Alzadme y echadme a la mar...,
porque yo sé que por mi causa
esta tormenta tan grande ha venido
sobre vosotros.
JONÁS, I, 12.
Gilbert Jonas, artista pintor,
creía en su buena estrella. Por lo demás, no creía sino en ella, aunque sentía
respeto por sí mismo, y hasta una especie de admiración frente a la religión de
los demás. Su fe, con todo, no dejaba de tener virtudes, puesto que consistía
en admitir, de manera oscura, que obtendría mucho sin merecer nunca nada.
Tampoco, cuando al llegar a los treinta y cinco años, una decena de críticos se
disputó de pronto la gloria de haber descubierto su talento, él mostró sorpresa
alguna. Pero su serenidad, que algunos atribuían a la suficiencia, se explicaba
en cambio muy bien por la modestia confiada de Jonas. Éste hacía justicia a su
buena estrella antes que a sus méritos.
Se manifestó un poco más
asombrado, eso sí, cuando un comerciante de cuadros le ofreció una mensualidad
que lo sacaba de toda preocupación económica. En vano el arquitecto Rateau, que
desde los años del liceo sentía cariño por Jonas y su buena estrella, le hizo
ver que aquella mensualidad apenas le permitiría una vida decente y que el
comerciante no arriesgaba nada.
—Así y todo —-decía Jonas. Rateau
que lograba éxito, pero a fuerza de tenacidad, en todo lo que emprendía,
censuraba al amigo.
—¿Qué dices? ¿Así y todo? Hay que
discutirlo.
Pero nada fue suficiente. Jonas
agradecía a su buena estrella.
—Será como usted quiera —dijo al
comerciante de cuadros. Y entonces abandonó el empleo que tenía en la casa
editora de su padre, para dedicarse por entero a la pintura.
—¡Es una suerte poder hacerlo!
—decía.
En realidad pensaba: «Es una
suerte que continúe». Hasta donde podía remontarse en sus recuerdos, encontraba
siempre esa suerte. Por ejemplo, alimentaba un tierno agradecimiento por sus
padres. Primero porque lo habían educado distraídamente, lo cual le había
dejado tiempo libre para soñar; y luego porque se habían separado por razonos
de adulterio. Por lo menos ése era el pretexto que invocaba el padre, quien se
olvidaba de precisar que se trataba de un adulterio bastante peculiar: no podía
soportar las buenas obras de su mujer, verdadera santa laica, que sin poner
ninguna malicia en ello, había hecho el don de su persona a la humanidad sufriente;
pero el marido pretendía disponer como amo de las virtudes de su mujer.
—Estoy harto —decía aquel Otelo—
de que me engañe con los pobres.
El equívoco fue provechoso para
Jonas. Sus padres, que habían leído que era posible citar muchos casos de
asesinos sádioos entre los hijos de padres divorciados, se pusieron a rivalizar
en cuanto a mimarlo, para ahogar en el huevo los gérmenes de una evolución tan
enfadosa. Según ellos, los efectos del chogue que había sufrido la conciencia
del niño eran menos manifiestos y por lo tanto estaban mucho más inquietos: los
daños invisibles debían de ser los más profundos. Apenas Jonas se declaraba un
poco contento de sí mismo o del día que había pasado, la inquietud habitual de
los padres rayaba en la locura. Redoblaban entonces sus atenciones y el niño no
tenía nada que desear.
Su supuesta desgracia le valió al
fin un hermano devoto en la persona de su amigo Rateau. Los padres de éste
invitaban a menudo al pequeño compañero de su hijo, porque se compadecían de su
infortunio. Sus discursos, henchidos de lástima, inspiraron al jovon Rateau,
vigoroso y deportivo, el deseo de tornar bajo su protección al niño, cuyos
éxitos indolentemente obtenidos, él ya admiraba. La admiración y la
condescendencia fueron una buona mezcla para formar una amistad que Jonas
recibió, como todo lo demás, con una sencillez alentadora.
Cuando Jonas hubo terminado, sin
esfuerzo especial alguno, los estudios, tuvo todavía la suerte de ingresar en
la casa editora de su padre, para encontrar allí una posición y, por vías
indirectas, su vocación de pintor. Primer editor de Francia, el padre de Jonas
sostenía la opinión de que el libro, más que nunca y precisamente a causa de la
crisis de la cultura, tenía un futuro.
—La historia muestra —decía— que
cuanto menos se lee más se compran libros.
Partiendo de este principio, sólo
muy rara vez leía los manuscritos que se le presentaban y únicamente se decidía
a publicarlos por la personalidad del autor o la actualidad del tema (desde
este punto de vista, siendo el sexo el único tema siempre actual, el editor
había terminado por especializarse), de manera que se ocupaba tan sólo de la
presentación curiosa de los libros y de la publicidad gratuita. A Jonas le
confiaron el departamento de lectura, que le dejaba mucho tiempo libre, al que
hubo que buscarle empleo. Fue así como encontró su vocación de pintor.
Por primera vez, doscubrió en él
un ardor imprevisto, pero incansable; pronto dedicó días enteros a pintar y,
siempre sin esfuerzo, sobresalía en este ejercicio. No parecía interesarle
ninguna otra cosa y apenas pudo casarse a la edad conveniente: la pintura lo
devoraba por entero. Para los seres y las circunstancias ordinarias de la vida,
sólo reservaba una sonrisa benévola, que lo dispensaba do preocuparse de ellos.
Fue necesario un accidente de la motocicleta que conducía Rateau demasiado
violentamente y llevando a su amigo atrás, para que Jonas, con la mano derecha
por fin inmovilizada en un vendaje, aburrido, pudiera interesarse por el amor.
También aquí se sintió impulsado a ver en este grave accidente los benéficos
efectos de su buena estrella. Sin ese accidente, nunca habría tenido tiempo de
mirar a Louise Poulin como ella se lo merecía.
Por lo demás, según Rateau,
Louise no merecía en modo alguno que se la mirara. Pequeño e inquieto él mismo,
sólo le gustaban las mujeres grandes.
—No sé lo que encuentras en esa
hormiga —decía.
Louise, en efecto, era pequeña,
oscura de piel, de pelo y de ojos; pero bien hecha y de bonita cara. Jonas,
alto y macizo, se enternecía con la hormiga, tanto más porque ella era
industriosa. La vocación de Louise era la actividad. Semejante vocación
armonizaba felizmente con el gusto que Jonas tenía por la inercia y por sus
ventajas. Al principio, Louise se entregó a la literatura, por lo menos
mientras creyó que la emprosa editorial interesaba a Jonas. Lo leía todo, sin
orden, y en pocas semanas estuvo en condiciones de hablar de todo. Jonas la
admiró y se consideró, definitivamente dispensado de leer él mismo, puesto que
Louise le daba suficiente información y le permitía conocer lo esencial de los
descubrimientos contemporáneos.
—Ya no hay que decir —afirmaba
Louise— que tal persona es mala o fea, sino que ella se quiere mala o fea.
El matiz era importante y con él
se corría el riesgo, por lo menos, como lo hizo notar Rateau, de llevar a la
condenación al género humano. Pero Louise le cortó la palabra alegando que
puesto que tanto la prensa del corazón como las revistas filosóficas sostenían
esa verdad, ella era universal y no podía discutirse.
—Será como usted quiera —dijo
Jonas, que se olvidó inmediatamente de este cruel descubrimiento para ponerse a
soñar con su buena estrella.
Louise desertó de la literatura
cuando comprendió que a Jonas sólo le interesaba la pintura. Se dedicó en seguida
a las artes plásticas. Rocorrió museos y exposiciones, llevando consigo a
Jonas, que no comprendía bien lo que pintaban sus contemporáneos y que se
encontraba molesto en su sencillez de artista. Sin embargo, se alegraba de que
ella lo informara tan bien sobre todo lo concerniento a su arte. Verdad es que
al día siguiente se olvidaba hasta del nombre del pintor cuyas obras acababa de
ver. Pero Louise tenía razón cuando le recordaba perentoriamente una de las
certezas que ella había conservado de su período literario; es decir, que en
realidad, nunca se olvidaba nada. Decididamente la buena estrella protegía a
Jonas, que de esta manera podía acumular con la conciencia limpia las certezas
de la memoria y las comodidades del olvido.
Pero los tesoros de dedicación
que le prodigaba Louise resplandecían con sus luces más bellas en la vida
cotidiana de Jonas. Aquel angel bueno le evitaba las compras de calzado, de
trajes y de ropa blanca, que abrevian, para todo hombre normal, los días de una
vida ya muy corta. Ella se hacía cargo resueltamente de las mil invenciones de
la máquina de matar el tiempo, desde los impresos oscuros de la seguridad
social hasta las disposiciones sin cesar renovadas del fisco.
—Sí —decía Rateau— desde luego;
pero no puede ir a ver al dentista en tu lugar.
No, en efecto, ella no iba, pero
telefoneaba y concertaba las citas en las mejores horas, se ocupaba de hacer
vaciar el recipiente de basura, de reservar habitaciones en los hoteles de
veraneo, de la provisión del carbón doméstico; compraba ella misma los regalos
que Jonas doseaba ofrecer, elegía y enviaba las flores y todavía encontraba
tiempo, algunas noches, para ir a la casa de Jonas, en ausencia de éste, y
prepararle la cama que aquella noche él no tendría necesidad de abrir antes de acostarse.
Llevada por el mismo impulso, se
metió también ella en aquella cama, luego se ocupó de concertar la cita con el
alcalde, a la que hizo asistir a Jonas dos años antes de que se reconociera,
por fin, su talento, y organizó el viaje de bodas de manora tal que pudieran
visitar todos los museos; pero no sin antes haber encontrado, en plena crisis
de la vivienda, un departamento de tres cuartos, en el que se instalaron al
volver. En seguida fabricó uno tras otro a dos niños, un chico y una nena, de acuerdo
con su plan, que era llegar hasta tres y que se cumplió al poco tiempo de haber
abandonado Jonas la casa editora. para dedicarse por entero a la pintura.
Desde que dio a luz, por lo
demás, Louise no se pudo dedicar sino a sus hijos. Procuró todavía ayudar al
marido, pero le faltaba tiempo. Sin duda, lamentaba tener que descuidar a
Jonas, pero su carácter decidido lo impedía detenerso en tales lamentaciones.
—Tanto peor —decía—; cada uno en
su banco de trabajo —expresión que encantó a Jonas, pues, como todos los
artistas de su época, deseaba que se lo tuviera por un artesano. El artesano
quedó pues un poco descuidado y tuvo que comprarse él mismo los zapatos. Con
todo, además de que esto estaba en la naturaloza misma de las cosas, Jonas se
sintió tentado a felicitarse por ello. Claro está que tenía que hacer un
esfuerzo para visitar las tiendas, pero quedaba recompensado por una de esas
horas de soledad que tanto hacen por la felicidad de las parejas.
El problema del espacio vital
era, de lejos, sin embargo, el más importante entre los problemas del hogar;
pues el tiempo y el espacio se iban estrechando con igual movimiento alrededor
de ellos. El nacimiento de los hijos, el nuevo oficio de Jonas, el espacio
estrecho y la modestia de la mensualidad, que le impedían comprar un
departamento más amplio, solo dejaban un espacio restringido para la doble
actividad de Louise y de Jonas. El departamento se hallaba en el primer piso de
un antiguo palacio del siglo XVIII, en el barrio viejo de la capital. Muchos artistas
vivían en las inmediaciones, fiels al principio de que en el arte la búsqueda
de lo nuevo debe llevarse a cabo en un marco antiguo. Jonas, que compartía esta
convicción, se regocijaba mucho de vivir en aquel barrio.
En todo caso, en punto a antiguo
su departamento lo era. Pero ciertos arreglos muy modernos le habían conferido
un aire original que consistía principalmente en que ofrecía a sus habitantes
un gran volumen de aire, siendo así que el departamento mismo ocupaba una
superficie muy reducida. Las diferentes piezas, peculiarmente altas y adornadas
con soberbias ventanas, con seguridad habían sido destinadas antes, a juzgar
por sus majestuosas proporciones, a la recepción y al aparato; pero las
necesidades del hacinamiento urbano y de la renta inmobiliaria habían obligado
a los sucesivos propietarios a cortar, mediante tabiques, esos aposentos
demasiado vastos y a multiplicar por ese medio los poqueños espacios habitables
que alquilaban a precios elevados a sus numerosos inquilinos. Y no hacían valer
por lo que ellos llamaban «el importante cubicaje
de aire». Y no podía negarse esta ventaja, sólo que había que atribuirla a la
imposibilidad en que se habían visto los propietarios, de poner también
tabiques en lo alto de las piezas. Si no fuera por tal imposibilidad no habrían
vacilado en hacer los sacrificios necesarios para ofrecer algunos refugios más
a la joven generación, particularrnente casamentera y prolífica en esta época.
Por lo demás, el volumen de aire no presentaba sino ventajas. Tenía el inconveniente
de que resultaba difícil calentar las piezas en invierno, lo que
desgraciadamente obligaba a los propietarios a aumentar la cuota por concepto
de calefacción. En verano, a causa de la vasta superficie que ocupaban los
vidrios, el departamento estaba literalmente invadido por la luz: no había
persianas. Los propietarios habían descuidado este detalle, desalentados
probablemente por la altura de las ventanas y el precio de los carpinteros.
Espesas cortinas, después de todo, podían desempeñar el mismo papel; y ellas no
planteaban ningún problema en cuanto al precio del alquiler, puesto que
correspondía ponerlas al inquilino. A todo esto los propietarios no se negaban
a ayudarlos, pues les ofrecían a precios imbatibles cortinas provenientes de
sus propias tiendas. La filantropía inmobiliaria era, en efecto, su violín de
Ingres. Por lo común, estos nuevos príncipes vendían desde el percal al
terciopelo. Jonas se extasiaba ante las ventajas del departamento y había
admitido sin trabajo los inconvenientes.
—Sea como usted quiera —dijo al
propietario cuando se habló de la cuota suplementaria de la calefacción. En
cuanto a las cortinas, aprobaba la idea de Louise, a quien le pareció
suficiente colocarlas sólo en el dormitorio y dejar las otras ventanas como
estaban.
—No tenemos nada que esconder
—decía aquel corazón puro. A Jonas le había seducido especialmente la mayor de
las habitaciones, cuyo cielo raso era tan alto que no cabía pensar en instalar
allí una araña de luces. Desde la puerta exterior se entraba derechamente a ese
gran aposento, que un corridor estrecho comunicaba con los otros dos cuartos,
mucho más chicos y dispuestos en hilera. Al fondo del departamento la cocina se
hallaba en las cercanías de los excusados y de un cuartito al que habían adornado
con el nombre de «cuarto de duchas»; y en efecto podía pasar por tal cosa con
la condición de que se instalara en él un aparato de duchas, de que se lo
instalara en sentido vertical, y de consentir uno en recibir el chorro benéfico
en una inmovilidad absoluta.
La altura verdaderamente
extraordinaria de los cielos rasos y lo exiguo de los cuartos hacían de aquel
departamento un extraño conjunto de paralelepípedos casi por completo cubiertos
de vidrios. Todo eran puertas y ventanas, en que los muebles no podían
encontrar apoyo y en que los seres, perdidos en medio de la luz blanca y
violenta, parecían flotar como ludiones en un acuario vertical. Además, todas
las ventanas daban al patio de abajo, es decir, que a poca distancia daban
también a otras ventanas del mismo estilo, detrás de las cuales se divisaba
casi inmediatamente el alto armazón de nuevas ventanas, que daban a un segundo
patio.
—Es como una sala de espejos
—decía Jonas encantado. Siguiendo el consejo de Rateau, habían decidido poner
el dormitorio conyugal en una de las piecitas; la otra se destinaría al niño
que ya se anunciaba. El cuarto grande servía de taller a Jonas durante el día,
de cuarto común por la noche y a las horas de las comidas. En rigor de verdad
podían comer en la cocina misma, sieempre, claro está, que Jonas o Louise
quisieran hacerlo de pie. Rateau por su parte había multiplicado las
instalacionos ingeniosas. A fuerza de puertas corredizas, de anaqueles que
desaparecían y de mesas plegadizas, había llegado a compensar aquel carácter
raro de esos muebles al acentuar el aire de caja de sorpresas de este original
departamento.
Pero cuando los cuartos
estuvieron llenos de cuadros y de chicos, hubo que pensar sin tardanza en una
nueva disposición. Antes del nacimiento del tercer hijo, en efecto, Jonas
trabajaba en el cuarto grande. Louise tejía en el dormitorio conyugal, mientras
los dos pequeños ocupaban la última habitación, donde hacían gran alboroto, y
también andaban como podían por todo el departamento. Entonces decidieron instalar
al recién nacido en un rincón del taller que Jonas aisló superponiendo sus
telas a manera de biombo, lo que ofrecía la ventaja de tener siempre al niño al
alcance del oído y de poder así responder a sus llamados. Por lo demás, Jonas
nunca tenía necesidad de molestarse. Louise se le adelantaba. No esperaba a que
el niño llorara para entrar en el taller, lo que hacía, empero, con mil
precauciones y siempre de puntillas. Jonas, enternecido por esta discreción le
aseguró un día a Louise que él no era tan sensible a las molestias y que podía
muy bien trabajar con el ruido de sus pasos. Louise le respondió que también se
trataba de no despertar al niño. Jonas, lleno de admiración por el corazon
maternal que ella descubría de esta manera, se echó a reír. Pero era que de
golpe no se atrevió a confesar que las prudentes intervenciones de Louise eran
más molestas que una irrupción franca; y lo eran, primero porque duraban más y
luego porque ella las ejecutaba según una mímica en la que Louise, con los
brazos ampliamente extendidos, el torso un poco echado hacia atrás y el paso
con los pies may en alto, no podía pasar inadvertida. Este método iba hasta
contra sus intenciones confesadas, puesto que a cada momento Louise corría el
peligro de derribar alguna de las telas de que estaba atestado el taller. El
ruido despertaba entonces al niño, que manifestaba su descontento según sus
medios, por lo demás bastante poderosos. El padre, encantado con las facultades
pulmonares de su hijo, corría a mimarlo, pero pronto lo relevaba su mujer.
Jonas levantaba entonces las telas caídas y luego, con los pinceles en la mano,
escuchaba embelesado la voz insistento y soberana del chico.
Aquel fue el momento también en
que el éxito valió a Jonas muchos amigos. Esos amigos se manifestaban en el
teléfono o en ocasión de visitas que nadie anunciaba. El teléfono que, después
de maduro cálculo, se había colocado en el taller, sonaba a menudo, siempre en
perjuicio del sueño del niño, que mezclaba sus gritos con la campanilla
imperativa del aparato. Si por casualidad Louise estaba atendiendo a los otros
chicos, ella se esforzaba por acudir con ellos, pero las más de las veces
encontraba a Jonas sosteniendo al niño con un brazo y con la otra mano los
pinceles y el receptor del teléfono, que le transmitía una afectuosa invitación
a almorzar. Jonas se maravillaba de que quisieran almorzar con él cuya
conversacion era trivial. Pero prefería salir por las noches, a fin de tener
intacta su jornada. La mayor parte de las veces, por desgracia, el amigo solo
disponía de la hora del almuerzo, y precisamente de ese almuerzo, y quería a
toda costa reservarlo para el querido Jonas. El querido Jonas acoptaba.
—¡Como usted quiera! —y colgaba—.
Ése sí que es amable —y pasaba el niño a Louise. Luego reanudaba el trabajo,
pronto interrumpido por el almuerzo o la comida. Entonces había que apartar las
telas, desplegar la mesa e instalarse con los niños. Durante la comida Jonas
miraba con un ojo el cuadro que estaba pintando, y al principio por lo menos,
encontraba que sus hijos eran un poco lentos en masticar y deglutir, lo que
hacía durar excesivamente las comidas. Pero leyó en un diario que había que
comer con lentitud para asimilar bien y desde entoncos encontró en cada comida
motivos de prolongado regocijo.
Otras veces nuevos amigos lo
visitaban. Rateau sólo iba a verlos después de cenar. Se pasaba el día en su
escritorio y ademfis sabla que los pintores trabajan con la luz del día. Pero
los amigos nuevos de Jonas pertenecían casi todos a la especie artista o a la
especie crítico. Unos habían pintado, otros iban a pintar, y por fin los
últimos se ocuparían de lo que se había pintado o de lo que se pintaría. Todos
por cierto ponían por las nubes los trabajos del arte y so quejaban de la
organización del mundo moderno, que hace tan difícil la realización de tales
trabajos y el ejercicio, indispensable para el artista, de la meditación. Y se
lamentaban durante toda la tarde, mientras suplicaban a Jonas que continuara
trabajando, que hiciera como si ellos no estuvieran allí, y que los tratara con
toda libertad, ya que no eran burgueses y sabían lo que valía el tiempo de un
artista. Jonas, contento por tener amigos capaces de admitir que pudiera
trabajarse en su presencia, volvía a su cuadro, sin cesar de responder a las
preguntas que le hacían o de reír por las anécdotas que le contaban.
Tanta naturalidad hacía que los
amigos se sintieran cada vez más a sus anchas. El buen humor de ellos era tan
real que se olvidaban de la hora de la comida. Los niños, en cambio, tenían
mejor memoria. Acudían al taller, se mezclaban a la sociedad, chillaban, los
visitantos se hacían cargo de ellos y los chicos iban saltando de rodilla en
rodilla. Por fin la luz declinaba en el cuadrado de cielo que dibujaba el patio
y Jonas dejaba los pinceles. No quedaba más remedio que invitar a los amigos a
lo que hubiera en la olla, y que continuar hablando hasta altas horas de la
noche, del arte, desde luego, pero sobre todo de los pintores sin talento,
plagiarios o interesados, que no estaban presentes. A Jonas le gustaba
levantarse temprano para aprovechar las primeras horas de la luz. Sabía que por
la mañana siguiente le sería difícil hacerlo, que el desayuno no estaría
preparado a tiempo y que él mismo se encontraría cansado. Pero también se alegraba
de aprendor en una sola noche, tantas cosas que no podían dejar de serle
útiles, aunque de manera invisible, en su arte.
—En el arte, como en la
naturaleza, nada se pierde —decía—. Esto se debe a mi buena estrella.
A los amigos se agregaban a veces
discípulos: es que Jonas ahora hacía escuela. Al principio se había sorprendido
pues no veía qué cosa pudiera aprenderse de él, que tenía que descubrirlo todo.
El artista que había en él se movía en las tinieblas; ¿cómo iba a enseñar los
verdaderos caminos? Pero comprendió muy pronto que un discípulo no era por
fuerza alguien que aspira a aprender algo. Por el contrario, lo más frecuente
es que alguien se haga discípulo por el placer desinteresado de enseñar algo a
su maestro. Desde entonces pudo aceptar con humildad este aumento de honores.
Los discípulos de Jonas le explicaban largarmente lo que él había pintado y por
qué lo había pintado. Jonas venía a descubrir así en su obra muchas intenciones
que le sorprendían un poco y una multitud de cosas que no había puesto en la
tela. Se creía pobre y, gracias a sus alumnos, se encontraba de pronto rico. A
veces, frente a tantas riquezas hasta entonces desconocidas, lo asaltaba una
pizca de orgullo. «Así y todo, es cierto —se decía—, aquel rostro que está en
el último plano es lo que verdaderamente se ve. No comprendo bien lo que
quieren decir cuando hablan de humanización
indirecta; sin embargo, con este efecto he ido bastante lejos». Pero pronto
se liberaba de toda preocupación, atribuyendo a su buena estrella esta incómoda
maestría.
—Es la estrella —decía— la que va
lejos. Yo me quedo junto a Louise y a los chicos.
Los discípulos tenían además otro
mérito: obligaban a Jonas a ser mucho más riguroso consigo mismo. En sus
discursos lo ponian tan alto, y particularmente en lo tocante a su conciencia y
a su capacidad de trabajo, que después de eso ya no le estaba permitida ninguna
debilidad. Perdió así su vieja costumbre de mordisquear un trocito do azúcar o
chocolate cuando había terminado un pasaje difícil y antes de reanudar el
trabajo. En la soledad, a pesar de todo, habría cedido clandestinamrnte a esta
debilidad, pero en este progreso moral se vio ayudado por la prosenoia casi
constante de sus discípulos y amigos, ante los cuales le resultaba un poco
molesto mordisquear chocolate y cuya interesante conversación no podía
interrumpir, además, por manía tan pequeña.
Sus discípulos exigían también
que permaneciera fiel a su estética. Jonas, que se esforzaba largamente para
recibir, do cuando en cuando, una especie de chispa fugitiva en que la realidad
surgía entonces a sus ojos en una luz virgen, tenía sólo una idea oscura de su
propia estética. En cambio los discípulos tenían muchas ideas, contradictorias
y categóricas. En ese punto no admitían bromas. A Jonas le habría gustado, a
veces, invocar el capricho, ese humilde amigo del artista; pero el ceño
fruncido de los discípulos frente a ciertas telas que se apartaban de la idea
que ellos tenían, le obligaba a reflexionar un poco más sobre su arte, lo cual
redundaba en beneficio suyo.
Por último, los discípulos
ayudaban a Jonas de otra manera, al obligarle a que diera su opinión sobre las
obras de ellos. En efecto, no pasaba día sin que le llevaran alguna tela apenas
esbozada, que el autor ponía entre Jonas y el cuadro que éste estaba pintando,
a fin de beneficiar el esbozo con la mejor luz, Había que dar una opinión.
Hasta esa época Jonas había tenido siempre la secreta vergüenza de su profunda
incapacidad para juzgar una obra de arte. Con la excepción de unos pocos cuadros
que lo transportaban y de los mamarrachos evidentemente groseros, todo le
parecía por igual interesante e indiferente. Se vio pues obligado a armarse con
un arsenal de juicios, tan variado como el número do sus discípulos pues, como
todos los artistas de la capital, ellos tenían al fin de cuentas cierto talento
y cuando estaban allí presentes, Jonas tenía que determinar matices bastante
diferentes para satisfacer a todos. Esta feliz obligación lo llevó pues a
hacerse de un vocabulario y de opiniones sobre su arte. La natural benevolencia
de Jonas no quedó agriada por este esfuerzo. Comprendió rápidamente que sus
discípulos no le pedían críticas, sino tan sólo palabras de aliento, y si era
posible, de elogio. Lo único importante era que los elogios fueran diferentes.
Jonas ya no se contentó con ser amable como de costumbre, sino que lo fue con
ingeniosidad.
Así pasaba el tiempo de Jonas,
que pintaba en medio de amigos y discípulos, sentados en sillas dispuestas
ahora en filas concéntricas alrededor del caballete. A menudo aparecían también
vecinos por las ventanas de enfrente y se agregaban a su público. Jonas
discutía, cambiaba opiniones, examinaba las telas que le presentaban, sonreía a
Louise cuando ella pasaba, consolaba a los niños y respondía calurosamente a
los llamados telefónicos, sin abandonar nunca los pinceles con los que, de
tiempo en tiempo, daba un toque al cuadro comenzado. En un sentido tenia la
vida colmada, todas las horas ocupadas, y Jonas agradecía al destino que no le
permitía conocer el tedio. En otro sentido, había que dar muchos toques, para
terminar un cuadro, y a veces pensaba que el tedio tenía algo de bueno, puesto
que uno podía evadirse de él mediante el trabajo encarnizado. En cambio, la
producción de Jonas iba menguando a medida que sus amigos se hacían más
interesantes. Hasta en las raras horas en que se encontraba completamente solo,
Jonas se sentía demasiado cansado para trabajar afanosamente. Y en esas horas
no podía sino imaginar una nueva organización que conciliara los placeres de la
amistad y las virtudes del tedio.
Confió sus pensamientos a Louise,
que, por su parte, se sentía inquieta ante el crecimiento de los dos hijos
mayores y la estrechez de su habitación. Propuso entonces instalarlos en el
cuarto grande, disimular la cama con un biombo y trasladar al nene a la piecita
donde el teléfono ya no lo despertaría. Como el pequeño no ocupaba ningún
lugar, Jonas podía hacer de esa piecita su taller. La grande serviría entonces
para las recepciones del día. Jonas podría ir y venir, ver a los amigos que
estaban en la sala o trabajar, seguro de que comprenderían su necesidad de
aislamiento. Además, la necesidad de acostar a los hijos mayores permitiría
abreviar las veladas.
—Soberbio —dijo Jonas, después de
haber reflexionado.
—Y además —añadió Louise— si tus
amigos se van temprano, nosotros podremos vernos un poco más.
Jonas la miró. Una sombra de
tristeza pasaba por el rostro de Louise. Conmovido, la apretó contra sí y la
besó con toda su ternura. Ella se abandonó y durante un instanto fueron felices
como lo habían sido al principio de su matrimonio. Pero ella de pronto se
sobresaltó: tal vez la pieza fuera demasiado pequeña para Jonas. Louise tomó un
metro plegadizo y pronto descubrieron que, a causa del amontonamiento de vlas telas
de Jonas y de sus alumnos, mucho más numerosas estas últimas, él trabajaba
ordinariamente en un espacio apenas más grande que el que en adelante ocuparía.
Jonas procedió a la mudanza sin pérdida de tiempo.
Y el caso era que su reputación
crecía a medida que él trabajaba menos. Se esperaba y se celebraba de antemano
cada exposición suya. Verdad es que un pequeño número de críticos, entre los
cuales se encontraban dos de los visitantes habituales del taller, entibiaban
con algunas reservas el calor de sus críticas. Pero la indignación de los
discípulos compensaba con creces este pequeño contratiempo. Desde luego que,
según afirmaban con vehemencia, estos últimos estimaban por encima de todo las
telas del primer período, pero creían que las búsquedas actuales preparahan una
verdadora revolución. Jonas se reprochaba la ligera impaciencia que sentía cada
vez que se exaltaban sus primeras obras y agradecía los elogios con efusión.
Sólo Rateau gruñía:
—¡Qué gente ridícula!... Te
quieren inmóvil, como una estatua. Para ellos, está prohibido vivir.
Pero Jonas defendía a sus
discípulos:
—Tú no puedes comprender —le
decía a Rateau—. A ti te gusta todo lo que hago.
Rateau se reía:
—¡Diablos! No son tus cuadros lo
que me gusta; es tu pintura.
En todo caso, los cuadros continuaban
gustando y, después de una exposición recibida calurosamente, el comerciante
propuso, por su propia iniciativa, un aumento de la mensualidad. Jonas aceptó,
con vivas protestas de gratitud.
—Al oírlo hablar —dijo el
comerciante—, uno creería que usted da importancia al dinero.
Tanta bondad conquistó el corazón
del pintor. Sin embargo, al pedir al comerciante autorización para donar una
tela, destinada a una venta de caridad, aquél se inquietó y quiso saber si se
trataba de una caridad «que reportara beneficios». Jonas lo ignoraba. Entonces
el comerciante prefirió que se atuvieran honestamente a los términos del
contrato, que le acordaba el privilegio exclusivo de las ventas.
—Un contrato es un contrato
—dijo.
En el de ellos no se había
previsto la caridad.
—Será como usted quiera —dijo el
pintor.
La nueva organización no aportó
más que satisfacciones a Jonas. En efecto, pudo aislarse con bastante
frecuencia para responder a las numerosas cartas que recibía ahora y que su
cortesía no podia dejar sin respuesta. Unas se referían al arte de Jonas;
otras, con mucho las más numerosas, a la persona del firmante, ya fuera que
quisiera verse alentado en su vocación de pintor, ya fuera que pidiera un
consejo o una ayuda financiera. A medida que el nombre de Jonas aparecía en los
diarios, se le solicitó, como a todo el mundo, quo interviniera para denunciar
injusticias que realmente sublevaban. Jonas respondía, escribía sobre arte,
agradecía, daba consejos, se privaba de una corbata para enviar un pequeño socorro
y firmaba las justas protestas que se sometían a su consideración.
—¿Ahora te dedicas a la política?
Deja eso a los escritores y a las muchachas feas —decía Rateau. No, él no
firmaba más que las protestas que se declaraban ajenas a todo espíritu de partido.
Pero todas pretendían gozar de esta hermosa independencia. Al pasar las
semanas, Jonas llevaba los bolsillos llenos de una correspondencia sin cesar
descuidada y renovada. Respondía a las cartas más urgentes, que generalmente
provenían de desconocidos, y guardaba para mejor ocasión las que exigían una
respuesta más cómoda, es decir, las cartas de los amigos. Tantas obligaciones
le impedían en todo caso holgazanear y mantenerse indiferente. Se sentía
siempre en deuda, siempre culpable, aun cuando trabajaba, lo que ocurría de
cuando en cuando.
Louise estaba cada vez más
ocupada con los niños y se agotaba haciendo todo lo que él mismo, en otras
circunstancias, hubiera podido hacer en la casa. Se sentía dolorido por ello.
Después de todo, él trabajaba para satisfacer un gusto; ella en cambio llevaba
la peor parte. Lo advertía bien cuando la veía ir de aquí para allá, sofocada.
—¡El teléfono! —gritaba el hijo
mayor. Y Jonas dejaba allí su cuadro para volver con una invitación más y el
corazón tranquilo.
—¡El gas! —aullaba un empleado en
la puerta, que uno de los chicos le había abierto—. ¡Vamos, vamos!
Cuando Jonas se apartaba del
teléfono o de la puerta, un amigo o un discípulo, o los dos a veces, lo seguían
hasta el cuartito para terminar allí la conversación comenzada. Poco a poco
todos se hicieron familiares del pasillo. Allí se quedaban charlando entre
ellos, apelaban a Jonas como testigo desde lejos, o bien hacían una breve
irrupción en la piecita.
—Aquí por lo menos —exclamaban
los que entraban— se lo puede ver un poco y con comodidad.
Jonas se enternecia.
—Es verdad —decía—; al fin ya no
nos vemos.
También sentía que decepcionaba a
los que no veía y esto lo ponía triste. A menudo se trataba de amigos que él
hubiera preferido ver; pero le faltaba tiempo. No podía aceptarlo todo. También
su reputación se resentía por ello.
—Se ha vuelto orgulloso —decían—
desde que tuvo éxito. Ya no ve a nadie.
O bien:
—No se ama más que a sí mismo.
No era cierto. Amaba su pintura,
a Louise y a los chicos, a Rateau, y aun a algunos otros. Y además tenía
simpatía por todos. Pero la vida es corta; el tiempo, rápido; y su energía
tenía límites. Era difícil pintar el mundo y a los hombres y al propio tiempo
vivir con ellos. Por otra parte, no podia quejarse ni explicar sus impedimentos,
pues ahora lo golpeaban en el hombro diciéndole:
—¡Feliz muchacho, son los gajes
de la gloria!
El correo pues se iba acumulando.
Los discípulos no toleraban ningún relajamiento y acudía ahora a él la gente de
mundo que, según creía Jonas, se interesaba por la pintura cuando, en realidad,
podía apasionarse, como las demás gentes, por la familia real de Inglaterra o
las huelgas gastronómicas. En verdad se trataba sobre todo de mujeres de mundo
que tenían, sin embargo, una gran sencillez en sus maneras. Ellas mismas no
compraban cuadros. Sólo llevaban a sus amigos a casa del artista, con la
esperanza de que compraran en su lugar. En compensación, ayudaban a Louise,
especialmente preparando té para todos los visitantes. Las tazas pasaban de
mano en mano, recorrían el pasillo desde la cocina hasta el cuarto grande,
volvían en seguida para posarse en el pequeño taller donde Jonas, en medio de
un puñado de amigos y visitantes que bastaban para llenar la habitación,
continuaba pintando hasta el momento en que tenía que dejar los pinceles para
tornar, agradecido, la taza que una fascinanlte persona había llenado
especialmente para él.
Bebía el té, contemplaba el
esbozo que un discípulo acababa de colocar en el caballete, reía con los
amigos, se interrumpía para pedir a uno de ellos que le hiciera el favor de
despacharle el paquete de cartas que había escrito durante la noche, posaba
para una fotografía y luego:
—¡Jonas, el teléfono!
Dejaba la taza, se abría camino,
excusándose, entre la multitud que ocupaba el corredor, volvía, pintaba un
rincón del cuadro, se detenía para responder a la persona fascinante de la que,
por cierto, haría el retrato, y tornaba otra vez al caballete. Trabajaba, pero:
—¡Jonas, una firma!
—¿Qué es? —decía él—. ¿Está el
cartero?
—No, es por los presidiarios de
Cachemira.
—¡Vaya, vaya!
Entonces corría a la puerta para
recibir a un joven amigo de aquellos hombres y su protesta; se preocupaba por
saber si se trataba de algo político, firmaba después de haber recibido
completas seguridades al mismo tiempo que una exhortación sobre los deberes que
le creaban sus privilegios de artista y reaparecía para que le presentaran, sin
que él pudiera comprender el nombre, a un boxeador recientemente victorioso o
al más grande dramaturgo de un país extranjero. El dramaturgo se le ponía
delante durante cinco minutos y le expresaba, con miradas emocionadas, lo que
su ignoranoia del francés no le permitía decir más claramente, mientras Jonas
meneaba la cabeza con sincera simpatía. Felizmente esta situación sin salida se
resolvía con la irrupción del último predicador de moda, que quería ser
presentado al gran pintor. Jonas, encantado, decía que lo estaba, se palpaba el
paquete de cartas que tenía en el bolsillo, empuñaba los pinceles, se preparaba
a proseguir el trabajo, pero primero tenía que agradecer el par de setters que le llevaban en aquel preciso
instante; iba a dejarlos al dormitorio conyugal, volvía para aceptar la
invitación a almorzar de la donante, volvía a salir al oír los gritos de
Louise, para verificar, sin duda posible, que los setters no ostaban hechos para vivir en un departamento, y los
llevaba entonces al cuarto de duchas, donde ellos aullaban con tanta
perseverancia que la gente terminaba por no oírlos más. De cuando en cuando,
por encima de las cabezas, Jonas veía la mirada de Louise y le parecía que esa
Mirada era triste. Por fin el día terminaba, algunos visitantes se marchaban y
otros permanecían en el cuarto grande, mirando enternecidos como Louise
acostaba a los niños, ayudada gentilmente por una elegante de sombrero, que se
manifestaba desolada por tener que marcharse en seguida a su palacio, donde la
vida, dispersa en dos pisos, era tanto menos íntima y calurosa que en casa de
los Jonas.
Un sábado por la tarde, Rateau
llevó a Louise un ingenioso socador de ropa blanca, que podia instalarse en el
cielo raso de la cocina. Encontró el departamento atestado de gente y en la
piecita, rodeado de conocedores, a Jonas, que pintaba a la donante de los
perros, mientras, al mismo tiempo, un artista oficial lo pintaba a él. Según
Louise, ese artista estaba pintando el cuadro por encargo del estado.
—Será El artista en el trabajo.
Rateau se retiró a un rincón de
la pieza, para mirar a su amigo. visiblemente absorto en su esfuerzo. Uno de
los conocedores, que nunca había visto a Rateau, se inclinó hacia él y le dijo:
—Tiene buena cara, ¿no?
Rateau no respondió.
—Usted pinta, ¿no? Yo también.
Bueno, créame, va declinando.
—¿Ya? —dijo Rateau.
—Sí, es el éxito. No se puede
resistir el éxito. Está terminado.
—¿Declina o está terminado?
—Un artista que declina está
terminado. Mire, ya no tiene nada que pintar. Ahora lo pintan a él y lo
colgarán en una pared.
Luego, a mitad de la noche, en el
dormitorio conyugal, Louise, Rateau y Jonas, éste de pie, los otros dos
sentados en un ángulo de la cama, permanecían en silencio. Los niños dormían;
los perros estaban en el campo, Louise acababa de lavar la abundante vajilla
que Jonas y Rateau habían secado. El cansancio era agradable.
—Tomen una sirvienta —había dicho
Rateau frente a la pila de platos. Pero Louise, con melancolía, había
preguntado:
—¿Dónde la pondríamos?
Ahora estaban callados.
—¿Estás contento? —preguntó de
pronto Rateau. Jonas sonrió, pero tenía aire fatigado.
—Sí, todo el mundo es amable
conmigo.
—No —dijo Rateau—, desconfía. No
todos son buenos.
—¿Quiénes?
—Tus amigos pintores, por
ejemplo.
—Sí, lo sé —dijo Jonas—: pero
muchos artistas son así. No están seguros de que existen, ni siquiera los más
grandes. Entonces buscan pruebas, juzgan, condenan. Eso los fortifica. Es un
comienzo de existencia. ¡Están solos!
Rateau sacudía la cabeza.
—Créeme —dijo Jonas-. Los conozco
bien. Hay que quererlos.
—¿Y tú? Tú existes, pues. Nunca
hablas mal de nadie.
Jonas se echó a reír.
—¡Oh, a menudo pienso mal! Sólo que
me olvido.
Luego se puso serio.
—No, no estoy seguro de existir;
pero existiré. De eso sí estoy seguro.
Rateau preguntó a Louise qué
pensaba de aquello. Ella salió de su cansancio, para decir que Jonas tenía
razón. La opinión de sus visitantes no tenía importancia. Lo único que
importaba era el trabajo de Jonas. Ella se daba cuenta muy bien de que el niño
lo molestaba; por lo demás ya iba creciendo. Habría que comprar un diván, que
ocuparía lugar. ¡Cómo hacer mientras esperaban a encontrar un departamento más
amplio! Jonas contemplaba el dormitorio conyugal. Claro está que eso no era lo
ideal. La cama era muy ancha; pero el cuarto quedaba vacío todo el día. Se lo
dijo a Louise, que se puso a reflexionar. En aquel cuarto, por lo menos, nadie
molestaría a Jonas; nadie se atrevería, en todo caso, a acostarse en la cama.
—¿Qué le parece? —preguntó a su
vez Louise a Rateau. Éste miraba a Jonas y Jonas contemplaba las ventanas de
enfrente. Luego lrvantó los ojos hacia el cielo sin estrellas y fue a correr
las cortinas. Cuando volvió sonrió a Rateau y se sentó cerca de él en la cama,
sin decir nada. Louise, visiblemente extenuada, declaró que iba a ducharse.
Cuando los dos amigos se quedaron solos, Jonas sintió que el hombro de Rateau
tocaba el suyo. No lo miró, pero dijo:
—Me gusta pintar. Quisiera pintar
mi vida entera, noche y día. ¿No es una suerte eso?
Rateau lo miraba con ternura.
—Sí —dijo—, es una suerte.
Los hijos crecían y Jonas se
sentía feliz de verlos alegres y vigorosos. Iban a la escuela y volvían a las
cuatro de la tarde. Jonas podía gozar de su presencia todavía los sábados por
la tarde, los jueves y también durante las frecuentes y largas vacaciones. Aún
no eran lo bastante crecidos para jugar juiciosamente, pero se mostraban lo
bastante robustos para llenar el departamento con sus disputas y risas. Había
que calmarlos, amenazarlos y, a veces, hasta simular pegarles. También había
que mantenerles limpia la ropa blanca y pegarles los botones. Louise ya no
podía con todo. Puesto que no era posible alojar a una sirvienta, ni tampoco
introducirla en la estrecha intimidad en que vivían, Jonas sugirió que
recurrieran a la ayuda de la hermana de Louise, Rose, que se había quedado
viuda con una hija ya grande.
—Sí —dijo Louise—, con Rose no
nos sentiremos molestos. La echaremos cuando queramos.
Jonas se alegró de esta solución,
que aliviaría a Louise, al mismo tiempo que a su propia conciencia, que se
sentía culpable frente al cansancio de su mujer. El alivio fue aun mayor de lo
que pensaban, pues la hermana llevaba con frecuencia a su hija como refuerzo.
Las dos tenían el mejor corazón del mundo. La virtud y el desinterés rebosaban
en su naturaleza honesta. Hicieron lo imposible para ayudar en los trabajos de
la casa y no repararon en el tiempo que pasaban allí. Les ayudó en esto el
tedio de sus vidas solitarias y el placer de la actividad que encontraban en
casa de Louise. Como lo habían previsto, nadie, en efecto, se sintió molesto y
las dos mujeres desde el primer día estuvieron verdaderamente como en su casa.
La habitación grande se convirtió a la vez en comedor, cuarto de costura y
escuela de niños. La piecita, en la que dormía el ultimo de los chicos, servía
para almacenar las telas y un catre en el que a veces dormía Rose, cuando se
encontraba allí sin su hija.
Jonas ocupaba el dormitorio
oonyugal y trabajaba en el espacio que separaba la cama de la ventana.
Únicamente tenía que esperar que le ordenaran el cuarto después del de los
niños. Luego ya no iban a molestarlo más que para buscar alguna pieza de ropa
blanca, porque el único armario de la casa estaba allí. Los visitantes, por su
parte, aunque un poco menos numerosos, habían conservado sus costumbres, de
manera que contra la esporanza de Louise, no vacilaban en acostarse en la cama
conyugal para charlar mejor con Jonas. Los chicos iban también a dar un beso a
su padre.
—Muéstranos lo que pintas.
Jonas lo hacía y los besaba con
ternura. Al despedirlos, sentía que ellos ocupaban todo el espacio de su
corazón, plenamente, sin restricciones. Sin ellos, todo sería vacío y soledad.
Los amaba tanto como a su pintura; porque eran lo único del mundo que estaba
tan vivo como ella.
Sin embargo, Jonas trabajaba
menos y él no sabía la razón. Siempre era asiduo en el trabajo, pero ahora
encontraba dificultades en pintar, aun en los momentos de soledad. Pasaba esos
momentos contemplando el cielo. Siempre había sido distraído y absorto. Ahora
se hacía soñador. Pensaba en la pintura, en su vocación, en lugar de pintar.
«Me gusta pintar», se decía aún, y la mano que sostenía el pincel le pendía a
lo largo del cuerpo, mientras él escuchaba la música de una radio lejana.
Al mismo tiempo, iba rebajándose
su reputación. Le llevaban artículos reticentes, otros malos; y algunos tan
malévolos que se le apretaba el corazón. Pero Jonas se decía que también podía
obtenerse beneficio de aquellos ataques, que lo obligarían a trabajar mejor.
Los que continuaban visitándolo lo trataban con menos deferencia, como a un
viejo amigo con el que no había por qué molestarse. Cuando quería volver a su
trabajo, le decían:
—Bah, tienes tiempo.
Jonas sentía que en cierto modo
ellos lo anexaban a su propio fracaso; pero en otro sentido esta solidaridad
nueva tenía algo de bienhechor. Rateau se encogía de hombros.
—Eres demasiado tonto. No te
quieren nada.
—Sí, ahora me quieren un poco
—respondía Jonas—. ¡Un poco de amor es enorme! ¡Qué importa de qué manera lo
obtiene uno?
Continuaba pues hablando,
escribiendo cartas y pintando como podía. De tiempo en tiempo pintaba
realmente, sobro todo los domingos por la tarde, cuando los niños salían con
Louise y Rose. Por la noche se sentía alegre por haber adelantado un poco en el
cuadro que pintaba. En esa época pintaba cielos.
El día en que el comerciante le
hizo saber que lamentándolo mucho y frente a la disminución sensible de las
ventas, se veía obligado a reducirle la mensualidad, Jonas estuvo de acuerdo,
pero Louise se mostró inquieta. Corría el mes de setiembre y había que vestir a
los chicos para el comienzo de las clases. Ella misma puso manos a la obra, con
su ánimo habitual, pero pronto vio que era tarea superior a sus fuerzas. Rose,
que podía pegar botones, no era costurera. Pero la prima de su marido sí lo era
y ella fue a ayudar a Louise. De cuando en cuando, la mujer iba a la habitación
de Jonas y se sentaba en un rincón, donde permanecía trabajando silenciosa y
tranquila. Tan tranquila que hasta Louise sugirió a Jonas que pintara una Obrera.
—Buena idea —dijo Jonas. Probó,
echó a perder dos telas. Luego volvió a un cielo comenzado. Al día siguiente se
paseo durante largo rato por el departamento y reflexionó en lugar de pintar.
Un discípulo, todo acalorado, fue a mostrarle un largo artículo, que Jonas no
habría leído de no ser por él, en el que se enteró de que su pintura se había
agotado; el comerciante le telefoneó para manifestarle aun su inquietud frente
a la curva de las ventas. Jonas continuaba sin embargo soñando y reflexionando.
Dijo al discípulo que había algo de verdad en el artículo, pero que él, Jonas,
podía contar aún con muchos años de trabajo. Al comercianto le respondió que
comprendía su inquietud, pero que no la compartía. Tenía que hacer ahora una
gran obra, verdaderamente nueva. Todo iba a empezar otra vez. Al hablar sentía
que estaba diciendo la verdad y que su buena estrella seguía presente. Todo se
arreglaría con una buena organización.
En los días que siguieron, Jonas
intentó trabajar en el corredor, luego en el cuarto de duchas, con luz
eléctrica; un día después, en la cocina. Pero por primera vez le molestaba la
gente que encontraba por todas partes, los que conocía apenas y los suyos, a
quienes quería. Durante algún tiempo suspendió el trabajo y reflexionó. Habría
pintado motivos naturales si la estación se hubiera prestado a ello, pero
desgraciadamente iba a comenzar el invierno; era difícil hacer paisajes antes
de la primavera. Sin embargo probó y luego renunció al intento: el frío le
penetraba hasta el corazón. Vivió muchos días con sus telas, sentado junto a
ellas las más veces o bien plantado frente a la ventana. Ya no pintaba.
Entonces tomó la costumbre de salir por las mañanas. Su proyecto era hacer el
croquis de un detalle, de un árbol, de una casa oblicua, de un perfil tomado al
pasar. Al cabo del día no había hecho nada. En cambio cedía ante la menor
tentación: los diarios, un encuentro, los oscaparates, el calor de un café.
Cada noche tenía que inventar buenas excusas para apaciguar su no limpia
conciencia. Iba a pintar, eso era seguro, y a pintar mejor, después de este
período de aparente vacío. El proceso se maduraba adentro; allí estaba todo. La
estrella volvería a salir, resplandeciente; limpia, de entre esas brumas
oscuras. Mientras tanto, ya no abandonaba los cafés. Había descubierto que el
alcohol le procuraba la misma exaltación que los días de trabajo intense en los
tiempos en que él pensaba en su cuadro con esa ternura y ese calor que nunca
había sentido sino ante sus hijos. Al segundo coñac volvía a encontrar en él
aquella emoción punzante que lo hacía a la vez amo y servidor del mundo. Sólo
que ahora gozaba de ella en el vacío, con las manos ociosas, sin hacerla pasar
a una obra. Pero era eso lo que más se aproximaba a la alegría por la que él
vivía, y se pasaba entonces largas horas sentado, soñando, en lugares llenos de
humo y bullicio.
Sin embargo, huía de los lugares
y los barrios frecuentados por los artistas. Cuando encontraba a algún conocido
que le hablaba de su pintura, le sobrecogía un miedo pánico. Quería huir. Eso
se notaba y entonces huía. Sabía lo que decían a sus espaldas:
—Se cree un Rembrandt.
Y su malestar crecía. En todo
caso, ya no sonreía y sus antiguos amigos sacaban de esto una conclusión
singular, pero inevitable:
—Si ya no sonríe, eso quiere
decir que está muy orgulloso de sí mismo.
Sabiéndolo, Jonas se hacía cada
voz más huidizo y sombrío. Al entrar en un café le bastaba tener el sentimiento
de que alguno de los concurrentes lo había reconocido, para que todo se
oscureciera. Permanecía un segundo allí, inmóvil, impotente y lleno de un
extraño fastidio, con el rostro cerrado sobre su turbación, y también sobre una
súbita y ávida necesidad de amistad. Pensaba en la Mirada buena de Rateau y
salía bruscamente.
—Eres un fanfarrón —dijo alguien
muy cerca de él, en el momento de desaparecer.
Sólo frecuentaba ahora los
barrios alejados del centro, donde nadie lo conocía. Allí podía hablar,
sonreir, y su benevolencia retornaba. Allí nadie le preguntaba nada. Se hizo de
algunos amigos poco exigentes. Le gustaba en especial la compañía de uno de
ellos que le servía en el restaurante de una estación donde solía ir. Aquel
mozo le había preguntado «qué hacía en la vida».
—Soy pintor —había respondido
Jonas.
—¿Artista pintor o pintor de
paredes?
—Artista.
—¡Ah! —había dicho el otro—. Es
oficio difícil.
Y ya no habían hablado más del
asunto. Sí, era difícil, pero Jonas iba a salir adelante, una vez que hubiera
organizado su trabajo. En el azar de los días y de las copas tuvo otros
encuentros; algunas mujeres lo ayudaron. Podía hablarles antes o después del
amor y sobre todo jactarse un poco; ellas lo comprendían, aun cuando no
quedaran convencidas. A veces le parecía que le volvía su antigua fuerza. Un
día, en que se sintió alentado por una de sus amigas, se decidió. Volvió a su
casa, intentó trabajar de nuevo en el dormitorio estando ausente la costurera.
Pero al cabo de una hora dejó la tela, sonrió a Louise sin verla y salió. Bebió
el día entero y pasó la noche en casa de su amiga, sin encontrarse por lo demás
en condiciones de desearla. Por la mañana lo recibió el dolor vivo, con el
rostro deshecho, en la persona de Louise. Ella quería saber si había poseído a
aquella mujer. Jonas dijo que no lo había hecho, pues estaba ebrio, pero que
antes habia poseído a otras. Y por primera vez, con el corazon desgarrado, le
vio a Louise ese rostro de ahogada que dan la sorpresa y el exceso de dolor;
descubrió entonces que no había pensado en ella durante todo aquel tiempo y
tuvo vergüenza. Le pidió perdón, aquello estaba terminado. Mañana todo volvería
a comenzar como antes. Louise no podía hablar y se volvió para ocultar las
lágrimas.
Al día siguiente, Jonas salió muy
temprano. Llovía. Cuando volvió, calado hasta los huesos, cargaba con unas
tablas. En casa de Jonas, dos viejos amigos que habían ido en busca de
noticias, tomaban café en el cuarto grande.
—Jonas va a cambiar de estilo.
Ahora pintará en madera —dijeron. Jonas sonreía.
—No es eso. Pero doy comienzo
ahora a algo nuevo.
Se fue al pequeño corredor que
comunicaba al cuarto de duchas, los excusados y la cocina. En el ángulo derecho
que formaban los dos corredores se detuvo y consideró largamente la altura de
la pared, que se elevaba hasta el cielo raso oscuro. Le hacía falta un escabel,
que fue a buscar abajo a la casa del portero.
Cuando subió, había algunas
personas más, de modo que tuvo que luchar contra el afecto de sus visitantes,
encantados de volver a verlo, y las preguntas de su familia, para llegar al
extremo del corredor. Louise salía en ese momento de la cocina. Jonas, dejando
el escabel en el suelo la apretó fuertemente contra sí. Louise lo miraba.
—Te ruego que no volvarnos a
comenzar —dijo.
—No, no —dijo Jonas—. Voy a
pintar. Es menester que pinte.
Pero parecía hablarse a sí mismo.
Su mirada estaba en otra parte. Puso manos a la obra. A la altura media de las
paredes construyó un piso de madera, para tener así una especie de andamio
estrecho, aunque alto y profundo. Al fin de la tarde todo estaba terminado.
Ayudándose con el escabel, Jonas se colgó del piso del andamio y para probar la
solidez del trabajo, dio algunos tirones. Luego se mezcló con los demás y todos
se alegraron de encontrarlo de nuevo tan afectuoso. Por la noche, cuando la
casa quedó relativamente vacía, Jonas tomó una lámpara de petróleo, una silla,
un taburete y un marco. Subió todo al sobradillo, bajo la mirada intrigada de
las tres mujeres y de los niños.
—¿Veis? —dijo desde lo alto de su
andamio—. Aquí trabajaré sin molestar a nadie.
Louise preguntó si estaba seguro
de ello.
—Pero claro —dijo él—. Me hace
falta poco lugar. Aquí estaré más libre. Hubo grandes pintores que pintaban a la
luz de la vela y…
—¿Es suficientemente sólido el
andamio?
Lo era.
—Quédate tranquila —dijo Jonas—.
Es una buena solución.
Y volvió a bajar.
Al día siguiente, a primera hora
trepó al altillo, se sentó, puso el marco sobre el taburete, parado contra la
pared y esperó sin encender la lámpara. Los únicos ruidos que oía directamente
le llegaban de la cocina o de los excusados. Los otros rumores parecían lejanos
y las visitas, la campanilla de la entrada o del teléfono, las idas y venidas,
las conversaciones, le llegaban a medias ahogadas, como si vinieran de la calle
o del otro patio. Además, mientras todo el departamento estaba invadido por una
luz cruda, la sombra era allí sedante. De cuando en cuando un amigo se llegaba
hasta él y se quedaba bajo el altillo.
—¿Qué haces allí, Jonas?
—Trabajo.
—¿Sin luz?
—Sí, por ahora sin luz.
No pintaba, pero reflexionaba. En
la sombra y en ese semisilencio que, por comparación con lo que antes había
vivido, le parecia el del desierto o el de la tumba, escuchaba su corazón. Los
ruidos que llegaban hasta el sobradillo ya no parecían tener ninguna relación
con él, aun cuando se dirigieran a él. Era como esos hombres que mueren solos,
en su casa, en medio del sueño, y cuando llega la mañana los llamados
telefónicos resuenan febriles e insistentes en la morada desierta, junto a un
cuerpo sordo para siempre. Pero él vivía, escuchaba en sí mismo aquel silencio
y esperaba que resplandeciera su buena estrella, todavía oculta, pero que se
preparaba a ascender de nuevo, a surgir por fin inalterable, por encima del
desorden de aquellos días vacíos.
—Brilla, brilla —decía Jonas—. No
me prives de tu luz.
Estaba seguro de que iba a
brillar de nuevo; pero era necesario que todavía él reflexionara un poco más,
puesto que al fin se le había ofrecido la posibilidad de estar solo, sin
separarse de los suyos. Tenía que descubrir lo que todavía no había comprendido
claramente, aunque lo hubiera sabido siempre, aunque siempre hubiera pintado
como si lo supiera. Tenía que apoderarse por fin de ese secreto, que no era
sólo el del arte, como bien lo comprendía. Por eso no encendía la lámpara.
Ahora cada día Jonas subía a su altillo. Los visitantos se hicieron más
escasos. Louise, preocupada, se prestaba poco a la conversación. Jonas bajaba
para las comidas y volvía a subir al andamio. Allí se quedaba inmóvil, en medio
de la oscuridad, todo el día. Por la noche so reunía con su mujer, ya acostada.
Al cabo de algunos días rogó a Louise que le pasara el almuerzo, lo que ella
hizo con un cuidado que enterneció a Jonas. Para no molestarla en otras
ocasiones, le sugirió que le preparara algunas provisiones que el depositaría
en el andamio. Poco a poco ya no bajaba en todo el día; pero apenas comía de
las provisiones.
—Pasaré la noche aquí.
Louise lo miraba con la cabeza
echada hacia atrás. Abrió la boca y luego se quedó callada. Se limitó a
examinar a Jonas con expresión inquieta y triste. Él vio de pronto hasta qué
punto su mujer había envejecido y hasta qué punto la fatiga de la vida de ambos
había mordido en ella. Pensó entonces que él no la había ayudado realmente
nunca. Pero antes de que pudiera hablar, ella le sonrió con una ternura que le
apretó el corazón.
—Como quieras, querido —dijo
Louise.
Desde entonces, Jonas pasó las
noches en el altillo, del que casi nunca bajaba. De golpe la casa se vació de
sus visitantes, puesto que ya no se podía ver a Jonas ni de día ni de noche. A
algunos se les decía que estaba en el campo; a otros, cuando se cansaron de
mentir, que había encontrado un taller. Sólo Rateau seguía yendo fielmente.
Trepaba al escabel y su gran cabeza sobrepasaba el nivel del piso.
—¿Cómo estás? —decía.
—Muy bien.
—¿Trabajas?
—Muchísimo.
—Pero, no tienes tela.
—Así y todo trabajo.
Era difícil prolongar este
diálogo desde el escabel y desde el altillo. Rateau meneaba la cabeza, bajaba,
ayudaba a Louise reparando las cañerías o alguna cerradura. Luego, sin subir al
escabel, iba a despedirse de Jonas, que respondía desde la sombra.
—Salud, viejo hermano.
Una noche, Jonas agregó un
«Gracias» a su saludo.
—¿Por qué gracias?
—Porque me quieres.
—Gran novedad —dijo Rateau. Y se
marchó.
Otra noche Jonas llamó a Rateau,
que acudió al punto. Por primera vez la lámpara estaba encendida. Jonas se
inclinaba, con expresión ansiosa, fuera del andamio.
—Pásame una tela —dijo.
—Pero, ¿qué tienes? Has
enflaquecido. Pareces un fantasma.
—Es que apenas como desde hace
muchos días. No es nada. Ahora tengo que trabajar.
—Come primero.
—No, no tengo hambre.
Rateau le llevó una tela. En el
momento de desaparecer en el altillo, Jonas le preguntó:
—¿Cómo están?
—¿Quiénes?
—Louise y los chicos.
—Están bien; pero estarían mejor
si tú estuvieras con ellos.
—Yo no los abandono. Díles sobre
todo que no los abandono.
Y desapareció. Rateau fue a
manifestarle su inquietud a Louise. Ésta le confesó que estaba atormentada
desde hacía muchos días.
—¿Cómo hacer? ¡Ah, si pudiera
trabajar en su lugar!
Miró de frente a Rateau con
expresión desdichada.
—No puedo vivir sin él —le dijo.
Tenía de nuevo aquel rostro de muchacha que sorprendió a Rateau. Él se dio
cuenta entonces de que Louise se había ruborizado.
La lámpara permaneció encendida
durante toda la noche y toda la mañana del día siguiente. A los que se llegaban
hasta allí, a Rateau o a Louise, Jonas les respondía:
—Déjame. Estoy trabajando.
A mediodía pidió petróleo. La
lámpara que palidecía. brilló de nuevo con vivos destellos, hasta la noche.
Rateau se quedó a cenar con Louise y los niños. A medianoche fue a saludar a
Jonas. Frente al altillo, siempre iluminado, esperó un rato, luego se fue sin
decir nada. Por la mañana del segundo día, cuando Louise se levantó, la lámpara
seguía aún encendida.
Comenzaba un hermoso día, pero
Jonas no se daba cuenta de ello. Había vuelto la tela contra la pared.
Exhausto, esperaba sentado, con las manos abiertas sobre los rodillas. Se decía
que ahora no trabajaría nunca más. Se sentía feliz. Oía los gritos de los
niños, ruidos de agua, el tintinear de la vajilla. Louise hablaba. Los grandes
vidrios vibraban al paso de un camión por la avenida. El mundo estaba todavía
allí joven, adorable; Jonas escuchaba el hermoso rumor que hacen los hombres.
De tan lejos ese rumor no contrariaba a la alegre fuerza que había en él, su
arte, los pensamientos que no podia expresar, silenciosos para siempre, pero
que lo elevaban por encima de todas las cosas en un aire libre y vivo. Los
niños corrían a través de las piezas, la nenita se reía. Louise también; eran
risas que hacía mucho que no oía. ¡Él los quería! ¡Cómo los quería! Apagó la
lámpara, y, en la oscuridad que sobrevino, allí, ¿no estaba su estrella, que
siempro brillaba? Era ella, la reconocía con el corazón lleno de gratitude y la
contemplaba aún cuando su cuerpo se desplomó sin ruido.
—No es nada —declaraba poco
después el médico que habían llamado—. Trabaja demasiado. Dentro de una semana
estará en pie.
—¿Está seguro de que se curará?
—preguntaba Louise con el rostro deshecho.
—Se curará.
En la otra habitación, Rateau
miraba la tela, enteramente en blanco, en cuyo centro Jonas había escrito, con
caracteres muy menudos, tan sólo una palabra que podía descifrarse, pero que no
se sabía si leer como solitario o solidario.
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