol en el sentido directo y sencillo en que nos parece que lo hacemos, antes de que hubiéramos comprendido la causal física compleja de las sensaciones.
Podemos decir, en sentido amplio, que «percibimos» un objeto cuando nos sucede algo de que el objeto es la causa principal, y de naturaleza tal que nos permita hacer inferencias respecto al objeto. Cuando, oímos hablar a una persona, las diferencias en lo que oímos corresponde a diferencias en lo que dice; el efecto del medio que interviene es más o menos constante, y por lo tanto, se puede prescindir de él. Igualmente cuando vemos una mancha roja y otra azul inmediatamente al lado, tenemos derecho a suponer alguna diferencia entre los sitios de que vienen las luces roja y azul, aunque no se puede suponer que esta diferencia se parezca a la que existe entre la sensación de roja y la sensación de azul. En esta forma podemos tratar de salvar el concepto de «percepción», pero nunca lograremos darle precisión. El medio tiene siempre algún efecto desfigurador; el sitio rojo puede parecer rojo debido a la neblina, o el azul, azul porque llevamos anteojos de color. Para hacer deducciones del objeto por medio de la experiencia que llamamos «percepción», debemos saber física y fisiología de los órganos de los sentidos, y tener informaciones completas de lo que hay en el espacio que nos separa de él. Con estas Informaciones, y aceptando la realidad del mundo externo, podemos obtener datos muy abstractos respecto al objeto «percibido». Pero toda la actualidad implícita en la palabra «percepción» desaparecerá en este proceso de inferencia a causa de difíciles fórmulas matemáticas. En el caso de objetos distantes como el sol, esto no es difícil ver. Pero es igualmente cierto de lo que tocamos, olemos o gustamos, puesto que nuestra «percepción» de tales cosas es debido a procesos complicados que van al cerebro por medio de nervios.
El problema de la «conciencia» es tal vez más difícil. Decimos que somos «conscientes», pero los palos y las piedras no lo son; decimos que somos «conscientes» mientras estamos despiertos, no dormidos. Seguramente que queremos decir algo cuando decimos esto y significaremos algo que es verdadero. Pero expresar con cierta exactitud lo que hay de verdadero es más difícil y requiere un cambio de idioma.
Cuando decimos que somos «conscientes» significamos dos cosas: por una parte, que reaccionamos de cierto modo a nuestro ambiente; por otra, que cuando nos observamos interiormente encontramos ciertas cualidades en nuestros pensamientos y sentimientos que no se hallan en los objetos inanimados.
En lo que respecta a nuestra reacción al ambiente, ella consiste en el ser consciente «de» algo. Si usted grita «Ey», se da vuelta la gente pero no las piedras. En ese caso Ud. mismo sabe que mira a su alrededor porque ha oído un ruido. Mientras se pueda suponer que uno «percibe» cosas del mundo externo, puede decir que, en la percepción, uno es consciente de «ellas». Ahora sólo podemos decir que reaccionamos a estímulos; lo mismo hacen las piedras, aunque los estímulos ante los que ellas reaccionan son menos. Hasta ahora, por lo tanto, en lo que se refiere a «percepción» externa, la diferencia entre nosotros y las piedras es sólo de grado.
La parte más importante de la noción de «conciencia» se refiere a lo que descubrimos por introspección. No sólo reaccionamos ante objetos externos, sino que sabemos que reaccionamos. La piedra, creemos, no sabe cuándo reacciona, pero si lo sabe tiene «conciencia». Aquí también, la diferencia, al analizarla, se verá que es de grado. Saber que vemos algo no es realmente un nuevo elemento de conocimiento agregado al de ver, a no ser en cuanto a recuerdo. Si primero vemos algo, y luego, inmediatamente después, reflexionamos sobre lo que vimos, la reflexión que parece introspectiva, es un recuerdo inmediato. La memoria, puede decirse, es algo claramente «mental», pero puede ser, de nuevo, negado. La memoria es una forma del hábito, y el hábito es una característica del tejido nervioso aunque puede aparecer en otras partes, por ejemplo en un rollo de papel que después de ser estirado se enrolla de nuevo. No pretendo que esto que he dicho sea un análisis completo de lo que vagamente llamamos «conciencia»; el asunto es largo y requeriría un volumen. Trato sólo de sugerir que lo que a primera vista parece un concepto preciso es en realidad lo contrario, y que los psicólogos científicos necesitan una terminología diferente.
Finalmente debe decirse que la vieja distinción entre el alma y el cuerpo se ha desvanecido, tanto porque la «materia» ha perdido su antigua solidez como porque la mente ha perdido su «espiritualidad». Todavía se piensa a veces; y éste fue concepto universal, que los datos de la física son públicos en el sentido de que son visibles para todos, mientras que los de la psicología son privados, puesto que se obtienen por la introspección. Esta diferencia, sin embargo, es sólo de grado. No hay dos personas que puedan percibir exactamente el mismo objeto al mismo tiempo, porque la diferencia en sus puntos de vista hace alguna diferencia en lo que ven. Los datos de la física, cuando se les examina cuidadosamente, se ve que tienen la misma clase de secreto que los de la psicología. Y la cuasi publicidad que poseen no es enteramente imposible en psicología.
Los hechos que forman el punto de partida de las dos ciencias son idénticos por lo menos en parte. Las manchas de: color que vemos son un dato igualmente para la física que para la psicología. La física desprende una serie de inferencias de cierta clase y la psicología otras de clase distinta. Se podría decir, aunque esto sería expresarse con demasiada crudeza, que la física se preocupa de las relaciones causales fuera del cerebro y la psicología de las de dentro del cerebro, excluyendo, en este último caso, aquellas que se descubren por la observación externa del fisiólogo que inspecciona el cerebro. Los datos para la física y la psicología, son hechos que, en cierto modo, ocurren en el cerebro. Tienen una cadena de causas externas, qué son investigadas por los físicos, y otra de efectos internos memoria, hábitos, etc., investigada por la psicología. Pero no hay evidencia de ninguna diferencia fundamental entre los constituyentes del mundo físico y del psicológico. Sabemos menos de ambos de lo que se creyó antes, pero si lo suficiente como para estar completamente seguros de que ni «alma» ni «cuerpo» encontrarán cabida, en la ciencia moderna.
Queda por investigar entonces qué influencia tienen las doctrinas modernas, en cuanto a fisiología y psicología, sobre la credibilidad de la creencia ortodoxa en la inmortalidad.
Que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo es una doctrina que, como hemos dicho, ha sido sostenida ampliamente por cristianos y no cristianos, por hombres civilizados y bárbaros Entre los judíos del tiempo de Cristo, los fariseos creían en la inmortalidad, pero no los saduceos que adhirieron a una tradición más antigua. En el cristianismo la creencia en la vida eterna ha sido siempre de capital Importancia. Algunos gozarán de la felicidad del cielo, después de sufrir un periodo de purificación en el purgatorio, de acuerdo con el Credo Católico Romano. Otros serán condenados a tormentos eternos en el infierno. En la época moderna, los cristianos liberales se inclinan a menudo a la idea de que el infierno no es eterno; esta apreciación ha sido sostenida por muchos sacerdotes en la Iglesia de Inglaterra desde que el Consejo de la Corona, en 1684, decidió que no era ilegal sostener tal cosa. Pero a mediados del siglo XIX, muy pocos cristianos dudaban de la realidad del castigo eterno. El miedo al infierno fue —y en menor grado lo es aún— una fuente de profunda ansiedad que disminuía mucho el consuelo derivado de la creencia en una vida eterna. El motivo de la salvación de los demás fue usado como justificación de las persecuciones; porque si un hereje, al extraviar a otros, podía ser causa de que ellos se condenaran, ningún grado de tortura se podría encontrar excesivo si se empleaba, para prevenir tan terribles resultados. Porque, como quiera que se piense en la actualidad, se creía antiguamente con pocas excepciones, que la herejía era incompatible con la salvación.
La decadencia de la creencia en el infierno no se debió a ningún argumento teológico nuevo ni tampoco a la influencia directa de la ciencia, sino a la disminución general de la ferocidad que se produjo en los siglos XVIII y XIX. Es parte del mismo movimiento que condujo, poco antes de la Revolución Francesa, a la abolición de las torturas judiciales en muchos países, y que, a principios del siglo XIX, obtuvo la reforma del bárbaro código penal con que se afrentó Inglaterra. En nuestros días, aun entre los que creen todavía en el infierno, se piensa que el número de los condenados a sufrir sus tormentos es mucho menor que lo que antes se concebía, Nuestras más fieras pasiones, actualmente, toman más bien un giro político que teológico.
Es un hecho curioso que mientras la creencia en el infierno se ha hecho cada vez menos definida, la creencia en el cielo ha perdido su vivacidad. Aunque la creencia en el cielo es todavía parte reconocida de la ortodoxia cristiana, se discute menos sobre ella que sobre la evidencia de los propósitos divinos en la evolución. Los argumentos a favor de la religión se basan más ahora en su influencia de tratar de proporcionar una vida mejor aquí en la tierra que en su conexión con la eternidad. La creencia de que la vida es una mera preparación para otra, que antes influenciaba la moral y la conducta, ha dejado de tener ahora mucha influencia aun en aquellos que no la han rechazado conscientemente.
Lo que la ciencia tiene que decir en el asunto de la inmortalidad no es muy definido. Hay, ciertamente, una línea de argumentos en favor de la sobrevivencia después de la muerte, qué es, al menos en intención, completamente científica —me refiero a la línea de argumentos relacionados con los fenómenos buscados por investigación psíquica—. No tengo suficientes conocimientos en la Materia, como para juzgar una evidencia ya existente, pero está claro que puede haberla como para convencer a hombres razonables. A esto, sin embargo, deben agregarse algunas condiciones. La evidencia, en el mejor de los casos, probaría sólo que sobrevivimos a la muerte, no que sobrevivimos para siempre. En segundo lugar, donde hay poderosos deseos comprometidos, es muy difícil aceptar el testimonio aun de personas habitualmente precisas; esto fue evidente durante la guerra, como en todo tiempo de grades excitaciones. En tercer lugar, si en otros terrenos parece improbable que nuestra personalidad no muere con el cuerpo, necesitaríamos de evidencias mucho más poderosas de la sobrevivencia que si creyéramos posible la hipótesis anterior. Ni aun los sostenedores más ardientes del espiritualismo pretenderían tener tanta certidumbre de la sobrevivencia, como la que los historiadores podrían aducir para probar que las brujas hacían homenajes de cuerpo a Satanás; sin embargo vale la pena examinar la evidencia de tales hechos.
La dificultad para la ciencia nace de que no parece haber una entidad tal como el alma o el ego. Como vimos, no es ya posible considerar al cuerpo y al alma como dos «substancias» que tienen esa duración a través del tiempo que los metafísicos consideraban como lógicamente unida a la noción de substancia. Tampoco hay ninguna razón en psicología para suponer un «sujeto» que, en percepción, se pone en contacto con un «objeto». Hasta hace poco se había creído que la materia es inmortal, pero esto no lo sustenta ya la técnica de la física. Un átomo es ahora sólo una forma aceptable de agrupar ciertos acontecimientos; es conveniente, hasta cierto punto, creer al átomo como un núcleo con electrones; pero los electrones de un tiempo no pueden ser Identifica dos con las de otro, y en todo caso ningún físico moderno los consideraría como «reales». Mientras se supuso que la substancia material podía ser eterna, fue fácil argüir que las mentes deben ser igualmente eternas; pero este argumento, que nunca fue muy poderoso, no puede sostenerse ya. Por razones suficientes, los físicos han reducido al átomo a una serie de acontecimientos por razones igualmente buenas, los psicólogos encuentran que la mente no tiene la identidad de una sola «cosa» continuada, sino de una serie de hechos unidos por ciertas relaciones íntimas. Por esto, el problema de la inmortalidad se ha convertido en la interrogación de si estas relaciones Íntimas existen entre sucesos relacionados con un cuerpo viviente y otras que ocurren después que un cuerpo ha muerto.
Debemos decidir primero, antes de que podamos intentar esta pregunta, cuáles son las, relaciones que unen algunos acontecimientos en forma que los hacen la vida mental de una persona. Evidentemente el más importante de éstos es la memoria: las cosas que puedo: recordar me sucedieron a mí. Y si puedo recordar cierta ocasión y en esa ocasión puedo recordar algo más, entonces me ha ocurrido ese algo más. Se objetaría que dos personas pueden recordar el mismo hecho, pero eso sería un error; no hay dos personas que puedan ver exactamente la misma cosa, a causa de las diferencias de sus posiciones. Ni pueden tampoco tener precisamente las mismas experiencias al oír u oler, gustar o palpar. La mía puede ser muy semejante a la de otra persona, pero siempre difiere en un menor o mayor grado. La experiencia de cada persona es exclusiva para sí, y cuando una experiencia consiste en recordar otra, se dice que las dos pertenecen a la misma «persona».
Hay otra definición, menos psicológica, de la personalidad, que la deriva del cuerpo. La definición de lo que hace la identidad de un cuerpo viviente en tiempos diferentes, sería complicada, pero por el momento la daremos como establecida. Daremos también como establecido que cada experiencia «mental» conocida para nosotros está relacionada con algún cuerpo viviente. Podemos entonces definir a una persona como la serie de sucesos mentales en conexión con un cuerpo dado. Ésta es la definición legal. Si el cuerpo de John Smith comete un asesinato, y luego la policía arresta al cuerpo de John Smith, la persona que habitaba el cuerpo en el momento de ser arrestado es un asesino.
Estas dos maneras de definir una «persona» contiende en los casos llamados de personalidad dual. En tales casos, lo que parece para la observación exterior ser una persona, está, subjetivamente dividida en dos; a veces ninguna de las dos sabe nada de la otra, otras una de ellas conoce a la otra, pero no viceversa. En los casos en que ninguna de las dos sabe nada de la otra, hay dos personas si la memoria es usada como la definición, pero sólo uno, si es usado el cuerpo. Hay una graduación regular hasta el extremo de la personalidad dual, a través de la distracción, la hipnosis y el sonambulismo. Esto hace difícil usar la memoria como la definición de personalidad. Pero como la memoria perdida puede recuperarse por hipnotismo o en el curso del psicoanálisis, quizás la dificultad no sea insuperable.
Además de los recuerdos, varios elementos más o menos análogos a la memoria entran en la personalidad: hábitos, por ejemplo, que se han formado como resultado de experiencias pasadas. Por cuanto, donde hay vida, los hechos pueden formar hábitos, una experiencia difiere de un mero suceso. Un animal, y con mayor razón un hombre, está, formado por experiencias en un modo en que la materia muerta no lo está. Si un hecho está relacionado casualmente con otro en la forma peculiar que tiene que hacer con la formación de hábitos, entonces los dos hechos pertenecen a la misma «persona». Ésta es una definición más amplia que la de la sola memoria, porque incluye todo lo que incluye la definición de ésta y una buena cantidad más.
Si hemos de creer en la supervivencia de la personalidad después da la muerte del cuerpo, debemos suponer que hay una continuidad de memorias o al menos de hábitos, puesto que de otra manera no habría razón para pensar que es la misma persona la que sobrevive. Pero en este punto la fisiología pone dificultades. Los hábitos y la memoria son debidos ambos a efectos en el cuerpo, especialmente en el cerebro; la formación de un hábito puede considerarse análoga a la de una corriente de agua. Ahora, los efectos en el cuerpo, que dan origen a memoria y a hábitos, son obliterados por la muerte y la descomposición, y es difícil creer, a menos por un milagro, que puede transferirse a un cuerpo nuevo tal como el que deberíamos suponer que habitaría en la otra vida. Si hemos de ser espíritus sin cuerpo, la dificultad aumenta. Dudo cómo, con las apreciaciones modernas de la materia, sea lógicamente posible un espíritu sin cuerpo. La materia es solamente una cierta manera de agrupar hechos, y por esto donde hay hechos hay materia. Si la continuidad de una persona a través de la vida de su cuerpo depende, como yo afirmo, de la formación de hábitos, debía depender también de la continuidad del cuerpo. Sería tan fácil transportar una corriente de agua al cielo sin que perdiera su identidad como transferir una persona.
La personalidad es esencialmente materia de organización. Ciertos hechos, agrupados entre sí por medio de ciertas relaciones, forman una persona. El agrupamiento es efectuado por leyes causales —las relacionadas con la formación de hábitos, que incluyen la memoria—, y las leyes causales inherentes dependen del cuerpo. Si esto es cierto —y hay poderosos motivos para creer que lo es—, pretender que una personalidad sobreviva a la desintegración del cerebro es como esperar que sobreviva un club de cricket cuando todos sus miembros han muerto.
No pretendo que este argumento sea decisivo. Es imposible predecir el futuro de la ciencia, particularmente de la psicología, que está empezando a ser solamente a ser científica. Pueda que las causales psicológicas se liberten de su actual dependencia del cuerpo. Pero en el estado actual de la psicología y de la fisiología, la creencia en la inmortalidad no puede, de ninguna manera solicitar el apoyo de la ciencia, y aquellos argumentos que pudieran aducirse sobre la materia indican que la personalidad se extingue con la muerte. Puede que no lamentemos la idea de sobrevivir, pero resulta agradable imagina que todos los perseguidores de judíos, los charlatanes y los sinvergüenzas no continuarán existiendo por una eternidad. Tal vez nos digan que mejorarán a tiempo, pero lo dudo.
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