La muerte es lo sublime al alcance de cualquiera.
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Los dolores más crueles y las más horribles alucinaciones de terror no me han dejado una náusea comparable a la que sigue a la separación definitiva de un grupo de hombres a los que se odia o a los que se ama. Brillante o no, admirado o despreciado, el caso es que cuando te separas de ellos cualquier suicidio parece dulce. Como si cualquier palabra que les hayas dicho se hubiera convertido en barro y se escondiera por algún recoveco del fondo de tu aislamiento, para luego saltar y enlodarte en plena cara. Las palabras se transforman en veneno y después de haberte confesado horas y horas, el vacío de los demás y el tuyo propio te aturden. Todo cuanto no está solo se pudre y yo nunca estuve lo suficientemente solo como para renacer.
Toda conversación nos deja más abandonados que en la sepultura. Has aliviado el espíritu y el corazón se te ha podrido. Las palabras volaron a los cuatro vientos y con ellas la sustancia de tu aislamiento.
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Sólo en el amor podemos verificar nuestra distancia respecto al mundo. En brazos de la mujer, el corazón se somete al instinto, pero el pensamiento vaga alrededor del mundo, fruto enfermo del desarraigo erótico. Y, por ello, de la efervescencia sensual de la sangre se alza una protesta melódica y desgarradora que no siempre somos capaces de distinguir, pero que está presente en el intervalo de un destello recordándonos de paso lo eternamente frágil que es el placer. De lo contrario, ¿cómo podríamos alcanzar en cada beso la muerte rosada, mientras agonizamos envueltos de abrazos?
¿Y cómo mediríamos la soledad si no nos miráramos en los ojos extraviados de la mujer? Porque a través de ellos el aislamiento se ofrece a sí mismo el espectáculo de su infinito.
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Lo equívoco del amor parte del hecho de que se es feliz y desgraciado a un tiempo, que el sufrimiento y el placer se igualan en un único torbellino. Por ello, la desdicha amorosa crece conforme la mujer más nos comprende y nos ama. Una pasión sin límites nos lleva a lamentar que los mares tengan fondo, y el deseo de sumergirnos en lo ilimitado lo aplacamos zambulléndonos en la infinitud del azul celeste. Por lo menos el cielo no tiene fronteras y parece hecho a medida de la verticalidad del suicidio.
El amor nos induce a ahogarnos, provoca el anhelo de las profundidades. En eso se parece a la muerte. Así se explica por qué la sensación del fin la tienen sólo las naturalezas eróticas. Al amar se desciende hasta las raíces de la vida, hasta la lozanía fatal de la muerte. No hay rayos que te fulminen como un abrazo, y las ventanas se abren al espacio para que puedas arrojarte por ellas. Hay mucha felicidad y mucha desgracia en los altibajos del amor, y el corazón es demasiado estrecho para sus dimensiones.
El erotismo proviene de más allá del hombre; lo abruma y lo derriba. Y, por esa razón, abatidos por sus olas, los días pasan sin que nos percatemos ya de que los objetos existen, de que las criaturas se agitan y la vida se consume, ya que, atrapados en el voluptuoso sueño del amor por tanta vida y por tanta muerte, nos hemos olvidado de ambas, de suerte que cuando despertamos del amor, tras sus inigualables desgarros sentimos un lúcido e inconsolable desplome.
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El sentido más profundo del amor no es inteligible por «el genio de la especie» y tampoco por la superación de la individuación. ¿Quién puede creer que experimentaría intensidades tan crueles, de inhumana gravedad, si fuéramos simples piezas de un proceso en el que, personalmente, perdemos? ¿Y quién puede admitir que nos meteríamos en sufrimientos tan grandes sólo para desempeñar el papel de víctimas? Los sexos no son capaces de tanta renuncia ni de tanta falacia.
En el fondo, amamos para defendernos del vacío de la existencia como reacción contra él. La dimensión erótica de nuestro ser es una plenitud dolorosa que colma el vacío que hay en nosotros y fuera de nosotros. Sin la invasión del vacío esencial, que roe las entrañas del ser y destruye la ilusión necesaria para existir, el amor sería un ejercicio fácil, un pretexto placentero y no una reacción misteriosa o una convulsión crepuscular. La nada que nos rodea sufre por la presencia del Eros, ya que también él es una falacia contaminada por la existencia. De todo cuanto se ofrece a la sensibilidad el amor es lo menos vacío, y no podemos renunciar a él so pena de abrir los brazos al vacío natural, banal y eterno.
Al ser un máximo de vida y de muerte, el amor constituye una irrupción de intensidad en el vacío. Y toda intensidad es un sufrimiento del vacío.
¿Soportaríamos acaso las penas de amor si no fuera un arma contra el hastío cósmico, contra la putrefacción inmanente? ¿O nos deslizaríamos a la muerte en medio de suspiros y euforia si no encontráramos en ella una vía de ser hacia la inexistencia?
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No es posible consolarse de la nada del mundo mediante la fuerza, sino mediante la soberbia. El hombre es demasiado soberbio para rendirse a la evidencia. Y entonces inventa la existencia.
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¿Mi intimidad con las cosas que se extinguen? Yo me sobrevivo después de cada tristeza…
Sólo cuando me duele el alma de infelicidad, mi corazón se pone a latir. El suspiro es el marco ideal de la respiración y la felicidad no es la temperatura de la vida.
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Es muy posible que el amor contenga en sí mismo un potencial de felicidad mayor de lo que nuestra razón, contagiada por el corazón, tiende a creer. ¿De dónde vienen, entonces, los fúnebres acordes de la embriaguez esencial y el perfume de suicidio de los abrazos?
La arqueología fatal del amor saca a la superficie no solamente los dolores inconfundibles y actuales, sino también todas las desdichas incompletas que creíamos haber sepultado para siempre, todas las heridas que considerábamos cicatrizadas, y sacia el anhelo de sufrimientos prolongados. Justamente como en la liturgia erótica de Wagner, el lado sombrío del pasado se llena de vida y toma posesión de nuestro tormento incierto, de modo que somos menos infelices por las sensaciones inmediatas del amor que por las resucitadas y revividas del pasado.
Si el amor no fuera algo más que una presencia epidérmica, sería imposible asociarlo al sufrimiento. Pero el amor, como Dios, se aviene a un sinfín de predicados. La mujer puede ser un infinito nulo; pero frente al amor, lo infinito se ruboriza. Y es que todo es bien poco en comparación con el amor. ¿No hay momentos de amor a cuyo lado la muerte parece una pura desvergüenza?
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Hay hombres que si no pudieran meditar sobre el amor, enloquecerían de amor. La reflexión es la única derivación. Sin ella resultaría imposible soportar nada. Entonces moriríamos a causa de Dios, de la música o de la mujer. La transposición reflexiva suaviza la furia de las pasiones y atenúa el tránsito hacia el no ser que anida en todo placer. De esta suerte, el pensamiento se convierte en un instrumento de mediocridad.
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Nos agitamos, creemos y pensamos para excusar nuestra existencia. Es como si alguien nos mirara desde otro mundo con desdén y nosotros, para no convertirnos en víctimas de su repulsión, nos justificáramos con gestos, palabras y hechos. Así esperamos obtener su compasión, el perdón por la rareza de ser. Y cuando a ese alguien lo bautizaran con el nombre de Dios, adornamos nuestro triste espectáculo como si éste fuera algo más que el espejo del Gran Afligido.
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Todo me hiere y el paraíso me parece demasiado brutal. El menor contacto me produce la sensación de una roca que rodara sobre mí, y el reflejo de las estrellas en los ojos soñadores de una doncella me causa dolor por su condición de materia. Las flores expanden aromas mortales y una azucena no es bastante pura para un corazón que huye de todo. Sólo el beatífico sueño de un ángel podría ofrecerle una cuna a su balanceo astral.
El mundo se ha marchitado en la periferia del corazón, y la mente yace al caer la tarde. El universo muestra despavorido su sonrisa, en la que distingo (símbolo de la vida) a un ángel caníbal.
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Nada puede reducirse a la unidad. El caos acecha al mundo en todos sus rincones. La contradicción no es sólo el sentido de la vida, sino también el de la muerte. Un acto cualquiera es idéntico a todos los demás. No hay ni esperanza ni desesperanza, sino las dos a un tiempo. Se muere al vivir y se vive al morir. Lo absoluto es simultaneidad: crepúsculos, lágrimas, úlceras, bestias y rosas; todas esas cosas nadan en la borrachera de lo indistinto. ¡Ay, esos momentos de soledad total que pasas en trance sintiendo a Dios, y en los que tienes celos de ti mismo!
Si no sientes que el mar puede servirte de seudónimo, es que no has experimentado nunca ni un instante de soledad.
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Los médicos no tienen un oído muy fino. Pero cuando sabes que en cada auscultación pueden descubrir una marcha fúnebre…
Por la tristeza pierdes tu condición de hombre. Si pudiera dar rienda suelta a mis inclinaciones, descansaría en un cementerio de mendigos o de emperadores locos.
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Sólo como fuente de infelicidad la mujer es revelación de lo absoluto. Si absorbemos metafísicamente los misterios de su constitución, venceremos a la vida con sus propias armas, aun cuando el pánico de la anemia ante la proximidad del gran desfallecimiento esencial vierta llamas abstractas en la sangre.
Un amor total, un placer que no sea un delicioso desastre, compromete en igual medida al hombre y a la mujer. El amor no puede soportarse, sino tan sólo sufrir. Reclinas la cabeza en un seno y te destierras con toda la tierra.
De todas formas, lo único que puedes hacer por la mujer es rendirle culto, aunque seas misógino. Además, la adoración tiene un mayor prestigio porque no es atribuible a un valor intrínseco. No se adora a la mujer, sino que se es por ella. Es un culto necesario para evitar el narcisismo.
Corres en pos de las mujeres por miedo a la soledad y te quedas con ellas por una sed equiparable a ese miedo. Y es que, más que en ninguna otra cosa, en el amor estás podrido de ti mismo.
La sexualidad es una operación en la que eres, sucesivamente, cirujano y poeta. Una carnicería extática, un gruñido de astros. No sé por qué en el amor tengo sensaciones de ex santo…
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El amor nos muestra hasta dónde podemos estar enfermos dentro de los límites de la salud. El estado amoroso no es una intoxicación orgánica, sino metafísica.
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Por más que se diga del suicidio nadie puede robarle el prestigio de lo absoluto. Porque ¿acaso no es una muerte que se supera a sí misma?
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Harto de la individuación, me gustaría descansar de mí. ¡Y cómo pulverizaría mi corazón en la lejanía, para que serpientes sedientas de veneno y víboras enroscadas en mi cerebro que sorben idea tras idea, reptiles ebrios de desesperanza, lamieran los restos de sangre! ¡Bóveda celeste, derrúmbate, ya no te quedará nada por aplastar! Porque los astros giran en el universo como huevos podridos cuyas emanaciones no podrán ocultar todas las rosas del paraíso. ¿Podré estrellar mis pensamientos contra mi propia sombra?
Si los demonios probaran el amargor de la sangre, enloquecerían de tristeza. Circula a sus anchas por las venas y no la detiene nadie… Es como si, en la sangre, se descongelaran lágrimas en un prolongado y lejano suspiro. ¿Quién habrá llorado en mi sangre?
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Si el amor no fuera la irresoluble mezcla de crimen premeditado y de infinita delicadeza, ¡qué fácil nos resultaría reducirlo a mera fórmula! Pero los tormentos amorosos superan la tragedia de Job… El erotismo es una lepra etérea… La sociedad no te aísla, eso es cierto, pero agrava tu tormento aminorando tu aislamiento.
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Nada nos niega más intensa y dolorosamente la vida como su suprema pulsación en el amor. Y al querer ligarnos a ella a través de la mujer, no hacemos otra cosa que superarla. El amor no cabe en la vida. Y por ello el perfume femenino recuerda el aroma de muerte de una corona mortuoria.
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¿Dónde florece mejor el suicidio que en la sonrisa?
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La profundidad del amor se mide por su potencial de soledad, el cual encuentra su expresión en un matiz de fatalidad, presente en los gestos, palabras y suspiros. La tendencia del corazón a no ser confiere al amor una mayor seriedad que a la desesperanza. Mientras ésta nos impide el acceso hacia el futuro, arrojándonos sin remisión al desastre puro del tiempo, el amor conjuga la falta de esperanza con la seducción de una única felicidad. La desesperanza es un lóbrego callejón sin salida, un irreparable incontenible, una exasperación de lo imposible, mientras el amor es una desesperanza hacia el futuro, abierta a la felicidad.
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Hasta el hecho de beber agua es un acto religioso. Lo absoluto se deleita en la última brizna de hierba. Lo Absoluto y lo Vacío…
¿Dónde no está Dios? ¿Dónde no se hallan ni Dios ni la Nada? La desesperanza es una vitalidad de la Nada…
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La teología no ha podido esclarecer hasta ahora quién está más solo: si Dios o el hombre. Ha venido la poesía. Y he comprendido que es el hombre…
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La súbita revelación de la irrealidad cuando, poseído por el pánico, te entran ganas de dirigirte al policía de la esquina para preguntarle si existe el mundo o no… Y qué rápidamente te tranquilizas contento por la incertidumbre… Porque realmente, ¿qué es lo que harías si existiera?
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Me gustan las gentes del Antiguo Testamento: son pacientes y tristes. Los únicos que le han pedido cuentas a Dios cuantas veces han querido; que no han dejado pasar ocasión de recordarle que era despiadado y que ellos ya no podían esperar más tiempo. Por entonces los mortales tenían instinto religioso, hoy sólo fe y ni siquiera eso. El mayor fracaso del cristianismo es no haber sabido endurecer las relaciones entre el hombre y el Creador. Demasiadas soluciones y demasiados intermediarios. El drama de Jesús ha aliviado los sufrimientos y ha suprimido la exaltación de la hombría en los asuntos religiosos. En otra época se levantaban los puños al cielo, hoy sólo las miradas.
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Sólo a través de la música religiosa hemos tomado conciencia del grado de inmanencia del erotismo. La oímos y no la comprendemos. ¿Hacia qué dolorosa zona de la tierra nos precipita la mujer? O cuando nos exilia de la tierra, ¿adónde llevamos nuestro errante caminar, que no descubrimos el cielo? Bach no ha hecho enmudecer a ningún amante. Ni siquiera sumido en el desconsuelo amoroso llegas a entenderlo; solamente en el caso de ausencia del amor. Y puede que aún más: en ausencia del mundo.
Aparte del amor, ¿qué es lo que nos impide que terminemos todos en Dios?
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¿Podríamos oír la misteriosa melodía de cada cosa? ¿Podríamos escuchar una sonrisa? ¿Ven en verdad los ojos si no suena una música alejada y dulce? ¿Qué sonidos se originan en la mirada y mueren a la sombra melodiosa del corazón? Todo cobra voz con timidez y diríase que las cosas elevan sus acordes hacia el cielo.
Como un enfermo astral, ¡que sensaciones desconcertantemente sutiles te acerquen al misterio musical del ser! Todo lo oyes, ¿también el llanto etéreo de un mundo oculto? Parecería que las flores hubieran arrancado sus raíces del corazón… y te hubieras quedado solo con sus suspiros…
¿Oyes el crepúsculo de una azucena? ¿O la desgarradora melodía de un perfume desconocido?
Si oliéramos una rosa hasta sentir su música, ¿qué otra marcha fúnebre nos abriría con mayor delicadeza una tumba en el cielo? ¿Y no pierde el propio cielo su brillo, disuelto en una melodía que baja hacia nosotros?
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¿Quién te sanará de ti mismo? ¿Una jovencita? ¿Pero quién tendría la generosidad rayana en el sacrificio de asumir tu melancolía? ¿Qué alma pura, deseosa de sueños y de sinsabores se atrevería a llevar una carga que no puede sospechar? ¿Y podrías librarte del veneno sorbiendo primaveras de una difunta juventud? ¿O empañar ojos inocentes con el peso de la tristeza? ¿Qué virginidad no moriría al sentirlo próximo?
En la carne lúcida dormita la savia y unos ojos apagados se encienden en otoñal ofrenda, recogida por la lividez de un amor.
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Desde que Eva despertó a Adán del sueño de la perfección inútil, sus descendientes continúan su obra de sacarnos del sueño y nos tientan todavía con el no-ser. Su mirada turbia, el aéreo vértigo de su reclamo incierto, ¿permanecerán ajenos a nuestra turbulenta comprensión?
La vida es la eternización del instante de miedo inconsolable en el que Adán, recién expulsado del paraíso, se dio cuenta de la inmensa pérdida y de la infinita perdición que le esperaba. ¿Acaso no reeditamos todos, en el curso de nuestra vida, la desesperada iluminación de ese atroz momento? La herencia del primer hombre es la luz de la primera desesperación.
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Cuando las estrellas se transformen en puñales y mi corazón vuele hacia ellas, no lo desgarrarán todas juntas lo bastante como para que la tristeza no trace en la bóveda celeste su sedicioso rastro. Quisiera perecer en cada astro, estrellarme contra cada altura, y construir un refugio funerario en las estrellas pútridas para un cadáver descompuesto en el hechizo de las esferas.
¿Qué canción ha descendido a la carne y qué sonora perdición emborracha todas y cada una de las células para que nadie pueda detenerlas en su afán de morir?
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Hay tanto de indefinible en esta palabra: futilidad… Diríase que Buda me la ha susurrado al oído en un cabaret.
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Un suicidio hace más que un no-suicidio.
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Hay algunos hombres tan necios que si una sola idea aflorara a la superficie del cerebro, ésta se suicidaría aterrada de su soledad.
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Al igual que la neurastenia es la implicación orgánica del gusto por la belleza, los vértigos traducen nuestra inclinación por lo absoluto. Ya no hay objetos que nos retengan ni pilares en los cuales apoyarnos, ni bancos donde descansar el peso de la carne meditabunda. Las articulaciones se nos derriten y caemos en la eternidad anónima de las cosas. Las venas, presintiendo otro mundo, ya no son refugio del orgullo de la posición vertical, sino que se marchitan gustosamente ante lo absoluto. Y el alma, desencantada del mundo y de sí misma, sigue el ejemplo del cuerpo.
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Desearía que ángeles alegres contasen mi vida a la sombra de un sauce llorón. Y cada vez que no comprendieran algo, que las ramas inclinadas iluminasen su ignorancia con brisas de tristeza…
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Si quisiera saber lo que me ha enriquecido más en el curso de mi vida, de qué prueba he salido más fuerte y más solo, ni el amor, ni el sufrimiento inmediato del cuerpo o el miedo por lo incomprensible, ni el arrepentimiento permanente del pensamiento serían la fuente de mi crecimiento interior, sino todas esas cosas a la vez, envueltas y purificadas en el sentimiento de la muerte. Sin este sentimiento te elevas sin rumbo, restándole a tu final lo poco que tenía de aureola y de apoteosis. Cuando, no obstante, la muerte brota con cada suspiro, el fruto de nuestros sufrimientos conserva una madurez intacta, y la vida, conforme a su sentido último, es menos perdición. No se crece sino al unísono con una agonía en flor. Por el sentimiento de la muerte hacemos a la vida cómplice de lo absoluto, aun cuando le arrebatemos su ternura. Encerrados en los límites individuales, ¿qué haríamos sin la tentación de lo ilimitado que representa la muerte? Sólo al morir me he convertido en algo más que yo mismo, con una muerte fructífera; que germine en el sueño y en la fuerza una ondulada agonía. ¿Por qué tiene que asustarme el fin si yo lo he anticipado gozoso desde la médula y el pensamiento? ¿O es que habrá alguna célula donde la muerte no haya fermentado?
Pero es posible enriquecer una vida más allá de sus previsiones. ¿Y si desde el horizonte de la vida lo infinito fuera una enfermedad? De lo contrario, ¿de dónde procedería el orgullo de la sangre triste?
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Hay miradas femeninas que tienen algo de la triste perfección de un soneto.
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Sin la desdicha, el amor no sería mucho más que una gestión de la naturaleza.
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En cada perfume se huele el llanto inmaterial de las flores, desde el momento en que nos inspira una fúnebre desintegración. Envueltos en él, nos embarga el temor a la muerte como una savia que viene de lejos y va elevándose lenta y tristemente en la reciedumbre del cuerpo. ¡Y cómo suspira una rosa ante nuestra tristeza ennobleciéndola! ¡O una inmensa ola de difusos perfumes cargados de suicidio, que van flotando en busca de corazones caducos!
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Aunque sepas desde cuándo la melancolía te ha separado de la naturaleza, te parece, no obstante, que te ha acompañado desde siempre, que naciste con ella y hasta puede que de ella. Si mueres, te sobrevivirá y tejerá la poesía morada de la extinción sin fin.
El sentimiento de la eternidad negativa de mi vida… He muerto sin haber empezado…
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Cuando de ninguna manera te sientas ya persona, y, sin embargo, sigas amando, la contradicción aumentará y se convertirá en un sufrimiento indecible, infernal. El amor, para bien o para mal, deriva de la condición de la existencia como tal, y en la persona sólo llega a producirse si pertenece, a través de todas sus flaquezas, a la forma de vida que representa. No puedes elevar hacia ti a la mujer, esa persona por excelencia, y mucho menos descender tú hacia ella. Entonces vives próximo a ella y sufres al rodearla de no-humanidad. ¡Qué perversión esa de amar a un ser humano, cuando ya no tienes sensaciones humanas, cuando ya no estás ni arriba ni abajo sino fuera de la condición humana! ¡Y la ilusión de la mujer al creer que te ofrece el olvido cuando lo único que hace es confirmar tu alejamiento de todas las cosas!
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¿Por qué no se apiadará la tierra de mí y, abriendo sus fauces, me engullirá en sus entrañas, triturará mis huesos y chupará mi sangre? Sólo así se cumpliría la pesadilla en la que me veo aplastado por el peso de montes y mares que sobre mí se han arrojado. ¿No soy acaso carroña que vislumbra, desde las profundidades de los mundos, cómo los cielos, los firmamentos, se desintegran para caer rodando sobre ella y machacarla? ¿Bajo qué estrella no he muerto, bajo qué mar o bajo qué tierra? ¡Ay! ¡Todo ha muerto, y en primer lugar, la muerte! ¿El universo? Da la impresión de ser un conjunto de espectros mirando desde el fondo de una muela picada…
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Un vampiro que me chupa la última gota de sangre y luego entona una triste canción…
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Hay que reformarlo todo, incluso el suicidio…
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Los hombres exigen tener un oficio. Como si el hecho de vivir no fuera ya uno, ¡y el más difícil!
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Soy un Job sin amigos, sin Dios y sin lepra.
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Sólo al aumentar la desdicha, mediante el pensamiento y la acción, podemos encontrar en ella placer y espíritu.
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La verdad, como todo lo que implique escasez de ilusión, solamente aparece en el seno de una vitalidad comprometida. Los instintos, al no poder alimentar ya la magia de los errores en los que se baña la vida, colman sus huecos con una lucidez desastrosa. Comenzamos a ver el estado de las cosas y entonces ya no podemos vivir. Sin errores, la vida es un bulevar desierto en el que deambulamos como si fuéramos peripatéticos de la tristeza.
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La necesidad de poner fin a tus días en el corazón de una mujer pálida, para que tu cadáver lleve una no-vida…, o la de hablar de amor de forma tan etérea que incluso los copos de nieve pidan perdón. Un amor vaporoso como la esquizofrenia de un perfume…
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En el café, más que en ninguna otra parte, no se puede hablar ya sino con Dios.
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Sólo me acuerdo de que soy al oír mis pasos por el suelo a altas horas de la noche.
¿Seguiré siendo mucho más tiempo vecino de mi corazón? ¿Cuánto me queda aún por marchar junto a mi tiempo? ¿Y quién me habrá desterrado lejos de mí?
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Los ojos perdidos de las mujeres tristes, y que solamente deben abrirse el día del Juicio final…
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La vida, no elevada al rango de sueño, se parece a un Apocalipsis de la necedad y de la vulgaridad. ¿Quién la soportaría sin su cuota de irrealidad?
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Los pensamientos aromatizados por la nobleza del suicidio… Es como beber veneno servido por manos de una santa. O sorber el pecado de la anónima boca de una prostituta. ¿Dónde estáis, enfermedades ocultas, que no subís, fatal e implacablemente, hasta una sangre anhelante de miedo y de aniquilación?
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Todo cuanto llamamos proceso histórico tiene su origen en el sufrimiento amoroso. Si Adán hubiera sido feliz con Eva, nada habría cambiado en el mundo. La tentación del demonio: «Seréis como Dios», se realizó en la medida en que la creación humana, nacida del dolor del amor, nos aproxima a un grado de divinidad. La felicidad no tiene virtudes históricas. Dios empequeñece cada vez que un hombre no descubre lo Absoluto en el amor o lo descubre en la decepción.
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El acto del suicidio es terriblemente grande. Pero aún parece más agobiante suicidarse cada día…
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La enfermedad de un hombre se mide por la frecuencia con que aparece la palabra «vida» en su vocabulario.
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Fontenelle, cuando era casi centenario, decía a su médico: «Je ne me sens autre chose qu’une dificulté d’être»[1].
Cuando uno piensa en que tantos otros sienten lo mismo desde su primera reflexión, y no sólo en el lecho de muerte…
La carga de vivir es soportable cuando abruma hasta sofocar. El sufrimiento sólo es dulce bajo la forma del tormento.
Cuando uno toma conciencia de su insignificancia, el yo se volatiliza con las brumas de la desolación. Y entonces, ¿qué otra cosa queda del individuo? Una sustancia de amargura esparcida por una calavera de demonio abandonado.
La tristeza es una toma de conciencia en relación con el corazón de un demonio.
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