a lucha entre la ciencia, y la teología ha sido peculiar. En todos los tiempos y lugares —excepto a fines del siglo XVIII en Francia y en la Rusia Soviética— la mayoría de los hombres de ciencia han sostenido la ortodoxia de su época. Algunos de los más eminentes se incluyen en la mayoría. Newton, aunque ario, fue en todos sus otros aspectos un sostenedor de la fe cristiana, Cuvier fue modelo de la corrección católica. Faraday era sandimano, pero los errores de esa secta no le parecían, siquiera a él, demostrables por argumentos científicos, y sus apreciaciones con respecto a las relaciones de la ciencia con la religión eran como para ser aplaudidas por los sacerdotes. La lucha fue de la teología con la ciencia, no con los hombres de ciencia. Aun cuando sabios sostenían apreciaciones condenables, hacían, por lo general, lo posible para evitar conflictos. Copérnico, como vimos, dedicó su libro al Papa; Galileo se retractó; Descartes, aunque pensó que era prudente vivir en Holanda, se dio grandes molestias para permanecer en buenas relaciones con los eclesiásticos, y por un calculado silencio escapó de la censura por participar de las opiniones de Galileo. En el siglo XIX muchos sabios ingleses pensaban aún que no había conflicto esencial entre su ciencia y aquellas partes de la fe cristiana que los cristianos liberales consideraban aún como esencial; para esto habían encontrado posible sacrificar la verdad literal del Diluvio y aun de Adán y Eva.
La situación en nuestros días no difiere mucho de lo que ha sido en todos los tiempos la victoria de Copérnico. Descubrimientos científicos sucesivos han hecho que los cristianos abandonen una tras otra las creencias que en la Edad Media consideraban como partes integrales de la fe, y estas retiradas sucesivas han permitido a los hombres de ciencia permanecer cristianos; a menos que su trabajo esté en esa disputada frontera a que ha llegado la lucha actualmente. Ahora, como en casi todo el tiempo durante los tres últimos siglos, se proclama que la ciencia y la religión se han reconciliado: los sabios admiten modestamente que hay dominios que quedan fuera de la ciencia, y los teólogos liberales conceden que no se aventurarían a negar nada capaz de ser probado científicamente. Hay todavía, es cierto, unos pocos perturbadores de la paz: por un lado los fundamentalistas y los teólogos católicos obstinados; y por el otro, los estudiantes, más radicales de temas como la bioquímica y la psicología, animal, quienes rehúsan conceder aún las peticiones relativamente modestas, de los hombres de iglesia más informados. Pero en conjunto, la lucha ha languidecido comparada con lo que fue. Los credos más nuevos del comunismo y del fascismo son los herederos del fanatismo teológico; y quizás, en algunas regiones profundas del inconsciente, los obispos y los profesores se sientan unidos por el interés de que se mantenga el statu quo. Las actuales relaciones entre la ciencia y la religión, como el Estado quiere que aparezcan puede averiguarse en un volumen muy instructivo, Ciencia y Religión, en Symposium, consistente en doce conferencias por la radio de la BBC (British Broadcasting System) en el otoño de 1930. Los oponentes declarados de la religión no fueron, por cierto, incluidos, puesto que (para no mencionar otro argumento) podrían haber herido a los más ortodoxos entre los auditores. Hubo, es verdad, una excelente conferencia de introducción dada por el profesor Julián Huxley, que no significaba apoyo ni aun para la ortodoxia más borrosa; pero contenía poco que los sacerdotes liberales encontraran objetable. Los oradores que se permitieron expresar opiniones definidas y avanzar argumentos en su favor, adoptaron posiciones variadas que iban desde la patética declaración del profesor Malinowski, de su deseo frustrado de creer en Dios y en la inmortalidad, hasta la afirmación audaz del padre O’Hara de que las verdades de la revelación eran más ciertas que las de la ciencia y debían prevalecer donde hubiera conflicto; pero, aunque los detalles variaron, la impresión general convergió en que el conflicto entre la religión y la ciencia tocaba a su fin. El resultado fue todo cuanto podía esperarse. Así el Canónigo Streeter, que habló más tarde, dijo que «una cosa notable en las conferencias anteriores había sido la forma en que el impulso general se había dirigido en una única y misma dirección… Una idea se repitió siempre: que la ciencia por sí sola no es bastante. Si esta unanimidad es un hecho respecto a la ciencia y a la religión o si lo es respecto a las autoridades que controlan la B. B. C., puede discutirse; pero debe aceptarse que, a pesar de muchas diferencias, los autores el symposium mostraron algo muy parecido al acuerdo en el punto mencionado por el Canónigo Streeter.
Así, Sir Arthur Thomson dice: «la ciencia como ciencia nunca hace la pregunta ¿por qué? Es decir, nunca averigua la intención, o el significado o el propósito de estos múltiples Ser, Llegar a ser y Haber sido». Y continúa: «Así la ciencia no pretende ser un cimiento de roca de la verdad». «La ciencia —nos dice— no puede aplicar sus métodos a lo místico y a lo espiritual». El profesor J. B. S. Haldane sostiene que «es sólo dentro de nosotros mismos, en nuestros Ideales activos de verdad, rectitud, caridad y belleza y compañerismo consecuente con los demás, donde encontramos la revelación de Dios». El Dr. Malinowski dice que «la revelación religiosa es una experiencia que, en cuanto a principio, descansa fuera del dominio de la ciencia». No cito, por el momento, a los teólogos, puesto que es de esperarse su acuerdo con tales opiniones.
Antes de ir más adelante, tratemos de aclarar lo que se ha afirmado, su verdad o error. Cuando el Canónigo Streeter dice que «la ciencia no es bastante», está, en cierto sentido expresando un truísmo. La ciencia no incluye el arte, la amistad u otros varios elementos valiosos de la vida. Pero, naturalmente, significa más que esto. Hay otro Sentido, tal vez de mayor importancia, en el que «la ciencia no es bastante», que también me parece verdadero: la ciencia nada tiene que decir sobre valores y no puede probar proposiciones tales como «es mejor amar que odiar», o «la ternura es más deseable que la crueldad». La ciencia puede decirnos mucho respecto a los medios de realización de nuestros deseos, pero no puede decir que un deseo es preferible a otro. Éste es un tema largo sobre el cual quiero decir más en un capítulo ulterior.
Pero los autores que he citado es seguro que quieren significar algo más, que yo creo falso. «La ciencia no pretende ser un cimiento de roca de la verdad» (las cursivas son mías), implica que hay otro método, no científico de llegar a la verdad. «La revelación religiosa descansa más allá del dominio de la ciencia», nos dice algo de lo que es el método no científico. Es el método de le revelación religiosa. El Deán Inge es más explícito «La prueba de la religión es, pues, experimental. (Había estado hablando del testimonio de los místicos). Es un conocimiento progresivo de Dios bajo tres atributos mediante los cuales Él se ha revelado a la humanidad —lo que se ha llamado a veces los valores absolutos o eternos—, la divinidad o amor, la verdad y la belleza. Si esto es todo, dirá usted que no hay razón para que la Iglesia entre en conflicto con la ciencia natural. Una versa con hechos, la otra con valores. Concediendo que ambas son reales, están en planos distintos. Esto no es completamente cierto. Hemos visto a la ciencia haciendo incursiones, en la ética, en la poesía y en todo. La religión no puede menos que introducirse igualmente». Este significa que la religión debe hacer afirmaciones sobre lo que es y no solamente sobre lo que debe ser. La opinión declarada por el Deán Inge está comprendida en las palabras de Sir J. Arthur Thomson y del doctor Malinowski.
¿Debemos admitir que hay en ayuda de la religión una fuente de conocimiento que fuera de la ciencia y que pudiera, describirse como «revelación»? Éste es un asunto difícil de argumentar, porque aquellos que creen las verdades que les han sido reveladas profesan la misma clase de seguridad respecto a ellas que la que tenemos respecto a objetos de sentido. Le creemos al hombre que ha visto cosas a través del telescopio que nosotros nunca hemos visto: ¿por qué entonces —preguntan—, nos les habíamos de creer cuando nos informan sobre cosas que son para ellos igualmente incuestionables?
Es quizás inútil ensayar un argumento que atrajera al hombre que ha disfrutado de la iluminación mística, pero puede decirse si nosotros aceptaríamos este testimonio. En primer lugar, no está sometido a pruebas ordinarias. Un hombre de ciencia nos dice el resultado del experimento, nos dice también cómo se efectuó; otros lo pueden repetir y si no se confirma el resultado, no se acepta como verdadero; Pero muchos hombres pueden colocarse en la situación en que ocurrió la iluminación mística sin obtener la misma revelación. A esto puede responderse que el hombre debe usar del sentido apropiado: es inútil el telescopio para quien cierra los ojos. El argumento, referente a la credibilidad del testimonio místico puede prolongarse casi indefinidamente. La ciencia debería ser neutral, puesto que éste argumento es científico, y conducirlo exactamente como se conducirla uno que se refiere a un experimento inseguro. La ciencia depende de la percepción y de la inferencia; su credibilidad se debe al hecho de que las percepciones son tales como para ser probadas por cualquier observador. El místico mismo puede estar seguro de que sabe y que no necesita de pruebas científicas, pero aquéllos a quien se les pide que acepten el testimonio lo someterán a la misma clase pruebas científicas que se aplicarían a los hombres que dicen haber estado en el Polo Norte. La ciencia en cuanto a tal, no debería, tener actitud definitiva, positiva o negativa, en lo que se refiere al resultado.
El argumento principal en favor de los místicos es el acuerdo de unos contra otros. «No sé de nada más notable —dice el Deán Inge—, que la unidad de los místicos antiguos, medievales y modernos, protestantes, católicos y aun budistas y mahometanos; aunque los cristianos son, los más dignos de fe». No deseo aminorar la fuerza de este argumento de que tuve conocimiento hace mucho tiempo en un libro llamado «Misticismo y Lógica». Los místicos varían mucho en su capacidad para dar expresión verbal a sus experiencias, pero creo que podemos suponer que los que tuvieron más éxito sostuvieron todos: 1) que toda división y separación es irreal, y que el universo es una única unidad Indivisible; 2) que la maldad es ilusoria y que la ilusión nace de considerar falsamente una parte como capaz de subsistir; 3) que el tiempo es irreal, y que la realidad es eterna no en el sentido de que perdura indefinidamente, sino de que está enteramente fuera del tiempo. No pretendo que ésta sea una relación completa de las materias en que concuerdan todos los místicos, pero las tres proposiciones que he mencionado pueden servir como representantes del total. Imaginémonos como jueces de una corte, cuya, labor es decidir sobre la credibilidad de los testigos que hacen estas tres, un tanto sorprendentes, afirmaciones.
Encontraremos; en primer lugar, que, mientras los testigos concuerdan hasta cierto punto, difieren totalmente cuando trasponen ese punto, aun cuando se sienten tan seguros como cuando concuerdan. Los católicos, pero no los protestantes, pueden tener visiones en las que aparece la Virgen; los cristianos y mahometanos, pero no los budistas, pueden tener grandes verdades reveladas a ellos por el arcángel Gabriel; los místicos chinos del Tao nos cuentan, como resultado directo de su doctrina central, que todo gobierno es malo, mientras que muchos místicos mahometanos y europeos, con igual confianza, exigen la sumisión a una autoridad constituida. Considerando los puntos en que difieren cada grupo argüirá que los otros no son verídicos; podremos por esto, si nos contentáramos con mero triunfo forense, anotar que la mayor parte de los místicos suponen a casi todos los demás, equivocados en la mayor parte de los puntos. Pueden, sin embargo, hacer de esto un triunfo a medias, concordando en la gran importancia; de los asuntos sobre los cuales concurren comparados con aquéllos en que sus opiniones difieren. Supondremos, en todo caso, que han partido las diferencias y concentrado la defensa en esos tres puntos, o sea, la unidad del mundo, la naturaleza ilusoria de la maldad, y la irrealidad del tiempo. ¿Cómo podríamos verificar, como espectadores imparciales, esta evidencia unánime?
Como hombres de carácter científico, preguntaremos, naturalmente, ante todo, dónde hay un camino por medio del cual podamos obtener la misma experiencia de primera evidencia. Recibiremos varias respuestas. Nos dirán que evidentemente no tenemos nuestras mentes en actitud receptiva y que carecemos del requisito, de la humildad; o que se necesita ayuno y meditación religiosa; o (si nuestro testigo es un hindú o un chino) que el requisito esencial es un curso de ejercicios respiratorios; creo que encontraremos que el peso de la evidencia experimental está favor de esta última apreciación, aunque el ayuno ha demostrado también ser, con frecuencia, efectivo. En realidad, hay una disciplina física definida llamada yoga, que se practica con el objeto de producir la seguridad mística y que la recomiendan con más confianza aquellos que, la han ensayado[17]. Los ejercicios respiratorios son su rasgo más Importante, y, para nuestro propósito, podemos prescindir del resto.
Con, el objeto de ver cómo podemos verificar las afirmaciones de que el yoga da poder de penetración, simplifiquemos artificialmente el postulado. Supongamos que un cierto número de gente nos asegura que, si durante cierto tiempo, respiramos en cierta forma nos llegaremos a convencer que el tiempo es Irreal. Vamos más allá, y supongamos que, habiendo ensayado su receta hemos experimentado un estado mental como el que ellos nos describen. Pero ahora, después de haber vuelto a nuestro modo normal de respirar estamos completamente seguros hasta dónde esta visión pudo ser creída: ¿Cómo investigaremos el asunto?
Primero que todo, ¿qué se entiende al decir que el tiempo es irreal? Si en verdad queremos decir lo que expresamos, debemos aceptar que frases como «esto está antes que esto» son meros vacíos como otros cualesquiera. Si nuestra suposición no va tan lejos —o sea que, por ejemplo, hay una relación entre los acontecimientos que los pone en el mismo orden que la relación de más temprano y más tarde, pero que es diferente—, no habremos hecho ninguna afirmación que haga ningún cambio real en nuestra apreciación. Será, simplemente, como suponer que la Ilíada no fue escrita por Homero, sino por hombre que tuviera él mismo nombre. Tenemos que aceptar que no hay «hechos»; debe haber solamente la «unidad vasta de todo el universo, comprendiendo que sea real en la apariencia engañosa de una posesión temporal. No debe haber nada que corresponda a la aparente distinción entre acontecimientos anteriores y posteriores. Decir que nacemos, y luego crecemos y en seguida morimos, debe ser tan falso como decir que morimos y luego empequeñecemos y finalmente nacemos. La verdad de lo que parece una vida individual es únicamente el aislamiento ilusorio de un elemento en el ser sin tiempo e indivisible del universo. No hay distinción entre progreso y decadencia, ni diferencia entre las penas que terminan en felicidad y la felicidad que termina en penas. Si se encuentra un cadáver con un puñal enterrado, no hay diferencia en si el hombre murió a consecuencia de la herida o si el puñal se lo enterraron después de muerto. Tal apreciación, es cierto, pone fin no sólo a la prudencia, la esperanza y el esfuerzo; es incompatible con la sabiduría del mundo y —lo que es más importante para la religión—, con la moral.
La mayoría de los místicos, por cierto, no aceptan estas conclusiones en su integridad, pero exigen doctrinas de las cuales se siguen inevitablemente estas conclusiones. Así el Dean Inge rechaza la clase de religión que apela a la evolución, porque da demasiada importancia a los procesos temporales. «No hay ley de progreso y no hay progreso universal», dice. Y luego: «La doctrina del progreso automático y universal, la religión profana de muchos victorianos[18] actúa bajo la desventaja de ser casi la ubica teoría filosófica que puede destruirse definitivamente». Sobre esta materia, qué discutiré en un capítulo posterior, estoy del acuerdo con el Deán, por quien, en muchos terrenos, tengo gran respeto, pero que naturalmente no deduce de sus premisas todas las conclusiones que a mí me parece que contienen.
Es importante no caricaturizar la teoría del misticismo, donde hay, creo, un interior de sabiduría. Veamos cómo pretende evitar las consecuencias extremas que parecen seguir de la negación del tiempo.
La filosofía basada en el misticismo tiene gran tradición de Parménides a Hegel. Parménides dice; «Lo que existe no fue creado ni es destructible; porque es completo, inamovible y sin fin. No fue ni será; porque es ahora una unidad continua»[19]. Introdujo en la metafísica la distinción entre la realidad y la apariencia, o el camino de la verdad y el de la opinión, como los llamaba. Está claro que quienquiera niegue la realidad del tiempo debe introducir alguna otra distinción puesto que evidentemente el mundo aparece estar en el tiempo. Está también claro que si la experiencia diaria no es para ser enteramente ilusoria, debe haber alguna relación entre la apariencia y la realidad tras ella. Es, sin embargo, en este punto donde nacen las mayores dificultades: si la relación entre la apariencia y la realidad se hace muy íntima, todos los hechos desagradables de la apariencia tendrán su, correspondiente en la realidad, mientras que si la relación se hace demasiado remota, seremos incapaces de hacer inferencias del carácter de la apariencia al de la realidad, y ésta permanecerá como un vago incognoscible, al modo da Herbert Spencer. Para los cristianos hay la dificultad consecuente de evitar el panteísmo: si el mundo es sólo aparente, Dios no ha creado nada, y si la realidad correspondiente al mundo es parte de Dios, abandonamos la totalidad de cada cosa, que es una doctrina esencial del misticismo, y estamos obligados a suponer que, hasta donde el mundo es real, la maldad que contiene también es real. Tales dificultades hacen muy difícil el misticismo integral para un cristiano ortodoxo. Como dice el Obispo de Birmingham; «Todas las formas del panteísmo…, me parece, deben ser rechazadas, porque, si el hombre es actualmente parte de Dios, la maldad en el hombre está también en Dios»[20].
Todo este tiempo he estado suponiendo que somos un jurado, oyendo el testimonio de místicos y tratando de decidir si aceptarlo o rechazarlo. Si, cuando niegan la realidad del mundo de los sentidos suponemos que hablan de «realidad» en el sentido ordinario de, las cortes, no vacilaríamos en rechazar lo que dicen, puesto que encontraríamos que corren en sentido contrario a todo otro testimonio, y aun al suyo propio en sus momentos mundanos. Debemos, por esto, buscar algún otro sentido. Creo que, cuando los místicos ponen en contraste la «realidad» con la «apariencia», la palabra «realidad» no tiene sentido lógico, sino emocional: significa lo que es, en cierto sentido, importante. Cuando se dice que el tiempo es «irreal», lo que debería decirse es que, en cierto sentido, y en algunas ocasiones, es importante concebir el mundo como un total, como el Creador, si existiera, debe haberlo concebido al decidirse a crearlo. Concebido así, todo proceso está dentro de un total completo: pasado, presente y futuro, todo existe, en cierto sentido, junto, y el presente no tiene esa realidad preeminente que tiene para nuestra forma usual de comprender el mundo. Si se acepta esta interpretación, el misticismo expresa una emoción, no un hecho; no afirma nada, y, por esto, no puede ser ni confirmada ni contradicha por la ciencia. El hecho de que los místicos hagan aseveraciones se debe a su incapacidad de separar la importancia emocional de la validez científica. No debe esperarse, por cierto, que acepten esta apreciación, pero es la única, hasta donde podemos ver, que cediendo algo a su pretensión, no es repugnante a la inteligencia científica.
La certidumbre y unanimidad parcial de los místicos no es una razón decisiva para aceptar su testimonio como hecho indiscutible. El hombre de ciencia, cuando desea que otros vean lo que ha visto, dispone de su microscopio o de su telescopio; es decir, hace cambios en el mundo externo, pero pide de su observador su potencia visual normal. El místico, por otra parte, pide cambios en el observador, por medio de ayuno, ejercicios respiratorios, y una cuidadosa abstención de la observación externa. (Algunos objetan esta disciplina y piensan que la iluminación mística no puede obtenerse artificialmente; desde un punto de vista científico, esto hace a su caso más difícil de verificar que el de los que confían en el yoga. Pero casi todos convienen que una vida ascética y de ayuno sirve de ayuda). Todos sabemos que el opio, el hachís y el alcohol producen ciertos efectos en el observador, pero como nosotros no encontramos admirables esos efectos, no los tomamos en cuenta en nuestra teoría del universo. Pueden a veces aun revelar fragmentos de verdad, pero no los consideramos como fuentes de sabiduría general. El borracho que ve serpientes, no se imagina, después, que ha tenido una revelación oculta para otros, aunque creencias no muy diferentes deben haberse, originado de la adoración a Baco. En nuestros propios días, como relata William James[21], ha habido personas que consideran que la, intoxicación producida por el gas hilarante revela verdades escondidas en tiempos normales. Desde un punto de vista científico, no podemos hacer distinción entre el hombre que come poco y ve el cielo y el que bebe mucho y ve serpientes. Cada uno es de condición física anormal y por eso tiene percepciones anormales. Las percepciones normales, puesto que tienen utilidad en la lucha por la vida, deben tener alguna correspondencia con los hechos; pero en las anormales no hay razón para esperar esa correspondencia, y por esto, su testimonio no puede preponderar sobre el de la percepción normal.
La emoción mística, si está libre de creencias injustificadas, y no tan abrumadoras como para remover enteramente a un hombre de la actividad ordinaria de la vida, puede dar algo de un gran valor, la misma clase de cosa en una forma superior que la que nos da la contemplación. La respiración, la calma y la profundidad, pueden tener su origen en esta emoción, en la que, por el momento, todo deseo está muerto y la mente se convierte en un espejo de la inmensidad del universo. Los que han tenido esta experiencia y la creen unida inevitablemente con las afirmaciones sobre la naturaleza del universo se aferran, naturalmente a estas afirmaciones. Yo pienso que ellas no son esenciales y que, no hay razón para creerlas verdaderas. No puedo admitir ningún método para llegar a la verdad excepto el de la ciencia, pero en el dominio de las emociones no niego el valor de las experiencias que han dado origen a la religión. A través de asociaciones con creencias falsas, han llegado tanto al mal como al bien; es de esperarse que al emanciparse de estas asociaciones sólo perdure el bien.
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