domingo, 19 de marzo de 2017

El islam y la filosofía

Al hablar del comienzo de la filosofía en el islam medieval conviene plantear, aunque sea con brevedad, algunas cuestiones conexas. Primero, su denominación genérica: ¿«filosofía árabe» o «filosofía islámica»? Cuando hablamos de «filosofía árabe» nos referimos ciertamente a una filosofía expresada en la lengua árabe, no a una filosofía ligada a la raza árabe (la mayoría de sus grandes filósofos pertenecieron de hecho a otras razas). Sin embargo, esa denominación tiene el inconveniente de dejar fuera a Irán y con él al mundo persa, tan rico culturalmente. Otra dificultad reside en que existen filosofías judías (por ejemplo, Maimónides) y cristianas (por ejemplo, el pensador iraquí del siglo IX Yahya ibn Adi) escritas en árabe. Por otra parte, tampoco en el caso europeo hablamos habitualmente de «filosofía latina» sino de «filosofía cristiana». En un debate celebrado hace años en Lovaina entre arabistas y medievalistas de prestigio, hubo consenso a la hora de preferir la expresión «filosofía islámica».

  Otra cuestión que conviene precisar es el ámbito conceptual que abarca dicha expresión. ¿Está contenida en ella la teología especulativa (el kalam), la mística (tasawwf) o el derecho islámico (al-fiqh)? Reconociendo que antes de al-Kindi y después de Averroes ha habido en el mundo islámico especulaciones filosóficas de muy diversa orientación, y algunas de indudable valor teórico, relacionadas directamente con la sabiduría oriental, con el gnosticismo y con la religión, no solemos incluirlas en los estudios de filosofía islámica por ser ajenas a la tradición racionalista de raíz griega o helenizante.

  Desde su inicial expansión en Arabia en el primer tercio del siglo VII (el calendario musulmán se inicia en el año 622, fecha de la huida de Mahoma a la ciudad de Medina), la nueva religión se caracteriza por su aprecio por el saber, comenzando por el aprendizaje de la lectura y la escritura. Entre los hadices o dichos del Profeta referidos a ello encontramos este: «Aprender un solo capítulo de ciencia es cosa más excelente que arrodillarse cien veces en oración». A pesar de la inicial barbarie de los habitantes de la península Arábiga —la mayoría de ellos pastores nómadas y campesinos, a los que hay que añadir los comerciantes instalados en las ciudades—, a finales del siglo VIII el Imperio islámico se extendía desde Asia Central hasta el océano Atlántico, sobre territorios de fecunda tradición científica, técnica y artística como Siria, la antigua Mesopotamia (actual Iraq), Egipto, Persia y la India.

  Asimilando a razas muy diferentes y continuando el hilo conductor de las religiones monoteístas anteriores (judaísmo y cristianismo), el islam dio muestras, en estos primeros siglos, de una increíble capacidad de absorción al englobar a muy diferentes pueblos y etnias en la umma o comunidad de creyentes, más allá de los lazos tribales. Religión simple en su núcleo dogmático (la unicidad de Dios y la profecía de Mahoma), llamada por ello «religión sin misterios», suprimió la jerarquía religiosa de fuerte arraigo judeocristiano haciendo desaparecer las figuras de sacerdotes, monjes, clérigos y obispos. En paralelo, se consolida el papel social de las mezquitas como hogar del saber abierto a todos (así lo acreditan, por ejemplo, los testimonios referidos a la famosa mezquita de Córdoba y sus núcleos de estudiantes de las más diversas materias, que se arracimaban entre sus columnas), compatible con su uso estrictamente religioso.

  Ansia de saber entre el pueblo, la mayoría del cual podía leer el Corán; manejo entre los estudiosos del conjunto de la ciencia griega ya traducida al árabe; amplia difusión de los libros; tolerancia religiosa; protección de los sabios por parte de los califas y emires reinantes, que aumentaban así su prestigio político aprovechándolos al mismo tiempo como consejeros en la corte; necesidad de legitimar su religión ante el reto de las «ciencias de los antiguos» difundidas en los círculos ilustrados… Todo este conjunto de razones explican el nacimiento y brillante desarrollo posterior de la filosofía en el islam medieval.

  Puede observarse un defecto generalizado en las historias de la filosofía islámica: la ausencia del marco histórico en el que nacieron sus protagonistas y del que fueron su fruto especulativo. En unos casos, los eruditos buscan y rebuscan en los textos de los filósofos musulmanes las citas de Aristóteles y Platón para concluir la mayor o menor afinidad a ellos. En otros, se esfuerzan por fijar como eje de su pensamiento un criterio de ortodoxia religiosa, a semejanza de la escolástica, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones tales tomas de posición eran irrelevantes desde el punto de vista dogmático por tratarse de cuestiones abiertas a una legítima diferencia de opinión. El resultado final en ambos casos es una aparente falta de interés filosófico por hallarnos ante la repetición de conceptos griegos, cuando no de una mera disputa bizantina de inspiración religiosa. Mohamed Ábed Yabri, pensador árabe contemporáneo, combatió con energía esa deformación. Según él, «para poner de manifiesto la diversidad y dinamismo de la filosofía arabo-islámica y, por consiguiente, los vínculos que la unen a su telón de fondo social e histórico, es preciso distinguir su componente cognitivo (conceptos y método) de su contenido ideológico (la función socio-política que el autor asigna al componente cognitivo)». El impacto de la ciencia árabe en Europa fue extraordinario, y a él aludiremos más adelante al referirnos a sus dos grandes creadores, uno oriental, al-Farabi, y otro occidental, Averroes. Quede constancia ya desde ahora de la deuda contraída por la cultura europea en este aspecto, que reconocen abiertamente los mejores medievalistas. «Que los “árabes” hayan jugado un papel determinante en la formación de la identidad intelectual de Europa es otra cosa que no es posible “discutir”, a no ser que se niegue la evidencia. La simple probidad intelectual quiere que la relación de Occidente con la nación árabe pase hoy también por el reconocimiento de una herencia olvidada.»

  [8] Alain de Libera, Pensar en la Edad Media, p. 39; la cursiva es del autor. <<



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