Pío XI (6 febrero 1922 - 10 febrero
1939)
Personalidad y carrera
eclesiástica. Achille Ratti, Pío XI, nació (31 mayo 1857) en Desio, muy cerca
de Milán. Desio era entonces un núcleo comercial con unos pocos y pequeños
talleres de tejidos. Su padre, Francesco Ratti, director de una de esas
hilaturas, se había casado con Teresa Galli, con quien tuvo cinco hijos;
Achille fue el penúltimo de los hermanos. El trabajo del cabeza de familia
permitió vivir a los Ratti desahogadamente, sin que por ello se pueda entender
que fuera una familia adinerada. Achille aprendió a leer y escribir en la
escuela elemental que tenía en su propia casa de Desio Giuseppe Volontieri. Su
tío Damián, párroco de Asso, y en cuya casa veraneaba de niño, descubrió en él
los primeros síntomas de vocación sacerdotal y le recomendó al rector del
seminario menor de Seveso, donde ingresó a la edad de diez años. Desde 1875
prosiguió los estudios eclesiásticos en el seminario mayor de Milán, donde
permaneció tres años; pero como al concluirlos, en 1878, no tenía todavía la
edad requerida para ordenarse, se le envió al Colegio Lombardo de Roma, para
completar su formación.
Durante todo este tiempo demostró
poseer una capacidad intelectual fuera de lo común, lo que se refleja en su
brillantísimo expediente. Poseía además otras cualidades y en grado
sobresaliente: estaba muy bien dotado para la música y fue también un gran
alpinista. Los Boletines del Club Alpino Italiano, del que era miembro,
registran sus récords de altura en alguno de los veinte ascensos mayores que
realizó, entre otros al Monte Rosa por la difícil vertiente suiza, al Cervino,
al Gran Paraíso y al Mont Blanc, donde una de las vías precisamente conserva el
nombre de «ruta Ratti».
El último mes del año 1879
recibió la ordenación sacerdotal. Y en los tres años siguientes supo compaginar
sus quehaceres para conseguir tres doctorados: el de teología (13 marzo 1882)
en la Academia de Santo Tomás de Aquino, el de derecho canónico (9 junio 1882)
en la Universidad Gregoriana y el de filosofía (28 junio 1882) en la Facultad estatal
de La Sapientia.
Inmediatamente después de
doctorarse se trasladó a Milán, donde permaneció treinta años ininterrumpidos.
Allí, además de ejercer su ministerio sacerdotal, se dedicó al estudio y a la
investigación en campos tan diversos como la paleografía, la historia, la
arqueología o el arte. Durante esta larga etapa publicó numerosos trabajos de
investigación, además de colaborar habitualmente en revistas literarias y
científicas; eludimos aquí el comentario de sus obras (N. Malvezzi, Pío XI en sus
escritos, Madrid, 1926), porque sólo la enumeración de sus títulos ocuparía un
espacio considerable. Baste decir que era unánimemente reconocida su autoridad
intelectual y tenía fama de sabio, lo que le permitió tratar con los grandes de
las ciencias y las letras de su tiempo. Así, por ejemplo, mantuvo muy buenas
relaciones con Guillermo Marconi (1874-1937), premio Nobel de Física en 1909,
que naturalmente acompañó a Pío XI en la inauguración (12 febrero 1931) de la
emisora de Radio Vaticano. Pío XI fue el primer sucesor de san Pedro que
utilizó la radio para hacer llegar su magisterio a todo el mundo. Falta añadir
a todo lo anterior su condición de políglota: conocía varias lenguas muertas,
hablaba francés y alemán y leía inglés.
De 1882 a 1888 trabajó en el
seminario de San Pedro de Milán y en la Universidad Lombarda, donde además de
explicar teología ocupó la cátedra de hebreo. En 1888 ganó una plaza de doctor
en la prestigiosa Biblioteca Ambrosiana, de la que fue prefecto a partir de
1907. La mayor parte de sus publicaciones corresponden a la etapa de
permanencia en la Ambrosiana y a él se debe también la modernización de tan
destacado centro cultural que había sido fundado en 1609; de su importancia
baste decir que a la llegada de Ratti la biblioteca tenía catalogados 15.000
manuscritos y 250.000 volúmenes. Bajo su dirección aumentaron notablemente los
fondos de la Biblioteca Ambrosiana; entre las adquisiciones de la etapa de
Ratti hay que destacar los 1.610 manuscritos procedentes del Yemen.
Ratti, no obstante, supo hacer
compatible toda esta actividad intelectual con el desempeño de su ministerio
sacerdotal. Durante estos años trabajó en parroquias y fue canónigo de la
catedral, desde donde organizó la Asociación de Maestras Católicas, dirigió la
Congregación de Hijas de María, a la que pertenecían mujeres de toda condición
social, fue capellán de las Damas del Cenáculo durante los treinta años de
Milán, enseñaba el catecismo y preparaba a los niños de condición humilde que
acudían a la iglesia del Sagrado Sepulcro y atendía regularmente a los
penitentes en uno de los confesonarios de la catedral, a donde acudían muchos
extranjeros, dada su condición de políglota.
En 1912 san Pío X (1903-1914) le
trasladó a la Biblioteca Vaticana, donde dos años después sucedió en la
prefectura al padre Franz Ehrle (1845-1934). El papa le nombró canónigo de San
Pedro y protonotario apostólico. Cuando ya se vislumbraba el final de la Guerra
Mundial en 1918, Benedicto XV (1914-1922) le designó (19 mayo 1918) visitador
apostólico de Polonia —que se constituía como nuevo Estado al integrar en su
territorio nacional el Gran Ducado de Varsovia, Galitzia occidental, la región
de Poznan y parte de la zona de Teschen, y se convertía a partir de noviembre
de 1918 en la República de Polonia— para que reorganizara todas las diócesis,
misión que se amplió también a las Repúblicas bálticas y a Rusia. Al solicitar
el nuevo gobierno polaco una representación de la Santa Sede en el nuevo Estado
constituido, Ratti fue nombrado nuncio apostólico en Polonia (19 julio 1919) y
consagrado arzobispo titular de Lepanto (8 octubre 1919). Además de su entrega
sacerdotal dio ejemplo de abnegación con motivo de la guerra ruso-polaca, pues
cuando en julio de 1920 las tropas bolcheviques llegaron hasta los suburbios de
Varsovia, rota la resistencia polaca y a punto de ser evacuada la capital,
Ratti fue el único diplomático que permaneció en la ciudad junto con las
autoridades polacas. Gracias a su trabajo se regularizó la situación, que quedó
encauzada para que en 1925 —siendo ya papa— la Santa Sede pudiera firmar un
concordato con Polonia. Restableció, además, cinco obispados, que habían sido
suprimidos durante la dominación rusa.
Regresó de Varsovia para suceder
en la mitra de Milán al cardenal Andrea Giacomo Ferrari (1850-1921). Benedicto
XV anunció su nombramiento episcopal en la misma ceremonia del consistorio en
el que fue elevado al cardenalato (13 junio 1921), Precisamente, durante su
permanencia en la Ambrosiana se había ocupado como estudioso de san Carlos
Borromeo (1538-1584), cardenal y obispo que le había precedido en la sede de
Milán. Además, durante esos años había formado parte de la asociación de
oblatos de San Carlos de Borromeo, lo que le fue de gran ayuda para mejor
orientar su vida interior. Después de recibir dicho nombramiento, todavía
permaneció unas semanas en Roma ultimando trabajos de distintos dicasterios.
Antes de tomar posesión de su diócesis, no obstante, quiso prepararse mediante
la oración para su nueva función arzobispal, y se retiró durante un mes al
monasterio de Montecassino, desde donde escribió sus dos primeras cartas
pastorales. Concluido su retiro, dirigió la peregrinación nacional a Lourdes.
De regreso del santuario mariano, hizo su entrada en la ciudad (8 septiembre 1921)
como titular de la sede de Milán. Así pues, su actuación episcopal sólo duró
cinco meses, pues el 2 de febrero de 1922 comenzaba el cónclave en el que sería
elegido papa. Durante esos meses animó al padre Agostino Gemelli (1875-1959) en
la puesta en marcha de la Universidad Católica de Milán, que bajo el nombre de
Universidad del Sagrado Corazón echó a andar con dos facultades y fue
inaugurada (8 diciembre 1921) por el cardenal Ratti.
Ya se han comentado las
excepcionales cualidades intelectuales que poseía Pío XI. Pues bien, dichas
cualidades las hizo rendir al máximo; el papa Ratti demostró siempre una
tenacidad en el trabajo poco común. De temperamento reflexivo y austero por
naturaleza, transmitía a sus colaboradores una seguridad, que emanaba de sus
dotes de gobierno. Ante las dificultades y problemas que se le presentaban, su
fe le llevaba a confiar sobre todo en Dios, por lo que rezaba continuamente y
pedía oraciones por intenciones concretas. Como sacerdote, amó intensamente a
la Iglesia y comprendió con profundidad su dignidad sacerdotal como ministro de
Dios, por lo que procuró ser ante todo un apóstol. Vivió con ejemplar
perseverancia su vida de piedad; a sus 80 años seguía realizando las prácticas
de piedad que había aprendido cuando todavía era un joven seminarista. Su
piedad era profunda, espontánea, sobria y vivida con tal naturalidad y
sencillez, que mediante su ejemplo la lucha por alcanzar la santidad se
presentaba como una meta deseable y accesible a todos. Aquel hombre, que
parecía un coloso tallado en la roca, tenía dentro un alma sencilla y limpia
que producía fascinación (C. Confalonieri, Pío XI visto da vicino, Turín,
1957).
El cónclave de 1922 sólo duró
cuatro días. El cardenal Ratti sobrepasó los necesarios dos tercios del total
de los votos en la última votación de la mañana del día 6. Tras elegir el
nombre de Pío XI, manifestó al sacro colegio que, si bien se proponía
salvaguardar y defender todos los derechos y prerrogativas de la Santa Sede,
quería impartir su bendición urbi et orbi, como prenda de la paz a la que
aspira toda la humanidad. Deseaba el nuevo pontífice abarcar con su bendición
no sólo a Roma y a toda Italia, sino a toda la Iglesia y a todo el mundo, por
lo que la impartiría desde el balcón exterior de San Pedro. Este gesto de paz y
buena voluntad fue interpretado en lo que significaba, pues desde la perdida de
los Estados Pontificios en 1870 esta ceremonia se había celebrado en el
interior, como respuesta de sus predecesores a la usurpación de los territorios
pontificios. Con este gesto, por tanto, Pío XI manifestaba a las claras su
intención de llegar a un acuerdo con el reino de Italia, que pusiera fin a la
«cuestión romana».
El nombramiento de secretario de
Estado recayó en el cardenal Pietro Gasparri (1852-1934), quien después de
coronar con éxito la negociación de los pactos lateranenses y debido a sus
muchos años se retiró. Le sucedió en el cargo (7 febrero 1930) el cardenal
Eugenio Pacelli, futuro Pío XII (1939-1958), quien precisamente por dirigir con
acierto la diplomacia vaticana en los años tan difíciles del ascenso de los
totalitarismos y por sus cualidades personales, era considerado unánimemente
como el más claro sucesor de Pío XI.
Los pactos lateranenses. Después
de la Primera Guerra Mundial el mapa político de Europa sufrió una notable
transformación. La desaparición del Imperio austrohúngaro dio lugar al
nacimiento de nuevos Estados y no pocas de las naciones de las que conservaron
las antiguas fronteras se vieron afectadas por cambios internos tan grandes que
fue preciso reconstruir el entramado diplomático que existía antes de la
guerra. Así se explica que Pío XI tuviera que llevar a cabo una intensa
política concordataria, animado como estaba además a establecer relaciones de
paz y concordia con todos los gobiernos del mundo. A lo largo de su
pontificado, el papa firmó hasta un total de 23 acuerdos, entre convenios,
concordatos y tratados. Sin duda, los más conocidos por su significación fueron
los suscritos con la Italia de Mussolini (1883-1945) y la Alemania de Hitler
(1889-1945) (A. Rhodes, El Vaticano en la era de los dictadores, 1922-1945,
Barcelona, 1974).
Con la firma de los pactos
lateranenses (11 febrero 1929) se zanjaba un problema que duraba ya casi seis
décadas, pues la ocupación de Roma (20 septiembre 1870) liquidaba en beneficio
del nuevo Estado italiano los Estados Pontificios. Ya en el pontificado
anterior se habían emprendido movimientos de aproximación entre las dos partes,
sin que se consiguiera llegar a ningún acuerdo. Pero desde 1926 dieron comienzo
unas largas y delicadas negociaciones secretas, hoy conocidas tras la
publicación del diario (F. Pacelli, Diario delta Conciliazione, Vaticano, 1959)
de uno de los principales protagonistas por parte del Vaticano, como fue el
abogado Francesco Pacelli, hermano del futuro Pío XII, nuncio en Berlín por
aquellas fechas, como ya se ha dicho.
Los pactos lateranenses, que
permitieron la creación del minúsculo Estado del Vaticano, estaban formados por
un tratado entre la Santa Sede y el Estado italiano, un concordato entre la
Iglesia e Italia y un convenio económico. El artículo 26 del tratado reconocía
la existencia del «Estado de la Ciudad del Vaticano bajo la soberanía del
romano pontífice»; el territorio era pequeñísimo, pero resultaba suficiente
para facilitar la independencia de las actuaciones del sucesor de san Pedro. En
el concordato, Pío XI conseguía frente al fascismo salvaguardar dos aspectos
fundamentales como eran el derecho a la enseñanza religiosa en la instrucción
pública y el reconocimiento de los efectos civiles del sacramento del
matrimonio, regulado por el derecho canónico. En cuanto al convenio económico,
la indemnización solicitada en principio de 2.000 millones de liras fue
sustancialmente rebajada.
Por su parte Mussolini, personaje
agnóstico y pragmático, consciente de que en la Italia católica tarde o
temprano había que dar una solución a la «cuestión romana», buscó un acuerdo
por el prestigio nacional e internacional que podía proporcionarle una
solución, que los gobiernos anteriores no habían sabido encontrar a lo largo de
casi sesenta años. Pío XI, aunque se mantuvo siempre firme y combativo frente a
la ideología anticristiana del fascismo, a la que llegó a condenar formalmente,
manifestó su reconocimiento hacia la persona que hizo posible el acuerdo.
Parece así observarse una actitud
similar a la que, hasta el final de sus días, mantuvo Pío VII en relación al
emperador francés Napoleón; por más que éste le hubiera hecho sufrir, no olvidó
nunca el papa que había sido el hombre que, mediante el Concordato de 1801,
había proporcionado la paz a la Iglesia (G. Redondo, La Iglesia en el mundo
contemporáneo, t. II, Pamplona, 1978).
Por lo demás, dicho concordato
estuvo vigente con la República romana hasta el 18 de febrero de 1984.
Sin duda, la firma de los pactos
lateranenses causó un gran impacto en la opinión pública de entonces, no sólo
en la de la nación italiana, sino en la de todo el mundo. Por lo que
significaban los acuerdos de Letrán, aquel acontecimiento histórico era desde
luego bastante más importante para la Iglesia que para el Estado italiano. Con
la renuncia a los Estados Pontificios, la Iglesia ponía fin a la milenaria
época constantiniana. De este modo, al abandonar sus reivindicaciones
temporales, la Iglesia se concentraba en su fin primordial y específico: el
pueblo de Dios, apoyándose exclusivamente en la fuerza del Espíritu Santo (B.
Mondin, Dizionario enciclopédico del papi, Roma, 1995). Por lo demás, no deja
de ser paradójico que el pontificado recobre en esta nueva etapa un prestigio
tal sólo comparable al de los momentos más brillantes de toda su historia. En
efecto, desde 1929 hasta la actualidad, cada uno de los sucesivos sumos
pontífices han visto aumentar su autoridad espiritual y moral dentro de la
Iglesia y también fuera de ella.
Las relaciones de la Santa Sede
con Alemania. En cuanto a Alemania, la Constitución de la República de Weimar
establecía una clara separación entre la Iglesia y el Estado. Desligadas las
autoridades alemanas de los grupos luteranos, la diplomacia de la Santa Sede
pudo llegar a conseguir determinados acuerdos parciales en algunas regiones de
Alemania. Así, en 1924 se firmó un concordato con Baviera, según el cual en esa
zona se toleraba la práctica de la religión católica y, en contrapartida, los
nombramientos de los nuevos obispos debían ser presentados al gobierno por si
en alguno de los candidatos propuestos recaía algún impedimento político a
juicio de las autoridades alemanas. Mayores dificultades encontró el nuncio
Pacelli hasta lograr la firma del concordato con Prusia en 1929. La Liga
Evangélica promovió una intensa campaña para impedirlo y llegó a recoger hasta
tres millones de firmas contra el concordato, que a pesar de todo pudo ser
ratificado el 13 de agosto de 1929.
El ascenso de los nazis al poder
provocó la inmediata protesta de los obispos alemanes contra el programa del
nacionalsocialismo. Ante la crispación surgida entre los católicos alemanes,
los nuevos gobernantes trataron de pacificar los ánimos, con el fin de ganar un
tiempo que les era necesario hasta que se consolidasen en el poder. Poco
después del nombramiento (29 enero 1933) de Adolf Hitler como canciller, el
vicecanciller Franz von Papen (1879-1969) iniciaba los contactos con el
secretario de Estado, Eugenio Pacelli. Se llegó con rapidez a la conclusión de
las conversaciones, lo que permitió firmar un concordato (20 julio 1933). Había
que remontarse hasta el año 1448 para encontrar un convenio de validez unitaria
para toda Alemania. Según el acuerdo, el Estado alemán permitía el ejercicio
público de la religión católica, se reconocía a la Iglesia independencia para
dirigir y administrar con libertad los asuntos de su competencia, se
garantizaba a la Santa Sede la comunicación con sus obispos y se le reconocía libertad
en el nombramiento de cargos eclesiásticos, se daba entrada a la enseñanza de
la religión en la escuela primaria y se autorizaba a la Iglesia establecer
facultades de Teología en todas las universidades alemanas. Por su parte, el
Estado podría ejercer el veto sobre el nombramiento de obispos por motivos
políticos y los obispos ya electos debían prestar juramento de fidelidad al
führer; además, ningún clérigo podría pertenecer a partidos políticos. Al
término de la Segunda Guerra Mundial, la República Federal aceptó el concordato
de 1933 sin apenas variarlo.
No ha faltado quien en la
interpretación de estos acuerdos ha querido ver una aprobación encubierta del
nacionalsocialismo por parte de la Santa Sede, conclusión a la que sólo es
posible llegar desfigurando los hechos. Conviene recordar que fue el gobierno
alemán quien tomó la iniciativa; por lo tanto, y como manifestara públicamente
el propio Pío XI, de haberse negado a conversar hubiera recaído sobre la Santa
Sede la responsabilidad de abandonar a los católicos alemanes, pues al menos
con las bases del concordato se les proporcionaba un cierto recurso ante una
posible defensa de sus derechos. Además, cuando se negoció el concordato, si
bien era conocida la ideología nazi, todavía no se había desarrollado su
programa y por lo tanto no se podían conocer ni por aproximación las verdaderas
dimensiones de la barbarie que se avecinaba. Por el contrario, quienes sí las
conocían, años más tarde, fueron los dirigentes de Francia y Gran Bretaña, y a
pesar de ello pactaron en Munich con los nazis en 1938. Ya por entonces hacía
tiempo que el papa había condenado al nazismo, por su ideología pagana y
anticristiana, mediante la encíclica Mit brennender Sorge (14 marzo 1937).
Al igual que en el caso de
Mussolini, la causa por la que Hitler tomó la iniciativa para redactar un
concordato con la Santa Sede fue su deseo de incrementar su prestigio
internacional; más todavía si se considera que anteriormente la República de
Weimar (1919-1930) no había conseguido firmar un concordato unitario, por lo
que fue preciso llegar a acuerdos regionales. Y es que los esfuerzos del
pontífice anterior, Benedicto XV, reclamando una paz justa durante la Primera
Guerra Mundial, habían añadido al pontificado un enorme prestigio en los ámbitos
internacionales, que todos estaban dispuestos a lucrar en beneficio propio.
Precisamente, esta situación de prestigio contribuyó, sin duda, a que se
pudiera firmar una larga serie de acuerdos bilaterales durante este pontificado
—como ya se dijo— hasta un total de 23. Hitler fue el penúltimo en conseguirlo,
pues antes que con Alemania Pío XI había firmado ya 21 convenios, tratados o
concordatos con otros Estados diferentes.
La condena de los totalitarismos.
Ni Pío XI ni su secretario de Estado, que por sus cargos anteriores conocía muy
bien la realidad alemana, se hacían ilusiones de que la firma de los
concordatos con los regímenes totalitarios iba a despejar el camino de
obstáculos. La realidad es que, de inmediato, los fascistas y los nazis violaron
los acuerdos de los concordatos que habían firmado y desataron una implacable
persecución contra la Iglesia. Demasiado temprano tuvo que denunciar Pío XI los
ataques del fascismo contra la Acción Católica de Italia, mediante la encíclica
Dobbiamo intrattenerla (25 abril 1931). En el mes de mayo de 1931, Mussolini
disolvió las asociaciones juveniles católicas. Al mes siguiente, la condena del
fascismo era tajante en la encíclica Non abbiamo bisogno (29 junio 1931),
documento en el que se podían leer párrafos como los siguientes:
la batalla que hoy se libra no es
política, sino moral y religiosa; exclusivamente moral y religiosa […] Una
concepción del Estado que obliga a que le pertenezcan las generaciones
juveniles, es inconciliable para un católico con la doctrina católica; y no es
menos inconciliable con el derecho natural de la familia.
La advertencia del papa tampoco
sirvió para detener a los dirigentes fascistas en su galope hacia la barbarie,
que a imitación de los nazis llegaron a promulgar leyes racistas. Ante estos
hechos, Pío XI preparó un nuevo texto durísimo que se proponía leer en el
décimo aniversario (11 febrero 1939) de la firma de los pactos lateranenses, en
presencia de todo el episcopado italiano que había sido convocado en Roma. No
se pudo celebrar ese acto, ya que Pío XI murió la víspera de dicho aniversario;
sin embargo, conocemos su contenido pues fue publicado posteriormente por Juan
XXIII (1958-1963). El documento, conocido como la alocución Nella luce, iba
dirigido a los obispos italianos y Pío XI ponía de manifiesto, una vez más, la
incompatibilidad entre la ideología fascista y la doctrina de Jesucristo que,
como su vicario en la tierra, debía conservar y transmitir.
Mucho peor transcurrieron los
acontecimientos políticos en Alemania. Y en este punto conviene recordar que es
doblemente falsa la interpretación de lo sucedido como que un loco engañó por
la fuerza a muchos inocentes. Primero, porque sólo una mente tan cuerda y
perversa a la vez como la de I liller pudo planear tal estado de cosas. Y
segundo, porque sus planes se pusieron en práctica gracias a la multitud de
admiradores y colaboradores que el tirano encontró en Alemania y fuera de
Alemania.
Una vez que Hitler se afianzó en
el poder y antes del holocausto, esto es, a partir del verano de 1933, las
leyes racistas aprobaron la esterilización y el asesinato de los deficientes
mentales, se prohibió el matrimonio entre arios y no arios y se creó el
Rasse-Heirat Instituí (Instituto de Matrimonio Racial) donde no pocas alemanas
«puras» incluso se prestaron a ser fecundadas artificialmente. De inmediato
reaccionó la Santa Sede, que entre 1933 y 1939 por medio del nuncio Pacelli y
apoyándose en el concordato envió a Berlín 55 notas oficiales de protesta. De
nada sirvieron, sino para que arreciara la persecución contra los obispos y los
católicos alemanes. En 1937, Pío XI, mediante la encíclica Mit brennender
Sorge, condenaba por anticristianos los planteamientos ideológicos del régimen,
«por divinizar con culto idolátrico» la raza, el pueblo, el Estado y los
representantes del poder estatal. En ese documento también se especificaban los
acuerdos pactados en el concordato y se denunciaba a los dirigentes del III
Reich por sus reiteradas violaciones, calificadas en la encíclica de «maquinaciones
que ya desde el principio no se propusieron otro fin que una lucha hasta el
aniquilamiento». En la encíclica se condenaba igualmente el panteísmo, la falta
de libertad religiosa, las desviaciones morales intrínsecas a la ideología
nacionalsocialista y la brutalidad con que eran arrollados los derechos en la
educación de los niños y los jóvenes.
La Mit brennender Sorge era, a la
vez, respuesta y aliento para los obispos alemanes, que en la reunión episcopal
de Fulda (18 agosto 1936) habían solicitado de Pío XI la publicación de una
encíclica que encarase los acontecimientos que se venían sucediendo en
Alemania. Entre los obispos más combativos contra el nazismo hay que destacar
al arzobispo de Miinster, el cardenal Ciernen! August von Galen (1878-1946), al
arzobispo de Berlín, monseñor Konrad von Preysing y al cardenal arzobispo de
Munich, Michael von Faulhaber (1869-1952). El secretario de Estado pidió al
cardenal Faulhaber un primer borrador, que completó el propio Pacelli
endureciendo el tono de las condenas contra el nacionalsocialismo. Con este
material trabajó Pío XI durante los primeros días de marzo; era la primera vez
que se publicaba una encíclica en alemán. Fue fechada el día 14 de marzo e
introducida y distribuida clandestinamente en Alemania. De este modo, el
domingo de Ramos (21 marzo 1937) se pudo leer en todas las iglesias católicas
de Alemania.
La reacción por parte de los
nazis no se hizo esperar; en las semanas siguientes fueron encarcelados más de
mil católicos, entre ellos numerosos sacerdotes y monjas y, en 1938, fueron
deportados a Dachau 304 sacerdotes. También fueron disueltas las organizaciones
juveniles católicas y, en 1939, se prohibió la enseñanza religiosa. Ante todos
estos atropellos, Pío XI adoptó una postura firmísima, de modo que durante la
visita de Hitler a Roma (3 al 9 de mayo de 1938) el papa se recluyó en
Castelgandolfo, se cerraron los museos del Vaticano, L’Osservatore Romano
ignoró la presencia del führer y el nuncio no acudió a ninguna de las
recepciones. Por si todo eso no era lo suficientemente claro, en directa
referencia a las grandes cruces gamadas que engalanaban las calles de Roma, Pío
XI en una audiencia con recién casados pronunció las siguientes palabras el
cuatro de mayo: «Ocurren cosas muy tristes, y entre éstas la de que no se
estime inoportuno izar en Roma el día de la Santa Cruz, una cruz que no es la
de Cristo.»
Cinco días después de la fecha de
la encíclica que condenaba el nazismo, Pío XI publicaba otra nueva encíclica,
la Divini Redemptorís (19 marzo 1937), contra el ateísmo comunista, ideología a
la que se calificaba como «intrínsecamente perversa» por socavar los
fundamentos mismos de la civilización cristiana y proponer una falsa redención
basada en un seudoideal de la justicia, la igualdad y la fraternidad. En esta
misma encíclica el papa hacía referencia también a la persecución comunista que
padecía la Iglesia en México y en España. Durante la guerra civil española
(1936-1939) fueron asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 frailes
y 283 monjas, lo que equivalía a uno de cada siete sacerdotes y a uno de cada
cinco frailes (A. Montero, Historia de la persecución religiosa en España.
1936-1939, Madrid, 1961). Recientes investigaciones han rectificado al alza las
cifras de A. Montero; el estudio de José Luis Alfaya sobre la diócesis de
Madrid, en el que se da cuenta de los sacerdotes seculares asesinados con sus
nombres y apellidos, eleva en un 30 % más el número de A. Montero para aquella
diócesis. A estos datos habría que añadir el elevado número —imposible de
establecer con exactitud— de tantos católicos españoles que murieron víctimas
del odio contra la religión, en una persecución que hasta para asemejarse a la
de los primeros cristianos dio cabida a acontecimientos como los de la «Casa de
Fieras», el zoo situado entonces en el parque madrileño del Retiro, donde se
arrojaban las personas para que fuesen devoradas por los osos y los leones (J.
L. Alfaya, Como un río de fuego. Madrid 1936, Pamplona, 1998).
Pío XI, en la Divini Redemptorís,
salía al paso de los errores antropológicos propuestos por el materialismo
histórico, cuya doctrina se había convertido en el molde con el que los
comunistas pretendían construir una nueva humanidad. En línea con las condenas
lanzadas sobre el comunismo, ya incluso desde el pontificado de Pío IX
(1846-1878), cuando todavía no se había publicado el Manifiesto comunista
(1848), la encíclica advertía sobre las consecuencias deshumanizadoras que
podrían sobrevenir a la humanidad con el triunfo de la ideología comunista. Lo
cierto es que en esta ocasión tampoco se prestó mucha atención a las
advertencias del sucesor de san Pedro. Es más, en algunos ambientes
intelectuales de Occidente, deslumhrados por el marxismo, las condenas del
comunismo y muy particularmente la Divini Redemptorís fueron descalificadas
sistemáticamente y tachadas de retrógradas hasta hace bien poco tiempo. Y en
honor a la verdad se debe dejar constancia de que no han faltado católicos y
hasta clérigos, que afectados por un complejo de inferioridad, también se
mostraron partidarios del comunismo. Sin embargo, tras la caída de los
regímenes comunistas en Europa, la historia ha venido a dar la razón al
magisterio de los romanos pontífices sobre el comunismo. Por otra parte, el
tiempo ha venido a demostrar que esas denuncias, además de evangélicas y
pastorales —es decir, no políticas— eran plenamente proféticas.
La persecución religiosa en
México. Las leyes de reforma de 1859 promulgadas por Benito Juárez (1806-1872)
fueron el punto de arranque de una política de desacuerdos entre el Estado
mexicano y la Iglesia durante la segunda mitad del siglo xix. Esta falta de
entendimiento se suavizó durante la dictadura (1876-1910) de Porfirio Díaz
(1830-1915). Por otra parte, la sociedad mexicana marchaba en dirección bien
opuesta a la de sus autoridades; sus creencias y prácticas religiosas hablaban
bien a las claras de sus sentimientos. Sin embargo, no había llegado todavía lo
peor para los católicos mexicanos, pues la persecución religiosa se desató
durante el largo proceso de la revolución mexicana que transcurre entre 1910 y
1940.
En 1910, coincidiendo con el
centenario de la independencia, Francisco Madero (1873-1913) encabezó una
revolución contra el porfiriato, a la que se unieron distintos personajes,
entre otros los legendarios Emiliano Zapata (1883-1919) y Pancho Villa
(1887-1923). La cuantía y la personalidad de los revolucionarios, así como la
ausencia de un programa común, complicó y prolongó en exceso la revolución,
hasta el punto de que sería más propio hablar de «revoluciones», en plural,
para referirse a los acontecimientos que se suceden en México a lo largo de
esas tres décadas. El trágico final de varios de los revolucionarios,
asesinados entre ellos mismos, refleja el desgobierno y el caos reinante en
México durante todo este período. No es éste el lugar para describir los
acontecimientos en su conjunto (J. Meyer, La révolution méxicaine, París,
1973), ya que nos debemos limitar a la situación de la Iglesia en México.
La nueva Constitución de 1917
negaba toda personalidad a la Iglesia en México, secularizaba la enseñanza,
prohibía las órdenes religiosas y, en suma, marcaba el comienzo de la
persecución religiosa. El sectarismo antirreligioso arreció con la llegada a la
presidencia de la República, en 1924, de Plutarco Elias Calles (1877-1945). Al
no estar permitida la reelección, fue sustituido en 1929, pero de hecho
controló la situación política de México hasta el mes de junio de 1935, en que
fue expulsado del país por su contrincante, el presidente Lázaro Cárdenas
(1895-1970). Calles consideraba a la Iglesia católica como el enemigo número
uno del régimen y se propuso su exterminio; político sin escrúpulos, utilizó
cuantos recursos creyó oportunos para lograr sus propósitos, incluida la
promoción de una Iglesia cismática. Por su parte, Pío XI, mediante la encíclica
Paterna sane sollicitudo (2 febrero 1926), se dirigía a los obispos mexicanos y
denunciaba la injusticia de las disposiciones legales antirreligiosas de
México, de las que decía que «no merecen el nombre de leyes». A continuación,
el romano pontífice recomendaba calma en el obrar y prohibía expresamente que
se formase un partido católico. En los planes de Pío XI se confiaba en que la
Acción Católica fuera cambiando la situación. Como muestra de buena voluntad
envió a México a monseñor Caruana, a donde llegó a principios de marzo de 1926.
La reacción de Calles fue
violentísima. Expulsó de México a monseñor Caruana y se endurecieron aún más
las leyes, por lo que se reformó el Código penal en 1926. De acuerdo con la
reforma, la administración de los sacramentos y la celebración de la santa misa
se castigaban con penas de prisión. El Comité Episcopal protestó por la medida
y ordenó la suspensión de cultos en toda la República (11 julio 1926). A esta
reacción enérgica y contraria a la voluntad del papa, contrarreplicó con saña
el gobierno de Calles. Una nueva encíclica, la Iniquis afflictisque (18
noviembre 1926), llamaba a la calma. En este clima de tensión, sucedió lo
imprevisto; en el mes de enero de 1927 los campesinos mexicanos se levantaron
en armas al grito de «Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe», contra un
poder que les impedía vivir la religión. El levantamiento fue una sorpresa para
la jerarquía, pero también y sobre todo para el gobierno mexicano, que estaba
convencido de que la religión era cosa de mujeres.
Lo que despectivamente fue
juzgado por el gobierno como una algarada de alborotadores, a los que apodó con
el nombre de «cristeros», fue el comienzo de una guerra que se prolongó hasta
1929 (J. Meyer, La Crisíiada, 2 vols., México, 1973). Los cristeros llegaron a
encuadrar 50.000 hombres y de hecho se hicieron con el control de la mitad del
país. La represión fue durísima y sanguinaria, y se pudo llegar a la pacificación
por la intervención del delegado papal, monseñor Ruiz Flores. Los denominados
Arreglos (22 junio 1929) con el gobierno prometían una amnistía, la restitución
de los lugares de culto y la suspensión —que no la modificación— de la
legislación antirreligiosa. De nuevo, Pío XI apostaba por la vía pacífica,
precisamente en el momento en el que los cristeros estaban en su momento más
fuerte y tenían al gobierno contra las cuerdas.
Pero firmar los Arreglos y
proseguir la persecución religiosa por parte del gobierno mexicano fue todo
uno. «La revolución no ha terminado —afirmaba Calles, en el Grito de
Guadalajara de 1934—, es preciso entrar en una nueva etapa que yo llamaría
psicológica; debemos penetrar y apoderarnos de las conciencias de la infancia,
de la juventud, puesto que ellos son y deben ser para la revolución, para la
colectividad.» En 1935, se modificaba el artículo tercero de la Constitución en
los siguientes términos: «La educación dada por el Estado será socialista, y no
contenta con excluir toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los
prejuicios.» Todo ello provocó el estallido de la «segunda» guerra en 1935. En
esta ocasión se protestaba por la persecución religiosa, por la educación
socialista y sexual de los colegios y se pedía la reforma agraria; y como
novedad, en esta guerra a los combates abiertos se agregaron las acciones
terroristas contra los funcionarios del gobierno y las autoridades agrarias. La
jerarquía desautorizó las acciones y castigó con la excomunión a los rebeldes. En
estas circunstancias surgió la pugna política entre Cárdenas y Calles, que se
saldó con la expulsión del país del segundo.
En los primeros meses de 1936,
por la vía de los hechos y poco a poco, Cárdenas llegó a una distensión con la
Iglesia en México, pragmática y no escrita, sistema que ha estado en vigor
hasta la década de los noventa. Por otra parte, y garantizado el proceso de
pacificación, muy pocos días después de publicar la Mit brennender Sorge y la
Divini Redemptoris, Pío XI daba a la luz la Firmissimam constantiam (28 marzo
1937), donde reconocía la lealtad de los católicos mexicanos a la Iglesia,
condenaba de nuevo el comunismo, reprobaba la acciones violentas de los
católicos para dejarse oír y volvía a recomendar que los seglares se encuadrasen
en la Acción Católica, que como instrumento de la jerarquía y ajena a
posiciones partidistas era quien debía restaurar la sociedad. Naturalmente,
había también referencias al gobierno mexicano y a cuantos gobiernos creían ver
en la Iglesia a su enemigo: «Se engañan creyendo no poder hacer reformas
favorables al pueblo si no es combatiendo la religión de la mayoría.»
Las relaciones de la Santa Sede
con Francia y la condena de Action Franqaise. La actitud de la Santa Sede
respecto a Francia prosiguió en la línea promovida por León XIII, que se conoce
como ralliement. Ya se vio cómo esta tendencia de buen entendimiento fue
abortada por el sectarismo de Combes (1835-1921), hasta el punto de romper
relaciones con la Santa Sede durante el pontificado de san Pío X. Por su parte,
Benedicto XV consiguió normalizar la situación diplomática. Pío XI prosiguió
las relaciones con las autoridades francesas en este mismo clima, que algunos
definen como de «concordia sin concordato». Precisamente todo esto sucedía
cuando en 1924 había ganado las elecciones el Cartel des Gauches (coalición de
izquierdas con mayoría socialista), capitaneado por Edouard Herriot (1872-1957)
que había basado la campaña electoral en una lucha contra la Iglesia, hasta el
punto de prometer que en caso de ganar suprimiría la embajada francesa en la
Santa Sede. Pero las protestas sociales fueron de tal magnitud que tuvo que dar
marcha atrás, de modo que se puede afirmar que el sectarismo anticlerical de
los políticos triunfadores fue derrotado por la sociedad francesa en el bienio
1925-1926.
Por su parte, Pío XI, mediante la
encíclica Maximam gravissimamque (18 enero 1924), había aceptado la propuesta
de las autoridades francesas para la formación de asociaciones diocesanas, que
se debían hacer cargo de los bienes de la Iglesia que todavía no habían sido
vendidos. Dichas asociaciones estaban presididas por el obispo, quien a su vez
tenía facultad para designar a sus componentes. Y aunque el triunfo del Cartel
des Gauches en 1924 impidió de momento la restitución de estos bienes, en 1926
las Cámaras acabaron por votar la devolución gratuita de los bienes
eclesiásticos requisados, que todavía no habían sido adjudicados a
particulares. No era mucho lo que se podía devolver por entonces, pero al menos
con ese resto los católicos franceses pudieron recomenzar y emprender una etapa
de recuperación.
El cambio de situación de la
Iglesia en Francia no se debía exclusivamente a la habilidad de los
diplomáticos del Vaticano o al oportunismo del gobierno de izquierdas. Dicho
cambio obedecía sobre todo a las profundas transformaciones que estaban
teniendo lugar en el seno de la sociedad francesa. Ya me he referido
anteriormente a la presión social sobre las autoridades políticas, lo que sin
duda guardaba relación con la renovación religiosa de los católicos franceses,
después de los duros años de prueba. Dicha renovación se tradujo en un
llamativo aumento de franceses que volvieron a la práctica religiosa y en la
conversión de no pocos intelectuales, entre los que destacan los nombres de
Francois Mauriac (1885-1970) —académico francés desde 1933 y premio Nobel en
1952— y Henri Millón de Montherlant (1896-1972). A la vista de esta situación,
en 1929 el gobierno francés permitió que algunas congregaciones misioneras
pudieran establecer en Francia sus noviciados y sus procuradurías.
Pero en medio de esta bonanza
surgió el conflicto con Action Francaise, un grupo monárquico, antidemocrático
y nacionalista, que estaba dirigido por Charles Maurras (1868-1952) y Léon
Daudet (1867-1942), aglutinado en torno a la revista del mismo nombre. Maurras
era seguidor del positivismo de Comte (1798-1857), antiliberal y ateo; para él
la Iglesia tenía solamente una entidad sociológica y cultural, por lo que debía
ser supeditada a la razón de Estado como supremo fin. En consonancia con las
doctrinas totalitarias («todo es política»), Maurras expresaba a la francesa su
concepto reduccionista del hombre con su politique d’abord («política ante
todo»). Pero no faltaron católicos franceses que vieron con simpatía el grupo
de Action Francaise por lo que podía suponer de freno a la política
anticlerical de los partidos de izquierda; de hecho, la revista ejerció una
gran influencia en los sectores más jóvenes de la población francesa. Maurras
proponía a la juventud sustituir el objetivo de vida del seguimiento a
Jesucristo por su politique d’abord.
Ante esta situación, ya san Pío X
había condenado las doctrinas de Maurras, aunque decidió no hacer pública la
condena. Preocupado por el auge que tomaba el grupo de Maurras, Pío XI promovió
una serie de gestiones, que concluyeron en la publicación de la condena de san
Pío X del ateísmo y de la concepción naturalista del hombre de Maurras,
mediante un decreto del Santo Oficio (29 diciembre 1926). Maurras respondió con
su rebelión pública contra el papa en su célebre artículo «Non possumus». Todo
concluyó en unos cuantos dramas personales, pues algunos católicos, partidarios
de Maurras, se vieron incursos en excomunión. Quizás el caso más notorio sea el
del jesuíta y cardenal Louis Billot (1846-1931), que no había disimulado sus
simpatías por Maurras, aunque siempre lamentó su agnosticismo. Billot acabó
renunciado al cardenalato en 1927. Años después, en 1939, el comité de Action
Francaise envió a Pío XII (1939-1958) una carta de sumisión. A partir de
entonces se levantó la prohibición sobre el periódico, pero los números
anteriores permanecieron incluidos en el Index. En cuanto a Maurras, tras la
Segunda Guerra Mundial sufrió prisión como colaboracionista de Vichy; en sus
últimos días se reconcilió con Dios y murió en el seno de la Iglesia.
El magisterio de Pío XI. En otro
orden de cosas, se entiende que el magisterio de Pío XI se desarrollase en
muchos y profundos escritos doctrinales, pues si por una parte los problemas
suscitados durante su mandato fueron de suma gravedad, el papa, que tenía que
hacer frente a los mismos, subía a la cátedra de san Pedro después de adquirir
una sólida formación intelectual, que como dijimos le había granjeado fama de
sabio. Por su número —30 encíclicas y numerosos discursos y alocuciones
radiofónicas— resulta imposible hacer ni siquiera una breve referencia a todos
ellos, por lo que a continuación sólo se mencionan los escritos más
importantes. La línea continua de todo su magisterio consistió en poner freno a
la alocada carrera de una sociedad que paulatinamente se alejaba de Dios y
cuyos dirigentes establecían unas normas sociales al margen de Dios y en no
pocas ocasiones enfrentadas a los mandatos divinos. Así las cosas, todo el empeño
de Pío XI se concentró en abrir puertas para que fuese posible el reinado de
Jesucristo entre los hombres y en sus variadas manifestaciones sociales.
La encíclica inaugural del
pontificado, Ubi arcano (23 diciembre 1922), fue un llamamiento a buscar la paz
para un mundo tan carente de ella. Tres años después, en la encíclica Quas
primas (11 diciembre 1925), ofrecía una guía para encontrarla: «La paz de
Cristo en el reino de Cristo», palabras que se convirtieron en lema de su
pontificado; esa realeza —especificaba el papa— debía entenderse referida al
ámbito espiritual y se oponía al laicismo y a los sistemas que o bien habían
construido una sociedad al margen de Dios, o incluso cimentaron los sistemas de
las relaciones humanas sobre la impiedad y el desprecio del Creador. En ese
mismo documento, el papa instituía la fiesta de Cristo Rey con el fin de
recordar «a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a
Jesucristo, no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y
gobernantes».
De algún modo el resto de las
encíclicas de Pío XI guardan una unidad, por cuanto vienen a iluminar con la
doctrina cristiana a la familia, a la sociedad y al sacerdocio, tres ámbitos
concretos de importancia capital para hacer realidad el reinado de Jesucristo.
En primer término, habría que empezar por fortalecer la institución familiar, a
la que trataban de minar las ideologías dominantes en dos de sus más firmes
pilares como son la educación de los niños y los jóvenes y el matrimonio. Al primero
de estos aspectos se refiere la encíclica Divini illius Magistri (31 diciembre
1929) y al segundo la Casti connubii (31 diciembre 1930).
A pesar de los años transcurridos
desde la publicación de la encíclica Divini illius Magistri, este documento
pontificio sigue siendo un punto de referencia de la doctrina de la Iglesia
sobre la educación. Su actualidad se convierte, por tanto, en la mejor prueba
de que Pío XI la escribió con criterios plenamente universales en el tiempo y
en el espacio. Ahora bien, conviene recordar que este texto con toda intención,
en principio, fue publicado en italiano, bajo el título Rappresentanti in
terra. Naturalmente, Pío XI reprobaba el monopolio estatal en materia de
enseñanza que era uno de los puntos capitales del programa fascista y fijaba
con claridad el derecho de la educación en los siguientes términos:
La familia ha recibido del
Creador la misión y por lo tanto el derecho de educar a la prole; es un derecho
inalienable porque está estrechamente unido a esa obligación; es un derecho
anterior a cualquier derecho de la sociedad y del Estado, y por lo tanto
inviolable para cualquier potestad terrana.
No obstante, el pontífice
reconoce en la misma encíclica el papel subsidiario que le corresponde al
Estado en esta materia, a pesar de la prevención que había provocado en las
décadas anteriores el empeño de no pocos en identificar la intervención del
Estado en la escuela con la enseñanza laicista. En su conjunto, la Divini
illius Magistri es uno de los textos pontificios con más propuestas positivas
de los últimos tiempos. Cierto que se condena el monopolio estatal en la
docencia, que se rechaza que la educación sexual sea competencia de los
profesores y no de los padres por las implicaciones morales que conlleva y que
se desenmascara el partidismo de la pretendida «escuela neutra». Pero
justamente en la argumentación de esas condenas se lanzan muchos retos. De
entrada, Pío XI aboga por un clima de armonía entra la familia, la Iglesia y el
Estado para que cada uno desempeñe el papel que le corresponda, además de
empujar a los padres para que asuman el protagonismo que les compete en esa
materia, porque en honor a la verdad y a la vista del pasado hay que afirmar
que los padres habían hecho no pocas dejaciones de derechos en la educación
escolar de sus hijos. Y es que si bien Pío XI en su empeño por reconstruir una
nueva civilización cristiana concedía al clero un protagonismo decisivo, en
ésta y en otras muchas ocasiones puso de manifiesto que sin contar con la
familia no se lograría dicha reconstrucción, pues eran las familias en cuanto
que cristianas los elementos fundamentales para levantar esa civilización donde
fuera posible el reinado de Cristo.
Y, en efecto, la familia se
convertía en el tema central de la encíclica Casti connubii. En dicho
documento, Pío XI rebasa la conocida definición de la familia como célula
básica de la sociedad, para ir más lejos y proponer una espiritualidad propia
de la familia. Naturalmente que el romano pontífice denuncia los males que
atenían contra el vínculo matrimonial, como el amor libre y el divorcio,
condena también el aborto y el eugenismo, para a continuación poner de
manifiesto el origen divino de la institución del matrimonio y sus fines
primarios que son la procreación y la educación de los hijos. Y esa
espiritualidad de la familia, donde los planes de los hombres cuentan como
parte y colaboración de los planes creadores de Dios, tiene su fundamento en la
definición que Pío XI hace en dicha encíclica del matrimonio:
La sagrada unión del matrimonio
se constituye por voluntad divina y por voluntad humana. De Dios procede la
institución del matrimonio, sus leyes, sus fines y sus bienes. Del hombre, con
la ayuda y la colaboración de Dios, depende la constitución de cada matrimonio
particular con las obligaciones y los bienes establecidos por Dios, mediante la
donación generosa de la propia persona a la otra persona para toda la vida.
No se defendía la familia sólo
como la célula de la sociedad y elemento de estabilidad social; Pío XI elevaba
el punto de mira y fijaba a la familia no sólo objetivos humanos, sino también
espirituales. En consecuencia, quedaba excluida de ese ámbito la mentalidad
neomaltusiana que entonces rebrotaba y las prácticas que atentaran contra la
santidad de los esposos, como «todo uso del matrimonio en cuyo ejercicio el
acto quede privado, por industria de los hombres, de su fuerza de procrear
vida». Quizás se pueda comprender el auge del neomaltusianismo si se considera
que tras la amarga experiencia de la Primera Guerra Mundial, durante el período
de entreguerras se trazaron los presupuestos de una cultura de la muerte; un
profundo pesimismo invadió las mentalidades de entonces hasta llegar a elaborar
años después una concepción que definía al hombre como «un ser para la muerte».
Así se entiende que quienes se rindieron ante postulados tan pesimistas y
negativos sobre la vida no la quisieran transmitir a sus descendientes.
Por otra parte, la
descristianización del mundo del trabajo y de las relaciones laborales fue
abordada por Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno (15 mayo 1931), escrita
con motivo del cuarenta aniversario de la Rerum novarían. En este documento Pío
XI reafirma la doctrina social ya expuesta por León XIII y añade nuevos matices
exigidos por el período en que fue publicada; así, por ejemplo, pone un mayor
énfasis en plantear como objetivo la búsqueda de la concordia en las relaciones
laborales, en unas circunstancias históricas concretas en las que la lucha de
clases se justificaba nada menos que con carácter de necesidad científica.
La encíclica Quadragesimo anno,
junto con las dos anteriores referidas a la educación y la familia componen la
gran triología doctrinal de Pío XI. Telegráficamente, las principales ideas de
este documento pontificio son las siguientes: defensa del principio de
subsidiariedad frente a la concentración de funciones por parte del Estado,
apelación al entendimiento mediante la reconstrucción de los «cuerpos
profesionales» en las relaciones laborales frente a la lucha de clases, promoción
del bien común por parte del Estado, favorecer la justicia social —concepto
innovador entonces, que venía a completar el contenido de la noción de justicia
conmutativa— para paliar las desigualdades y las injusticias que se derivan
cuando los sistemas de producción se abandonan de un modo absoluto a las leyes
del mercado.
La ambigüedad con la que la
encíclica se refería a los cuerpos profesionales, permitió que algunos
interpretasen la encíclica como una propuesta de regreso al corporativismo
medieval; por su parte, otros creyeron ver en esos términos la justificación
del concepto social de los regímenes autoritarios de la nación de Austria de
Engelbert Dollfuss (1892-1934) y del Estado de Portugal de Antonio de Oliveira
Salazar (1889-1970). Lo único seguro era que tales términos —cuerpos
profesionales— se empleaban en el documento pontificio en contraposición del
estatismo social y de la lucha de clases, ideologías que parten de un concepto
anticristiano del hombre que eran las que se condenaban, sin proponer ninguna
como solución concreta. Y debido a todas estas equivocadas interpretaciones
—algunas, por supuesto, interesadas—, Pío XI salía al paso años después en la
encíclica Divini Redemptoris con estas palabras:
La Iglesia, en efecto, aunque
nunca ha presentado como suyo un determinado sistema técnico en el campo de la
acción económica y social, por no ser ésta su misión, ha fijado, sin embargo,
claramente, las principales líneas fundamentales, que si bien son susceptibles
de diversas aplicaciones, según las diferentes condiciones de tiempos, lugares
y pueblos, indican, sin embargo, el camino seguro para obtener un feliz
desarrollo progresivo del Estado.
A las cuestiones sociales estaba
dedicada también la encíclica Caritate Christi (3 mayo 1932), en cuyo texto,
tras manifestar la incompatibilidad entre el comunismo y el sentido cristiano
de la vida, se hacía referencia a la situación derivada de la crisis económica
de 1929 en los siguientes términos: «los cabecillas de toda esta campaña de
ateísmo, aprovechan la crisis económica actual y con infernal dialéctica se
esfuerzan en hacer creer a las muchedumbres hambrientas que Dios y la religión
son la causa de esta miseria general».
Y en cuanto al sacerdocio, Pío XI
llamaba la atención sobre la importancia de que los sacerdotes tuvieran una
sólida formación teológica en la encíclica Deus scientiarum Dominus (24 mayo
1931), para lo que ya desde el principio de su pontificado había dado
instrucciones precisas en la encíclica Studiorutn ducem (29 junio 1923), en el
sentido de desarrollar la teología sobre los principios de santo Tomás, a quien
proponía Pío XI como guía de los estudios filosóficos y teológicos. Además de
la ciencia, recordó el papa en otro documento, la encíclica Ad catholici
sacerdotii (20 diciembre 1935), el sacerdote debía esforzarse por vivir
santamente, por lo que su acción exterior debía ser el resultado de una intensa
vida de piedad personal levantada sobre la oración, los sacramentos y la
celebración del santo sacrificio de la misa; sólo de este modo, concluía Pío
XI, podrán atender con una solicitud adecuada a todas las necesidades de los
fieles.
La vida de la Iglesia. Como
instrumento operativo para establecer el reinado de Cristo, propuesto por Pío
XI, el papa dio un nuevo sentido a la Acción Católica, orientación tan
diferente a la que hasta entonces la había animado que se puede afirmar —sobre
todo a partir de 1928, año en que comienzan a aparecer los numerosos documentos
pontificios al respecto— que nos encontramos con una realidad distinta a la que
hasta entonces llevaba ese mismo nombre. Como es sabido, Pío XI fue designado
popularmente como «el papa de la Acción Católica», y él mismo se refirió a esta
organización en repetidas ocasiones como «la niña de mis ojos», para manifestar
la confianza que había depositado en esta institución. Precisamente porque el
papa diseñaba una Acción Católica, sin ninguna connotación política, quiso que
su desarrollo tuviera lugar al margen de los partidos confesionales católicos,
como el Partito Populare Italiano de Don Sturzo (1871-1959) o el Zentrum de
monseñor Ludwig Kaas (1881-1952), a cuyos líderes retiró su apoyo.
No siendo política sino
religiosa, afirmaba el pontífice, la Acción Católica era sin embargo acción
social porque promovía el reino de Cristo en la sociedad, tratando de orientar
la solución de los problemas según los principios cristianos (J. Escudero
Imbert, «El pontificado de Achille Ratti, papa Pío XI», Anuario de Historia de
la Iglesia, VI, Pamplona, 1997).
En sus documentos, la Acción
Católica era definida por Pío XI como un apostolado auxiliar de la Iglesia, sin
otra finalidad que la de que los seglares participasen en cierto modo del
apostolado jerárquico, de modo que actuasen tan sólo como una longa manus de la
jerarquía y en concreto del sacerdote de la parroquia con quien de hecho tenían
contacto. A luz del Concilio Vaticano II puede afirmarse que tal concepción
dejaba sin desarrollar en plenitud la teología bautismal, como hoy la
conocemos. Pero sería injusta una descalificación retrospectiva, sin considerar
que la Acción Católica fue ideada en un tiempo concreto y para un tiempo
concreto. Por otra parte, no está de más recordar que dicha concepción
pertenece al ámbito operativo y no al dogmático, por lo que la Acción Católica puede
ser objeto de cuantas modificaciones resulten oportunas al cambiar las
circunstancias históricas.
Coincidiendo en el tiempo con el
pontificado de Pío XI, el beato Josemaría Escrivá de Balaguer, a partir de que
Dios le hiciera ver el Opus Dei (2 octubre 1928) (A. Vázquez de Prada, El
fundador del Opus Dei, 1.1: Señor que vea, Madrid, 1997), comenzó a hacerlo
realidad mediante un intenso trabajo apostólico en Madrid. Dicha intensidad no
estuvo reñida con un echar a andar con sencillez y sin ruido, por lo que en los
años del pontificado de Pío XI el Opus Dei pasó inadvertido. Diez años después
de su fundación todos los miembros del Opus Dei podrían rondar la docena y la
mayoría de ellos todavía eran estudiantes. Concluida la guerra civil española,
en 1939, la entraña universal del Opus Dei desplegaba a sus miembros por
diversas ciudades de España. Sólo tras la conclusión de la Segunda Guerra
Mundial el Opus Dei pudo comenzar a extenderse por los cinco continentes (P.
Berglar, Opus Dei Vida y obra dei fundador Josemaría Escrivá de Balaguer,
Madrid, 1987). Con el tiempo se vería la trascendencia de esta intervención de
Dios en la historia, que llamaba a todo cristiano a santificarse en medio del
mundo, sin sacar a nadie de su sitio y con plena libertad y responsabilidad en
sus actuaciones sociales y profesionales. Tales planteamientos, si bien
entonces no pudieron ser fácilmente comprendidos por las mentalidades del
momento, acabaron más tarde por recibir el espaldarazo de la doctrina del
Concilio Vaticano II.
Durante el pontificado de Pío XI,
las misiones experimentaron un notable desarrollo. Sin duda, Pío XI ya comenzó
a recoger los frutos que por falta de tiempo no pudo ver su antecesor Benedicto
XV, a quien se deben toda una serie de reformas decisivas. Pío XI fue un buen
continuador de Benedicto XV en este punto y sustentó las misiones sobre el
siguiente trípode: centralización en Roma de las obras misionales,
responsabilidad de todos los fieles por cuanto ellos debían cooperar también
con su oración y con su limosna a la evangelización y evitar las interferencias
de las potencias colonizadoras en las misiones. Se pretendía que en esos
territorios la Iglesia se hiciese compatible con las costumbres del lugar y se
nutriera con clero autóctono, para que así cuanto antes dejasen de ser «tierra
de misión» y se convirtiesen en una porción más de la Iglesia de Jesucristo,
caracterizada por ser una y universal. Durante la celebración del Año Santo en
1925, Pío XI organizó una exposición misionera universal en los jardines
vaticanos que sirvió para acercar todavía más a los fieles la realidad de las
misiones. Y en un intento de que cada católico se hiciera responsable del
trabajo misional de la Iglesia mediante la oración y la limosna, Pío XI
estableció en 1926 el Domingo Mundial de las Misiones, que en España se celebra
con el nombre de «Domund».
La encíclica misional de Pío XI
es la Rerum Ecclesiae (28 febrero 1926), donde se manifiesta como un decidido
impulsor del clero indígena. El papa también implicó en la tarea misional a los
religiosos contemplativos, para hacer ver a todos los fieles el valor de la
oración como el medio fundamental e imprescindible en la expansión del
Evangelio. En este sentido instó a que se establecieran monasterios de
carmelitas y trapenses en tierras de misión. No deja de ser significativo que
él mismo, en 1927, proclamase patrona de las misiones, junto con san Francisco
Javier (1506-1552), a santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), una monja
carmelita de clausura a la que él mismo había beatificado en 1923 y canonizado
dos años después. El propio Pío XI pudo ver los primeros resultados; durante su
pontificado los 12.000 sacerdotes misioneros aumentaron a 18.000, se crearon
unas 300 nuevas circunscripciones misioneras y se multiplicó por dos el número
de los católicos en tierras de misión. Con Pío XI se produjo el tránsito del
concepto de «misiones» al de «Iglesias locales»; prueba de ello fue la
consagración en Roma (20 octubre 1926) de los seis primeros obispos chinos, y
más tarde de japoneses y vietnamitas, lo que ponía de manifiesto la catolicidad
o universalidad de la Iglesia fundada por Jesucristo.
De acuerdo con el mandato de
Jesucristo de predicar el Evangelio a todos los hombres, Pío XI había procurado
impulsar las misiones. Por la misma razón, durante su pontificado se realizaron
algunas reuniones con los cristianos separados de Oriente y Occidente. Ya en el
pontificado anterior había tenido lugar el primero de los cuatro encuentros
entre anglicanos y católicos, conocidos como las conversaciones de Malinas, que
se celebraron entre 1921 y 1926. La experiencia era particular, aunque contó
con la autorización de Benedicto XV. Por parte de los anglicanos, la iniciativa
partió de lord Charles Lindley Halifax (1839-1934), un político inglés que
había tenido contacto con el movimiento de Oxford, pero que creía ver una mejor
disposición para este tipo de encuentros entre los católicos belgas que entre
los ingleses. Por este motivo, se valió de un antiguo conocido suyo, el
religioso lazarista Fernand Portal, que entonces era vicario del cardenal
primado de Bélgica, Desiré Joseph Mercier (1851-1926). Realmente la iniciativa
era novedosa; así es que por ser uno de los primeros pasos de lo que con el
tiempo se llamó movimiento ecuménico, más que por los resultados que de
aquellos encuentros se derivaron es por lo que se hace referencia de las
conversaciones de Malinas en la historia de la Iglesia. Con la muerte del
cardenal Mercier, Pío XI consideró oportuno dar por liquidada aquella
experiencia.
En 1925, la Liga mundial para la
colaboración amistosa de las Iglesias, había celebrado un congreso en
Estocolmo, en el que se habían aparcado las cuestiones dogmáticas. Por otra
parte, en 1927 la organización ecuménica Faith and Order había celebrado en Lausana
un congreso mundial, en el que no quiso estar representada la Iglesia católica.
Después de la Segunda Guerra Mundial estas dos organizaciones se fusionaron en
el Consejo Ecuménico de las Iglesias. En cierta medida, estos movimientos
partían del principio del indiferentismo y el relativismo religioso. Por este
motivo Pío XI mantuvo una prudencial reserva, y abordó estas cuestiones en la
encíclica Mortalium ánimos (6 enero 1928), expresando con claridad la pauta a
seguir:
no se puede profesar la fe cristiana
sin creer que Jesucristo fundara la Iglesia como una única Iglesia […] la unión
de los cristianos no se puede facilitar más que de un modo: favorecer el
retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo.
Respecto a los orientales, católicos
y ortodoxos, hay que decir que Pío XI desplegó hacia ellos numerosas
iniciativas. Además de las referencias de la encíclica anterior, Pío XI dedicó
otras dos a los cristianos ortodoxos: la Ecclesiam Dei (1923) y la Rerum
orientalium (8 septiembre 1928). Promovió fundaciones para los estudios
orientales para facilitar un mayor conocimiento de todo ese mundo, en 1929
codificó el derecho de la Iglesia oriental y en 1935 el patriarca de Siria
Tappouni se convertía en el primer oriental que pasó a formar parte del colegio
cardenalicio. En este sentido, hay que destacar la figura de Dom Lambert
Beauduin (1873-1970), que mediante los encuentros entre monjes de Oriente y
Occidente consiguió un mayor conocimiento de los valores espirituales de ambas
zonas, que fueron divulgados a través de la revista Irenikon, por él fundada.
Pío XI no fue sólo el papa sabio
de los profundos escritos doctrinales, sino que fue también guía personal para
los fieles. B. Mondin ha escrito que Pío XI fue «un gran maestro y también un
sublime modelo de vida interior». Así se explica que sus profundas vivencias
espirituales —Cristo Rey, la eucaristía, el Sagrado Corazón, la Virgen y el
rosario— tuvieron su correspondiente reflejo en encíclicas específicas. Éste es
el caso de la encíclica Ingravescentibus malis (29 septiembre 1937), donde
propone el rezo del rosario como remedio para conseguir detener la guerra, ante
los empujes contra la paz de la ideología neopagana del nacionalsocialismo, que
por entonces se empezaron a manifestar de un modo amenazante.
Particularmente significativos
fueron los modelos de santidad que Pío XI propuso a los fieles, al elevar a los
altares a un buen número de santos. Concretamente, 496 beatos en 42
beatificaciones y 33 santos en 16 ceremonias de canonización. En este sentido,
ya se comentó la canonización de santa Teresa del Niño Jesús y su patronazgo
sobre las misiones; Pío XI sentía por esta monja de clausura tal admiración que
en repetidas ocasiones se refirió a ella como «la estrella de mi pontificado».
Otro tanto sucedió con san Juan Bosco (1815-1888), a quien Pío XI había
conocido en su juventud; un papa que tuvo que hacer frente al sectarismo
laicista en los ámbitos educativos y que tantos escritos dejó en defensa de la
educación cristiana de los niños y los jóvenes, tuvo que sentir un gran gozo al
canonizar en 1934 a
san Juan Bosco, fundador de los salesianos, a quienes se deben tantas
iniciativas educativas. También fueron canonizados durante su pontificado san
Juan Eudes (1601-1680), formador de sacerdotes, y san Juan María Bautista
Vianney (1786-1859), el cura de Ars, propuesto como patrono de los párrocos. Y
además de éstos, entre otros fueron elevados a los altares san Juan Fisher
(1445-1535), santo Tomás Moro (1478-1535), santa Magdalena Sofía Barat
(1779-1865). Por otra parte, Pío XI elevó a la categoría de doctores de la
Iglesia a san Pedro Canisio (1521-1597), san Juan de la Cruz (1542-1591), san
Alberto Magno (1206-1280) y san Roberto Belarmino (1542-1621).
En 1936, ya octogenario, a Pío XI
se le diagnosticó una miocarditis y una arteriosclerosis de la que se pudo
reponer. Pero la enfermedad y los años habían minado seriamente su robusta
salud de deportista, por lo que los últimos años de su vida fueron
particularmente duros, ya que a los sufrimientos morales que le produjo el auge
de los totalitarismos, que anunciaban una nueva guerra (J. Pabón, Los virajes
hacia la guerra 1934-1939, Madrid, 1946), vinieron a añadirse los padecimientos
físicos. En noviembre de 1938 recayó; a duras penas pasó las Navidades y pudo
transmitir por la radio su alocución de Navidad. El 4 de febrero de 1939
celebraba su última misa, pues ese día su crisis cardíaca se complicó con una
aguda insuficiencia renal. Falleció en la víspera de la celebración del décimo
aniversario de la firma de los pactos lateranenses, a las cinco y media de la
madrugada.
No son pocos los estudios
rigurosos que ya han emitido un juicio histórico acerca del pontificado de Pío
XI. Igualmente han sido varios los congresos celebrados para analizar su
mandato al frente de la Iglesia (Pio XI nel trenteslmo delta morte, 1939-1969.
Raccolta di studi e di memorie, Milán, 1969; // pontificato di Pio XI a
cinquant’anni di distanza, Milán, 1991). Un justo balance del pontificado de
Pío XI es el que se encierra en las siguientes palabras de un historiador
italiano:
Pastor celoso, sabio maestro,
padre afectuoso, guía segura, condotiero enérgico guió con mano experta la
navecilla de Pedro en uno de los momentos más difíciles y oscuros de la
historia. Luchó denodadamente no sólo contra los totalitarismos —comunismo,
fascismo y nazismo— que empujaban a la humanidad hacia una horrenda barbarie,
sino también contra las raíces más profundas de los males que conducían a la
modernidad hacia su propia ruina: el ateísmo, la secularización, la
descristianización; en una palabra, el abandono de Dios, de Cristo y de la
Iglesia.
Pío XI dirigió la Iglesia a su
objetivo primario y esencial: la evangelización, el apostolado, la adoración,
el rezo, comprometiendo en todo ello no sólo al clero sino también a los
laicos, promoviendo la Acción Católica y el apostolado misional. Pío XI hizo
sentir a los católicos la grandeza de su propia fe y el honor de pertenecer al
reino de Cristo. Con Pío XI la Iglesia conquista nuevamente la figura de
«Iglesia militante», de modo que sus miembros se volvieron a sentir orgullosos
de esa militancia (B. Mondin, Dizionario enciclopédico…, ob. cil).
Pío XII (2 marzo 1939 - 9 octubre
1958)
Personalidad y carrera
eclesiástica. Eugenio Pacelli fue elegido papa el mismo día de su 63
cumpleaños, y como nuevo sucesor de san Pedro adoptó el nombre de Pío XII.
Había nacido en Roma y fue el tercero de los cuatro hijos de Filippo Pacelli y
Virginia Graziosi. Los Pacelli pertenecían a una de las familias romanas más
distinguidas y estaban estrechamente ligados al Vaticano por los servicios
prestados al papa desde generaciones anteriores. Su abuelo, Marcantonio, fue
nombrado por Pío IX (1846-1878) sustituto del Ministerio del Interior, cargo
que desempeñó entre 1851 a
1870, y recibió de la Santa Sede un título nobiliario; a uno de sus hijos,
Ernesto, se le encomendó la administración de las finanzas vaticanas y a otro
—al padre de Pío XII— se le nombró abogado consistorial, uno de los cargos más
altos que podían ocupar los seglares en el Vaticano. Filippo Pacelli fue uno de
los consejeros, que colaboró en la redacción del Código de derecho canónico. Y,
como ya se dijo, uno de los hermanos de Pío XII, durante el pontificado
anterior, contribuyó como abogado al éxito de los acuerdos de los Pactos
Lateranenses.
En efecto, Eugenio Pacelli había
nacido (2 marzo 1876) en el seno de una familia con firmes raíces cristianas de
la que recibió una sólida formación religiosa. El cardenal Domenico Tardini
(1888-1961), buen conocedor de su alma, ha descrito su trayectoria espiritual
con estas palabras: «En su dura lucha interior, Pío XII fue guiado y sostenido
por su ardiente piedad hacia Dios, por su tierna devoción a la Virgen y por el
altísimo concepto que poseía del papado» (D. Tardini, Pío XII, Ciudad del
Vaticano, 1960). Y también el mismo cardenal se refiere a su vida de
mortificación y penitencia; según Tardini, los médicos decían de Pío XII que
«llevaba una vida inhumana», y es que el dominio de sí mismo y sus exigentes horarios
no eran sino la manifestación concreta de su deseo de inmolar su vida por la
gloria de Dios. Así, en años especialmente duros como los de la Segunda Guerra
Mundial, llegó a pesar sólo 57 kilos, lo que estaba totalmente desproporcionado
con sus 1,82 metros
de estatura (J. E. Schenk, «Pío XII y Juan XXIII», en A. Flichc y V. Martin,
Historia de la Iglesia, t. XXVII, 1, Valencia, 1983).
Pues bien, el aprendizaje de
todas estas virtudes cristianas lo realizó en el hogar familiar exclusivamente,
sin que el colegio influyera ni mucho ni poco, ya que sus primeros estudios los
realizó en el liceo estatal Visconti, cuyos docentes en su mayoría eran
afamados laicistas militantes. Cuentan sus biógrafos que en más de una ocasión
Eugenio Pacelli tuvo que defender públicamente su fe en las aulas ante los
ataques de sus propios profesores. Sin embargo, en ese ambiente anticlerical y
nada favorable al arraigo de una vocación religiosa decidió hacerse sacerdote,
si bien es cierto que las tensiones del colegio eran compensadas con el clima
tan distinto de la iglesia de Santa María Vallicela, donde se había integrado
en uno de los grupos apostólicos juveniles que dirigían los clérigos del
Oratorio Giuseppe Lais.
A los 18 años comenzó los
estudios eclesiásticos en el Colegio Capránica y, posteriormente, se doctoró en
filosofía y teología en la Universidad Gregoriana. Al día siguiente de su
ordenación sacerdotal (2 abril 1899) celebró su primera misa en la capilla
Borghesiana de la basílica de Santa María la Mayor, presidida por el famoso
icono de la Virgen, Salus Populi Romani, imagen a la que Eugenio Pacelli tuvo
siempre gran devoción y a la que coronó solemnemente en la basílica de San
Pedro, siendo ya papa. Su primer ministerio sacerdotal lo desarrolló en la
Chiesa Nuova, entregado a la atención de los penitentes en el confesonario, a
la enseñanza del catecismo a los niños y a la atención espiritual de enfermos y
moribundos. A la vez acudía al Ateneo Pontificio de San Apolinar, donde obtuvo
otros dos doctorados, en derecho canónico y civil. Además, aprendió a hablar
correctamente en francés, inglés y alemán.
El cardenal Vincenzo Vannutelli
(1836-1930), amigo de la familia, le introdujo en la curia, lo que unido a sus
grandes cualidades y a su preparación hizo posible que empezara a trabajar como
oficial menor de segundo grado, el oficio más modesto de la Secretaría de
Estado, a cuyo frente estaba entonces el cardenal Rampolla (1843-1913). Y
cuando éste fue relevado por el cardenal Merry del Val (1865-1930), Eugenio
Pacelli fue ascendido a minutante, por lo que a partir de entonces se le
encomendaron trabajos de mayor responsabilidad, como la preparación del
borrador del decreto de 1904 por el que san Pío X (1903-1914) abolía el derecho
a veto en las elecciones de los pontífices y el nuevo reglamento de cónclaves
de ese mismo año. Por entonces, había sido ya nombrado monseñor y prelado
doméstico de su santidad. Su prestigio como jurista traspasó las fronteras
italianas y la Universidad Católica de Washington le ofreció la cátedra de
derecho romano, cargo al que renunció porque san Pío X quiso mantenerlo cerca
de sí. Desde 1909 explicó derecho público eclesiástico en la Academia
Pontificia, institución donde se formaban los sacerdotes a los que
posteriormente se les encomendaban funciones diplomáticas en las Nunciaturas
Apostólicas y en la Secretaría de Estado.
Durante estos años, monseñor
Pacelli supo hacer compatible el trabajo en las dependencias vaticanas con las
tareas apostólicas que venía desempeñando en la Chiesa Nuova. Es más, aumentó
incluso su responsabilidades, ya que también asumió el cargo de consiliario de
la Casa de Santa Rocca, donde acudían jóvenes obreras. Y, además, por sus dotes
de buen orador, era requerido frecuentemente para predicar en distintas
instituciones religiosas y parroquias de Roma.
Eugenio Pacelli, en efecto, era
un intelectual, pero a la vez tenía los pies bien asentados en el suelo. Buen
conocedor de la condición humana, había dado muestras más que suficientes de
unas excepcionales dotes de gobierno. De modo que san Pío X le nombró sustituto
de la Secretaría de Estado (1911) y prosecretario (1912). Benedicto XV
(1914-1922), por su parte, le designó secretario de la Congregación de Asuntos
Eclesiásticos Extraordinarios (1914), para que se encargara de las iniciativas
humanitarias y pacificadoras que el mismo papa había emprendido durante la
Primera Guerra Mundial.
En 1917, el propio Benedicto XV
le consagró obispo y le envió como nuncio a Munich, ya que entonces no existía
nunciatura en Berlín y los asuntos de la Santa Sede en Alemania se atendían
desde la capital de Baviera, único Estado alemán que mantenía entonces
relaciones con la Santa Sede. De su actividad en Alemania dimos cuenta en el
pontificado de Benedicto XV, ya que su trabajo como nuncio facilitó la
redacción de la nota (1 agosto 1917) de las seis propuestas concretas que
Benedicto XV envió a los gobiernos de los Estados beligerantes para tratar de
llegar a una paz justa. Al término de la guerra mundial fue nombrado nuncio en
Berlín (22 junio 1920), cargo desde el que impulsó la política concordataria
del período de entreguerras. A su gestión directa se debe la firma de los
concordatos de la Santa Sede con Baviera y Prusia. Por su prestigio en
Alemania, Pacelli consiguió que el nuncio papal fuera considerado decano del
cuerpo diplomático, práctica habitual en los países de mayoría católica. Pero
no era éste el caso de Alemania, donde la nunciatura de Berlín era la primera
que se abría en un Estado donde los católicos eran minoría.
Eugenio Pacelli permaneció en
Alemania hasta finales del año 1929. Por entonces regresó a Roma, donde Pío XI
(1922-1939) le impuso el capelo cardenalicio (19 diciembre 1929) y tomó el
relevo poco después (7 febrero 1930) al frente de la Secretaría de Estado del
anciano cardenal Gasparri (1852-1934), que poco antes había coronado con éxito
las conversaciones de los Pactos Lateranenses.
Su gestión como secretario de
Estado hasta su elección como sumo pontífice, quedó ya reflejada en la
descripción del pontificado de Pío XI. Para completar las referencias
anteriores hay que decir ahora que además de sus gestiones en orden a la firma
de los diferentes concordatos y demás funciones diplomáticas por toda Europa,
realizó una serie de misiones más espirituales que diplomáticas, que le
permitieron conocer de cerca la realidad universal de la Iglesia. Para dar una
idea de la amplitud de su acción, basta con citar tan sólo sus viajes más
importantes: en 1934, presidió el XXXII Congreso Eucarístico Internacional de
Buenos Aires, como legado pontificio, y de regreso pasó por Río de Janeiro
donde fue recibido por el Congreso y el Tribunal Supremo de Brasil; en 1935, de
nuevo como legado pontificio, asistió en Lourdes a la celebración del 77.°
aniversario de las apariciones de la Virgen; en 1936, recorrió Canadá y Estados
Unidos, donde mantuvo una entrevista con el presidente Franklin D. Roosevclt
(1882-1945); en 1937, consagró en Lisieux la nueva iglesia dedicada a santa
Teresa del Niño Jesús (1873-1897) y fue oficialmente recibido como legado papal
por el gobierno galo presidido por Albert Lebrun (1871-1950), lo que no sucedía
desde 1814; y, por fin, en 1938 acudió a Budapest para representar al papa en
la presidencia del XXXIV Congreso Eucarístico Internacional.
En resumen, Eugenio Pacelli
estaba intelectualmente muy bien dotado, era piadoso, sabía moverse a la
perfección en la curia romana y era el personaje eclesiástico más conocido en
las cancillerías (A. Hatch y S. Walshe, Corona de gloria. Vida del papa Pío
XII, Madrid, 1958), condición ésta que fue valorada también por los cardenales
reunidos en el cónclave, ya que las potencias hacían entonces los últimos
preparativos para una nueva guerra, cuyo estallido todos veían inminente. Por
todo ello se entiende que en 1939 no se cumpliera el vaticinio popular que
afirmaba que «quien entra papa en un cónclave, sale cardenal», porque en esta
ocasión era casi unánime la opinión de que Eugenio Pacelli sería el sucesor de
Pío XI. Y en efecto, en menos de veinticuatro horas, a la tercera votación
obtuvo la mayoría exigida para ocupar la cátedra de san Pedro, al votarle 48 de
los 62 cardenales reunidos (C. Marcora, Storia dei Papi, t. VI, Milán, 1974).
Pío XII nombró secretario de
Estado al cardenal Luigi Maglione (1879-1944), a quien mantuvo en este puesto
hasta su muerte (22 agosto 1944). Pero, a partir de 1944, dejó vacante dicho
cargo:
«No quiero colaboradores, sino
ejecutores», me dijo Pío XII el 5 de noviembre de 1944 —ha escrito el cardenal
Tardini— cuando me anunció que no nombraría sucesor al llorado cardenal
Maglione. Fue un acto de valentía, si bien en tal decisión no estuvo ausente la
duda de que su benignidad natural lo expusiese a dejarse influir excesivamente
o que su condescendencia lo impulsase a seguir sugerencias no siempre o no en
todo convenientes. También bajo este punto de vista fue el gran «Aislado». Solo
en el trabajo, solo en el combate (J. E. Schenk, Pío XII y Juan XXIII…).
Así pues, él mismo asumió el
contenido del cargo que dejaba sin cubrir y para auxiliarse en esta competencia
añadida nombró prosecretarios a dos de sus colaboradores más directos desde los
años en que él mismo había sido secretario de Estado de Pío XI. Estas dos
personas eran los entonces monseñores Tardini y Montini; con los años, el
primero llegó a ser nombrado secretario de Estado por Juan XXIII (1958-1963) y
el segundo ocupó la cátedra de san Pedro con el nombre de Pablo VI (1963-1978).
Se suele destacar el entorno
germánico que rodeó a Pío XII durante su pontificado, compuesto de unas pocas
personas de su entera confianza, que ya habían colaborado con él desde su época
de nuncio en Alemania. Alemanas eran las monjas, que dirigía sor Pascualina en
los trabajos de limpieza y asistencia de las estancias vaticanas que ocupaba el
romano pontífice. También era alemán su confesor, el padre jesuíta y futuro
cardenal Agustín Bea (1881-1968). Asimismo era alemán su secretario particular,
el padre jesuíta Robert Leiber, a quien el papa normalmente encargaba además
las cuestiones que tenían que ver con Alemania. Era igualmente alemán y jesuíta
el padre Frank Hürth, a quien Pío XII encargaba los asuntos de moral familiar.
Por último, el jesuíta Gustav Gundlach, especialista en problemas sociales, era
como los anteriores alemán. Y además de este grupo de colaboradores directos,
Pío XII encontró una fiel y estrecha colaboración en estos cinco cardenales:
Giuseppe Pizzardo (1877-1970), Alfredo Ottaviani (1890-1979), Nicola Canali
(1874-1961), Clemente Micara (1879-1965) y Marcello Mimmi (1882-1961).
La Segunda Guerra Mundial.
Consciente de la crítica situación internacional que atravesaba Europa, Pío XII
al día siguiente de su elección pronunció un mensaje en el que exhortaba a
buscar la paz «en estas horas agitadas y difíciles». En efecto, el papa no
hablaba sin fundamento, pues once días después de pronunciar estas palabras,
los nazis establecían el protectorado de Bohemia-Moravia y así Hitler
(1889-1945) completaba la ocupación de Checoslovaquia, que había iniciado seis
meses antes al anexionar a Alemania la región de los Sudetes. Y si se tiene en
cuenta que un año antes ya se había producido el Anschluss (15 marzo 1938), por
el que Austria quedaba incorporada al III Reich, se comprenderá que sólo
faltaba dar el último golpe de fuerza en el corredor de Danzig para que estallara
la Segunda Guerra Mundial.
De marzo a septiembre, Pío XII no
regateó ningún esfuerzo para evitar la guerra. El 5 de marzo escribió
personalmente a Hitler y recordándole «con sumo gusto los muchos días que
pasamos en Alemania en calidad de nuncio», trataba de acercar posiciones.
Hitler tardó más de un mes y medio en acusar recibo y lo hizo de un modo frío y
distante. Ante el silencio de los nazis, Pío XII cambió de táctica e intentó un
acercamiento entre Francia e Italia, con el fin de separar a esta última de los
nazis. La maniobra tampoco dio resultado, pues Mussolini (1883-1945) estaba
decidido a seguir la política expansionista de Hitler y los primeros días de
abril las tropas italianas ocupaban Tirana, proclamando a Víctor Manuel III
(1900-1944) rey de Albania. Volvió a intentarlo Pío XII de otro modo y los
últimos días de abril encargó al padre Tachi Venturi (1861-1956), como emisario
oficioso, que promoviese contactos para celebrar una conferencia a cinco, con
representantes de Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y Polonia para resolver
los problemas en una mesa de negociaciones; y esta vez los que abortaron el
encuentro fueron los polacos.
Por el contrario, lo que sí
fraguaba eran los acuerdos en favor de la guerra. En mayo se firmaba con toda
solemnidad (22 mayo 1939) la alianza entre Alemania e Italia, conocida como
«Pacto de Acero». En agosto, la noche del 23 al 24, nazis y comunistas
celebraron una peculiar fiesta en el Kremlin, que la historia académica ha
denominado «Pacto de no Agresión». Joachim von Ribbentrop (1893-1946), ministro
de Asuntos Exteriores del Reich, viajó a Moscú, desde donde informó: «Me sentía
como si hubiera estado entre los viejos camaradas del partido.» Stalin
(1879-1953), en un brindis, afirmó que «sabía cuánto amaba a su Führer el
pueblo alemán». Se dijo que el pacto Anticomintern estaba dirigido
sencillamente a impresionar «a los tenderos británicos». Los dos cómplices
pudieron llegar a un acuerdo —pacto de no agresión germano-soviético, con
cláusulas secretas sobre el reparto de Europa oriental— porque representaban a
dos mundos con los mismos métodos y, lo que era más grave, con la misma moral.
Por su parte, el mismo día 24 de
agosto de 1939, el papa dirigió un angustioso ruego al mundo, que se tradujo en
varias lenguas, en el que se podían escuchar mensajes como los siguientes:
La política emancipada de la
moral traiciona a aquellos mismos que la practican […] El peligro es inminente,
pero todavía estamos a tiempo. Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con
la guerra […] Escúchennos los fuertes, para no llegar a ser débiles practicando
la injusticia. Escúchennos los poderosos, si desean que su potencia no se
convierta en simple destrucción, sino en fortaleza de los pueblos y
tranquilidad en el orden y en el trabajo.
Aunque no fue escuchado el romano
pontífice en esta ocasión, no por ello dejó de hacer llamamientos hasta el
último momento para evitar la guerra. El día 31 de agosto envió otra nota más a
las potencias para tratar de frenar el conflicto.
Pero la llamada del papa del
último día de agosto no fue escuchada. El 1 de septiembre los nazis invadieron
Polonia y ocuparon su parte occidental en tan sólo dos semanas. Los comunistas,
por su parte, y de acuerdo con lo pactado con los nazis, el día 17 hicieron
otro tanto por la frontera oriental de Polonia, sin encontrar a su paso ni tan
siquiera la más mínima resistencia del ejército polaco. Había comenzado la
Segunda Guerra Mundial. Antes de que estallara el conflicto armado, Pío XII ya
había redactado su primera encíclica, la Summi pontificatus (20 octubre 1939);
por lo que a última hora y antes de publicarse, hubo que añadir alguna
referencia a los sufrimientos de Polonia, digna del «derecho a la compasión
humana y fraterna de todo el mundo», según podía leerse en el documento
pontificio. Naturalmente, la encíclica condenaba el Estado totalitario, por
cuanto se había atribuido el derecho de rescindir las obligaciones contraídas
en el ámbito internacional. Y poco más podía decir respecto al conflicto el papa
a mediados de octubre, ya que la guerra todavía no había adquirido sus
dimensiones mundiales y por entonces ni tan siquiera se sospechaba lo terrible
de su balance final: unos cuarenta millones de muertos, de los que casi la
mitad fueron civiles. Pero cuando tuvo los primeros datos y pudo hacerlo, Pío
XII habló con toda claridad, como sucedió en la audiencia que concedió a Von
Ribbentrop el 11 de marzo de 1940. El ministro de Asuntos Exteriores del III
Reich había acudido a Roma fundamentalmente para entrevistarse con Mussolini
con el fin de empujar a Italia para que entrara en la guerra, y con este
propósito le anunció que pronto empezarían las operaciones contra Francia e
Inglaterra. Y en efecto, tres meses después (10 junio 1940) Italia declaró la
guerra a Francia e Inglaterra.
Pues bien, Von Ribbentrop,
aprovechando su viaje a Roma, quiso ser recibido en el Vaticano por lo que de
propaganda podría tener la entrevista cara a los católicos alemanes. El
encuentro duró más de una hora, y en la conversación Pío XII denunció con
datos, fechas y nombres concretos la persecución de los nazis contra los
católicos, a lo que Von Ribbentrop no quiso ni responder; se limitó a
manifestar que nada sabía de todas esas cuestiones por no corresponder a las
competencias de su cartera ministerial. Y es que al igual que le sucediera al
papa Benedicto XV durante la Primera Guerra Mundial, ahora tampoco nadie estaba
dispuesto a escuchar las llamadas en favor de la paz de Pío XII, y mucho menos
las reclamaciones por legítimas que fuesen. A pesar de todo, durante los años
de la contienda la Santa Sede no escatimó esfuerzos en sus gestiones
diplomáticas. Y, desde luego, el papa hizo valer su autoridad moral en apoyo de
muy diversas gestiones humanitarias, incluida por supuesto su intervención
directa y personal.
Como ya hiciera su predecesor
durante la Primera Guerra Mundial, el mismo día que se desencadenó el nuevo
conflicto mundial Pío XII organizó los servicios para facilitar información
sobre prisioneros de guerra y desaparecidos. Tras la conclusión de la guerra,
esta organización humanitaria todavía permaneció en activo un cierto tiempo.
Durante todos estos años se atendió a once millones de peticiones de búsquedas.
Los medios de que disponía la curia y sobre todo la Secretaría de Estado se
pusieron al servicio de una comisión especial para socorros, dirigida por el
entonces monseñor Montini.
Las ayudas humanitarias de Pío
XII se dirigieron con especial atención a los grupos más perseguidos, como el
de los judíos. Durante el tiempo de guerra y en los años posteriores a la
misma, fue unánime el reconocimiento sobre la actuación de Pío XII en favor de
los judíos. Pero en 1963, la obra de teatro del alemán Hocchuth, titulada El
Vicario, en un alarde de deformación de la realidad, culpaba a Pío XII de ser
cómplice del holocausto. El escándalo, que se había montado sobre una sarta de
calumnias, se convirtió en un pingüe éxito editorial, que otros trataron de
imitar. Y así es cómo ha llegado hasta hoy semejante especie, que incluso algunos
siguen repitiendo con tan buena voluntad como falta de sentido crítico. El
infundio, no obstante, ha servido para espolear la curiosidad histórica de
varios intelectuales, de manera que al día de hoy conocemos con precisión la
actuación de Pío XII respecto a los judíos. Es más, me atrevería a afirmar que
de no haber sido por ese escándalo, el paso del tiempo hubiera perdido en el
olvido muchas de las realizaciones humanitarias de Pío XII.
Así, sabemos entre otras cosas
que en universidades, ateneos y en cuantos edificios pontificios gozaban del
derecho de extraterritorialidad, se dio acogida y protección a los miembros de
la comunidad judía, en un número que se calcula en las 5.000 personas. Fueron
numerosas las actuaciones diplomáticas de la Santa Sede que evitaron
deportaciones de judíos; especialmente decisivas resultaron las que se
ejercieron sobre Mussolini para que no enviase ningún judío a los campos de
exterminio. Afirma el prestigioso historiador José Orlandis que, además conoció
los hechos directamente por realizar investigaciones de posgrado en Roma
durante la guerra mundial (J. Orlandis, Memorias de Roma en guerra, Madrid,
1992):
Tal vez no haya mejor argumento
para responder a las críticas contra Pío XII hechas por algún escritor de la
posguerra y magnificadas por un coro de voces parciales o sectarias, que
recordar tan sólo un hecho, pero éste bien significativo: el que fuera gran
rabino de Roma durante la guerra, Israel Zolli, al llegar la paz y cuando su
decisión había de depararle mucho más perjuicio que provecho, se convirtió al
catolicismo y al ser bautizado quiso tomar, en signo de gratitud al papa
Pacelli, el nombre cristiano de Eugenio (J. Orlandis, «El papa Pío XII»,
Anuario de historia de la Iglesia, VI, Pamplona, 1997).
En cuanto a la presunta
culpabilidad de los «silencios» del papa sobre la condena del nazismo durante
la guerra, hay que decir que siempre que pudo habló en privado y en público.
Pero la experiencia según la cual a la denuncia de los obispos de un
determinado lugar seguía sistemáticamente una durísima represión, especialmente
cruel en el caso de Holanda, aconsejaba no realizar condenas públicas, que
además en este caso de haberla pronunciado el papa y tener por lo tanto un
mayor eco que la de los obispos, hubiera acarreado con seguridad graves daños,
a quienes precisamente se trataba de proteger.
A pesar de todo, siempre que las
más elementales normas de prudencia lo permitieron, la Santa Sede dejó oír su
voz. Ya me he referido a la entrevista de Pío XII con Von Ribbentrop en 1940.
En 1943, cuando la situación era mucho más complicada, el secretario de Estado,
el cardenal Maglione, convocó al embajador alemán ante la Santa Sede, Ernst von
Weizsacker, para manifestarle el dolor del papa por el exterminio de los
judíos. Al tener conocimiento de este encuentro, Francis D’Arcy Godolphin
Osborne, embajador de Gran Bretaña en la Santa Sede, quiso dar publicidad al
contenido de la entrevista y se puso en contacto con el secretario de Estado,
quien le confirmó lo tratado con el embajador alemán, a la vez que le autorizó
a dar fe de lo tratado pero a título personal, pues de confirmarlo oficialmente
la publicación de la noticia contribuiría a recrudecer la persecución de los
judíos.
La descripción de la actitud
humanitaria de Pío XII nos obligaría a extendernos excesivamente; sin embargo,
es obligado detenernos en un hecho concreto. De todos sus gestos ha quedado
para la historia como uno de los más significativos su comportamiento durante
el bombardeo de la periferia de Roma. En la mañana del 19 de julio de 1943,
mientras recibía en audiencia a un grupo de diplomáticos extranjeros, sonaron
las sirenas como preludio de la tragedia. A las once y diez de la mañana
comenzaron a caer las primeras bombas. Suspendida la audiencia, el papa ordenó
a monseñor Montini que sacara todo el dinero del Banco Vaticano —unos dos
millones de liras eran todos los fondos en esos momentos—, que lo metiera en
una bolsa y que le acompañara de inmediato al lugar más afectado, el barrio de
San Lorenzo Extramuros. Allí, fueron sorprendidos por la presencia del papa
quienes lloraban sobre los cadáveres y quienes luchaban por sacar a los heridos
de entre los escombros. De inmediato, la gente se arremolinó junto al papa que
pronto vio manchada su sotana blanca por las manos sucias y ensangrentadas de
quienes le tocaban. Cayó de rodillas y tras orar unos momentos, acarició el
cuerpo inerte de un niño que su madre tenía entre los brazos. Después, cuando
hubo repartido todo el dinero que Montini llevaba en la bolsa, regresó al
Vaticano \'7bActes et documents du Saint-Siége relatifs á la seconde guerre
mondiale, t. X, Ciudad del Vaticano, 1965-1980).
Durante los siete años que
duraron los combates fueron muchos y muy variadas las intervenciones de la
Santa Sede en favor de la paz, gestiones reflejadas en la documentación
recogida en diez volúmenes (Actes et documents du Saint-Siége relatifs á la
seconde guerre mondiale…). Ante la imposibilidad de mencionarlas en esta
pequeña semblanza biográfica, diremos que por su comportamiento Pío XII es
reconocido por la historia como uno de los personajes de la época que más luchó
en favor de la paz. Con el fin de evitar represalias mayores, se vio obligado a
guardar un silencio oficial en determinadas ocasiones, pero ni tan siquiera en estas
críticas circunstancias dejó de hacer cuanto estuvo de su mano. Por eso,
reprochar al papa una actitud de indiferencia —según un bando— porque no se
condenó oficialmente a la Rusia comunista o porque —según el otro bando— no
denunció lo suficientemente claro a su entender los horrores nazis, es cuando
menos un juicio injusto y no pocas veces calumnioso. Porque lo cierto es que
las enseñanzas de Pío XII durante este tiempo no sólo se limitaron a denunciar
las calamidades de la guerra, sino que además ofrecieron soluciones para un
futuro, ya que en buena medida se adelantaron a la doctrina de la Carta de las
Naciones Unidas, al señalar los fundamentos de una justa convivencia. Y así el
tema central de su encíclica inaugural —antes citada— se refería a la
construcción de un orden social justo, como fundamento de la democracia. «La
paz —decía el papa— es obra de la justicia.» El magisterio de Pío XII. Pío XII
no quiso que su magisterio llegara sólo a un público restringido, y por eso sus
enseñanzas fueron transmitidas por la radio, hasta el punto que su pensamiento
hay que rastrearlo tanto en las encíclicas como en los radiomensajes. De todos,
sin duda, los emitidos cada Navidad fueron los más populares. En el
radiomensaje navideño de 1942, Pío XII precisaba así lo que se debería entender
por un orden social justo:
el orden interior de cada nación
no es una simple yuxtaposición exterior de partes numéricamente distintas; […]
es la tendencia y la realización cada vez más perfecta, de una unidad interior
que no excluye las diferencias, fundadas en la realidad y sancionadas por el
Creador o por normas sobrenaturales […] a través de todos los cambios y
transformaciones, el fin de toda la vida social subsiste idéntico, sagrado y
obligatorio —es el desarrollo de los valores personales del hombre como imagen
de Dios— y todo miembro de la humana familia continúa obligado a cumplir sus
inmutables fines, cualquiera que sea la legislación y la autoridad a que
obedece.
Y en este mismo radiomensaje, Pío
XII enumeraba una serie de derechos de la persona, como los de mantener y
desarrollar la vida física, intelectual y moral, el derecho a la educación y a
la formación religiosa, el derecho a dar culto privado y público a Dios, el
derecho a contraer matrimonio y poder elegir estado, el derecho al trabajo y el
derecho al uso de los bienes materiales limitado por las obligaciones y deberes
sociales.
Como ya se dijo, uno de los
aspectos más relevantes del magisterio de Pío XII desde su primera encíclica,
fue su doctrina sobre la democracia. En otro radiomensaje de 1944 se refería a
las circunstancias del momento como causas que forzaban a reclamar con urgencia
la convivencia democrática, pues precisamente debido a esas circunstancias que
se padecían, al vivir los pueblos «bajo el siniestro resplandor de la guerra
—decía el papa— opónense con el mayor ímpetu a los monopolios de un poder
dictatorial, irresponsable e intangible, y requieren un sistema de gobierno más
compatible con la dignidad y libertad de los ciudadanos». Y proseguía diciendo
el papa que los ciudadanos tenían derecho a «manifestar su propio parecer sobre
los deberes y los sacrificios que les vienen impuestos, y no estar obligados a
obedecer sin haber sido escuchados». En suma, las enseñanzas de Pío XII sobre
la democracia se pueden resumir en los siguientes puntos: la democracia es un
medio al servicio del hombre y no un fin en sí misma, la moral debe marcar los
límites de la democracia, ya que ésta es incompatible con un Estado que se
atribuye una capacidad de legislar sin frenos ni límites, y en consecuencia el
concepto de democracia cristiana debía entenderse no como un partido concreto
en el que todos los católicos debían militar, sino como una concepción del
entero conjunto social en el que se pudieran desarrollar los derechos humanos y
las libertades fundamentales, manifestaciones de la dignidad humana que Dios ha
concedido de un modo inmutable a sus criaturas los hombres, y por último,
existen normas fundamentales e inquebrantables que son precisamente las que permiten
que la persona tenga siempre primacía sobre el sistema. El matiz tiene su
importancia, si se tiene en cuenta que a comienzos de 1946 una comisión
iniciaba los trabajos para redactar la Declaración Universal de los Derechos
Humanos.
El problema no estribaba en
firmar este puñado de irreprochables afirmaciones; surgía más bien a la hora de
determinar si esos derechos eran conferidos por el Estado, por la Organización
de las Naciones Unidas o por el contrario eran inherentes a la naturaleza
humana. En los dos primeros casos, derechos y obligaciones podrían ser
variables; no así en el tercero (G. Redondo, Historia universal. Las libertades
y las democracias, t. XIII, Pamplona, 1979).
No obstante, al igual que le
sucediera a Benedicto XV al final de la Primera Guerra Mundial, Pío XII no fue
invitado por las potencias para organizar el mundo de la posguerra. Sin
embargo, el papa no se conformó con resignarse a aceptar esta situación, por lo
que utilizó los medios de comunicación para movilizar a todos los católicos,
invitándoles a construir una civilización cristiana. De este modo, Pío XII y
sus sucesores han venido cobrando una importancia cada vez mayor en la opinión
mundial por su autoridad moral y espiritual. A diferencia del pujante
nacionalismo que surgió después de la Primera Guerra Mundial, al término de la
Segunda se apostó por la unión entre las potencias europeas. Y, precisamente,
entre los padres de la nueva Europa se encuentran los estadistas católicos
Konrad Adenauer (1876-1967), Robert Schuman (1886-1963) y Alcide de Gasperi
(1881-1954).
Dicha civilización cristiana no
debía producirse por ninguna imposición desde arriba, sino por la actuación
responsable y coherente de los católicos a la vez que respetuosa con la
libertad de los demás. Así actuó Arsene Heitz, un artista de Estrasburgo que
ganó el concurso de ideas para confeccionar la bandera de la recién nacida
Comunidad Europea. Según el testimonio del artista, concibió las doce estrellas
en círculo sobre un fondo azul, tal como la representa la iconografía
tradicional de esta imagen de la Inmaculada Concepción. Es cierto que ni las
estrellas ni el azul de la bandera son propiamente símbolos religiosos, lo que
respeta las conciencias de todos los europeos, sean cuales sean sus creencias.
En este sentido, cuando Paul M. G. Lévy, primer director del servicio de prensa
e información del Consejo de Europa, tuvo que explicar a los miembros de la
Comunidad Económica el sentido del diseño, interpretó el número de las doce
estrellas, como «guarismo de plenitud», puesto que en la década de los
cincuenta no eran doce ni los miembros de dicho Consejo, ni los de la Comunidad
Europea. Sin embargo, en el alma de Heitz habían estado presentes las palabras
del Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el cielo: La Mujer vestida de sol
y la luna bajo sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas.» Y sin
percatarse, quizás, los delegados de los ministros europeos adoptaron,
oficialmente, la enseña propuesta por Heitz en la fiesta de la Señora: el 8 de
diciembre de 1955.
Por otra parte, en el célebre
discurso de Winston Churchill (1874-1965) pronunciado en Fulton (5 marzo 1946),
el político inglés afirmó que desde «Stettin en el Báltico hasta Trieste en el
Adriático un telón de acero ha caído a través del continente europeo». Con
estas palabras se reconocía una evidencia como era la división del mundo en dos
bloques, cuyo enfrentamiento daría lugar a la etapa conocida como la guerra
fría. Ya desde el siglo xix la Iglesia había condenado el comunismo por su
doctrina atea, materialista y antirreligiosa. Pero no fueron pocos los
intelectuales de Occidente que hasta la caída del muro de Berlín (9 noviembre
1989) reprobaron la condena del comunismo por parte de la Iglesia,
convirtiéndose así en cómplices de una ideología de terror, crimen y pobreza.
Pues bien, concluidas las
hostilidades de la Segunda Guerra Mundial, en los países controlados por los
comunistas se desencadenó una nueva persecución contra la Iglesia: se prohibió
el culto y las manifestaciones de fe, se cerraron escuelas e iglesias, se
encarceló, se torturó y se asesinó. Naturalmente, la persecución empezó en
Rusia. Cuando los comunistas se hicieron con el poder en China, desaparecieron
las 105 diócesis y las 40 prefecturas apostólicas que existían en 1946.
Igualmente, la Iglesia fue perseguida en Hungría, Checoslovaquia, Rumania,
Yugoslavia, Polonia, Lituania, Letonia y en Ucrania, donde fueron encarcelados
1.000 sacerdotes y todos los obispos, entre ellos el famoso lossif Slipyi
(1892-1984), cardenal desde 1965,
a quien la diplomacia vaticana consiguió liberar tras
permanecer 18 años en prisión. Fue una dura y larga prueba a la que fueron
sometidos millones de católicos europeos, a los que Pío XII denominó como la
«Iglesia del silencio». En efecto, desde el otro lado del telón de acero ni tan
siquiera se podía oír la protesta por tantos atropellos. Como símbolos de esta
persecución han quedado los nombres del cardenal Alojzije Stepinac (1898-1960),
arzobispo de Zagreb, el del cardenal primado de Polonia Stepham Wyszynski
(1901-1981) o el primado de Hungría Jósef Mindszenty (1892-1975), «el cardenal
de hierro», cuyas memorias (cardenal Mindszenty, Memorias, Barcelona, 1974),
escritas sin odio a pesar de las torturas a las que fue sometido durante su
encarcelamiento y famoso proceso, son un testimonio estremecedor de lo que
supuso la persecución comunista contra la Iglesia. Los años más duros de la
persecución religiosa, de la conculcación de los más elementales derechos y de
los asesinatos por millones, coincidieron con el período en el que estuvo al
frente de la Unión Soviética un antiguo seminarista de Tiflis, Iosiv
Visarionovich Dyugashvili, más conocido por el sobrenombre de Stalin. Tras la
muerte de Stalin se mitigó la persecución en los países de ámbito comunista, lo
que no era poco, pero los católicos sólo tuvieron libertad cuando
desaparecieron los regímenes comunistas.
Desgraciadamente, no todos los
males de la Iglesia se reducían a la persecución en el mundo comunista. Pío XII
tuvo que denunciar también los ataques a los principios cristianos, procedentes
del mundo occidental, que trataba de establecer un orden social que —en
palabras del papa— «ni era cristiano, ni tan siquiera humano». A partir de Pío
XII, una de las constantes del magisterio pontificio ha sido la denuncia de los
ataques anticristianos dentro del llamado mundo libre. Sin duda, los aspectos
más reiterados en las denuncias de los romanos pontífices son las situaciones
de injusticia social, la legislación contra la familia y las leyes inspiradas
en la cultura de la muerte, como son las disposiciones legales sobre el aborto.
Por el momento, baste con recordar que a partir de 1952, año en que en Japón se
liberaliza de hecho el aborto, se inicia la escalada abortiva en el resto de
los países. El resultado no puede ser más estremecedor: en tan sólo unas
décadas han perecido muchos más niños en las clínicas abortivas, que todas las
bajas mortales juntas del siglo xx, tanto las de los escenarios bélicos como
las de los campos de exterminio. Por lo demás, semejante balance se establece
con un siglo en el que tienen lugar, además de otras muchas, dos guerras
mundiales en las que se emplearon las armas más mortíferas de la historia y con
una centuria que pasará a la historia como el tiempo de los genocidios.
En otro orden de cosas, Pío XII
hizo gala de un rigor extraordinario y de un trabajo concienzudo a la hora de
escribir sus enseñanzas, lo que quedó reflejado en los numerosos escritos de su
magisterio ordinario (Pio XII, Discorsi e radiomessagi, 20 vols., Milán/Roma,
1941-1959) y en las muchas e importantes encíclicas de su actividad magisterial
más solemne. De la encíclica inaugural ya nos hemos ocupado, por lo que a
continuación describiremos brevemente sólo las más importantes.
La Mystici Corporis Christi (23
junio 1943) analiza la naturaleza de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo y
sale al paso de quienes sostienen que existe una Iglesia carismática y otra
jerárquica, al afirmar que no «puede haber […] ninguna verdadera oposición o
pugna entre la misión invisible del Espíritu Santo y el oficio jurídico que los
Pastores y Doctores han recibido de Cristo». Dicha encíclica es considerada por
los teólogos como una de las bases más importantes de la eclesiología actual.
Las encíclicas Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943) y Mediator Dei (20
noviembre 1947), en buena medida vienen a completar la anterior. La Divino
afflante Spiritu se ocupa del estudio de los libros sagrados para un mejor
conocimiento de Dios. La Mediator Dei está dedicada a la liturgia, que define
como el culto público que la Iglesia como Cuerpo Místico rinde a Dios; según
esta encíclica, el sacerdote que celebra la santa misa no es ningún
representante ni presidente de ninguna asamblea, sino que actúa in persona
Christi y por lo tanto a quien representa es a la misma persona de Jesucristo.
Estas tres encíclicas centran la
atención sobre los sacramentos, especialmente la confesión y la eucaristía, la
oración, y el culto a la Santísima Virgen y a los santos. En este sentido conviene
recordar que, con el fin de facilitar la comunión frecuente, Pío XII modificó
la disciplina del ayuno eucarístico reduciéndolo a tres horas, pues hasta
entonces se debía ayunar desde las 12 de la noche del día anterior y tampoco se
podía beber agua durante esas horas. También fue Pío XII quien permitió que se
pudiera cumplir con el precepto dominical, asistiendo a misa los sábados por la
tarde. E igualmente fue Pío XII quien modificó la liturgia de la Semana Santa,
lo que hizo más comprensibles a los fieles los misterios de la pasión, muerte y
resurrección de Jesucristo.
Pero, sin duda, la decisión más
trascendente de todo el pontificado, sólo por la cual Pío XII ya pasaría a la
historia, se iba a producir durante la celebración del Año Santo de 1950, en
una solemne ceremonia a la que asistieron 600 obispos y una gran número de
fieles. Previa consulta al episcopado universal, Pío XII mediante la bula
Munificentissimus Deus (1 noviembre 1950) definió el dogma de la Asunción al
cielo de la Virgen María, por lo que la devoción a la Madre de Dios se
reforzaba aún más como elemento clave en la teología de la salvación, si bien
este privilegio mariano formaba parte de la tradición cristiana desde tiempos
remotos. Como muestra de su devoción a la Virgen, consagró el mundo al Sagrado
Corazón de María e instituyó la solemnidad de María Reina.
Las relaciones entre la fe y la
ciencia constituyen el tema central de la encíclica Humani generis (12 agosto
1950), cuyo contenido se puede resumir del siguiente modo: Todas las ciencias,
también la filosofía y la teología, deben tender, más allá del afán de novedad,
a la búsqueda de la verdad en su orden. Dentro de la Iglesia, los hallazgos del
pasado de las ciencias sagradas deben ser tenidos en cuenta en los desarrollos actuales.
Por lo que se refiere a las ciencias profanas, en línea con las enseñanzas del
concilio Vaticano I, la encíclica subraya su lícita autonomía metodológica, si
bien sus conclusiones no pueden contradecir la fe, ya que tanto el mundo como
el saber teológico tienen su origen en Dios. De este modo, Pío XII
desautorizaba a la llamada «nueva teología», que se presentaba como una nueva
versión del modernismo, que ya había sido condenado por san Pío X.
La Humani generís llamaba la
atención sobre los errores doctrinales del falso irenismo, el poligenismo, la
moral de situación, el relativismo moral y la interpretación de las Sagradas
Escrituras sin tener en cuenta el magisterio. En cuanto a la libertad de los
teólogos, se admitía la posibilidad de establecer discrepancias y de crear
escuelas diferentes, dentro de los márgenes doctrinales del magisterio, que
delimitan el espacio donde se pueden mover con libertad los teólogos. Pues, en
efecto, como confirma dicha encíclica, la teología no tiene una autonomía absoluta
en cuanto que no puede actuar ni de espaldas, ni mucho menos contra el
magisterio, ya que para cualquier teólogo el magisterio de la Iglesia, en
materia de fe y costumbres, es la norma próxima y universal de verdad, en
cuanto que a la Iglesia se ha confiado el sagrado depósito de la fe, esto es,
las Sagradas Escrituras y la tradición divina, para que lo custodie, lo
defienda y lo interprete.
Es preciso destacar, cercanos a
la nueva teología, a algunos dominicos agrupados en el Centro dominicano de Le Saulchoir,
entre los que cabe mencionar a Yves-Marie Congar (1904-1995) y a
Marie-Dominique Chenu (1895-1990) y a los jesuítas de Lyon-Fourviere, Henri de
Lubac (1896-1991) y Jean Daniélou (1905-1974). Fue suficiente esta advertencia
del romano pontífice para que rectificaran los integrantes de esta corriente de
la nueva teología, y a diferencia de lo que sucedió con los menesianos y los
modernistas en esta ocasión no se produjeron deserciones. Es más, algunos
tuvieron un destacado papel en el Concilio Vaticano II y, concretamente,
Congar, De Lubac y Daniélou fueron nombrados cardenales (J. L. Illanes y J. I.
Saranyana, Historia de la teología, Madrid, 1995).
La vida de la Iglesia. Pío XII
continuó el esfuerzo de sus predecesores para potenciar las misiones. Y para
poner de manifiesto la oposición entre el racismo y la misión universal de la
Iglesia, en uno de sus primeros actos, poco después de comenzar la Segunda
Guerra Mundial, ordenó al primer obispo malgache y al primer obispo negro de la
historia de la Iglesia. Fueron muchas las referencias de Pío XII a las misiones
en radiomensajes y discursos, cuyas ideas quedan sintetizadas en las encíclicas
Evangelii praecones (2 junio 1951) y Fidel donum (21 abril 1957). Como
novedades respecto a etapas anteriores, Pío XII quiso concretar en dos puntos
la responsabilidad general que sobre todos los católicos recaía en el
desarrollo misional: primero, Europa debía dejar de ser el único continente
desde donde salieran los misioneros y por lo tanto se implicaba también a los
países americanos a cristianizar el mundo pagano y, segundo, había que dejar de
identificar a los misioneros exclusivamente con las órdenes religiosas, por lo
que el clero secular también debía colaborar en la expansión del Evangelio en
tierras de misión.
El carácter universal de la
Iglesia quedó también patente en las importantes reformas del Sagrado Colegio
Cardenalicio. Desde el cisma de Occidente, es decir desde hacía unos mil años,
la mayoría de los cardenales eran italianos. Y fue precisamente Pío XII, uno de
los pocos papas nacidos en Roma en los siglos modernos —el anterior había sido
Clemente XII (1670-1676)—, quien confirió internacionalidad al Colegio
Cardenalicio. Al final de la guerra, había 32 plazas vacantes de un total de
70. Pues bien, en el primer consistorio (18 febrero 1946) el papa cubrió todas
las vacantes, designando sólo a cuatro cardenales italianos y a los otros 28
del resto del mundo. Y como reconocimiento a su fidelidad a la Iglesia en la
lucha contra el nazismo, Pío XII otorgó el capelo cardenalicio al obispo de
Berlín, Konrad von Preysing (1880-1950), al arzobispo de Colonia, Joseph Frings
(1887-1978) y al obispo de Münster, Clement August von Galen (1878-1946). El
mismo criterio de internacionalidad fue adoptado por Pío XII en su segundo
consistorio (12 enero 1953): de los 24 cardenales que nombró en esta ocasión,
sólo ocho eran italianos.
Durante el pontificado de Pío XII
surgieron toda una serie de iniciativas pastorales que tuvieron distintos
resultados. Quizás una de los que más ruido organizó fue la de los «curas
obreros», impulsada por el arzobispo de París, monseñor Suhard (1874-1949) y
alentada por parte de la jerarquía francesa a partir de 1943. Tan peculiar
iniciativa, desde luego nacida de la buena voluntad, acabó en un rotundo y
lamentable fracaso, precisamente por apartar al sacerdote de su misión
específica, es decir espiritual, como es la de predicar y administrar los
sacramentos. El propio papa, que siguió la experiencia muy de cerca, tras
informarse directamente por los obispos franceses, ordenó en 1953 que se
pusiera fin al experimento. Y es que la popularidad y el ruido que organizaron
los «curas obreros» guardaba una relación inversamente proporcional con sus
frutos apostólicos. Participaron en el experimento unos cien curas franceses y
la mayoría acabaron abandonando el sacerdocio. Por lo demás, dicho experimento
no dejaba de ser una de las formas más extremistas del tradicional
clericalismo, porque si en ocasiones algunos no acertaron a comprender la dignidad
de todos los bautizados, lo que les había impulsado a considerar como
inferiores a los laicos, la desconsideración de los curas obreros hacia los
obreros bautizados fue lamentable, hasta el punto que se creyeron en la
obligación de invadir su territorio para organizarles su mundo profesional. No
es de extrañar, por tanto, que desde un principio algunos protestaran por
semejante intromisión, a lo que se venía a añadir la evidente incompetencia
profesional de los curas obreros, al tratar de desempeñar unas funciones
laborales para las que no habían sido capacitados.
Por otra parte, ya se dijo que
durante el pontificado anterior había nacido el Opus Dei, una realidad
diferente por su naturaleza a los denominados movimientos apostólicos. La Santa
Sede concedió al Opus Dei un primer reconocimiento en 1943 y, en 1947, la
primera aprobación pontificia, erigiéndole en instituto secular, fórmula
jurídica que aun siendo inapropiada era la que menos inconvenientes presentaba
para el Opus Dei en aquel momento (A. de Fuenmayor y otros, El itinerario
jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona, 1989). Y es
que por entonces se hacía ya necesario dar algún cauce jurídico a una realidad
pujante en la Iglesia que había nacido en 1928 sin que hubiera una norma
canónica apropiada a su naturaleza. Pues si bien en el pontificado anterior los
miembros del Opus Dei se reducían a unas docenas de personas residentes en
España, durante el pontificado de Pío XII se multiplicaron extraordinariamente
hasta hacerse presentes en 24 países de cuatro continentes (B. Müller, Opus
Dei. Datos informativos, Madrid, 1996).
Pío XII fomentó el culto a los
santos y elevó a los altares a casi un centenar de personas, concretamente 51
beatos y 33 santos; muchos de ellos habían vivido ya en el mundo contemporáneo.
Así, cabe citar a santa Gemma Galgani (1878-1903), san Antonio María Claret
(1808-1870), santa María Goretti (1890-1902), san Pío X (1835-1914) y santo
Domingo Savio (1842-1857).
Pío XII pudo ver el avance de la
excavaciones bajo la basílica de San Pedro, iniciadas en 1939. Los arqueólogos
localizaron una sencilla sepultura en la tierra del sigo i, rodeada de varios
monumentos funerarios datados hasta el siglo iv, en el que el emperador
Constantino construyó la primitiva basílica. En 1968, Pablo VI anunció el
hallazgo de los restos mortales que científicamente pueden corresponder al
primer papa. Quedó confirmado que la cúpula de la basílica de San Pedro se
proyecta sobre la humilde tumba del primer vicario de Cristo en la tierra.
Por fin, los últimos días de 1953
Pío XII sufrió —según el parte medico— una indisposición de naturaleza gástrica
derivada de un no adecuado sistema neurovegetativo. Padecía un hipo continuo y
la comida se la tuvieron que suministrar por sonda. Pudo salir de aquella
extrema gravedad, pero su salud desde entonces se vio afectada por varias
recaídas, a pesar de las cuales no aminoró en su intensidad de trabajo. El día
6 de octubre de 1958, mientras se encontraba en Castelgandolfo sufrió una
trombosis cerebral, por lo que de inmediato se le administraron los últimos
sacramentos. Tras una larga agonía falleció en la medianoche del jueves día 9, a los 82 años y medio de
edad. Sus restos mortales fueron enterrados en las grutas vaticanas en la
capilla de la Madonna della Bocciata.
Expresamente había dejado escrito
que no se le hiciera ningún monumento, puesto que quería ser enterrado con toda
sencillez. En su testamento queda reflejada toda la grandeza de su alma que,
justo por estar muy cerca de Dios, se sentía ante Él muy poca cosa. Y
precisamente por esto, en su testamento se dirigía en estos términos al Dios
que perdona:
Miserere mei, secundum magnam
misericordiam tuam. Estas palabras, que, consciente de ser indigno c inepto
pronuncié en el momento en que di, temblando, mi aprobación a la elección de
sumo pontífice, con mucho mayor fundamento las repito ahora, cuando la
certidumbre de las deficiencias, de las faltas y de las culpas cometidas
durante un pontificado tan largo y en una época tan grave, ha mostrado con
mayor claridad a mi mente mi insuficiencia.
Pido humildemente perdón a
quienes haya podido ofender, perjudicar o humillar con obras o con palabras.
Ruego a aquellos a quienes
compete, que no se ocupen ni se preocupen de erigir monumento alguno en mi
memoria. Basta que mis restos mortales sean colocados sencillamente en lugar
sagrado.
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