Era el pleno invierno y sin
embargo se anunciaba una mañana radiante en la ciudad ya activa. En el extremo
de la escollera, el mar y el cielo se confundían en un mismo resplandor. No
obstante, Yvars no los veía. Iba deslizándose pesadamente por las avenidas del
puerto. Su pierna enferma descansaba sobre el pedal fijo de la bicicleta,
mientras la otra se esforzaba en vencer los adoquines, aún mojados por la
humedad nocturna. Sin levantar la cabeza, inclinado en el asiento. evitaba los
rieles del viejo tranvía, se hacía bruscamente a un costado para dejar paso a
los automóviles que se le adelantaban y, de cuando en cuando, con el codo
echaba hacia atrás, sobre sus riñones, el morral en el que Fernande había
colocado el almuerzo. Pensaba entonces amargamente en el contenido del morral.
Entre las dos gruesas tajadas de pan, en lugar de la tortilla a la española que
a él le gustaba o la chuleta frita, no había más que un trozo de queso.
Nunca le había parecido tan largo
el camino hasta el taller. Es que también estaba envejeciendo. A los cuarenta
años, y aunque hubiera permanecido seco como un sarmiento de viña, los músculos
no entran en calor tan rápidamente. A veces, al leer las crónicas deportivas,
en las que se llamaba veterano a un atleta de treinta años, se encogía de
hombros. «¡Si éste es un veterano! -decía Fernande—, yo ya soy un carcamal». A
los treinta años la respiración ya comienza imperceptiblemente a fallar. A los
cuarenta no se es un carcamal, no, pero ya se está preparando uno a serlo desde
lejos, con un poco de anticipación. ¿No sería por eso, por lo que, desde hacía
tanto tiempo ya no miraba el mar, durante el trayecto que hacía hasta el otro
extremo de la ciudad, donde estaba la fábrica de toneles? Cuando tenía veinte
años no se cansaba de contemplarlo; el mar le prometía un fin de semana feliz
en la playa. A pesar de su cojera, o precisamente a causa de ella, siempre le
había gustado la natación. Luego pasaron los años, se casó con Fernande, nació
el chico y, para vivir debía trabajar horas suplementarias en la tonelería los
sábados, en casa de particulares los domingos, o bien jugaba al billar. Poco a
poco había perdido la costumbre de aquellas jornadas violentas que lo
reanimaban: el agua profunda y clara, el sol fuerte, las muchachas, la vida
física. No había otra clase de felicidad en aquel lugar. Y esa felicidad pasaba
con la juventud. A Yvars continuaba gustándole el mar, pero sólo al caer el
día, cuando las aguas de la bahía se oscurecían un poco. Era apacible y
agradable el momento que pasaba en la terraza de su casa, donde se sentaba
después del trabajo, contento, con la camisa limpia que Fernande sabía planchar
tan bien y con el vasito do anís coronado de vaho. Entonces caía la tarde, una
suavidad breve aparecía en el cielo y los vecinos que hablaban con Yvars
bajaban de pronto la voz. En tales momentos él no sabía si era feliz o si tenía
ganas de llorar. Por lo menos estaba seguro de que no había otra cosa que hacer
sino esperar, blandamente, sin saber demasiado qué.
Por las mañanas en que iba al
trabajo, en cambio, ya no lo gustaba mirar el mar, siempre fiel a la cita, y
que sólo volvería a ver por la tarde. Aquella mañana se deslizaba en la
bicicleta, con la cabeza gacha, más pesadamente aun que de costumbre; el
corazón también le pesaba. La noche anterior, cuando volvió de la reunión y
anunció a Fernande que tornarían al trabajo, ella había dicho alegre:
—Entonces, ¿el patrón os aumenta?
El patrón no les aumentaba nada;
la huelga había fracasado. Debían roconocer que no habían llevado con mucho
tino el asunto. Era una huelga suscitada por la rabia y el sindicato había
tenido razón en apoyarlos tibiamente. Por lo demás, quince obreros no eran gran
cosa; el sindicato tenía en cuenta el caso de otras fábricas de toneles que no
marchaban. No se les podía reprochar demasiado. La industria tonelera amenazada
por la construcción de barcos y de camiones cisternas no era por cierto floreciente.
Cada vez se hacían menos barriles y pipas; sobre todo se reparaban las grandes
cubas que ya existían. Los patrones veían comprometidos sus negocios, es
verdad, pero así y todo querían conservar un margen de beneficios, y lo más
sencillo les parecía mantener los salarios; a pesar de que los precios se
elevaban continuamente. ¿Qué podían hacer los toneleros, cuando su industria
desaparecía? Uno no cambia de oficio cuando se ha tomado el trabajo do
aprenderlo; ése era difícil y exigía un largo aprendizaje. El buen tonelero, el
que ajusta casi herméticamente las duelas curvas y las aprieta al fuego y con
el cincho do hierro, sin utilizar estopa, ni rafia, es raro. Yvars lo sabía y
estaba orgulloso de ser uno de ellos. Cambiar de oficio no es nada, pero renunciar
a lo que uno sabe, a su maestría, no es fácil. Era un hermoso oficio sin
empleo. Estaban aviados y había que resignarse. Pero tampoco la resignación era
fácil; era difícil mantener la boca cerrada, no poder realmente disentir y
hacer el mismo camino todas las mañanas con un cansancio que va acumulándose
para recibir, al terminar la semana, sólo lo que le quieren dar a uno y cada
vez alcanza menos para comprar cosas.
Entonces se habían encolerizado.
Había uno o dos que vacilaban; pero también a ellos les había ganado la cólera
después de las primeras discusiones con el patrón. Éste, en efecto, había dicho
con tono seco que era cuestión de aceptar lo que él daba o de irse. Un hombre
no habla así.
—¿Qué se cree ése? —había dicho
Esposito—. ¿Que vamos a bajarnos los pantalones?
Por lo demás, el patrón no era un
mal hombre. Había heredado el negocio del padre y crecido en el taller, de
manera que conocía desde hacía años a casi todos los obreros. A veces los
invitaba a refrigerios en la tonelería; asaban sardinas o morcillas en el fuego
de virutas y corría el vinillo. En verdad era muy amable. Para Año Nuevo
siempre regalaba cinco botellas de vino a cada obrero y, a menudo, cuando entre
ellos había algún enfermo o sencillamente se producía un acontecimiento, casamiento
o comunión, les hacía un presente en dinero. Cuando le nació la hija, hubo
confites para todo el mundo. Dos o tres veces había invitado a Yvars a cazar en
su finca del litoral. Sin duda quería mucho a sus obreros y con frecuencia
recordaba que el padre había comenzado como aprendiz. Pero nunca había ido a
visitarlos en sus casas, no se daba cuenta. Sólo pensaba en él mismo, porque no
conocía otra cosa. Y ahora era cuestión de aceptar o de irse. Dicho de otra
manera, también él se había obstinado, sólo que él podía permitírselo.
En el sindicato habían forzado
las cosas y el taller cerró las puertas.
—No os afanéis demasiado con la
huelga -había dicho el patrón—. Cuando el taller no trabaja hago economías.
No era cierto, pero eso no había
arreglado las cosas, puesto que él les decía en plena cara que les daba trabajo
por caridad. Esposito se había puesto loco de rabia y le había dicho que no era
un hombre. El otro tenía la sangre caliente; hubo que separarlos. Pero los
obreros habían quedado impresionados. Veinte días de huelga, las mujeres
tristes en la casa, dos o tres de ellos desalentados y, para terminar, el
sindicato había aconsejado ceder, con la promesa de un arbitraje y de una
recuperación de los días de huelga con horas suplementarias. Habían decidido
volver al trabajo; claro está que echando bravatas, diciendo que aún el asunto
no había terminado, que iba a reverse. Pero aquella mañana, un cansancio que se
parecía al peso de la derrota, el queso en lugar de la carne; no, ya no era
posible la ilusión. El sol podía brillar todo lo que quisiera, pero el mar ya
no le prometía nada. A Yvars, inclinado sobre su único pedal móvil, le parecía
que envejecía un poco más a cada calle que pasaba. No podía pensar en el
taller, en los camaradas y en el patrón que iba a volver a ver, sin sentir en
el corazón un peso cada vez mayor. Fernande se había inquietado.
—¿Qué vais a decir?
—Nada.
Yvars había montado en la
bicicleta y meneado la cabeza. Había apretado los dientes y era cortada la
expresión de su carita oscura y arrugada, de finos rasgos.
—Trabajamos. Eso basta.
Ahora se deslizaba en la
bicicleta, con los dientes siempre apretados y una cólera triste y seca que lo
ensombrecía todo, hasta el cielo.
Abandonó el boulevard y se metió por las calles húmedas del viejo barrio
español. Desembocaban en una zona ocupada sólo por cocheras, depósitos de
hierro y garages, que era donde se
levantaba el taller: una especie de galpón con paredes de mampostería hasta la
mitad de su altura, que luego se prolongaban con vidrios hasta el techo de
chapa acanalada. El taller daba a la antigua fábrica de toneles, un espacio
amplio, rodeado de viejos patios do monasterios, que habían abandonado cuando
la empresa creció, y que ahora no era más que un depósito de máquinas usadas y viejos
trastos. Más allá de ese espacio abierto, separado de él por una especie de
sendero cubierto de viejas tejas, comenzaba el jardín del patrón, al término
del cual se levantaba la casa. Grande y fea, era, con todo, simpática por su
viña y por su escuálida madreselva que rodeaba la escalera de entrada.
Yvars vio en seguida que las
puertas del taller estaban cerradas Frente a ellas había un grupo de obreros,
en silencio. Desde que trabajaba allí era la primera vez que al llegar
encontraba las puertas cerradas. E1 patrón había querido acentuar e1 golpe.
Yvars se dirigió hacia la izquierda, colocó la bicicleta bajo el tejadillo que
prolongaba el galpón por aquel lado y se encaminó a la puerta. De lejos
reconoció a Esposito, un gran mocetón moreno y velloso, que trabajaba junto a
él, a Marcou, el delegado sindical, con su cabeza de tenorino, a Saïd, el único árabe del taller, y luego a todos los
demás, que silenciosos, lo miraban llegar. Pero antes de que Yvars se hubiera
reunido con ellos, se volvieron bruscamente hacia las puertas del taller, que
acababan de entreabrirse. Ballester, el capataz, apareció en el umbral. Abría
una de las pesadas puertas y, volviendo las espaldas a los obreros, la empujaba
lentamente sobre los rieles.
Ballester, que era el más viejo
de todos, no aprobaba la huelga, pero se había callado a partir del momento en
que Esposito le había dicho que servía a los intereses del patrón. Ahora estaba
junto a la puerta, ancho y bajo en su pull-over
azul marino, ya descalzo (él y Saïd eran los únicos que trabajaban descalzos) y
los miraba entrar, uno a uno, con sus ojos tan claros que parecían sin color,
en medio del viejo rostro cetrino, con la boca triste bajo los bigotes espesos
y caídos. Ellos permanecían callados, humillados por esa entrada de vencidos,
furiosos por su propio silencio, pero cada vez menos capaces de romperlo, a
medida que se prolongaba. Pasaban sin mirar a Ballester, quien, según ellos
sabían, ejecutaba una orden al hacerlos entrar de aquella manera, y cuyo aire
amargo y fastidiado les indicaba lo que pensaba. Yvars sí lo miró. Ballester,
que lo quería, meneó la cabeza sin decir palabra.
Ahora estaban todos en el pequeño
vestuario situado a la derecha de la entrada: gabinetes abiertos, separados por
tablas de madera blanca, en las que se habían colgado armaritos que podían
cerrarse con llave. El último gabinete a partir de la entrada y pegado a las
paredes del galpón se había transformado en cuarto de duchas, construido sobre
un conducto de desagüe que se había excavado en el suelo mismo, de tierra
apisonada. En el centro del galpón se veía, según los lugares de trabajo,
barricas ya terminadas pero cuyos cinchos estaban aún flojos, y que esperaban
el tratamiento del fuego, bancos macizos, con una larga hendidura (y en algunos
de ellos, fondos de maderas circulares, que aguardaban el tratamiento de la
garlopa), y por fin, tizones apagados. A lo largo de la pared y a la izquierda
de la entrada, se alineaban los bancos de los obreros. Frente a ellos, se veían
las pilas de duelas que había que repasar aún con el cepillo. Contra la pared
de la derecha, no lejos del vestuario, dos grandes sierras mecánicas
resplandecían, bien aceitadas, sólidas y silenciosas.
Desde hacía mucho el galpón había
terminado por ser demasiado grande para el puñado de hombres que trabajaban en
él. Eso era una ventaja durante los meses grandes calores y un inconveniente en
invierno. Pero aquel día, en ese gran espacio, el trabajo interrumpido, los
toneles abandonados en los rincones con un único cincho que reunía los pies de
las duelas, separadas en lo alto como toscas flores do madera, el aserrín que
cubría los bancos, las cajas de herramientas y las maquinas, todo daba al
taller un aspecto de abandono. Los obreros lo miraban vestidos ahora con sus
viejos pull-overs, con sus pantalones
descoloridos y remendados, y vacilaban. Ballester los observaba.
—Entonces, ¿vamos?
Uno a uno se fueron hasta su
puesto de trabajo, sin decir palabra. Ballester iba de un lugar a otro, para
dirigir brevemente la tarea que había que comenzar o que terminar. Nadie le
respondía. Pronto el primer martillo resonó contra el ángulo do madera y
hierro, al ajustar un cincho en la parte hinchada de un tonel. Una garlopa
gimió en un nudo de madera y una de las Sierras, manejada por Esposito, arrancó
con gran estrépito de hojas do acero. Saïd, cuando se lo pedían, llevaba duelas
o encendía los fuegos de virutas sobre los que se colocaban los toneles para
hacerlos hinchar dentro de sus cinturones de hojas de hierro. Cuando nadie lo
reclamaba, se iba a los bancos donde, con fuertes martillazos, remachaba los
anchos cinchos herrumbrados. El olor de la viruta quemada comenzaba a llenar el
galpón. Yvars, que repasaba con el cepillo y ajustaba las duelas cortadas por
Esposito, reconoció el viejo perfume y el corazón se le ensanchó un poco. Todos
trabajaban en silencio, pero cierto calor, cierta vida, renacía poco a poco en
el taller. A través de los grandes ventanales penetraba una luz fresca, que
llenaba el galpón. El humo adquiría un color azul, en medio del aire dorado;
Yvars hasta oyó zumbar un insecto junto a él.
En ese momento so abrió sobre la
pared del fondo la puerta que daba a la antigua tonelería y el señor Lassalle,
el patrón, apareció en el umbral. Delgado y moreno, apenas había pasado los treinta
años. Con camisa blanca bajo un traje de gabardina beige, tenía aspecto de satisfecho. A pesar del rostro muy huesoso,
que parecía tallado con hoja do cuchillo, generalmente inspiraba simpatía, como
la mayor parte de la gento a la que el deporte da libertad en su actitud y
movimientos. Sin embargo, parecía un poco embarazado al transponer la puerta.
Su «Buenos días» fue menos sonoro que de costumbre; en todo caso, nadie le
respondió. El ruido do los martillos vaciló un instante, perdió su ritmo y en
seguida comenzó de nuevo, a más no poder. El señor Lassalle dio algunos pasos,
indeciso; luego se dirigió hacia el pequeño Valery, que trabajaba con ellos
desde hacía sólo un año. Junto a la sierra mecánica, a unos pasos de Yvars,
Valery colocaba un fondo en una barrica y el patrón se quedó contemplándolo.
Valery continuaba trabajando, sin decir nada.
—Entonces, ¿todo marcha bien,
hijo? —preguntó el señor Lassalle.
El joven se puso de pronto torpe
en sus movimientos. Lanzó una mirada a Esposito, que cerca de él apilaba en sus
brazos enormes un montón de duelas para llevárselas a Yvars. Esposito también
lo miró, sin dejar de trabajar, y Valery hundió la nariz en su barrica, sin
responder al patrón. Lassalle, un poco cohibido, se quedó un instante plantado frente
al joven; luego se encogió de hombros y se volvió hacia Marcou. Éste, a
horcajadas sobre su banco, terminaba de ajustar, con golpecitos lentos y
precisos, el borde de un fondo.
—Buen día, Marcou —dijo Lassalle
con tono más seco. Marcou no respondió, atento tan sólo a no quitar de la
madera que trabajaba más que una viruta muy ligera.
—Pero, ¿qué os pasa? —gritó
Lassalle en voz alta y dirigiéndose esta vez a los otros obreros—. Ya sabemos
que no llegamos a un acuerdo, pero eso no impide que tengamos que trabajar
juntos. Entonces, ¿qué utilidad tiene esto?
Marcou se irguió, levantó el
fondo de la barrica, verificó con la mano el borde circular, entrecerró los
ojos lánguidos, con aire do gran satisfacción y, siempre silencioso, se dirigió
hacia otro obrero, que armaba un tonel. En todo el taller no se oía sino el
ruido de los martillos y de la sierra mecánica.
—Bueno —dijo Lassalle—, cuando se
os pase, hacédmelo saber por Ballester —y con paso tranquilo salió del galpón.
Casi inmediatamente resonó dos
veces una campanilla que cubrió el estrépito del taller. Ballester, que acababa
do sentarse para liar un cigarrillo, se levantó pesadamente y salió por la
puertita del fondo. Después los martillos golpearon con menos fuerza y hasta
uno de los obreros había suspendido su trabajo, cuando Ballester volvió. Desde
la puerta dijo sólo:
—Marcou e Yvars, el patrón os
llama.
El primer impulso de Yvars fue ir
a lavarse las manos, pero Marcou lo tomó por un brazo al pasar y él lo siguió
cojeando.
Afuera, en el patio, la luz era
tan fresca, tan líquida, que Yvars la sentía en el rostro y en los brazos
desnudos. Subieron por la escalera exterior, bajo la madreselva, que exhibía ya
algunas flores. Cuando entraron en el pasillo con las paredes cubiertas de
diplomas, oyeron un llanto de niño, y la voz de la señora Lassalle que decía:
—La acostarás después del
almuerzo. Llamaremos al médico, si no se le pasa.
Luego el patrón apareció en el
pasillo y los hizo entrar en el pequeño escritorio que ellos ya conocían, con
muebles de falso estilo rústico y las paredes adornadas con trofeos deportivos.
-Siéntense —dijo Lassalle
ocupando su lugar detrás del escritorio. Ellos permanecieron de pie—. Los hice
venir —prosiguió— porque usted, Maroou, es el delegado, y tú, Yvars, mi
empleado más viejo después de Ballester. No quiero renovar las discusiones que
ya han terminado. No puedo, en modo alguno, darles lo que me piden. La cuestión
so arregló; llegamos a la conclusión de que había que volver al trabajo. Veo
que me tienen mala voluntad y eso me resulta penoso. Les digo lo que siento.
Sencillamente quiero agregar esto: lo que no puedo hacer hoy, podré acaso
hacerlo cuando los negocios se recuperen. Y si puedo hacerlo, lo haré aun antes
de que ustedes me lo pidan. Mientras tanto, procuremos trabajar de acuerdo.
Se calló, pareció reflexionar;
luego levantó los ojos hacia ellos.
—¿Entonces? —agregó.
Marcou miraba hacia afuera.
Yvars, con los dientes apretados, quería hablar, pero no podía.
—Oigan —dijo Lassalle—, ustedes
se han obstinado. Ya los pasaré; pero cuando hayan vuelto a ser razonables, no
olviden lo que acabo de decirles.
Se levantó, se llegó hasta Marcou
y le tendió la mano.
—¡Vamos! —dijo. Marcou se puso
repentinamente pálido. Se le endureció el rostro de tenorino que, por el espacio de un segundo, adquirió una expresión
de maldad. Luego se volvió bruscamente y salió. Lassalle, también pálido, miró
a Yvars, sin tenderle la mano.
—¡Váyanse al infierno! —gritó.
Cuando volvieron al taller, los
obreros estaban almorzando. Ballester había salido. Marcou dijo tan sólo:
—Pura charla.
Y volvió a su lugar de trabajo.
Esposito dejó de morder su pan para preguntar qué habían respondido ellos.
Yvars dijo que no habían respondido nada. Luego se fue a buscar su morral y
volvió para sentarse sobre el banco en que trabajaba. Comenzaba a comer cuando,
no lejos de él, advirtió la presencia de Saïd, acostado de espaldas sobre un
montón de virutas, con la mirada perdida en los ventanales, que tenían un tono
azulado, a causa de un cielo ahora menos luminoso. Le preguntó si había
terminado. Saïd le dijo que ya se había comido las uñas. Yvars dejó de comer.
El malestar, que no lo había abandonado desde la entrevista con Lassalle,
desaparecía de pronto para dejar lugar a un calor bienhechor. Se levantó,
partió su pan y dijo, ante la negativa de Saïd, que la semana siguiente todo
iría mejor.
Entonces me invitarás tú —dijo.
Saïd sonrió. Comenzó a masticar un trozo del sandwich de Yvars, pero lentamente, como si no tuviera hambre.
Esposito tomó una cacerola vieja
y encendió un fuego de virutas y madera. En él recalentó el café, que había
llevado en una botella. Dijo que era un regalo para el taller que su almacenero
le había hecho cuando se enteró del fracaso de la huelga. Un frasquito vacío de
mostaza circuló de mano en mano. Cada vez Esposito vertía el café, ya
azucarado. Saïd se lo tragó con más gusto que el que había mostrado en comer.
Esposito bebía el resto del café de la misma cacerola hirviente, haciendo
restallar los labios y lanzando juramentos. En ese momento entró Ballester,
para anunciar el retorno al trabajo.
Mientras ellos se levantaban y
recogían papeles y vajilla en sus morrales, Ballester fue a colocarse en medio
de ellos y dijo de pronto que era un golpe duro para todos, y para él también,
pero que esa no era una razón para conducirse como chicos, y que no se ganaba
nada con refunfuñar. Esposito, con la cacerola en la mano, se volvió hacia él.
De pronto se le había puesto rojo el rostro espeso y largo. Yvars sabía lo que
iba a decir y que en ese momento todos pensaban lo que él estaba pensando: que
no refunfuñaban, que se les había cerrado la boca, que era cuestión de aceptar
o irse, y que la rabia y la impotencia duelen a veces tanto que ni siquiera se
puede gritar. Ellos eran hombres; eso era todo, y no iban ahora a ponerse a
hacer sonrisas y caras. Pero Esposito no dijo nada de todo eso. Por fin, se le
aclaró el rostro y dio un suave golpecito a Ballester en el hombro, mientras
los otros volvían al trabajo. Do nuevo resonaron los martillos, el gran galpón
se llenó con el familiar estrépito, con el olor do 1a viruta y de las viejas
ropas empapadas de sudor. La enorme sierra giraba y mordía la madera fresca de
la duela que Esposito empujaba lentamente delante de sí. En el lugar de la
mordedura, saltaba un aserrín mojado, que cubría como con una especie de
ralladura de pan, las gruesas manos velludas firmemente apretadas sobro la
madera, a cada lado de la rugiente hoja. Cuando la duela quedaba cortada, sólo
se oía el ruido del motor.
Yvars sentía ahora, inclinado
sobro la garlopa, las agujetas de la espalda. De ordinario, el cansancio
llegaba algo más tarde. Había perdido el entrenamiento durante aquellas semanas
de inacción; era evidente. Pero también pensaba en la edad, que hace más duro
el trabajo manual cuando ese trabajo no es de simple precisión. Aquellas
agujetas le anunciaban también la vejez. Cuando intervienen los músculos, el
trabajo termina por hacerse una maldición, precede a la muerte, y en los días
de grandes esfuerzos el sueño es justamente como la muerte. El chico quería ser
maestro y tenía razón. Los que pronunciaban discursos sobre el trabajo manual
no sabían de qué hablaban.
Cuando Yvars se irguió para
recuperar la respiración y también para ahuyentar aquellos malos pensamientos,
volvió a sonar la campanilla. Sonaba insistentemente, pero de manera tan
curiosa, con breves intervalos para hacerse luego oír imperiosamente, que los
obreros dejaron de trabajar. Ballester escuchaba sorprendido, luego se decidió
y se llegó lentamente hasta la puerta. Había desaparecido hacía algunos
segundos, cuando la campanilla dejó por fin de sonar. Todos volvieron al
trabajo. De nuevo, la puerta se abrió brutalmente y Ballester corrió hacia el
vestuario. En seguida salió de él calzado con alpargatas y, mientras se ponía
la chaqueta, dijo a Yvars al pasar:
—La nenita tuvo un ataque. Voy a
buscar a Germain.
Y se precipitó hacia la gran
puerta. El doctor Germain era el que atendía al personal del taller. Vivía en
el barrio. Yvars repitió la noticia sin comentarios. Se habían reunido todos
alrededor de él, embarazados. Sólo se oía el motor de la sierra mecánica, que
giraba libremente.
—Quizá no sea nada —dijo uno de
ellos. Volvieron a sus puestos. El taller se llenó de nuevo con sus ruidos
habituales, pero los hombres trabajaban lentamente, como si esperaran algo.
Al cabo de un cuarto de hora,
Ballester entró de nuevo, se quitó la chaqueta y sin decir palabra volvió a
salir por la puertita. A través de los ventanales, la luz iba debilitándose. Un
poco después, en los intervalos en que la sierra no mordía la madera, se oyó la
sorda campana de un coche ambulancia, primero lejana, luego más próxima, por
fin presente, y ahora silenciosa. Al cabo de un rato volvió Ballester y todos
se precipitaron hacia él. Esposito había detenido el motor. Ballester dijo que
al desvestirse en su habitación, la niña había caído desplomada, como si la
hubieran segado.
—¡Vaya, entonces! —dijo Marcou.
Ballester meneó la cabeza e hizo un ademán vago hacia el taller; pero tenía
aire atribulado. Se oyó de nuevo la campana de la ambulancia. Estaban todos
allí, en el taller silencioso, bajo las oleadas de luz amarilla que arrojaban
los ventanales, con sus toscas manos inútiles que les pendían a lo largo de los
viejos pantalones cubiertos de aserrín.
El resto de la tarde fue
arrastrándose. Yvars no sentía más que su cansancio y el corazón apretado.
Habría querido hablar, pero no tenía nada que decir y los otros tampoco. En sus
rostros taciturnos se leía sólo la pena y una especie de obstinación. A veces,
en su interior se formaba la palabra «desgracia», pero apenas, pues desaparecía
inmediatamente, como una burbuja que nace y estalla en el mismo momento. Tenía
ganas de volver a su casa, de volver a ver a Fernande, al muchacho, y también
la terraza. Justamente en ese momento Ballester anunciaba el fin de la jornada.
Las máquinas se detuvieron. Sin apresurarse, comenzaron a apagar los fuegos y a
poner orden en sus puestos. Luego se llegaron uno a uno al vestuario. Saïd fue
el último. A él le tocaba limpiar los lugares de trabajo y regar el suelo
polvoriento. Cuando Yvars llegó al vestuario, Esposito, enorme y velloso, ya
estaba bajo la ducha. Les volvía las espaldas mientras se jabonaba con gran
estrépito. En general se le dirigían bromas por su pudor. En efecto, aquel gran
oso escondía obstinadamente sus partes nobles; pero ese día nadie pareció
advertirlo. Esposito salió andando hacia atrás y se puso alrededor de la
cintura una toalla, a manera de taparrabo. Los otros esperaban su turno y
Marcou se goleaba vigorosamente los costados desnudos, cuando oyeron que la
gran puerta de adelante rodaba lentamente sobre los rieles. Entró Lassalle.
Iba vestido como en el momento de
su primera visita, pero llevaba el pelo un poco revuelto. Se detuvo en el
umbral, contempló el vasto taller desierto, dio algunos pasos, se detuvo un
instante y miró hacia el vestuario. Esposito, siempre cubierto por su
taparrabo, so volvió hacia él. Desnudo, embarazado, se balanceaba un poco,
apoyándose en un pie y luego en el otro. Yvars pensó que le tocaba a Marcou
decir algo pero Marcou se mantenía invisible detrás de la lluvia de agua que lo
rodeaba. Esposito se apoderó de una camisa y se la estaba poniendo prestamente,
cuando Lassalle dijo:
—Buenas tardes —con voz un poco
desentonada, y se dirigió hacia la puertita del fondo. Cuando Yvars pensó que
había que llamarlo, la puerta ya se había cerrado.
Entonces Yvars volvió a vestirse
sin lavarse, y también él dijo «Buenas tardes», pero con todo su corazón. Y los
otros le respondieron con el mismo calor. Salió rápidamente, se llegó hasta la
bicicleta y cuando la montó sintió de nuevo las agujetas. Ahora se deslizaba en
medio de la tarde que moría, a través de la ciudad llena de obstáculos. Iba
rápido, quería volver a ver la vieja casa y la terraza. Se lavaría en la pileta
antes de sentarse y de contemplar el mar que ya lo acompañaba, más oscuro que a
la mañana, detrás del boulevard. Pero
la niñita también lo acompañaba y no podía dejar de pensar en ella.
Cuando llegó a la casa, el chico
ya había vuelto de la escuela y leía libros ilustrados. Fernande preguntó a
Yvars si todo había ido bien. Él no dijo nada, se lavó en la pileta y luego se
sentó en el banco, contra la pared de la terraza. Ropa blanca remendada pendía
por encima de él. El cielo se hacía transparente; más allá de la pared, podía
verse el mar suave de la tarde. Fernande le llevó el anís, dos vasos y el
botijo do agua fresca. Luego se sentó junto al marido. Él le contó todo,
mientras la tenía cogida de la mano, como en los primeros tiempos de su
matrimonio. Cuando terminó, Yvars se quedó inmóvil, vuelto hacia el mar, donde
bajaba ya, de un extremo a otro del horizonte, el rápido crepúsculo.
—¡Ah, él tiene la culpa! —dijo. Y
hubiera querido ser joven y que Fernande también aún lo fuera, y que estuvieran
del otro lado del mar.
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