sábado, 18 de marzo de 2017

Albert Camus.-Jonas o el artista en el trabajo


Alzadme y echadme a la mar...,


porque yo sé que por mi causa


esta tormenta tan grande ha venido


sobre vosotros.


JONÁS, I, 12.

Gilbert Jonas, artista pintor, creía en su buena estrella. Por lo demás, no creía sino en ella, aunque sentía respeto por sí mismo, y hasta una especie de admiración frente a la religión de los demás. Su fe, con todo, no dejaba de tener virtudes, puesto que consistía en admitir, de manera oscura, que obtendría mucho sin merecer nunca nada. Tampoco, cuando al llegar a los treinta y cinco años, una decena de críticos se disputó de pronto la gloria de haber descubierto su talento, él mostró sorpresa alguna. Pero su serenidad, que algunos atribuían a la suficiencia, se explicaba en cambio muy bien por la modestia confiada de Jonas. Éste hacía justicia a su buena estrella antes que a sus méritos.
Se manifestó un poco más asombrado, eso sí, cuando un comerciante de cuadros le ofreció una mensualidad que lo sacaba de toda preocupación económica. En vano el arquitecto Rateau, que desde los años del liceo sentía cariño por Jonas y su buena estrella, le hizo ver que aquella mensualidad apenas le permitiría una vida decente y que el comerciante no arriesgaba nada.
—Así y todo —-decía Jonas. Rateau que lograba éxito, pero a fuerza de tenacidad, en todo lo que emprendía, censuraba al amigo.
—¿Qué dices? ¿Así y todo? Hay que discutirlo.
Pero nada fue suficiente. Jonas agradecía a su buena estrella.
—Será como usted quiera —dijo al comerciante de cuadros. Y entonces abandonó el empleo que tenía en la casa editora de su padre, para dedicarse por entero a la pintura.
—¡Es una suerte poder hacerlo! —decía.
En realidad pensaba: «Es una suerte que continúe». Hasta donde podía remontarse en sus recuerdos, encontraba siempre esa suerte. Por ejemplo, alimentaba un tierno agradecimiento por sus padres. Primero porque lo habían educado distraídamente, lo cual le había dejado tiempo libre para soñar; y luego porque se habían separado por razonos de adulterio. Por lo menos ése era el pretexto que invocaba el padre, quien se olvidaba de precisar que se trataba de un adulterio bastante peculiar: no podía soportar las buenas obras de su mujer, verdadera santa laica, que sin poner ninguna malicia en ello, había hecho el don de su persona a la humanidad sufriente; pero el marido pretendía disponer como amo de las virtudes de su mujer.
—Estoy harto —decía aquel Otelo— de que me engañe con los pobres.
El equívoco fue provechoso para Jonas. Sus padres, que habían leído que era posible citar muchos casos de asesinos sádioos entre los hijos de padres divorciados, se pusieron a rivalizar en cuanto a mimarlo, para ahogar en el huevo los gérmenes de una evolución tan enfadosa. Según ellos, los efectos del chogue que había sufrido la conciencia del niño eran menos manifiestos y por lo tanto estaban mucho más inquietos: los daños invisibles debían de ser los más profundos. Apenas Jonas se declaraba un poco contento de sí mismo o del día que había pasado, la inquietud habitual de los padres rayaba en la locura. Redoblaban entonces sus atenciones y el niño no tenía nada que desear.
Su supuesta desgracia le valió al fin un hermano devoto en la persona de su amigo Rateau. Los padres de éste invitaban a menudo al pequeño compañero de su hijo, porque se compadecían de su infortunio. Sus discursos, henchidos de lástima, inspiraron al jovon Rateau, vigoroso y deportivo, el deseo de tornar bajo su protección al niño, cuyos éxitos indolentemente obtenidos, él ya admiraba. La admiración y la condescendencia fueron una buona mezcla para formar una amistad que Jonas recibió, como todo lo demás, con una sencillez alentadora.
Cuando Jonas hubo terminado, sin esfuerzo especial alguno, los estudios, tuvo todavía la suerte de ingresar en la casa editora de su padre, para encontrar allí una posición y, por vías indirectas, su vocación de pintor. Primer editor de Francia, el padre de Jonas sostenía la opinión de que el libro, más que nunca y precisamente a causa de la crisis de la cultura, tenía un futuro.
—La historia muestra —decía— que cuanto menos se lee más se compran libros.
Partiendo de este principio, sólo muy rara vez leía los manuscritos que se le presentaban y únicamente se decidía a publicarlos por la personalidad del autor o la actualidad del tema (desde este punto de vista, siendo el sexo el único tema siempre actual, el editor había terminado por especializarse), de manera que se ocupaba tan sólo de la presentación curiosa de los libros y de la publicidad gratuita. A Jonas le confiaron el departamento de lectura, que le dejaba mucho tiempo libre, al que hubo que buscarle empleo. Fue así como encontró su vocación de pintor.
Por primera vez, doscubrió en él un ardor imprevisto, pero incansable; pronto dedicó días enteros a pintar y, siempre sin esfuerzo, sobresalía en este ejercicio. No parecía interesarle ninguna otra cosa y apenas pudo casarse a la edad conveniente: la pintura lo devoraba por entero. Para los seres y las circunstancias ordinarias de la vida, sólo reservaba una sonrisa benévola, que lo dispensaba do preocuparse de ellos. Fue necesario un accidente de la motocicleta que conducía Rateau demasiado violentamente y llevando a su amigo atrás, para que Jonas, con la mano derecha por fin inmovilizada en un vendaje, aburrido, pudiera interesarse por el amor. También aquí se sintió impulsado a ver en este grave accidente los benéficos efectos de su buena estrella. Sin ese accidente, nunca habría tenido tiempo de mirar a Louise Poulin como ella se lo merecía.
Por lo demás, según Rateau, Louise no merecía en modo alguno que se la mirara. Pequeño e inquieto él mismo, sólo le gustaban las mujeres grandes.
—No sé lo que encuentras en esa hormiga —decía.
Louise, en efecto, era pequeña, oscura de piel, de pelo y de ojos; pero bien hecha y de bonita cara. Jonas, alto y macizo, se enternecía con la hormiga, tanto más porque ella era industriosa. La vocación de Louise era la actividad. Semejante vocación armonizaba felizmente con el gusto que Jonas tenía por la inercia y por sus ventajas. Al principio, Louise se entregó a la literatura, por lo menos mientras creyó que la emprosa editorial interesaba a Jonas. Lo leía todo, sin orden, y en pocas semanas estuvo en condiciones de hablar de todo. Jonas la admiró y se consideró, definitivamente dispensado de leer él mismo, puesto que Louise le daba suficiente información y le permitía conocer lo esencial de los descubrimientos contemporáneos.
—Ya no hay que decir —afirmaba Louise— que tal persona es mala o fea, sino que ella se quiere mala o fea.
El matiz era importante y con él se corría el riesgo, por lo menos, como lo hizo notar Rateau, de llevar a la condenación al género humano. Pero Louise le cortó la palabra alegando que puesto que tanto la prensa del corazón como las revistas filosóficas sostenían esa verdad, ella era universal y no podía discutirse.
—Será como usted quiera —dijo Jonas, que se olvidó inmediatamente de este cruel descubrimiento para ponerse a soñar con su buena estrella.
Louise desertó de la literatura cuando comprendió que a Jonas sólo le interesaba la pintura. Se dedicó en seguida a las artes plásticas. Rocorrió museos y exposiciones, llevando consigo a Jonas, que no comprendía bien lo que pintaban sus contemporáneos y que se encontraba molesto en su sencillez de artista. Sin embargo, se alegraba de que ella lo informara tan bien sobre todo lo concerniento a su arte. Verdad es que al día siguiente se olvidaba hasta del nombre del pintor cuyas obras acababa de ver. Pero Louise tenía razón cuando le recordaba perentoriamente una de las certezas que ella había conservado de su período literario; es decir, que en realidad, nunca se olvidaba nada. Decididamente la buena estrella protegía a Jonas, que de esta manera podía acumular con la conciencia limpia las certezas de la memoria y las comodidades del olvido.
Pero los tesoros de dedicación que le prodigaba Louise resplandecían con sus luces más bellas en la vida cotidiana de Jonas. Aquel angel bueno le evitaba las compras de calzado, de trajes y de ropa blanca, que abrevian, para todo hombre normal, los días de una vida ya muy corta. Ella se hacía cargo resueltamente de las mil invenciones de la máquina de matar el tiempo, desde los impresos oscuros de la seguridad social hasta las disposiciones sin cesar renovadas del fisco.
—Sí —decía Rateau— desde luego; pero no puede ir a ver al dentista en tu lugar.
No, en efecto, ella no iba, pero telefoneaba y concertaba las citas en las mejores horas, se ocupaba de hacer vaciar el recipiente de basura, de reservar habitaciones en los hoteles de veraneo, de la provisión del carbón doméstico; compraba ella misma los regalos que Jonas doseaba ofrecer, elegía y enviaba las flores y todavía encontraba tiempo, algunas noches, para ir a la casa de Jonas, en ausencia de éste, y prepararle la cama que aquella noche él no tendría necesidad de abrir antes de acostarse.
Llevada por el mismo impulso, se metió también ella en aquella cama, luego se ocupó de concertar la cita con el alcalde, a la que hizo asistir a Jonas dos años antes de que se reconociera, por fin, su talento, y organizó el viaje de bodas de manora tal que pudieran visitar todos los museos; pero no sin antes haber encontrado, en plena crisis de la vivienda, un departamento de tres cuartos, en el que se instalaron al volver. En seguida fabricó uno tras otro a dos niños, un chico y una nena, de acuerdo con su plan, que era llegar hasta tres y que se cumplió al poco tiempo de haber abandonado Jonas la casa editora. para dedicarse por entero a la pintura.
Desde que dio a luz, por lo demás, Louise no se pudo dedicar sino a sus hijos. Procuró todavía ayudar al marido, pero le faltaba tiempo. Sin duda, lamentaba tener que descuidar a Jonas, pero su carácter decidido lo impedía detenerso en tales lamentaciones.
—Tanto peor —decía—; cada uno en su banco de trabajo —expresión que encantó a Jonas, pues, como todos los artistas de su época, deseaba que se lo tuviera por un artesano. El artesano quedó pues un poco descuidado y tuvo que comprarse él mismo los zapatos. Con todo, además de que esto estaba en la naturaloza misma de las cosas, Jonas se sintió tentado a felicitarse por ello. Claro está que tenía que hacer un esfuerzo para visitar las tiendas, pero quedaba recompensado por una de esas horas de soledad que tanto hacen por la felicidad de las parejas.
El problema del espacio vital era, de lejos, sin embargo, el más importante entre los problemas del hogar; pues el tiempo y el espacio se iban estrechando con igual movimiento alrededor de ellos. El nacimiento de los hijos, el nuevo oficio de Jonas, el espacio estrecho y la modestia de la mensualidad, que le impedían comprar un departamento más amplio, solo dejaban un espacio restringido para la doble actividad de Louise y de Jonas. El departamento se hallaba en el primer piso de un antiguo palacio del siglo XVIII, en el barrio viejo de la capital. Muchos artistas vivían en las inmediaciones, fiels al principio de que en el arte la búsqueda de lo nuevo debe llevarse a cabo en un marco antiguo. Jonas, que compartía esta convicción, se regocijaba mucho de vivir en aquel barrio.
En todo caso, en punto a antiguo su departamento lo era. Pero ciertos arreglos muy modernos le habían conferido un aire original que consistía principalmente en que ofrecía a sus habitantes un gran volumen de aire, siendo así que el departamento mismo ocupaba una superficie muy reducida. Las diferentes piezas, peculiarmente altas y adornadas con soberbias ventanas, con seguridad habían sido destinadas antes, a juzgar por sus majestuosas proporciones, a la recepción y al aparato; pero las necesidades del hacinamiento urbano y de la renta inmobiliaria habían obligado a los sucesivos propietarios a cortar, mediante tabiques, esos aposentos demasiado vastos y a multiplicar por ese medio los poqueños espacios habitables que alquilaban a precios elevados a sus numerosos inquilinos. Y no hacían valer por lo que ellos llamaban «el importante cubicaje de aire». Y no podía negarse esta ventaja, sólo que había que atribuirla a la imposibilidad en que se habían visto los propietarios, de poner también tabiques en lo alto de las piezas. Si no fuera por tal imposibilidad no habrían vacilado en hacer los sacrificios necesarios para ofrecer algunos refugios más a la joven generación, particularrnente casamentera y prolífica en esta época. Por lo demás, el volumen de aire no presentaba sino ventajas. Tenía el inconveniente de que resultaba difícil calentar las piezas en invierno, lo que desgraciadamente obligaba a los propietarios a aumentar la cuota por concepto de calefacción. En verano, a causa de la vasta superficie que ocupaban los vidrios, el departamento estaba literalmente invadido por la luz: no había persianas. Los propietarios habían descuidado este detalle, desalentados probablemente por la altura de las ventanas y el precio de los carpinteros. Espesas cortinas, después de todo, podían desempeñar el mismo papel; y ellas no planteaban ningún problema en cuanto al precio del alquiler, puesto que correspondía ponerlas al inquilino. A todo esto los propietarios no se negaban a ayudarlos, pues les ofrecían a precios imbatibles cortinas provenientes de sus propias tiendas. La filantropía inmobiliaria era, en efecto, su violín de Ingres. Por lo común, estos nuevos príncipes vendían desde el percal al terciopelo. Jonas se extasiaba ante las ventajas del departamento y había admitido sin trabajo los inconvenientes.
—Sea como usted quiera —dijo al propietario cuando se habló de la cuota suplementaria de la calefacción. En cuanto a las cortinas, aprobaba la idea de Louise, a quien le pareció suficiente colocarlas sólo en el dormitorio y dejar las otras ventanas como estaban.
—No tenemos nada que esconder —decía aquel corazón puro. A Jonas le había seducido especialmente la mayor de las habitaciones, cuyo cielo raso era tan alto que no cabía pensar en instalar allí una araña de luces. Desde la puerta exterior se entraba derechamente a ese gran aposento, que un corridor estrecho comunicaba con los otros dos cuartos, mucho más chicos y dispuestos en hilera. Al fondo del departamento la cocina se hallaba en las cercanías de los excusados y de un cuartito al que habían adornado con el nombre de «cuarto de duchas»; y en efecto podía pasar por tal cosa con la condición de que se instalara en él un aparato de duchas, de que se lo instalara en sentido vertical, y de consentir uno en recibir el chorro benéfico en una inmovilidad absoluta.
La altura verdaderamente extraordinaria de los cielos rasos y lo exiguo de los cuartos hacían de aquel departamento un extraño conjunto de paralelepípedos casi por completo cubiertos de vidrios. Todo eran puertas y ventanas, en que los muebles no podían encontrar apoyo y en que los seres, perdidos en medio de la luz blanca y violenta, parecían flotar como ludiones en un acuario vertical. Además, todas las ventanas daban al patio de abajo, es decir, que a poca distancia daban también a otras ventanas del mismo estilo, detrás de las cuales se divisaba casi inmediatamente el alto armazón de nuevas ventanas, que daban a un segundo patio.
—Es como una sala de espejos —decía Jonas encantado. Siguiendo el consejo de Rateau, habían decidido poner el dormitorio conyugal en una de las piecitas; la otra se destinaría al niño que ya se anunciaba. El cuarto grande servía de taller a Jonas durante el día, de cuarto común por la noche y a las horas de las comidas. En rigor de verdad podían comer en la cocina misma, sieempre, claro está, que Jonas o Louise quisieran hacerlo de pie. Rateau por su parte había multiplicado las instalacionos ingeniosas. A fuerza de puertas corredizas, de anaqueles que desaparecían y de mesas plegadizas, había llegado a compensar aquel carácter raro de esos muebles al acentuar el aire de caja de sorpresas de este original departamento.
Pero cuando los cuartos estuvieron llenos de cuadros y de chicos, hubo que pensar sin tardanza en una nueva disposición. Antes del nacimiento del tercer hijo, en efecto, Jonas trabajaba en el cuarto grande. Louise tejía en el dormitorio conyugal, mientras los dos pequeños ocupaban la última habitación, donde hacían gran alboroto, y también andaban como podían por todo el departamento. Entonces decidieron instalar al recién nacido en un rincón del taller que Jonas aisló superponiendo sus telas a manera de biombo, lo que ofrecía la ventaja de tener siempre al niño al alcance del oído y de poder así responder a sus llamados. Por lo demás, Jonas nunca tenía necesidad de molestarse. Louise se le adelantaba. No esperaba a que el niño llorara para entrar en el taller, lo que hacía, empero, con mil precauciones y siempre de puntillas. Jonas, enternecido por esta discreción le aseguró un día a Louise que él no era tan sensible a las molestias y que podía muy bien trabajar con el ruido de sus pasos. Louise le respondió que también se trataba de no despertar al niño. Jonas, lleno de admiración por el corazon maternal que ella descubría de esta manera, se echó a reír. Pero era que de golpe no se atrevió a confesar que las prudentes intervenciones de Louise eran más molestas que una irrupción franca; y lo eran, primero porque duraban más y luego porque ella las ejecutaba según una mímica en la que Louise, con los brazos ampliamente extendidos, el torso un poco echado hacia atrás y el paso con los pies may en alto, no podía pasar inadvertida. Este método iba hasta contra sus intenciones confesadas, puesto que a cada momento Louise corría el peligro de derribar alguna de las telas de que estaba atestado el taller. El ruido despertaba entonces al niño, que manifestaba su descontento según sus medios, por lo demás bastante poderosos. El padre, encantado con las facultades pulmonares de su hijo, corría a mimarlo, pero pronto lo relevaba su mujer. Jonas levantaba entonces las telas caídas y luego, con los pinceles en la mano, escuchaba embelesado la voz insistento y soberana del chico.
Aquel fue el momento también en que el éxito valió a Jonas muchos amigos. Esos amigos se manifestaban en el teléfono o en ocasión de visitas que nadie anunciaba. El teléfono que, después de maduro cálculo, se había colocado en el taller, sonaba a menudo, siempre en perjuicio del sueño del niño, que mezclaba sus gritos con la campanilla imperativa del aparato. Si por casualidad Louise estaba atendiendo a los otros chicos, ella se esforzaba por acudir con ellos, pero las más de las veces encontraba a Jonas sosteniendo al niño con un brazo y con la otra mano los pinceles y el receptor del teléfono, que le transmitía una afectuosa invitación a almorzar. Jonas se maravillaba de que quisieran almorzar con él cuya conversacion era trivial. Pero prefería salir por las noches, a fin de tener intacta su jornada. La mayor parte de las veces, por desgracia, el amigo solo disponía de la hora del almuerzo, y precisamente de ese almuerzo, y quería a toda costa reservarlo para el querido Jonas. El querido Jonas acoptaba.
—¡Como usted quiera! —y colgaba—. Ése sí que es amable —y pasaba el niño a Louise. Luego reanudaba el trabajo, pronto interrumpido por el almuerzo o la comida. Entonces había que apartar las telas, desplegar la mesa e instalarse con los niños. Durante la comida Jonas miraba con un ojo el cuadro que estaba pintando, y al principio por lo menos, encontraba que sus hijos eran un poco lentos en masticar y deglutir, lo que hacía durar excesivamente las comidas. Pero leyó en un diario que había que comer con lentitud para asimilar bien y desde entoncos encontró en cada comida motivos de prolongado regocijo.
Otras veces nuevos amigos lo visitaban. Rateau sólo iba a verlos después de cenar. Se pasaba el día en su escritorio y ademfis sabla que los pintores trabajan con la luz del día. Pero los amigos nuevos de Jonas pertenecían casi todos a la especie artista o a la especie crítico. Unos habían pintado, otros iban a pintar, y por fin los últimos se ocuparían de lo que se había pintado o de lo que se pintaría. Todos por cierto ponían por las nubes los trabajos del arte y so quejaban de la organización del mundo moderno, que hace tan difícil la realización de tales trabajos y el ejercicio, indispensable para el artista, de la meditación. Y se lamentaban durante toda la tarde, mientras suplicaban a Jonas que continuara trabajando, que hiciera como si ellos no estuvieran allí, y que los tratara con toda libertad, ya que no eran burgueses y sabían lo que valía el tiempo de un artista. Jonas, contento por tener amigos capaces de admitir que pudiera trabajarse en su presencia, volvía a su cuadro, sin cesar de responder a las preguntas que le hacían o de reír por las anécdotas que le contaban.
Tanta naturalidad hacía que los amigos se sintieran cada vez más a sus anchas. El buen humor de ellos era tan real que se olvidaban de la hora de la comida. Los niños, en cambio, tenían mejor memoria. Acudían al taller, se mezclaban a la sociedad, chillaban, los visitantos se hacían cargo de ellos y los chicos iban saltando de rodilla en rodilla. Por fin la luz declinaba en el cuadrado de cielo que dibujaba el patio y Jonas dejaba los pinceles. No quedaba más remedio que invitar a los amigos a lo que hubiera en la olla, y que continuar hablando hasta altas horas de la noche, del arte, desde luego, pero sobre todo de los pintores sin talento, plagiarios o interesados, que no estaban presentes. A Jonas le gustaba levantarse temprano para aprovechar las primeras horas de la luz. Sabía que por la mañana siguiente le sería difícil hacerlo, que el desayuno no estaría preparado a tiempo y que él mismo se encontraría cansado. Pero también se alegraba de aprendor en una sola noche, tantas cosas que no podían dejar de serle útiles, aunque de manera invisible, en su arte.
—En el arte, como en la naturaleza, nada se pierde —decía—. Esto se debe a mi buena estrella.
A los amigos se agregaban a veces discípulos: es que Jonas ahora hacía escuela. Al principio se había sorprendido pues no veía qué cosa pudiera aprenderse de él, que tenía que descubrirlo todo. El artista que había en él se movía en las tinieblas; ¿cómo iba a enseñar los verdaderos caminos? Pero comprendió muy pronto que un discípulo no era por fuerza alguien que aspira a aprender algo. Por el contrario, lo más frecuente es que alguien se haga discípulo por el placer desinteresado de enseñar algo a su maestro. Desde entonces pudo aceptar con humildad este aumento de honores. Los discípulos de Jonas le explicaban largarmente lo que él había pintado y por qué lo había pintado. Jonas venía a descubrir así en su obra muchas intenciones que le sorprendían un poco y una multitud de cosas que no había puesto en la tela. Se creía pobre y, gracias a sus alumnos, se encontraba de pronto rico. A veces, frente a tantas riquezas hasta entonces desconocidas, lo asaltaba una pizca de orgullo. «Así y todo, es cierto —se decía—, aquel rostro que está en el último plano es lo que verdaderamente se ve. No comprendo bien lo que quieren decir cuando hablan de humanización indirecta; sin embargo, con este efecto he ido bastante lejos». Pero pronto se liberaba de toda preocupación, atribuyendo a su buena estrella esta incómoda maestría.
—Es la estrella —decía— la que va lejos. Yo me quedo junto a Louise y a los chicos.
Los discípulos tenían además otro mérito: obligaban a Jonas a ser mucho más riguroso consigo mismo. En sus discursos lo ponian tan alto, y particularmente en lo tocante a su conciencia y a su capacidad de trabajo, que después de eso ya no le estaba permitida ninguna debilidad. Perdió así su vieja costumbre de mordisquear un trocito do azúcar o chocolate cuando había terminado un pasaje difícil y antes de reanudar el trabajo. En la soledad, a pesar de todo, habría cedido clandestinamrnte a esta debilidad, pero en este progreso moral se vio ayudado por la prosenoia casi constante de sus discípulos y amigos, ante los cuales le resultaba un poco molesto mordisquear chocolate y cuya interesante conversación no podía interrumpir, además, por manía tan pequeña.
Sus discípulos exigían también que permaneciera fiel a su estética. Jonas, que se esforzaba largamente para recibir, do cuando en cuando, una especie de chispa fugitiva en que la realidad surgía entonces a sus ojos en una luz virgen, tenía sólo una idea oscura de su propia estética. En cambio los discípulos tenían muchas ideas, contradictorias y categóricas. En ese punto no admitían bromas. A Jonas le habría gustado, a veces, invocar el capricho, ese humilde amigo del artista; pero el ceño fruncido de los discípulos frente a ciertas telas que se apartaban de la idea que ellos tenían, le obligaba a reflexionar un poco más sobre su arte, lo cual redundaba en beneficio suyo.
Por último, los discípulos ayudaban a Jonas de otra manera, al obligarle a que diera su opinión sobre las obras de ellos. En efecto, no pasaba día sin que le llevaran alguna tela apenas esbozada, que el autor ponía entre Jonas y el cuadro que éste estaba pintando, a fin de beneficiar el esbozo con la mejor luz, Había que dar una opinión. Hasta esa época Jonas había tenido siempre la secreta vergüenza de su profunda incapacidad para juzgar una obra de arte. Con la excepción de unos pocos cuadros que lo transportaban y de los mamarrachos evidentemente groseros, todo le parecía por igual interesante e indiferente. Se vio pues obligado a armarse con un arsenal de juicios, tan variado como el número do sus discípulos pues, como todos los artistas de la capital, ellos tenían al fin de cuentas cierto talento y cuando estaban allí presentes, Jonas tenía que determinar matices bastante diferentes para satisfacer a todos. Esta feliz obligación lo llevó pues a hacerse de un vocabulario y de opiniones sobre su arte. La natural benevolencia de Jonas no quedó agriada por este esfuerzo. Comprendió rápidamente que sus discípulos no le pedían críticas, sino tan sólo palabras de aliento, y si era posible, de elogio. Lo único importante era que los elogios fueran diferentes. Jonas ya no se contentó con ser amable como de costumbre, sino que lo fue con ingeniosidad.
Así pasaba el tiempo de Jonas, que pintaba en medio de amigos y discípulos, sentados en sillas dispuestas ahora en filas concéntricas alrededor del caballete. A menudo aparecían también vecinos por las ventanas de enfrente y se agregaban a su público. Jonas discutía, cambiaba opiniones, examinaba las telas que le presentaban, sonreía a Louise cuando ella pasaba, consolaba a los niños y respondía calurosamente a los llamados telefónicos, sin abandonar nunca los pinceles con los que, de tiempo en tiempo, daba un toque al cuadro comenzado. En un sentido tenia la vida colmada, todas las horas ocupadas, y Jonas agradecía al destino que no le permitía conocer el tedio. En otro sentido, había que dar muchos toques, para terminar un cuadro, y a veces pensaba que el tedio tenía algo de bueno, puesto que uno podía evadirse de él mediante el trabajo encarnizado. En cambio, la producción de Jonas iba menguando a medida que sus amigos se hacían más interesantes. Hasta en las raras horas en que se encontraba completamente solo, Jonas se sentía demasiado cansado para trabajar afanosamente. Y en esas horas no podía sino imaginar una nueva organización que conciliara los placeres de la amistad y las virtudes del tedio.
Confió sus pensamientos a Louise, que, por su parte, se sentía inquieta ante el crecimiento de los dos hijos mayores y la estrechez de su habitación. Propuso entonces instalarlos en el cuarto grande, disimular la cama con un biombo y trasladar al nene a la piecita donde el teléfono ya no lo despertaría. Como el pequeño no ocupaba ningún lugar, Jonas podía hacer de esa piecita su taller. La grande serviría entonces para las recepciones del día. Jonas podría ir y venir, ver a los amigos que estaban en la sala o trabajar, seguro de que comprenderían su necesidad de aislamiento. Además, la necesidad de acostar a los hijos mayores permitiría abreviar las veladas.
—Soberbio —dijo Jonas, después de haber reflexionado.
—Y además —añadió Louise— si tus amigos se van temprano, nosotros podremos vernos un poco más.
Jonas la miró. Una sombra de tristeza pasaba por el rostro de Louise. Conmovido, la apretó contra sí y la besó con toda su ternura. Ella se abandonó y durante un instanto fueron felices como lo habían sido al principio de su matrimonio. Pero ella de pronto se sobresaltó: tal vez la pieza fuera demasiado pequeña para Jonas. Louise tomó un metro plegadizo y pronto descubrieron que, a causa del amontonamiento de vlas telas de Jonas y de sus alumnos, mucho más numerosas estas últimas, él trabajaba ordinariamente en un espacio apenas más grande que el que en adelante ocuparía. Jonas procedió a la mudanza sin pérdida de tiempo.
Y el caso era que su reputación crecía a medida que él trabajaba menos. Se esperaba y se celebraba de antemano cada exposición suya. Verdad es que un pequeño número de críticos, entre los cuales se encontraban dos de los visitantes habituales del taller, entibiaban con algunas reservas el calor de sus críticas. Pero la indignación de los discípulos compensaba con creces este pequeño contratiempo. Desde luego que, según afirmaban con vehemencia, estos últimos estimaban por encima de todo las telas del primer período, pero creían que las búsquedas actuales preparahan una verdadora revolución. Jonas se reprochaba la ligera impaciencia que sentía cada vez que se exaltaban sus primeras obras y agradecía los elogios con efusión. Sólo Rateau gruñía:
—¡Qué gente ridícula!... Te quieren inmóvil, como una estatua. Para ellos, está prohibido vivir.
Pero Jonas defendía a sus discípulos:
—Tú no puedes comprender —le decía a Rateau—. A ti te gusta todo lo que hago.
Rateau se reía:
—¡Diablos! No son tus cuadros lo que me gusta; es tu pintura.
En todo caso, los cuadros continuaban gustando y, después de una exposición recibida calurosamente, el comerciante propuso, por su propia iniciativa, un aumento de la mensualidad. Jonas aceptó, con vivas protestas de gratitud.
—Al oírlo hablar —dijo el comerciante—, uno creería que usted da importancia al dinero.
Tanta bondad conquistó el corazón del pintor. Sin embargo, al pedir al comerciante autorización para donar una tela, destinada a una venta de caridad, aquél se inquietó y quiso saber si se trataba de una caridad «que reportara beneficios». Jonas lo ignoraba. Entonces el comerciante prefirió que se atuvieran honestamente a los términos del contrato, que le acordaba el privilegio exclusivo de las ventas.
—Un contrato es un contrato —dijo.
En el de ellos no se había previsto la caridad.
—Será como usted quiera —dijo el pintor.
La nueva organización no aportó más que satisfacciones a Jonas. En efecto, pudo aislarse con bastante frecuencia para responder a las numerosas cartas que recibía ahora y que su cortesía no podia dejar sin respuesta. Unas se referían al arte de Jonas; otras, con mucho las más numerosas, a la persona del firmante, ya fuera que quisiera verse alentado en su vocación de pintor, ya fuera que pidiera un consejo o una ayuda financiera. A medida que el nombre de Jonas aparecía en los diarios, se le solicitó, como a todo el mundo, quo interviniera para denunciar injusticias que realmente sublevaban. Jonas respondía, escribía sobre arte, agradecía, daba consejos, se privaba de una corbata para enviar un pequeño socorro y firmaba las justas protestas que se sometían a su consideración.
—¿Ahora te dedicas a la política? Deja eso a los escritores y a las muchachas feas —decía Rateau. No, él no firmaba más que las protestas que se declaraban ajenas a todo espíritu de partido. Pero todas pretendían gozar de esta hermosa independencia. Al pasar las semanas, Jonas llevaba los bolsillos llenos de una correspondencia sin cesar descuidada y renovada. Respondía a las cartas más urgentes, que generalmente provenían de desconocidos, y guardaba para mejor ocasión las que exigían una respuesta más cómoda, es decir, las cartas de los amigos. Tantas obligaciones le impedían en todo caso holgazanear y mantenerse indiferente. Se sentía siempre en deuda, siempre culpable, aun cuando trabajaba, lo que ocurría de cuando en cuando.
Louise estaba cada vez más ocupada con los niños y se agotaba haciendo todo lo que él mismo, en otras circunstancias, hubiera podido hacer en la casa. Se sentía dolorido por ello. Después de todo, él trabajaba para satisfacer un gusto; ella en cambio llevaba la peor parte. Lo advertía bien cuando la veía ir de aquí para allá, sofocada.
—¡El teléfono! —gritaba el hijo mayor. Y Jonas dejaba allí su cuadro para volver con una invitación más y el corazón tranquilo.
—¡El gas! —aullaba un empleado en la puerta, que uno de los chicos le había abierto—. ¡Vamos, vamos!
Cuando Jonas se apartaba del teléfono o de la puerta, un amigo o un discípulo, o los dos a veces, lo seguían hasta el cuartito para terminar allí la conversación comenzada. Poco a poco todos se hicieron familiares del pasillo. Allí se quedaban charlando entre ellos, apelaban a Jonas como testigo desde lejos, o bien hacían una breve irrupción en la piecita.
—Aquí por lo menos —exclamaban los que entraban— se lo puede ver un poco y con comodidad.
Jonas se enternecia.
—Es verdad —decía—; al fin ya no nos vemos.
También sentía que decepcionaba a los que no veía y esto lo ponía triste. A menudo se trataba de amigos que él hubiera preferido ver; pero le faltaba tiempo. No podía aceptarlo todo. También su reputación se resentía por ello.
—Se ha vuelto orgulloso —decían— desde que tuvo éxito. Ya no ve a nadie.
O bien:
—No se ama más que a sí mismo.
No era cierto. Amaba su pintura, a Louise y a los chicos, a Rateau, y aun a algunos otros. Y además tenía simpatía por todos. Pero la vida es corta; el tiempo, rápido; y su energía tenía límites. Era difícil pintar el mundo y a los hombres y al propio tiempo vivir con ellos. Por otra parte, no podia quejarse ni explicar sus impedimentos, pues ahora lo golpeaban en el hombro diciéndole:
—¡Feliz muchacho, son los gajes de la gloria!
El correo pues se iba acumulando. Los discípulos no toleraban ningún relajamiento y acudía ahora a él la gente de mundo que, según creía Jonas, se interesaba por la pintura cuando, en realidad, podía apasionarse, como las demás gentes, por la familia real de Inglaterra o las huelgas gastronómicas. En verdad se trataba sobre todo de mujeres de mundo que tenían, sin embargo, una gran sencillez en sus maneras. Ellas mismas no compraban cuadros. Sólo llevaban a sus amigos a casa del artista, con la esperanza de que compraran en su lugar. En compensación, ayudaban a Louise, especialmente preparando té para todos los visitantes. Las tazas pasaban de mano en mano, recorrían el pasillo desde la cocina hasta el cuarto grande, volvían en seguida para posarse en el pequeño taller donde Jonas, en medio de un puñado de amigos y visitantes que bastaban para llenar la habitación, continuaba pintando hasta el momento en que tenía que dejar los pinceles para tornar, agradecido, la taza que una fascinanlte persona había llenado especialmente para él.
Bebía el té, contemplaba el esbozo que un discípulo acababa de colocar en el caballete, reía con los amigos, se interrumpía para pedir a uno de ellos que le hiciera el favor de despacharle el paquete de cartas que había escrito durante la noche, posaba para una fotografía y luego:
—¡Jonas, el teléfono!
Dejaba la taza, se abría camino, excusándose, entre la multitud que ocupaba el corredor, volvía, pintaba un rincón del cuadro, se detenía para responder a la persona fascinante de la que, por cierto, haría el retrato, y tornaba otra vez al caballete. Trabajaba, pero:
—¡Jonas, una firma!
—¿Qué es? —decía él—. ¿Está el cartero?
—No, es por los presidiarios de Cachemira.
—¡Vaya, vaya!
Entonces corría a la puerta para recibir a un joven amigo de aquellos hombres y su protesta; se preocupaba por saber si se trataba de algo político, firmaba después de haber recibido completas seguridades al mismo tiempo que una exhortación sobre los deberes que le creaban sus privilegios de artista y reaparecía para que le presentaran, sin que él pudiera comprender el nombre, a un boxeador recientemente victorioso o al más grande dramaturgo de un país extranjero. El dramaturgo se le ponía delante durante cinco minutos y le expresaba, con miradas emocionadas, lo que su ignoranoia del francés no le permitía decir más claramente, mientras Jonas meneaba la cabeza con sincera simpatía. Felizmente esta situación sin salida se resolvía con la irrupción del último predicador de moda, que quería ser presentado al gran pintor. Jonas, encantado, decía que lo estaba, se palpaba el paquete de cartas que tenía en el bolsillo, empuñaba los pinceles, se preparaba a proseguir el trabajo, pero primero tenía que agradecer el par de setters que le llevaban en aquel preciso instante; iba a dejarlos al dormitorio conyugal, volvía para aceptar la invitación a almorzar de la donante, volvía a salir al oír los gritos de Louise, para verificar, sin duda posible, que los setters no ostaban hechos para vivir en un departamento, y los llevaba entonces al cuarto de duchas, donde ellos aullaban con tanta perseverancia que la gente terminaba por no oírlos más. De cuando en cuando, por encima de las cabezas, Jonas veía la mirada de Louise y le parecía que esa Mirada era triste. Por fin el día terminaba, algunos visitantes se marchaban y otros permanecían en el cuarto grande, mirando enternecidos como Louise acostaba a los niños, ayudada gentilmente por una elegante de sombrero, que se manifestaba desolada por tener que marcharse en seguida a su palacio, donde la vida, dispersa en dos pisos, era tanto menos íntima y calurosa que en casa de los Jonas.
Un sábado por la tarde, Rateau llevó a Louise un ingenioso socador de ropa blanca, que podia instalarse en el cielo raso de la cocina. Encontró el departamento atestado de gente y en la piecita, rodeado de conocedores, a Jonas, que pintaba a la donante de los perros, mientras, al mismo tiempo, un artista oficial lo pintaba a él. Según Louise, ese artista estaba pintando el cuadro por encargo del estado.
—Será El artista en el trabajo.
Rateau se retiró a un rincón de la pieza, para mirar a su amigo. visiblemente absorto en su esfuerzo. Uno de los conocedores, que nunca había visto a Rateau, se inclinó hacia él y le dijo:
—Tiene buena cara, ¿no?
Rateau no respondió.
—Usted pinta, ¿no? Yo también. Bueno, créame, va declinando.
—¿Ya? —dijo Rateau.
—Sí, es el éxito. No se puede resistir el éxito. Está terminado.
—¿Declina o está terminado?
—Un artista que declina está terminado. Mire, ya no tiene nada que pintar. Ahora lo pintan a él y lo colgarán en una pared.
Luego, a mitad de la noche, en el dormitorio conyugal, Louise, Rateau y Jonas, éste de pie, los otros dos sentados en un ángulo de la cama, permanecían en silencio. Los niños dormían; los perros estaban en el campo, Louise acababa de lavar la abundante vajilla que Jonas y Rateau habían secado. El cansancio era agradable.
—Tomen una sirvienta —había dicho Rateau frente a la pila de platos. Pero Louise, con melancolía, había preguntado:
—¿Dónde la pondríamos?
Ahora estaban callados.
—¿Estás contento? —preguntó de pronto Rateau. Jonas sonrió, pero tenía aire fatigado.
—Sí, todo el mundo es amable conmigo.
—No —dijo Rateau—, desconfía. No todos son buenos.
—¿Quiénes?
—Tus amigos pintores, por ejemplo.
—Sí, lo sé —dijo Jonas—: pero muchos artistas son así. No están seguros de que existen, ni siquiera los más grandes. Entonces buscan pruebas, juzgan, condenan. Eso los fortifica. Es un comienzo de existencia. ¡Están solos!
Rateau sacudía la cabeza.
—Créeme —dijo Jonas-. Los conozco bien. Hay que quererlos.
—¿Y tú? Tú existes, pues. Nunca hablas mal de nadie.
Jonas se echó a reír.
—¡Oh, a menudo pienso mal! Sólo que me olvido.
Luego se puso serio.
—No, no estoy seguro de existir; pero existiré. De eso sí estoy seguro.
Rateau preguntó a Louise qué pensaba de aquello. Ella salió de su cansancio, para decir que Jonas tenía razón. La opinión de sus visitantes no tenía importancia. Lo único que importaba era el trabajo de Jonas. Ella se daba cuenta muy bien de que el niño lo molestaba; por lo demás ya iba creciendo. Habría que comprar un diván, que ocuparía lugar. ¡Cómo hacer mientras esperaban a encontrar un departamento más amplio! Jonas contemplaba el dormitorio conyugal. Claro está que eso no era lo ideal. La cama era muy ancha; pero el cuarto quedaba vacío todo el día. Se lo dijo a Louise, que se puso a reflexionar. En aquel cuarto, por lo menos, nadie molestaría a Jonas; nadie se atrevería, en todo caso, a acostarse en la cama.
—¿Qué le parece? —preguntó a su vez Louise a Rateau. Éste miraba a Jonas y Jonas contemplaba las ventanas de enfrente. Luego lrvantó los ojos hacia el cielo sin estrellas y fue a correr las cortinas. Cuando volvió sonrió a Rateau y se sentó cerca de él en la cama, sin decir nada. Louise, visiblemente extenuada, declaró que iba a ducharse. Cuando los dos amigos se quedaron solos, Jonas sintió que el hombro de Rateau tocaba el suyo. No lo miró, pero dijo:
—Me gusta pintar. Quisiera pintar mi vida entera, noche y día. ¿No es una suerte eso?
Rateau lo miraba con ternura.
—Sí —dijo—, es una suerte.
Los hijos crecían y Jonas se sentía feliz de verlos alegres y vigorosos. Iban a la escuela y volvían a las cuatro de la tarde. Jonas podía gozar de su presencia todavía los sábados por la tarde, los jueves y también durante las frecuentes y largas vacaciones. Aún no eran lo bastante crecidos para jugar juiciosamente, pero se mostraban lo bastante robustos para llenar el departamento con sus disputas y risas. Había que calmarlos, amenazarlos y, a veces, hasta simular pegarles. También había que mantenerles limpia la ropa blanca y pegarles los botones. Louise ya no podía con todo. Puesto que no era posible alojar a una sirvienta, ni tampoco introducirla en la estrecha intimidad en que vivían, Jonas sugirió que recurrieran a la ayuda de la hermana de Louise, Rose, que se había quedado viuda con una hija ya grande.
—Sí —dijo Louise—, con Rose no nos sentiremos molestos. La echaremos cuando queramos.
Jonas se alegró de esta solución, que aliviaría a Louise, al mismo tiempo que a su propia conciencia, que se sentía culpable frente al cansancio de su mujer. El alivio fue aun mayor de lo que pensaban, pues la hermana llevaba con frecuencia a su hija como refuerzo. Las dos tenían el mejor corazón del mundo. La virtud y el desinterés rebosaban en su naturaleza honesta. Hicieron lo imposible para ayudar en los trabajos de la casa y no repararon en el tiempo que pasaban allí. Les ayudó en esto el tedio de sus vidas solitarias y el placer de la actividad que encontraban en casa de Louise. Como lo habían previsto, nadie, en efecto, se sintió molesto y las dos mujeres desde el primer día estuvieron verdaderamente como en su casa. La habitación grande se convirtió a la vez en comedor, cuarto de costura y escuela de niños. La piecita, en la que dormía el ultimo de los chicos, servía para almacenar las telas y un catre en el que a veces dormía Rose, cuando se encontraba allí sin su hija.
Jonas ocupaba el dormitorio oonyugal y trabajaba en el espacio que separaba la cama de la ventana. Únicamente tenía que esperar que le ordenaran el cuarto después del de los niños. Luego ya no iban a molestarlo más que para buscar alguna pieza de ropa blanca, porque el único armario de la casa estaba allí. Los visitantes, por su parte, aunque un poco menos numerosos, habían conservado sus costumbres, de manera que contra la esporanza de Louise, no vacilaban en acostarse en la cama conyugal para charlar mejor con Jonas. Los chicos iban también a dar un beso a su padre.
—Muéstranos lo que pintas.
Jonas lo hacía y los besaba con ternura. Al despedirlos, sentía que ellos ocupaban todo el espacio de su corazón, plenamente, sin restricciones. Sin ellos, todo sería vacío y soledad. Los amaba tanto como a su pintura; porque eran lo único del mundo que estaba tan vivo como ella.
Sin embargo, Jonas trabajaba menos y él no sabía la razón. Siempre era asiduo en el trabajo, pero ahora encontraba dificultades en pintar, aun en los momentos de soledad. Pasaba esos momentos contemplando el cielo. Siempre había sido distraído y absorto. Ahora se hacía soñador. Pensaba en la pintura, en su vocación, en lugar de pintar. «Me gusta pintar», se decía aún, y la mano que sostenía el pincel le pendía a lo largo del cuerpo, mientras él escuchaba la música de una radio lejana.
Al mismo tiempo, iba rebajándose su reputación. Le llevaban artículos reticentes, otros malos; y algunos tan malévolos que se le apretaba el corazón. Pero Jonas se decía que también podía obtenerse beneficio de aquellos ataques, que lo obligarían a trabajar mejor. Los que continuaban visitándolo lo trataban con menos deferencia, como a un viejo amigo con el que no había por qué molestarse. Cuando quería volver a su trabajo, le decían:
—Bah, tienes tiempo.
Jonas sentía que en cierto modo ellos lo anexaban a su propio fracaso; pero en otro sentido esta solidaridad nueva tenía algo de bienhechor. Rateau se encogía de hombros.
—Eres demasiado tonto. No te quieren nada.
—Sí, ahora me quieren un poco —respondía Jonas—. ¡Un poco de amor es enorme! ¡Qué importa de qué manera lo obtiene uno?
Continuaba pues hablando, escribiendo cartas y pintando como podía. De tiempo en tiempo pintaba realmente, sobro todo los domingos por la tarde, cuando los niños salían con Louise y Rose. Por la noche se sentía alegre por haber adelantado un poco en el cuadro que pintaba. En esa época pintaba cielos.
El día en que el comerciante le hizo saber que lamentándolo mucho y frente a la disminución sensible de las ventas, se veía obligado a reducirle la mensualidad, Jonas estuvo de acuerdo, pero Louise se mostró inquieta. Corría el mes de setiembre y había que vestir a los chicos para el comienzo de las clases. Ella misma puso manos a la obra, con su ánimo habitual, pero pronto vio que era tarea superior a sus fuerzas. Rose, que podía pegar botones, no era costurera. Pero la prima de su marido sí lo era y ella fue a ayudar a Louise. De cuando en cuando, la mujer iba a la habitación de Jonas y se sentaba en un rincón, donde permanecía trabajando silenciosa y tranquila. Tan tranquila que hasta Louise sugirió a Jonas que pintara una Obrera.
—Buena idea —dijo Jonas. Probó, echó a perder dos telas. Luego volvió a un cielo comenzado. Al día siguiente se paseo durante largo rato por el departamento y reflexionó en lugar de pintar. Un discípulo, todo acalorado, fue a mostrarle un largo artículo, que Jonas no habría leído de no ser por él, en el que se enteró de que su pintura se había agotado; el comerciante le telefoneó para manifestarle aun su inquietud frente a la curva de las ventas. Jonas continuaba sin embargo soñando y reflexionando. Dijo al discípulo que había algo de verdad en el artículo, pero que él, Jonas, podía contar aún con muchos años de trabajo. Al comercianto le respondió que comprendía su inquietud, pero que no la compartía. Tenía que hacer ahora una gran obra, verdaderamente nueva. Todo iba a empezar otra vez. Al hablar sentía que estaba diciendo la verdad y que su buena estrella seguía presente. Todo se arreglaría con una buena organización.
En los días que siguieron, Jonas intentó trabajar en el corredor, luego en el cuarto de duchas, con luz eléctrica; un día después, en la cocina. Pero por primera vez le molestaba la gente que encontraba por todas partes, los que conocía apenas y los suyos, a quienes quería. Durante algún tiempo suspendió el trabajo y reflexionó. Habría pintado motivos naturales si la estación se hubiera prestado a ello, pero desgraciadamente iba a comenzar el invierno; era difícil hacer paisajes antes de la primavera. Sin embargo probó y luego renunció al intento: el frío le penetraba hasta el corazón. Vivió muchos días con sus telas, sentado junto a ellas las más veces o bien plantado frente a la ventana. Ya no pintaba. Entonces tomó la costumbre de salir por las mañanas. Su proyecto era hacer el croquis de un detalle, de un árbol, de una casa oblicua, de un perfil tomado al pasar. Al cabo del día no había hecho nada. En cambio cedía ante la menor tentación: los diarios, un encuentro, los oscaparates, el calor de un café. Cada noche tenía que inventar buenas excusas para apaciguar su no limpia conciencia. Iba a pintar, eso era seguro, y a pintar mejor, después de este período de aparente vacío. El proceso se maduraba adentro; allí estaba todo. La estrella volvería a salir, resplandeciente; limpia, de entre esas brumas oscuras. Mientras tanto, ya no abandonaba los cafés. Había descubierto que el alcohol le procuraba la misma exaltación que los días de trabajo intense en los tiempos en que él pensaba en su cuadro con esa ternura y ese calor que nunca había sentido sino ante sus hijos. Al segundo coñac volvía a encontrar en él aquella emoción punzante que lo hacía a la vez amo y servidor del mundo. Sólo que ahora gozaba de ella en el vacío, con las manos ociosas, sin hacerla pasar a una obra. Pero era eso lo que más se aproximaba a la alegría por la que él vivía, y se pasaba entonces largas horas sentado, soñando, en lugares llenos de humo y bullicio.
Sin embargo, huía de los lugares y los barrios frecuentados por los artistas. Cuando encontraba a algún conocido que le hablaba de su pintura, le sobrecogía un miedo pánico. Quería huir. Eso se notaba y entonces huía. Sabía lo que decían a sus espaldas:
—Se cree un Rembrandt.
Y su malestar crecía. En todo caso, ya no sonreía y sus antiguos amigos sacaban de esto una conclusión singular, pero inevitable:
—Si ya no sonríe, eso quiere decir que está muy orgulloso de sí mismo.
Sabiéndolo, Jonas se hacía cada voz más huidizo y sombrío. Al entrar en un café le bastaba tener el sentimiento de que alguno de los concurrentes lo había reconocido, para que todo se oscureciera. Permanecía un segundo allí, inmóvil, impotente y lleno de un extraño fastidio, con el rostro cerrado sobre su turbación, y también sobre una súbita y ávida necesidad de amistad. Pensaba en la Mirada buena de Rateau y salía bruscamente.
—Eres un fanfarrón —dijo alguien muy cerca de él, en el momento de desaparecer.
Sólo frecuentaba ahora los barrios alejados del centro, donde nadie lo conocía. Allí podía hablar, sonreir, y su benevolencia retornaba. Allí nadie le preguntaba nada. Se hizo de algunos amigos poco exigentes. Le gustaba en especial la compañía de uno de ellos que le servía en el restaurante de una estación donde solía ir. Aquel mozo le había preguntado «qué hacía en la vida».
—Soy pintor —había respondido Jonas.
—¿Artista pintor o pintor de paredes?
—Artista.
—¡Ah! —había dicho el otro—. Es oficio difícil.
Y ya no habían hablado más del asunto. Sí, era difícil, pero Jonas iba a salir adelante, una vez que hubiera organizado su trabajo. En el azar de los días y de las copas tuvo otros encuentros; algunas mujeres lo ayudaron. Podía hablarles antes o después del amor y sobre todo jactarse un poco; ellas lo comprendían, aun cuando no quedaran convencidas. A veces le parecía que le volvía su antigua fuerza. Un día, en que se sintió alentado por una de sus amigas, se decidió. Volvió a su casa, intentó trabajar de nuevo en el dormitorio estando ausente la costurera. Pero al cabo de una hora dejó la tela, sonrió a Louise sin verla y salió. Bebió el día entero y pasó la noche en casa de su amiga, sin encontrarse por lo demás en condiciones de desearla. Por la mañana lo recibió el dolor vivo, con el rostro deshecho, en la persona de Louise. Ella quería saber si había poseído a aquella mujer. Jonas dijo que no lo había hecho, pues estaba ebrio, pero que antes habia poseído a otras. Y por primera vez, con el corazon desgarrado, le vio a Louise ese rostro de ahogada que dan la sorpresa y el exceso de dolor; descubrió entonces que no había pensado en ella durante todo aquel tiempo y tuvo vergüenza. Le pidió perdón, aquello estaba terminado. Mañana todo volvería a comenzar como antes. Louise no podía hablar y se volvió para ocultar las lágrimas.
Al día siguiente, Jonas salió muy temprano. Llovía. Cuando volvió, calado hasta los huesos, cargaba con unas tablas. En casa de Jonas, dos viejos amigos que habían ido en busca de noticias, tomaban café en el cuarto grande.
—Jonas va a cambiar de estilo. Ahora pintará en madera —dijeron. Jonas sonreía.
—No es eso. Pero doy comienzo ahora a algo nuevo.
Se fue al pequeño corredor que comunicaba al cuarto de duchas, los excusados y la cocina. En el ángulo derecho que formaban los dos corredores se detuvo y consideró largamente la altura de la pared, que se elevaba hasta el cielo raso oscuro. Le hacía falta un escabel, que fue a buscar abajo a la casa del portero.
Cuando subió, había algunas personas más, de modo que tuvo que luchar contra el afecto de sus visitantes, encantados de volver a verlo, y las preguntas de su familia, para llegar al extremo del corredor. Louise salía en ese momento de la cocina. Jonas, dejando el escabel en el suelo la apretó fuertemente contra sí. Louise lo miraba.
—Te ruego que no volvarnos a comenzar —dijo.
—No, no —dijo Jonas—. Voy a pintar. Es menester que pinte.
Pero parecía hablarse a sí mismo. Su mirada estaba en otra parte. Puso manos a la obra. A la altura media de las paredes construyó un piso de madera, para tener así una especie de andamio estrecho, aunque alto y profundo. Al fin de la tarde todo estaba terminado. Ayudándose con el escabel, Jonas se colgó del piso del andamio y para probar la solidez del trabajo, dio algunos tirones. Luego se mezcló con los demás y todos se alegraron de encontrarlo de nuevo tan afectuoso. Por la noche, cuando la casa quedó relativamente vacía, Jonas tomó una lámpara de petróleo, una silla, un taburete y un marco. Subió todo al sobradillo, bajo la mirada intrigada de las tres mujeres y de los niños.
—¿Veis? —dijo desde lo alto de su andamio—. Aquí trabajaré sin molestar a nadie.
Louise preguntó si estaba seguro de ello.
—Pero claro —dijo él—. Me hace falta poco lugar. Aquí estaré más libre. Hubo grandes pintores que pintaban a la luz de la vela y…
—¿Es suficientemente sólido el andamio?
Lo era.
—Quédate tranquila —dijo Jonas—. Es una buena solución.
Y volvió a bajar.
Al día siguiente, a primera hora trepó al altillo, se sentó, puso el marco sobre el taburete, parado contra la pared y esperó sin encender la lámpara. Los únicos ruidos que oía directamente le llegaban de la cocina o de los excusados. Los otros rumores parecían lejanos y las visitas, la campanilla de la entrada o del teléfono, las idas y venidas, las conversaciones, le llegaban a medias ahogadas, como si vinieran de la calle o del otro patio. Además, mientras todo el departamento estaba invadido por una luz cruda, la sombra era allí sedante. De cuando en cuando un amigo se llegaba hasta él y se quedaba bajo el altillo.
—¿Qué haces allí, Jonas?
—Trabajo.
—¿Sin luz?
—Sí, por ahora sin luz.
No pintaba, pero reflexionaba. En la sombra y en ese semisilencio que, por comparación con lo que antes había vivido, le parecia el del desierto o el de la tumba, escuchaba su corazón. Los ruidos que llegaban hasta el sobradillo ya no parecían tener ninguna relación con él, aun cuando se dirigieran a él. Era como esos hombres que mueren solos, en su casa, en medio del sueño, y cuando llega la mañana los llamados telefónicos resuenan febriles e insistentes en la morada desierta, junto a un cuerpo sordo para siempre. Pero él vivía, escuchaba en sí mismo aquel silencio y esperaba que resplandeciera su buena estrella, todavía oculta, pero que se preparaba a ascender de nuevo, a surgir por fin inalterable, por encima del desorden de aquellos días vacíos.
—Brilla, brilla —decía Jonas—. No me prives de tu luz.
Estaba seguro de que iba a brillar de nuevo; pero era necesario que todavía él reflexionara un poco más, puesto que al fin se le había ofrecido la posibilidad de estar solo, sin separarse de los suyos. Tenía que descubrir lo que todavía no había comprendido claramente, aunque lo hubiera sabido siempre, aunque siempre hubiera pintado como si lo supiera. Tenía que apoderarse por fin de ese secreto, que no era sólo el del arte, como bien lo comprendía. Por eso no encendía la lámpara. Ahora cada día Jonas subía a su altillo. Los visitantos se hicieron más escasos. Louise, preocupada, se prestaba poco a la conversación. Jonas bajaba para las comidas y volvía a subir al andamio. Allí se quedaba inmóvil, en medio de la oscuridad, todo el día. Por la noche so reunía con su mujer, ya acostada. Al cabo de algunos días rogó a Louise que le pasara el almuerzo, lo que ella hizo con un cuidado que enterneció a Jonas. Para no molestarla en otras ocasiones, le sugirió que le preparara algunas provisiones que el depositaría en el andamio. Poco a poco ya no bajaba en todo el día; pero apenas comía de las provisiones.
—Pasaré la noche aquí.
Louise lo miraba con la cabeza echada hacia atrás. Abrió la boca y luego se quedó callada. Se limitó a examinar a Jonas con expresión inquieta y triste. Él vio de pronto hasta qué punto su mujer había envejecido y hasta qué punto la fatiga de la vida de ambos había mordido en ella. Pensó entonces que él no la había ayudado realmente nunca. Pero antes de que pudiera hablar, ella le sonrió con una ternura que le apretó el corazón.
—Como quieras, querido —dijo Louise.
Desde entonces, Jonas pasó las noches en el altillo, del que casi nunca bajaba. De golpe la casa se vació de sus visitantes, puesto que ya no se podía ver a Jonas ni de día ni de noche. A algunos se les decía que estaba en el campo; a otros, cuando se cansaron de mentir, que había encontrado un taller. Sólo Rateau seguía yendo fielmente. Trepaba al escabel y su gran cabeza sobrepasaba el nivel del piso.
—¿Cómo estás? —decía.
—Muy bien.
—¿Trabajas?
—Muchísimo.
—Pero, no tienes tela.
—Así y todo trabajo.
Era difícil prolongar este diálogo desde el escabel y desde el altillo. Rateau meneaba la cabeza, bajaba, ayudaba a Louise reparando las cañerías o alguna cerradura. Luego, sin subir al escabel, iba a despedirse de Jonas, que respondía desde la sombra.
—Salud, viejo hermano.
Una noche, Jonas agregó un «Gracias» a su saludo.
—¿Por qué gracias?
—Porque me quieres.
—Gran novedad —dijo Rateau. Y se marchó.
Otra noche Jonas llamó a Rateau, que acudió al punto. Por primera vez la lámpara estaba encendida. Jonas se inclinaba, con expresión ansiosa, fuera del andamio.
—Pásame una tela —dijo.
—Pero, ¿qué tienes? Has enflaquecido. Pareces un fantasma.
—Es que apenas como desde hace muchos días. No es nada. Ahora tengo que trabajar.
—Come primero.
—No, no tengo hambre.
Rateau le llevó una tela. En el momento de desaparecer en el altillo, Jonas le preguntó:
—¿Cómo están?
—¿Quiénes?
—Louise y los chicos.
—Están bien; pero estarían mejor si tú estuvieras con ellos.
—Yo no los abandono. Díles sobre todo que no los abandono.
Y desapareció. Rateau fue a manifestarle su inquietud a Louise. Ésta le confesó que estaba atormentada desde hacía muchos días.
—¿Cómo hacer? ¡Ah, si pudiera trabajar en su lugar!
Miró de frente a Rateau con expresión desdichada.
—No puedo vivir sin él —le dijo. Tenía de nuevo aquel rostro de muchacha que sorprendió a Rateau. Él se dio cuenta entonces de que Louise se había ruborizado.
La lámpara permaneció encendida durante toda la noche y toda la mañana del día siguiente. A los que se llegaban hasta allí, a Rateau o a Louise, Jonas les respondía:
—Déjame. Estoy trabajando.
A mediodía pidió petróleo. La lámpara que palidecía. brilló de nuevo con vivos destellos, hasta la noche. Rateau se quedó a cenar con Louise y los niños. A medianoche fue a saludar a Jonas. Frente al altillo, siempre iluminado, esperó un rato, luego se fue sin decir nada. Por la mañana del segundo día, cuando Louise se levantó, la lámpara seguía aún encendida.
Comenzaba un hermoso día, pero Jonas no se daba cuenta de ello. Había vuelto la tela contra la pared. Exhausto, esperaba sentado, con las manos abiertas sobre los rodillas. Se decía que ahora no trabajaría nunca más. Se sentía feliz. Oía los gritos de los niños, ruidos de agua, el tintinear de la vajilla. Louise hablaba. Los grandes vidrios vibraban al paso de un camión por la avenida. El mundo estaba todavía allí joven, adorable; Jonas escuchaba el hermoso rumor que hacen los hombres. De tan lejos ese rumor no contrariaba a la alegre fuerza que había en él, su arte, los pensamientos que no podia expresar, silenciosos para siempre, pero que lo elevaban por encima de todas las cosas en un aire libre y vivo. Los niños corrían a través de las piezas, la nenita se reía. Louise también; eran risas que hacía mucho que no oía. ¡Él los quería! ¡Cómo los quería! Apagó la lámpara, y, en la oscuridad que sobrevino, allí, ¿no estaba su estrella, que siempro brillaba? Era ella, la reconocía con el corazón lleno de gratitude y la contemplaba aún cuando su cuerpo se desplomó sin ruido.
—No es nada —declaraba poco después el médico que habían llamado—. Trabaja demasiado. Dentro de una semana estará en pie.
—¿Está seguro de que se curará? —preguntaba Louise con el rostro deshecho.
—Se curará.
En la otra habitación, Rateau miraba la tela, enteramente en blanco, en cuyo centro Jonas había escrito, con caracteres muy menudos, tan sólo una palabra que podía descifrarse, pero que no se sabía si leer como solitario o solidario.


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