La primera batalla reñida entre la teología y la ciencia, y en cierto modo la más notable, fue la disputa astronómica de si era la tierra o el sol el centro de lo que ahora llamamos el sistema solar. La teoría teológica fue la ptolomeica, de acuerdo con la cual, la tierra está en reposo al centro del universo, mientras que el sol, la luna, los planetas y el sistema de estrellas fijas giran a su alrededor cada uno en su propia esfera. De acuerdo con la nueva teoría, la copernicana, la tierra, lejos de estar en reposo, gira en doble rotación: diariamente en torno de su eje y al mismo tiempo alrededor del sol en el plazo de un año.
La teoría que llamamos copernicana, aunque apareció con toda la fuerza de la novedad en el siglo XVI, fue de hecho inventada por los griegos cuya competencia en astronomía era muy grande, La defendió la escuela de Pitágoras, que la atribuía, quizás lejos de la verdad histórica, a su fundador, Pitágoras. El primer astrónomo de quien se sabe que enseñó que la tierra se mueve, fue Aristarco de Samos que vivió en el siglo III a. C. Fue, bajo muchos aspectos, un hombre notable. Inventó un método de valor teórico para descubrir las distancias relativas del sol y la luna, pero, debido a errores de observación, sus resultados estaban muy lejos de ser correctos. Lo mismo que a Galileo, se le acusó de impío y fue denunciado por el estoico Clintio. Pero vivió en una época en que los fanáticos tenían poca influencia en los gobiernos, y aparentemente, la denuncia no le causó daño.
Los griegos eran hábiles en geometría, lo que les capacitó para llegar a demostraciones científicas en ciertas materias. Sabían la causa de los eclipses, y por la forma de la sombra de la tierra proyectada en la luna dedujeron que era esférica. Eratóstenes, que fue poco posterior a Aristarco, descubrió la manera de estimar el tamaño de la tierra. Pero los griegos no poseían ni rudimentos de dinámica y, por lo tanto, aquellos que se adhirieron a la teoría de Pitágoras sobre el movimiento de la tierra, no pudieron avanzar ningún argumento de peso en favor de sus apreciaciones. Ptolomeo, alrededor del año 130 d. C., refutó la teoría de Aristarco y restauró a la tierra a su posición privilegiada en el centro del Universo. En el resto de la antigüedad y en la Edad Media, sus doctrinas permanecieron indiscutidas.
Copérnico (1473-1543) tuvo el honor, quizás apenas merecido, de dar su nombre al sistema copérnico. Después de estudiar en la Universidad de Cracovia, fue a Italia siendo muy joven, y alrededor del año 1500 llegó a ser profesor de matemáticas en Roma. Tres años más tarde, sin embargo, volvió a Polonia donde se le empleó para reformar la moneda y combatir a los Caballeros Teutónicos. El tiempo que tuvo libre durante los veintitrés años que mediaron entre 1507 y 1530, lo empleó en componer su gran trabajo Sobre los movimientos de los cuerpos celestiales, que se publicó en 1543, inmediatamente antes de su muerte.
La teoría de Copérnico, aunque importan le como un esfuerzo fructífero de imaginación que hizo posible progresos ulteriores, era en si misma muy imperfecta. Los planetas, como sabemos hoy, giran alrededor del sol no en círculos, sino en elipses, de los cuales el sol ocupa, no el centro, sino uno de los focos. Copérnico supuso que sus órbitas debían ser circulares y explicó las irregularidades suponiendo que el sol no está exactamente en el centro de ninguna de las órbitas. Esto priva parcialmente a su sistema de la sencillez, que fue la gran ventaja del de Ptolomeo, y habría hecho imposible la generalización de Newton si no lo hubiera corregido Kepler. Copérnico sabía que su doctrina central había sido enseñada ya por Aristarco, noción que debió al resurgimiento de las enseñanzas clásicas en Italia y sin la cual, en aquellos días de ilimitada admiración por la antigüedad, no se habría atrevido, quizás, a publicar su teoría. Así y todo, retrasó la edición porque temía la censura de la Iglesia. Eclesiástico él mismo, dedicó su libro al Papa, y su publicador, Osianter, agregó un prefacio (que Copérnico quizás no sancionó) en el que dice que la teoría del movimiento terrestre es formulada como mera hipótesis y no como verdad positiva. Por un tiempo, bastó con esta táctica y sólo el desafío más altivo de Galileo trajo a Copérnico una condenación oficial y retrospectiva.
Al principio, los protestantes fueron tal vez más enconados con él que los católicos Lutero dijo «las gentes prestan oído a un astrólogo advenedizo que trató de demostrar que la tierra gira, no el cielo o el firmamento, el sol y la luna. Quien quiera aparecer inteligente debe concebir algún sistema nuevo que sea, por cierto, el mejor de ellos. Este necio desea dar vuelta toda la ciencia astronómica; pero la Sagrada Escritura, nos dice que Josué ordenó al sol que se detuviera y no a la tierra». Melanchthon fue Igualmente enfático, como también Calvino, quien, después de citar el texto «También está establecido que el mundo no puede moverse» (Salmo, XCIII, 1), concluye triunfalmente: «¿Quién se atrevería a colocar la autoridad de Copérnico por encima de la del Espíritu Santo?». Aun Wesley, en el siglo XVIII, si bien no se atreve a ser tan dogmático, dice sin embargo que las nuevas doctrinas astronómicas «tienden a la infidelidad».
Pienso que en esto Wesley tenía, hasta cierto punto, la razón. La importancia del Hombre es parte esencial de la enseñanza del Antiguo y del Nuevo Testamento; en realidad, el propósito principal de Dios al crear el Universo parece referirse a los seres humanos. Las doctrinas de la Encarnación y de la Expiación no aparecerían probables si el hombre no fuera la más importante de las criaturas. Ahora bien, no hay nada en la astronomía de Copérnico que pruebe que somos menos importantes de lo que nos suponemos naturalmente, pero el destronamiento de nuestro planeta de su posición normal sugiere un desplazamiento semejante de sus habitantes. Mientras se pensó que el sol y los planetas y las estrellas fijas giran diariamente alrededor de la tierra, fue fácil suponer que existen para nuestro beneficio y que interesamos especialmente al Creador. Pero cuando Copérnico y sus sucesores persuadieron al mundo de que somos nosotros los que rotamos en tanto que las estrellas prescinden de nuestra tierra; cuando apareció después que nuestra tierra es pequeña comparada con varios de los planetas y que éstos son más pequeños que el sol; cuando los cálculos y el telescopio revelaron la grandeza del sistema solar, de nuestra constelación, y, finalmente, del universo de innumerables constelaciones, se hizo más y más difícil creer que reducto tan remoto pudiera tener la Importancia que era de esperar para la casa del hombre si éste tuviera el significado cósmico que se le asignó en la teología tradicional. Meras consideraciones de escala sugirieron que no somos, quizás, el propósito del universo; una propia estimación tardía susurró qué si nosotros no somos el objetivo del universo, éste no tiene probablemente propósito. No quiero decir que tales reflexiones no tengan fuerza lógica, menos aún que fueran despertadas, en toda su amplitud, por el sistema de Copérnico. Quiero decir solamente que eran las que el sistema tendía a estimular en aquéllos en cuyas mentes estaba vívidamente presente[1]. No sorprende, por lo tanto, que las iglesias cristianas, tanto protestante, como católica, fueran hostiles a la nueva astronomía y buscaran razones para calificarla de herética.
Kepler (1571-1630) dio el otro paso fundamental; pero, aunque sus opiniones eran las mismas de Galileo, no entró en conflicto con la Iglesia. Por el contrario, las autoridades católicas le perdonaron su protestantismo porque era una eminencia científica[2]. Cuando la ciudad de Gratz, donde sustentaba un profesorado, pasó del control de los protestantes al de los católicos los maestros protestantes fueron expulsados; pero él, aunque huyó, fue reincorporado, por el favor de los jesuitas. Sucedió a Tycho Brahe como «matemático imperial» bajo el emperador Rodolfo II y heredó las valiosas anotaciones astronómicas de aquél. Si hubiera dependido de su puesto oficial, se habría muerto de hambre, porque el salario, aunque grande, no era pagado. Pero además de ser un astrónomo, era un astrólogo —quizás sinceramente creyente, y cuando leía los horóscopos del emperador y otros magnates, pedía dinero en efectivo—. Con desarmante candor observó que «la naturaleza, que ha dado a cada animal medios de subsistencia, creó la astrología como adjunto y aliado de la astronomía». Los horóscopos no fueron su único medio de subsistencia, porque casó con una heredera; y aunque se quejaba constantemente de pobreza, se comprobó a su muerte que había estado lejos de ser un indigente.
Las características del intelecto de Kepler son muy singulares. Originariamente se inclinó lacia la hipótesis de Copérnico casi tanto por adoración al sol como por motivos más racionales. En la tarea que lo condujo al descubrimiento de sus tres grandes leyes fue guiado por la fantástica hipótesis de que debe haber alguna relación entre los cinco sólidos regulares y los cinco planetas: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Éste es un ejemplo extremo de un hecho no excepcional en la historia de la ciencia que teorías que resultan verdaderas e importantes son sugeridas, al principio, por consideraciones que son extraordinariamente inconcebibles y absurdas. El hecho es que resulta difícil pensar en la hipótesis verdadera y que no existe técnica que facilite este paso más esencial en el progreso científico. En consecuencia, cualquier plan metódico que sugiera hipótesis nuevas puede ser útil; y si se cree firmemente en él, da al investigador paciencia para seguir comprobando continuamente nuevas posibilidades, aunque haya habido que rechazar muchas. Así ocurrió con Kepler o Su éxito final, especialmente en el caso de su tercera ley, fue debido a su increíble paciencia;pero ésta provenía de sus creencias místicas de que algo relacionado con los sólidos regulares debe suministrar la clave y que los planetas en sus revoluciones producen una «música de las esferas», audible sólo a las almas del sol, porque estaba firmemente convencido de que el sol era el cuerpo de un espíritu más o menos divino.
Las dos primeras leyes de Kepler fueron publicadas en 1609, y la tercera, en 1619. La más importante de las tres, desde el punto de vista de nuestro concepto general del sistema solar, fue la primera, que establece que los planetas giran alrededor del sol en elipses de las que éste ocupa un foco. (Para dibujar una elipse, clave dos alfileres, a una pulgada de distancia, más o menos, en un pedazo de papel y después amarre los dos extremos de un hilo a los dos alfileres. Todos los puntos que pueden ser alcanzados al dibujar con el hilo tenso están en una elipse de la que los dos alfileres son los focos. O sea, una elipse está formada por todos los puntos cuya distancia de un foco agregada a la que lo separa del otro da siempre una misma cantidad). Los griegos supusieron al principio que todos los cuerpos celestes debían moverse en círculos, porque es ésta la curva más perfecta. Cuando vieron que tal hipótesis no era exacta, supusieron que los planetas se movían en «epiciclos», que son círculos que giran alrededor de un punto que, a su vez, gira también en círculo. (Para hacer un «epiciclo» se toma un disco grande y se pone en el suelo, luego se toma otro más pequeño provisto de un clavo en el borde y se hace girar alrededor del disco grande mientras el clavo va haciendo un surco en el suelo. La marca dejada por el clavo es un epiciclo. Si la tierra girara en círculo alrededor del sol y la luna en círculo alrededor de la tierra, ésta giraría en epiciclo alrededor del sol). Aunque los griegos sabían mucho sobre elipses y habían estudiado cuidadosamente sus propiedades matemáticas, nunca les pareció posible que los cuerpos celestes pudieran moverse en otra forma que en círculos o en complicaciones de círculos, porque su sentido estético dominaba en las especulaciones y les hacía rechazar todo lo que no fueran las hipótesis más simétricas. Los escolásticos heredaron los prejuicios de los griegos, y Kepler fue el primero que se atrevió a ir en contra de ellos a este respecto. Los prejuicios de origen estético eran tan inexactos como los morales o teológicos, y en este terreno sólo Kepler es un innovador de primera importancia. Sus tres leyes, sin embargo, tienen otra influencia aún mayor en la historia de la ciencia, puesto que suministran la prueba de la ley de gravitación de Newton. Las leyes de Kepler, contrariamente a la ley de gravitación, eran puramente descriptivas. No sugerían ninguna causa general de los movimientos de los planetas, pero dieron las fórmulas más simples para combinar los resultados de la observación. La sencillez de la descripción era, hasta entonces, la única ventaja de la teoría de que los planetas giran alrededor del sol más bien que alrededor de la tierra y que la aparente revolución diurna del firmamento se debía en realidad a la rotación de la tierra. A los astrónomos del siglo XVII les parecía que había algo más que sencillez, que la tierra gira realmente y que los planetas dan vuelta realmente también alrededor del sol, y esta apreciación fue reforzada por los trabajos de Newton Pero, en efecto, porque todo movimiento es relativo no podemos distinguir entre la hipótesis de que la tierra gira alrededor del sol y la de que el sol gira alrededor de la tierra. Las dos son meras formas de describir el mismo hecho, como decir que A se casa con B, o que B se casa con A. Pero cuando entramos en los detalles, la sencillez mayor de la descripción de Copérnico es tan importante que ninguna persona podría abrumarse con las complicaciones que provienen de tomar la tierra como fija.
Decimos que un tren viaja a Edimburgo mejor que Edimburgo viaja hacia un tren. Podríamos decir lo último sin cometer error intelectual, pero tendríamos que suponer que todas las ciudades y campos a lo largo de la línea, repentinamente se precipitaban hacia el sur, y que este movimiento abarcaba todas las cosas de la tierra menos el tren, lo que es lógicamente posible, pero innecesariamente complicado. Igualmente arbitraria e inconducente es la revolución diurna de las estrellas, en la hipótesis de Ptolomeo, pero está libre, también, de error intelectual. Para Kepler, Galileo y sus adversarios, sin embargo, puesto que no reconocieron la relatividad del movimiento, el asunto en debate aparecía no como algo de conveniencia en la descripción, sino de verdad objetiva Y este error fue, según parecía, un estímulo necesario para el progreso de la ciencia astronómica en esa época, puesto que las leyes que gobiernan las condiciones de los cuerpos celestes no habrían sido jamás descubiertas si no fuera por las simplificaciones introducidas por la hipótesis de Copérnico.
Galileo Galilei (1564-1642) fue la figura científica más notable de su época por sus descubrimientos y también, por sus conflictos con la Inquisición. El padre fue un matemático empobrecido que hizo todo lo posible por desviar al muchacho hacia estudios que pudieran ser más lucrativos. Logró que su hijo ni siquiera supiera que existían las matemáticas hasta los diecinueve años, edad en que le tocó escuchar, casualmente, una conferencia de geometría. Cogió el tema, que tenía para él el encanto del fruto prohibido, con gran avidez. Por desgracia, los profesores de escuela ignoraron el aspecto moral de este incidente.
El gran mérito de Galileo es la combinación de la habilidad experimental y mecánica con la capacidad de incorporar sus resultados en fórmulas matemáticas. El estudio de la dinámica, o sea de las leyes que gobiernan los movimientos de los cuerpos, comienza, virtualmente, con a Los griegos habían estudiado estática, esto es, las leyes del equilibrio, pero las del movimiento, especialmente de aquel de velocidad variable, habían sido mal interpretadas por ellos y por los hombres del siglo XVI. Para comenzar, pensaban éstos que un cuerpo en movimiento, abandonado a sí mismo, se detendría, en tanto que Galileo estableció que continuaría desplazándose en línea recta y con velocidad uniforme, si estuviera libre de influencias externas. En otras palabras, deben buscarse las circunstancias ambientes para explicar, no el movimiento de un cuerpo, sino los cambios de aquél, sea en dirección, en velocidad o en ambos. Las modificaciones en la velocidad o en la dirección del movimiento constituyen la aceleración. Así, al explicar por qué los cuerpos se mueven como lo hacen, es la aceleración, no la velocidad, la que muestra las fuerzas que actúan desde fuera. El descubrimiento de este principio fue el primer paso indispensable en dinámica. Lo aplicó al interpretar los resultados de sus experimentos sobre cuerpos que caen. Aristóteles había enseñado que la rapidez con que un cuerpo cae es proporcional a su peso; o sea, que si uno que pesa diez libras y otro de una son dejados caer desde la misma altura y simultáneamente, éste demorará diez veces más tiempo que aquél en llegar al suelo Galileo, que era profesor en Pisa y no tenía respeto por los sentimientos de sus colegas, acostumbraba dejar caer pesos desde la Torre Inclinada en los momentos en que sus colegas aristotélicos iban de camino a sus clases. Trozos de plomo, grandes y pequeños, alcanzaban el suelo casi simultáneamente, lo que probaba a Galileo que Aristóteles estaba equivocado, y a los otros profesores, que Galileo era un malvado. Por una serie de acciones maliciosas como ésta, provocó el odio mortal de los que creían que la verdad debe buscarse más bien en los libros que en los experimentos. Galileo descubrió que, eliminada la resistencia del aire y si los cuerpos caen libremente, lo hacen con aceleración uniforme, y que ésta, en el vacío, es la misma para todos, cualquiera que sea su volumen o el material de que están compuestos. En cada segundo durante el cual un cuerpo desciende libremente del vacío, su velocidad aumenta en 32 pies, más o menos. Demostró también que si se lanza horizontalmente algo, por ejemplo un proyectil, se mueve en parábola y no horizontalmente para caer después verticalmente, como se supuso en un tiempo. Estos resultados pueden no parecer muy sensacionales ahora, pero fueron los comienzos del conocimiento matemático exacto en esta materia. Antes de aquella época, hubo sólo matemática pura, que fue deductiva y no consideró la observación, y hubo cierta dosis de experimentación totalmente empírica, en especial sobre alquimia. Fue el que más hizo por inaugurar la práctica experimental con el propósito de llegar a una ley matemática, capacitando a esta ciencia para su aplicación a material sobre el cual no había conocimiento a priori, Su acción fue decisiva para demostrar, dramática e innegablemente, con qué facilidad se repite una afirmación de generación en generación a pesar de que la tentativa más insignificante para comprobarla demostrarla su falsedad. Durante los dos mil años de Aristóteles a Galileo, a nadie se le ocurrió determinar si las leyes de los cuerpos que caen como las formuló aquél. Comprobarlas nos parece natural, pero requería genio en los días de Galileo.
Dichos experimentos, aunque vejaran a los pedantes, no podían ser condenados por la Inquisición. Fue el telescopio el que condujo a Galileo a un terreno más peligroso. Habiendo oído que un holandés había concebido ese instrumento, Galileo lo reinventó, y descubrió, casi inmediatamente, muchos hechos astronómicos nuevos; de los cuales el más importante para él fue la existencia de los satélites de Júpiter. Eran de interés como una copia en miniatura del sistema solar de acuerdo con la teoría de Copérnico, mientras que resultaban difíciles de ajustar en el esquema de Ptolomeo. Además, había toda clase de razones para aceptar que los cuerpos celestes, fuera de las estrellas fijas, debieran ser exactamente siete (el sol, la luna y los cinco planetas) y el descubrimiento de cuatro más resultaba muy desconcertante. ¿No eran ellos los siete candeleros del Apocalipsis y las siete iglesias de Asia? Los aristotélicos rehusaron en absoluto mirar por el microscopio y sostuvieron, testarudamente, que las lunas de Júpiter eran una ilusión[3]. Pero Galileo las bautizó prudentemente «Sidera Medicea» (estrellas de Medicis), según el Gran Duque de Toscana, y esto contribuyó poderosamente a persuadir al gobierno de su realidad. Si no hubieran suministrado un argumento al sistema de Copérnico, aquellos que negaban su existencia habrían perdido definitivamente las bases de argumentación Además de las lunas de Júpiter, el telescopio descubrió otras cosas horripilantes para los teólogos. Demostró que Venus tiene fases como la luna; Copérnico había reconocido que su teoría exigía este fenómeno, y el instrumento de Galileo transformó un argumento en contra suya en uno a su favor. Se encontró que la luna tiene montañas, lo que, por alguna razón, fue considerado chocante. Más terrible aún, ¡el sol apareció con manchas! Esto fue considerado como tendiente a demostrar que el trabajo del Creador presenta fallas, y a los profesores de universidades católicas se les prohibió mencionar las manchas del sol, impedimento que perduró por siglos en algunas de ellas un domínico fue ascendido por un sermón en forma de retruécano «Hombres de Galileo, ¿por qué contempláis el cielo?», en el curso del cual sostuvo que la geometría es demoniaca y que los matemáticos deberían ser desterrados como autores de herejía: Los teólogos no se demoraron en señalar que la nueva doctrina hacía difícil creer en la Encarnación. Además, puesto que Dios no hace nada en vano, debemos suponer a los otros planetas habitados; pero ¿pueden sus habitantes haber descendido de Noé y sido redimidos por el Salvador? Éstas eran unas pocas de las terribles dudas que, según cardenales y arzobispos, podían sugerir la curiosidad impía de Galileo.
El resultado de todo esto fue que la Inquisición cogió la astronomía y llegó, por deducción de ciertos textos de la Escritura, a dos importantes verdades:
«La primera proposición que el sol es el centro y no gira alrededor de la tierra es tonta, absurda, falsa en teología, y herética, puesto que contraría expresamente la Sagrada Escritura. La segunda proposición —que la tierra no es el centro sino que gira alrededor del sol— es absurda, falsa en filosofía y, desde el punto de vista teológico al menos, opuesta a la fe verdadera». De consecuencia, el Papa ordenó a Galileo que apareciera ante la Inquisición, la que lo compelió a abjurar sus errores, el 26 de febrero de 1616. Prometió solemnemente que no seguirla sosteniendo la opinión de Copérnico, y que no la enseñaría, por escrito ni de viva voz. Debe recordarse que sólo habían transcurrido dieciséis años desde que Bruno fue quemado.
A instancia del Papa, todos los libros que enseñan que la tierra se mueve fueron incluidos en el Índice, y ahora, por primera vez, el trabajo de Copérnico mismo fue condenado. Galileo se retiró a Florencia, donde vivió quietamente, por un tiempo, tratando de evitar toda ofensa a sus enemigos victoriosos Galileo tenía, sin embargo, un temperamento optimista y se inclinaba siempre a dirigir su buen humor en contra de los necios. En 1623, su amigo el cardenal Barberini llegó a Papa con el nombre de Urbano VIII, y esto dio a Galileo una sensación de seguridad que, como los acontecimientos demuestran, estaba mal fundada: Se dedicó a escribir sus «Diálogos sobre los dos sistemas más grandes del mundo», que fueron completados en 1630 y publicados en 1632. En este libro hay un leve fingimiento de que se deja la cuestión abierta entre los dos «grandes sistemas», el de Ptolomeo y el de Copérnico, pero en realidad todo él es un poderoso argumento en favor del último. Era un libro brillante que fue leído con avidez en toda Europa.
Pero mientras los hombres de ciencia aplaudían, los de Iglesia estaban furiosos. Durante el tiempo del silencio forzado de Galileo, sus enemigos se habían aprovechado para aumentar los prejuicios con argumentos que habría sido imprudente rebatir. Se instó que sus enseñanzas eran incompatibles con la doctrina de la Presencia Real. El padre jesuita Melchor Inchofer sostuvo que «la opinión del movimiento de la tierra es de todas las herejías, la más abominable, la más perniciosa, la más escandalosa; su inmovilidad es tres veces sagrada; la argumentación contra la inmortalidad del alma, la existencia de Dios y la Encarnación debería, ser tolerada antes que un argumento probador de que la tierra se mueve». Con tales gritos de espanto, los teólogos se revolvieron entre si la sangre y se prepararon para la caza de un anciano, debilitado por la enfermedad y que se estaba cegando.
Galileo fue citado de nuevo a Roma para que compareciera ante la Inquisición, la que, como se sentía vejada, estaba animada de sentimientos más rígidos que en 1616. Al principio, alegó él que estaba demasiado enfermo para sobrellevar el viaje desde Florencia, pero el Papa lo amenazó con enviar su propio médico para que examinara al culpable y lo trajera con cadenas si sus males no eran tan graves. Esto indujo a Galileo a emprender la jornada sin esperar el veredicto del emisario médico de su enemigo, porque Urbano VIII era ahora el más amargo de sus adversarios. Cuando llegó a Roma, fue arrojado en las prisiones de la Inquisición y amenazado de tortura si no se retractaba. La Inquisición, «invocando el más santo nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de su más gloriosa Virgen Madre María», decretó que Galileo no deberla sufrir las penalidades de la herejía a condición de que «con corazón sincero y fe no fingida, en nuestra presencia, abjure, maldiga y deteste dichos errores y herejías». No obstante, a pesar de la retractación y penitencia, «os condenamos a prisión formal de esta Oficina Santa por un periodo determinable a Nuestro antojo: y a modo de penitencia saludable, os ordenaríamos recitar, una vez por semana y durante los tres años que vienen, los siete salmos de la penitencia».
La relativa suavidad de esta sentencia estaba condicionada por la retractación. De consiguiente, Galileo recitó, públicamente y de rodillas, una larga fórmula preparada por la Inquisición y en el curso de la cual decía: «abjuro, maldigo y detesto dichos errores y herejías… y juro que no diré ni escribiré en el futuro nada que me exponga a sospechas similares». Continuó prometiendo que denunciarla a la Inquisición a todo herético que pudiera seguir sosteniendo que la tierra se mueve y juró, con las manos sobre el Evangelio, que había abjurado de su propia doctrina. Satisfecha con que los intereses de la religión y de la moral hubieran servido para que el hombre más grande de su época cometiera perjurio, la Inquisición le permitió pasar el resto de sus días en retiro y silencio, no en la cárcel, es verdad, pero si bajo control en todos sus movimientos y bajo prohibición de ver a su familia y a sus amigos. Se cegó en 1637 y murió en 1642, año del nacimiento de Newton.
La Iglesia proscribió la enseñanza del sistema de Copérnico como verdadero en todas las instituciones educacionales y sabias que tenía bajo su control Los trabajos que la sostenían permanecieron en el Índice hasta 1835. Cuando, en 1829 la estatua de Copérnico, hecha por Thorwalsen, fue descubierta en Varsovia, se agrupó una gran multitud para honrar al astrónomo, pero casi ningún sacerdote católico concurrió al homenaje. A través de doscientos años la Iglesia Católica mantuvo su oposición, que se debilitaba lentamente, a una teoría que durante casi todo ese período era aceptada por todo astrónomo competente.
No se debe suponer que los teólogos protestantes fueron más amables, en un principio, con las teorías nuevas que los católicos. Pero, por diversas razones, su oposición fue menos efectiva. No existía ningún cuerpo tan poderoso como la Inquisición para sancionar la heterodoxia en los países protestantes; además, la multiplicidad de sectas hacía difícil una persecución eficaz, tanto más cuanto que las guerras de religión aconsejaban un «frente unido». Descartes, que se aterrorizó cuando supo la condenación de Galileo en 1616, huyó a Holanda, en donde, aunque los teólogos clamorearon por que se le castigara, el gobierno mantuvo sus principios de tolerancia religiosa. Por encima de todo, las iglesias protestantes no estaban impedidas por razones de infalibilidad. No obstante haber aceptado que las Escrituras fueron inspiradas verbalmente, su interpretación quedaba entregada al juicio privado, el que encontró pronto medios de eliminar los textos inconvenientes El protestantismo comenzó como una rebelión contra el dominio eclesiástico y aumentó en todas partes el poder de las autoridades seculares contra el clero, No cabe duda de que éste, si hubiera tenido el poder, lo habría empleado para detener la difusión de Copérnico. Aun en 1873, un expresidente del Seminario de Profesores Luteranos de América, publicó en San Luis un libro de astronomía en que explicaba que la verdad ha de buscarse en la Biblia y no en los trabajos de los astrónomos y que, por lo tanto, han de rechazarse las enseñanzas de Copérnico, Galileo, Newton y sus sucesores. Pero protestas tan tardías son meramente patéticas. Ahora se admite universalmente que, si bien el sistema de Copérnico no fue final, fue una etapa necesaria y muy importante en el desarrollo del conocimiento científico.
Aunque los teólogos encontraron prudente, después de su desastrosa «victoria» sobre Galileo, evitar el dogmatismo oficial que habían desplegado en ese caso, siguieron oponiendo, mientras se atrevieron, el oscurantismo a la ciencia. Este hecho puede ser ilustrado por la actitud que adoptaron en el asunto de los cometas, que no parece, a una mente moderna, tan estrechamente relacionado con la religión. La teología medieval, sin embargo, simplemente porque un sistema lógico único ha de ser inmutable, no pudo excusarse de tener opiniones definidas sobre casi todo y se vio expuesta, por lo tanto, a verse envuelta en guerras a lo largo de todas las fronteras de la ciencia. Debido a la antigüedad de la teología, buena parte de ella era sólo ignorancia organizada, que daba olor de santidad a errores que no debieron sobrevivir en una época de claridad. En lo que se refiere a los cometas, las opiniones de los eclesiásticos provenían de dos fuentes. Por una parte el reino de las leyes no era concebido como lo conocemos ahora y, por otra, se sostenía que todo lo que se encuentra más allá de la atmósfera terrestre debe ser Indestructible.
Para comenzar con el mundo de las leyes, se pensó que algunos fenómenos ocurrían en forma regular, como la salida del sol y la sucesión de estaciones, en tanto que otros eran signos y portentos que o bien presagiaban acontecimientos por venir o inducían a los hombres a que se arrepintieran de sus pecados. Desde los tiempos de Galileo, los hombres de ciencia han concebido las leyes naturales como leyes de cambio: nos dicen cómo se moverán los cuerpos en ciertas circunstancias y nos capacitan así para calcular lo que ocurrirá, pero ello no implica que sucederá lo que ha sucedido. Sabemos que el sol seguirá saliendo por largo tiempo, pero, finalmente, debido a la fricción de las mareas, este fenómeno puede cesar por la acción de las mismas leyes que ahora lo determinan. Un concepto así era demasiado difícil para la mente medieval que sólo podía entender las leyes naturales cuando enunciaban una recurrencia continua e Lo que no era usual o recurrente, era atribuido directamente a la voluntad de Dios y no a una ley natural.
En los cielos, casi todo era regular. En un tiempo, los eclipses parecieron una excepción y despertaron terrores supersticiosos, pero fueron sometidos a una ley por los sacerdotes babilónicos. El sol y la luna, los planetas y las estrellas fijas seguían haciendo año tras año lo que se esperaba de ellos; nunca se observaban nuevos ni envejecían los ya conocidos. En consecuencia, se llegó a sostener que todo lo que está más allá de la atmósfera terrestre fue creado de una vez por todas, con la perfección inherente al Creador; el crecimiento y la destrucción eran propios de nuestra tierra y parte del castigo por el pecado de nuestros primeros padres. Por tanto, los meteoros y los cometas, que son transitorios, deben estar en la atmósfera terrestre por debajo de la luna, deben ser «sublunares». En cuanto a los meteoros, esta opinión era exacta; pero no respecto a los cometas.
Ambos conceptos —que los cometas son portentos y que están en la atmósfera terrestre— fueron sostenidos por los teólogos con gran vehemencia. Desde tiempos remotos, los cometas fueron siempre considerados como heraldos de desastre. Dicha opinión aparece indiscutida en el Julio César y en el Enrique V, de Shakespeare. Calixto III, Papa desde 1455 a 1458, que fue seriamente perturbado por la captura turca de Constantinopla, relacionó este desastre con la aparición de un gran cometa, y ordenó días de oración para que «cualquiera calamidad por venir se vuelva contra los turcos y no contra los cristianos». Se hizo una edición a las letanías: «De los turcos y el cometa, líbranos, buen Señor». Cranmer, al escribir a Enrique VIII, en 1532, sobre un cometa entonces visible, dice: «Qué extrañas cosas estos anuncios significan, Dios lo sabe; porque no aparecen por cualquier cosa sino por algo de importancia». En 1680, cuando apareció un cometa excepcionalmente alarmante, un eminente predicador escocés, con admirable nacionalismo, declaró que ellos son «prodigios de gran juicio por nuestros pecados en estas tierras, porque nunca fue Dios más provocarlo por un pueblo». En esto seguía, quizás sin saberlo, la autoridad de Lutero, quien había declarado: «Los terrenales escriben que el cometa puede provenir de causas naturales, pero Dios no crea ninguno que no anuncie calamidad segura».
Cualesquiera que fuesen las otras diferencias, católicos y protestantes convenían en este asunto. En las Universidades Católicas, los profesores de astronomía debían pronunciar un juramento que era incompatible con toda opinión científica sobre los cometas. En 1673, el padre Agustín de Angelis, rector del Colegio Clementino de Roma, publicó un libro de meteorología, en el que establece que ellos «no son cuerpos celestes, sino que se originan en la atmósfera terrestre por debajo de la luna; porque todo lo celeste es eterno e incorruptible y los cometas tienen principio y fin, ergo, no pueden ser cuerpos del cielo». Esto fue dicho para refutar a Tycho Brahe, quien, con el apoyo ulterior de Kepler, había dado abundantes razones para creer que el cometa de 1557 estaba por encima de la luna. El padre Agustín explica los movimientos errantes de los cometas suponiéndolos causados por ángeles que Dios nombró para esta tarea.
Muy británica en su espíritu de acomodo, es una observación en el diario de Rafael Thoresby, F. R. S., del año 1682, cuando el cometa de Halley hacia su aparición permitiendo por primera vez calcular su órbita. Thoresby escribe: «Dios, capacítanos para cualquier cambio que pueda anunciar; porque si bien no ignoro que tales meteoros proceden de causas naturales, no obstante son con frecuencia los presagios de calamidades naturales».
La prueba final de que los cometas están sujetos a ley y no se encuentran en la atmósfera terrena, se debe a tres hombres. Un suizo, llamado Doerfel, demostró que la órbita del cometa de 1680 fue, aproximadamente, una parábola; Halley probó que el de 1882 (al que se dio después su nombre), que había despertado terror en 1066 y a la calda de Constantinopla, tenía una órbita que era una elipse muy alargada, con un período de más o menos 66 años; y los Principia de Newton en 1687, mostraron que las leyes de gravitación explican tan satisfactoriamente los movimientos de los cometas como los de los planetas. Los teólogos que deseaban portentos, se vieron obligados a refugiarse en los terremotos y las erupciones. Pero éstos pertenecen no a la astronomía, sino a una ciencia distinta, la geología, qua se desarrolló más tarde y que tuvo que pelear una batalla diferente contra los dogmas heredados de una época ignorante.
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