Carpeaux (FIG. 33), aunque es escultor naturalista, pone las bases para una integración impresionista de los materiales sólidos. Prueba de ello es que hace algunas escapadas al campo pictórico y sus cuadros son auténticas premoniciones del impresionismo, tanto por la agilidad expresiva de las formas como por la valentía de integración del color, en forma de manchas, como los impresionistas.
Pero fue su discípulo Rodin (1840-1917) quien ensambló con toda perfección el impresionismo y la escultura. Como habían hecho los pintores, supo insertar el tiempo en la intemporalidad del mármol y del bronce. Muchos autores insisten en la importancia de la luz en la obra de Rodin y airean esta condición para incluirlo con todo derecho dentro del movimiento plástico impresionista. Pero a este respecto hemos de decir lo mismo que cuando nos referíamos a la pintura. No es original Rodin cuando juega con los efectos de luces y sombras, para perfeccionar la propia labor de la piedra. Eso ya lo habían hecho los barrocos. Recordemos a Bernini en alguna obra, como el «Rapto de Proserpina», o el mismo David, empuñando la honda. En cualquiera de ellas no tiene tanta importancia el volumen real del mármol como el volumen sugerido por las sombras y las luces Además, el claroscuro desempeña un papel de dramatismo esencial. No es ésa, repetimos, la novedad de Rodin. Sus figuras están cargadas de temporalidad, son concretas y determinadas. No sólo se mueven en un espacio real, sino que reciben distintos aspectos en el antes y en el después de cada contemplación. «El pensador» de la «Puerta del Infierno» (FIG. 34), es un hombre en reposo, pero no es un reposo temporal, sino tenso, fluido, presto a romperse. Si nos fijamos en sus piernas, más que piernas parecen resortes, dispuestos en cualquier momento a izarle de nuevo y sorprendernos con una decisión inesperada. Ese dinamismo contenido lo aprendió, sin duda, de Miguel Angel, cuya obra conoció profundamente y estudió con detalle durante mucho tiempo. Sus personajes son siempre viejos o dolientes, individuos abatidos por alguna desgracia o un oculto remordimiento o una callada angustia. Son hombres con pasado, hombres insertos en el tiempo. Comparemos sus expresiones de dolor con las renacentistas o barrocas. No tienen semejanza. El dolor barroco es un dolor patético, un dolor hecho para impresionar. La piedra no lo siente, sino el espectador que la contempla. Es un dolor teatral. Lla mejor manera de contemplar a este artista es «a posteriori», saboreando sus obras con el recuerdo después de una rápida contemplación «in situ». Son obras solitarias, no porque su autor sea solitario, sino porque resultan, como todo el Impresionismo, demasiado íntimas. Parece como si no pudieran interesar a nadie nada más que al autor en el momento de crearlas y a ellas mismas posteriormente. Ha habido a lo largo de la historia muchas estatuas de hombres abstraídos en el pensamiento y, sin embargo, ninguna ha quedado como símbolo hasta llegar «El Pensador» de Rodin. ¿Por qué? Porque en esta escultura la abstracción llega al máximo. La piedra misma está abstraída y no se ocupa en absoluto de lo que ocurre a su alrededor. Es una especie de mónada leibniziana, que no pretende ni admite comunicación alguna con el exterior. Copiando la conocida frase del filósofo alemán, podríamos decir que las esculturas de Rodin «no tienen ventanas».
Obras suyas son los «Burgueses de Calais», plena de expresividad temporal, «Las Sombras», el «Beso» (FIG. 35), el retrato de Balzac, etc. Su obra más famosa es la «Puerta del Infierno», verdadera obra maestra de la escultura de su tiempo y uno de los monumentos plásticos más importantes del siglo XIX. Rodin recibe en la vejez (1883) el homenaje de gloria y fama que su continente le debía. Después de la Exposición de Viena, su obra se extiende por Europa y son muchos los que se inspiran en ella a la hora de renovar los caminos escultóricos. En Italia, el principal escultor impresionista es Medardo Rosso (1858-1928). De carácter airado, entabló varias disputas con Rodin, incapaz de aceptar la superioridad y la fama de éste. Su obra no es carente de imaginación y tiene auténtica fuerza expresiva, pero no puede alcanzar, ni mucho menos, la altura de la del francés (FIG. 36).
Figura 33 Pescador con caracola J.B Carpeaux (París, museo de Louvre)
Figura 34 El pensador A Rodin (París, museo Rodin)
En Bélgica sólo podemos mencionar al naturalista Constantino Meunier, y ello con ciertas reservas, pues no logra superar casi nunca el naturalismo, y por ello no es posible considerarlo impresionista más que en contadas ocasiones. En Alemania debemos mencionar la obra de Klinger, que, sin perder de vista el realismo, supo integrarse en la nueva tendencia. En Hungría precisa recordarse la obra de Strobl, quien, sin poder conocer profundamente la obra de Rodin, introduce algunas novedades en la escultura de su país y, sobre todo, una gran perfección técnica. En Suecia debemos recordar los nombres de Molin y, sobre todo, de Carl Milles. En Noruega existe un escultor de gran calidad, Gustavo Vigeland, conocido por el Rodin noruego (1869-1943). Sus obras están inflamadas de sabor épico. En EE.UU. hay que recordar a G. Barnard, discípulo de Rodin, que cultiva el retrato con fuerza característica. Su obra más conocida es el retrato de Lincoln, del Museo Metropolitano de Nueva York
Figura 35 el beso A Rodin ( París, museo Rodin)
Figura 36 El niño enfermo Medardo Rosso ( Roma, museo de Arte moderno)
No hay comentarios:
Publicar un comentario