Hacía un rato que una mosca flaca
revoloteaba en el interior del ómnibus que sin embargo tenía los vidrios
levantados. Insólita, iba de aquí para allá sin ruido, con vuelo extenuado.
Janine la perdió de vista, luego la vio posarse sobre la mano inmóvil de su
marido. Hacía frío. La mosca se estremecía a cada ráfaga de viento arenoso que
rechinaba contra los vidrios. A la débil luz de la mañana de invierno, con gran
estrépito de hierros y ejes, el coche rodaba, cabeceaba, apenas avanzaba.
Janine miró al marido. Mechones de pelo grisáceo en una frente estrecha, la
nariz ancha, la boca irregular, Marcel tenía el aspecto de un fauno mohino. A
cada desnivel del camino Janine sentía que se echaba contra ella. Luego Marcel
dejaba caer el pesado vientre entre las piernas separadas, con la mirada fija,
de nuevo inerte y ausente. Sólo sus grandes manos sin vello, que parecían aun
más cortas a causa de la franela gris que le sobrepasaba las mangas de la
camisa y le cubría las muñecas, tenían el aire de estar en acción. Apretaban
tan fuertemente una valijita de tela que él llevaba entre las rodillas que no
parecían sentir el ir y venir vacilante de la mosca.
De pronto se oyó distintamente el
alarido del viento y la bruma mineral que rodeaba el coche se hizo aun más
espesa. Como si manos invisibles la arrojaran, la arena granizaba ahora a
puñados sobre los vidrios. La mosca sacudió un ala friolenta, encogió las patas
y se echó a volar. El ómnibus acortó la marcha y estuvo a punto de detenerse.
Después el viento pareció calmarse, la niebla se aclaró un poco y el coche
volvió a tomar velocidad. En el paisaje ahogado en el polvo, se abrían agujeros
de luz. Dos o tres palmeras escuálidas y blanquecinas, que parecían recortadas
en metal, surgieron a través de la ventanilla para desaparecer un instante
después.
—¡Qué país! —dijo Marcel.
El ómnibus estaba lleno de árabes
que simulaban dormir, envueltos en sus albornoces. Algunos habían recogido los
pies sobre el asiento y oscilaban más que los otros con el movimiento del
coche. Su silencio, su impasibilidad, terminaron por fastidiar a Janine; tenía
la impresión de que hacía días que viajaba con aquellos mudos acompañantes. Sin
embargo, el coche había salido al amanecer de la estación terminal del
ferrocarril y desde hacía dos horas avanzaba en la fría mañana por una meseta
pedregosa, desolada, que por lo menos al partir extendía sus líneas rectas
hasta horizontes rojizos. Pero se había levantado un viento que, poco a poco,
se había tragado la inmensa extensión. A partir de entonces los pasajeros ya no
habían visto nada; uno tras otro se habían callado y habían navegado
silenciosos en medio de una especie de noche en vela, enjugándose de vez en
cuando los labios y los ojos irritados por la arena que se infiltraba en el
coche.
—¡Janine!
El llamamiento de su marido la
sobresaltó. Y una vez más pensó qué ridículo era ese nombre para una mujer
corpulenta y robusta como ella. Marcel quería saber dónde estaba la valija de
las muestras. Con el pie Janine exploró el espacio vacío de debajo del asiento
y topó con un objeto que, según ella decidió, era la valija. En verdad, no
podía agacharse sin sofocarse un poco. Sin embargo, en el colegio era la
primera en gimnasia; la respiración nunca le fallaba. ¿Tanto tiempo había
pasado desde entonces? Veinticinco años. Veinticinco años no eran nada, puesto
que le parecía que era ayer cuando vacilaba entre la vida libre y el
matrimonio, ayer aun cuando pensaba con angustia en los días en que acaso
envejecería sola. Pero no estaba sola, aquel estudiante de derecho que nunca
quería separarse de ella se encontraba ahora a su lado. Había terminado por
aceptarlo, aunque era un poquito bajo y a ella no le gustaba mucho aquella risa
ávida y breve. ni los ojos negros, demasiado salientes. Pero le gustaba su
valentía frente a la vida, condición que compartía con los franceses de este
país. También le gustaba su aire desconcertado cuando los hechos o los hombres
defraudaban su expectación. Sobre todo le gustaba sentirse amada y él la había
colmado de asiduidades. Al hacerle sentir con tanta frecuencia que para él ella
existía, la hacía existir realmente. No, no estaba sola…
El ómnibus, haciendo sonar
estridentemente la bocina, se abría paso a través de obstáculos invisibles. Sin
embargo, en el interior del coche nadie se movía. Janine sintió de pronto que
la miraban y volvió la cabeza hacia el asiento que prolongaba el suyo del otro
lado del corredor. Aquél no era un árabe y Janine se asombró de no haber
reparado en él al salir. Llevaba el uniforme de las unidades francesas del
Sahara Y un quepis de lienzo sobre la cara curtida de chacal, larga y
puntiaguda. La examinaba fijamente, con sus ojos claros y con una especie de
insolencia. Janine enrojeció súbitamente y se volvió hacia el marido, que
continuaba mirando hacia adelante la bruma y el viento. Se arrebujó en el
abrigo, pero continuaba viendo aún al soldado francés, alto y delgado, tan
delgado, con su chaquetilla ajustada, que parecía hecho de una sustancia seca y
friable, una mezcla de arena y huesos. En ese momento vio las manos flacas y la
cara quemada de los árabes que estaban delante de ella y advirtió que, a pesar
de sus amplias vestimentas, parecían holgados en los asientos donde su marido y
ella apenas cabían. Ajustó contra sí los pliegues de] abrigo. Con todo, no era
tan gruesa, sino más bien alta y opulenta, carnal y todavía deseable —bien lo
advertía por la mirada de los hombres—, con su rostro un tanto infantil y los
ojos frescos y claros que contrastaban con aquel cuerpo robusto que era —bien
lo sabía ella— tibio y sedante.
No, nada ocurría como lo había
imaginado. Cuando Marcel habla querido llevarla consigo para ese viaje, ella
había protestado. Marcel lo proyectaba desde hacía mucho tiempo, exactamente
desde el fin de la guerra, en el momento en que los negocios volvieron a
normalizarse. Antes de la guerra, el pequeño comercio de tejidos que había
heredado de los padres, cuando renunció a sus estudios de derecho, les permitía
vivir con bastante holgura. En la costa los años do juventud pueden ser
felices. Pero a él no le gustaban mucho los esfuerzos físicos, de manera que
muy pronto había dejado de llevarla a las playas. El pequeño automóvil ya no
salía de la ciudad sino para el paseo de los domingos. Marcel prefería pasar el
resto del tiempo en su tienda de telas multicolores, a la sombra de las arcadas
de ese barrio a medias indígena, a medias europeo. Vivían en tres habitaciones
sobre la tienda, adornadas con colgaduras árabes y muebles berberiscos. No
habían tenido hijos. Los años habían pasado en la penumbra que ellos
conservaban con las celosías semicorridas. El verano, las playas, los paseos y
hasta el cielo estaban lejos. Nada parecía interesar a Marcel salvo sus
negocios. Janine había creído descubrir su verdadera pasión, el dinero; y a
ella no le gustaba eso, sin saber demasiado por qué. Después de todo,
aprovechaba ese dinero. Él no era avaro; por el contrario, generoso, sobre todo
con ella. «Si me ocurriera algo», decía, «estarías a salvo». Y en efecto, hay
que ponerse a salvo de la necesidad. Pero de lo demás, de lo que no es 1a
necesidad más elemental, ¿cómo ponerse a salvo? Y era eso lo que, de tarde en
tarde, Janine sentía confusamente. Mientras tanto, ayudaba a Marcel a llevar
sus libros comerciales y a veces hasta lo reemplazaba en la tienda. Lo más duro
era el verano, cuando el calor mataba hasta la dulce sensación del tedio.
Precisamente en pleno verano
había estallado de pronto la guerra; Marcel fue movilizado, luego licenciado,
se produjo la depresión de los negocios y las calles se tornaron desiertas y
calurosas. Si pasaba algo, ella. ya no estaría a salvo. Por eso desde que las
telas volvieron al mercado, Marcel tenía el proyecto de recorrer las aldeas de
las mesetas altas y del sur, para prescindir de intermediarios y vender
directamente a los comerciantes árabes. Había querido llevarla con él. Janine
sabía que los medios de transporte eran precarios; además, se sofocaba; hubiera
preferido esperarlo en casa. Pero Marcel se había obstinado y ella aceptó,
porque le habría hecho falta demasiada energía para contrariarle. Allí estaban
ahora y, en verdad. nada se parecía a lo que había imaginado. Había temido el
calor, los enjambres de moscas, los hoteles sucios colmados de olores anisados.
No había pensado en el frío, en el viento cortante, en aquellas mesetas casi
polares, donde se acumulaban las morenas. También había soñado con palmeras y
suave arena. Ahora veía que el desierto no era eso, sino tan sólo piedras,
piedras por todas partes, tanto en el cielo, donde reinaba aún, chirriante y
frío, únicamente el polvo de piedra, como en la tierra, donde sólo crecían,
entre las piedras, gramíneas secas.
El ómnibus se detuvo bruscamente.
El chofer dijo como para sí algunas palabras en aquella lengua que ella había
oído toda la vida sin comprender.
—¿Qué pasa? —preguntó Marcel. El
chofer, hablando esta vez en francés, dijo que la arena debía de haber tapado
el carburador y Marcel volvió a maldecir una vez más aquel país. El chofer rió
mostrando todos los dientes y aseguró que no era nada, que iba a limpiar el
carburador y que en seguida continuarían el viaje. Abrió la portezuela, el
viento frio penetró en el coche e inmediatamente les acribilló la cara con mil
granos de arena, los árabes hundieron la nariz en sus albornoces y se
recogieron sobre sí mismos.
—¡Cierra la puerta! —aulló
Marcel. El chofer, riendo, volvía hacia la portezuela. Con calma sacó algunas
herramientas de debajo del tablero; luego, minúsculo en medio de la bruma,
tornó a desaparecer hacia adelante, sin cerrar la puerta. Marcel lanzó un
suspiro.
—Puedes tener la seguridad de que
en su vida vio un motor.
—No te irrites —dijo Janine. De
pronto se sobresaltó. En el terraplén, muy cerca del ómnibus, habían surgido
formas envueltas en largos ropajes, que permanecían inmóviles. Bajo la capucha
de los albornoces y detrás de un cerco de velos, no se les veía más que los
ojos. Mudos, llegados no se sabía de dónde, contemplaban a los viajeros.
—Pastores —dijo Marcel.
En el interior del coche el
silencio era completo. Todos los pasajeros, con la cabeza gacha, parecían
escuchar la voz de] viento, desencadenado con toda libertad sobre aquellas
mesetas interminables. A Janine le llamó de pronto la atención la ausencia casi
total de equipaje. En la estación del ferrocarril, el chofer había subido al
techo del vehículo la maleta de ellos y algunos bultos. En el interior del
coche, en la red para las valijas, sólo se veían bastones nudosos y canastos
chatos. Por lo visto todas aquellas gentes del sur viajaban con las manos
vacías.
Pero ya volvía el chofer, siempre
entusiasta. Únicamente lo ojos reían por encima de los velos con que también él
se había cubierto el rostro. Anunció que partían. Cerró la puerta, calló el
viento y entonces se oyó mejor la lluvia de arena sobre los vidrios. El motor
tosió y luego se detuvo. Largamente solicitado por el arranque, comenzó por fin
a girar y el chofer lo hizo rugir bombeando con el acelerador. Con un violento
hipo, el ómnibus volvió a andar. De la masa andrajosa de pastores, siempre
inmóviles, se levantó una mano que luego se desvaneció en medio de la bruma, al
quedar atrás. Casi inmediatamente el coche comenzó a saltar en el camino, que
había empeorado. Sacudidos, los árabes oscilaban sin cesar. Sin embargo, Janine
se sentía invadida por el sueño cuando de pronto surgió delante de ella una
cajita amarilla llena de pastillas. El soldado chacal le sonreía. Janine
vaciló, se sirvió y agradeció. El chacal se metió la cajita en el bolsillo y se
tragó de golpe la sonrisa. Ahora miraba fijamente al camino, hacia adelante.
Janine se volvió hacia Marcel y sólo le vio la sólida nuca. A través de los
vidrios estaba contemplando la bruma más densa, que subía desde los terraplenes
friables.
Hacía horas que viajaban y el
cansancio había ahogado toda vida en el coche, cuando afuera resonaron gritos.
Niños de albornoz, que giraban sobre sí mismos como trompos, Saltaban, se
golpeaban las manos y corrían alrededor del ómnibus. Éste avanzaba ahora por
una calle larga, bordeada de casas bajas: entraban en el oasis. El viento
continuaba soplando, pero las paredes detenían las partículas de arena que ya
no oscurecían la luz. Así y todo, el cielo permanecía cubierto. En medio de los
gritos y un gran estrépito de frenos, el ómnibus se detuvo frente a las arcadas
de un hotel de vidrios sucios. Janine bajó y ya en la calle sintió que se tambaleaba.
Por encima de las casas divisó un minarete amarillo y grácil. A la izquierda se
recortaban ya las primeras palmeras del oasis y Janine hubiera querido llegarse
hasta ellas. Pero aunque era ya cerca de mediodía hacía un frío intenso; el
viento la hizo estremecerse. Se volvió hacia Marcel, pero vio primero al
soldado que avanzaba a su encuentro. Esperó su sonrisa o su saludo; pero él
paso sin mirarla y desapareció. Marcel se ocupaba en hacer bajar del techo del
ómnibus la maleta de las telas, una especie de baúl negro. La empresa no sería
fácil. El chofer era el único encargado del equipaje y ya había interrumpido su
tarea, erguido en el techo, para perorar ante el círculo de albornoces reunidos
alrededor del vehículo. Janine, rodeada de rostros que parecían tallados en
hueso y cuero, sitiada por gritos guturales, sintió súbitamente todo su
cansancio.
—Subo —le dijo a Marcel, que
interpelaba con impaciencia al chofer.
Entró en el hotel. El dueño, un
francés flaco y taciturno, le salió al encuentro. La llevó al primer piso, la
acompañó por una galería que dominaba la calle y la hizo entrar en un cuarto en
el que no parecía haber más que una cama de hierro, una silla pintada de
blanco, una serie de colgaderos sin cortina, y, detrás de un biombo de cañas,
un tocador cuyo lavabo se veía cubierto de una fina capa de polvo de arena.
Cuando el hombre hubo cerrado la puerta, Janine sintió el frío que le llegaba
desde las paredes peladas y blanqueadas con cal. No sabía dónde dejar su bolso
ni dónde ponerse ella misma. Había que acostarse o quedarse de pie, y tiritar
en cualquiera de los dos casos. Permaneció de pie, con el bolso en la mano,
mirando atentamente una especie de tronera abierta al cielo, cerca del techo.
Esperaba, pero no sabía qué. Sólo sentía su soledad y el frío que la penetraba
y un peso más grande en la parte del corazón. En verdad estaba sumida en un
ensueño, casi sorda a los ruidos que subían de la calle mezclados con
estallidos de la voz de Marcel, teniendo en cambio más conciencia de ese rumor
de río que le llegaba a través de la tronera y que el viento hacía nacer en las
palmeras, tan próximas ahora, según le parecía. Luego el viento redobló su
fuerza, el suave murmullo de agua se convirtió en silbido de olas. Detrás de
las paredes, Janine soñaba con un mar de palmeras rectas y flexibles rizándose
en medio de la tormenta. Nada se parecía a lo que ella había esperado, sólo que
esas olas invisibles le refrescaban los ojos fatigados. Se mantenía de pie,
abatida, con los brazos caídos, un poco agobiada, mientras e1 frío le subía a
lo largo de las piernas pesadas. Soñaba con las palmeras rectas y flexibles y
con la muchacha que había sido.
Después de asearse, bajaron al
comedor. En las paredes desnudas habían pintado camellos y palmeras, ahogados en
un almíbar rosado y violeta. Las ventanas de arco dejaban entrar una luz parca.
Marcel pedía informes al dueño del hotel sobre los comerciantes. Luego un viejo
árabe, que mostraba una condecoración militar en la chaqueta, los sirvió.
Marcel estaba preocupado y desmigajaba el pan. Impidió que su mujer bebiera
agua.
—No esta hervida. Toma vino.
A ella no le gustaba, el vino la
aturdía. Además, en el menu había
cerdo.
—El Corán lo prohíbe. Pero el
Corán no sabía que el cerdo bien cocido no produce enfermedades. Nosotros sí
que entendemos de cocina. ¿En qué piensas?
Janine no pensaba en nada. O tal
vez, en esa victoria de los cocineros sobre los profetas. Pero tenían que darse
prisa. Volverían a emprender viaje a la mañana siguiente, irían más al sur
todavía: aquella tarde era necesario ver a todos los comerciantes importantes.
Marcel urgió al viejo árabe para que les sirviera el café. Él asintió con un
movimiento de cabeza, sin sonreír, y salió con pasos menudos.
—Lentamente por la mañana; no
demasiado rápido por la tarde —dijo Marcel riendo. Con todo, el café terminó
por llegar. Lo bebieron precipitadamente y salieron a la calle polvorienta y
fría. Marcel llamó a un joven árabe para que le ayudara a llevar la maleta, y
por principio discutió el precio. Su opinión, que comunicó una vez más a
Janine, se fundaba en el oscuro principio de que ellos pedían siempre el doble
para que se les diera un cuarto. Janine seguía de mala gana a los dos
portadores. Bajo el grueso abrigo se había puesto un vestido de lana. Habría
querido ocupar menos lugar. El cerdo, aunque bien cocido, y el poco vino que
había tomado, le daban también una sensación de pesadez.
Bordeaban un pequeño jardín
público con árboles polvorosos. Los árabes con que se cruzaban se hacían a un
lado llevándose hacia adelante los pliegues de los albornoces y no parecían
verlos. Aun cuando estaban cubiertos de harapos, Janine advertía en ellos un
aire altivo, que no tenían los árabes de su ciudad. Janine iba siguiendo la
maleta que le abría camino a través de la multitud. Pasaron por la puerta de
una muralla de tierra ocre y llegaron a una placita en la que había plantados
los mismos árboles minerales y a cuyo fondo, sobre el costado más amplio, se
veían arcadas y negocios; pero se detuvieron en la plaza misma, frente a una
pequeña construcción de forma de granada, pintada de azul con cal. En el
interior, en el único cuarto, que recibía luz sólo por la puerta de entrada, un
viejo árabe, de bigotes blancos, estaba detrás de una tabla de madera lustrada.
Se disponía a servir té y lo hizo levantando y bajando la tetera sobre tres
vasitos multicolores. Antes de que pudieran distinguir otra cosa en la penumbra
de la tienda, el olor fresco del té con menta recibió a Marcel y a Janine en el
umbral. Apenas franquearon la entrada, y las guirnaldas molestas de teteras de
estaño, tazas y bandejas, mezcladas con molinetes de tarjetas postales, Marcel
se encontró frente al mostrador. Janine se quedó en la entrada. Se apartó un
poco para no interceptar la luz. En ese momento divisó detrás del viejo
comerciante y en la penumbra a dos árabes que los contemplaban sonriendo,
sentados sobre las hinchadas bolsas que llenaban por entero el fondo del local.
Alfombras rojas y negras, tapices, pañuelos de seda bordados, colgaban de las paredes,
mientras el suelo estaba cubierto de bolsas y cajitas llenas de granos
aromáticos. Sobre el mostrador, alrededor de una balanza de platillos
relucientes y un viejo metro con las señales borradas, se alineaban panes de
azúcar, uno de los cuales, despojado de la envoltura de grueso papel azul,
estaba ya cortado en la parte superior. Cuando el viejo comerciante dejó la
tetera sobre el mostrador y saludó, percibieron detrás del perfume del té, el
olor de lana y de especias que flotaba en el cuarto.
Marcel hablaba precipitadamente,
con esa voz baja que empleaba para hablar de negocios. Luego abrió la maleta,
mostró las telas, las sedas, e hizo a un lado la balanza y el metro, para
exhibir su mercadería ante el viejo comerciante. Se ponía nervioso, levantaba
la voz, reía de manera desordenada, parecía una mujer que quiere gustar y que
no está segura de sí misma. Después, con las manos ampliamente abiertas, se
puso a remedar mímicamente la venta y la compra. El viejo meneó la cabeza. Pasó
la bandeja con el té a los dos árabes que estaban detrás y se limitó a decir
algunas palabras que parecieron desalentar a Marcel. Éste recogió las telas,
las guardó en la maleta y se enjugó de la frente un sudor improbable. Llamó al
chico que le ayudaba a llevar la maleta y volvieron hacia las arcadas. En la
primera tienda, por más que el comerciante afectó al principio el mismo aire
olímpico, tuvieron un poco más de suerte.
—Éstos se creen que son el mismo
Dios —dijo Marcel—; pero también deben vender. La vida es dura para todos.
Janine lo seguía sin responder.
El viento casi había cesado. El cielo iba abriéndose. Una luz fría, brillante,
bajaba de los pozos azules cavados en el espesor de las nubes. Ahora ya habían
dejado atrás la plaza. Andaban por callejuelas, bordeaban muros de tierra por
encima de los cuales pendían rosas podridas de diciembre o, de cuando en
cuando, una granada seca y agusanada. En aquel barrio flotaba un perfume de
polvo y de café, el humo de fuegos hechos de cortezas, el olor de la piedra y
del carnero. Las pequeñas tiendas excavadas en los muros estaban lejos unas de
otras. Janine sentía que las piernas le pesaban, pero el marido se iba
serenando poco a poco, empezaba a vender, y hasta se hacía más conciliador;
llamaba a Janine «pequeña». El viaje no sería inútil.
—Desde luego —decía Janine—. Es
mejor entenderse directamente con ellos.
Volvieron al centro por otra
calle. Era una hora avanzada de la tarde y el cielo ahora casi se había
descubierto. Se detuvieron en la plaza. Marcel se frotaba las manos mientras
contemplaba con expresión tierna la maleta que estaba delante de ellos.
—Mira —dijo Janine. Desde la otra
extremidad de la plaza se acercaba un árabe alto, delgado, vigoroso. Cubierto
con un albornoz azul cielo, calzado con livianas botas amarillas, las manos
enguantadas, y que llevaba levantado su rostro aquilino y moreno. Únicamente el
chèche, que usaba a manera de
turbante, permitía distinguirlo de aquellos oficiales franceses de Cuestiones
Indígenas, que Janine había admirado alguna vez. Avanzaba con paso regular, en
dirección a ellos, pero parecía mirar más allá del grupo, mientras se quitaba
con lentitud el guante de una de las manos.
—Vaya ——dijo Marcel encogiéndose
de hombros—. Éste por lo menos se cree general.
Sí, allí todos tenían aquel aire
altivo, pero éste realmente exageraba. Aun cuando los rodeaba el espacio vacío
de la plaza, el hombre avanzaba rectamente hacia la maleta, sin verla, sin
verlos. La distancia que los separaba disminuyó rápidamente y el árabe ya
llegaba hasta ellos, cuando Marcel aferró de pronto la maleta y la hizo atrás.
El otro pasó, aparentemente sin darse cuenta de nada, y al mismo paso se
dirigió hacia las murallas. Janine miró a su marido. Marcel mostraba ese aire
suyo de desconcierto.
—Ahora se creen que todo les está
permitido —dijo. Janine no respondió. Detestaba la estúpida arrogancia de aquel
árabe y se sentía súbitamente desdichada. Quería irse, pensaba en su pequeño
departamento. La idea de volver al hotel, a aquella habitación fría, la
desalentaba. De pronto pensó que el dueño del hotel le había aconsejado que
subiera a la terraza del fuerte, desde donde se dominaba el desierto. Propuso a
su marido que dejaran la maleta en el hotel. Pero él estaba cansado. Quería
dormir un poco antes de comer.
—Te lo ruego —dijo Janine. Marcel
la miró, súbitamente atento.
—Desde luego, querida.
Ella lo estaba esperando en la
calle, frente al hotel. La multitud, vestida de blanco, se hacía cada vez más
numerosa. No había allí ni una sola mujer y a Janine le parecía que nunca había
visto tantos hombres juntos. Sin embargo, nadie 1a miraba. Algunos,
aparentemente sin verla, volvían con lentitud hacia ella una cara flaca y
curtida que, a sus ojos, les hacía a todos semejantes: el rostro del soldado
francés del ómnibus, el del árabe de los guantes, rostros a la vez ladinos y
orgullosos. Volvían ese rostro hacia la extranjera, no la veían y luego,
ligeros y silenciosos, pasaban alrededor de ella cuyos tobillos se iban
hinchando. Y su malestar, su necesidad de marcharse aumentaban. «¿Por qué he
venido?». Pero Marcel ya bajaba.
Cuando subieron por la escalera
del fuerte eran las cinco de la tarde. E1 viento había cesado del todo. El
cielo, completamente limpio, tenía ahora un color azul de vincapervinca. El
frío se había hecho más seco, les hacía arder las mejillas. En la mitad de la
escalera, un viejo árabe extendido contra la pared, les preguntó si querían que
los guiara, pero sin moverse, como si de antemano hubiera estado seguro de que
ellos lo rechazarían. La escalera era larga y empinada, a pesar de los muchos
rellanos de tierra apisonada. A medida que subían, el espacio se ampliaba, e
iban elevándose en medio de una luz cada vez más vasta, fría y seca, en la que
cada ruido del oasis les llegaba distinto y puro. El aire iluminado parecía
vibrar alrededor de ellos con una vibración cada vez más prolongada a medida
que subían, como si su paso hiciera nacer en el cristal de la luz una onda
sonora que iba ampliándose. Y en el momento en que llegaron a la terraza, la
mirada se les perdió de pronto, más allá del palmeral, en el horizonte inmenso;
a Janine le pareció que el cielo entero resonaba en una nota fragorosa y breve,
cuyos ecos colmaron poco a poco el espacio que se extendía por encima de ella y
luego callaron súbitamente para dejarlo silencioso frente a la extensión sin
límites.
En efecto, de este a oeste, la
mirada de Janine podía desplazarse lentamente sin encontrar un solo obstáculo a
lo largo de toda una curva perfecta. Abajo, las terrazas azules y blancas de la
ciudad árabe se encimaban, ensangrentadas por las manchas rojas de los
pimientos que se secaban a1 sol. No se veía a nadie, pero de los patios
interiores subían, con el humo oloroso del café que se tostaba, voces risueñas
o ruidos dc pasos inexplicables. Poco más lejos, el palmeral, dividido en
cuadros desiguales por paredes de arcilla, zumbaba en su parte superior por el
efecto de un viento que ya no se sentía en la terraza. Más lejos todavía, y
hasta el horizonte, comenzaba, ocre y gris, el reino de las piedras, donde no se
manifestaba vida alguna, A poca distancia del oasis, cerca del río que, a
occidente, bordeaba el palmeral, se divisaban amplias tiendas negras.
Alrededor, una manada de dromedarios inmóviles, minúsculos a aquella distancia,
formaban en el suelo gris los signos oscuros de una extraña escritura, cuyo
sentido había que descifrar. Por encima del desierto. El silencio era vasto
como el espacio.
Janine, apoyada con todo el
cuerpo en el parapeto, permanecía sin hablar, incapaz de arrancarse al vacío
que se abría frente a ella. A su lado, Marcel se movía inquieto. Tenía frío,
quería bajar. ¿Qué había que ver allí? Pero ella no podía separar la mirada del
horizonte. Allá, más al sur todavía, en aquel punto en que el cielo y la tierra
se juntaban en una línea pura, allá, le parecía de pronto que algo la esperara,
algo que ella había ignorado hasta ese día y que sin embargo no había dejado de
faltarle. En la tarde que caía, la luz se aflojaba suavemente; de cristalina,
se hacía líquida. Al mismo tiempo, en el corazón de una mujer que sólo había
ido allí por azar, un nudo que los años, la costumbre y el tedio habían
apretado, se aflojaba lentamente. Janine contemplaba el campamento de los
nómadas. Ni siquiera había visto a los hombres que vivían allí. Nada se movía
entre las tiendas negras. Y sin embargo, Janine no podía pensar sino en ellos,
en aquéllos de cuya existencia ella apenas estaba enterada hasta ese día. Sin
casas, separados del mundo, formaban un puñado de hombres que erraban por el
vasto territorio que Janine descubría con la mirada, y que sin embargo no era
más que una parte irrisoria de un espacio aún más vasto, cuya fuga vertiginosa
no se detenía sino a millares de kilómetros más al sur, en aquellas tierras en
que por fin el primer río comienza a fecundar la selva. Desde siempre, sobre la
tierra seca, raspada hasta el fondo, de ese país desmesurado, algunos hombres
caminaban sin tregua, hombres que no poseían nada, pero que no servían a nadie;
señores miserables y libres de un extraño reino. Janine no sabía por qué esta
idea la colmaba de una tristeza tan dulce y tan profunda, que le hacía cerrar
los ojos. Sabía tan sólo que ese reino le había sido prometido desde siempre y
que sin embargo nunca sería el suyo, nunca, sino en este fugitivo instante,
quizá, en que ella volvió a abrir los ojos al cielo súbitamente inmóvil y a sus
olas de luz coagulada, mientras las voces que subían desde la ciudad árabe
callaban bruscamente. Le pareció que el movimiento del mundo acababa de
detenerse y que nadie. a partir de ese instante, envejecería ni moriría. En
todas partes la vida había quedado en suspenso, salvo en su corazón, donde, en
ese mismo instante, algo lloraba de pena y deslumbrada admiración.
Pero la luz se puso en
movimiento. El sol, nítido y sin calor; se inclinó hacia el oeste, que
enrojeció un poco, mientras al este se formaba una ola gris, pronta a estallar
lentamente sobre la inmensa extensión. Un primer perro ladró y su lejano grito
subió por el aire, que se había hecho aun más frío. Janine se dio cuenta entonces
de que estaba dando diente con diente.
—Vamos a reventar —dijo Marcel—.
Eres una tonta. Volvamos.
Pero luego la cogió
desmañadamente de la mano. Dócil ahora, ella se apartó del parapeto y lo
siguió. El viejo árabe de la escalera, inmóvil, los miró bajar hacia la ciudad.
Janine andaba sin ver a nadie, abatida por un inmenso y brusco cansancio,
arrastrando el cuerpo, cuyo peso le parecía ahora insoportable. Había salido de
su exaltación de poco antes. Se sentía demasiado alta, demasiado corpulenta,
también demasiado blanca para aquel mundo al que había entrado. Un niño, una
muchacha, el hombre seco, el chacal furtivo, eran las únicas criaturas que
podían hollar silenciosamente esa tierra. ¿Qué haría ella ahora, sino
arrastrarse hasta el sueño, hasta la muerte?
Y, en efecto, se arrastró hasta
el restaurante, frente a un marido de pronto taciturno o que le hablaba de su
cansancio, mientras ella misma luchaba débilmente contra un resfrío cuya fiebre
sentía subir de punto. Se arrastró aún hasta la cama, en la que Marcel fue a
reunírsele, después de apagar en seguida la luz, sin preguntarle nada. El
cuarto estaba helado. Janine sentía cómo el frío le invadía el cuerpo a medida
que le subía la fiebre. Respiraba con dificultad, la sangre le corría sin
calentarla. Una especie de miedo fue creciendo en ella. Se revolvía. La vieja
cama de hierro crujía bajo su peso. No, no quería estar enferma. Marcel ya
dormía y ella también debía dormir. Era necesario. Los ruidos ahogados de la
ciudad le llegaban a través de la tronera. Los viejos fonógrafos de los cafés
moros enviaban aires gangosos que ella reconocía vagamente y que le llegaban
junto con el rumor de una muchedumbre que se movía con lentitud. Tenía que
dormir. Pero se puso a contar tiendas negras; por detrás de los párpados
pastaban camellos inmóviles; inmensas soledades se arremolinaban en ella. Si,
¿por qué había venido? Se adormeció preguntándoselo.
Se despertó poco después.
Alrededor el silencio era completo. Pero en los límites de la ciudad, perros
enronquecidos aullaban en medio de la noche muda. Janine se estremeció. Se
volvió otra vez más sobre sí misma, sintió contra el suyo el hombro duro del
marido y, de pronto, a medias adormecida, se acurrucó contra Marcel. Iba a la
deriva junto al sueño sin hundirse en él; se pegaba a ese hombro con una avidez
inconsciente, como a su puerto más seguro. Hablaba, pero apenas si se oía ella
misma. Sólo sentía el calor de Marcel. Desde hacía más de veinte años, todas
las noches era así, en su calor, ellos dos siempre, aun enfermos, aun viajando,
como ahora… ¿Qué habría hecho, por lo demás, quedándose sola en la casa? ¡No
tenía hijos! ¿No era eso lo que le faltaba? No lo sabía. Ella seguía a Marcel.
Eso era todo. Contenta de sentir que alguien tenía necesidad de ella. Marcel no
le daba otra alegría que la de saberse necesaria. Evidentemente no la amaba. El
amor, aun el amor rencoroso, no tiene esa cara enfadada. Pero, ¿cuál es su
cara? Ellos se amaban durante la noche, sin verse, a tientas. ¿Es que hay otro
amor, que no sea ese de las tinieblas, un amor que grite a la plena luz del
día? No lo sabía, pero sabía que Marcel tenía necesidad de ella y que ella
tenía necesidad de esa necesidad, que vivía de ella noche y día, sobre todo por
la noche, todas las noches en él no quería estar solo, ni envejecer, ni morir,
con ese aire obstinado que asumía y que ella reconocía a veces en otros rostros
de hombres, el único aire común de esos locos que se disfrazan con el aspecto
de la razón, hasta que les sobrecoge el delirio que los arroja desesperadamente
hacia un cuerpo de mujer para sepultar en él, sin deseo, lo que la soledad y la
noche les muestran de espantoso.
Marcel se movió un poco como para
alejarse de ella. No, no la amaba. Sencillamente tenía miedo de lo que no era
ella, y ella y él, desde hacía mucho tiempo, deberían haberse separado y dormir
solos hasta el fin. Pero, ¿quién puede dormir siempre solo? Algunos hombres lo
hacen, quizá porque la vocación o la desdicha los ha separado de los otros y
entonces se acuestan todas las noches en el mismo lecho que la muerte. Marcel
no podría hacerlo nunca. Sobre todo él, nifio débil e inerme, a quien el dolor
siempre asustaba, su hijo, precisamente; su hijo, que tenía necesidad de ella y
que en ese mismo momento dejó escapar una especie de gemido. Janine se apretó
un poco más contra él, le puso la mano sobre el pecho. Y en su interior lo
llamó con aquel nombre de amor que antes le daba y que, de cuando en cuando,
todavía empleaban entre ellos, pero sin pensar ya en lo que decían.
Janine lo llamó de todo corazón.
Ella también, después de todo, tenía necesidad de él, de su fuerza, de sus
pequeñas manías. Ella también tenía miedo de morir. «Si superara este miedo,
sería feliz…». En seguida la invadió una angustia inexpresable. Se separó de
Marcel. No, ella no superaba nada, no era feliz, iba a morir en verdad sin
haberse librado de ese miedo. Le dolía el corazón, se sofocaba bajo un peso
inmenso que, según descubrió de pronto, arrastraba desde hacía veinte años, y
bajo el cual se debatía ahora con todas sus fuerzas. Quería librarse de ese
miedo, aun cuando Marcel, aun cuando los otros nunca se libraran de él. Del
todo despierta, se incorporó en el lecho y aguzó el oído a un llamado que le
parecía provenir de muy cerca. Pero de las extremidades de la noche sólo le
llegaron las voces extenuadas e infatigables de los perros del oasis. Se había
levantado un viento débil, a través del cual oía Janine correr las aguas
ligeras del palmeral. Venía del sur, de allá donde el desierto Y la noche se
mezclaban ahora bajo el cielo de nuevo fijo. Allá donde la vida se detenía,
donde ya nadie envejecía ni moría. Luego las aguas del viento callaron y Janine
ni siquiera tuvo la seguridad de haber oído algo, salvo un llamado mudo que,
después de todo, ella podía, a voluntad, hacer callar u oír, pero cuyo sentido
no conocería nunca, si no respondía a él inmediatamente. ¡Inmediatamente, sí,
por lo menos eso era seguro!
Se levantó con precaución y
permaneció inmóvil junto al lecho, atenta a la respiración del marido. Marcel
dormía. Un instante después la abandonaba el calor de la cama y era presa del
frío. Se vistió lentamente, buscando a tientas las ropas, a la débil luz que, a
través de las persianas del frente, enviaban las lámparas de la calle. Con los
zapatos en la mano, se llegó hasta la puerta. Esperó aún un rato en la
oscuridad; luego abrió suavemente. Rechinó el picaporte y ella se quedó
inmóvil. El corazón le latía furiosamente. Aguzó el oído y, tranquilizada por
el silencio, hizo girar un poco más la mano. La rotación del pestillo le
pareció interminable. Por fin abrió, se deslizó afuera y volvió a cerrar la
puerta con las mismas precauciones. Después, con la mejilla pegada a la madera,
esperó. Al cabo de un instante, oyó, lejana, la respiración de Marcel. Se volvió,
recibió en la cara el aire helado de la noche y corrió por la galería. La
puerta del hotel estaba cerrada. Mientras trataba de mover el cerrojo, el
sereno del hotel apareció en lo alto de la escalera, con cara desconcertada, y
le dijo algo en árabe.
—Ya vuelvo —dijo Janine. Y se
lanzó a la noche.
Guirnaldas de estrellas
descendían del cielo negro, por encima de las palmeras y las casas. Janine
corría a lo largo de la breve avenida, ahora desierta, que conducía al fuerte.
El frío, que ya no tenía que luchar contra el sol, había invadido la noche; el
aire helado le quemaba los pulmones. Pero ella seguía corriendo, medio ciega,
en la oscuridad. En la parte más alta de la avenida, sin embargo, aparecieron
luces que luego bajaron hacia ella zigzagueando. Janine se detuvo, oyó un ruido
de élitros y, detrás de las luces que crecían, vio por fin enormes albornoces,
bajo los cuales centelleaban frágiles ruedas de bicicletas. Los albornoces la
rozaron; tres luces rojas surgieron en la oscuridad, detrás de ella, para desaparecer
en seguida. Janine continuó su carrera hacia el fuerte. En la mitad de la
escalera, la quemadura del aire en los pulmones se hizo tan cortante que Janine
quiso detenerse. Un último impulso la empujó a pesar de ella hasta la terraza,
contra el parapeto, que ahora le apretaba el vientre. Jadeaba y todo se
confundía ante sus ojos. La carrera no la había hecho entrar en calor. Aún
temblaba con todo el cuerpo. Pero el aire frío, que Janine tragaba a sacudones,
pronto comenzó a correr regularmente por ella y un calor tímido, a nacer en
medio de los estremecimientos. Por fin los ojos se le abrieron a los espacios
de la noche.
Ningún soplo, ningún ruido, como
no fuera de vez en cuando la crepitación ahogada de las piedras que el frío
reducía a arena, turbaba 1a soledad y el silencio que rodeaban a Janine. Sin
embargo, al cabo de un instante, le pareció que una especie de movimiento
pesado de rotación arrastraba el cielo por encima de ella. En lo espeso de la
noche seca y fría, millares de estrellas se formaban sin tregua, y sus témpanos
resplandecientes, en seguida separados, comenzaban a deslizarse insensiblemente
hacia el horizonte. Janine no podía arrancarse de la contemplación de esos
fuegos que iban a la deriva. Giraba con ellos, y la misma marcha inmóvil la
reunía poco a poco con su ser más profundo, donde ahora combatían el frío y el
deseo. Frente a ella las estrellas caían una a una; luego se extinguían entre
las piedras del desierto, y cada vez Janine se abría un poco más a la noche.
Respiraba, había olvidado e1 frío, el peso de los seres, la vida demente o
helada, la prolongada angustia de vivir y de morir. Después de tantos años en
que, huyendo del miedo, había corrido locamente, sin objeto, por fin se
detenía. Al mismo tiempo le parecía reencontrar sus raíces; la savia volvía a
subirle por el cuerpo, que ya no temblaba. Apretada con todo el vientre contra
el parapeto, tensa hacia el cielo en movimiento, Janine sólo esperaba a que su
corazón, aún agitado, se calmara y a que el silencio se hiciera en ella. Las
últimas estrellas de las constelaciones dejaron caer sus racimos un poco más
bajo sobre el horizonte del desierto y se inmovilizaron. Entonces, con una
dulzura insoportable, el agua de la noche comenzó a llenar a Janine, cubrió el
frío, subió poco a poco desde el centro oscuro de su ser y desbordó en olas
ininterrumpidas, hasta su boca llena de gemidos. Un instante después, el cielo
entero se extendía sobre ella, echada de espaldas en la tierra fría.
Cuando Janine volvió al hotel,
con las mismas precauciones, Marcel no se había aún despertado. Pero gruñó al
acostarse ella y pocos segundos después se incorporó bruscamente. Habló y
Janine no comprendió lo que decía. Marcel se levantó, encendió la luz, que la
abofeteó en pleno rostro, se dirigió tambaleando hacia el lavabo y bebió
largamente de la botella de agua mineral que allí había. Iba a deslizarse bajo
las sábanas, cuando, con una rodilla apoyada en la cama, se quedó mirándola,
sin comprender. Janine lloraba abiertamente, sin poder contener las lágrimas.
—No es nada, querido —decía—. No
es nada.
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