sábado, 18 de marzo de 2017

Diógenes de Sinope Anécdotas, dichos y comentarios I




1) Llegando a Atenas, se encaminó a Antístenes, y como éste, que a nadie admitía, le repeliese, prevaleció su constancia. Y aún habiendo una vez alzado el báculo, puso él la cabeza y dijo: «Descárgalo, pues no hallarás leño tan duro que de ti me aparte con tal que enseñes algo». Desde entonces quedó discípulo suyo.

  Anécdotas como las que trae Diógenes Laercio en su Vida de los Filósofos más Ilustres se prestan por su parquedad a la aplicación de esas «reglas de la imaginación» que ha estipulado Ignacio de Loyola en sus famosos Ejercicios Espirituales. Vale también ejercitarse así con las historias de Diógenes si es cierto como dicen todos que a él mucho le importaba transformarse en un modelo de vida, y lograrlo a través de sus hechos, no de sus discursos. En un cuadro que muchas veces formo en mi imaginación con la vista puesta en las prescripciones de Loyola como las entiendo y admiro, Antístenes aparece exponiendo ante sus seguidores en un lugar del Pórtico famoso de Atenas (aunque dicen que lo hacía en el Cinosargos, en las afueras de la ciudad). Por entre los concurrentes mira Antístenes. ¿Y qué ve? A ese Diógenes de Sínope ve; a ese exiliado hijo de Hicesius, el monedero falsario, si no falsario él mismo. ¡Y se hace el distraído el muy descarado! Trata de pasar inadvertido tras una columna, torciendo el cuerpo, como si fuera con la atención puesta en otros asuntos que divaga. Antístenes no resiste más. ¡Qué se ha creído este gañán flacuchento y desgreñado! ¿También quiere apropiarse de sus sentencias y reacuñarlas a su amaño? Se abre paso entonces entre la audiencia perpleja con el báculo en alto. «¡Yo te voy a enseñar!»

  Alguien, pudiente y con veleidades por la filosofía, pudo encargar que le pintaran un cuadro así. Contratar al famoso Tiziano, por ejemplo, o a Jerónimo Bosch. ¡El Antístenes que pintaría Bosch! Hay muchos cuadros de la especie de éste que no se pintó jamás, cuadros que ilustran anécdotas célebres: la escena al centro y en torno un coro humano, un curso viviente de psicología de la perplejidad, la curiosidad, el escándalo. Jesús ante los fariseos es un ejemplo, o ante la publicana, ante Herodes o Caifás.

  Diógenes se prepara para la que le viene encima. Entre que alza el brazo instintivo y baja la cabeza reflexiva. «¡Bah, qué tanto asunto!» se dice por fin el can, «¿Una paliza por una idea? Pues, ¡que venga la paliza!» Los dedos de los pies de Diógenes se levantan y separan, pierde estabilidad, los pelos se le ponen de punta, aprieta las mandíbulas. Ahora, se me ocurre que Caravaggio lo pintaría mejor que nadie. Sí, después de todo, tiene también sus cosas este Caravaggio. Aunque, eso sí, de índole diversa. ¡Un Diógenes de Caravaggio! ¿Se figuran? Pero, ¡allá viene Antístenes con el bastón en alto, la diestra cruzada hacia arriba, sobre el pecho desnudo! Esa es para pintarla aparte: La furia de Antístenes. «¡Yo te voy a enseñar, monedero falsario!»

  Unos sostienen que el padre de Diógenes falsificó la moneda de Sínope; otros sostienen que no, que no la falsificó, sino que la reacuñó, que no es lo mismo, porque reacuñarla es hacer la anterior ilegítima y la nueva válida; otros dicen que ni falsificó ni reacuñó nada, sino que a golpe de cincel puso fuera de circulación monedas que los persas echaron a circular por los puertos del Mar Negro con los sellos de Sínope, lo que no parece pura conjetura, porque se han encontrado en número importante monedas así invalidadas con los sellos de Sínope, contemporáneas de monedas de los mismos sellos que llevan el nombre de Hicesius, o sea el padre de Diógenes. Otros sostienen que es el mismo Diógenes quien se vio en este embrollo. Pero abundan también quienes sostienen que nada de nada, que esto puro cuento, que seguramente Diógenes se inspiró en el modelo de su padre banquero para obrar entre los hombres un prodigio grande: reacuñarles la moneda, es decir, cambiarles, subvertirles, ponerles fuera de circulación sus valores ilegítimos. O sea que, así como la madre de Sócrates, partera, le inspiró la metáfora «partero de espíritus», así también se le ocurrió a Diógenes que el padre suyo le suministraba otra que nada tenía que envidiarle al primero: «reacuñador de los valores».

  Bueno, como se dice: Se non è vero, è ben trovato, porque así nos parece Diógenes muchas veces (la verdad, casi siempre): poniendo las cosas de revés, alegando que ése es el derecho, que la moneda que empleamos en nuestros negocios humanos está adulterada y que hay que darle encima con un cincel, ponerla fuera de circulación y acuñar otra.

  Pero, ¡allá viene Antístenes con el bastón en alto! «¡Yo te voy a enseñar!»

  ¿Enseñar? ¿A palos enseñar? ¿Ésa es la pedagogía de Antístenes? Claro que no. Aunque, ¿por qué no? Por lo menos, los palos se ven como un derecho de matrícula en la escuela Antístenes. Hay quienes cobran por enseñar plata sonante. Protágoras cobra en plata de la buena. Hay quienes no cobran por enseñar. Sócrates no cobra. El Estado tampoco cobra. Aunque habría que pensarlo de nuevo. ¿Hay quién no cobre? En la Academia de Platón cobraban; ¡y cuánto! También en el Liceo de Aristóteles. Bión decía que hay tres especies de alumnos en paralelo con las tres edades de Hesíodo: los de oro, que aprenden y pagan; los de plata, que pagan y no aprenden; los de bronce, que aprenden y no pagan. Parece que Diógenes no tenía alternativa. Antístenes, de todos modos, cobra en palos. No siempre; pero a este Diógenes en palos quiere cobrarle. Por fin, ofrece la cabeza Diógenes. «Pega duro, con tal que enseñes algo».

  Antístenes se detiene con el bastón en vilo. Vean sus ojos escrutadores, perplejos. En punto acaso de dar lugar a una ternura adusta. Se contrae y deprime el entrecejo de Antístenes. «Pero, ¿quién es por fin éste? ¿No es Diógenes del Ponto Euxino, el monedero falso, él, su padre y toda su parentela?» Los circunstantes captan el lapso de vacilación pedagógica. Mejor dicho, el lapso pedagógico de vacilación (¿o es lo mismo?). Levemente, afloja el bastón. Diógenes alza la mirada. Un perro escrutando la veleidad del amo. Comienza a enderezar las orejas, a mover la cola. Entonces, ¿puede seguir royendo los huesos que le caen?

  Los palos de Antístenes (que no dio esta vez ni acaso pudo nunca darlos puesto que es casi seguro que nunca se encontró con Diógenes) merecen un poco el nombre de «introducción a la filosofía». Recuerdan —de lejos, pero recuerdan— las mortificaciones preliminares de los discípulos de las escuelas orientales. Cuando Jesús dijo a ese joven que quería ser su discípulo: «Anda a casa, da todo lo que tienes y sígueme», no eran los dos o tres palos de Antístenes que amenazaban. El joven era muy rico. ¿Se imaginan? «Ve a casa, regala tus millones de dólares y sígueme». ¿Quién se extraña si el candidato arranca a perderse?

(2) Habiendo visto a un ratón que andaba de una a otra parte, sin buscar lecho, sin temer la oscuridad, ni anhelar ninguna de las cosas a propósito para vivir regaladamente, halló el remedio a su indigencia.

  Esta historia (Dudley dice «curious and delightful», Heinrich dice «experiencia iluminadora») tendría que ir en primer lugar. Pero he decidido respetar el orden en que Laercio puso las anécdotas. Primero Antístenes, después el ratón. Ya vimos, se sostiene con hechos (monedas invalidadas a golpe de cincel y que datan de mediados del siglo IV a. C.) que Diógenes no pudo encontrarse con Antístenes; por el contrario, sí pudo y es seguro que se encontró con el ratón, puesto que la historia viene de Teofrasto que vivió en la época de Diógenes. Sin contar que Antístenes hay uno, en tanto que ratones del predicamento aquí descrito no faltan nunca los pobrecitos. Pero, ¡de dónde me sale decir «pobrecitos»!

  Ensayemos también aquí las reglas loyolescas de la representación. Haciéndolo, veo ante mí el lecho seco de un arroyo, la orilla pedregosa, los matorrales aplastados bajo el mediodía de un verano feroz. No hay detalle de piedad en el paisaje: quemado el pasto, quemadas las raíces; las cabras famélicas resoplan inmóviles sobre el polvo ardiente. Diógenes, casi desnudo, está inclinado sobre la baranda destartalada de un puente que cruza un lodazal. Cae el sol quemante sobre las espaldas huesudas del can. De pronto, allá abajo, asoma sus narices y aventura unos pasos entre las piedras el más raquítico y menudo de los ratoncillos. Diógenes mira al ratoncillo, el ratoncillo mira a Diógenes. Están por segundos de eternidad mirándose los dos. «¿Dónde está tu madre, infeliz?» cavila Diógenes, «¿Dónde están tus hermanos, tus amigos, dónde la amada de tus ojos? ¿En qué rincón construiste tu defensa, tu despensa, tu lecho?» El ratón olfatea hacia el aire, hacia el puente, hacia el lodazal. Levanta la cabeza y otra vez mira a Diógenes. ¿Con qué razones replicaría si supiera no fuera más que un poco de griego? Pero, ¿no las está diciendo a su manera? Levanta la pata trasera izquierda y en el mejor estilo perruno rasca su oreja también izquierda (porque es difícil que fuera la otra). ¡Uf, qué calor! Mejor se mete de nuevo a la sombra. Aunque… ¿no habrá raíces que roer allá abajo? Uno nunca sabe y lo mejor es tantear. Se han perdido ciudades por no tantear. Diógenes se encuentra, como se dice, absorto. ¿Son lágrimas eso que humedece sus ojos? No es para menos, puestos a reflexionar. ¿Dónde vio nadie perfección semejante, tan completa autarquía? Y en el yermo inhóspito, por si fuera poco. ¿Podrá Antístenes enseñar de forma tan honda, tan entera? ¡Qué va a poder! Pero, ¿dónde está el súper Antístenes que enseñó a este ratón? ¡En ninguna parte! Vuélvete del lado que quieras: no hay a la vista maestro ninguno de tanta fortaleza y tanta resignación. Diógenes no puede creer, no quiere ceder. Debe haber, en alguna parte debe estar el maestro de esta criatura. Su mirada va embotada de guijarro en guijarro, de resquicio en resquicio. Ahora, otea hacia las colinas, hacia el horizonte oscilante bajo el fuego del sol, hacia los cielos. Casi enceguece en la lucidez el pobre Diógenes. Debe haber un maestro, tiene que haber un maestro que ha enseñado a esta criatura tanta fortaleza y tanta resignación! «¿Quién soy yo en ello, en fortaleza y resignación, comparado con este minúsculo roedor que las emprende ahora, como si con la tabla del dos, con los piojos que chupan sus verijas? Tiene que haber un maestro, pero ¿dónde está, dónde?»

  Casi no hay que decir que aquí he ido más allá de la representación de lugar. Ya éstas son arbitrarias en grado sumo. He vagado por las ruinas de Corinto. He estado amparándome del calor, muerto de sed, en el Pórtico de Atenas bellamente reconstruido. Pero siento que esta experiencia directa de los lugares resta muy poco de arbitrariedad a mis representaciones. ¿Y qué decir de lo que finjo aquí sobre los pensamientos de Diógenes? En el texto de Laercio (que, por lo demás, acaso sea una relación en el aire, sin realidad, fantaseada, parchada con papiros desteñidos de oscura procedencia, recogida de oídas por académicos curiosos, inventada por estoicos huérfanos o epicúreos furibundos) sólo se dice lo que Diógenes vio y lo que concluyó a partir de lo que vio: vio a un ratón en el yermo y juzgó: «No busca lecho, no teme la oscuridad, ni anhela ninguna de las cosas a propósito para vivir regaladamente»; y concluyó: «He aquí el remedio a mi indigencia». Laercio tampoco dice en qué consista ese remedio (en verdad, el texto dice «mantenerse en la necesidad» y Hicks traduce «descubrió el método de adaptarse a las circunstancias», lo que así y todo es muy general). Menos todavía hay en el texto sobre fortaleza y resignación. Soy yo (si no es molestia: «humildemente yo») quien habla de estas cosas; y lo hago considerando, precisamente, que Diógenes viendo a ese ratón (¡si tuviéramos no fuera más que un esbozo de este roedor para levantarle una estatua!) en tan precario estado y en medio tan hostil, «halló remedio a su indigencia».

  ¿No estoy, siquiera en lo grueso, pensando con propiedad?

  Como se dice, aquí se está interpolando un pensamiento. Con vistas a ir desde un juicio a una conclusión se hace, como en un ejercicio para niños de lógica elemental. Sin contar con otro apoyo:por lo que dicen, de Antístenes aprendió Diógenes a meditar, no en secuencia de razones (como si leyendo en las páginas de un tratado), sino en torno de un tema. Tal como este tema de un ratón que se quita sus pulgas paciente y seguro de sí en el yermo inhóspito. Quiero decir: si viendo a un ratón en la exposición y el desamparo, resistiendo no obstante, hallo en ello remedio a mi indigencia, ¿no es porque he comparado mi condición con la suya?

  La verdad, hasta aquí, encuentro que no soy mucha cosa comparado con este ratón que resiste tan entero en la adversidad. ¿No tengo, pues, que buscar el maestro que enseñó a esta criatura lo que ningún maestro ha podido enseñarme a mí? Pero, ¿dónde está ese maestro? No está en ninguna parte. ¿Cómo entonces no volverse a ese ratón, cómo no tomarlo a él sin más como maestro, como modelo de fortaleza y resignación? Por lo demás, en la versión francesa de Robert Genaille se dice lo mismo: que tomó a este ratón por modelo). No hay más maestro a la vista y la sabiduría comienza con él. (¿Dirán los hombres que esto es ridículo? ¿Cómo no lo van a decir? Si no lo hicieran, se hundirían ellos en el ridículo).

  Pero, de ninguna manera es fácil cumplir algo así, como lo es tan sólo razonarlo. Si tomo a mi ratón en el yermo por término de comparación y modelo de mi vida, el fin es reducirme como él a la naturaleza, probarme en el yermo donde quedan abolidas todas las normas, las leyes, las convenciones, los arreos de la civilización. Allí en el yermo, más que yo a través de la naturaleza, se hace valer la naturaleza a través mío. Eso debo emprender. Y, si posible, más todavía: probarme como se prueba mi ratón. Porque mi ratón se prueba, en verdad, más allá del yermo; se prueba en las alcantarillas y resumideros de la sociedad.

  Así, tomó Diógenes por habitación una tinaja del Metro, los portales de los templos, el suelo llano, y por dieta las sobras que le daban los atenienses. «Por el estío, se echaba y revolcaba sobre la arena caliente, y en invierno, abrazaba las estatuas cubiertas de nieve». (Lo de la tinaja dicen que él mismo contó que le vino por imitar no a su ratón famoso, sino a un caracol igual de famoso, si no más; pero todavía hay quienes dicen que no fue un caracol, sino una tortuga).

  Un proyecto así lo nombran algunos «distorsión ascética de la temperancia de Sócrates». Se dice que Platón consideraba a Diógenes como un Sócrates que se ha vuelto loco. Se dice, también, si es por decir «se dice», que Platón nunca supo de Diógenes. Me pregunto un poco contagiado por esta pedagogía de la inversión: Si Diógenes es un Sócrates vuelto loco, entonces, Sócrates es un Diógenes vuelto ¿que? ¿O no hay derecho en este mundo nuestro de torcerle los dichos a Platón, todavía cuando ni es probable que sea Platón?

  Sobre mi manera de representación, ciertamente no es nueva. Véase, por ejemplo, cómo refiere Plutarco la anécdota de nuestro ratón: «Dicen que en la época de sus inicios en filosofía, celebraban los atenienses un festival con banquetes públicos, exhibiciones, festejos recíprocos, bebiendo y alborotando toda la noche, y que él enroscado en un rincón del mercado tratando de dormir, cayó en pensamientos que amenazaban seriamente sus propósitos; pensaba que eligió sin necesidad una especie sacrificada e inusual de vida y que por tal adopción se veía privado de las cosas buenas. Sin embargo, en ese momento, dicen que un ratón subió a hurtadillas y comenzó a masticar las migas de su pan, y entonces hizo de tripas corazón diciéndose en modo admonitorio y vehemente: ¿Qué hay, pues, Diógenes? ¿Lo que sobra de tu pan es una cena suntuosa para este ratón, mientras tú te lamentas porque no caes ebrio en un lujoso diván?»

  Que no es más que representación ésta y con ficciones además sobre lo que había en la cabeza de Diógenes, se muestra con otra versión de la misma anécdota de Aeliano: «Diógenes de Sínope reflexionaba a solas. No había quien lo asistiera en su indigencia. Se había alejado de los hombres porque no aprobaba ni lo que decían ni lo que hacían. Rumiaba sus hierbas. En esto, un ratón se aproximó a roer las migas que caían de su pan. Cuando vio esto, cobró ánimo y hasta se alegró. Sonriendo, dijo: Este ratón no tiene necesidad de los lujos de Atenas, pero tú Diógenes, te deprimes porque no te invitan a los banquetes atenienses. De este modo, adquirió un espíritu tranquilo».

(3) Cuando veía a los magistrados, los médicos y los filósofos empleados en el gobierno de la vida, decía que el hombre es el animal más recomendable de todos; pero, al ver a los intérpretes de sueños, los adivinos y cuantos les creen, o a los que alegan por la gloria mundana o las riquezas, nada tenía por más necio que el hombre.

  ¿Quién no se encontró de ida y vuelta entre extremos como estos? ¡Lo que no hacen los hombres por alcanzar el conocimiento y propagarlo a todos los rincones y lo que no hacen por expandir la superstición y los mitos en continentes enteros! ¡Lo que no hacen los hombres por distribuir la riqueza y participar de los bienes con sus semejantes y lo que no hacen por explotarlos, esquilmarlos y despojarlos! ¡Lo que no hacen los hombres por salvar a sus semejantes de la postración, la enfermedad, el peligro, y lo que no hacen para destruirlos bombardeándolos, masacrándolos, incinerándolos!

  Por todas partes y en todos los respectos hay gente recomendable y gente necia. Tan contraria se siente esta oposición como para preguntarse por la verdad de la noción de especie humana. Ganas dan de hablar de rebaños, no de especie. Rebaños blancos, rebaños negros. ¿O rebaños overos, más bien? Muchas veces, una misma persona es recomendable en esto, insensata en aquello.

  ¿De dónde viene, pues, la pretensión de que hay una especie humana? Más todavía: ¿De dónde se trae esa doctrina de ser los hombres animales racionales? Un hombre que construye edificios, embarcaciones, puentes y túneles, va y se arrodilla a dar gracias por lo que hizo él con su ingenio y energía a un mono de yeso. Un hombre que enhebra sutiles discursos morales, castiga a sus hijos con un látigo y va a golpearse el pecho después o a emborracharse. Todo ello, como se dice, sin solución de continuidad. Como ese oficial nazi que corría a cambiar el agua de su canario volviendo de incinerar cadáveres en los campos de exterminio.

  Viene aquí a punto lo que decía Antístenes: «que las ciudades se pierden cuando no es más posible discernir los viles de los honestos». ¿Quién puede lograr algo así? ¿Quién puede discernir siquiera en sí mismo la honestidad de la vileza?
4) Decía que su ordinario modo de pensar era que «en la vida o nos hemos de valer de la razón o del dogal».

  En lugar de «decía que su ordinario modo de pensar» (como traduce del griego José Ortiz y Sanz cuya versión sigo todo lo que puedo porque es la primera que conocí y la que he llevado siempre conmigo) ponen otros traductores mejor: «decía sin cesar».

  Una sentencia así la refiero primero que nada al lema de nuestro escudo nacional que dice: «Por la razón o la fuerza». He ensayado sobre las interpretaciones de este lema en otra parte. Tiene muchas, tantas como para dudar de lo que quiso decir su autor. Porque se puede entender: «Por una de las dos, indistintamente, la razón o la fuerza»; o «Por la fuerza, si no se logra por la razón»; o «Por la razón, es decir, la fuerza»; o «La fuerza es la última razón»; o «La fuerza es el soporte último de la razón». Ciertamente hay muchas interpretaciones más. Cuando al presidente chileno Salvador Allende le llamó la atención un periodista americano sobre el lema de nuestro escudo, el presidente vaciló. Entrábamos en crisis. El lema, más que lema parecía oráculo. ¿Qué demonios significaba? El presidente Allende observó que había «una fuerza de la razón». Los militares no se demoraron en mostrar con tanques y fighters que había también «una razón de la fuerza». De donde resultaba una nueva y, como dicen algunos, provocativa, ominosa, inquietante interpretación del lema-oráculo: «Por la razón de la razón o por la fuerza de la fuerza» o «Por la fuerza de la razón o por la razón de la fuerza».

  Este dicho de Diógenes tampoco es de lectura fácil, si es que puede leerse a cabalidad. Por culpa de la metáfora del dogal es así. Pienso que muchos comentarán: «Cierto es, así no más ocurre. Yo siempre me guío por la razón, mientras que a la mayoría hay que tirarlos con un dogal». ¿O estoy equivocado?

  Decir «dogal» es decir «sujeción y conducción». En el texto que comentamos, ¿se está pensando la razón con la metáfora del dogal? Yo pienso que sí y leo: «Los hombres se sujetan y conducen con un dogal o se sujetan y conducen con la razón».

  En todo caso, la disyuntiva parece explícita: una cosa o la otra, nada entremedio. Por ejemplo, si se sujeta y conduce con sofisterías, demagogia, arrumacos retóricos, ideologías; la verdad es que ni se sujeta ni se conduce (como no se reduzcan estas formas a eufemismos astutos de la fuerza o algo así).

  A mí siempre me pareció cosa obvia en este texto la metáfora del dogal. Quiero decir que la razón está en el texto propuesta en términos de sujeción y conducción. Al fin de la lectura, leo así: «O nos sujetamos al dogal de la razón o al dogal del amo». Algo que desdice desde otro ángulo que sea verdadera una noción simple de hombre, puesto que habría amos y esclavos.

  Descartes emplea una metáfora parecida: nos habla de «cadenas de razones». Hay que hacer valer aquí el proverbio chino que dice «una cadena de oro es una cadena» y decir por tanto: «las cadenas de razones son cadenas». Si afirmamos una proposición, nos vemos obligados (forzados, arrastrados) a afirmar todas las que van apareciendo a partir de ella. Porque las proposiciones van encadenadas. Descartes es, por lo que sé, nuestro modelo de racionalidad; y él nos propone el vínculo de las razones como un encadenamiento.

  Yo imagino a Diógenes cruzándose con otros preceptores que llevan a sus discípulos con un dogal. A él lo siguen dóciles los suyos, el dogal no se ve. También, yo concibo a Diógenes como el primer eslabón de la cadena de razones que lo liga con su discípulo (Laercio refiere: «hacíales rapar la cabeza a navaja, los llevaba por las calles sin adornos, sin túnica, descalzos, en silencio y sólo mirándolo a él»); y pienso en la libertad de Diógenes como la de uno que no está sujeto a un dogal sensible, aunque sí está sujeto a un dogal.

  Supongo que la cuestión que surge aquí es la del primer principio, el vínculo fundamental, el principio que nos liga. Muchos preguntarán asombrados: «¿Primeros principios? ¿Con Diógenes primeros principios? ¿Con Diógenes enredos de lógica y metafísica?»

  Supongo que el can diría: «¿Ves ese ratón esquelético que se basta a sí mismo en el yermo inhóspito? Obsérvalo con mucha atención. Después, haz como hace él, si eres capaz. Y entonces, además de ir en cuatro patas, irán en dos los primeros principios».

(5) Una vez, comiendo higos secos, se le puso (Platón) delante, y le dijo: «Puedes participar de ellos»; y como Platón tomase y comiese, le dijo: «Participar te dije, no comer».

  Cuando refiero esta anécdota, tan importante para entender la posición de Diógenes ante la lógica, la ciencia y las filosofías llamadas idealistas, siempre contribuyo un poco dándome un coscacho con una mano en la otra, como si Diógenes hubiera dado una palmada a Platón cuando éste metió la mano entre sus higos.

  Platón consideraba que si nuestra percepción de la realidad no se reducía a un indistinto fluir sensorial (puesto que tendría que reflejar ese río siempre cambiante de Heráclito) era porque tal fluir se escurre entre formas. Era para él, —pienso yo— como si las aguas de un río fluyeran a través de receptáculos varios y se vieran así constreñidas a adoptar una u otra de las formas de estos receptáculos al fluir (¿no fluyen de verdad así las aguas del río, ahora que lo pienso?). Platón expresaba esto con otras metáforas, todas muy graciosas; pero la forma como se producía la relación entre las ideas que postulaba y la realidad nunca dejaba de ser puramente poética. En su imagen más popular, las cosas participaban de las ideas. Pero ¿cómo participaban? Las dificultades de esta participación las expuso el mismo Platón, y magistralmente, en el proemio de su diálogo Parménides. El fracaso de la doctrina platónica de las ideas es todo el asunto de esta anécdota, aunque su sentido no sea muy claro.

  Con artefactos intelectuales como su doctrina de las ideas, Platón no puede comer de los higos de Diógenes. Le está permitido, acaso, contemplarlos; pero no puede tomarlos, menos comerlos, si son higos de acuerdo a la doctrina de Platón. Acaso, mirando desde el lugar que eligió cómo banquetean los hombres, Platón pueda decir algo sobre lo que es banquete y lo que es banquetearse. Lo que no puede, desde allí, es banquetearse él.

  Diógenes aparece aquí denunciando desde el más llano de los niveles la más sublime de las filosofías. De toda filosofía, si es cierto que la filosofía es, sin más y de cabo a rabo, platónica. Claro está, un platónico puede comer sus higos; y de hecho los come, ¡no faltaba más! Pero los come a escondidas, como a espaldas de su doctrina.

  A Descartes, leí una vez, alguien lo encontró, servilleta anudada al cuello, cuchillo y tenedor en ristre, listo para el ataque frente a una mesa bien servida. Estoy viendo las viandas, oliéndolas incluso, aunque daten del siglo XVII. No cuesta mucho, porque abundan los cuadros de esa época con gente que se banquetea. El pasante asombrado (y cuánto va implicado pero casi muerto ya en ese «asombrado») dice a Descartes: «Pero, usted, ¡un filósofo!» La respuesta de Descartes puede considerarse como una variación del escamoteo del higo que hizo Platón (porque, supongo, uno por lo menos agarró, aunque, seguro también que no agarró ninguno puesto que por lo que parece jamás se encontraron estos dos hombres). La respuesta de Descartes, digo, fue: «Pero, ¿cree usted por acaso que Dios hizo todas estas delicias sólo para los animales?» He aquí, pues, la parresia, la agresión verbal de Diógenes, a la mesa de Descartes, y tan bien pintada y descarada o mejor todavía que en su propia casa, porque cuando a Diógenes le preguntaron si los filósofos comían tortas sólo recurrió a la ironía: «De todo, de todo, como todos los hombres».

  Esta anécdota de las ideas de Platón y los higos de Diógenes siempre la vinculo con aquella otra del alumno de Hegel que, mostrando un lápiz, pidió al maestro que lo dedujera de sus categorías. Recuerdo también un profesor primario de mis primeros años que argumentaba no me acuerdo contra cuál doctrina diciendo que de tales especulaciones sólo ganábamos sándwiches de ilusiones con rebanadas de viento. Era una diatriba en forma la suya y recuerdo como si fuera hoy día las risas de toda la escuela que lo escuchaba en pleno. Esta es la impotencia de especificación que por lo visto Diógenes tenía sabida como cualquier escolar: a partir de la idea de higos no se puede llegar a los higos.

  Todo esto se ve también claramente cuando las ideas son importadas, o sea, cuando no es uno el que concibe las ideas aunque igual quiere entretenerse con ellas. Oí una vez que un muchacho se acercó a Mozart. Quería saber cómo se escribe una sinfonía. «Por qué no empiezas con una sonatina?» respondió el músico. Y como el muchacho replicara que él había escrito sinfonías a los nueve años, la respuesta fue: «Cierto, pero yo nunca fui a preguntarle a nadie como se escribe una sinfonía».

  La noción platónica de filosofía no abarca la filosofía entera, pero se encuentra en muchas partes. Tantas partes que por ello podría explicarse que para algunos la llamada cultura occidental entera no sea más que una creatura de Platón. Cuando el hijo decide que va a estudiar filosofía en la universidad (en cada universidad hay una escuela de filosofía), el padre y la madre se miran. ¿Cuál de  los dos será el responsable de esta calamidad? ¿Qué han hecho para que el cielo los castigue de esta forma? ¿Filosofía? ¿Y de qué va a vivir el imbécil, qué va a comer? ¡Ni para higos va a ganar!

  Pero hay una paradoja aquí: Platón vivía bastante bien; era Diógenes el que tenía que mendigar.



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