El asco nos embarga ante el espectáculo del devenir humano y nos obliga a renunciar a los «sentimientos», a liquidarlos. Ellos son el origen de las adhesiones ambiguas, de los estúpidos «sí» al mundo. Cuando estamos furiosos, tenemos «ataques» de santidad laica durante los cuales elaboramos nuestro propio epitafio.
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El deber de un hombre solo es estar aún más solo.
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A la sombra de los monasterios, una sorda tristeza hacía nacer en el alma de los monjes ese vacío que la Edad Media ha llamado acedía. Ese asco originado por el desierto del corazón y la petrificación del mundo es el tedio religioso. No un asco de Dios, sino un aburrimiento en Dios. La acedía son todas las tardes de domingo pasado en el pesado silencio de los monasterios.
El éxtasis en sus primeros arrebatos se crea a sí mismo un paisaje; la acedía lo desfigura, vuelve la naturaleza exangüe, la existencia insulsa, y suscita un aburrimiento envenenado que sólo nuestro estado de mortales privados de gracia nos permite comprender. La acedía moderna ya no es soledad claustral —aunque todos llevamos un claustro en el alma— sino el vacío y el espanto frente a un Dios lelo y abandonado.
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¿Os habéis mirado en el espejo cuando entre vosotros y la muerte ya nada se interpone? ¿Habéis interrogado a vuestros ojos? ¿Habéis comprendido entonces que no podéis morir? Las pupilas dilatadas por el terror vencido son más impasibles que pirámides. Una certeza nace entonces de su inmovilidad, una certeza extraña y tónica en su misterio lapidario: tú no puedes morir. Es el silencio de los ojos, es nuestra mirada encontrándose consigo misma, calma egipcia del sueño ante el terror de la muerte. Cada vez que ese terror os embargue, miraos en el espejo, interrogad a vuestros ojos y comprenderéis por qué no podéis morir, por qué no moriréis jamás. Vuestros ojos lo saben todo. Pues, impregnados de nada, nuestros ojos nos aseguran que ya nada nunca podrá sucedernos.
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El ocaso de un pueblo coincide con su máxima lucidez colectiva. Al debilitarse los instintos que crean los «hechos históricos», el aburrimiento se expande sobre su ruina. Los ingleses son un pueblo de piratas que, tras haber saqueado el mundo, comenzaron a aburrirse. Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal. Una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío, maldición soportable para un pensador, pero tortura sin igual para una colectividad. El tiempo libre, el tiempo desnudo y vacuo, ¿qué es si no una duración sin contenido ni sustancia? La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento.
La aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión. La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese hastío característico de todas las decadencias históricas mediante el epicureísmo o el estoicismo. Simples paliativos, como la multiplicación de las religiones del sincretismo alejandrino, que ocultaron, falsearon o desviaron el mal, sin anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un individuo que ha «vivido» y que «sabe» demasiado.
mposible amar a Dios de otra manera que odiándolo! Si probáramos su inexistencia en un atestado sin precedentes, nada podría nunca suprimir la rabia —mezcla de lucidez y de demencia— de quien necesita a Dios para aplacar su sed de amor y con más frecuencia de odio. ¿Qué es El si no un instante en el umbral de nuestra destrucción? ¿Qué importa que exista o no si a través de El nuestra lucidez y nuestra locura se equilibran y nos calmamos abrazándole con una pasión mortífera?
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¡Esa necesidad de profanar las tumbas, de animar los cementerios en un apocalipsis primaveral! Sólo la vida existe, a pesar del absolutismo de la muerte. Eso es algo que saben los campesinos, ellos que fornican en los cementerios, ofendiendo con sus suspiros el silencio agresivo de la muerte. La voluptuosidad sobre una lápida mortuoria, ¡qué triunfo!
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Imposible determinar en qué momento preciso la espera del Juicio Final nos sorprende y colma nuestros instantes. En medio de trivialidades abrumadoras, de gestos ordinarios o de vulgares accesos de humor, con mayor frecuencia en los bares que en otros lugares, a veces una emoción rara nos sorprende. ¡Ser capaz de hablar durante horas de cosas alegres o indiferentes con gente a la que se desprecia, sin dejar entrever un solo instante la distancia insensible que nos separa del Juicio, la distancia que nos aleja del mundo, las llamadas que nos agitan! Quien no sospecha lo que significa esta espera peca de timidez excesiva y demuestra ser incapaz de comprender esa última provocación, esa necesidad de afrontar por última vez al patrón de la estupidez unánime, al autor de un universo superfluo.
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No se necesita ser cristiano para temblar ante el Juicio Final. El cristianismo no ha hecho más que explotar un temor, a fin de sacar el máximo provecho de él en beneficio de una divinidad sin escrúpulos que ha hecho del terror su aliado.
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Para la conciencia, el Juicio Final es un momento indeterminado e imprevisible y sin embargo también un estadio de la angustia. Pensabais recorrer lo absoluto, temerosos y arrogantes, cuando de repente surge un nuevo obstáculo: ¡el Juicio Final! ¿Querría Dios hacernos morir una segunda vez?
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El único argumento contra la inmortalidad es el aburrimiento. De ahí proceden, de hecho, todas nuestras negaciones.
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Busco lo que existe. Mi búsqueda no tiene objeto. Vayamos al Juicio Final con una flor en el ojal…
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Escucho el silencio y no logro ahogar su voz, que proclama: todo está acabado. Estas mismas palabras han presidido el comienzo del mundo, puesto que el silencio lo ha precedido…
Todo es frívolo, incluido lo Ultimo. Cuando se ha llegado ahí, toda interrogación capital avergüenza.
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A pesar de que la idea absolutamente inteligible del Juicio Final sea para el intelecto una clara provocación, sirve no obstante para explicar, para definir nuestra nada. Tanto si es religiosa como profana, la representación de una resolución final de la Historia es constitutiva del espíritu humano. La idea más descabellada adopta así el carácter de una fatalidad.
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La ironía es un ejercicio que revela la falta de seriedad de la existencia. El yo convierte el mundo en nada, pues la ironía sólo proporciona sensaciones de poder cuando todo ha sido abolido. La perspectiva irónica es un subterfugio del delirio de grandeza. Para consolarse de su inexistencia, el yo se transforma en todo. La ironía se vuelve seria cuando se eleva a la visión implacable de la nada. Lo trágico es el estadio último de la ironía.
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¡La pasión de lo absoluto en una alma escéptica! ¡Un sabio injertado en un leproso! Todo lo que no es absoluto o lombriz de tierra es híbrido. Puesto que no puedo ser vigilante de lo infinito, me queda la vigilancia de los cadáveres.
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Pienso en una hermenéutica de las lágrimas que intentaría descubrir su origen, así como todas sus interpretaciones posibles. ¿Para qué? Para comprender las cimas de la historia y dispensarnos de los «acontecimientos», pues sabríamos en qué momentos y en qué medida el hombre ha logrado elevarse por encima de sí mismo. Las lágrimas dan un carácter de eternidad al devenir; ellas lo salvan. ¿Qué sería, por ejemplo, la guerra sin ellas? Las lágrimas transfiguran el crimen y lo justifican todo. Analizarlas y comprenderlas es encontrar el secreto del devenir universal. El sentido de semejante estudio sería guiarnos en el espacio que une el éxtasis a la maldición.
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Lo que me separa de la vida y de todo es la horrible sospecha de que Dios podría ser un problema de segundo orden. Esa duda —evidente hasta la locura— nos obliga a cruzarnos de brazos: ¿qué hacer si no?
¿Habrá alcanzado la futilidad de la existencia al propio Dios? ¿Habrá la enfermedad de lo inesencial afectado a la esencia? La sustancia divina debe de estar corrompida desde hace tiempo para que nosotros dudemos de su salud y de sus virtudes. Dios no se halla ya presente; ni siquiera las blasfemias logran reanimarle. ¿En dónde reposa, en qué hospicio? He comprendido: Dios es un Absoluto que se economiza. El mundo no ha merecido, en suma, más que una Divinidad decrépita.
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Todas las campanas llaman al Juicio Final. ¡Desde hace tantos siglos anuncian el fin, envolviendo con su solemnidad la agonía a la que el cristianismo nos invita…! Cuando resuenan sus llamadas dentro de nosotros es que ya estamos maduros para el Juicio Final, y si suenan a roto, la sentencia es irrevocable.
El más humilde de los cristianos tiene momentos en los que conversa con Dios de igual a igual. La propia religión tolera esos aires pretenciosos sin los cuales el hombre reventaría de modestia. De ahí que el ateísmo halague la libertad humana, pues hablando desde lo alto a Dios eleva el orgullo al rango de demiurgia. Quien nunca ha despreciado el principio supremo está predestinado a la esclavitud. Sólo somos realmente nosotros mismos en la medida en que humillamos al Creador.
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Quien no es naturalmente feliz no conocerá sino la felicidad consecutiva a las crisis de desesperación. Temo una dicha insoportable de la que sería víctima y que, vengándome de un pasado de terror, me vengaría de todo, incluso de la desgracia de haber vivido.
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Es superior, desde el punto de vista cristiano, el leproso que ama su lepra a aquel que la acepta, el moribundo que lucha a aquel que se resigna, la desesperación a la transacción… Legitimando la fiebre, el cristianismo creó las condiciones favorables para un «cultivo» de santos. El ha elevado la temperatura del hombre…
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«La edad de la inocencia.» Cuanto más se contemplan los cuadros de Reynolds, más se persuade uno de que sólo existe un fracaso: dejar de ser niño. El Paraíso proyecta en el pasado ese estadio de nuestra vida, nos consuela de nuestra infancia desaparecida. Mirad esa mano delicada que el niño ha posado sobre su pecho como para defender tímidamente su dicha… ¿Comprendió Reynolds todo eso? ¿O esos ojos pensativos expresan un vago espanto ante lo que deberá perderse? Como los amantes, los niños tienen el presentimiento de los límites de la felicidad.
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Haber amado siempre las lágrimas, la inocencia y el nihilismo. Los seres que lo saben todo y los que no saben nada. Los fracasados y los niños.
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El fracaso es un paroxismo de la lucidez; el mundo se vuelve transparente para el ojo implacable de quien, estéril y clarividente, no se apega ya a nada. Incluso inculto, el fracasado lo sabe todo, ve a través de las cosas, desenmascara y anula toda la creación. El fracasado es un La Rochefoucauld sin genio.
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Si yo fuera poeta, no pararía hasta que Nerón fuese vengado. Sabría lo que hay que escribir sobre la melancolía de los emperadores locos. Sin un Nerón, los imperios agonizantes carecen de estilo, las decadencias pierden todo su interés.
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Nadie ha llevado más lejos que Meister Eckhart el deseo de aniquilar sus instintos de criatura. Su total inadhesión a la creación le conduce a esa Abgeschiedenheit, ese desapego que es la condición primordial del apego a Dios. Entre vida y eternidad, sacrifica sin dudar la primera, verificando teórica y prácticamente la dolorosa disparidad de ambos términos.
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¿Por qué se ha querido añadir a toda costa algo al Eclesiastés, que lo contiene ya todo? Mejor dicho: lo que no se halla en el Eclesiastés está tachado de error. «Entonces mi corazón se volvió hacia la desesperación.» Hacia la Verdad.
… «Pues cuanta más sabiduría, más pesadumbre, y aumentando el saber se aumenta el sufrir.»
El Eclesiastés es un muestrario, una revelación de verdades a las que la vida, cómplice de todo lo que es «vano», resiste encarnizadamente.
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Ese temor repentino, surgido de ningún lugar, que crece en nosotros y confirma nuestro desarraigo, no es «psicológico», no pertenece más que en último lugar a lo que llamamos alma. En él resuenan los tormentos de la individuación, el viejo combate entre el caos y la forma. No logro olvidar los instantes en los que la materia resistía al Todopoderoso.
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El desapego a la vida engendra un gusto por la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas, contornos muertos. Cuando no se experimenta ya esa alegría que alimenta al Devenir, todo se acaba en simetrías. Lo que se ha llamado el «geometrismo» en numerosos tipos de locura, no sería más que la exageración de esa predisposición a la inmovilidad que acompaña a toda depresión. El gusto por las formas revela una inclinación secreta por la muerte. Cuanto más deprimido se está, más se petrifican las cosas, a la espera de que se hielen.
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«El sufrimiento es la única causa de la conciencia» (Dostoievski). Los hombres se dividen en dos categorías: los que han comprendido eso y los demás.
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Cualquiera que sea nuestro grado de cultura, si no reflexionamos intensamente sobre la muerte, no seremos más que nulidades. Un gran sabio que no sea más que eso es muy inferior a un analfabeto obsesionado por los grandes interrogantes. En general, la ciencia embrutece los espíritus reduciendo su conciencia metafísica.
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Cuando paseamos por las calles, el mundo, mal que bien, parece existir. Pero miremos por la ventana: todo se vuelve irreal. ¿Cómo es posible que la transparencia de un cristal nos separe hasta ese punto de la vida? En realidad, una ventana nos aleja más del mundo que el muro de una cárcel. A fuerza de contemplar la vida acabamos por olvidarla.
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Cuanto más leo a los pesimistas, más aprecio la vida. Tras leer a Schopenhauer, reacciono como un novio. Schopenhauer tiene razón cuando afirma que la vida no es más que un sueño. Pero incurre en una inconsecuencia grave cuando, en lugar de estimular las ilusiones, las desenmascara haciendo creer que existe algo fuera de ellas.
¿Quién podría soportar la vida si fuera real? Siendo un sueño, es una mezcla de encanto y de terror a la cual sucumbimos.
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Los paisajes y la naturaleza en general no son más que una huida fuera del tiempo. De ahí la sensación de que nada ha existido jamás cada vez que nos entregamos a ese sueño de la materia que es la naturaleza.
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El trato con los mortales es un suplicio para un espíritu lúcido, una sangría sin fin. Si, tras haber vivido entre nuestros semejantes con los ojos abiertos, conservamos aún sangre de reserva para otras llagas, es que no hemos comprendido nada de nuestro desastre colectivo.
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Nos liberamos en la medida en que detestamos a los hombres. Hay que odiarlos para poder apegarse a las perfecciones inútiles, a los desgarramientos y a las beatitudes, fuera del tiempo, fuera de la historia. Hay en todo entusiasmo por el fenómeno humano como tal una falta de distinción y de gusto. Execrar al hombre nos hace considerar a la naturaleza como una vía de liberación, de renuncia, y no, a la manera de los románticos, como una etapa en la odisea del espíritu. Tras habernos degradado rebajándonos al Devenir, ya va siendo hora de que descubramos de nuevo esa identidad inicial que hemos roto mediante el delirio de grandeza que padece la conciencia. No puedo contemplar un paisaje sin experimentar la necesidad de destruir todo lo que de a-cósmico hay en mí. Nostalgia vegetal, añoranzas telúricas, ganas de ser planta sometida al ciclo mortal del sol.
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Hay en la vida una especie de histeria de final de primavera.
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Ni suficientemente desgraciado para ser poeta… ni suficientemente indiferente para ser filósofo, sólo soy lúcido, pero lo bastante para estar condenado.
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«Vivo de lo que los demás mueren» (Miguel Angel). No hay nada más que decir sobre la soledad…
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El mundo es sólo un pretexto. Necesitamos pensar en algo y lo hemos escogido como tema de reflexión. De ahí que el pensamiento no pierda una sola ocasión de destruirlo.
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Buda era un optimista. ¿Es posible que no haya observado que el dolor define tanto al ser como al no-ser? Pues la existencia o la nada «existen» únicamente a través del sufrimiento. ¿Qué es el vacío sino una aspiración abortada al dolor? El Nirvana corresponde a un estado de sufrimiento más etéreo, a un nivel más espiritualizado de tormento. La ausencia puede significar un déficit de existencia, pero no de dolor. Pues el dolor precede a todo, incluido el Universo.
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No creo haber perdido una sola ocasión de estar triste. (Mi vocación de hombre.)
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Sólo durante mis arrebatos de pasión por la vida he sentido que moriría de verdad un día. El miedo me une a la vida mucho más que la plenitud voluptuosa que acompaña a esos momentos de pasmo, de abandono misterioso, en que los sentidos se vacían para absorber la vida que nos invade por todos los poros, haciendo callar las palabras y los pensamientos.
Si no arrastrara mi muerte conmigo en mis esperanzas y en mis fracasos, me retiraría a vivir con los animales y me entregaría al sueño bendito de la inconsciencia. La muerte… ¿estoy unido a ella únicamente por una aspiración secreta, una nostalgia vegetal, una complicidad con las ondulaciones fúnebres de la naturaleza? ¿No sería esto más bien orgullo, la negativa a ignorar que vamos a morir? Pues nada es tan halagador como el pensamiento de la muerte — el pensamiento, y no la muerte.
Renunciar a saber que voy a morir: por nada del mundo lo desearé mientras viva, pero espero la muerte para poder olvidar ese saber.
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El horror de todo, objetos o criaturas, trae a la mente visiones desoladas. Se deplora que la tierra tenga tan pocos desiertos, se quisiera nivelar las montañas, se sueña con una Mongolia de atardeceres implacables.
Los ascetas cristianos consideraban que sólo el desierto era ajeno al pecado y lo comparaban a los ángeles. Dicho de otra manera, sólo hay pureza donde nada crece.
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Las ganas de humillarse por desprecio de los demás, de hacer el papel de víctima, de monstruo, de bruto… Cuanto más se siente la necesidad de colaborar en una tarea «constructiva», cuanto más se experimenta la necesidad del «otro», más inferior se es. Pero el otro no existe: esta conclusión se impone y nos reconforta. Estar solo, despiadadamente solo, ése es el imperativo al que hay que someterse cueste lo que cueste. El universo es un espacio vacío y las criaturas no existen más que para atestiguar y consolidar nuestro aislamiento. Yo nunca he encontrado a nadie, no he hecho más que tropezar con sombras simiescas.
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Nuestros terrores proceden de la noche sin fin contra la cual el Altísimo ha librado su primera batalla. Fue la suya una victoria incompleta: únicamente consiguió imponer el día a medias. Al hombre le ha correspondido la tarea de realizar la plenitud de los días — pero sólo lo ha logrado en pensamiento. Dormimos no para encontrar el reposo sino para olvidar la noche y nuestra falsa victoria.
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Vivimos a la sombra de nuestros fracasos y de nuestras heridas de amor propio. Nuestro apetito de poder exacerbado hasta la locura no puede satisfacerse en este mundo. No existe aquí abajo espacio para el instinto demiúrgico y su furia devastadora.
Buscamos en la religión un consuelo a las derrotas de nuestra voluntad de conquista. Añadiendo otros mundos a éste, podemos esperar triunfos miríficos. Nos volvemos religiosos por temor de asixiarnos en los límites malditos de este mundo. En realidad, un alma indomable sólo reconoce un enemigo: el Ser Supremo. El es quien debe ser liquidado, el último baluarte que hay que conquistar.
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Por turno, nos repartimos, Dios y nosotros, el poder. De ahí resultan dos concepciones del mundo totalmente irreconciliables. Como nosotros, Dios tampoco está dispuesto a hacer concesiones.
A veces, no puedo dejar de darles la razón a esos filósofos que, para explicar las relaciones entre el alma y el cuerpo, admitían una intervención divina en cada acción. Pero ellos se quedaron a medio camino. No sintieron que sin esa intervención el mundo podría volver al caos, romperse en trozos y precipitarse en el abismo. Para ellos, Dios no puede dejar de otorgar su apoyo a este desequilibrio provisional.
El se inmiscuye en todo, se halla presente en los mínimos detalles. ¿Podríamos nosotros sonreír sin su intervención? Los creyentes que le imploran a cada paso saben muy bien que en el mundo abandonado a sí mismo sería aniquilado inmediatamente. En el fondo, ¿qué sucedería si Dios se retirase a su indiferencia inicial?
Imposible gobernar al mismo tiempo que El. Podemos sustituirle o sucederle, pero no vivir a su lado, pues no soporta el orgullo de la criatura. El hombre está hecho de tal manera que o se identifica con la Divinidad o la provoca. Nadie aún ha sido «razonable» en su presencia. La ambición constante del hombre es servir de interino a Dios.
…Pero nuestro fracaso nunca es tan notable como en esa misteriosa oscilación que nos proyecta lejos de Dios, para devolvernos luego a El, alternancia de derrota y de demiurgia que traduce todo lo que de incurable tiene nuestro destino.
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Con frecuencia me pongo a soñar con esos ermitaños de la Tebaida que se cavaban una tumba para derramar en ella sus lágrimas día y noche. Cuando se les preguntaba cuál era la razón de su aflicción, respondían que lloraban por su alma.
En la vaguedad del desierto, la tumba es un oasis, un lugar concreto y un apoyo. Se cava la tumba para tener un punto fijo en el espacio. Y se muere para no extraviarse.
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¿Por qué hurgar en mi memoria? ¿Para qué acordarte de mí? ¿Lograrías medir tu caída y la presencia de mi angustia en la tuya?
¡Apártate de la criatura!
Olvídame, pues quiero ser libre — y no temas nada, no te dedicaré ni un solo pensamiento. Muertos el uno para el otro, ¿quién nos impedirá obrar a nuestro antojo en ese espacio fúnebre abandonado que en tu divina Ignorancia has bautizado con el nombre de Vida?
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La conclusión de toda religión: la vida como una pérdida de alma.
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No tengo ya nada que compartir con nadie. Salvo durante algún tiempo aún con el Solitario.
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Cuanto más atrevidas son las paradojas sobre Dios, mejor expresan su esencia. Las propias injurias le resultan más familiares que la teología o la meditación filosófica. Dirigidas contra los hombres, serían irremediablemente vulgares o no tendrían consecuencias; el hombre no es en absoluto responsable, dado que su creador es la causa del error y del pecado. La caída de Adán es ante todo un desastre divino. El Creador ha proyectado en el hombre todas sus imperfecciones, su podredumbre y su decrepitud. Nuestra aparición sobre la tierra debería salvar la perfección divina. Lo que en el Todopoderoso era «existencia», infección temporal, caída, se canalizó en el hombre, y así Dios ha salvado su nada. Gracias a nosotros, que le servimos de vertedero, El se halla vacío de todo.
… De ahí que cuando injuriamos al cielo, lo hagamos en virtud del derecho de quien lleva una carga ajena. Dios sospecha lo que nos sucede —y si envió a su Hijo para que nos quitara de encima una parte de nuestras penas, lo hizo no por compasión, sino por remordimiento.
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Todo lo que en mí aspira a la vida exige que renuncie a Dios.
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Se comienza a creer por orgullo —lo cual, si no es agradable, es en cualquier caso «honorable». Cuando no nos apasionamos por El, nos ocupamos necesariamente de los hombres. ¿Y se puede degenerar más?
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No podemos decidirnos entre la libertad y la felicidad. Por un lado el sufrimiento y lo infinito, por el otro la mediocridad y la seguridad. El hombre es un animal demasiado orgulloso para aceptar la felicidad y demasiado corrompido para despreciarla.
¿No es significativo que la «felicidad» engendra un malestar? ¿Quién se jacta de no sufrir? El desasosiego que sentimos ante los desgraciados no es más que la expresión de nuestra convicción de que el sufrimiento constituye el signo distintivo, la originalidad propia de un ser. Pues se convierte uno en un hombre no por medio de la ciencia, el arte o la religión, sino a través del rechazo lúcido de la felicidad, de nuestra incapacidad innata para ser felices.
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Cuantas menos esperanzas tenemos, más orgullosos somos, hasta el punto de que orgullo y desesperación se desarrollan juntos, siendo como son indiscernibles entre sí incluso para un observador clarividente. El orgullo nos prohíbe esperar, buscar una salida fuera del abismo del yo, y la desesperación se da aires sombríos, sin los cuales el orgullo sería un juego mezquino o una ilusión lamentable.
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Dependiendo como depende de nuestra desesperación, Dios debería continuar existiendo incluso en presencia de pruebas irrefutables de su inexistencia. A decir verdad, todo habla en favor y en contra de El, pues todo lo que existe lo desmiente y lo confirma. La blasfemia y la plegaria se justifican igualmente en el mismo instante. Cuando las proferimos juntas, nos aproximamos al representante supremo del Equívoco.
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Esa fuerza que nos hace estrechar a Dios contra nuestro corazón como si fuera un ser querido en la agonía, a fin de obtener de El una última prueba de amor, y encontrarnos luego con su cadáver en los brazos…
Cuando busco una palabra que me agrade y entristezca a la vez, sólo encuentro una: olvido. No acordarse ya de nada, mirar sin recordar, dormir con los ojos abiertos sobre el Incomprendido…
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¡Qué placer tener a mano un místico alemán, un poeta hindú o un moralista francés para soportar el exilio cotidiano!
Leer noche y día, engullir tomos, esos somníferos, pues nadie lee para aprender algo sino para olvidar, para remontarse hasta el origen del hastío primordial agotando el devenir y sus manías.
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No es fácil ni agradable querellarse sin cesar con El. Cuando, en virtud de no se sabe qué impulso, se ha comenzado a hacerlo, se pierde toda moderación y toda reserva. Superbia — presunción de la criatura. Incitando a la cizaña, ella desecha la humildad y convierte el destino en tragedia. Sin la soberbia, energía de nuestras locuras y de nuestras bajezas, la historia sería inconcebible. En su forma extrema, ella es usurpación sin fin. Quien la ha conocido hasta el final, no puede ya tener más que un rival…
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Todo lo que se aferra al mundo es trivial. De ahí que no haya religión inferior… El estremecimiento sagrado más primitivo presta un aliento a las apariencias. En el mundo la gracia parece ceniza; más allá hasta la nada parece una gracia.
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Con un poco de celo hubiéramos podido hacer más feliz a Dios. Pero le hemos abandonado y se encuentra ahora más solo que antes del comienzo del mundo.
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Según Meister Eckhart, nada repugna más a Dios que el tiempo, o simplemente el hecho de adherirse a él. Codiciando la eternidad, Dios —y Meister Eckhart con él— desprecia hasta «el olor y el gusto del tiempo».
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El rechazo voluntario y lúcido de lo absoluto es el camino de la resistencia a Dios — en beneficio de la ilusión, es decir, de la esencia de toda vida.
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¿Perdonaré alguna vez a la tierra el hecho de encontrarme en ella como un intruso únicamente?
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El Paraíso gime en el fondo de la conciencia, mientras la memoria llora. Y es así cómo se piensa en el sentido metafísico de las lágrimas y en la vida como el desarrollo de una añoranza.
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