domingo, 19 de marzo de 2017

La filosofía griega, fuente del pensamiento medieval

Los filósofos medievales en su conjunto, tanto islámicos como cristianos y judíos, beben de una fuente común, la filosofía griega. No se trata de una mera copia o repetición, pues en ese caso no hablaríamos de pensamiento filosófico, pero el suelo del que parten y el utillaje conceptual que usan son de matriz griega.

  El primero en influir en la patrística fue Platón. La metafísica platónica basada en la teoría de las Formas o Ideas que constituyen la verdadera realidad, de las que son una copia las cosas del mundo que nos rodea, su consiguiente distinción entre conocimiento de las Formas y opinión de las cosas, y sus derivaciones antropológicas (división tripartita del alma, eternidad del alma racional) tuvieron una buena acogida entre los primeros teólogos cristianos. El idealismo metafísico y el dualismo platónicos permitían ser reelaborados más fácilmente en clave religiosa que el naturalismo de Aristóteles o el materialismo de Demócrito. El Timeo, con su demiurgo que ordena el caos preexistente en el universo, y la República, en que las tres clases sociales (gobernantes, guerreros y artesanos) estructuran su Estado ideal, son dos diálogos centrales en la recepción medieval del platonismo.

  Otra corriente filosófica relevante en el medievo fue el neoplatonismo, que dominó el pensamiento helénico desde mediados del siglo III. Surgió en Alejandría y se consolidó con el pensador egipcio Plotino (205-270), En sus Enéadas se halla condensada su doctrina, cuyos elementos principales resumimos a continuación. Todas las cosas se reducen a una única causa, el Uno, infinito, ilimitado y más allá del pensamiento. Por emanación o irradiación de este primer principio surge el Nous o «Inteligencia», que contiene los modelos o arquetipos de las cosas sensibles. Y de este procede el Alma del mundo, que contiene un doble aspecto, uno que mira al mundo inteligible y otro más próximo al mundo natural. Hay, pues, un descenso en la perfección de los seres hasta llegar en su grado ínfimo a la materia, donde la luz se diluye en las tinieblas. Pero existe también un camino de regreso: mediante un alejamiento del cuerpo, la práctica del ascetismo y el ejercicio de las virtudes, el alma puede llegar a contemplar el Nous y ser inundada por la luz divina en el éxtasis místico. La primera asimilación cristiana del neoplatonismo la encontramos en los Padres griegos Gregorio de Nisa y Dionisio Areopagita, también llamado Pseudo-Dionisio (que penetró en la escolástica a través de Escoto Eriúgena), y en el principal Padre latino, san Agustín.

  Otra influencia de primer orden fue Aristóteles. A pesar de la cronología, su huella fue tardía en el pensamiento latino, sin duda debido al racionalismo y el naturalismo, que resultaban difíciles de ser absorbidos por la teología cristiana. Su dominio, sin embargo, llegaría a ser hegemónico durante siglos tanto en el mundo árabe como en el latino. Además de su lógica, que, una vez conocida, se impuso por su propia madurez hasta los tiempos modernos, encontramos un eco de sus doctrinas en metafísica: hilemorfismo (teoría materia-forma o acto-potencia), primacía de la substancia dentro de las categorías y doctrina de las cuatro causas (eficiente, formal, material y final) necesarias para la existencia de los seres. En psicología, a través de su teoría del intelecto. En ética, en su concepción de la felicidad y en su definición de la virtud. En su Tísica explica la naturaleza de un modo inmanente, guiada por una teleología interna que excluye el demiurgo platónico y el posterior creacionismo monoteísta: la naturaleza es el principio y la causa del movimiento y reposo de las cosas. El realismo de su política así como su análisis de los diversos regímenes rectos y corrompidos tuvieron una buena acogida en la Edad Media a partir del siglo XIII, aunque no así su defensa del sistema democrático como horizonte político de la humanidad. En su cosmología parte de la afirmación de la eternidad del universo, dada la eternidad del movimiento y de su estructura hilemórfica. Distingue el mundo celeste o supralunar del mundo sublunar, siendo aquel inmutable, imperecedero y regido por el movimiento circular, mientras que este es cambiante y perecedero y está caracterizado por el movimiento rectilíneo; nuestro mundo es esférico e inmóvil y está situado en el centro del universo y rodeado de las esferas celestes, al fondo de las cuales se halla el cielo de las estrellas fijas. Añadamos que la nueva física de Galileo echó por tierra las bases de la física y la astronomía aristotélicas, hasta entonces comúnmente aceptadas en los medios académicos

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