El desarrollo de las ciencias ha seguido un orden inverso al que se pudo esperar. Lo que queda más remoto de nosotros fue trasladado al dominio de la ley, al que ingresaron, gradualmente, lo más y más próximo a nosotros primero: los cielos, después, la tierra; más tarde la vida animal y vegetal, el cuerpo humano y después de todo (y en forma todavía muy imperfecta): la mente humana. En esto no hay nada inexplicable La familiaridad con los detalles hace difícil ver las grandes líneas; los rasgos de los caminos romanos fueron trazados con más facilidad desde los aeroplanos que desde la tierra. Los amigos de un hombre saben lo que éste puede hacer, mejor que él mismo; en un momento determinado de la conversación prevén la temible inevitabilidad de una de sus anécdotas favoritas en tanto que él parece actuar en forma espontánea y de ninguna manera sujeta a ley. El conocimiento detallado, que proviene de Íntima experiencia, no es la fuente más sencilla para la clase de conocimientos generalizados que la ciencia busca. No sólo el descubrimiento de leyes naturales simples, sino también la doctrina del desarrollo gradual del mundo como lo conocemos, comenzaron en la astronomía; pero ésta, a diferencia de aquéllas, encontró su aplicación más notable en conexión con el crecimiento de la vida en nuestro planeta. La doctrina de la evolución que vamos a considerar ahora, aunque comenzó en la astronomía, fue de más trascendencia científica en geología y biología, donde tenía que afrontar prejuicios teológicos más obstinados que los que se opusieron a la astronomía después de la victoria del sistema de Copérnico.
Difícil resulta para una mente moderna imaginar lo reciente que es la creencia en el desarrollo y en el crecimiento gradual, que, en realidad, data de Newton.
En el concepto ortodoxo, el mundo sido había creado en seis días y había contenido desde entonces acá, todos los cuerpos celestes que ahora alberga y todas las clases de animales y plantas, como también otras que perecieron en el Diluvio. Tan lejos estaba de ser el progreso una ley del universo, como todos los teólogos sostienen ahora, que según todos los cristianos creían, había habido una terrible combinación de desastres en el mundo en el momento del pecado original. Dios le dijo a Adán y a Eva que no comieran del fruto de cierto árbol, y, sin embargo, lo hicieron. En consecuencia, Dios decretó que ellos y toda su descendencia serían mortales, y que después de la muerte sufrirían un castigo eterno en el infierno; sólo habría algunas excepciones seleccionadas por un plan sobre el cual ha habido muchas controversias. Desde el momento en que Adán cometió el pecado, los animales empezaron a hacerse presa los unos de los otros, crecieron cardos y espinas, el tiempo se dividió en estaciones y el suelo maldecido no proporcionó sustento al hombre sino a costa de dolorosos trabajos. Entonces los hombres se pusieron tan malos que fueron ahogados en el Diluvio, con excepción de Noé, sus tres hijos y sus mujeres. No por eso los hombres han sido mejores desde entonces. Pero Dios había prometido no mandar otro diluvio universal y se ha limitado a erupciones y terremotos ocasionales.
Todo esto debe entenderse, fue considerado realidad histórica literal, sea que existiera verdaderamente en la Biblia o se dedujera de lo que ella, relata. La fecha de la creación del mundo puede inferirse de las genealogías del Génesis, que dice de qué edad era cada patriarca al nacer su hijo mayor. Hay margen a controversias debido a ciertas ambigüedades y a diferencias entre la versión de los Setenta y el texto hebreo; pero finalmente los protestantes aceptan por lo general la fecha de 4004 a. C. fijada por el Arzobispo Usher. El Dr. Lightfoot, Vicerrector de la Universidad de Cambridge, que convino en que tal fecha era la de la creación, pensó que un estudioso del Génesis hacía posible una mayor precisión: la creación del hombre, de acuerdo con él, tuvo lugar a las 9 a. m. de un 23 de octubre. Esto, no obstante, nunca ha sido artículo de fe: se puede creer sin riesgo de cometer herejía. Que Adam y Eva empezaron existir el 16 o el 30 de octubre, a condición de que las razones sean derivadas del Génesis. El día de la semana se sabe, por cierto, que fue el viernes puesto que Dios descansó el sábado.
Se esperaba que la ciencia se confinara a si misma dentro de este estrecho esquema, y aquellos que pensaron que 6000 años era un espacio de tiempo muy corto para la existencia del universo visible, fueron tildados de deschavetados. Ya no pudieron ser quemados o encarcelados, pero los teólogos hicieron todo lo posible por que fueran desgraciados y porque sus doctrinas no pudieran extenderse.
El trabajo de Newton —ya aceptado el sistema de Copérnico— no estremeció la religión ortodoxa. Él mismo era profundamente religioso y creía en la Inspiración literal de la Biblia. En su universo no había desarrollo, y podía, bien, por algo que se trasluce en su enseñanza, haber sido creado de una sola pieza.
Para explicar las velocidades tangenciales de los planetas, que les Impiden caer en el sol, suponía que habían sido conducidos inicialmente por la mano de Dios; lo que había sucedido desde entonces se regía por la ley de gravitación. Es cierto que en una carta privada a Bentley, Newton sugería una manera por la cual el sistema solar podía haberse desarrollado de una distribución primitiva y casi uniforme de la materia, pero en lo que concernía a sus declaraciones públicas y oficiales, parecía apoyar una creación repentina del sol y los planetas tal como los conocemos, y no dar cabida a una evolución cósmica.
De Newton adquirió el siglo XVIII su distintivo peculiar de piedad, en el cual Dios aparecía esencialmente como Legislador, que primero creó mundo y que luego dio las leyes que determinan todos los eventos ulteriores sin necesidad de su Intervención especial. Los ortodoxos consentían excepciones: eran los milagros relacionados con la religión. Pero para los deístas todo, sin excepción, era regulado por leyes naturales, Ambos aspectos se encuentran en el Ensayo sobre el hombre, de Pope. Así en un pasaje dice: «La primera Causa Todopoderosa actúa no por leyes parciales, sino por leyes generales, y las excepciones son pocas»[4].
Pero cuando se olvidan las demandas de la ortodoxia, las excepciones desaparecen:
«Si se golpea cualquier eslabón de la cadena de la naturaleza, sea el décimo o el diez milésimo, la cadena se quiebra Igualmente, y si todos los sistemas giran en graduación y son por igual esenciales para el magnífico conjunto, la menor confusión en uno, no tan sólo ese sistema, sino el conjunto debe caer. Deje que el mundo, desequilibrado, salte de su órbita, y los planetas y los soles correrán anárquicamente por el cielo. Deje que los Ángeles conductores sean arrancados de sus esferas, los seres se chocarán con los seres y el mundo con el mundo, los fundamentos totales del cielo se inclinan hacia su centro y la naturaleza tiembla frente al trono de Dios»[5].
La soberanía de la ley, como se concebía en la época de la reina Ana, está asociada con la estabilidad política y la creencia de que la era de las revoluciones ha pasado. Cuando los hombres empezaron de nuevo a desear cambios, su concepción de la acción de la ley natural se hizo menos estática.
El primer ensayo serio para construir una teoría científica sobre el desarrollo del sol, los planetas y las estrellas, fue hecho por Kant 1755, en un libro llamado Historia natural y Teoría del firmamento o Investigación de la Constitución y origen mecánico de la estructura total del universo, de acuerdo con los principios de Newton. Es un trabajo muy notable, que, en ciertos aspectos, anticipa los resultados de la astronomía moderna. Empieza por exponer que todas las estrellas visibles al ojo desnudo pertenecen a un sistema, el de la Vía Láctea. Todas esas estrellas están casi en el mismo plano, y Kant sugiere que tienen una unidad no muy diferente a la del sistema solar. Con notable visión imaginativa, considera a la nebulosa como otros grupos de estrellas similares, pero inmensamente remotos, apreciación que hoy día es unánime. Tiene una teoría —en parte matemáticamente insostenible, pero en la línea de investigaciones posteriores— por la que la nebulosa, la Vía Láctea, las estrellas, los planetas y los satélites todos eran resultados de la condensación de una materia originalmente difusa en regiones en las cuales había una densidad mayor que en otras partes. Cree infinito el universo material, única apreciación digna, según él, de la infinitud del Creador. Piensa que hay una transacción gradual del caos a la organización, empezando en el centro de gravedad del universo, que se extiende lentamente desde este punto hacia fuera hasta las regiones más remotas —un proceso que envuelve un espacio Infinito y requiere un tiempo infinito.
Lo que hace notable este trabajo es, por una parte, la concepción del universo material como un total, en el que la nebulosa y la Vía Láctea son unidades esenciales, y, por otra, la noción del desarrollo gradual de una distribución de la materia, al principio casi indiferenciada, a través del espacio.
Es la primera tentativa de substituir la creación repentina por la evolución, y es interesante observar que este concepto nuevo apareció primero en una teoría sobre el firmamento y no en relación con la vida terrena.
Por varias razones, sin embargo, el tratado de Kant atrajo poco la atención. Era aún muy joven (treinta y un años) en el tiempo en que lo publicó, y no había alcanzado mucha reputación, Era fiósofo y no matemático o físico profesional, y su falta de competencia en dinámica se evidenció en su suposición de que un sistema pudiera adquirir una fuerza que originariamente no poseía. Además, parte de sus teorías era puramente fantástica: por ejemplo, pensaba que los habitantes de los planetas deben ser tanto mejores cuanto más lejos estén del sol, concepto recomendable por su modestia en lo que se refiere a la raza humana, pero que no está sustentado por ninguna consideración que la ciencia conozca, Por esta razón el trabajo de Kant permaneció casi Inadvertido hasta que una teoría similar, aunque de mayor competencia profesional fue expuesta por Laplace.
La famosa hipótesis nebular de Laplace fue publicada por primera vez en 1796, en su Exposition du Systeme du Monde, al parecer en completa ignorancia de que había sido considerablemente anticipada por Kant. Nunca fue para él más que una hipótesis expuesta «con la desconfianza que debe inspirar todo lo que no es resultado de observación o cálculo», pero aunque ha sido superada, dominó las especulaciones durante un siglo. Sostenía que lo que es ahora el sistema del sol y de los planetas, era, en su origen, únicamente una niebla difusa; que fue gradualmente concentrándose y, en consecuencia, girando más rápidamente; que la fuerza centrífuga determinó el desprendimiento de trozos que fueron los planetas; y que el mismo proceso repetido dio origen a los satélites de los planetas: Por vivir en la época de la Revolución Francesa fue librepensador y rechazó de plano la Creación. Cuando Napoleón, que concebía la idea de que creer en el Monarca Celestial aumentaba el respeto por los monarcas terrestres, observó que en el gran trabajo de Laplace sobre Mecánica celeste no se mencionaba a Dios, el astrónomo repuso: «No tengo necesidad de esa hipótesis, Sire». El mundo teológico, naturalmente se sintió acongojado, pero su aversión hacia Laplace se confundía con su horror al ateísmo y a la perversidad general de la Francia revolucionaria. Y, en todo caso, se había determinado que las luchas con astrónomos resultan temerarias.
El desarrollo de un concepto científico en geología tuvo, bajo un aspecto, una dirección contraria en astronomía. En ésta, la creencia de que los cuerpos celestes habían sido creados cedió el paso a la teoría de su desarrollo gradual; pero en geología, la creencia en un primer periodo de cambios rápidos y catastróficos, fue sucedida, cuando avanzó la ciencia, por la Idea de que los cambios han sido siempre muy lentos. Al principio se pensó que la historia completa de la tierra debía condensarse en más o menos seis mil años. Por la evidencia suministrada por sedimentos de rocas y depósitos de lava, fue necesario; con el objeto de adaptarse a la escala del tiempo, suponer que los acontecimientos catastróficos habían sido comunes al principio. El retraso de la geología, en comparación con la astronomía en el desarrollo científico, puede ser calculado por el estado en que se encontraba en los tiempos de Newton. Así Woodward, en 1695, explicó las rocas sedentarias suponiendo «que la totalidad del globo terrestre fue destrozado, y disuelto en el aluvión y las estratas se depositaron en esta masa promiscua como cualquier sedimento de tierra en un líquido». Enseñó, como decía Lyell, que «la masa completa de estrata fosilífera contenida en la corteza de la tierra había sido depositada en unos pocos meses». Catorce años antes (1631) el Reverendo Tomás Burnet, que llegó a ser director de Chaterhouse, había publicado su Teoría sagrada de la tierra conteniendo una apreciación sobre el origen de ésta y todos los cambios generales que ha sufrido y habrá de sufrir hasta la consumación de las cosas. Creía que el Ecuador había estado en el plano elíptico hasta el diluvio, pero que entonces había sitio empujado a su situación oblicua presente. (La apreciación teológica más correcta fue la de Milton, de que este cambio tuvo lugar en la época del Pecado Original). Pensó que el calor del sol había agrietado la tierra y permitido que las aguas emergieran de su depósito subterráneo, causando de este modo la inundación… Sostenía que un segundo periodo del caos había de introducir el milenio. Las apreciaciones debían, sin embargo, ser recibidas con prudencia, puesto que él no creía en un castigo eterno. Más terrible aun era que considerara la historia del Pecado Original como una alegoría: por eso como la Enciclopedia Británica, nos informa, «el Rey se vio obligado a alejarlo del servicio religioso». Su error respecto al Ecuador y también otros, fueron evitados por Whiston, cuyo libro, publicado en 1696, se llamaba Una nueva teoría sobre la tierra; donde la creación del mundo en seis días, el Diluvio Universal y la conflagración general como están en las Sagradas Escrituras se demuestran perfectamente acordes con la razón y la filosofía. Este libro fue inspirado en parte por el cometa de 1680, que le indujo a pensar que un cometa pudo haber causado el diluvio. En un punto su ortodoxia admitió la duda; pensó que los seis días de la creación fueron más largos que los días ordinarios.
No se debe suponer que Woodward, Burnet y Whiston fueran inferiores a otros geólogos de su época, Por el contrario, fueron los mejores de su tiempo, y Whiston, a lo menos, fue muy elogiado por Locke.
El siglo XVIII estuvo ocupado en una controversia entre dos escuelas: los Neptunistas, que atribulan casi todo al agua, y los Vulcanistas, que daban énfasis igualmente exagerado a los volcanes y terremotos.
La primera secta que estaba en perpetua búsqueda de evidencias del Diluvio, dio gran importancia a los fósiles marinos encontrados en las montañas a grandes alturas. Sus afiliados eran los más ortodoxos y por esto los enemigos de la ortodoxia trataban de negar que los fósiles eran restos genuinos de animales. Voltaire era especialmente escéptico, y cuando ya no pudo negar más su origen orgánico, sostuvo que habían sido arrojados por los caminantes. En este caso el librepensamiento dogmático se demostró más incientífico que la ortodoxia.
Buffon, el gran naturalista en su Historia Natural sostenía catorce oposiciones que fueron condenadas por la Facultad de Teología de la Sorbona en París, como «censurables y contrarias al credo de la Iglesia». Una referente a la geología afirmaba «que las actuales montañas y calles de la tierra se deben a causas secundarias y que estas mismas causas pueden destruir oportunamente todos los continentes, montañas y valles y reproducir otros semejantes». Aquí «causas secundarias» envuelve todas aquellas que no son el poder creador de Dios. Así, en 1749, tuvo la ortodoxia que creer que el mundo fue creado con los mismos montes y valles y la misma distribución de mar y tierra de hoy, excepto cuando se había producido un cambio, como en el Mar Muerto, a consecuencia de un milagro.
Buffon no vio la conveniencia de entrar en controversia con la Sorbona. Se retractó y fue obligado a publicar la siguiente confesión: «Declaro que no tuve intención de contradecir el texto de las Escrituras, que creo firmemente todo lo que ella relata de la Creación tanto en lo que respecta a los hechos como al tiempo; abandono todo lo que contiene mi libro respecto a la formación de la tierra, y en general todo lo que sea contrario a la narración de Moisés». Es evidente que, fuera del dominio de la astronomía, los teólogos no habían aprendido mucha cordura de su conflicto con Galileo.
El primer escritor que expuso una apreciación científica y moderna en geología fue Hutton, cuya Teoría sobre la tierra se publicó por primera vez en 1788 y en forma más extensa en 1795. Supuso que los cambios que habían ocurrido en épocas pasadas en la superficie de la tierra se debieron a causas que están actualmente en acción y que no hay razón para creerlos más activos en el pasado que en el presente. Aunque ésta era, en lo más importante, una máxima saludable, Hutton la llevó demasiado lejos en algunos aspectos y no lo suficiente en otros. Atribula la desaparición de los continentes a la denudación con el consecuente depósito de sedimentos en el fondo del mar; pero el surgimiento de nuevos continentes lo atribuía a convulsiones violentas. No reconoció suficientemente el hundimiento brusco de la tierra o su inmersión gradual. Pero todos los geólogos científicos que le han seguido, han aceptado su método general de interpretar el pasado por medio del presente y de atribuir los grandes cambios que han ocurrido durante la época geológica a las mismas causas que se observan ahora y que están lentamente alterando las líneas de la costa o disminuyendo la altura de las montañas y elevando o bajando el fondo del mar.
Fue principalmente la cronología de Moisés la que impidió que el hombre adoptara este punto de vista en una época anterior, y los sostenedores del Génesis atacaron violentamente a Hutton y a su discípulo Playfair, «El espíritu partidista, dice Lyell[6] exasperado contra las doctrinas de liudan y la prescindencia decidida de toda honradez y mesura en la controversia, podría muy difícilmente ser estimada por el lector, a menos que recuerde que la mente del público inglés estaba en ese tiempo en un estado de excitación febril. Ciertos escritores en Francia estaban trabajando industriosamente durante varios años para disminuir la influencia del clero, carcomiendo los fundamentos de la fe cristiana; y su éxito y las consecuencias de la Revolución alarmaron las mentes más resueltas, mientras la Imaginación de los tímidos estaba continuamente obsesionada por el temor de las Innovaciones, como por el fantasma de un sueño terrible». En 1795 casi toda la gente acomodada de Inglaterra vio en cada doctrina antibíblica un ataque contra la prosperidad y una amenaza de guillotina. Durante varios años la opinión británica fue mucho menos liberal que antes de la Revolución.
El progreso ulterior de la geología se confunde con el de la biología, debido a la multitud de formas de vida extinguidas, de las cuales son testigos los fósiles. En lo que se refiere a la antigüedad del mundo, la geología y la teología podían acomodarse conviniendo que los seis «días» deben ser interpretados como seis edades. Pero en lo que refiere a la vida animal, la teología tiene un número de apreciaciones muy definidas que eran cada vez más difíciles de reconciliar con la ciencia. Los animales no se devoraron los unos a los otros hasta después del pecado original; todos los ahora existentes pertenecen a especies representadas en el arca[7]; las especies desaparecidas con muy pocas excepciones, en el diluvio. Las especies son inmutables y cada una ha resultado de un acto separado de creación. Discutir cualquiera de estas proposiciones era incurrir en la hostilidad de los teólogos.
Las dificultades empezaron con el descubrimiento del Nuevo Mundo. América estaba a gran distancia del Monte Ararat, y no obstante contenía muchos animales que no se encontraban en sitios intermedios. ¿Cómo pudieron estos animales haber viajado tan lejos sin haber quedado ninguno de su especie en el camino? Algunos pensaron que los marineros los habían llevado, pero esta hipótesis tenía sus dificultades, que desconcertaron al piadoso jesuita José Acosta, que se había dedicado a la conversión de los indios, pero que encontró escollos para defender su propia fe. Discutió el asunto con razones sanas en su Historia natural y moral de las Indias (1500), donde dice: «¿Quién podría imaginar que en un viaje tan largo los hombres pudieran darse la molestia de llevar zorros al Perú, de la clase que llaman “Acias”, que son los más sucios que yo haya visto? ¿Quién podría, asimismo, decir que llevaron tigres y leones? En realidad que sería para la risa pensar una cosa así. Era ya más que suficiente para los hombres tener que luchar contra las tempestades en un viaje tan largo e incierto y tratar de escapar con vida sin complicarse con lobos y zorros que habían de alimentar en el mar»[8]. Estos problemas dieron margen a los teólogos para creer que los sucios Acias y otros animales igualmente torpes se habían generado espontáneamente del fango por la acción del sol; pero desgraciadamente no hay alusión a esto en la relación del arca. Pero parecía no haber otra solución. ¿Cómo pudieron las marmotas, por ejemplo, que son tan tardas en sus movimientos, como su nombre lo Indica, llegar hasta Sudamérica si partieron del Monte Ararat?
Nacía otra dificultad del número de especies que llegaron a conocerse con el progreso de la zoología. Ellos ascienden ahora a millones, y si dos de cada clase hubieran estado en el arca, se tendría que suponer que habrían llenado el espacio. Además, Adán les había dado nombre a todos, lo que parecía un esfuerzo demasiado grande para el comienzo de su vida. El descubrimiento de Australia provocó nuevas dificultades. ¿Por qué todos los canguros saltaron el Estrecho de Torres y ni un solo par quedó atrás? Por esta época, el progreso de la biología hacia muy difícil suponer que el sol y el fango habían dado origen a una pareja de canguros completa; sin embargo, algunas de estas teorías se hacían más necesarias que nunca. Dificultades de esta especie ejercitaron la mente de los hombres religiosos durante todo el siglo XIX. Léase, por ejemplo, un librito llamado La teología de los geólogos, como la de Hugh Miller y otros, por William Gilespie, autor de La necesaria existencia de Dios, etc. Este libro, de un teólogo escocés, fue publicado en 1859, el año en que apareció el Origen de las especies, de Darwin. Habla de los temibles «postulados de los geólogos» y los acusa de «una agresividad que aterroriza contemplar». El problema principal a que el autor se refiere es uno inspirado por el Testimonio de las rocas, de Hugh Miller, en el cual sostiene que «en eras desconocidas el hombre ha sufrido y pecado, y la creación animal demostró un estado de guerra exactamente Igual al actual». Hugh Miller describe vívidamente, y con horror, los Instrumentas de muerte y aun de tortura que empleaban las especies animales extinguidas antes de la existencia del hombre. Profundamente religioso él mismo, encontraba difícil entender por qué el Creador había infligido tales dolores a criaturas incapaces de pecar. Mr. Gillespie, frente a la evidencia, reafirma audazmente la apreciación ortodoxa de que los animales Inferiores sufren y mueren a causa del pecado del hombre, y cita el texto: «Por el hombre vino la muerte», para probar que ningún animal había muerto antes de que Adán hubiese comido la manzana[9]. Después de citar las descripciones de Hugh Miller de las luchas entre animales extinguidos, exclama que un Creador benévolo no podía haber creado tales monstruos. Hasta aquí podemos convenir con él, pero sus argumentos ulteriores son curiosos. Parece como si hubiera estado negando la evidencia de la geología y al final le faltara el valor. Tal vez si existieran tales monstruos después de todo, dice: pero no han sido creados directamente por Dios. Eran, en su origen, criaturas inocentes desviadas por el demonio, o, quizás, como el cerdo de Gadarin, eran cuerpos de animales habitados por espíritus satánicos. Esto explicarla por qué la Biblia contiene la historia del cerdo de Gadarin, que ha sido motivo de traspiés para muchos.
Gosse, el naturalista, padre de Edmundo Gosse, hizo un curioso ensayo para salvar la ortodoxia en el terreno de la biología. Admitía plenamente toda la evidencia aducida por los geólogos en favor de la antigüedad del mundo, pero mantenía que, cuando se produjo la Creación, todas las cosas se hicieron como si todo hubiera tenido historia. No hay posibilidad lógica de probar que esta teoría es falsa. Ha sido decidido por los teólogos que Adán y Eva tenían ombligo, exactamente como si hubieran nacido en la forma corriente[10]. Todo lo demás que fue creado pudo ser concebido como si hubiera crecido. Las rocas pudieron ser llenadas con fósiles y hechas exactamente como si provinieran de acciones volcánicas o de depósitos sedimentarios. Pero si se admiten tales posibilidades, no hay razón para situar la creación del mundo en un punto más bien que en el otro. Todos pudimos haber venido a la existencia hace sólo cinco minutos, provistos de memoria sobre medida, con agujeros en los calcetines y el pelo en condiciones de necesitar cortarlo. Pero aun cuando es ésta una posibilidad lógica, nadie podría creerla, y Gosse se encontró, para su amarga desilusión, que no había quien pudiera aceptar su reconciliación admirablemente lógica de la teología con las fechas de la ciencia. Los teólogos prescindieron de él, abandonaron buena parte del territorio que poseían y procedieron a atrincherarse en lo que les quedaba.
La doctrina de la evolución gradual de plantas y animales por descendencia que ingresó a la biología, a través, principalmente, de la geología, puede dividirse en tres partes. Hay, primero, el hecho tan verdadero como se puede esperar que sea uno de época tan remota, de que las formas de vida más simples fueron las más antiguas y las de estructura más complicada hicieron su aparición en un periodo posterior. Segundo: hay la teoría de que las formas posteriores y más organizadas no surgen espontáneamente, sino que se desarrollan de las formas primitivas a través de una serle de modificaciones; esto es lo que se llama especialmente «evolución» en biología. Tercero: hay el estudio, lejos de completarse todavía, del mecanismo de la evolución, por ejemplo, de las causas de variación y de la supervivencia de algunos tipos a expensas de otros. La doctrina general de la evolución es ahora universalmente aceptada entre los biólogos, aunque quedan algunas dudas respecto a su mecanismo. La principal importancia histórica de Darwin reside en haber sugerido un mecanismo —selección natural— que hace que la evolución parezca más probable; pero esa sugerencia, aunque aceptada todavía como válida, satisface menos a los hombres de ciencia modernos que lo que satisfizo a sus sucesores inmediatos.
El primer biólogo que dio relieve a la doctrina de la evolución fue Lamarck (1744-1829). Sus doctrinas, sin embargo, no tuvieron aceptación a causa del prejuicio en favor de la inmutabilidad de las especies, y también porque el mecanismo de cambio que sugirió no fue de los que los hombres de ciencia podían aceptar. Creía que la producción de un nuevo órgano en el cuerpo animal resulta de la sensación de su necesidad, y también que lo que había sido adquirido por un Individuo en el curso de su vida, se transmitía a su descendencia. Sin la segunda hipótesis, la primera habría sido inútil como parte de la explicación de la evolución. Darwin que rechazó aquélla, como un elemento importante en el desarrollo de nueva especies, aceptó la segunda, aunque tenía menos influencia en su sistema que en el de Lamarck. La segunda hipótesis, que se refiere a la herencia de caracteres adquiridos, fue negada vivamente por Weissmann, y aunque la controversia continúa todavía, se han acumulado hoy evidencias aplastantes de que con raras excepciones los únicos caracteres adquiridas que se heredan son los que afectan a las células germinales y que son muy pocos. El mecanismo de evolución de Lamarck no puede, por esta ruta, ser aceptado.
En la primera edición de los Principios de Geología, de Lyell, aparecida en. 1830, se afirmó categóricamente la antigüedad de la tierra y de la vida. Si bien causó enorme clamoreo entre los ortodoxos, no era favorable, en sus primeras ediciones, a la hipótesis de la evolución orgánica. Contenía una discusión cuidadosa de las teorías de Lamarck, que rebatía en buen terreno científico. En ediciones posteriores, publicadas después de la aparición de Orígenes de las especies, de Darwin (1859), la teoría de la evolución es apoyada discretamente.
La teoría de Darwin era en esencia una extensión al reino animal y vegetal del laisser faire económico y fue sugerida por la teoría de la población de Malthus. Todas las cosas vivientes se reproducen tan rápidamente que la mayor parte de cada generación debe morir sin haber alcanzado la edad de dejar descendientes. Una hembra de bacalao pone alrededor de 9 000 000 de huevos al año. Si todos negaran a su madurez y produjeran otros tantos bacalaos, el mar se convertiría en pocos años en bacalao sólido, en tanto que la tierra se cubrirla por un nuevo diluvio. Hasta las poblaciones humanas, aunque su aumento natural es más lento que el de los otros animales, con excepción del elefante, se duplican en veinticinco años. Si esto continuara en todo el mundo, durante los dos siglos venideros la población alcanzaría a quinientos mil millones. Pero encontramos, en realidad, que el número de plantas y animales es, como se sostiene como regla, más lo menas estacionario, y lo mismo rige para los hombres en la mayor parte de los períodos. Hay dentro de cada especie, como entre especies diferentes, una competencia constante en la que el castigo de la derrota es la muerte. Se deduce que si algunos miembros de una especie difieren de otros en cualquiera forma que les dé ventaja, tienen más probabilidad de sobrevivir. Si la diferencia ha sido adquirida, no será transmitida a los descendientes, pero si es congénita es posible que reaparezca, por lo menos, en algunos.
Lamarck supuso que el cuello de la jirafa creció como consecuencia de haberlo estirado mucho para alcanzar ramas altas y que el resultado de este estiramiento fue hereditario; la apreciación de Darwin, al menos después de las modificaciones de Weissmann, es que las jirafas, que de nacimiento tenían una tendencia a los cuellos largos, estaban menos expuestas a pasar hambre que otros, y, por esta razón, dejaron más descendientes, los que, a su vez, tuvieron opción a desarrollar cuellos largos —algunos de ellos probablemente aun más largos que los de sus padres—. De este modo el animal desarrollaría gradualmente sus peculiaridades hasta que no hubiera ventaja de continuar en la misma línea.
La teoría de Darwin depende de que se produzcan las oportunidades de variación, cuyas causas, como él confiesa, son desconocidas. Es un hecho observado que los descendientes en una pareja dada no son todos iguales. Los animales domésticos han sufrido enormes cambios por la selección artificial. A consecuencia de la obra del hombre, las vacas han conseguido dar más leche, los caballos de carrera correr más ligero y las ovejas producir más lana. Tales hechos suministraron a Darwin la prueba más directa de lo que la selección podría realizar. Es verdad que los criadores no podrían convertir un pez en un marsupial o un marsupial en un mono; pero cambios tan grandes como éstos podría esperarse que ocurrieran durante los incontables años requeridos por los geólogos. Hay, además, en muchos casos, la evidencia de antepasados comunes. Los fósiles demuestran que han existido en el pasado animales intermedios entre especies que en la actualidad son enormemente distintas: el pterodáctilo, por ejemplo, era mitad pájaro y mitad reptil. Los embriólogos descubrieron que, en el curso del desarrollo, animales prematuros repetían formas primitivas; un feto de mamífero, en cierta fase, tiene los rudimentos de las agallas del pescado, que son totalmente inútiles y difícilmente explicables a no ser como una repetición de la historia ancestral. Muchos aspectos del argumento se combinaron para persuadir a los biólogos tanto del hecho de la evolución y de la selección natural como del agente principal que las determinó. La teoría de Darwin fue para la teología un golpe tan severo como la de Copérnico. No sólo era necesario abandonar la fijeza de las especies y los muchos actos de la creación que el Génesis parecía aseverar; no sólo era necesario presumir un lapso desde el origen de la vida, lo que era chocante para los ortodoxos; no sólo era necesario abandonar una cantidad de argumentos que beneficiaban a la Providencia derivados de la exquisita adaptación de los animales a su ambiente —que se explican ahora por la acción de la selección natural— sino que, peor que todo eso, el evolucionista se atrevía a afirmar que el hombre descendía de animales inferiores. Los teólogos y las gentes incultas se sublevaron ante este aspecto de la teoría. «¡Darwin dice que el hombre desciende del mono!», exclamó el mundo con horror. Fue voz popular que creía esto, porque él mismo se parecía al mono (lo que no era verdad). Cuando yo era muchacho tenía un profesor que me decía con la mayor solemnidad, «Si es usted darwinista lo compadezco, porque es imposible ser darwinista y cristiano al mismo tiempo». Hasta hoy es ilegal en Tennessee (EE. UU.) enseñar la doctrina de la evolución, porque se la considera contraria a la palabra divina.
Como sucede a menudo, los teólogos notaron más ligero las consecuencias de la nueva doctrina que sus defensores, la mayor parte de los cuales, aunque convencidos por la evidencia deseaban retener, porque eran hombres religiosos tanto como fuera posible sus creencias anteriores. El progreso especialmente durante el siglo XIX, se facilitó mucho por la falta de lógica de sus sostenedores, que les permitió acostumbrarse a un cambio, antes que tener que aceptar otro. Cuando se presentan simultáneamente todas las consecuencias lógicas de una innovación, la conmoción en las costumbres es tan grande que los hombres tienden a rechazar el total, en tanto que si se les invita a dar un paso cada diez o veinte años, pueden ser conducidos a lo largo del camino del progreso sin mucha resistencia.
Los grandes hombres del siglo XIX no eran revolucionarios ni intelectual ni políticamente aunque estaban deseando defender una reforma cuando la necesidad de ella se manifestara con abrumadora evidencia. Este temperamento prudente de los innovadores ayudó a hacer notable el siglo XIX por la extrema rapidez de su avance.
Los teólogos, sin embargo, vieron las consecuencias con más claridad que el público. Hicieron notar que los hombres tienen almas inmortales de que los monos carecen; que Cristo murió por salvar a los hombres y no a los monos; que los hombres tienen sentido, divinamente implantado, de lo malo y de lo bueno, mientras que los monos se guían por el solo instinto. Si el hombre se derivó, por etapas imperceptibles, del mono, ¿en qué momento adquirió estas características teológicamente importantes? En la Asociación Británica, en 1860 (el año siguiente de la aparición de Orígenes de la especie) el obispo Wilberforce, tronando en contra del darwinismo, exclamó: «El principio de selección natural es absolutamente incompatible con la palabra de Dios». Pero toda su elocuencia fue vana, y Huxley, que defendía a Darwin, le destrozó el argumento, según opinión de todos. Los hombres ya no temían la desaprobación de la Iglesia, y la evolución de las especies animales y vegetales fue pronto la doctrina aceptada por los biólogos, aun cuando el rector de Chichester en un sermón universitario informó a Oxford que «aquellos que rehúsen aceptar la historia de la creación de nuestros primeros padres de acuerdo con el propósito evidente de la letra y la substituyan por el delirio moderno de evolución, hacen Imposible todo el esquema de la salvación humana», y aunque Carlyle, que conservaba la intolerancia de los ortodoxos sin su credo, llamó a Darwin «apóstol de la suciedad».
La actitud de los cristianos que no eran hombres de ciencia se ilustra con el caso de Gladstone. Era una época liberal aun cuando el jefe liberal hacia lo posible porque fuera de otra forma. En 1864, cuando la tentativa de castigar a dos sacerdotes, que no creían en el castigo eterno, fracasó porque el Comité Judicial del Consejo de la Corona los absolvió, Gladstone se mostró horrorizado y dijo que si el principio del juicio se siguiera se establecería «una completa indiferencia entre la fe cristiana y la negación de ella». Cuándo la teoría de Darwin se publicó por primera vez, manifestó, expresando los sentimientos de simpatía de uno también acostumbrado a gobernar: «Sobre la base de lo que se llama evolución, se libera a Dios del trabajo de la creación; en nombre de leyes inamovibles Él es dispensado de gobernar el mundo». No tenla, sin embargo, sentimientos personales en contra de Darwin; modificó gradualmente su opinión y hasta, en 1887, le hizo una visita, durante la cual habló incesantemente sobre las atrocidades de Bulgaria. Cuando se fue, Darwin, con toda naturalidad, hizo notar: «¡Qué honor para mí qué tan grande hombre venga a visitarme!». En cuanto a que Gladstone llevara cualquier Impresión de Darwin, la historia no nos lo cuenta.
La religión en nuestros días se ha acomodado a la doctrina de la evolución, y aun ha derivado nuevos argumentos de ella. Nos han contado que «a través de las edades se mantiene un propósito de aumento» y que la evolución es el desarrollo de una idea que había estado siempre en la mente de Dios. Se deduce que durante esas épocas que desazonaron tanto a Hugh Miller, en que los animales se torturaban los unos a los otros con feroces cuernos y aguijones de batalla, la Omnipotencia permanecía tranquila esperando la aparición última del hombre con sus poderes todavía más exquisitos de tortura y su crueldad aún más ampliamente difundida. Por qué el Creador habría preferido alcanzar su objetivo mediante un proceso en lugar de ir directamente a él, estos teólogos modernos no nos lo cuentan. Tampoco nos dicen mucho para mitigar nuestras dudas con respecto a la magnificencia de los resultados. Es difícil no convenir con el niño aquel que después de que se le enseñó el alfabeto, pensó que no valía la pena hacer un camino tan largo para alcanzar tan poco. Esto es, sin embargo, cuestión de gustos.
Hay otra y más grave objeción para cualquiera teología basada en la evolución. En los siglos XVI y XVII, cuando era reciente la moda de la doctrina, el progreso se aceptaba como una ley del universo. ¿No enriquecemos año tras año y no disfrutamos de superávit a pesar de la disminución de los impuestos? ¿No son nuestras maquinarias la maravilla del mundo y nuestro gobierno parlamentario un modelo para que lo imiten los extranjeros cultos? ¿Y podría alguien dudar que el progreso marcha indefinidamente? La ciencia y la ingenuidad mecánica que lo produjo podrán seguramente seguir generándolo en mayor abundancia. En un mundo como éste la evolución parece solamente una generalización de la vida cotidiana. Pero aun así, para los más reflexivos se evidencia otro aspecto. Las mismas leyes que producen el crecimiento producen también la decadencia. Algún día el sol se irá enfriando y cesará la vida del mundo. La época de los animales y las plantas es sólo un interludio entre épocas que fueron muy ardientes y las que serán muy frías. No hay ley del progreso cósmico, sino sencillamente una oscilación hacia arriba y hacia abajo con una tendencia lenta al descenso debida a la difusión de la energía. Esto es, a lo menos, lo que la ciencia considera al presente aceptable y lo que es fácil de creer para nuestra generación desilusionada. De la evolución, por lo que sabemos, no se puede inferir con certeza ninguna filosofía optimista
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