viernes, 17 de marzo de 2017

Diccionario de los papas y concilios (1922-1958)


Pío XI (6 febrero 1922 - 10 febrero 1939)
Personalidad y carrera eclesiástica. Achille Ratti, Pío XI, nació (31 mayo 1857) en Desio, muy cerca de Milán. Desio era entonces un núcleo comercial con unos pocos y pequeños talleres de tejidos. Su padre, Francesco Ratti, director de una de esas hilaturas, se había casado con Teresa Galli, con quien tuvo cinco hijos; Achille fue el penúltimo de los hermanos. El trabajo del cabeza de familia permitió vivir a los Ratti desahogadamente, sin que por ello se pueda entender que fuera una familia adinerada. Achille aprendió a leer y escribir en la escuela elemental que tenía en su propia casa de Desio Giuseppe Volontieri. Su tío Damián, párroco de Asso, y en cuya casa veraneaba de niño, descubrió en él los primeros síntomas de vocación sacerdotal y le recomendó al rector del seminario menor de Seveso, donde ingresó a la edad de diez años. Desde 1875 prosiguió los estudios eclesiásticos en el seminario mayor de Milán, donde permaneció tres años; pero como al concluirlos, en 1878, no tenía todavía la edad requerida para ordenarse, se le envió al Colegio Lombardo de Roma, para completar su formación.
Durante todo este tiempo demostró poseer una capacidad intelectual fuera de lo común, lo que se refleja en su brillantísimo expediente. Poseía además otras cualidades y en grado sobresaliente: estaba muy bien dotado para la música y fue también un gran alpinista. Los Boletines del Club Alpino Italiano, del que era miembro, registran sus récords de altura en alguno de los veinte ascensos mayores que realizó, entre otros al Monte Rosa por la difícil vertiente suiza, al Cervino, al Gran Paraíso y al Mont Blanc, donde una de las vías precisamente conserva el nombre de «ruta Ratti».
El último mes del año 1879 recibió la ordenación sacerdotal. Y en los tres años siguientes supo compaginar sus quehaceres para conseguir tres doctorados: el de teología (13 marzo 1882) en la Academia de Santo Tomás de Aquino, el de derecho canónico (9 junio 1882) en la Universidad Gregoriana y el de filosofía (28 junio 1882) en la Facultad estatal de La Sapientia.
Inmediatamente después de doctorarse se trasladó a Milán, donde permaneció treinta años ininterrumpidos. Allí, además de ejercer su ministerio sacerdotal, se dedicó al estudio y a la investigación en campos tan diversos como la paleografía, la historia, la arqueología o el arte. Durante esta larga etapa publicó numerosos trabajos de investigación, además de colaborar habitualmente en revistas literarias y científicas; eludimos aquí el comentario de sus obras (N. Malvezzi, Pío XI en sus escritos, Madrid, 1926), porque sólo la enumeración de sus títulos ocuparía un espacio considerable. Baste decir que era unánimemente reconocida su autoridad intelectual y tenía fama de sabio, lo que le permitió tratar con los grandes de las ciencias y las letras de su tiempo. Así, por ejemplo, mantuvo muy buenas relaciones con Guillermo Marconi (1874-1937), premio Nobel de Física en 1909, que naturalmente acompañó a Pío XI en la inauguración (12 febrero 1931) de la emisora de Radio Vaticano. Pío XI fue el primer sucesor de san Pedro que utilizó la radio para hacer llegar su magisterio a todo el mundo. Falta añadir a todo lo anterior su condición de políglota: conocía varias lenguas muertas, hablaba francés y alemán y leía inglés.
De 1882 a 1888 trabajó en el seminario de San Pedro de Milán y en la Universidad Lombarda, donde además de explicar teología ocupó la cátedra de hebreo. En 1888 ganó una plaza de doctor en la prestigiosa Biblioteca Ambrosiana, de la que fue prefecto a partir de 1907. La mayor parte de sus publicaciones corresponden a la etapa de permanencia en la Ambrosiana y a él se debe también la modernización de tan destacado centro cultural que había sido fundado en 1609; de su importancia baste decir que a la llegada de Ratti la biblioteca tenía catalogados 15.000 manuscritos y 250.000 volúmenes. Bajo su dirección aumentaron notablemente los fondos de la Biblioteca Ambrosiana; entre las adquisiciones de la etapa de Ratti hay que destacar los 1.610 manuscritos procedentes del Yemen.
Ratti, no obstante, supo hacer compatible toda esta actividad intelectual con el desempeño de su ministerio sacerdotal. Durante estos años trabajó en parroquias y fue canónigo de la catedral, desde donde organizó la Asociación de Maestras Católicas, dirigió la Congregación de Hijas de María, a la que pertenecían mujeres de toda condición social, fue capellán de las Damas del Cenáculo durante los treinta años de Milán, enseñaba el catecismo y preparaba a los niños de condición humilde que acudían a la iglesia del Sagrado Sepulcro y atendía regularmente a los penitentes en uno de los confesonarios de la catedral, a donde acudían muchos extranjeros, dada su condición de políglota.
En 1912 san Pío X (1903-1914) le trasladó a la Biblioteca Vaticana, donde dos años después sucedió en la prefectura al padre Franz Ehrle (1845-1934). El papa le nombró canónigo de San Pedro y protonotario apostólico. Cuando ya se vislumbraba el final de la Guerra Mundial en 1918, Benedicto XV (1914-1922) le designó (19 mayo 1918) visitador apostólico de Polonia —que se constituía como nuevo Estado al integrar en su territorio nacional el Gran Ducado de Varsovia, Galitzia occidental, la región de Poznan y parte de la zona de Teschen, y se convertía a partir de noviembre de 1918 en la República de Polonia— para que reorganizara todas las diócesis, misión que se amplió también a las Repúblicas bálticas y a Rusia. Al solicitar el nuevo gobierno polaco una representación de la Santa Sede en el nuevo Estado constituido, Ratti fue nombrado nuncio apostólico en Polonia (19 julio 1919) y consagrado arzobispo titular de Lepanto (8 octubre 1919). Además de su entrega sacerdotal dio ejemplo de abnegación con motivo de la guerra ruso-polaca, pues cuando en julio de 1920 las tropas bolcheviques llegaron hasta los suburbios de Varsovia, rota la resistencia polaca y a punto de ser evacuada la capital, Ratti fue el único diplomático que permaneció en la ciudad junto con las autoridades polacas. Gracias a su trabajo se regularizó la situación, que quedó encauzada para que en 1925 —siendo ya papa— la Santa Sede pudiera firmar un concordato con Polonia. Restableció, además, cinco obispados, que habían sido suprimidos durante la dominación rusa.
Regresó de Varsovia para suceder en la mitra de Milán al cardenal Andrea Giacomo Ferrari (1850-1921). Benedicto XV anunció su nombramiento episcopal en la misma ceremonia del consistorio en el que fue elevado al cardenalato (13 junio 1921), Precisamente, durante su permanencia en la Ambrosiana se había ocupado como estudioso de san Carlos Borromeo (1538-1584), cardenal y obispo que le había precedido en la sede de Milán. Además, durante esos años había formado parte de la asociación de oblatos de San Carlos de Borromeo, lo que le fue de gran ayuda para mejor orientar su vida interior. Después de recibir dicho nombramiento, todavía permaneció unas semanas en Roma ultimando trabajos de distintos dicasterios. Antes de tomar posesión de su diócesis, no obstante, quiso prepararse mediante la oración para su nueva función arzobispal, y se retiró durante un mes al monasterio de Montecassino, desde donde escribió sus dos primeras cartas pastorales. Concluido su retiro, dirigió la peregrinación nacional a Lourdes. De regreso del santuario mariano, hizo su entrada en la ciudad (8 septiembre 1921) como titular de la sede de Milán. Así pues, su actuación episcopal sólo duró cinco meses, pues el 2 de febrero de 1922 comenzaba el cónclave en el que sería elegido papa. Durante esos meses animó al padre Agostino Gemelli (1875-1959) en la puesta en marcha de la Universidad Católica de Milán, que bajo el nombre de Universidad del Sagrado Corazón echó a andar con dos facultades y fue inaugurada (8 diciembre 1921) por el cardenal Ratti.
Ya se han comentado las excepcionales cualidades intelectuales que poseía Pío XI. Pues bien, dichas cualidades las hizo rendir al máximo; el papa Ratti demostró siempre una tenacidad en el trabajo poco común. De temperamento reflexivo y austero por naturaleza, transmitía a sus colaboradores una seguridad, que emanaba de sus dotes de gobierno. Ante las dificultades y problemas que se le presentaban, su fe le llevaba a confiar sobre todo en Dios, por lo que rezaba continuamente y pedía oraciones por intenciones concretas. Como sacerdote, amó intensamente a la Iglesia y comprendió con profundidad su dignidad sacerdotal como ministro de Dios, por lo que procuró ser ante todo un apóstol. Vivió con ejemplar perseverancia su vida de piedad; a sus 80 años seguía realizando las prácticas de piedad que había aprendido cuando todavía era un joven seminarista. Su piedad era profunda, espontánea, sobria y vivida con tal naturalidad y sencillez, que mediante su ejemplo la lucha por alcanzar la santidad se presentaba como una meta deseable y accesible a todos. Aquel hombre, que parecía un coloso tallado en la roca, tenía dentro un alma sencilla y limpia que producía fascinación (C. Confalonieri, Pío XI visto da vicino, Turín, 1957).
El cónclave de 1922 sólo duró cuatro días. El cardenal Ratti sobrepasó los necesarios dos tercios del total de los votos en la última votación de la mañana del día 6. Tras elegir el nombre de Pío XI, manifestó al sacro colegio que, si bien se proponía salvaguardar y defender todos los derechos y prerrogativas de la Santa Sede, quería impartir su bendición urbi et orbi, como prenda de la paz a la que aspira toda la humanidad. Deseaba el nuevo pontífice abarcar con su bendición no sólo a Roma y a toda Italia, sino a toda la Iglesia y a todo el mundo, por lo que la impartiría desde el balcón exterior de San Pedro. Este gesto de paz y buena voluntad fue interpretado en lo que significaba, pues desde la perdida de los Estados Pontificios en 1870 esta ceremonia se había celebrado en el interior, como respuesta de sus predecesores a la usurpación de los territorios pontificios. Con este gesto, por tanto, Pío XI manifestaba a las claras su intención de llegar a un acuerdo con el reino de Italia, que pusiera fin a la «cuestión romana».
El nombramiento de secretario de Estado recayó en el cardenal Pietro Gasparri (1852-1934), quien después de coronar con éxito la negociación de los pactos lateranenses y debido a sus muchos años se retiró. Le sucedió en el cargo (7 febrero 1930) el cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII (1939-1958), quien precisamente por dirigir con acierto la diplomacia vaticana en los años tan difíciles del ascenso de los totalitarismos y por sus cualidades personales, era considerado unánimemente como el más claro sucesor de Pío XI.
Los pactos lateranenses. Después de la Primera Guerra Mundial el mapa político de Europa sufrió una notable transformación. La desaparición del Imperio austrohúngaro dio lugar al nacimiento de nuevos Estados y no pocas de las naciones de las que conservaron las antiguas fronteras se vieron afectadas por cambios internos tan grandes que fue preciso reconstruir el entramado diplomático que existía antes de la guerra. Así se explica que Pío XI tuviera que llevar a cabo una intensa política concordataria, animado como estaba además a establecer relaciones de paz y concordia con todos los gobiernos del mundo. A lo largo de su pontificado, el papa firmó hasta un total de 23 acuerdos, entre convenios, concordatos y tratados. Sin duda, los más conocidos por su significación fueron los suscritos con la Italia de Mussolini (1883-1945) y la Alemania de Hitler (1889-1945) (A. Rhodes, El Vaticano en la era de los dictadores, 1922-1945, Barcelona, 1974).
Con la firma de los pactos lateranenses (11 febrero 1929) se zanjaba un problema que duraba ya casi seis décadas, pues la ocupación de Roma (20 septiembre 1870) liquidaba en beneficio del nuevo Estado italiano los Estados Pontificios. Ya en el pontificado anterior se habían emprendido movimientos de aproximación entre las dos partes, sin que se consiguiera llegar a ningún acuerdo. Pero desde 1926 dieron comienzo unas largas y delicadas negociaciones secretas, hoy conocidas tras la publicación del diario (F. Pacelli, Diario delta Conciliazione, Vaticano, 1959) de uno de los principales protagonistas por parte del Vaticano, como fue el abogado Francesco Pacelli, hermano del futuro Pío XII, nuncio en Berlín por aquellas fechas, como ya se ha dicho.
Los pactos lateranenses, que permitieron la creación del minúsculo Estado del Vaticano, estaban formados por un tratado entre la Santa Sede y el Estado italiano, un concordato entre la Iglesia e Italia y un convenio económico. El artículo 26 del tratado reconocía la existencia del «Estado de la Ciudad del Vaticano bajo la soberanía del romano pontífice»; el territorio era pequeñísimo, pero resultaba suficiente para facilitar la independencia de las actuaciones del sucesor de san Pedro. En el concordato, Pío XI conseguía frente al fascismo salvaguardar dos aspectos fundamentales como eran el derecho a la enseñanza religiosa en la instrucción pública y el reconocimiento de los efectos civiles del sacramento del matrimonio, regulado por el derecho canónico. En cuanto al convenio económico, la indemnización solicitada en principio de 2.000 millones de liras fue sustancialmente rebajada.
Por su parte Mussolini, personaje agnóstico y pragmático, consciente de que en la Italia católica tarde o temprano había que dar una solución a la «cuestión romana», buscó un acuerdo por el prestigio nacional e internacional que podía proporcionarle una solución, que los gobiernos anteriores no habían sabido encontrar a lo largo de casi sesenta años. Pío XI, aunque se mantuvo siempre firme y combativo frente a la ideología anticristiana del fascismo, a la que llegó a condenar formalmente, manifestó su reconocimiento hacia la persona que hizo posible el acuerdo.
Parece así observarse una actitud similar a la que, hasta el final de sus días, mantuvo Pío VII en relación al emperador francés Napoleón; por más que éste le hubiera hecho sufrir, no olvidó nunca el papa que había sido el hombre que, mediante el Concordato de 1801, había proporcionado la paz a la Iglesia (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. II, Pamplona, 1978).
Por lo demás, dicho concordato estuvo vigente con la República romana hasta el 18 de febrero de 1984.
Sin duda, la firma de los pactos lateranenses causó un gran impacto en la opinión pública de entonces, no sólo en la de la nación italiana, sino en la de todo el mundo. Por lo que significaban los acuerdos de Letrán, aquel acontecimiento histórico era desde luego bastante más importante para la Iglesia que para el Estado italiano. Con la renuncia a los Estados Pontificios, la Iglesia ponía fin a la milenaria época constantiniana. De este modo, al abandonar sus reivindicaciones temporales, la Iglesia se concentraba en su fin primordial y específico: el pueblo de Dios, apoyándose exclusivamente en la fuerza del Espíritu Santo (B. Mondin, Dizionario enciclopédico del papi, Roma, 1995). Por lo demás, no deja de ser paradójico que el pontificado recobre en esta nueva etapa un prestigio tal sólo comparable al de los momentos más brillantes de toda su historia. En efecto, desde 1929 hasta la actualidad, cada uno de los sucesivos sumos pontífices han visto aumentar su autoridad espiritual y moral dentro de la Iglesia y también fuera de ella.
Las relaciones de la Santa Sede con Alemania. En cuanto a Alemania, la Constitución de la República de Weimar establecía una clara separación entre la Iglesia y el Estado. Desligadas las autoridades alemanas de los grupos luteranos, la diplomacia de la Santa Sede pudo llegar a conseguir determinados acuerdos parciales en algunas regiones de Alemania. Así, en 1924 se firmó un concordato con Baviera, según el cual en esa zona se toleraba la práctica de la religión católica y, en contrapartida, los nombramientos de los nuevos obispos debían ser presentados al gobierno por si en alguno de los candidatos propuestos recaía algún impedimento político a juicio de las autoridades alemanas. Mayores dificultades encontró el nuncio Pacelli hasta lograr la firma del concordato con Prusia en 1929. La Liga Evangélica promovió una intensa campaña para impedirlo y llegó a recoger hasta tres millones de firmas contra el concordato, que a pesar de todo pudo ser ratificado el 13 de agosto de 1929.
El ascenso de los nazis al poder provocó la inmediata protesta de los obispos alemanes contra el programa del nacionalsocialismo. Ante la crispación surgida entre los católicos alemanes, los nuevos gobernantes trataron de pacificar los ánimos, con el fin de ganar un tiempo que les era necesario hasta que se consolidasen en el poder. Poco después del nombramiento (29 enero 1933) de Adolf Hitler como canciller, el vicecanciller Franz von Papen (1879-1969) iniciaba los contactos con el secretario de Estado, Eugenio Pacelli. Se llegó con rapidez a la conclusión de las conversaciones, lo que permitió firmar un concordato (20 julio 1933). Había que remontarse hasta el año 1448 para encontrar un convenio de validez unitaria para toda Alemania. Según el acuerdo, el Estado alemán permitía el ejercicio público de la religión católica, se reconocía a la Iglesia independencia para dirigir y administrar con libertad los asuntos de su competencia, se garantizaba a la Santa Sede la comunicación con sus obispos y se le reconocía libertad en el nombramiento de cargos eclesiásticos, se daba entrada a la enseñanza de la religión en la escuela primaria y se autorizaba a la Iglesia establecer facultades de Teología en todas las universidades alemanas. Por su parte, el Estado podría ejercer el veto sobre el nombramiento de obispos por motivos políticos y los obispos ya electos debían prestar juramento de fidelidad al führer; además, ningún clérigo podría pertenecer a partidos políticos. Al término de la Segunda Guerra Mundial, la República Federal aceptó el concordato de 1933 sin apenas variarlo.
No ha faltado quien en la interpretación de estos acuerdos ha querido ver una aprobación encubierta del nacionalsocialismo por parte de la Santa Sede, conclusión a la que sólo es posible llegar desfigurando los hechos. Conviene recordar que fue el gobierno alemán quien tomó la iniciativa; por lo tanto, y como manifestara públicamente el propio Pío XI, de haberse negado a conversar hubiera recaído sobre la Santa Sede la responsabilidad de abandonar a los católicos alemanes, pues al menos con las bases del concordato se les proporcionaba un cierto recurso ante una posible defensa de sus derechos. Además, cuando se negoció el concordato, si bien era conocida la ideología nazi, todavía no se había desarrollado su programa y por lo tanto no se podían conocer ni por aproximación las verdaderas dimensiones de la barbarie que se avecinaba. Por el contrario, quienes sí las conocían, años más tarde, fueron los dirigentes de Francia y Gran Bretaña, y a pesar de ello pactaron en Munich con los nazis en 1938. Ya por entonces hacía tiempo que el papa había condenado al nazismo, por su ideología pagana y anticristiana, mediante la encíclica Mit brennender Sorge (14 marzo 1937).
Al igual que en el caso de Mussolini, la causa por la que Hitler tomó la iniciativa para redactar un concordato con la Santa Sede fue su deseo de incrementar su prestigio internacional; más todavía si se considera que anteriormente la República de Weimar (1919-1930) no había conseguido firmar un concordato unitario, por lo que fue preciso llegar a acuerdos regionales. Y es que los esfuerzos del pontífice anterior, Benedicto XV, reclamando una paz justa durante la Primera Guerra Mundial, habían añadido al pontificado un enorme prestigio en los ámbitos internacionales, que todos estaban dispuestos a lucrar en beneficio propio. Precisamente, esta situación de prestigio contribuyó, sin duda, a que se pudiera firmar una larga serie de acuerdos bilaterales durante este pontificado —como ya se dijo— hasta un total de 23. Hitler fue el penúltimo en conseguirlo, pues antes que con Alemania Pío XI había firmado ya 21 convenios, tratados o concordatos con otros Estados diferentes.
La condena de los totalitarismos. Ni Pío XI ni su secretario de Estado, que por sus cargos anteriores conocía muy bien la realidad alemana, se hacían ilusiones de que la firma de los concordatos con los regímenes totalitarios iba a despejar el camino de obstáculos. La realidad es que, de inmediato, los fascistas y los nazis violaron los acuerdos de los concordatos que habían firmado y desataron una implacable persecución contra la Iglesia. Demasiado temprano tuvo que denunciar Pío XI los ataques del fascismo contra la Acción Católica de Italia, mediante la encíclica Dobbiamo intrattenerla (25 abril 1931). En el mes de mayo de 1931, Mussolini disolvió las asociaciones juveniles católicas. Al mes siguiente, la condena del fascismo era tajante en la encíclica Non abbiamo bisogno (29 junio 1931), documento en el que se podían leer párrafos como los siguientes:
la batalla que hoy se libra no es política, sino moral y religiosa; exclusivamente moral y religiosa […] Una concepción del Estado que obliga a que le pertenezcan las generaciones juveniles, es inconciliable para un católico con la doctrina católica; y no es menos inconciliable con el derecho natural de la familia.
La advertencia del papa tampoco sirvió para detener a los dirigentes fascistas en su galope hacia la barbarie, que a imitación de los nazis llegaron a promulgar leyes racistas. Ante estos hechos, Pío XI preparó un nuevo texto durísimo que se proponía leer en el décimo aniversario (11 febrero 1939) de la firma de los pactos lateranenses, en presencia de todo el episcopado italiano que había sido convocado en Roma. No se pudo celebrar ese acto, ya que Pío XI murió la víspera de dicho aniversario; sin embargo, conocemos su contenido pues fue publicado posteriormente por Juan XXIII (1958-1963). El documento, conocido como la alocución Nella luce, iba dirigido a los obispos italianos y Pío XI ponía de manifiesto, una vez más, la incompatibilidad entre la ideología fascista y la doctrina de Jesucristo que, como su vicario en la tierra, debía conservar y transmitir.
Mucho peor transcurrieron los acontecimientos políticos en Alemania. Y en este punto conviene recordar que es doblemente falsa la interpretación de lo sucedido como que un loco engañó por la fuerza a muchos inocentes. Primero, porque sólo una mente tan cuerda y perversa a la vez como la de I liller pudo planear tal estado de cosas. Y segundo, porque sus planes se pusieron en práctica gracias a la multitud de admiradores y colaboradores que el tirano encontró en Alemania y fuera de Alemania.
Una vez que Hitler se afianzó en el poder y antes del holocausto, esto es, a partir del verano de 1933, las leyes racistas aprobaron la esterilización y el asesinato de los deficientes mentales, se prohibió el matrimonio entre arios y no arios y se creó el Rasse-Heirat Instituí (Instituto de Matrimonio Racial) donde no pocas alemanas «puras» incluso se prestaron a ser fecundadas artificialmente. De inmediato reaccionó la Santa Sede, que entre 1933 y 1939 por medio del nuncio Pacelli y apoyándose en el concordato envió a Berlín 55 notas oficiales de protesta. De nada sirvieron, sino para que arreciara la persecución contra los obispos y los católicos alemanes. En 1937, Pío XI, mediante la encíclica Mit brennender Sorge, condenaba por anticristianos los planteamientos ideológicos del régimen, «por divinizar con culto idolátrico» la raza, el pueblo, el Estado y los representantes del poder estatal. En ese documento también se especificaban los acuerdos pactados en el concordato y se denunciaba a los dirigentes del III Reich por sus reiteradas violaciones, calificadas en la encíclica de «maquinaciones que ya desde el principio no se propusieron otro fin que una lucha hasta el aniquilamiento». En la encíclica se condenaba igualmente el panteísmo, la falta de libertad religiosa, las desviaciones morales intrínsecas a la ideología nacionalsocialista y la brutalidad con que eran arrollados los derechos en la educación de los niños y los jóvenes.
La Mit brennender Sorge era, a la vez, respuesta y aliento para los obispos alemanes, que en la reunión episcopal de Fulda (18 agosto 1936) habían solicitado de Pío XI la publicación de una encíclica que encarase los acontecimientos que se venían sucediendo en Alemania. Entre los obispos más combativos contra el nazismo hay que destacar al arzobispo de Miinster, el cardenal Ciernen! August von Galen (1878-1946), al arzobispo de Berlín, monseñor Konrad von Preysing y al cardenal arzobispo de Munich, Michael von Faulhaber (1869-1952). El secretario de Estado pidió al cardenal Faulhaber un primer borrador, que completó el propio Pacelli endureciendo el tono de las condenas contra el nacionalsocialismo. Con este material trabajó Pío XI durante los primeros días de marzo; era la primera vez que se publicaba una encíclica en alemán. Fue fechada el día 14 de marzo e introducida y distribuida clandestinamente en Alemania. De este modo, el domingo de Ramos (21 marzo 1937) se pudo leer en todas las iglesias católicas de Alemania.
La reacción por parte de los nazis no se hizo esperar; en las semanas siguientes fueron encarcelados más de mil católicos, entre ellos numerosos sacerdotes y monjas y, en 1938, fueron deportados a Dachau 304 sacerdotes. También fueron disueltas las organizaciones juveniles católicas y, en 1939, se prohibió la enseñanza religiosa. Ante todos estos atropellos, Pío XI adoptó una postura firmísima, de modo que durante la visita de Hitler a Roma (3 al 9 de mayo de 1938) el papa se recluyó en Castelgandolfo, se cerraron los museos del Vaticano, L’Osservatore Romano ignoró la presencia del führer y el nuncio no acudió a ninguna de las recepciones. Por si todo eso no era lo suficientemente claro, en directa referencia a las grandes cruces gamadas que engalanaban las calles de Roma, Pío XI en una audiencia con recién casados pronunció las siguientes palabras el cuatro de mayo: «Ocurren cosas muy tristes, y entre éstas la de que no se estime inoportuno izar en Roma el día de la Santa Cruz, una cruz que no es la de Cristo.»
Cinco días después de la fecha de la encíclica que condenaba el nazismo, Pío XI publicaba otra nueva encíclica, la Divini Redemptorís (19 marzo 1937), contra el ateísmo comunista, ideología a la que se calificaba como «intrínsecamente perversa» por socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana y proponer una falsa redención basada en un seudoideal de la justicia, la igualdad y la fraternidad. En esta misma encíclica el papa hacía referencia también a la persecución comunista que padecía la Iglesia en México y en España. Durante la guerra civil española (1936-1939) fueron asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 frailes y 283 monjas, lo que equivalía a uno de cada siete sacerdotes y a uno de cada cinco frailes (A. Montero, Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939, Madrid, 1961). Recientes investigaciones han rectificado al alza las cifras de A. Montero; el estudio de José Luis Alfaya sobre la diócesis de Madrid, en el que se da cuenta de los sacerdotes seculares asesinados con sus nombres y apellidos, eleva en un 30 % más el número de A. Montero para aquella diócesis. A estos datos habría que añadir el elevado número —imposible de establecer con exactitud— de tantos católicos españoles que murieron víctimas del odio contra la religión, en una persecución que hasta para asemejarse a la de los primeros cristianos dio cabida a acontecimientos como los de la «Casa de Fieras», el zoo situado entonces en el parque madrileño del Retiro, donde se arrojaban las personas para que fuesen devoradas por los osos y los leones (J. L. Alfaya, Como un río de fuego. Madrid 1936, Pamplona, 1998).
Pío XI, en la Divini Redemptorís, salía al paso de los errores antropológicos propuestos por el materialismo histórico, cuya doctrina se había convertido en el molde con el que los comunistas pretendían construir una nueva humanidad. En línea con las condenas lanzadas sobre el comunismo, ya incluso desde el pontificado de Pío IX (1846-1878), cuando todavía no se había publicado el Manifiesto comunista (1848), la encíclica advertía sobre las consecuencias deshumanizadoras que podrían sobrevenir a la humanidad con el triunfo de la ideología comunista. Lo cierto es que en esta ocasión tampoco se prestó mucha atención a las advertencias del sucesor de san Pedro. Es más, en algunos ambientes intelectuales de Occidente, deslumhrados por el marxismo, las condenas del comunismo y muy particularmente la Divini Redemptorís fueron descalificadas sistemáticamente y tachadas de retrógradas hasta hace bien poco tiempo. Y en honor a la verdad se debe dejar constancia de que no han faltado católicos y hasta clérigos, que afectados por un complejo de inferioridad, también se mostraron partidarios del comunismo. Sin embargo, tras la caída de los regímenes comunistas en Europa, la historia ha venido a dar la razón al magisterio de los romanos pontífices sobre el comunismo. Por otra parte, el tiempo ha venido a demostrar que esas denuncias, además de evangélicas y pastorales —es decir, no políticas— eran plenamente proféticas.
La persecución religiosa en México. Las leyes de reforma de 1859 promulgadas por Benito Juárez (1806-1872) fueron el punto de arranque de una política de desacuerdos entre el Estado mexicano y la Iglesia durante la segunda mitad del siglo xix. Esta falta de entendimiento se suavizó durante la dictadura (1876-1910) de Porfirio Díaz (1830-1915). Por otra parte, la sociedad mexicana marchaba en dirección bien opuesta a la de sus autoridades; sus creencias y prácticas religiosas hablaban bien a las claras de sus sentimientos. Sin embargo, no había llegado todavía lo peor para los católicos mexicanos, pues la persecución religiosa se desató durante el largo proceso de la revolución mexicana que transcurre entre 1910 y 1940.
En 1910, coincidiendo con el centenario de la independencia, Francisco Madero (1873-1913) encabezó una revolución contra el porfiriato, a la que se unieron distintos personajes, entre otros los legendarios Emiliano Zapata (1883-1919) y Pancho Villa (1887-1923). La cuantía y la personalidad de los revolucionarios, así como la ausencia de un programa común, complicó y prolongó en exceso la revolución, hasta el punto de que sería más propio hablar de «revoluciones», en plural, para referirse a los acontecimientos que se suceden en México a lo largo de esas tres décadas. El trágico final de varios de los revolucionarios, asesinados entre ellos mismos, refleja el desgobierno y el caos reinante en México durante todo este período. No es éste el lugar para describir los acontecimientos en su conjunto (J. Meyer, La révolution méxicaine, París, 1973), ya que nos debemos limitar a la situación de la Iglesia en México.
La nueva Constitución de 1917 negaba toda personalidad a la Iglesia en México, secularizaba la enseñanza, prohibía las órdenes religiosas y, en suma, marcaba el comienzo de la persecución religiosa. El sectarismo antirreligioso arreció con la llegada a la presidencia de la República, en 1924, de Plutarco Elias Calles (1877-1945). Al no estar permitida la reelección, fue sustituido en 1929, pero de hecho controló la situación política de México hasta el mes de junio de 1935, en que fue expulsado del país por su contrincante, el presidente Lázaro Cárdenas (1895-1970). Calles consideraba a la Iglesia católica como el enemigo número uno del régimen y se propuso su exterminio; político sin escrúpulos, utilizó cuantos recursos creyó oportunos para lograr sus propósitos, incluida la promoción de una Iglesia cismática. Por su parte, Pío XI, mediante la encíclica Paterna sane sollicitudo (2 febrero 1926), se dirigía a los obispos mexicanos y denunciaba la injusticia de las disposiciones legales antirreligiosas de México, de las que decía que «no merecen el nombre de leyes». A continuación, el romano pontífice recomendaba calma en el obrar y prohibía expresamente que se formase un partido católico. En los planes de Pío XI se confiaba en que la Acción Católica fuera cambiando la situación. Como muestra de buena voluntad envió a México a monseñor Caruana, a donde llegó a principios de marzo de 1926.
La reacción de Calles fue violentísima. Expulsó de México a monseñor Caruana y se endurecieron aún más las leyes, por lo que se reformó el Código penal en 1926. De acuerdo con la reforma, la administración de los sacramentos y la celebración de la santa misa se castigaban con penas de prisión. El Comité Episcopal protestó por la medida y ordenó la suspensión de cultos en toda la República (11 julio 1926). A esta reacción enérgica y contraria a la voluntad del papa, contrarreplicó con saña el gobierno de Calles. Una nueva encíclica, la Iniquis afflictisque (18 noviembre 1926), llamaba a la calma. En este clima de tensión, sucedió lo imprevisto; en el mes de enero de 1927 los campesinos mexicanos se levantaron en armas al grito de «Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe», contra un poder que les impedía vivir la religión. El levantamiento fue una sorpresa para la jerarquía, pero también y sobre todo para el gobierno mexicano, que estaba convencido de que la religión era cosa de mujeres.
Lo que despectivamente fue juzgado por el gobierno como una algarada de alborotadores, a los que apodó con el nombre de «cristeros», fue el comienzo de una guerra que se prolongó hasta 1929 (J. Meyer, La Crisíiada, 2 vols., México, 1973). Los cristeros llegaron a encuadrar 50.000 hombres y de hecho se hicieron con el control de la mitad del país. La represión fue durísima y sanguinaria, y se pudo llegar a la pacificación por la intervención del delegado papal, monseñor Ruiz Flores. Los denominados Arreglos (22 junio 1929) con el gobierno prometían una amnistía, la restitución de los lugares de culto y la suspensión —que no la modificación— de la legislación antirreligiosa. De nuevo, Pío XI apostaba por la vía pacífica, precisamente en el momento en el que los cristeros estaban en su momento más fuerte y tenían al gobierno contra las cuerdas.
Pero firmar los Arreglos y proseguir la persecución religiosa por parte del gobierno mexicano fue todo uno. «La revolución no ha terminado —afirmaba Calles, en el Grito de Guadalajara de 1934—, es preciso entrar en una nueva etapa que yo llamaría psicológica; debemos penetrar y apoderarnos de las conciencias de la infancia, de la juventud, puesto que ellos son y deben ser para la revolución, para la colectividad.» En 1935, se modificaba el artículo tercero de la Constitución en los siguientes términos: «La educación dada por el Estado será socialista, y no contenta con excluir toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los prejuicios.» Todo ello provocó el estallido de la «segunda» guerra en 1935. En esta ocasión se protestaba por la persecución religiosa, por la educación socialista y sexual de los colegios y se pedía la reforma agraria; y como novedad, en esta guerra a los combates abiertos se agregaron las acciones terroristas contra los funcionarios del gobierno y las autoridades agrarias. La jerarquía desautorizó las acciones y castigó con la excomunión a los rebeldes. En estas circunstancias surgió la pugna política entre Cárdenas y Calles, que se saldó con la expulsión del país del segundo.
En los primeros meses de 1936, por la vía de los hechos y poco a poco, Cárdenas llegó a una distensión con la Iglesia en México, pragmática y no escrita, sistema que ha estado en vigor hasta la década de los noventa. Por otra parte, y garantizado el proceso de pacificación, muy pocos días después de publicar la Mit brennender Sorge y la Divini Redemptoris, Pío XI daba a la luz la Firmissimam constantiam (28 marzo 1937), donde reconocía la lealtad de los católicos mexicanos a la Iglesia, condenaba de nuevo el comunismo, reprobaba la acciones violentas de los católicos para dejarse oír y volvía a recomendar que los seglares se encuadrasen en la Acción Católica, que como instrumento de la jerarquía y ajena a posiciones partidistas era quien debía restaurar la sociedad. Naturalmente, había también referencias al gobierno mexicano y a cuantos gobiernos creían ver en la Iglesia a su enemigo: «Se engañan creyendo no poder hacer reformas favorables al pueblo si no es combatiendo la religión de la mayoría.»
Las relaciones de la Santa Sede con Francia y la condena de Action Franqaise. La actitud de la Santa Sede respecto a Francia prosiguió en la línea promovida por León XIII, que se conoce como ralliement. Ya se vio cómo esta tendencia de buen entendimiento fue abortada por el sectarismo de Combes (1835-1921), hasta el punto de romper relaciones con la Santa Sede durante el pontificado de san Pío X. Por su parte, Benedicto XV consiguió normalizar la situación diplomática. Pío XI prosiguió las relaciones con las autoridades francesas en este mismo clima, que algunos definen como de «concordia sin concordato». Precisamente todo esto sucedía cuando en 1924 había ganado las elecciones el Cartel des Gauches (coalición de izquierdas con mayoría socialista), capitaneado por Edouard Herriot (1872-1957) que había basado la campaña electoral en una lucha contra la Iglesia, hasta el punto de prometer que en caso de ganar suprimiría la embajada francesa en la Santa Sede. Pero las protestas sociales fueron de tal magnitud que tuvo que dar marcha atrás, de modo que se puede afirmar que el sectarismo anticlerical de los políticos triunfadores fue derrotado por la sociedad francesa en el bienio 1925-1926.
Por su parte, Pío XI, mediante la encíclica Maximam gravissimamque (18 enero 1924), había aceptado la propuesta de las autoridades francesas para la formación de asociaciones diocesanas, que se debían hacer cargo de los bienes de la Iglesia que todavía no habían sido vendidos. Dichas asociaciones estaban presididas por el obispo, quien a su vez tenía facultad para designar a sus componentes. Y aunque el triunfo del Cartel des Gauches en 1924 impidió de momento la restitución de estos bienes, en 1926 las Cámaras acabaron por votar la devolución gratuita de los bienes eclesiásticos requisados, que todavía no habían sido adjudicados a particulares. No era mucho lo que se podía devolver por entonces, pero al menos con ese resto los católicos franceses pudieron recomenzar y emprender una etapa de recuperación.
El cambio de situación de la Iglesia en Francia no se debía exclusivamente a la habilidad de los diplomáticos del Vaticano o al oportunismo del gobierno de izquierdas. Dicho cambio obedecía sobre todo a las profundas transformaciones que estaban teniendo lugar en el seno de la sociedad francesa. Ya me he referido anteriormente a la presión social sobre las autoridades políticas, lo que sin duda guardaba relación con la renovación religiosa de los católicos franceses, después de los duros años de prueba. Dicha renovación se tradujo en un llamativo aumento de franceses que volvieron a la práctica religiosa y en la conversión de no pocos intelectuales, entre los que destacan los nombres de Francois Mauriac (1885-1970) —académico francés desde 1933 y premio Nobel en 1952— y Henri Millón de Montherlant (1896-1972). A la vista de esta situación, en 1929 el gobierno francés permitió que algunas congregaciones misioneras pudieran establecer en Francia sus noviciados y sus procuradurías.
Pero en medio de esta bonanza surgió el conflicto con Action Francaise, un grupo monárquico, antidemocrático y nacionalista, que estaba dirigido por Charles Maurras (1868-1952) y Léon Daudet (1867-1942), aglutinado en torno a la revista del mismo nombre. Maurras era seguidor del positivismo de Comte (1798-1857), antiliberal y ateo; para él la Iglesia tenía solamente una entidad sociológica y cultural, por lo que debía ser supeditada a la razón de Estado como supremo fin. En consonancia con las doctrinas totalitarias («todo es política»), Maurras expresaba a la francesa su concepto reduccionista del hombre con su politique d’abord («política ante todo»). Pero no faltaron católicos franceses que vieron con simpatía el grupo de Action Francaise por lo que podía suponer de freno a la política anticlerical de los partidos de izquierda; de hecho, la revista ejerció una gran influencia en los sectores más jóvenes de la población francesa. Maurras proponía a la juventud sustituir el objetivo de vida del seguimiento a Jesucristo por su politique d’abord.
Ante esta situación, ya san Pío X había condenado las doctrinas de Maurras, aunque decidió no hacer pública la condena. Preocupado por el auge que tomaba el grupo de Maurras, Pío XI promovió una serie de gestiones, que concluyeron en la publicación de la condena de san Pío X del ateísmo y de la concepción naturalista del hombre de Maurras, mediante un decreto del Santo Oficio (29 diciembre 1926). Maurras respondió con su rebelión pública contra el papa en su célebre artículo «Non possumus». Todo concluyó en unos cuantos dramas personales, pues algunos católicos, partidarios de Maurras, se vieron incursos en excomunión. Quizás el caso más notorio sea el del jesuíta y cardenal Louis Billot (1846-1931), que no había disimulado sus simpatías por Maurras, aunque siempre lamentó su agnosticismo. Billot acabó renunciado al cardenalato en 1927. Años después, en 1939, el comité de Action Francaise envió a Pío XII (1939-1958) una carta de sumisión. A partir de entonces se levantó la prohibición sobre el periódico, pero los números anteriores permanecieron incluidos en el Index. En cuanto a Maurras, tras la Segunda Guerra Mundial sufrió prisión como colaboracionista de Vichy; en sus últimos días se reconcilió con Dios y murió en el seno de la Iglesia.
El magisterio de Pío XI. En otro orden de cosas, se entiende que el magisterio de Pío XI se desarrollase en muchos y profundos escritos doctrinales, pues si por una parte los problemas suscitados durante su mandato fueron de suma gravedad, el papa, que tenía que hacer frente a los mismos, subía a la cátedra de san Pedro después de adquirir una sólida formación intelectual, que como dijimos le había granjeado fama de sabio. Por su número —30 encíclicas y numerosos discursos y alocuciones radiofónicas— resulta imposible hacer ni siquiera una breve referencia a todos ellos, por lo que a continuación sólo se mencionan los escritos más importantes. La línea continua de todo su magisterio consistió en poner freno a la alocada carrera de una sociedad que paulatinamente se alejaba de Dios y cuyos dirigentes establecían unas normas sociales al margen de Dios y en no pocas ocasiones enfrentadas a los mandatos divinos. Así las cosas, todo el empeño de Pío XI se concentró en abrir puertas para que fuese posible el reinado de Jesucristo entre los hombres y en sus variadas manifestaciones sociales.
La encíclica inaugural del pontificado, Ubi arcano (23 diciembre 1922), fue un llamamiento a buscar la paz para un mundo tan carente de ella. Tres años después, en la encíclica Quas primas (11 diciembre 1925), ofrecía una guía para encontrarla: «La paz de Cristo en el reino de Cristo», palabras que se convirtieron en lema de su pontificado; esa realeza —especificaba el papa— debía entenderse referida al ámbito espiritual y se oponía al laicismo y a los sistemas que o bien habían construido una sociedad al margen de Dios, o incluso cimentaron los sistemas de las relaciones humanas sobre la impiedad y el desprecio del Creador. En ese mismo documento, el papa instituía la fiesta de Cristo Rey con el fin de recordar «a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo, no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes».
De algún modo el resto de las encíclicas de Pío XI guardan una unidad, por cuanto vienen a iluminar con la doctrina cristiana a la familia, a la sociedad y al sacerdocio, tres ámbitos concretos de importancia capital para hacer realidad el reinado de Jesucristo. En primer término, habría que empezar por fortalecer la institución familiar, a la que trataban de minar las ideologías dominantes en dos de sus más firmes pilares como son la educación de los niños y los jóvenes y el matrimonio. Al primero de estos aspectos se refiere la encíclica Divini illius Magistri (31 diciembre 1929) y al segundo la Casti connubii (31 diciembre 1930).
A pesar de los años transcurridos desde la publicación de la encíclica Divini illius Magistri, este documento pontificio sigue siendo un punto de referencia de la doctrina de la Iglesia sobre la educación. Su actualidad se convierte, por tanto, en la mejor prueba de que Pío XI la escribió con criterios plenamente universales en el tiempo y en el espacio. Ahora bien, conviene recordar que este texto con toda intención, en principio, fue publicado en italiano, bajo el título Rappresentanti in terra. Naturalmente, Pío XI reprobaba el monopolio estatal en materia de enseñanza que era uno de los puntos capitales del programa fascista y fijaba con claridad el derecho de la educación en los siguientes términos:
La familia ha recibido del Creador la misión y por lo tanto el derecho de educar a la prole; es un derecho inalienable porque está estrechamente unido a esa obligación; es un derecho anterior a cualquier derecho de la sociedad y del Estado, y por lo tanto inviolable para cualquier potestad terrana.
No obstante, el pontífice reconoce en la misma encíclica el papel subsidiario que le corresponde al Estado en esta materia, a pesar de la prevención que había provocado en las décadas anteriores el empeño de no pocos en identificar la intervención del Estado en la escuela con la enseñanza laicista. En su conjunto, la Divini illius Magistri es uno de los textos pontificios con más propuestas positivas de los últimos tiempos. Cierto que se condena el monopolio estatal en la docencia, que se rechaza que la educación sexual sea competencia de los profesores y no de los padres por las implicaciones morales que conlleva y que se desenmascara el partidismo de la pretendida «escuela neutra». Pero justamente en la argumentación de esas condenas se lanzan muchos retos. De entrada, Pío XI aboga por un clima de armonía entra la familia, la Iglesia y el Estado para que cada uno desempeñe el papel que le corresponda, además de empujar a los padres para que asuman el protagonismo que les compete en esa materia, porque en honor a la verdad y a la vista del pasado hay que afirmar que los padres habían hecho no pocas dejaciones de derechos en la educación escolar de sus hijos. Y es que si bien Pío XI en su empeño por reconstruir una nueva civilización cristiana concedía al clero un protagonismo decisivo, en ésta y en otras muchas ocasiones puso de manifiesto que sin contar con la familia no se lograría dicha reconstrucción, pues eran las familias en cuanto que cristianas los elementos fundamentales para levantar esa civilización donde fuera posible el reinado de Cristo.
Y, en efecto, la familia se convertía en el tema central de la encíclica Casti connubii. En dicho documento, Pío XI rebasa la conocida definición de la familia como célula básica de la sociedad, para ir más lejos y proponer una espiritualidad propia de la familia. Naturalmente que el romano pontífice denuncia los males que atenían contra el vínculo matrimonial, como el amor libre y el divorcio, condena también el aborto y el eugenismo, para a continuación poner de manifiesto el origen divino de la institución del matrimonio y sus fines primarios que son la procreación y la educación de los hijos. Y esa espiritualidad de la familia, donde los planes de los hombres cuentan como parte y colaboración de los planes creadores de Dios, tiene su fundamento en la definición que Pío XI hace en dicha encíclica del matrimonio:
La sagrada unión del matrimonio se constituye por voluntad divina y por voluntad humana. De Dios procede la institución del matrimonio, sus leyes, sus fines y sus bienes. Del hombre, con la ayuda y la colaboración de Dios, depende la constitución de cada matrimonio particular con las obligaciones y los bienes establecidos por Dios, mediante la donación generosa de la propia persona a la otra persona para toda la vida.
No se defendía la familia sólo como la célula de la sociedad y elemento de estabilidad social; Pío XI elevaba el punto de mira y fijaba a la familia no sólo objetivos humanos, sino también espirituales. En consecuencia, quedaba excluida de ese ámbito la mentalidad neomaltusiana que entonces rebrotaba y las prácticas que atentaran contra la santidad de los esposos, como «todo uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto quede privado, por industria de los hombres, de su fuerza de procrear vida». Quizás se pueda comprender el auge del neomaltusianismo si se considera que tras la amarga experiencia de la Primera Guerra Mundial, durante el período de entreguerras se trazaron los presupuestos de una cultura de la muerte; un profundo pesimismo invadió las mentalidades de entonces hasta llegar a elaborar años después una concepción que definía al hombre como «un ser para la muerte». Así se entiende que quienes se rindieron ante postulados tan pesimistas y negativos sobre la vida no la quisieran transmitir a sus descendientes.
Por otra parte, la descristianización del mundo del trabajo y de las relaciones laborales fue abordada por Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno (15 mayo 1931), escrita con motivo del cuarenta aniversario de la Rerum novarían. En este documento Pío XI reafirma la doctrina social ya expuesta por León XIII y añade nuevos matices exigidos por el período en que fue publicada; así, por ejemplo, pone un mayor énfasis en plantear como objetivo la búsqueda de la concordia en las relaciones laborales, en unas circunstancias históricas concretas en las que la lucha de clases se justificaba nada menos que con carácter de necesidad científica.
La encíclica Quadragesimo anno, junto con las dos anteriores referidas a la educación y la familia componen la gran triología doctrinal de Pío XI. Telegráficamente, las principales ideas de este documento pontificio son las siguientes: defensa del principio de subsidiariedad frente a la concentración de funciones por parte del Estado, apelación al entendimiento mediante la reconstrucción de los «cuerpos profesionales» en las relaciones laborales frente a la lucha de clases, promoción del bien común por parte del Estado, favorecer la justicia social —concepto innovador entonces, que venía a completar el contenido de la noción de justicia conmutativa— para paliar las desigualdades y las injusticias que se derivan cuando los sistemas de producción se abandonan de un modo absoluto a las leyes del mercado.
La ambigüedad con la que la encíclica se refería a los cuerpos profesionales, permitió que algunos interpretasen la encíclica como una propuesta de regreso al corporativismo medieval; por su parte, otros creyeron ver en esos términos la justificación del concepto social de los regímenes autoritarios de la nación de Austria de Engelbert Dollfuss (1892-1934) y del Estado de Portugal de Antonio de Oliveira Salazar (1889-1970). Lo único seguro era que tales términos —cuerpos profesionales— se empleaban en el documento pontificio en contraposición del estatismo social y de la lucha de clases, ideologías que parten de un concepto anticristiano del hombre que eran las que se condenaban, sin proponer ninguna como solución concreta. Y debido a todas estas equivocadas interpretaciones —algunas, por supuesto, interesadas—, Pío XI salía al paso años después en la encíclica Divini Redemptoris con estas palabras:
La Iglesia, en efecto, aunque nunca ha presentado como suyo un determinado sistema técnico en el campo de la acción económica y social, por no ser ésta su misión, ha fijado, sin embargo, claramente, las principales líneas fundamentales, que si bien son susceptibles de diversas aplicaciones, según las diferentes condiciones de tiempos, lugares y pueblos, indican, sin embargo, el camino seguro para obtener un feliz desarrollo progresivo del Estado.
A las cuestiones sociales estaba dedicada también la encíclica Caritate Christi (3 mayo 1932), en cuyo texto, tras manifestar la incompatibilidad entre el comunismo y el sentido cristiano de la vida, se hacía referencia a la situación derivada de la crisis económica de 1929 en los siguientes términos: «los cabecillas de toda esta campaña de ateísmo, aprovechan la crisis económica actual y con infernal dialéctica se esfuerzan en hacer creer a las muchedumbres hambrientas que Dios y la religión son la causa de esta miseria general».
Y en cuanto al sacerdocio, Pío XI llamaba la atención sobre la importancia de que los sacerdotes tuvieran una sólida formación teológica en la encíclica Deus scientiarum Dominus (24 mayo 1931), para lo que ya desde el principio de su pontificado había dado instrucciones precisas en la encíclica Studiorutn ducem (29 junio 1923), en el sentido de desarrollar la teología sobre los principios de santo Tomás, a quien proponía Pío XI como guía de los estudios filosóficos y teológicos. Además de la ciencia, recordó el papa en otro documento, la encíclica Ad catholici sacerdotii (20 diciembre 1935), el sacerdote debía esforzarse por vivir santamente, por lo que su acción exterior debía ser el resultado de una intensa vida de piedad personal levantada sobre la oración, los sacramentos y la celebración del santo sacrificio de la misa; sólo de este modo, concluía Pío XI, podrán atender con una solicitud adecuada a todas las necesidades de los fieles.
La vida de la Iglesia. Como instrumento operativo para establecer el reinado de Cristo, propuesto por Pío XI, el papa dio un nuevo sentido a la Acción Católica, orientación tan diferente a la que hasta entonces la había animado que se puede afirmar —sobre todo a partir de 1928, año en que comienzan a aparecer los numerosos documentos pontificios al respecto— que nos encontramos con una realidad distinta a la que hasta entonces llevaba ese mismo nombre. Como es sabido, Pío XI fue designado popularmente como «el papa de la Acción Católica», y él mismo se refirió a esta organización en repetidas ocasiones como «la niña de mis ojos», para manifestar la confianza que había depositado en esta institución. Precisamente porque el papa diseñaba una Acción Católica, sin ninguna connotación política, quiso que su desarrollo tuviera lugar al margen de los partidos confesionales católicos, como el Partito Populare Italiano de Don Sturzo (1871-1959) o el Zentrum de monseñor Ludwig Kaas (1881-1952), a cuyos líderes retiró su apoyo.
No siendo política sino religiosa, afirmaba el pontífice, la Acción Católica era sin embargo acción social porque promovía el reino de Cristo en la sociedad, tratando de orientar la solución de los problemas según los principios cristianos (J. Escudero Imbert, «El pontificado de Achille Ratti, papa Pío XI», Anuario de Historia de la Iglesia, VI, Pamplona, 1997).
En sus documentos, la Acción Católica era definida por Pío XI como un apostolado auxiliar de la Iglesia, sin otra finalidad que la de que los seglares participasen en cierto modo del apostolado jerárquico, de modo que actuasen tan sólo como una longa manus de la jerarquía y en concreto del sacerdote de la parroquia con quien de hecho tenían contacto. A luz del Concilio Vaticano II puede afirmarse que tal concepción dejaba sin desarrollar en plenitud la teología bautismal, como hoy la conocemos. Pero sería injusta una descalificación retrospectiva, sin considerar que la Acción Católica fue ideada en un tiempo concreto y para un tiempo concreto. Por otra parte, no está de más recordar que dicha concepción pertenece al ámbito operativo y no al dogmático, por lo que la Acción Católica puede ser objeto de cuantas modificaciones resulten oportunas al cambiar las circunstancias históricas.
Coincidiendo en el tiempo con el pontificado de Pío XI, el beato Josemaría Escrivá de Balaguer, a partir de que Dios le hiciera ver el Opus Dei (2 octubre 1928) (A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, 1.1: Señor que vea, Madrid, 1997), comenzó a hacerlo realidad mediante un intenso trabajo apostólico en Madrid. Dicha intensidad no estuvo reñida con un echar a andar con sencillez y sin ruido, por lo que en los años del pontificado de Pío XI el Opus Dei pasó inadvertido. Diez años después de su fundación todos los miembros del Opus Dei podrían rondar la docena y la mayoría de ellos todavía eran estudiantes. Concluida la guerra civil española, en 1939, la entraña universal del Opus Dei desplegaba a sus miembros por diversas ciudades de España. Sólo tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial el Opus Dei pudo comenzar a extenderse por los cinco continentes (P. Berglar, Opus Dei Vida y obra dei fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, 1987). Con el tiempo se vería la trascendencia de esta intervención de Dios en la historia, que llamaba a todo cristiano a santificarse en medio del mundo, sin sacar a nadie de su sitio y con plena libertad y responsabilidad en sus actuaciones sociales y profesionales. Tales planteamientos, si bien entonces no pudieron ser fácilmente comprendidos por las mentalidades del momento, acabaron más tarde por recibir el espaldarazo de la doctrina del Concilio Vaticano II.
Durante el pontificado de Pío XI, las misiones experimentaron un notable desarrollo. Sin duda, Pío XI ya comenzó a recoger los frutos que por falta de tiempo no pudo ver su antecesor Benedicto XV, a quien se deben toda una serie de reformas decisivas. Pío XI fue un buen continuador de Benedicto XV en este punto y sustentó las misiones sobre el siguiente trípode: centralización en Roma de las obras misionales, responsabilidad de todos los fieles por cuanto ellos debían cooperar también con su oración y con su limosna a la evangelización y evitar las interferencias de las potencias colonizadoras en las misiones. Se pretendía que en esos territorios la Iglesia se hiciese compatible con las costumbres del lugar y se nutriera con clero autóctono, para que así cuanto antes dejasen de ser «tierra de misión» y se convirtiesen en una porción más de la Iglesia de Jesucristo, caracterizada por ser una y universal. Durante la celebración del Año Santo en 1925, Pío XI organizó una exposición misionera universal en los jardines vaticanos que sirvió para acercar todavía más a los fieles la realidad de las misiones. Y en un intento de que cada católico se hiciera responsable del trabajo misional de la Iglesia mediante la oración y la limosna, Pío XI estableció en 1926 el Domingo Mundial de las Misiones, que en España se celebra con el nombre de «Domund».
La encíclica misional de Pío XI es la Rerum Ecclesiae (28 febrero 1926), donde se manifiesta como un decidido impulsor del clero indígena. El papa también implicó en la tarea misional a los religiosos contemplativos, para hacer ver a todos los fieles el valor de la oración como el medio fundamental e imprescindible en la expansión del Evangelio. En este sentido instó a que se establecieran monasterios de carmelitas y trapenses en tierras de misión. No deja de ser significativo que él mismo, en 1927, proclamase patrona de las misiones, junto con san Francisco Javier (1506-1552), a santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), una monja carmelita de clausura a la que él mismo había beatificado en 1923 y canonizado dos años después. El propio Pío XI pudo ver los primeros resultados; durante su pontificado los 12.000 sacerdotes misioneros aumentaron a 18.000, se crearon unas 300 nuevas circunscripciones misioneras y se multiplicó por dos el número de los católicos en tierras de misión. Con Pío XI se produjo el tránsito del concepto de «misiones» al de «Iglesias locales»; prueba de ello fue la consagración en Roma (20 octubre 1926) de los seis primeros obispos chinos, y más tarde de japoneses y vietnamitas, lo que ponía de manifiesto la catolicidad o universalidad de la Iglesia fundada por Jesucristo.
De acuerdo con el mandato de Jesucristo de predicar el Evangelio a todos los hombres, Pío XI había procurado impulsar las misiones. Por la misma razón, durante su pontificado se realizaron algunas reuniones con los cristianos separados de Oriente y Occidente. Ya en el pontificado anterior había tenido lugar el primero de los cuatro encuentros entre anglicanos y católicos, conocidos como las conversaciones de Malinas, que se celebraron entre 1921 y 1926. La experiencia era particular, aunque contó con la autorización de Benedicto XV. Por parte de los anglicanos, la iniciativa partió de lord Charles Lindley Halifax (1839-1934), un político inglés que había tenido contacto con el movimiento de Oxford, pero que creía ver una mejor disposición para este tipo de encuentros entre los católicos belgas que entre los ingleses. Por este motivo, se valió de un antiguo conocido suyo, el religioso lazarista Fernand Portal, que entonces era vicario del cardenal primado de Bélgica, Desiré Joseph Mercier (1851-1926). Realmente la iniciativa era novedosa; así es que por ser uno de los primeros pasos de lo que con el tiempo se llamó movimiento ecuménico, más que por los resultados que de aquellos encuentros se derivaron es por lo que se hace referencia de las conversaciones de Malinas en la historia de la Iglesia. Con la muerte del cardenal Mercier, Pío XI consideró oportuno dar por liquidada aquella experiencia.
En 1925, la Liga mundial para la colaboración amistosa de las Iglesias, había celebrado un congreso en Estocolmo, en el que se habían aparcado las cuestiones dogmáticas. Por otra parte, en 1927 la organización ecuménica Faith and Order había celebrado en Lausana un congreso mundial, en el que no quiso estar representada la Iglesia católica. Después de la Segunda Guerra Mundial estas dos organizaciones se fusionaron en el Consejo Ecuménico de las Iglesias. En cierta medida, estos movimientos partían del principio del indiferentismo y el relativismo religioso. Por este motivo Pío XI mantuvo una prudencial reserva, y abordó estas cuestiones en la encíclica Mortalium ánimos (6 enero 1928), expresando con claridad la pauta a seguir:
no se puede profesar la fe cristiana sin creer que Jesucristo fundara la Iglesia como una única Iglesia […] la unión de los cristianos no se puede facilitar más que de un modo: favorecer el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo.
Respecto a los orientales, católicos y ortodoxos, hay que decir que Pío XI desplegó hacia ellos numerosas iniciativas. Además de las referencias de la encíclica anterior, Pío XI dedicó otras dos a los cristianos ortodoxos: la Ecclesiam Dei (1923) y la Rerum orientalium (8 septiembre 1928). Promovió fundaciones para los estudios orientales para facilitar un mayor conocimiento de todo ese mundo, en 1929 codificó el derecho de la Iglesia oriental y en 1935 el patriarca de Siria Tappouni se convertía en el primer oriental que pasó a formar parte del colegio cardenalicio. En este sentido, hay que destacar la figura de Dom Lambert Beauduin (1873-1970), que mediante los encuentros entre monjes de Oriente y Occidente consiguió un mayor conocimiento de los valores espirituales de ambas zonas, que fueron divulgados a través de la revista Irenikon, por él fundada.
Pío XI no fue sólo el papa sabio de los profundos escritos doctrinales, sino que fue también guía personal para los fieles. B. Mondin ha escrito que Pío XI fue «un gran maestro y también un sublime modelo de vida interior». Así se explica que sus profundas vivencias espirituales —Cristo Rey, la eucaristía, el Sagrado Corazón, la Virgen y el rosario— tuvieron su correspondiente reflejo en encíclicas específicas. Éste es el caso de la encíclica Ingravescentibus malis (29 septiembre 1937), donde propone el rezo del rosario como remedio para conseguir detener la guerra, ante los empujes contra la paz de la ideología neopagana del nacionalsocialismo, que por entonces se empezaron a manifestar de un modo amenazante.
Particularmente significativos fueron los modelos de santidad que Pío XI propuso a los fieles, al elevar a los altares a un buen número de santos. Concretamente, 496 beatos en 42 beatificaciones y 33 santos en 16 ceremonias de canonización. En este sentido, ya se comentó la canonización de santa Teresa del Niño Jesús y su patronazgo sobre las misiones; Pío XI sentía por esta monja de clausura tal admiración que en repetidas ocasiones se refirió a ella como «la estrella de mi pontificado». Otro tanto sucedió con san Juan Bosco (1815-1888), a quien Pío XI había conocido en su juventud; un papa que tuvo que hacer frente al sectarismo laicista en los ámbitos educativos y que tantos escritos dejó en defensa de la educación cristiana de los niños y los jóvenes, tuvo que sentir un gran gozo al canonizar en 1934 a san Juan Bosco, fundador de los salesianos, a quienes se deben tantas iniciativas educativas. También fueron canonizados durante su pontificado san Juan Eudes (1601-1680), formador de sacerdotes, y san Juan María Bautista Vianney (1786-1859), el cura de Ars, propuesto como patrono de los párrocos. Y además de éstos, entre otros fueron elevados a los altares san Juan Fisher (1445-1535), santo Tomás Moro (1478-1535), santa Magdalena Sofía Barat (1779-1865). Por otra parte, Pío XI elevó a la categoría de doctores de la Iglesia a san Pedro Canisio (1521-1597), san Juan de la Cruz (1542-1591), san Alberto Magno (1206-1280) y san Roberto Belarmino (1542-1621).
En 1936, ya octogenario, a Pío XI se le diagnosticó una miocarditis y una arteriosclerosis de la que se pudo reponer. Pero la enfermedad y los años habían minado seriamente su robusta salud de deportista, por lo que los últimos años de su vida fueron particularmente duros, ya que a los sufrimientos morales que le produjo el auge de los totalitarismos, que anunciaban una nueva guerra (J. Pabón, Los virajes hacia la guerra 1934-1939, Madrid, 1946), vinieron a añadirse los padecimientos físicos. En noviembre de 1938 recayó; a duras penas pasó las Navidades y pudo transmitir por la radio su alocución de Navidad. El 4 de febrero de 1939 celebraba su última misa, pues ese día su crisis cardíaca se complicó con una aguda insuficiencia renal. Falleció en la víspera de la celebración del décimo aniversario de la firma de los pactos lateranenses, a las cinco y media de la madrugada.
No son pocos los estudios rigurosos que ya han emitido un juicio histórico acerca del pontificado de Pío XI. Igualmente han sido varios los congresos celebrados para analizar su mandato al frente de la Iglesia (Pio XI nel trenteslmo delta morte, 1939-1969. Raccolta di studi e di memorie, Milán, 1969; // pontificato di Pio XI a cinquant’anni di distanza, Milán, 1991). Un justo balance del pontificado de Pío XI es el que se encierra en las siguientes palabras de un historiador italiano:
Pastor celoso, sabio maestro, padre afectuoso, guía segura, condotiero enérgico guió con mano experta la navecilla de Pedro en uno de los momentos más difíciles y oscuros de la historia. Luchó denodadamente no sólo contra los totalitarismos —comunismo, fascismo y nazismo— que empujaban a la humanidad hacia una horrenda barbarie, sino también contra las raíces más profundas de los males que conducían a la modernidad hacia su propia ruina: el ateísmo, la secularización, la descristianización; en una palabra, el abandono de Dios, de Cristo y de la Iglesia.
Pío XI dirigió la Iglesia a su objetivo primario y esencial: la evangelización, el apostolado, la adoración, el rezo, comprometiendo en todo ello no sólo al clero sino también a los laicos, promoviendo la Acción Católica y el apostolado misional. Pío XI hizo sentir a los católicos la grandeza de su propia fe y el honor de pertenecer al reino de Cristo. Con Pío XI la Iglesia conquista nuevamente la figura de «Iglesia militante», de modo que sus miembros se volvieron a sentir orgullosos de esa militancia (B. Mondin, Dizionario enciclopédico…, ob. cil).
Pío XII (2 marzo 1939 - 9 octubre 1958)
Personalidad y carrera eclesiástica. Eugenio Pacelli fue elegido papa el mismo día de su 63 cumpleaños, y como nuevo sucesor de san Pedro adoptó el nombre de Pío XII. Había nacido en Roma y fue el tercero de los cuatro hijos de Filippo Pacelli y Virginia Graziosi. Los Pacelli pertenecían a una de las familias romanas más distinguidas y estaban estrechamente ligados al Vaticano por los servicios prestados al papa desde generaciones anteriores. Su abuelo, Marcantonio, fue nombrado por Pío IX (1846-1878) sustituto del Ministerio del Interior, cargo que desempeñó entre 1851 a 1870, y recibió de la Santa Sede un título nobiliario; a uno de sus hijos, Ernesto, se le encomendó la administración de las finanzas vaticanas y a otro —al padre de Pío XII— se le nombró abogado consistorial, uno de los cargos más altos que podían ocupar los seglares en el Vaticano. Filippo Pacelli fue uno de los consejeros, que colaboró en la redacción del Código de derecho canónico. Y, como ya se dijo, uno de los hermanos de Pío XII, durante el pontificado anterior, contribuyó como abogado al éxito de los acuerdos de los Pactos Lateranenses.
En efecto, Eugenio Pacelli había nacido (2 marzo 1876) en el seno de una familia con firmes raíces cristianas de la que recibió una sólida formación religiosa. El cardenal Domenico Tardini (1888-1961), buen conocedor de su alma, ha descrito su trayectoria espiritual con estas palabras: «En su dura lucha interior, Pío XII fue guiado y sostenido por su ardiente piedad hacia Dios, por su tierna devoción a la Virgen y por el altísimo concepto que poseía del papado» (D. Tardini, Pío XII, Ciudad del Vaticano, 1960). Y también el mismo cardenal se refiere a su vida de mortificación y penitencia; según Tardini, los médicos decían de Pío XII que «llevaba una vida inhumana», y es que el dominio de sí mismo y sus exigentes horarios no eran sino la manifestación concreta de su deseo de inmolar su vida por la gloria de Dios. Así, en años especialmente duros como los de la Segunda Guerra Mundial, llegó a pesar sólo 57 kilos, lo que estaba totalmente desproporcionado con sus 1,82 metros de estatura (J. E. Schenk, «Pío XII y Juan XXIII», en A. Flichc y V. Martin, Historia de la Iglesia, t. XXVII, 1, Valencia, 1983).
Pues bien, el aprendizaje de todas estas virtudes cristianas lo realizó en el hogar familiar exclusivamente, sin que el colegio influyera ni mucho ni poco, ya que sus primeros estudios los realizó en el liceo estatal Visconti, cuyos docentes en su mayoría eran afamados laicistas militantes. Cuentan sus biógrafos que en más de una ocasión Eugenio Pacelli tuvo que defender públicamente su fe en las aulas ante los ataques de sus propios profesores. Sin embargo, en ese ambiente anticlerical y nada favorable al arraigo de una vocación religiosa decidió hacerse sacerdote, si bien es cierto que las tensiones del colegio eran compensadas con el clima tan distinto de la iglesia de Santa María Vallicela, donde se había integrado en uno de los grupos apostólicos juveniles que dirigían los clérigos del Oratorio Giuseppe Lais.
A los 18 años comenzó los estudios eclesiásticos en el Colegio Capránica y, posteriormente, se doctoró en filosofía y teología en la Universidad Gregoriana. Al día siguiente de su ordenación sacerdotal (2 abril 1899) celebró su primera misa en la capilla Borghesiana de la basílica de Santa María la Mayor, presidida por el famoso icono de la Virgen, Salus Populi Romani, imagen a la que Eugenio Pacelli tuvo siempre gran devoción y a la que coronó solemnemente en la basílica de San Pedro, siendo ya papa. Su primer ministerio sacerdotal lo desarrolló en la Chiesa Nuova, entregado a la atención de los penitentes en el confesonario, a la enseñanza del catecismo a los niños y a la atención espiritual de enfermos y moribundos. A la vez acudía al Ateneo Pontificio de San Apolinar, donde obtuvo otros dos doctorados, en derecho canónico y civil. Además, aprendió a hablar correctamente en francés, inglés y alemán.
El cardenal Vincenzo Vannutelli (1836-1930), amigo de la familia, le introdujo en la curia, lo que unido a sus grandes cualidades y a su preparación hizo posible que empezara a trabajar como oficial menor de segundo grado, el oficio más modesto de la Secretaría de Estado, a cuyo frente estaba entonces el cardenal Rampolla (1843-1913). Y cuando éste fue relevado por el cardenal Merry del Val (1865-1930), Eugenio Pacelli fue ascendido a minutante, por lo que a partir de entonces se le encomendaron trabajos de mayor responsabilidad, como la preparación del borrador del decreto de 1904 por el que san Pío X (1903-1914) abolía el derecho a veto en las elecciones de los pontífices y el nuevo reglamento de cónclaves de ese mismo año. Por entonces, había sido ya nombrado monseñor y prelado doméstico de su santidad. Su prestigio como jurista traspasó las fronteras italianas y la Universidad Católica de Washington le ofreció la cátedra de derecho romano, cargo al que renunció porque san Pío X quiso mantenerlo cerca de sí. Desde 1909 explicó derecho público eclesiástico en la Academia Pontificia, institución donde se formaban los sacerdotes a los que posteriormente se les encomendaban funciones diplomáticas en las Nunciaturas Apostólicas y en la Secretaría de Estado.
Durante estos años, monseñor Pacelli supo hacer compatible el trabajo en las dependencias vaticanas con las tareas apostólicas que venía desempeñando en la Chiesa Nuova. Es más, aumentó incluso su responsabilidades, ya que también asumió el cargo de consiliario de la Casa de Santa Rocca, donde acudían jóvenes obreras. Y, además, por sus dotes de buen orador, era requerido frecuentemente para predicar en distintas instituciones religiosas y parroquias de Roma.
Eugenio Pacelli, en efecto, era un intelectual, pero a la vez tenía los pies bien asentados en el suelo. Buen conocedor de la condición humana, había dado muestras más que suficientes de unas excepcionales dotes de gobierno. De modo que san Pío X le nombró sustituto de la Secretaría de Estado (1911) y prosecretario (1912). Benedicto XV (1914-1922), por su parte, le designó secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios (1914), para que se encargara de las iniciativas humanitarias y pacificadoras que el mismo papa había emprendido durante la Primera Guerra Mundial.
En 1917, el propio Benedicto XV le consagró obispo y le envió como nuncio a Munich, ya que entonces no existía nunciatura en Berlín y los asuntos de la Santa Sede en Alemania se atendían desde la capital de Baviera, único Estado alemán que mantenía entonces relaciones con la Santa Sede. De su actividad en Alemania dimos cuenta en el pontificado de Benedicto XV, ya que su trabajo como nuncio facilitó la redacción de la nota (1 agosto 1917) de las seis propuestas concretas que Benedicto XV envió a los gobiernos de los Estados beligerantes para tratar de llegar a una paz justa. Al término de la guerra mundial fue nombrado nuncio en Berlín (22 junio 1920), cargo desde el que impulsó la política concordataria del período de entreguerras. A su gestión directa se debe la firma de los concordatos de la Santa Sede con Baviera y Prusia. Por su prestigio en Alemania, Pacelli consiguió que el nuncio papal fuera considerado decano del cuerpo diplomático, práctica habitual en los países de mayoría católica. Pero no era éste el caso de Alemania, donde la nunciatura de Berlín era la primera que se abría en un Estado donde los católicos eran minoría.
Eugenio Pacelli permaneció en Alemania hasta finales del año 1929. Por entonces regresó a Roma, donde Pío XI (1922-1939) le impuso el capelo cardenalicio (19 diciembre 1929) y tomó el relevo poco después (7 febrero 1930) al frente de la Secretaría de Estado del anciano cardenal Gasparri (1852-1934), que poco antes había coronado con éxito las conversaciones de los Pactos Lateranenses.
Su gestión como secretario de Estado hasta su elección como sumo pontífice, quedó ya reflejada en la descripción del pontificado de Pío XI. Para completar las referencias anteriores hay que decir ahora que además de sus gestiones en orden a la firma de los diferentes concordatos y demás funciones diplomáticas por toda Europa, realizó una serie de misiones más espirituales que diplomáticas, que le permitieron conocer de cerca la realidad universal de la Iglesia. Para dar una idea de la amplitud de su acción, basta con citar tan sólo sus viajes más importantes: en 1934, presidió el XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, como legado pontificio, y de regreso pasó por Río de Janeiro donde fue recibido por el Congreso y el Tribunal Supremo de Brasil; en 1935, de nuevo como legado pontificio, asistió en Lourdes a la celebración del 77.° aniversario de las apariciones de la Virgen; en 1936, recorrió Canadá y Estados Unidos, donde mantuvo una entrevista con el presidente Franklin D. Roosevclt (1882-1945); en 1937, consagró en Lisieux la nueva iglesia dedicada a santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897) y fue oficialmente recibido como legado papal por el gobierno galo presidido por Albert Lebrun (1871-1950), lo que no sucedía desde 1814; y, por fin, en 1938 acudió a Budapest para representar al papa en la presidencia del XXXIV Congreso Eucarístico Internacional.
En resumen, Eugenio Pacelli estaba intelectualmente muy bien dotado, era piadoso, sabía moverse a la perfección en la curia romana y era el personaje eclesiástico más conocido en las cancillerías (A. Hatch y S. Walshe, Corona de gloria. Vida del papa Pío XII, Madrid, 1958), condición ésta que fue valorada también por los cardenales reunidos en el cónclave, ya que las potencias hacían entonces los últimos preparativos para una nueva guerra, cuyo estallido todos veían inminente. Por todo ello se entiende que en 1939 no se cumpliera el vaticinio popular que afirmaba que «quien entra papa en un cónclave, sale cardenal», porque en esta ocasión era casi unánime la opinión de que Eugenio Pacelli sería el sucesor de Pío XI. Y en efecto, en menos de veinticuatro horas, a la tercera votación obtuvo la mayoría exigida para ocupar la cátedra de san Pedro, al votarle 48 de los 62 cardenales reunidos (C. Marcora, Storia dei Papi, t. VI, Milán, 1974).
Pío XII nombró secretario de Estado al cardenal Luigi Maglione (1879-1944), a quien mantuvo en este puesto hasta su muerte (22 agosto 1944). Pero, a partir de 1944, dejó vacante dicho cargo:
«No quiero colaboradores, sino ejecutores», me dijo Pío XII el 5 de noviembre de 1944 —ha escrito el cardenal Tardini— cuando me anunció que no nombraría sucesor al llorado cardenal Maglione. Fue un acto de valentía, si bien en tal decisión no estuvo ausente la duda de que su benignidad natural lo expusiese a dejarse influir excesivamente o que su condescendencia lo impulsase a seguir sugerencias no siempre o no en todo convenientes. También bajo este punto de vista fue el gran «Aislado». Solo en el trabajo, solo en el combate (J. E. Schenk, Pío XII y Juan XXIII…).
Así pues, él mismo asumió el contenido del cargo que dejaba sin cubrir y para auxiliarse en esta competencia añadida nombró prosecretarios a dos de sus colaboradores más directos desde los años en que él mismo había sido secretario de Estado de Pío XI. Estas dos personas eran los entonces monseñores Tardini y Montini; con los años, el primero llegó a ser nombrado secretario de Estado por Juan XXIII (1958-1963) y el segundo ocupó la cátedra de san Pedro con el nombre de Pablo VI (1963-1978).
Se suele destacar el entorno germánico que rodeó a Pío XII durante su pontificado, compuesto de unas pocas personas de su entera confianza, que ya habían colaborado con él desde su época de nuncio en Alemania. Alemanas eran las monjas, que dirigía sor Pascualina en los trabajos de limpieza y asistencia de las estancias vaticanas que ocupaba el romano pontífice. También era alemán su confesor, el padre jesuíta y futuro cardenal Agustín Bea (1881-1968). Asimismo era alemán su secretario particular, el padre jesuíta Robert Leiber, a quien el papa normalmente encargaba además las cuestiones que tenían que ver con Alemania. Era igualmente alemán y jesuíta el padre Frank Hürth, a quien Pío XII encargaba los asuntos de moral familiar. Por último, el jesuíta Gustav Gundlach, especialista en problemas sociales, era como los anteriores alemán. Y además de este grupo de colaboradores directos, Pío XII encontró una fiel y estrecha colaboración en estos cinco cardenales: Giuseppe Pizzardo (1877-1970), Alfredo Ottaviani (1890-1979), Nicola Canali (1874-1961), Clemente Micara (1879-1965) y Marcello Mimmi (1882-1961).
La Segunda Guerra Mundial. Consciente de la crítica situación internacional que atravesaba Europa, Pío XII al día siguiente de su elección pronunció un mensaje en el que exhortaba a buscar la paz «en estas horas agitadas y difíciles». En efecto, el papa no hablaba sin fundamento, pues once días después de pronunciar estas palabras, los nazis establecían el protectorado de Bohemia-Moravia y así Hitler (1889-1945) completaba la ocupación de Checoslovaquia, que había iniciado seis meses antes al anexionar a Alemania la región de los Sudetes. Y si se tiene en cuenta que un año antes ya se había producido el Anschluss (15 marzo 1938), por el que Austria quedaba incorporada al III Reich, se comprenderá que sólo faltaba dar el último golpe de fuerza en el corredor de Danzig para que estallara la Segunda Guerra Mundial.
De marzo a septiembre, Pío XII no regateó ningún esfuerzo para evitar la guerra. El 5 de marzo escribió personalmente a Hitler y recordándole «con sumo gusto los muchos días que pasamos en Alemania en calidad de nuncio», trataba de acercar posiciones. Hitler tardó más de un mes y medio en acusar recibo y lo hizo de un modo frío y distante. Ante el silencio de los nazis, Pío XII cambió de táctica e intentó un acercamiento entre Francia e Italia, con el fin de separar a esta última de los nazis. La maniobra tampoco dio resultado, pues Mussolini (1883-1945) estaba decidido a seguir la política expansionista de Hitler y los primeros días de abril las tropas italianas ocupaban Tirana, proclamando a Víctor Manuel III (1900-1944) rey de Albania. Volvió a intentarlo Pío XII de otro modo y los últimos días de abril encargó al padre Tachi Venturi (1861-1956), como emisario oficioso, que promoviese contactos para celebrar una conferencia a cinco, con representantes de Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y Polonia para resolver los problemas en una mesa de negociaciones; y esta vez los que abortaron el encuentro fueron los polacos.
Por el contrario, lo que sí fraguaba eran los acuerdos en favor de la guerra. En mayo se firmaba con toda solemnidad (22 mayo 1939) la alianza entre Alemania e Italia, conocida como «Pacto de Acero». En agosto, la noche del 23 al 24, nazis y comunistas celebraron una peculiar fiesta en el Kremlin, que la historia académica ha denominado «Pacto de no Agresión». Joachim von Ribbentrop (1893-1946), ministro de Asuntos Exteriores del Reich, viajó a Moscú, desde donde informó: «Me sentía como si hubiera estado entre los viejos camaradas del partido.» Stalin (1879-1953), en un brindis, afirmó que «sabía cuánto amaba a su Führer el pueblo alemán». Se dijo que el pacto Anticomintern estaba dirigido sencillamente a impresionar «a los tenderos británicos». Los dos cómplices pudieron llegar a un acuerdo —pacto de no agresión germano-soviético, con cláusulas secretas sobre el reparto de Europa oriental— porque representaban a dos mundos con los mismos métodos y, lo que era más grave, con la misma moral.
Por su parte, el mismo día 24 de agosto de 1939, el papa dirigió un angustioso ruego al mundo, que se tradujo en varias lenguas, en el que se podían escuchar mensajes como los siguientes:
La política emancipada de la moral traiciona a aquellos mismos que la practican […] El peligro es inminente, pero todavía estamos a tiempo. Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra […] Escúchennos los fuertes, para no llegar a ser débiles practicando la injusticia. Escúchennos los poderosos, si desean que su potencia no se convierta en simple destrucción, sino en fortaleza de los pueblos y tranquilidad en el orden y en el trabajo.
Aunque no fue escuchado el romano pontífice en esta ocasión, no por ello dejó de hacer llamamientos hasta el último momento para evitar la guerra. El día 31 de agosto envió otra nota más a las potencias para tratar de frenar el conflicto.
Pero la llamada del papa del último día de agosto no fue escuchada. El 1 de septiembre los nazis invadieron Polonia y ocuparon su parte occidental en tan sólo dos semanas. Los comunistas, por su parte, y de acuerdo con lo pactado con los nazis, el día 17 hicieron otro tanto por la frontera oriental de Polonia, sin encontrar a su paso ni tan siquiera la más mínima resistencia del ejército polaco. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial. Antes de que estallara el conflicto armado, Pío XII ya había redactado su primera encíclica, la Summi pontificatus (20 octubre 1939); por lo que a última hora y antes de publicarse, hubo que añadir alguna referencia a los sufrimientos de Polonia, digna del «derecho a la compasión humana y fraterna de todo el mundo», según podía leerse en el documento pontificio. Naturalmente, la encíclica condenaba el Estado totalitario, por cuanto se había atribuido el derecho de rescindir las obligaciones contraídas en el ámbito internacional. Y poco más podía decir respecto al conflicto el papa a mediados de octubre, ya que la guerra todavía no había adquirido sus dimensiones mundiales y por entonces ni tan siquiera se sospechaba lo terrible de su balance final: unos cuarenta millones de muertos, de los que casi la mitad fueron civiles. Pero cuando tuvo los primeros datos y pudo hacerlo, Pío XII habló con toda claridad, como sucedió en la audiencia que concedió a Von Ribbentrop el 11 de marzo de 1940. El ministro de Asuntos Exteriores del III Reich había acudido a Roma fundamentalmente para entrevistarse con Mussolini con el fin de empujar a Italia para que entrara en la guerra, y con este propósito le anunció que pronto empezarían las operaciones contra Francia e Inglaterra. Y en efecto, tres meses después (10 junio 1940) Italia declaró la guerra a Francia e Inglaterra.
Pues bien, Von Ribbentrop, aprovechando su viaje a Roma, quiso ser recibido en el Vaticano por lo que de propaganda podría tener la entrevista cara a los católicos alemanes. El encuentro duró más de una hora, y en la conversación Pío XII denunció con datos, fechas y nombres concretos la persecución de los nazis contra los católicos, a lo que Von Ribbentrop no quiso ni responder; se limitó a manifestar que nada sabía de todas esas cuestiones por no corresponder a las competencias de su cartera ministerial. Y es que al igual que le sucediera al papa Benedicto XV durante la Primera Guerra Mundial, ahora tampoco nadie estaba dispuesto a escuchar las llamadas en favor de la paz de Pío XII, y mucho menos las reclamaciones por legítimas que fuesen. A pesar de todo, durante los años de la contienda la Santa Sede no escatimó esfuerzos en sus gestiones diplomáticas. Y, desde luego, el papa hizo valer su autoridad moral en apoyo de muy diversas gestiones humanitarias, incluida por supuesto su intervención directa y personal.
Como ya hiciera su predecesor durante la Primera Guerra Mundial, el mismo día que se desencadenó el nuevo conflicto mundial Pío XII organizó los servicios para facilitar información sobre prisioneros de guerra y desaparecidos. Tras la conclusión de la guerra, esta organización humanitaria todavía permaneció en activo un cierto tiempo. Durante todos estos años se atendió a once millones de peticiones de búsquedas. Los medios de que disponía la curia y sobre todo la Secretaría de Estado se pusieron al servicio de una comisión especial para socorros, dirigida por el entonces monseñor Montini.
Las ayudas humanitarias de Pío XII se dirigieron con especial atención a los grupos más perseguidos, como el de los judíos. Durante el tiempo de guerra y en los años posteriores a la misma, fue unánime el reconocimiento sobre la actuación de Pío XII en favor de los judíos. Pero en 1963, la obra de teatro del alemán Hocchuth, titulada El Vicario, en un alarde de deformación de la realidad, culpaba a Pío XII de ser cómplice del holocausto. El escándalo, que se había montado sobre una sarta de calumnias, se convirtió en un pingüe éxito editorial, que otros trataron de imitar. Y así es cómo ha llegado hasta hoy semejante especie, que incluso algunos siguen repitiendo con tan buena voluntad como falta de sentido crítico. El infundio, no obstante, ha servido para espolear la curiosidad histórica de varios intelectuales, de manera que al día de hoy conocemos con precisión la actuación de Pío XII respecto a los judíos. Es más, me atrevería a afirmar que de no haber sido por ese escándalo, el paso del tiempo hubiera perdido en el olvido muchas de las realizaciones humanitarias de Pío XII.
Así, sabemos entre otras cosas que en universidades, ateneos y en cuantos edificios pontificios gozaban del derecho de extraterritorialidad, se dio acogida y protección a los miembros de la comunidad judía, en un número que se calcula en las 5.000 personas. Fueron numerosas las actuaciones diplomáticas de la Santa Sede que evitaron deportaciones de judíos; especialmente decisivas resultaron las que se ejercieron sobre Mussolini para que no enviase ningún judío a los campos de exterminio. Afirma el prestigioso historiador José Orlandis que, además conoció los hechos directamente por realizar investigaciones de posgrado en Roma durante la guerra mundial (J. Orlandis, Memorias de Roma en guerra, Madrid, 1992):
Tal vez no haya mejor argumento para responder a las críticas contra Pío XII hechas por algún escritor de la posguerra y magnificadas por un coro de voces parciales o sectarias, que recordar tan sólo un hecho, pero éste bien significativo: el que fuera gran rabino de Roma durante la guerra, Israel Zolli, al llegar la paz y cuando su decisión había de depararle mucho más perjuicio que provecho, se convirtió al catolicismo y al ser bautizado quiso tomar, en signo de gratitud al papa Pacelli, el nombre cristiano de Eugenio (J. Orlandis, «El papa Pío XII», Anuario de historia de la Iglesia, VI, Pamplona, 1997).
En cuanto a la presunta culpabilidad de los «silencios» del papa sobre la condena del nazismo durante la guerra, hay que decir que siempre que pudo habló en privado y en público. Pero la experiencia según la cual a la denuncia de los obispos de un determinado lugar seguía sistemáticamente una durísima represión, especialmente cruel en el caso de Holanda, aconsejaba no realizar condenas públicas, que además en este caso de haberla pronunciado el papa y tener por lo tanto un mayor eco que la de los obispos, hubiera acarreado con seguridad graves daños, a quienes precisamente se trataba de proteger.
A pesar de todo, siempre que las más elementales normas de prudencia lo permitieron, la Santa Sede dejó oír su voz. Ya me he referido a la entrevista de Pío XII con Von Ribbentrop en 1940. En 1943, cuando la situación era mucho más complicada, el secretario de Estado, el cardenal Maglione, convocó al embajador alemán ante la Santa Sede, Ernst von Weizsacker, para manifestarle el dolor del papa por el exterminio de los judíos. Al tener conocimiento de este encuentro, Francis D’Arcy Godolphin Osborne, embajador de Gran Bretaña en la Santa Sede, quiso dar publicidad al contenido de la entrevista y se puso en contacto con el secretario de Estado, quien le confirmó lo tratado con el embajador alemán, a la vez que le autorizó a dar fe de lo tratado pero a título personal, pues de confirmarlo oficialmente la publicación de la noticia contribuiría a recrudecer la persecución de los judíos.
La descripción de la actitud humanitaria de Pío XII nos obligaría a extendernos excesivamente; sin embargo, es obligado detenernos en un hecho concreto. De todos sus gestos ha quedado para la historia como uno de los más significativos su comportamiento durante el bombardeo de la periferia de Roma. En la mañana del 19 de julio de 1943, mientras recibía en audiencia a un grupo de diplomáticos extranjeros, sonaron las sirenas como preludio de la tragedia. A las once y diez de la mañana comenzaron a caer las primeras bombas. Suspendida la audiencia, el papa ordenó a monseñor Montini que sacara todo el dinero del Banco Vaticano —unos dos millones de liras eran todos los fondos en esos momentos—, que lo metiera en una bolsa y que le acompañara de inmediato al lugar más afectado, el barrio de San Lorenzo Extramuros. Allí, fueron sorprendidos por la presencia del papa quienes lloraban sobre los cadáveres y quienes luchaban por sacar a los heridos de entre los escombros. De inmediato, la gente se arremolinó junto al papa que pronto vio manchada su sotana blanca por las manos sucias y ensangrentadas de quienes le tocaban. Cayó de rodillas y tras orar unos momentos, acarició el cuerpo inerte de un niño que su madre tenía entre los brazos. Después, cuando hubo repartido todo el dinero que Montini llevaba en la bolsa, regresó al Vaticano \'7bActes et documents du Saint-Siége relatifs á la seconde guerre mondiale, t. X, Ciudad del Vaticano, 1965-1980).
Durante los siete años que duraron los combates fueron muchos y muy variadas las intervenciones de la Santa Sede en favor de la paz, gestiones reflejadas en la documentación recogida en diez volúmenes (Actes et documents du Saint-Siége relatifs á la seconde guerre mondiale…). Ante la imposibilidad de mencionarlas en esta pequeña semblanza biográfica, diremos que por su comportamiento Pío XII es reconocido por la historia como uno de los personajes de la época que más luchó en favor de la paz. Con el fin de evitar represalias mayores, se vio obligado a guardar un silencio oficial en determinadas ocasiones, pero ni tan siquiera en estas críticas circunstancias dejó de hacer cuanto estuvo de su mano. Por eso, reprochar al papa una actitud de indiferencia —según un bando— porque no se condenó oficialmente a la Rusia comunista o porque —según el otro bando— no denunció lo suficientemente claro a su entender los horrores nazis, es cuando menos un juicio injusto y no pocas veces calumnioso. Porque lo cierto es que las enseñanzas de Pío XII durante este tiempo no sólo se limitaron a denunciar las calamidades de la guerra, sino que además ofrecieron soluciones para un futuro, ya que en buena medida se adelantaron a la doctrina de la Carta de las Naciones Unidas, al señalar los fundamentos de una justa convivencia. Y así el tema central de su encíclica inaugural —antes citada— se refería a la construcción de un orden social justo, como fundamento de la democracia. «La paz —decía el papa— es obra de la justicia.» El magisterio de Pío XII. Pío XII no quiso que su magisterio llegara sólo a un público restringido, y por eso sus enseñanzas fueron transmitidas por la radio, hasta el punto que su pensamiento hay que rastrearlo tanto en las encíclicas como en los radiomensajes. De todos, sin duda, los emitidos cada Navidad fueron los más populares. En el radiomensaje navideño de 1942, Pío XII precisaba así lo que se debería entender por un orden social justo:
el orden interior de cada nación no es una simple yuxtaposición exterior de partes numéricamente distintas; […] es la tendencia y la realización cada vez más perfecta, de una unidad interior que no excluye las diferencias, fundadas en la realidad y sancionadas por el Creador o por normas sobrenaturales […] a través de todos los cambios y transformaciones, el fin de toda la vida social subsiste idéntico, sagrado y obligatorio —es el desarrollo de los valores personales del hombre como imagen de Dios— y todo miembro de la humana familia continúa obligado a cumplir sus inmutables fines, cualquiera que sea la legislación y la autoridad a que obedece.
Y en este mismo radiomensaje, Pío XII enumeraba una serie de derechos de la persona, como los de mantener y desarrollar la vida física, intelectual y moral, el derecho a la educación y a la formación religiosa, el derecho a dar culto privado y público a Dios, el derecho a contraer matrimonio y poder elegir estado, el derecho al trabajo y el derecho al uso de los bienes materiales limitado por las obligaciones y deberes sociales.
Como ya se dijo, uno de los aspectos más relevantes del magisterio de Pío XII desde su primera encíclica, fue su doctrina sobre la democracia. En otro radiomensaje de 1944 se refería a las circunstancias del momento como causas que forzaban a reclamar con urgencia la convivencia democrática, pues precisamente debido a esas circunstancias que se padecían, al vivir los pueblos «bajo el siniestro resplandor de la guerra —decía el papa— opónense con el mayor ímpetu a los monopolios de un poder dictatorial, irresponsable e intangible, y requieren un sistema de gobierno más compatible con la dignidad y libertad de los ciudadanos». Y proseguía diciendo el papa que los ciudadanos tenían derecho a «manifestar su propio parecer sobre los deberes y los sacrificios que les vienen impuestos, y no estar obligados a obedecer sin haber sido escuchados». En suma, las enseñanzas de Pío XII sobre la democracia se pueden resumir en los siguientes puntos: la democracia es un medio al servicio del hombre y no un fin en sí misma, la moral debe marcar los límites de la democracia, ya que ésta es incompatible con un Estado que se atribuye una capacidad de legislar sin frenos ni límites, y en consecuencia el concepto de democracia cristiana debía entenderse no como un partido concreto en el que todos los católicos debían militar, sino como una concepción del entero conjunto social en el que se pudieran desarrollar los derechos humanos y las libertades fundamentales, manifestaciones de la dignidad humana que Dios ha concedido de un modo inmutable a sus criaturas los hombres, y por último, existen normas fundamentales e inquebrantables que son precisamente las que permiten que la persona tenga siempre primacía sobre el sistema. El matiz tiene su importancia, si se tiene en cuenta que a comienzos de 1946 una comisión iniciaba los trabajos para redactar la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
El problema no estribaba en firmar este puñado de irreprochables afirmaciones; surgía más bien a la hora de determinar si esos derechos eran conferidos por el Estado, por la Organización de las Naciones Unidas o por el contrario eran inherentes a la naturaleza humana. En los dos primeros casos, derechos y obligaciones podrían ser variables; no así en el tercero (G. Redondo, Historia universal. Las libertades y las democracias, t. XIII, Pamplona, 1979).
No obstante, al igual que le sucediera a Benedicto XV al final de la Primera Guerra Mundial, Pío XII no fue invitado por las potencias para organizar el mundo de la posguerra. Sin embargo, el papa no se conformó con resignarse a aceptar esta situación, por lo que utilizó los medios de comunicación para movilizar a todos los católicos, invitándoles a construir una civilización cristiana. De este modo, Pío XII y sus sucesores han venido cobrando una importancia cada vez mayor en la opinión mundial por su autoridad moral y espiritual. A diferencia del pujante nacionalismo que surgió después de la Primera Guerra Mundial, al término de la Segunda se apostó por la unión entre las potencias europeas. Y, precisamente, entre los padres de la nueva Europa se encuentran los estadistas católicos Konrad Adenauer (1876-1967), Robert Schuman (1886-1963) y Alcide de Gasperi (1881-1954).
Dicha civilización cristiana no debía producirse por ninguna imposición desde arriba, sino por la actuación responsable y coherente de los católicos a la vez que respetuosa con la libertad de los demás. Así actuó Arsene Heitz, un artista de Estrasburgo que ganó el concurso de ideas para confeccionar la bandera de la recién nacida Comunidad Europea. Según el testimonio del artista, concibió las doce estrellas en círculo sobre un fondo azul, tal como la representa la iconografía tradicional de esta imagen de la Inmaculada Concepción. Es cierto que ni las estrellas ni el azul de la bandera son propiamente símbolos religiosos, lo que respeta las conciencias de todos los europeos, sean cuales sean sus creencias. En este sentido, cuando Paul M. G. Lévy, primer director del servicio de prensa e información del Consejo de Europa, tuvo que explicar a los miembros de la Comunidad Económica el sentido del diseño, interpretó el número de las doce estrellas, como «guarismo de plenitud», puesto que en la década de los cincuenta no eran doce ni los miembros de dicho Consejo, ni los de la Comunidad Europea. Sin embargo, en el alma de Heitz habían estado presentes las palabras del Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el cielo: La Mujer vestida de sol y la luna bajo sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas.» Y sin percatarse, quizás, los delegados de los ministros europeos adoptaron, oficialmente, la enseña propuesta por Heitz en la fiesta de la Señora: el 8 de diciembre de 1955.
Por otra parte, en el célebre discurso de Winston Churchill (1874-1965) pronunciado en Fulton (5 marzo 1946), el político inglés afirmó que desde «Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático un telón de acero ha caído a través del continente europeo». Con estas palabras se reconocía una evidencia como era la división del mundo en dos bloques, cuyo enfrentamiento daría lugar a la etapa conocida como la guerra fría. Ya desde el siglo xix la Iglesia había condenado el comunismo por su doctrina atea, materialista y antirreligiosa. Pero no fueron pocos los intelectuales de Occidente que hasta la caída del muro de Berlín (9 noviembre 1989) reprobaron la condena del comunismo por parte de la Iglesia, convirtiéndose así en cómplices de una ideología de terror, crimen y pobreza.
Pues bien, concluidas las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial, en los países controlados por los comunistas se desencadenó una nueva persecución contra la Iglesia: se prohibió el culto y las manifestaciones de fe, se cerraron escuelas e iglesias, se encarceló, se torturó y se asesinó. Naturalmente, la persecución empezó en Rusia. Cuando los comunistas se hicieron con el poder en China, desaparecieron las 105 diócesis y las 40 prefecturas apostólicas que existían en 1946. Igualmente, la Iglesia fue perseguida en Hungría, Checoslovaquia, Rumania, Yugoslavia, Polonia, Lituania, Letonia y en Ucrania, donde fueron encarcelados 1.000 sacerdotes y todos los obispos, entre ellos el famoso lossif Slipyi (1892-1984), cardenal desde 1965, a quien la diplomacia vaticana consiguió liberar tras permanecer 18 años en prisión. Fue una dura y larga prueba a la que fueron sometidos millones de católicos europeos, a los que Pío XII denominó como la «Iglesia del silencio». En efecto, desde el otro lado del telón de acero ni tan siquiera se podía oír la protesta por tantos atropellos. Como símbolos de esta persecución han quedado los nombres del cardenal Alojzije Stepinac (1898-1960), arzobispo de Zagreb, el del cardenal primado de Polonia Stepham Wyszynski (1901-1981) o el primado de Hungría Jósef Mindszenty (1892-1975), «el cardenal de hierro», cuyas memorias (cardenal Mindszenty, Memorias, Barcelona, 1974), escritas sin odio a pesar de las torturas a las que fue sometido durante su encarcelamiento y famoso proceso, son un testimonio estremecedor de lo que supuso la persecución comunista contra la Iglesia. Los años más duros de la persecución religiosa, de la conculcación de los más elementales derechos y de los asesinatos por millones, coincidieron con el período en el que estuvo al frente de la Unión Soviética un antiguo seminarista de Tiflis, Iosiv Visarionovich Dyugashvili, más conocido por el sobrenombre de Stalin. Tras la muerte de Stalin se mitigó la persecución en los países de ámbito comunista, lo que no era poco, pero los católicos sólo tuvieron libertad cuando desaparecieron los regímenes comunistas.
Desgraciadamente, no todos los males de la Iglesia se reducían a la persecución en el mundo comunista. Pío XII tuvo que denunciar también los ataques a los principios cristianos, procedentes del mundo occidental, que trataba de establecer un orden social que —en palabras del papa— «ni era cristiano, ni tan siquiera humano». A partir de Pío XII, una de las constantes del magisterio pontificio ha sido la denuncia de los ataques anticristianos dentro del llamado mundo libre. Sin duda, los aspectos más reiterados en las denuncias de los romanos pontífices son las situaciones de injusticia social, la legislación contra la familia y las leyes inspiradas en la cultura de la muerte, como son las disposiciones legales sobre el aborto. Por el momento, baste con recordar que a partir de 1952, año en que en Japón se liberaliza de hecho el aborto, se inicia la escalada abortiva en el resto de los países. El resultado no puede ser más estremecedor: en tan sólo unas décadas han perecido muchos más niños en las clínicas abortivas, que todas las bajas mortales juntas del siglo xx, tanto las de los escenarios bélicos como las de los campos de exterminio. Por lo demás, semejante balance se establece con un siglo en el que tienen lugar, además de otras muchas, dos guerras mundiales en las que se emplearon las armas más mortíferas de la historia y con una centuria que pasará a la historia como el tiempo de los genocidios.
En otro orden de cosas, Pío XII hizo gala de un rigor extraordinario y de un trabajo concienzudo a la hora de escribir sus enseñanzas, lo que quedó reflejado en los numerosos escritos de su magisterio ordinario (Pio XII, Discorsi e radiomessagi, 20 vols., Milán/Roma, 1941-1959) y en las muchas e importantes encíclicas de su actividad magisterial más solemne. De la encíclica inaugural ya nos hemos ocupado, por lo que a continuación describiremos brevemente sólo las más importantes.
La Mystici Corporis Christi (23 junio 1943) analiza la naturaleza de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo y sale al paso de quienes sostienen que existe una Iglesia carismática y otra jerárquica, al afirmar que no «puede haber […] ninguna verdadera oposición o pugna entre la misión invisible del Espíritu Santo y el oficio jurídico que los Pastores y Doctores han recibido de Cristo». Dicha encíclica es considerada por los teólogos como una de las bases más importantes de la eclesiología actual. Las encíclicas Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943) y Mediator Dei (20 noviembre 1947), en buena medida vienen a completar la anterior. La Divino afflante Spiritu se ocupa del estudio de los libros sagrados para un mejor conocimiento de Dios. La Mediator Dei está dedicada a la liturgia, que define como el culto público que la Iglesia como Cuerpo Místico rinde a Dios; según esta encíclica, el sacerdote que celebra la santa misa no es ningún representante ni presidente de ninguna asamblea, sino que actúa in persona Christi y por lo tanto a quien representa es a la misma persona de Jesucristo.
Estas tres encíclicas centran la atención sobre los sacramentos, especialmente la confesión y la eucaristía, la oración, y el culto a la Santísima Virgen y a los santos. En este sentido conviene recordar que, con el fin de facilitar la comunión frecuente, Pío XII modificó la disciplina del ayuno eucarístico reduciéndolo a tres horas, pues hasta entonces se debía ayunar desde las 12 de la noche del día anterior y tampoco se podía beber agua durante esas horas. También fue Pío XII quien permitió que se pudiera cumplir con el precepto dominical, asistiendo a misa los sábados por la tarde. E igualmente fue Pío XII quien modificó la liturgia de la Semana Santa, lo que hizo más comprensibles a los fieles los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.
Pero, sin duda, la decisión más trascendente de todo el pontificado, sólo por la cual Pío XII ya pasaría a la historia, se iba a producir durante la celebración del Año Santo de 1950, en una solemne ceremonia a la que asistieron 600 obispos y una gran número de fieles. Previa consulta al episcopado universal, Pío XII mediante la bula Munificentissimus Deus (1 noviembre 1950) definió el dogma de la Asunción al cielo de la Virgen María, por lo que la devoción a la Madre de Dios se reforzaba aún más como elemento clave en la teología de la salvación, si bien este privilegio mariano formaba parte de la tradición cristiana desde tiempos remotos. Como muestra de su devoción a la Virgen, consagró el mundo al Sagrado Corazón de María e instituyó la solemnidad de María Reina.
Las relaciones entre la fe y la ciencia constituyen el tema central de la encíclica Humani generis (12 agosto 1950), cuyo contenido se puede resumir del siguiente modo: Todas las ciencias, también la filosofía y la teología, deben tender, más allá del afán de novedad, a la búsqueda de la verdad en su orden. Dentro de la Iglesia, los hallazgos del pasado de las ciencias sagradas deben ser tenidos en cuenta en los desarrollos actuales. Por lo que se refiere a las ciencias profanas, en línea con las enseñanzas del concilio Vaticano I, la encíclica subraya su lícita autonomía metodológica, si bien sus conclusiones no pueden contradecir la fe, ya que tanto el mundo como el saber teológico tienen su origen en Dios. De este modo, Pío XII desautorizaba a la llamada «nueva teología», que se presentaba como una nueva versión del modernismo, que ya había sido condenado por san Pío X.
La Humani generís llamaba la atención sobre los errores doctrinales del falso irenismo, el poligenismo, la moral de situación, el relativismo moral y la interpretación de las Sagradas Escrituras sin tener en cuenta el magisterio. En cuanto a la libertad de los teólogos, se admitía la posibilidad de establecer discrepancias y de crear escuelas diferentes, dentro de los márgenes doctrinales del magisterio, que delimitan el espacio donde se pueden mover con libertad los teólogos. Pues, en efecto, como confirma dicha encíclica, la teología no tiene una autonomía absoluta en cuanto que no puede actuar ni de espaldas, ni mucho menos contra el magisterio, ya que para cualquier teólogo el magisterio de la Iglesia, en materia de fe y costumbres, es la norma próxima y universal de verdad, en cuanto que a la Iglesia se ha confiado el sagrado depósito de la fe, esto es, las Sagradas Escrituras y la tradición divina, para que lo custodie, lo defienda y lo interprete.
Es preciso destacar, cercanos a la nueva teología, a algunos dominicos agrupados en el Centro dominicano de Le Saulchoir, entre los que cabe mencionar a Yves-Marie Congar (1904-1995) y a Marie-Dominique Chenu (1895-1990) y a los jesuítas de Lyon-Fourviere, Henri de Lubac (1896-1991) y Jean Daniélou (1905-1974). Fue suficiente esta advertencia del romano pontífice para que rectificaran los integrantes de esta corriente de la nueva teología, y a diferencia de lo que sucedió con los menesianos y los modernistas en esta ocasión no se produjeron deserciones. Es más, algunos tuvieron un destacado papel en el Concilio Vaticano II y, concretamente, Congar, De Lubac y Daniélou fueron nombrados cardenales (J. L. Illanes y J. I. Saranyana, Historia de la teología, Madrid, 1995).
La vida de la Iglesia. Pío XII continuó el esfuerzo de sus predecesores para potenciar las misiones. Y para poner de manifiesto la oposición entre el racismo y la misión universal de la Iglesia, en uno de sus primeros actos, poco después de comenzar la Segunda Guerra Mundial, ordenó al primer obispo malgache y al primer obispo negro de la historia de la Iglesia. Fueron muchas las referencias de Pío XII a las misiones en radiomensajes y discursos, cuyas ideas quedan sintetizadas en las encíclicas Evangelii praecones (2 junio 1951) y Fidel donum (21 abril 1957). Como novedades respecto a etapas anteriores, Pío XII quiso concretar en dos puntos la responsabilidad general que sobre todos los católicos recaía en el desarrollo misional: primero, Europa debía dejar de ser el único continente desde donde salieran los misioneros y por lo tanto se implicaba también a los países americanos a cristianizar el mundo pagano y, segundo, había que dejar de identificar a los misioneros exclusivamente con las órdenes religiosas, por lo que el clero secular también debía colaborar en la expansión del Evangelio en tierras de misión.
El carácter universal de la Iglesia quedó también patente en las importantes reformas del Sagrado Colegio Cardenalicio. Desde el cisma de Occidente, es decir desde hacía unos mil años, la mayoría de los cardenales eran italianos. Y fue precisamente Pío XII, uno de los pocos papas nacidos en Roma en los siglos modernos —el anterior había sido Clemente XII (1670-1676)—, quien confirió internacionalidad al Colegio Cardenalicio. Al final de la guerra, había 32 plazas vacantes de un total de 70. Pues bien, en el primer consistorio (18 febrero 1946) el papa cubrió todas las vacantes, designando sólo a cuatro cardenales italianos y a los otros 28 del resto del mundo. Y como reconocimiento a su fidelidad a la Iglesia en la lucha contra el nazismo, Pío XII otorgó el capelo cardenalicio al obispo de Berlín, Konrad von Preysing (1880-1950), al arzobispo de Colonia, Joseph Frings (1887-1978) y al obispo de Münster, Clement August von Galen (1878-1946). El mismo criterio de internacionalidad fue adoptado por Pío XII en su segundo consistorio (12 enero 1953): de los 24 cardenales que nombró en esta ocasión, sólo ocho eran italianos.
Durante el pontificado de Pío XII surgieron toda una serie de iniciativas pastorales que tuvieron distintos resultados. Quizás una de los que más ruido organizó fue la de los «curas obreros», impulsada por el arzobispo de París, monseñor Suhard (1874-1949) y alentada por parte de la jerarquía francesa a partir de 1943. Tan peculiar iniciativa, desde luego nacida de la buena voluntad, acabó en un rotundo y lamentable fracaso, precisamente por apartar al sacerdote de su misión específica, es decir espiritual, como es la de predicar y administrar los sacramentos. El propio papa, que siguió la experiencia muy de cerca, tras informarse directamente por los obispos franceses, ordenó en 1953 que se pusiera fin al experimento. Y es que la popularidad y el ruido que organizaron los «curas obreros» guardaba una relación inversamente proporcional con sus frutos apostólicos. Participaron en el experimento unos cien curas franceses y la mayoría acabaron abandonando el sacerdocio. Por lo demás, dicho experimento no dejaba de ser una de las formas más extremistas del tradicional clericalismo, porque si en ocasiones algunos no acertaron a comprender la dignidad de todos los bautizados, lo que les había impulsado a considerar como inferiores a los laicos, la desconsideración de los curas obreros hacia los obreros bautizados fue lamentable, hasta el punto que se creyeron en la obligación de invadir su territorio para organizarles su mundo profesional. No es de extrañar, por tanto, que desde un principio algunos protestaran por semejante intromisión, a lo que se venía a añadir la evidente incompetencia profesional de los curas obreros, al tratar de desempeñar unas funciones laborales para las que no habían sido capacitados.
Por otra parte, ya se dijo que durante el pontificado anterior había nacido el Opus Dei, una realidad diferente por su naturaleza a los denominados movimientos apostólicos. La Santa Sede concedió al Opus Dei un primer reconocimiento en 1943 y, en 1947, la primera aprobación pontificia, erigiéndole en instituto secular, fórmula jurídica que aun siendo inapropiada era la que menos inconvenientes presentaba para el Opus Dei en aquel momento (A. de Fuenmayor y otros, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona, 1989). Y es que por entonces se hacía ya necesario dar algún cauce jurídico a una realidad pujante en la Iglesia que había nacido en 1928 sin que hubiera una norma canónica apropiada a su naturaleza. Pues si bien en el pontificado anterior los miembros del Opus Dei se reducían a unas docenas de personas residentes en España, durante el pontificado de Pío XII se multiplicaron extraordinariamente hasta hacerse presentes en 24 países de cuatro continentes (B. Müller, Opus Dei. Datos informativos, Madrid, 1996).
Pío XII fomentó el culto a los santos y elevó a los altares a casi un centenar de personas, concretamente 51 beatos y 33 santos; muchos de ellos habían vivido ya en el mundo contemporáneo. Así, cabe citar a santa Gemma Galgani (1878-1903), san Antonio María Claret (1808-1870), santa María Goretti (1890-1902), san Pío X (1835-1914) y santo Domingo Savio (1842-1857).
Pío XII pudo ver el avance de la excavaciones bajo la basílica de San Pedro, iniciadas en 1939. Los arqueólogos localizaron una sencilla sepultura en la tierra del sigo i, rodeada de varios monumentos funerarios datados hasta el siglo iv, en el que el emperador Constantino construyó la primitiva basílica. En 1968, Pablo VI anunció el hallazgo de los restos mortales que científicamente pueden corresponder al primer papa. Quedó confirmado que la cúpula de la basílica de San Pedro se proyecta sobre la humilde tumba del primer vicario de Cristo en la tierra.
Por fin, los últimos días de 1953 Pío XII sufrió —según el parte medico— una indisposición de naturaleza gástrica derivada de un no adecuado sistema neurovegetativo. Padecía un hipo continuo y la comida se la tuvieron que suministrar por sonda. Pudo salir de aquella extrema gravedad, pero su salud desde entonces se vio afectada por varias recaídas, a pesar de las cuales no aminoró en su intensidad de trabajo. El día 6 de octubre de 1958, mientras se encontraba en Castelgandolfo sufrió una trombosis cerebral, por lo que de inmediato se le administraron los últimos sacramentos. Tras una larga agonía falleció en la medianoche del jueves día 9, a los 82 años y medio de edad. Sus restos mortales fueron enterrados en las grutas vaticanas en la capilla de la Madonna della Bocciata.
Expresamente había dejado escrito que no se le hiciera ningún monumento, puesto que quería ser enterrado con toda sencillez. En su testamento queda reflejada toda la grandeza de su alma que, justo por estar muy cerca de Dios, se sentía ante Él muy poca cosa. Y precisamente por esto, en su testamento se dirigía en estos términos al Dios que perdona:
Miserere mei, secundum magnam misericordiam tuam. Estas palabras, que, consciente de ser indigno c inepto pronuncié en el momento en que di, temblando, mi aprobación a la elección de sumo pontífice, con mucho mayor fundamento las repito ahora, cuando la certidumbre de las deficiencias, de las faltas y de las culpas cometidas durante un pontificado tan largo y en una época tan grave, ha mostrado con mayor claridad a mi mente mi insuficiencia.
Pido humildemente perdón a quienes haya podido ofender, perjudicar o humillar con obras o con palabras.
Ruego a aquellos a quienes compete, que no se ocupen ni se preocupen de erigir monumento alguno en mi memoria. Basta que mis restos mortales sean colocados sencillamente en lugar sagrado.
 

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