domingo, 19 de marzo de 2017

Emil Cioran -Silogismos de la amargura El estafador de abismos

 angustias. Porque nuestros dolores, desgraciadamente, no son contagiosos.

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  Nada apaga mi sed de dudas: ¡si tuviera el cayado de Moisés para hacerlas brotar incluso de la roca!

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  Fuera de la dilatación del yo, fruto de la parálisis general, no existe ningún remedio contra las crisis de abatimiento, contra la asfixia en la nada, contra el horror de no ser más que un alma dentro de un salivazo.

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  Si apenas he obtenido ideas de la tristeza, es porque la he amado demasiado para empobrecerla ejercitándome en ella.

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  Una moda filosófica se impone como una moda gastronómica: se refuta igual una idea que una salsa.

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  Somos todos unos farsantes: sobrevivimos a nuestros problemas.

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  En las épocas en que el Diablo prosperaba, el pánico, el horror, los desórdenes eran males que gozaban de protección sobrenatural: se sabía quién los provocaba, quién dirigía su expansión; abandonados hoy a sí mismos, se transforman en «dramas interiores» o degeneran en «psicosis», en patología secularizada.

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  A todos los aspectos del pensamiento les llega su momento, su frivolidad: así, hoy, a la idea de la Nada… ¡Qué caducos nos parecen la Materia, la Energía, el Espíritu! Afortunadamente el léxico es rico: cada generación puede sacar de él un vocablo tan importante como los otros —inútilmente difuntos.

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  La planta padece ligeramente; el animal se las ingenia para enfermar; en el hombre se exaspera la anomalía de todo lo que respira.

  La Vida, combinación de química y estupor… ¿Acabaremos refugiándonos en el equilibrio del mineral? ¿Franquearemos retrocediendo el reino que de él nos separa para imitar a la piedra normal?

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  Obligándonos a sonreír, sucesivamente, a las ideas de aquellos a quienes mendigamos, la Miseria convierte nuestro escepticismo en sustento.

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  Desde que recuerdo, no he hecho más que destruir en mí el orgullo de ser hombre. Y deambulo por la periferia de la Especie como un monstruo temeroso, sin la envergadura suficiente para aullar en nombre de otra manada de monos.

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  El Hastío nivela los enigmas: es un ensueño positivista…

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  Existe una angustia infusa que reemplaza tanto a la ciencia como a la intuición.

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  Se extiende tanto la muerte, tanto lugar ocupa, que ya no sé dónde morir.

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  Deber de la lucidez: alcanzar una desesperación correcta, una ferocidad apolínea.

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  Si la felicidad es tan rara, es porque sólo se alcanza después de la vejez, en la senilidad, favor reservado a muy pocos mortales.

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  Nuestras vacilaciones llevan la huella de nuestra honradez; nuestras certidumbres la de nuestra impostura. La deshonestidad de un pensador se reconoce en la suma de ideas precisas que avanza.

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  Petulante, me hundí en lo Absoluto; emergí troglodita.

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  La muerte plantea un problema que sustituye a todos los demás. ¿Hay algo más funesto para la filosofía, para esa ingenua creencia en la jerarquía de las perplejidades?

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  El cinismo de la soledad extrema es un calvario que la insolencia atenúa.

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  La filosofía sirve de antídoto contra la tristeza. Y hay quienes creen aún en la profundidad de la filosofía.

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  En este universo provisional, nuestros axiomas sólo tienen un valor de sucesos.

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  La Angustia era ya un producto corriente en la época de las cavernas. Imaginemos la sonrisa del hombre de Neandertal si hubiera previsto que los filósofos llegarían un día a reclamar su paternidad.

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  El error de la filosofía consiste en ser demasiado soportable.

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  Los abúlicos, que dejan las ideas tal como son, deberían ser los únicos que tuvieran acceso a ellas. Cuando los activos se las apropian, el dulce desbarajuste cotidiano se convierte en tragedia.

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  La ventaja de interesarse por la vida y la muerte es que se puede decir de ellas cualquier cosa.

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  El escéptico quisiera sufrir, como los demás, por las quimeras que hacen vivir. No lo consigue: es un mártir de la sensatez.

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  Objeción contra la ciencia: este mundo no merece la pena ser conocido.

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  ¿Cómo se puede ser filósofo? ¿Cómo se puede tener el descaro de atacar del tiempo, de la belleza, de Dios y de todo lo demás? El espíritu se infla y brinca sin vergüenza. Metafísica, poesía —impertinencias de piojo…

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  Estoicismo de feria: ser un apasionado del Nil admirari, un histérico de la ataraxia.

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  Aunque pudiera luchar contra un ataque de depresión, ¿en nombre de qué vitalidad me ensañaría con una obsesión que me pertenece, que me precede? Encontrándome bien, escojo el camino que me place; «tocado», ya no soy yo quien decide: es mi mal. Para los obsesos no existe opción alguna: su obsesión ha elegido ya por ellos. Uno se escoge cuando dispone de virtualidades indiferentes; pero la nitidez de un mal es superior a la diversidad de caminos a elegir. Preguntarse si se es libre o no: bagatela a los ojos de un espíritu a quien arrastran las calorías de sus delirios. Para él, ensalzar la libertad es dar pruebas de una salud indecente.

  ¿La libertad? Sofisma de la gente sana.

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  No contento con los sufrimientos reales, el ansioso se impone imaginarios; es un ser para quien la irrealidad existe, debe existir; sin ello, ¿dónde encontraría la ración de tormentos que le exige su naturaleza?

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  ¿Por qué no podría yo compararme a los mayores santos? ¿Acaso he derrochado menos locura para salvaguardar mis contradicciones que la derrochada por ellos para superar las suyas?

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  Cuando la Idea buscaba un refugio, debía de estar carcomida para no encontrar más que la hospitalidad del cerebro.

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  Técnica que practicamos a costa nuestra, el psicoanálisis degrada nuestros riesgos, nuestros peligros, nuestros abismos; nos despoja de nuestras impurezas, de todo lo que nos hacía curiosos de nosotros mismos.

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  Que haya o no solución a los problemas, eso no preocupa más que a una minoría; que los sentimientos no tengan ninguna salida, que no desemboquen en nada, que se pierdan en ellos mismos, he ahí el drama inconsciente de todos, el insoluble afectivo que cada uno sufre sin pensar en él.

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  Profundizar una idea es atentar contra ella: quitarle todo su encanto y hasta la vida…

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  Con un poco más de fiebre en el nihilismo, me sería posible —negándolo todo— sacudir mis dudas y triunfar sobre ellas. Pero sólo tengo el gusto de la negación, no su don.

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  Haber conocido la fascinación de los extremos… y haberse detenido en algún lugar situado entre el diletantismo y la dinamita.

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  Debería ser lo Intolerable, y no la Evolución, el tema preferido de la biología.

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  Mi cosmogonía añade al caos original una infinidad de puntos suspensivos.

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  Cada vez que tenemos una idea, algo se pudre en nosotros.

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  Todo problema profana un misterio; a su vez, al problema lo profana su solución.

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  Lo patético revela una profundidad de mal gusto —como esa voluptuosidad de la sedición en la que se complacieron un Lutero, un Rousseau, un Beethoven, un Nietzsche. Los grandes acentos —plebeyez de los solitarios…

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  Esa necesidad de remordimientos que precede al Mal, mejor dicho, que lo crea…

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  ¿Podría soportar un solo día sin esta caridad de mi locura que a diario me promete el Juicio Final para el día siguiente?

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  Sufrimos: el mundo exterior comienza a existir…; sufrimos demasiado: desaparece. El dolor lo suscita únicamente para desenmascarar su irrealidad.

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  El pensamiento que se libera de todo prejuicio se disgrega e imita la incoherencia y la dispersión de las cosas que quiere aprehender. Con ideas «fluidas» se extiende uno sobre la realidad, se adhiere uno a ella, pero no se la explica. Así, se paga caro el «sistema» que no se ha deseado.

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  Lo Real me produce asma.

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  Nos repugna llevar hasta sus últimas consecuencias un pensamiento deprimente, aunque sea inatacable; lo soportamos hasta el momento en que nos afecta las entrañas, en que comienza a ser malestar, verdad y desastre de la carne. —Nunca he leído un sermón de Buda o una página de Schopenhauer sin verlo todo de color rosa…

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  Encontramos Sutileza:

  en los teólogos. Al no poder probar lo que proponen, están obligados a practicar tal cantidad de distinciones que con ellas perturban el espíritu —que es lo que desean. ¡Qué virtuosismo se necesita para clasificar a los ángeles en decenas de especies! Y eso sin insistir en Dios: su «infinito» ha malogrado numerosos cerebros, desgastándolos;

  en los ociosos —en los mundanos, en las razas indolentes, en todos aquellos que se alimentan de palabras. La conversación, madre de la sutileza… Por haber sido insensibles a ella, los alemanes se hundieron en la metafísica. Por el contrario, los pueblos habladores, los antiguos griegos o los franceses, expertos en los encantos del espíritu, sobresalieron en la técnica de las futilidades;

  en los perseguidos. Obligados a la mentira, a la argucia, al engaño, llevan una vida doble y falsa: la insinceridad —por necesidad— excita la inteligencia. Seguros de sí mismos, los ingleses son aburridos: pagan de esa manera los siglos de libertad que han podido vivir sin recurrir a la astucia, a la sonrisa hipócrita, a las artimañas. Se comprende así por qué, en el polo opuesto, los judíos poseen el privilegio de ser el pueblo más despierto;

  en las mujeres. Condenadas al pudor, deben disimular sus deseos y mentir: la mentira es una forma de talento, mientras que el respeto de la «verdad» corre parejo de la grosería y de la tosquedad;

  en los tarados que no se hallan internados, —en los pervertidos con quienes un código penal ideal soñaría.

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  Cuando uno es joven, practica la filosofía, menos para buscar en ella una visión que un estimulante; uno se dedica a las ideas, adivina el delirio que las ha producido, sueña con imitarlo y exagerarlo. La adolescencia se complace en el malabarismo de las alturas; en los pensadores ama al saltimbanqui; en Nietzsche nos gustaba Zaratustra, sus poses, sus payasadas místicas, verdadera feria de cumbres… Su idolatría de la fuerza es menos un signo de esnobismo evolucionista que una tensión interior proyectada hacia fuera, una embriaguez que interpreta y acepta el devenir. De ello tenía que resultar una falsa imagen de la vida y de la historia. Pero era necesario pasar por ahí, por la orgía filosófica, por el culto de la vitalidad. Quienes se negaron a ello no conocerán jamás sus consecuencias, el reverso y las muecas de ese culto; no comprenderán nunca las raíces de la decepción.

  Como Nietzsche, creíamos en la perpetuidad de nuestros trances; gracias a la madurez de nuestro cinismo, fuimos más lejos aún que él. La idea del superhombre nos parece hoy una mera lucubración; entonces la encontrábamos tan exacta como un dato experimental. Así se eclipsó el ídolo de nuestra juventud.

  Pero ¿qué Nietzsche —en el caso de que hubiera varios— permanece aún? El experto en decadencias, el psicólogo agresivo —no solamente observador como los moralistas— que escruta como un enemigo y se crea enemigos; pero sus enemigos los extrae de sí mismo, como los vicios que denuncia. ¿Se ensaña con los débiles?, practica la introspección; y cuando ataca la decadencia, describe su propio estado. Todo su odio se dirige indirectamente contra sí mismo. Proclama sus debilidades y las erige en ideal; si se detesta, el cristianismo o el socialismo sufren las consecuencias. Su diagnóstico del nihilismo es irrefutable: porque él mismo es nihilista y lo confiesa. Panfletario enamorado de sus adversarios, no habría podido soportarse de no haber combatido contra sí mismo, de no haber instalado sus miserias en otro lugar, en los demás: se vengó en ellos de lo que él fue. Habiendo practicado la psicología como héroe, propone a los apasionados de lo Inextricable una diversidad de callejones sin salida.

  Medimos su fecundidad en las posibilidades que nos ofrece de repudiarle continuamente sin acabar con él. Espíritu nómada, es un experto en variar de desequilibrios. Ha sostenido siempre el pro y el contra de todo: es el procedimiento de quienes se dedican a la especulación por no haber podido escribir tragedias o dispersarse en múltiples destinos. —Lo cierto es que Nietzsche, exponiendo sus histerias, nos ha desembarazado del pudor de las nuestras; sus miserias nos han sido provechosas. Él inauguró la era de los «complejos».

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  El filósofo «generoso» olvida, en detrimento de sí mismo, que de un sistema sólo sobreviven las verdades nocivas.

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  En la época en que, por inexperiencia, se le coge gusto a la filosofía, yo decidí, como todo el mundo, hacer una tesis. ¿Qué tema escoger? Quería uno manido e insólito a la vez. Cuando creí haberlo encontrado corrí a comunicárselo a mi profesor.

  —¿Qué le parece una Teoría general del llanto? Me siento capaz de desarrollar ese tema.

  —Es posible, me dijo, pero le va a costar encontrar bibliografía.

  —Si es por eso, no importa. La Historia entera me respaldará con su autoridad —le respondí con un tono de impertinencia y de triunfo.

  Pero como, impaciente, me miraba con desdén, decidí en el acto liquidar al discípulo que había en mí.

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  En la Antigüedad, el filósofo que no escribía, pero pensaba, no se exponía al desprecio; desde que nos postramos ante la eficacia, la obra se ha convertido en el absoluto del vulgo; a quienes no producen se les considera «fracasados». Sin embargo, esos «fracasados» habrían sido los sabios de otros tiempos; ellos rehabilitarán a nuestra época por no haber dejado trazas en ella.

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  Se acerca el momento en que el escéptico, tras haberlo cuestionado todo, no tendrá ya de qué dudar; será entonces cuando realmente suprimirá su juicio. ¿Qué le quedará? Divertirse o dormitar —la frivolidad o la animalidad.

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  Más de una vez he logrado entrever el otoño del cerebro, el desenlace de la conciencia, la última escena de la razón, y luego una luz que me helaba la sangre.

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  Hacia una sabiduría vegetal: abjuraría de todos mis terrores por la sonrisa de un árbol…

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