domingo, 19 de marzo de 2017

Ludwig Wittgenstein.-Conferencia sobre ética.

Antes de entrar en materia, permítanme hacer unas consideraciones preliminares. Soy consciente de que tendré grandes dificultades para comunicarles mis pensamientos y considero que algunas de ellas disminuirán si las menciono de antemano. La primera, que casi no necesito citar, es que el inglés no es mi lengua materna. Por esta razón mi expresión a menudo carece de la elegancia y precisión que resultaría deseable en quien diserta sobre un tema difícil. Todo lo que puedo hacer es pedirles que me faciliten la tarea tratando de entender lo que quiero decir, a pesar de las faltas que contra la gramática inglesa voy a cometer continuamente. La segunda dificultad que citaré es que quizá muchos de ustedes se hayan acercado a mi conferencia con falsas expectativas. Para aclararles este punto diré unas pocas palabras acerca de la razón por la cual he elegido el tema. Cuando su anterior secretario me honró pidiéndome que leyera una comunicación en su sociedad, mi primera idea, por supuesto, fue aceptar, y la segunda, hablar acerca de algo que me interesara comunicarles. Dado que tenía la oportunidad de dirigirme a ustedes, no iba a desaprovecharla dándoles una conferencia sobre lógica, por ejemplo. Considero que esto sería perder el tiempo, ya que explicarles una materia científica requeriría un curso de conferencias y no una comunicación de una hora. Otra alternativa hubiera sido darles lo que se denomina una conferencia de divulgación científica, esto es, una conferencia que pretendiera hacerles creer que entienden algo que realmente no entienden y satisfacer así lo que considero uno de los más bajos deseos dela gente moderna, es decir, la curiosidad superficial acerca de los últimos descubrimientos de la ciencia. Rechacé estas alternativas y decidí hablarles sobre un tema, en mi opinión, de importancia general, con la esperanza de que ello les ayude a aclarar sus ideas acerca de él (incluso en el caso de que estén en total desacuerdo con lo que voy a decirles). Mi tercera y última dificultad es, de hecho, propia de casi todas las largas conferencias filosóficas: el oyente es incapaz de ver tanto el camino por el que le llevan como el término al que éste conduce. Esto es, o bien piensa: «Entiendo todo lo que dice menos, ¿a dónde demonios quiere llegar?», o bien: «Veo hada dónde se encamina, pero, ¿cómo demonios va a llegar allí?». Una vez más, todo lo que puedo hacer es pedirles quesean pacientes, y esperar que, al final, vean tanto el camino como su término.

  Empecemos. Mi tema, como saben, es la ética y adoptaré la explicación que de este término ha dado el profesor Moore en su libro Principia Ethica: «La ética es la investigación general sobre lo bueno». Ahora voy a usar la palabra ética en un sentido un poco más amplio, que incluye, de hecho, la parte más genuina, a mi entender, de lo que generalmente se denomina estética. Y para que vean de la forma más clara posible lo que considero el objeto de la ética voy a presentarles varias expresiones más o menos sinónimas, cada una de las cuales podría sustituirse por la definición anterior, y al enumerarlas pretendo conseguir el mismo tipo de efecto que logró Galton al tomar en la misma placa varias fotografías de rostros diferentes con el fin de obtener la imagen de los rasgos típicos que todos ellos compartían. Mostrándoles esta fotografía colectiva podré hacerles ver cuál es el típico —digamos— rostro chino; de este modo, si ustedes miran a través de la gama de sinónimos que les voy a presentar, espero que serán capaces de verlos rasgos característicos de la ética. En lugar de decir que la ética es la investigación sobre lo bueno, podría haber dicho que la ética es la investigación sobre lo valioso o lo que realmente importa, o podría haber dicho que la ética es la investigación acerca del significado de la vida, o de aquello que hace que la vida merezca vivirse, o de la manera correcta de vivir. Creo que si tienen en consideración todas estas frases, se harán una idea aproximada de lo que se ocupa la ética. La primera cosa que nos llama la atención de estas expresiones es que cada una de ellas se usa, de hecho, en dos sentidos muy distintos. Los denominaré, por una parte, el sentido trivial o relativo y, por otra, el sentido ético o absoluto. Por ejemplo, si digo que ésta es una buena silla, significa que esta silla sirve para un propósito predeterminado, y la palabra «bueno» aquí sólo tiene significado en la medida en que tal propósito haya sido previamente fijado. De hecho, la palabra «bueno» en sentido relativo significa simplemente que satisface un cierto estándar predeterminado. Así, cuando afirmamos que este hombre es un buen pianista queremos decir que puede tocar piezas de un cierto grado de dificultad con un cierto grado de habilidad. Igualmente, si afirmo que para mí es importante no resfriarme, quiero decir que coger un resfriado produce en mi vida ciertos trastornos descriptibles, y si digo que ésta es la carretera correcta, me refiero a que es la carretera correcta en relación a cierta meta. Usadas de esta forma, tales expresiones no presentan dificultad o problema profundo algunos. Pero éste no es el uso que de ellas hace la ética. Supongamos que yo supiera jugar al tenis y uno de ustedes, al verme, dijera: «Juega usted bastante mal», y yo contestara: «Lo sé, estoy jugando mal, pero no quiero hacerlo mejor», todo lo que podría decir mi interlocutor sería: «Ah, entonces, de acuerdo». Pero supongamos que yo le contara a uno de ustedes una mentira escandalosa y él viniera y me dijera: «Se está usted comportando como un animal», y yo contestara: «Sé que mi conducta es mala, pero no quiero comportarme mejor», ¿podría decir: «Ah, entonces, de acuerdo»? Ciertamente no; afirmaría: «Bien, usted debería desear comportarse mejor». Aquí tienen un juicio de valor absoluto, mientras que el primer caso era un juicio relativo. En esencia, la diferencia parece obviamente ésta: cada juicio de valor relativo es un mero enunciado de hechos y, por tanto, puede expresarse de tal forma que pierda toda apariencia de juicio de valor. En lugar de decir: «Ésta es la carretera correcta hacia Granchester», podría decirse perfectamente: «Ésta es la carretera correcta que debes tomar si quieres llegar a Granchester en el menor tiempo posible». «Este hombre es un buen corredor» significa simplemente que corre un cierto número de kilómetros en cierto número de minutos; etc. Lo que ahora deseo sostener es que, a pesar de que se pueda mostrar que todos los juicios de valor relativos son meros enunciados de hechos, ningún enunciado de hecho puede nunca ser ni implicar un juicio de valor absoluto. Permítanme explicarlo: supongan que uno de ustedes fuera una persona omnisciente y, por consiguiente, conociera los movimientos de todos los cuerpos animados o inanimados del mundo y conociera también los estados mentales de todos los seres que han vivido. Supongan además que este hombre escribiera su saber en un gran libro; tal libro contendría la descripción total del mundo. Lo que quiero decir es que este libro no incluiría nada que pudiéramos llamar juicio ético ni nada que pudiera implicar lógicamente tal juicio. Por supuesto contendría todos los juicios de valor relativo y todas las proposiciones verdaderas que pueden formularse. Pero tanto todos los hechos descritos como todas las proposiciones estarían en el mismo nivel. No hay proposiciones que, en ningún sentido absoluto, sean sublimes, importantes o triviales. Quizás ahora alguno de ustedes estará de acuerdo y ello lo evocará las palabras de Hamlet: «Nada hay bueno ni malo, si el pensamiento no lo hace tal». Pero esto podría llevar de nuevo a un malentendido. Lo que Hamlet dice parece implicar que lo bueno y lo malo, aunque no sean cualidades del mundo externo, son atributos de nuestros estados mentales. Pero lo que quiero decir es que mientras entendamos un estado mental como un hecho descriptible, éste no es bueno ni malo en sentido ético. Por ejemplo, si en nuestro libro del mundo leemos la descripción de un asesinato con todos los detalles físicos y psicológicos, la mera descripción de estos hechos no encerrará nada que podamos denominar una proposición ética. El asesinato estará en el mismo nivel que cualquier otro acontecimiento como, por ejemplo, la caída de una piedra. Ciertamente, la lectura de esta descripción puede causarnos dolor o rabia o cualquier otra emoción; también podríamos leer acerca del dolor o la rabia que este asesinato ha suscitado entre otra gente que tuvo conocimiento de él, pero serían simplemente hechos, hechos y hechos, y no ética. Debo decir que si ahora considerara lo que la ética debiera ser realmente —si existiera tal ciencia—, este resultado sería bastante obvio. Me parece evidente que nada delo que somos capaces de pensar o de decir puede constituir el objeto (la ética). No podemos escribir un libro científico cuya materia alcance a ser intrínsecamente sublime y de nivel superior a las restantes materias. Sólo puedo describir mi sentimiento a este propósito mediante la siguiente metáfora: si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un libro de ética, este libro destruiría, como una explosión, todos los demás libros del mundo. Nuestras palabras, usadas tal como lo hacemos en la ciencia, son recipientes capaces solamente de contener y transmitir significado y sentido, significado y sentido naturales. La ética, de ser algo, es sobrenatural y nuestras palabras sólo expresan hechos, del mismo modo que una taza de té sólo podrá contener el volumen de agua propio de una taza de té por más que se vierta un litro en ella. He dicho que, en la medida en que nos refiramos a hechos y proposiciones, sólo hay valor relativo y, por tanto, corrección y bondad relativas. Permítanme, antes de proseguir, ilustrar esto con un ejemplo más obvio todavía. La carretera correcta es aquella que conduce a una meta arbitrariamente determinada, y a todos nos parece claro que carece de sentido hablar de la carretera correcta independientemente de un motivo predeterminado. Veamos ahora lo que posiblemente queremos decir con la expresión «la carretera absolutamente correcta». Creo que sería aquella que, al verla, todo el mundo debería tomar por necesidad lógica, o avergonzarse de no hacerlo. Del mismo modo, el bien absoluto, si es un estado de cosas descriptible, sería aquel que todo el mundo, independientemente de sus gustos e inclinaciones, realizaría necesariamente o se sentiría culpable de no hacerlo. En mi opinión, tal estado de cosas es una quimera. Ningún estado de cosastiene, en sí, lo que me gustaría denominar el poder coactivo de un juez absoluto. Entonces, ¿qué es lo que tenemos en la mente y qué tratamos de expresar aquellos que, como yo, sentimos la tentación de usar expresiones como «bien absoluto», «valor absoluto», etc.? Siempre que intento aclarar esto es natural que recurra a casos en los que sin duda usaría tales expresiones, con lo que me encuentro en la misma situación en la que se hallarían ustedes si, por ejemplo, yo les diera una conferencia sobre psicología del placer. En este caso, lo que harían sería tratar de evocar algunas situaciones típicas en lasque han sentido placer. Con esta situación en la mente, llegaría a hacerse concreto y, de alguna manera, controlable todo lo que yo pudiera decirles. Alguien podría elegir como ejemplo-tipo la sensación de pasear en un día soleado de verano. Cuando trato de concentrarme en lo que entiendo por valor absoluto o ético, me encuentro en una situación semejante. En mi caso, me ocurre siempre que la idea de una particular experiencia se me presenta como si, en cierto sentido, fuera, y de hecho lo es, mi experiencia par excellence. Por este motivo, al dirigirme ahora a ustedes, usaré esta experiencia como mi primer y principal ejemplo (como ya he dicho, esto es una cuestión totalmente personal y otros podrían hallar ejemplos más llamativos). En la medida de lo posible, voy a describir esta experiencia de manera que les haga evocar experiencias idénticas o similares a fin de poder disponer de una base común para nuestra investigación. Creo que la mejor forma de describirla es decir que cuando la tengo me asombro ante la existencia del mundo. Me siento entonces inclinado a usar frases tales como «Qué extraordinario que las cosas existan» o «Qué extraordinario que el mundo exista». Mencionaré a continuación otra experiencia que conozco y que a alguno de ustedes le resultará familiar: se trata de lo que podríamos llamar la vivencia de sentirse absolutamente seguro. Me refiero a aquel estado anímico en el que nos sentimos inclinados a decir: «Estoy seguro, pase lo que pase, nada puede dañarme». Permítanme ahora considerar estas experiencias dado que, según creo, muestran las características que tratamos de aclarar. Y he aquí lo primero que tengo que decir: la expresión verbal que damos a estas experiencias carece de sentido. Si afirmo: «Me asombro ante la existencia del mundo», estoy usando mal el lenguaje. Me explicaré: tiene perfecto y claro sentido decir que me asombra que algo sea como es. Todos entendemos lo que significa que me asombre el tamaño de un perro que sea mayor a cualquiera de los vistos antes, o de cualquier cosa que, en el sentido ordinario del término, sea extraordinaria. En todos los casos de este tipo me asombro de que algo sea como es, cuando yo podría concebir que no fuera como es. Me asombro del tamaño de este perro puesto que podría concebir un perro de otro tamaño, esto es, de tamaño normal, del cual no me asombraría. Decir: «Me asombro de que tal y tal cosa sea como es» sólo tiene sentido si puedo imaginármelo no siendo como es. Así, podemos asombramos, por ejemplo, de la existencia de una casa cuando la vemos después de largo tiempo de no visitarla y hemos imaginado que entretanto ha sido demolida. Pero carece de sentido decir que me asombro de la existencia del mundo porque no puedo representármelo no siendo. Naturalmente, podría asombrarme de que el mundo que me rodea sea como es. Si mientras miro el cielo azul yo tuviera esta experiencia, podría asombrarme de que el cielo sea azul y que, por el contrario, no esté nublado. Pero no es a esto a lo que ahora me refiero. Me asombro del cielo sea cual sea su apariencia. Podríamos sentimos inclinados a decir que me estoy asombrando de una tautología, es decir de que el cielo sea o no sea azul. Pero precisamente no tiene sentido afirmar que alguien se está asombrando de una tautología. Esto mismo puede aplicarse a la otra experiencia mencionada, la experiencia de la seguridad absoluta. Todos sabemos qué quiere decir en la vida ordinaria estar seguro. Me siento seguro en mi habitación, ya que no puede atropellarme un autobús. Me siento seguro si he tenido la tos ferina y, por tanto, ya no puedo tenerla de nuevo. En esencia, sentirse seguro significa que es físicamente imposible que ciertas cosas puedan ocurrirme y, por consiguiente, carece de sentido decir que me siento seguro pase lo que pase. Una vez más, se trata de un mal uso de la palabra «seguro», del mismo modo que el otro ejemplo era un mal uso de la palabra «existencia» o «asombrarse». Quiero convencerles ahora de que un característico mal uso de nuestro lenguaje subyace en todas las expresiones éticas y religiosas. Todas ellas parecen, prima facie, ser sólo símiles. Así, parece que cuando usamos, en un sentido ético, la palabra correcto, si bien lo que queremos decir no es correcto en su sentido trivial, es algo similar. Cuando decimos: «Es una buena persona», aunque la palabra «buena» aquí no significa lo mismo que en la frase: «Éste es un buen jugador de fútbol», parece haber alguna similitud. Cuando decimos: «La vida de este hombre era valiosa», no lo entendemos en el mismo sentido que si habláramos de alguna joya valiosa, pero parece haber algún tipo de analogía. De este modo, todos los términos religiosos parecen utilizarse como símiles o alegorías. Cuando hablamos de Dios y de que lo ve todo, y cuando nos arrodillamos y le oramos, todos nuestros términos y acciones se asemejan apartes de una gran y compleja alegoría que le representa como un ser humano de enorme poder cuya gracia tratamos de ganarnos, etc., etc. Pero esta alegoría describe también la experiencia a la que acabo de aludir. Porque la primera de ellas es, según creo, exactamente aquello a lo que la gente se refiere cuando dice que Dios ha creado el mundo; y la experiencia de la absoluta seguridad ha sido descrita diciendo que nos sentimos seguros en las manos de Dios. Una tercera vivencia de este tipo es la de sentirse culpable y queda también descrita por la frase: Dios condena nuestra conducta. De esta forma parece que, en el lenguaje ético y religioso, constantemente usemos símiles. Pero un símil debe ser símil de algo. Y si puedo describir un hecho mediante un símil, debo ser también capaz de abandonarlo y describir los hechos sin su ayuda. En nuestro caso, tan pronto como intentamos dejar a un lado el símil y enunciar directamente los hechos que están detrás de él, nos encontramos con que no hay tales hechos. Así, aquello que, en un primer momento, pareció ser un símil, se manifiesta ahora un mero sinsentido. Quizá para aquéllos —por ejemplo, yo— que han vivido las tres experiencias que he mencionado (y podría añadir otras) éstas les parezcan tener todavía, en algún sentido, un valor intrínseco y absoluto. Pero desde el momento en que digo que son experiencias, ciertamente son hechos; han ocurrido en un lugar y han durado cierto tiempo y, por consiguiente, son descriptibles. A partir de esto y de lo dicho hace unos minutos, debo admitir que carece de sentido afirmar que tienen un valor absoluto. Precisaré mi argumentación diciendo: es una paradoja que una experiencia, un hecho, parezca tener un valor sobrenatural. Hay una vía por la que me siento tentado a solucionar esta paradoja. Permítanme reconsiderar, en primer lugar, nuestra primera experiencia de asombro ante la existencia del mundo describiéndola de una forma ligeramente diferente; todos sabemos lo que en la vida cotidiana podría denominarse un milagro. Evidentemente, es un acontecimiento de tal naturaleza que nunca hemos visto nada parecido a él. Supongan que este acontecimiento ha tenido lugar. Piensen en el caso de que a uno de ustedes le crezca una cabeza de león y empiece a rugir. Ciertamente esto sería una de las cosas más extraordinarias que soy capaz de imaginar. Tan pronto como nos hubiéramos repuesto de la sorpresa, lo que yo sugeriría sería buscar un médico e investigar científicamente el caso y, si no fuera porque ello le produciría sufrimiento, le haría practicar una vivisección. ¿Dónde estaría entonces el milagro? Está claro que, en el momento en que miráramos las cosas así, todo lo milagroso habría desaparecido; a menos que entendamos por este término simplemente un hecho que toda vía no ha sido explicado por la ciencia, cosa que a su vez significa que no hemos conseguido agrupar este hecho junto con otros en un sistema científico. Esto muestra que es absurdo decir que la ciencia ha probado que no hay milagros. La verdad es que el modo científico de ver un hecho no es el de verlo como un milagro. Pueden ustedes imaginar el hecho que quieran y éste no será en sí milagroso en el sentido absoluto del término. Ahora nos damos cuenta de que hemos estado utilizando la palabra «milagro» tanto en el sentido absoluto como en el relativo. Voy a describir la experiencia de asombro ante la existencia del mundo diciendo: es la experiencia de ver el mundo como un milagro. Me siento inclinado a decir que la expresión lingüística correcta del milagro de la existencia del mundo —a pesar de no ser una proposición en el lenguaje— es la existencia del lenguaje mismo. Pero entonces, ¿qué significa tener conciencia de este milagro en ciertos momentos y en otros no? Todo lo que he dicho al trasladar la expresión de lo milagroso de una expresión por medio del lenguaje a la expresión por la existencia del lenguaje, todo lo que he dicho con ello es, una vez más es que no podemos expresar lo que queremos expresar y que todo lo que decimos sobre lo absolutamente milagroso sigue careciendo de sentido. A muchos de ustedes la respuesta les parecerá clara. Dirán: bien, si ciertas experiencias nos incitan constantemente a atribuirles una cualidad que denominamos importancia o valor absoluto o ético, esto sólo muestra que a lo que nos referimos con tales palabras no es un sinsentido. Después de todo, a lo que nos referimos al decir que una experiencia tiene un valor absoluto es simplemente a un hecho como cualquier otro y todo se reduce a esto: todavía no hemos dado con el análisis lógico correcto de lo que queremos decir con nuestras expresiones éticas y religiosas. Siempre que se me echa esto en cara, de repente veo con claridad, como si se tratara de un fogonazo, no sólo que ninguna descripción que pueda imaginar sería apta para describir lo que entiendo por valor absoluto, sino que rechazaría ab initio cualquier descripción significativa que alguien pudiera posiblemente sugerir por razón de su significación. Es decir: veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas era, precisamente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje significativo. Mi único propósito —y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión— es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado. La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría.

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