viernes, 17 de marzo de 2017

Diccionario de Papas y Concilios (1878-1922)

León XIII (20 febrero 1878 - 20 julio 1903)
Personalidad y carrera eclesiástica. Vincenzo Gioacchino Pecci nació (2 marzo 1810) en la zona montañosa y pobre de Carpineto, cerca de Roma. Su padre, Ludovico Pecci, fue coronel de la milicia baronal y su madre, Anna Prosperi, se distinguió por su piedad y dedicación a obras de misericordia, a pesar de los escasos recursos de la familia, que además era numerosa; el matrimonio tuvo seis hijos. Ingresó a los ocho años, junto con su hermano Giuseppe (1807-1890) —futuro cardenal— en el colegio de los jesuitas de Viterbo. Y según informes del rector de este colegio, el niño «era un angelito, a la vez que un picaro de primera». Durante su juventud fue un experto cazador y escalador (J. Braikin, L’infanzia e la giovenezza di un papa, Grottaferrata, 1914). A los 14 años se trasladó al colegio romano, también regido por los jesuitas, donde cursó filosofía y teología. En los dos centros dio muestras de poseer un gran talento y manifestó unas dotes nada comunes en el conocimiento de la lengua latina. Ya desde temprana edad compuso versos en latín; siendo estudiante, fue capaz de improvisar en público hasta doscientos hexámetros en latín sobre el incendio de San Pablo. Esta afición la cultivó durante toda su vida; quince días antes de morir todavía corrigió las pruebas de su poema en latín dedicado a san Anselmo (1033-1109). Su obra poética ha sido traducida a diversas lenguas. En opinión de los especialistas, León XIII es uno de los grandes de la estilística latina más clásica.
En 1832 ganó el grado de doctor en teología. Desde 1832 a 1837 cursó los estudios de derecho civil y canónico en la Academia de Nobles, en los que también consiguió doctorarse. Ordenado sacerdote en 1837, ese mismo año fue nombrado prelado doméstico de Gregorio XVI (1831-1846). Comenzó entonces su carrera diplomática: delegado pontificio en Benevento, Spoleto y Perugia (1838-1843) y nuncio de Bélgica (1843-1846), cargo que le permitió conocer directamente la realidad política y social de la Europa de entonces, pues realizó varios viajes por Inglaterra, Alemania y Francia, donde visitó minas de carbón, astilleros y fábricas. En 1846 se le confirió la titularidad de la sede episcopal de Perugia donde, además de restaurar la catedral, el seminario y diversas instituciones, se entregó sin perdonar fatigas a sus trabajos pastorales: reconstruyó la vida eclesial, organizó muchísimas misiones, se preocupó de los más necesitados y fundó varios orfanatos y asilos para niños. En 1853 recibió el capelo cardenalicio (Tserclaes, Le pape Léon XIII, 3 vols., París, 1894-1906).
El cardenal Pecci fue crítico con la política del secretario de Estado Antonelli (1808-1876), lo que explica que éste le mantuviera durante más de treinta años ininterrumpidos en Perugia y por lo tanto alejado de Roma. Durante esas tres décadas maduró en su interior la concepción de la universalidad de la Iglesia, frente a la reducida visión de quienes la recortaban hasta reducirla a los límites de Italia, donde sin duda los graves problemas con los que allí se encontraba la Santa Sede dificultaban la percepción de su catolicidad. Igualmente, durante la larga etapa de Perugia, su talante quedó definido por el afán de dirigir todos los esfuerzos a buscar soluciones cara al futuro, evitando desgastarse con lamentaciones del pasado. Pero tras la muerte de Antonelli, Pío IX (1846-1878) le nombró cardenal-camarlengo (21 septiembre 1877), por lo que tuvo que abandonar su arzobispado para instalarse en la Ciudad Eterna. El papa, que veía cercana su muerte, con este nombramiento quiso demostrar la confianza que tenía en las capacidades del cardenal Pecci para superar con bien el período de interregno. Y, en efecto, pocos meses después, al morir Pío IX, como camarlengo se hacía cargo del gobierno interino de la Iglesia y escribía a los fieles de la diócesis de Perugia para llorar la muerte del papa y solicitar sus plegarias a fin de que fuese elegido un digno sucesor de Pío IX. Cuando todo esto sucedía, el cardenal Pecci estaba a punto de cumplir 68 años.
Ya entonces impresionaban los rasgos de su figura, que el tiempo acentuó todavía más. Así le describía en Le Fígaro el periodista Séverine en 1892:
lívido, delgado, escuálido, flexible, apenas visible, casi inmaterial, de cara imperfecta pero llamativa, vivaracha, móvil, espiritual, transparente, perfilada, en cierto modo galvanizante, con un espíritu juvenil, vibrante, luchador, compasivo, atrayente, brillantes ojos nobles, nariz aguileña enérgica, labios sonrientes e ingeniosos, manos marfileñas y transparentes, voz sutil y no obstante enérgica.
Coinciden sus contemporáneos en afirmar que, incluso a sus 93 años, el contraste entre su ruina física y su energía vital, que residía sobre todo en sus centelleantes ojos, hacía de León XIII la encarnación ideal del vicario de Cristo (A. J. Schmidlin, El mundo secularizado, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXVI, [1], Valencia, 1985). Sólo dos papas —san Agatón (107 años) y san Gregorio (99 años)— superaron la edad de León XIII; por lo que cuando sólo unos pocos días antes de morir alguien le manifestó —para animarle— que vencería esa enfermedad, León XIII con gran sentido del humor replicó que en ese caso deberían de dejar de referirse a él como santo padre para llamarle «eterno padre».
El cónclave de 1878 era el primero que se celebraba tras la proclamación de la infalibilidad del papa y de la pérdida de los Estados Pontificios, acontecimientos ambos que habían tenido lugar en 1870. Y, también, en torno a esta fecha se culminaba la unidad italiana, surgía el II Imperio alemán como potencia europea, Japón al reformarse a lo occidental se incorporaba a nuestro mundo, listados Unidos comenzaba su ascenso hasta convertirse más tarde en el gigante mundial, y los europeos lanzaban un nuevo impulso colonial, que ensanchó las fronteras del mundo conocido hasta igualarlas por fin con las del mundo real. Por todas estas circunstancias, esta nueva elección del sucesor de san Pedro se puede considerar como la primera de nuestro mundo actual. Perdido el poder temporal, resulta explicable que los 60 cardenales reunidos en 1878 se vieran más libres de las tutelas y de los vetos de las potencias que en elecciones pasadas. El cónclave comenzó el 18 de febrero y fue uno de los más cortos de la historia; sólo hicieron falta tres votaciones para que recayeran en el cardenal Pecci 44 votos, algunos más de la mayoría necesaria para que fuera válida la elección. En honor de León XII (1823-1829), Pecci eligió el mismo nombre para ocupar la cátedra de san Pedro.
Relaciones de la Santa Sede con las potencias europeas. En principio, el talante conciliador de León XIII debía ponerse a prueba en el escenario de la diplomacia europea, empezando por Italia (A. C. Jemolo, Chiesa e Stato in Italia negli ultimi cento anni, Turín, 1955). Durante los primeros años del reinado de Humberto I de Saboya (1878-1900) se sucedieron los enfrentamientos de las autoridades del reino de Italia con la Santa Sede. A la legislación sectaria se sumaron los ataques directos, como fue la celebración en Roma del centenario de Voltairc (1694-1778) en el mes de mayo de 1878, o la pasividad del gobierno ante la agresión (13 julio 1881) a la comitiva que trasladaba a la basílica de San Lorenzo Extramuros los restos mortales de Pío IX, que a punto estuvieron de ser arrojados al Tíber. Y todo ello por no hablar de las peticiones de algunos políticos en la Cámara para que se suspendiera la Ley de Garantías, lo que forzó a León XIII a tantear incluso un posible exilio. León XIII solicitó al emperador de Austria que le acogiera en sus dominios en caso de que los revolucionarios le expulsaran del Vaticano, a lo que Francisco José (1848-1916) respondió con evasivas por el temor a enfrentarse con Italia. El papa desistió en sus proyectos de exilio y decidió resistir hasta el final en el Vaticano, pasara lo que pasara. Todo ello no hacía sino confirmar la necesidad de que los titulares de la cátedra de san Pedro tuvieran un poder temporal, por pequeño que fuera, que garantizase la independencia en sus actuaciones. Así pues, a diferencia de Pío IX, León XIII dejó de reclamar los Estados Pontificios, pero con mayor contundencia que su predecesor reivindicó su soberanía sobre la ciudad de Roma, mostrándose dispuesto a dialogar, pues sus pretensiones en modo alguno pretendían dinamitar la unidad italiana. Pero todas estas iniciativas cayeron en el vacío. Habría que esperar, pues, a los arreglos de Letrán de 1929.
En continuidad con las decisiones de Pío IX, respecto a los católicos italianos, León XIII mantuvo el non expedit, vigente hasta 1919, que les prohibía participar en la vida política del nuevo Estado italiano, no así en la vida administrativa, por lo que podían concurrir a las elecciones municipales y provinciales. Para compensar este retraimiento político aparecieron diversas agrupaciones de católicos, con objetivos sociales, tales como la difusión de la «buena prensa», la defensa de las órdenes religiosas y de la libertad de enseñanza, etc. Todas estas asociaciones confluyeron en 1871 en la Opera dei Congressi e dei Comitati Cattolici, organización de carácter confesional —con capellanes con derecho a veto— que acabó por proponerse como finalidad la unión de todos los católicos. A partir de 1896, el sacerdote Romolo Murri (1870-1944) orientó la Opera hacia la política y consiguió una enorme popularidad, a la vez que el también sacerdote Luigi Sturzo (1871-1959) se unía a Murri, planteando a partir de entonces una concepción politizada de la Iglesia, para luchar mejor en la defensa de los pobres. Lógicamente, León XIII, por medio de la encíclica Graves de communi (18 enero 1901), tuvo que salir al paso para reafirmar el carácter sobrenatural que su fundador dio a la Iglesia y definir, a la vez, lo que se debería entender por democracia cristiana (M. P. Fogarty, Historia e ideología de la Democracia Cristiana en la Europa occidental, 1820-1953, Madrid, 1964). Defendía así el papa la libertad de actuación de los católicos, al afirmar que nadie podía proponer en nombre de la Iglesia una exclusiva fórmula de actuación política, a la vez que dejaba claro que la democracia cristiana no podía ser compatible con la lucha de clases. Murri se rebeló, engrosó las filas de los modernistas en 1902, abandonó la Iglesia en 1908, contrajo matrimonio civil en 1909 y se entregó a la militancia política en un partido de extrema izquierda; un año antes de morir se reconcilió con la Iglesia. Sturzo, por su parte, aceptó las orientaciones de León XIII y continuó trabajando en las organizaciones sociales; años después fue nombrado secretario general de la Junta de Acción Católica italiana.
León XIII heredó también los graves problemas de Alemania, que habían surgido a partir de la proclamación del II Reich en 1871. El canciller Otto von Bismarck (1815-1898) (J. Pabón, «El príncipe Bismarck, apunte para un diccionario de historia», en La subversión contemporánea y otros estudios, Madrid, 1971), receloso de los católicos que se habían agrupado en el partido del Zentrum, dictó una serie de leyes entre 1871 y 1878 conocidas en su conjunto como Kulturkampf o lucha por la cultura, eufemismo que encubría una auténtica persecución contra la Iglesia. La Kulturkampf bismarck’mna expulsó a todas las órdenes religiosas de Prusia, obligó a someter los nombramientos eclesiásticos a la autoridad civil, cerró los convictorios y los seminarios, impidió el normal funcionamiento de más de mil parroquias y desterró a varios obispos, de modo que León XIII se encontró en 1878 con que de los doce obispos de Prusia, sólo cuatro permanecían en sus sedes.
Pero la firme reacción de los católicos alemanes junto a sus pastores, el talante conciliador de León XIII y el realismo político de Bismarck, que comprendió los inconvenientes que le reportaba dicha persecución al privarle del apoyo político del Zentrum, motivaron un cambio en sus planteamientos. En dicho cambio, la actuación de los secretarios de Estado de León XIII jugó un papel decisivo. Durante el pontificado de León XIII cuatro titulares ocuparon la Secretaría de Estado. El primero fue el cardenal Alessandro Franchi (1819-1878), que apenas pudo encarrilar la política de conciliación con Alemania, ya que falleció (1 agosto 1878) pocos meses después de ser nombrado. Esta línea de actuación fue seguida por su sucesor en el cargo, el cardenal Lorenzo Nina (1812-1885), que lo fue hasta 1880, año en que pasó a desempeñar otra función en la curia. A Nina le relevó el cardenal Ludovico Jacobini (1832-1887), buen conocedor de la situación política de centroeuropa, pues era nuncio en Viena. Jacobini, eficaz colaborador de León XIII, consiguió que se ocuparan todas las sedes episcopales vacantes y que remitiera la legislación persecutoria. Lamentablemente, su magnífica ejecutoria se truncó también con la muerte (28 febrero 1887).
Pero por entonces la situación estaba bastante normalizada y el Zentrum apoyaba parlamentariamente la política militar que sostenía las alianzas del sistema bismarckiano. Poco después, el nuevo emperador alemán, Guillermo II (1888-1918), destituía a Bismarck (1890), y se abría para el Zentrum una nueva etapa, en la que libre de los compromisos contraídos con el destituido canciller podía abandonar la defensa de la Iglesia desde dentro del sistema para colocarse frente al estatismo del gobierno alemán. En 1893, junto con los votos de los liberales y de los socialistas, el Zentrum rechazaba el proyecto de ley para la reforma del ejército. Bien es cierto que desde que aminoró la persecución religiosa, el Zentrum perdió muchos votos de los católicos por considerar éstos que ya no tenía sentido dar su apoyo a una organización estrictamente política. El Zentrum se mantuvo, no obstante, como el mayor partido alemán hasta 1903, fecha en la que se desató una grave crisis en esta organización política.
Así las cosas, el sucesor de Jacobini en la Secretaría de Estado, el cardenal Mariano Rampolla (1843-1913), que desempeñó dicho cargo hasta la muerte del papa en 1903, pudo variar la orientación diplomática de la Santa Sede para aproximarse a Francia. Conviene recordar que desde la firma de los acuerdos de 1894, Francia formaba un bloque defensivo junto con Rusia en contraposición y respuesta de la Triple Alianza, constituida con anterioridad (1882) por Alemania, Austria e Italia (P. Milza, Les rélations ínter natío nales de 1871 á 1914, París, 1968).
Los católicos de Francia también estaban acosados por graves dificultades. Tras las elecciones de 1879, los republicanos franceses que llegaron al poder decidieron imponer el laicismo, ideología que por afirmar de un modo radical que todas las normas de conducta —tanto las individuales como las colectivas— deben emanar únicamente de la voluntad popular, trata de articular la sociedad como si Dios no existiera, y en consecuencia debía ser barrida de esa proyectada sociedad laicista cualquier presencia de la Iglesia. Éste era el sentido de la serie de disposiciones legislativas del ministro de Instrucción Pública y presidente del Consejo —a un tiempo, al retener ambos cargos—, Jules Ferry (1832-1893), contra la libertad de enseñanza religiosa entre 1880 y 1882, para implantar la enseñanza laica en Francia. Las leyes de Ferry provocaron la separación entre los católicos y los republicanos franceses, y el intento de los primeros de formar un partido católico, que por exclusión tendría que ser monárquico. Pero toda una serie de cambios políticos en 1890, que apartaron del poder a los grupos sectarios, permitieron que la actitud conciliadora de León XIII invitara a los católicos franceses al ralliement (adhesión) hacia la III República (A. Sedgwick, The Ralliement in French Politic, 1890-1898, Cambrigde, 1965). Por medio de la encíclica Au milieu (16 febrero 1892), León XIII transmitía a los católicos franceses los criterios básicos para su actuación social y política; el documento pontificio sirvió para que la opinión de los franceses dejara de equiparar el término católico con los de monárquico en lo político o el de paternalista en las relaciones laborales. Los sindicatos católicos, a partir de entonces, defendieron la autonomía del trabajador respecto a los patronos y el derecho de huelga.
Poco duró la calma, pues como consecuencia del affaire Dreyfus en las elecciones de 1898 triunfó el Bloque de Izquierdas, del que salió el gabinete de Waldcck-Rousseau (1846-1904), que promovió toda una legislación para controlar las órdenes religiosas, al extremo de que cualquier congregación religiosa que no solicitara la respectiva autorización del Estado quedaba disuelta automáticamente, a la vez que se facultaba al gobierno para disolver las ya autorizadas por un simple acuerdo del Consejo de Ministros (A. Latreille y R. Rémond, Histoire du catholicisme en France, 3 vols., París, 1962). En consecuencia, algunas de ellas como la de los jesuítas o la de los benedictinos, se exiliaron. Pero todavía estaba por llegar lo peor, pues las elecciones de 1902 llevaron a la presidencia del gabinete a un personaje todavía más sectario, el ex seminarista Émile Combes (1835-1921). De inmediato cerró 3.000 escuelas religiosas y expulsó de Francia a 20.000 religiosos de ambos sexos. Estas decisiones, y otras no menos graves, fueron adoptadas por Combes en un solo año, entre el verano de 1902 y el de 1903. Al año siguiente, en junio de 1904, ya durante el pontificado de san Pío X (1903-1914), Combes rompió relaciones con el Vaticano y suspendió el concordato vigente desde 1801, alegando que la Santa Sede actuaba con intolerancia. Pocos días después de la ruptura de relaciones prohibió a cualquier orden religiosa enseñar no sólo religión, por supuesto, sino también cualquier otra materia escolar.
El magisterio de León XIII. En su encíclica inaugural, Inscrutabili Del consilio (21 abril 1878), León XIII se propuso orientar su magisterio a un objetivo: recristianizar la sociedad y el mundo contemporáneo. Este empeño del papa era un auténtico reto, pues se planteaba precisamente cuando surgían con fuerza de plenitud ideologías como el positivismo, el evolucionismo, el idealismo, el marxismo y el nihilismo. Por la entraña antirreligiosa de estos humanismos sin Dios, todas estas ideologías reconocían en la Iglesia católica a su enemigo natural, y la acusaban de ser el freno del progreso y un reducto oscurantista. Naturalmente, que ante semejante panorama el propósito de León XIII era toda una audacia, pues se proponía recristianizar el mundo contemporáneo, sin renunciar a las conquistas de la modernidad que fueran compatibles con la fe. Pues bien, éste es el empeño constante en sus muchos escritos. Por la imposibilidad de comentarlos en su totalidad, a continuación prestaremos nuestra atención sólo a los más importantes.
El nombre de León XIII, desde luego, va unido inseparablemente a la doctrina social de la Iglesia que el pontífice expuso en varios documentos, sobre todo en la encíclica Rerum novarum (15 mayo 1891). Además de su doctrina sobre el mundo del trabajo, su magisterio atendió a otros aspectos de la vida cristiana, que por su importancia no podemos dejar al menos de mencionar.
No pocas corrientes de pensamiento actuales, que hunden sus raíces nutricias en el siglo xix, niegan la relación armónica entre la fe y la razón, o simplemente ni se plantean tal relación al levantar sus planteamientos cientifislas sobre el prejuicio de que sólo existe lo material o tangible. Pues bien, León XIII, por medio de la Aeterni Patris Filias (4 agosto 1879), proponía la renovación del tomismo, puesto que «santo Tomás es entre todos los pensadores, el que —por el momento— ha conseguido expresar más claramente la inexistente oposición entre razón y fe, naturaleza y sobrenaturaleza, progreso y verdad permanente» (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. II). La propuesta del pontífice nada tenía que ver ni con un anacronismo nostálgico de la Edad Media, ni con un mera repetición literal de santo Tomás (1225-1274). Por el contrario, León XIII pretendía que, a partir de la inspiración y de los principios de la filosofía perenne de santo Tomás, el pensamiento de los católicos se encumbrase por encima del reduccionismo de la fenomenología positivista. Era, en definitiva, la suya una apuesta por los dos grandes valores de la naturaleza humana, el conocimiento y la libertad, frente a su negación por parte de los determinismos ideológicos de finales de siglo, que pocos años después nutrirían ideológicamente a los totalitarismos políticos. El propio León XIII fomentó —en más de un caso con dotaciones económicas— la creación de cátedras de Filosofía y Teología tomistas en muchos seminarios y en las universidades de Roma, Lille, Friburgo, Washington y Lovaina. Fue en esta última universidad donde surgió, en torno al cardenal belga Désiré Joseph Mercier (1851-1926), el núcleo de estudiosos más destacados. No obstante, y a la vista de los resultados, cabe afirmar que esta propuesta de León XIII sigue siendo todavía actual.
León XIII escribió un total de 51 encíclicas. A partir de 1881 publicó —entre otras más— cinco grandes encíclicas (P. Galindo, Colección de encíclicas y documentos pontificios, 2 vols., Madrid, 1967), cuyos contenidos doctrinales desembocan y se estructuran en la Rerum novarum. La encíclica Diuturnum (29 junio 1881) se ocupa del origen del poder. La Inmortale Dei (1 noviembre 1885) aborda las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La Libertas (20 junio 1888) es un estudio, a la vez que una defensa de la libertad del hombre. La Sapientiae christianae (10 enero 1890), en la que se llega a afirmar que la ignorancia es el peor de los enemigos de la Iglesia, entiende la sociedad no como fin en sí mismo, sino como el medio en el que la persona debe conseguir los medios para su perfección; en uno de los párrafos de la Sapientiae christianae se puede leer que si bien la Iglesia debe ser respetuosa e indiferente con las formas de gobierno o las leyes, del mismo modo no puede ser esclava de ningún partido político; en consecuencia, afirma Léon XIII en dicha encíclica: «arrastrar a la Iglesia a algún partido o querer tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios, propio es de hombres que abusan inmoderadamente de la religión». La quinta encíclica es la Praeclara gratulationis (20 junio 1894), donde León XIII abunda en los temas ya expuestos en la Sapientiae christianae cuatro años antes; tal insistencia es la mejor prueba de que, a pesar de la claridad en la exposición de León XIII, o no se le había entendido suficientemente o no se le quería entender.
Como ya se ha dicho, en 1891 se publicó la encíclica Rerum novarum (E. Guerry, La doctrina social de la Iglesia, Madrid, 1963), en cuya introducción, tras calificar de utópica la pretensión de fijar de un modo definitivo la norma justa que regule las relaciones entre ricos y pobres, León XIII añade, inmediatamente después, que hay obligación de auxiliar a los más indefensos de la sociedad. Pasa a continuación el documento pontificio a ocuparse del socialismo, cuyas propuestas de la lucha de clases y eliminación de la propiedad privada se enjuician como falsas soluciones para el arreglo de la cuestión social. Inmediatamente después, León XIII recuerda los principios de libertad, justicia y respeto a la dignidad de la persona que siempre deben estar vigentes en la consideración de los patronos respecto a los obreros, y de éstos hacia sus patronos. A vuelta de página, León XIII apunta al núcleo del problema y se enfrentaba a los postulados del determinismo naturalista de la economía liberal, al afirmar que tanto la propiedad como el salario tienen un carácter social, y que en consecuencia la cuantía de un jornal no puede estar marcada exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda; hay un salario justo que se debe pactar, cuya cantidad en cualquier caso nunca puede ser inferior al coste del mantenimiento del obrero. El Estado por tanto —según la Rerum novarum— no puede ni permanecer al margen de todo el proceso productivo, como proponían los liberales, ni controlarlo de un modo absoluto, como defendían los marxistas, sino que debía actuar para garantizar que se respetara la propiedad y su uso adecuado, a la vez que para promover el establecimiento de una justicia distributiva en beneficio de los más necesitados, elementos que deben confluir en el sostenimiento de la paz social. Ya al final del documento, León XIII se refería a un punto de capital importancia como era el de las organizaciones obreras, a las que el Estado debía proteger, pero sin entrometerse ni en su organización ni en su disciplina.
Por la importancia de la Rerum novarum, los sucesores de León XIII se han referido continuamente a ella e incluso con motivo de sus aniversarios se han publicado nuevas encíclicas. Pío XI (1922-1939) afirmó que gracias a esta encíclica «los principios católicos en materia social han pasado poco a poco a ser patrimonio de toda la sociedad humana». Pío XII (1939-1958), en su cincuenta aniversario, califica a la Rerum novarum como «la carta magna de la laboriosidad cristiana». Juan XXIII (1958-1963) se refiere a ella como «la suma de la doctrina católica en el campo económico y social». Pablo VI (1963-1978) reconoció que el mensaje de la Rerum novarum, a los ochenta años de su publicación, «seguía inspirando la acción en favor de la justicia social». Y Juan Pablo II (1978) ha querido conmemorar su noventa aniversario y su centenario, con la publicación de dos encíclicas: Laborem exercens y Centesimus annus. Por todo ello, ha escrito el jurista y teólogo Teodoro López («León XIII y la cuestión social, 1891-1903», Anuario de Historia de la Iglesia, VI, Pamplona, 1997):
no me parece exagerado afirmar que ningún otro documento del magisterio pontificio ha gozado de actualidad tan permanente, ningún otro ha merecido tantos homenajes y conmemoraciones, ningún otro ha sido objeto de tal atención continuada en los documentos del magisterio posterior. La moral social cristiana, la doctrina social de la Iglesia, la fidelidad cristiana a sus compromisos en la vida social se saben deudoras del gran documento del papa León XIII.
En efecto, el tema de la acción social y la Iglesia ha hecho correr ríos de tinta. Y no han faltado, incluso, quienes han llegado a afirmar que la Iglesia ha vivido ajena a la cuestión social. Tal afirmación o nace de un prejuicio o se realiza cerrando los ojos ante la historia, porque no hay ninguna institución que, como la Iglesia, pueda exhibir una tan rica y variada actuación social, que por lo demás dura ya dos mil años. Ahora bien, si por acción social sólo se entiende la lucha de clases, en este caso hay que decir que tanto el magisterio de León XIII como el de sus predecesores y sucesores, denunciaron la lucha de clases como una falsa solución para el mundo del trabajo y para la sociedad en general. Es más, a la vista del exterminio de millones de personas por el comunismo, a lo que hay que añadir las calamidades, la miseria y el sufrimiento que ha reportado a tantos seres humanos el socialismo real, resalta todavía con más mérito la valentía de los pontífices al denunciar la perversidad de esa ideología, sobre todo si se tiene en cuenta que dichas denuncias se realizaron cuando buena parte de los intelectuales se habían dejado alienar, precisamanente, por esa misma ideología (F. Furet, El pasado de una ilusión, México, 1995).
Quedaría incompleto este resumen del magisterio doctrinal de León XIII sin hacer referencia a un problema surgido al final de su pontificado, como es el del americanismo o herejía de la acción (R. Pattee, El catolicismo en los Estados Unidos, Madrid, 1964), que no es sino el anticipo de la gran crisis del modernismo, a la que tuvo que hacer frente su sucesor, san Pío X. La publicación en Estados Unidos de la biografía del fundador de los paulistas, Isaac Thomas Hecker (1888-1919), y sobre todo el prólogo que la precedía, reclamó la atención de León XIII. En dicho prólogo se pedía a la Iglesia que adaptase sus normas disciplinares y las verdades del depósito de la fe como único medio para aumentar el número de los fieles, a continuación se calificaba de superfluo e innecesario el magisterio de la Iglesia por considerar suficientes las mociones del Espíritu Santo en cada alma, además se preferían las virtudes naturales a las sobrenaturales, y por último se consideraba que había dejado de tener sentido, por juzgarla de otros tiempos, lo que se definía como vida pasiva, esto es la oración y la penitencia; la vida pasiva, por tanto, debía ser sustituida por otra, a la que se denominaba vida activa, plena de actuaciones externas. León XIII salió al paso con la carta Testem benevolentiae (22 enero 1899), sobre los errores que «algunos llaman americanismo». La advertencia de Léon XIII fue muy bien acogida por los obispos americanos, así como por el superior general de los paulistas y el biógrafo del padre Hecker, a los que les faltó tiempo para dirigirse al pontífice agradeciéndole su escrito y sometiéndose a su magisterio. Como problema menor que era, la cuestión quedó zanjada con esto. Y a buen seguro que el término americanismo no hubiera llamado tanto la atención de los historiadores de la Iglesia, de no ser porque con motivo de esta polémica salieron a la luz en Francia las primeras manifestaciones del modernismo.
Las misiones y la vida interna de la Iglesia. En otro orden de cosas, la expansión colonial fue uno de los rasgos peculiares del período en el que dirigió la Iglesia León XIII. A partir de 1880, una serie de factores contribuyó a que así fuera, desde la búsqueda de prestigio de las potencias europeas hasta las nuevas posibilidades que ofrecía la tecnología (D. R. Headrick, Los instrumentos del imperio, Madrid, 1989). Durante los meses de noviembre de 1884 a febrero de 1885 se celebró la conferencia de Berlín, donde trece potencias europeas además de Estados Unidos fijaron las condiciones para la colonización del continente africano. Y por lo que aquí interesa, en uno de los puntos de los acuerdos se declaraba a los misioneros, junto con los sabios y los exploradores, personas a proteger por las potencias colonizadoras. Paradójicamente, el anticlericalismo generalizado en la política interior de los países europeos, desaparecía en el programa colonizador de esas mismas potencias. Esta situación favoreció sin duda el trabajo de los misioneros, entre los que cabe destacar al cardenal arzobispo de Argel, Charles Lavigerie (1825-1892), fundador de los Padres Blancos.
Por medio de la encíclica Sancta Del civitas (3 diciembre 1884), León XIII recordaba a todos los católicos su responsabilidad respecto a las misiones, a las que estaban obligados a ayudar con su oración y sus limosnas. El balance misional del pontificado de León XIII fue realmente impresionante. Pero también con el tiempo se dejaron ver las sombras de esta etapa. La unión entre colonizadores y misioneros (H. Deschamps, La fin des Empires coloniaux, París, 1963) ayuda a entender la persecución religiosa durante el proceso descolonizador, más si se tiene en cuenta que los líderes de la descolonización, por pertenecer a los grupos dominantes de las colonias habían podido acudir a las universidades de Europa, en donde en no pocos casos recibieron una formación no exenta de un sectarismo antirreligioso.
La preocupación de León XIII por el ecumenismo, entre otras muchas manifestaciones, guarda relación con las seis encíclicas, siete cartas pastorales, catorce alocuciones y cinco discursos que el papa dedicó específicamente a este aspecto. Fueron muchas las iniciativas de León XIII en este sentido, entre las que cabría citar la creación de la Comisión pontificia para la reconciliación, claro precedente de la futura Secretaría para la Unidad de los Cristianos. Dicha comisión apenas pudo trabajar, dada su corta existencia, pues poco tiempo después de su constitución falleció el papa.
León XIII reforzó la vida de la Iglesia mediante la dignificación del culto eucarístico. A él se debe la iniciativa de la celebración de los congresos cucarísticos anuales; el primero tuvo lugar en Lille (1881), y a continuación —entre otras ciudades— en Avignon, Lieja, Friburgo, París, Amberes, Jerusalén y Londres. En línea con sus predecesores fomentó también la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a quien consagró el género humano el último año del siglo xix. Introdujo la celebración litúrgica de la fiesta de la Sagrada Familia, y la propuso como modelo para todas las familias cristianas; en sus escritos mostró una gran veneración por san José. Pero, sobre todo, León XIII puso especial énfasis en recomendar el rezo del rosario, por considerar que era el medio más eficaz para conservar la fe y el arma para combatir los males de la sociedad; señaló el mes de octubre para la práctica especial de esta devoción y recomendó insistentemente que se rezara en familia; en 1883, León XIII introdujo en las letanías la advocación de Reina del Rosario. Todas estas recomendaciones fueron el objeto, naturalmente, de las frecuentes indicaciones que el papa hizo a los obispos, a quienes animaba a que se reunieran cada año y por regiones en conferencias episcopales, con el fin de promover la formación del clero y mejorar la atención del pueblo. Durante su pontificado erigió 284 nuevas diócesis y 48 vicariatos; restauró la jerarquía eclesiástica en varias naciones, como en la India, dividida en ocho provincias eclesiásticas, o en Japón, donde León XIII estableció el arzobispado de Tokio, con las diócesis sufragáneas de Nagasaki, Osaka y Hakodaté.
A principios de julio de 1903 León XIII sufrió una inflamación pulmonar; dada su gravedad pidió que se le administraran los últimos sacramentos el día 5. Dos días después, los médicos detectaron que se le habían encharcado los pulmones y le sometieron a diversas toracentesis para extraerle líquido. Los remedios médicos le mantuvieron estacionario hasta que el día 19 por la noche perdió el conocimiento y comenzaron los estertores agónicos. Al día siguiente León XIII recobró la conciencia, de modo que el moribundo se pudo despedir de todos los que le rodeaban, especialmente de su secretario de Estado, el cardenal Rampolla. Tras rezar la letanías de los agonizantes entregó su alma a Dios a las cuatro de la tarde. Sus restos mortales fueron trasladados en 1924 a la basílica de San Juan de Letrán. En su monumento funerario, realizado por Giulio Tadolini (1849-1918), dos figuras flanquean la de León XIII, una de ellas con la cruz en la mano representa a la Iglesia que le llora, la otra es la de un trabajador. En una de las inscripciones se puede leer: «Los hijos acuden de todas las naciones a honrar a su padre.»
Pío X, san (4 agosto 1903 - 20 agosto 1914)
Personalidad y carrera eclesiástica. San Pío X aporta a la etapa de los grandes pontificados de la época contemporánea no sólo su destacado magisterio, sino también el ejemplo de su vida santa (G. Dal-Gal, Pío X. El papa santo, Madrid, 1985, traducción de la edición italiana de 1954). Fue beatificado (3 junio 1951) y canonizado (29 mayo 1954) por Pío XII; el último papa proclamado santo antes que él fue san Pío V (1566-1572).
San Pío X había nacido (2 junio 1835) en Riese, un pueblecito de la diócesis de Treviso, al nordeste de Italia. Se le impuso el nombre de Giuseppe Melchiorre. El cabeza de familia, Giovanni Battista Sarto, era alguacil y por todo patrimonio poseía unos cuantos palmos de tierras de labranza, la casa y una vaca, por lo que la madre, Margherita Sansón, tenía que contribuir a aumentar los ingresos con el trabajo de costurera, además de atender a su numerosa familia. El matrimonio tuvo diez hijos, dos de los cuales murieron a los pocos días de nacer, de manera que Giuseppe se convirtió en el mayor de los dos chicos y las seis chicas de los Sarto.
Riese no tenía más que una pequeña escuelita primaria, donde Giuseppe Melchiorre Sarto dio muestras de poseer un gran talento. Por entonces, el arcipreste, don Tito Fusarini, descubrió las primeras señales de su vocación sacerdotal. Pero como la pobreza de los Sarto hacía impensable su ingreso en el seminario, don Tito propuso a su padre que el niño prosiguiera los estudios en Castelfranco, donde funcionaba una escuela secundaria, pensando en convalidarlos más tarde en el seminario. Castelfranco distaba siete kilómetros de Riese y tampoco había posibilidad de costearle allí una pensión, por lo que su madre le preparaba cada día la comida y Giuseppe hacía la distancia a pie. Salía de Riese de madrugada y regresaba por la noche; al cabo de unos días, las caminatas fueron destrozando sus sandalias, así es que, sin decir nada a sus padres, decidió hacer el recorrido descalzo, pues de sobra sabía él que no habría dinero para renovar el calzado (J. M. Javierre, Pío X, Barcelona, 1951). El esfuerzo de Sarto causaba admiración entre sus gentes, por lo que compadecida de él la buena signora Annetta de Castelfranco, a cambio de que enseñara las primeras letras a sus hijos, le permitió pernoctar en su casa durante los meses de invierno de lunes a sábado. En 1850, después de cuatro años de idas y venidas, concluyó sus estudios en Castelfranco con las notas máximas. Gracias a que don Tito consiguió del cardenal de Venecia una beca, pudo ingresar en el seminario de Padua, donde destacó por su compañerismo, su inteligencia y su piedad. Aunque en mayo de 1852 falleció su padre, a su madre ni se le pasó por la cabeza que su hijo mayor abandonara el seminario y la viuda cargó sobre sí la responsabilidad de sacar económicamente a la familia.
Ordenado sacerdote en 1858, fue de inmediato enviado como coadjutor a Tombolo y más tarde como párroco a Salzano en 1867 (E. Bacchion, Pio X. Giuseppe Sarto, arcipretre di Salzano, Padua, 1925). En 1875, el obispo de Treviso le nombró canónigo de la catedral, secretario de la curia diocesana y director espiritual del seminario (G. Milanese, Cenni biografici di Pio X, Treviso, 1903). Por los testimonios y las pruebas aportadas en los procesos de beatificación y canonización se conocen muchos detalles de su vida; así, por ejemplo, se sabe que cuidaba con esmero su predicación, pues se pudieron recoger los esquemas manuscritos de sus homilías de todos los domingos y fiestas litúrgicas, lo que permite afirmar documentalmente que se preparaba siempre y por escrito todas sus intervenciones. Sus contemporáneos (L. Ferrari, Pio X: Dalle mié memorie, Vicenza, 1922) destacan cinco rasgos fundamentales del sacerdote Sarto: el recogimiento con el que celebraba la misa, la dedicación a todas las almas traducida en las muchas horas que permanecía en el confesonario, su afán por la catequesis de los niños, la promoción de vocaciones sacerdotales y la seriedad con la que se aplicó después de ser ordenado a repasar y ampliar sus estudios de teología.
 
En 1884 fue nombrado obispo de Mantua, cuyo seminario por falta de medios y profesores apenas funcionaba, además de tener a su cabeza a un rector cuya vida no era nada ejemplar. En principio mantuvo al rector, pero el obispo supervisó personalmente la dirección del seminario, se encargó de dar las clases de las cátedras vacantes y con el tiempo acabó por licenciar al rector y asumir él mismo sus funciones. Vivió muy cerca de sus sacerdotes, a quienes visitaba en sus parroquias con frecuencia. Pero no eran las suyas unas visitas de inspección, sino jornadas de aliento y colaboración con sus sacerdotes, a los que en ese día ayudaba a confesar y a enseñar la catequesis de los niños. En 1888 convocó el sínodo diocesano que hacía dos siglos que no se reunía. Todas estas labores de gobierno las hizo compatibles con su ministerio pastoral directo, pues el obispo Sarto permanecía muchas horas en su confesonario de la catedral de Mantua a disposición de sus penitentes y se encargaba de explicar el catecismo en las parroquias que circunstancialmente carecían de párroco. Por lo demás, era bien sabido en Mantua que al obispo le gustaba estar mezclado entre la gente y que las puertas del palacio episcopal estaban abiertas a todo el mundo. Allí acudían personas de toda condición, especialmente los pobres, para acogerse a la más que probada generosidad de Sarto.
En 1891, León XIII le ofreció la sede patriarcal de Venecia, que llevaba implícita la púrpura cardenalicia. Sarto rehusó por considerarse indigno, lo que a más de uno dejó desconcertado en Roma. Tras una segunda propuesta en 1893, comprendió que no tenía más remedio que aceptar. Fue entonces cuando se creó una tensa situación debido a la actitud regalista del gobierno italiano, al negarse a dar el exequátur regio al cardenal e impidiéndole hacer su entrada en Venecia, aduciendo derechos históricos de la época de Pío IV (1559-1565). Sin embargo, la presión popular doblegó al gobierno italiano y por fin pudo hacer su entrada (24 noviembre 1894). Poco después de llegar a Venecia escribió su famosa carta pastoral sobre la música sagrada, base de su posterior motu proprio —ya como papa— Tra le sollecitudini, publicado en la fiesta de Santa Cecilia (22 noviembre 1903), considerado por los liturgistas como la carta magna de la restauración de la música religiosa, que permitió entre otras cosas el resurgir del gregoriano y que el órgano volviera a los recintos sagrados. Por lo demás, en nada cambió su línea de actuación, trazada ya con nitidez desde que fue designado coadjutor de Tombolo: predicación, catequesis, confesonario, atención del seminario, formación del clero, visitas a los enfermos, contacto con los pobres y atención a los marginados; en 1900 organizó unos ejercicios espirituales en la cárcel de Guidecca, en los que el mismo cardenal quiso recibir las confesiones de los reclusos, pronunciar el último sermón y participar en la fiesta final, en la que los presos le compusieron versos y le cantaron coplas.
A lo largo de toda su vida cuidó con especial esmero el culto eucarístico. Por eso, como reparación del sacrilegio que se había cometido en la iglesia de los Carmelitas, convocó un Congreso Eucarístico en 1897, que tuvo gran eco en toda Italia. Y, por supuesto, en Venecia, como ya había hecho en los destinos anteriores, fomentó la comunión frecuente entre los adultos y los niños. Contra la costumbre de entonces de no recibir la primera comunión hasta los doce años, él ya entonces la impartía en cuanto tenían uso de razón, aspecto éste que —como se verá— será una de las notas más peculiares de su magisterio pontificio.
Antes de partir para el cónclave se dirigió a sus fieles de Venecia en estos términos: «Rezad para que Dios dirija la elección reuniendo los votos sobre aquel que, por su virtud, su inteligencia y su fervor apostólico sea digno sucesor de León XIII.» El cardenal Sarto no era consciente de que había trazado su propia biografía con estos rasgos, precisamente en los que se fijaron 50 de los 62 cardenales reunidos en el cónclave que había comenzado el 31 de julio y que concluyó con ese resultado. Fue en este cónclave donde Jan Puzyna (1842-1911), cardenal de Cracovia —ciudad en la órbita de Austria—, vetó en nombre del emperador de Austria al anterior secretario de Estado, el cardenal Rampolla (1843-1913), pues Francisco José I (1848-1916) le consideraba enemigo de la Triple Alianza (Alemania, Austria e Italia) por su política de acercamiento a Francia y Rusia. No tuvo gran efecto el veto, pues después de pronunciado aumentaron los votos a favor de Rampolla, pero el incidente sirvió para reafirmar la independencia de la Iglesia. Pues si explicables podían ser estos usos antiguos, cuando el papa era también un soberano temporal, ahora carecían de sentido. Una de las primeras disposiciones de san Pío X fue firmar la constitución apostólica Commisum nobis (20 enero 1904), en la que se castiga con la excomunión latae sententiae reservada al romano pontífice a cualquiera de los participantes en los cónclaves de elección del papa que aceptara «encargo de potestad civil para oponer veto, ni siquiera en forma de simple deseo».
Los diez últimos años del pontificado de León XIII se vieron afectados por una tremenda agitación, basta con recordar que en torno a ese período a las ya de por sí graves crisis sociopolíticas se vino a añadir una serie de magnicidios. Entre otros, fueron asesinados los siguientes personajes: el presidente de la República francesa, Marie Francois Sadi Carnot (1837-1894) en 1894; el presidente del gobierno español, Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) en 1897; la esposa de Francisco José I y emperatriz austríaca, Isabel Wittelsbach en 1898; el rey de Italia, Humberto I (1878-1900) en 1900; el presidente de los Estados Unidos, William McKinley (1843-1901) en 1901. Aún no se había establecido la calma cuando fue elegido san Pío X; por el contrario, empeoró todavía más la situación y prosiguieron los magnicidios: en 1808 fueron asesinados el rey de Portugal y su heredero, y en 1912 le sucedía lo mismo al presidente del gobierno español, José Canalejas (1854-1912). San Pío X moría pocos días después del atentado de Sarajevo del que fue víctima el heredero de la corona austríaca, el archiduque Francisco Fernando (1863-1914), cuyo asesinato desencadenó la Primera Guerra Mundial. Por otra parte, como se verá, las relaciones diplomáticas de todos estos países con la Santa Sede sufrieron un grave deterioro o se liquidaron por ruptura. A su vez, la vida interna en la Iglesia tampoco era una balsa de aceite; san Pío X llegaba al Vaticano cuando comenzaban a aparecer los primeros síntomas del modernismo, movimiento al que el papa tuvo que hacer frente en los años centrales de su pontificado.
El magisterio y el gobierno de la Iglesia de san Pío X. San Pío X, como vicario de Jesucristo, hizo oír su voz en medio de esta calamitosa realidad; con diligente valentía daba a conocer su análisis y sus remedios a la crisis en su encíclica inaugural E supremi apostolatus (4 octubre 1903): «Nuestro mundo sufre un mal: la lejanía de Dios. Los hombres se han alejado de Dios, han prescindido de Él en el ordenamiento político y social. Todo lo demás son claras consecuencias de esa postura.» Y a continuación advertía san Pío X a quienes, «por aplicar medida humana a las cosas divinas», pudieran entender las anteriores palabras como una toma de partido, que «los planes de Dios son nuestros planes; a ellos hemos de dedicar todas nuestras fuerzas y la misma vida». Así pues, siguiendo la costumbre de elegir un lema para su pontificado y para dejar claro que su propósito no era otro que el de procurar que los hombres se volvieran a someter a Dios, san Pío X tomó prestadas para su divisa las siguientes palabras de san Pablo: «Instaurare omnia in Christo» («Restaurar todas las cosas en Cristo»).
Como se dijo, san Pío X en la misma encíclica programática, tras denunciar los males, señalaba también los remedios. En su conjunto constituían, en definitiva, el programa que realizó a lo largo de su pontificado. En efecto, no se puede limitar el juicio histórico sobre san Pío X, exclusivamente, a la condena del modernismo. Si se quiere proceder con rigor hay que estudiar históricamente el mandato de cada sumo pontífice, y eso sólo es posible si se analizan las decisiones de los sucesores de san Pedro en relación con el cumplimiento de la misión propia que les corresponde y que se identifica con el fin sobrenatural de la Iglesia. Y conviene no perder de vista que el fin de la Iglesia, fundada por Jesucristo no es otro que la santificación de todos sus miembros. Desde esta perspectiva se puede afirmar que el pontificado de san Pío X es uno de los más fecundos y renovadores de la historia, por cuanto sus decisiones promovieron la renovación de la vida cristiana y afianzaron la eficacia del gobierno interno de la Iglesia.
En cuanto a la renovación de la vida cristiana, el magisterio de san Pío X se nos presenta ante todo como emanado de un gran pastor de la Iglesia, a cuyos fieles impulsó hacia la vida interior, como medio imprescindible para que cada alma se identifique con Jesucristo y alcance así la santidad; sin duda, sus efectos no fueron visibles de inmediato, pero se dejaron sentir en toda su profundidad en los años posteriores a su pontificado. Fueron muchas las decisiones que tomó en este sentido, por lo que para una mejor comprensión las resumiremos en estos cuatro aspectos: la formación doctrinal de los fieles, la atención a los sacerdotes, la devoción cucarística y la reforma litúrgica. Y, respecto al gobierno de la Iglesia, hay que referirse a las nuevas disposiciones adoptadas por san Pío X para la celebración de los cónclaves, la reforma de la curia romana y la codificación del derecho de la Iglesia.
Tanto por medio de sus escritos como por su ejemplo personal, san Pío X promovió todos estos objetivos. Así, para resaltar la importancia que para la práctica religiosa tiene la formación doctrinal, siguió enseñando personalmente el catecismo hasta 1911 en el cortile de San Dámaso y en el de Pina en el Valicano; además, elaboró el catecismo que lleva su nombre, dirigido en principio para la diócesis de Roma y que después se adoptó para toda la cristiandad, a partir de 1912. De la importancia de la predicación y de la catequesis habla su encíclica Acerbo nimis (15 abril 1905). Por otra parte, ya en su encíclica inaugural se había referido san Pío X a la preparación intelectual y espiritual del clero y recordaba a los obispos que el cuidado de los seminarios debía convertirse en el principal afán de todos sus trabajos. En la exhortación Haerent animo (4 agosto 1908), fechada el día de la celebración de sus bodas de oro sacerdotales, especificaba a todos los sacerdotes los medios a emplear para conseguir «una virtud nada vulgar», esto es, la santidad: espíritu de oración, rezo del breviario, lectura espiritual, exámenes de conciencia y frecuencia en la recepción del sacramento de la penitencia, asistencia a ejercicios espirituales y celo por la salvación de las almas. En dicha exhortación quedaba bien patente lo mucho que esperaba el papa de la santidad de los sacerdotes: «si en el orden clerical se restaurare y se aumentare la vida de la gracia sacerdotal, nuestros restantes proyectos de reforma en toda su amplitud tendrán, Dios mediante, mucha mayor eficacia»; por lo que concluía san Pío X su exhortación Haerent animo aplicando a los sacerdotes la súplica evangélica («Padre santo, santifícales») y poniendo como intercesora de su ruego «a la augusta Virgen Madre, Reina de los Apóstoles». Todas estas enseñanzas dirigidas a los sacerdotes se reforzaron con la beatificación del cura de Ars, al proponerle como modelo de vida de sacerdote santo. Además, san Pío X será siempre recordado como el papa que fomentó el culto a la eucaristía, la comunión frecuente y a ser posible diaria (decreto Sacra Tridentina Synodus, 20 diciembre 1905) y quien rebajó la edad para que los niños pudiesen recibir la primera comunión al llegar al uso de razón (decreto Quam singulari, 8 agosto 1910), medidas todas ellas decisivas en orden a la consecución de la santidad cristiana y que adquirieron una aceptación universal, desde que se promulgaron hasta el presente. Y en cuanto a la reforma litúrgica, además de recordar la referencia que hicimos anteriormente al motu proprio Tra le sollecitudini, en el que se instaba a la «participación activa de los fieles en los sacrosantos misterios y en la plegaria pública de la Iglesia», hay que señalar la reforma del breviario que recogió la constitución apostólica Divino afflatu (1 noviembre 1911).
En cuanto al gobierno de la Iglesia, además de asegurar mediante la constitución apostólica Commisum nobis la independencia de los participantes en los cónclaves al penar con la excomunión a quienes ejercieran el veto sobre algún candidato —como ya se vio—, aseguró la libertad de quien fuera elegido, al promulgar junto con la anterior otra constitución, Vacante Sede Apostólica (24 diciembre 1904), que invalidaba cualquier pacto o condicionamiento que hubiese estado ligado a los votos durante la elección. San Pío X también reformó la curia romana, que todavía se regía por los estatutos de Sixto V (1585-1590) de 1587; por el paso del tiempo había sagradas congregaciones que ya no tenían razón de existir, mientras que otras estaban sobrecargadas y con competencias entrecruzadas, de modo que, mediante la constitución apostólica Sapienti Consilio (29 junio 1908), las redujo de veinte a once y agilizó su trabajo. Además de las congregaciones, estableció en la curia tres tribunales y cinco officia y definió con claridad las competencias de cada una de estas instituciones. Por último, san Pio X decretó la reforma del Código de derecho canónico que a su muerte dejó muy avanzada, por lo que correspondió a Benedicto XV su promulgación en 1917.
San Pío X designó como secretario de Estado a un joven prelado español de 38 años, que había actuado como secretario del cónclave, Rafael Merry del Val (1865-1930), por su piedad y su espíritu sacerdotal, por su modestia y su santidad —según manifestó a cierto cardenal el propio pontífice—, pero también por ser un políglota, ya que nació en Inglaterra, se educó en Bélgica, era de nacionalidad española, vivió en Italia, además de ser hijo de diplomático y serlo él mismo, por lo que conocía los problemas de los países. Cualidades todas ellas a las que venía a sumarse su condición de no tener ningún compromiso con nadie, debido a su juventud. Merry del Val fue un buen colaborador del papa, y se mantuvo como secretario de Estado hasta la muerte de san Pío X (R. Merry del Val, El papa X. Memorias, Madrid, 1954).
La persecución de la Iglesia en Francia. El ascenso a la presidencia del gobierno francés de Émile Combes (1835-1921), en junio de 1902, supuso una nueva persecución para la Iglesia en Francia. Combes había sido un seminarista de un talante intransigente que llegó a doctorarse en filosofía escolástica. «La revolución —llegó a escribir en estos años— que comenzó por la declaración de los derechos del hombre, ha de terminar proclamando los derechos de Dios.» Pero sus superiores no le admitieron a la recepción del subdiaconado y abandonó el seminario, dando un giro radical a su vida: «En esta época —manifestaba tras la mutación— en que las antiguas creencias más o menos absurdas y en todo caso erróneas tienden a desaparecer, los principios de la vida moral se refugian en las logias.» Acabó militando en el radicalismo político y en la masonería con tal sectarismo que el propio Clemenceau (1814-1929), líder de los radicales socialistas, define a Combes «como cerebro de cura viejo, no cambiado, sino simplemente salido de raíles».
Pues bien, Combes, que ya durante el pontificado de León XIII había comenzado sus ataques contra las órdenes religiosas, en junio de 1904 rompió las relaciones con la Santa Sede y suspendió el concordato vigente desde 1801. Daba así un primer paso para de manera unilateral —sin el concurso de Roma— fijar un nuevo estatuto a la Iglesia en Francia, que es lo que se conoce como la Ley de Separación de la Iglesia y el Estado francés de 1905. Pocos días después de la ruptura de 1904, se presentaron varios proyectos de ley y comenzaron los trabajos parlamentarios. Sin embargo, Combes no pudo ver aprobada esa ley como primer ministro, pues fue apartado del gobierno al descubrirse el «escándalo de las fichas» o ficheros secretos de funcionarios y militares a los que de un modo arbitrario se les podía ascender o paralizar en función de que fuesen o no adeptos. Su sucesor, Maurice Rouvier (1842-1911), sería quien promulgase dicha Ley de Separación el 9 de diciembre de 1905.
La Ley de Separación de 1905 no reconocía a la Iglesia personalidad jurídica, por lo que dejaba de ser sujeto de derechos (J. Kerleveo, L’Église catholique en régime pangáis de séparation, París, 1970). En consecuencia, todos los bienes de la Iglesia en Francia quedaron sin propietario, por lo que había que crear un nuevo dueño para esos bienes y se quiso buscar en unas futuras sociedades a constituir, que se denominaron «asociaciones cultuales». Las asociaciones cultuales, compuestas por laicos, recibirían su capacidad de la ley civil; a la vez, el texto legal prohibía la intervención de la jerarquía eclesiástica en las mismas. De este modo, se arrebataba a los católicos un derecho natural inalienable, pues tal disposición legal suponía que el derecho a la práctica de la religión emanaba del Estado, además de arrojar a los católicos franceses a la anarquía religiosa y al cisma, porque esas asociaciones cultuales y sólo ellas serían las que podrían disponer de los lugares de culto, al margen o en contra de lo que pudiera decir el párroco o el obispo. Por último, la ley daba un plazo de un año para constituir las asociaciones cultuales, porque de no hacerlo así el Estado se apropiaría de todos los bienes de la Iglesia.
Nadie dudaba de que la amenaza iba en serio. Ante la posibilidad de perderlo todo, el gobierno francés estaba convencido de que el papa ordenaría de inmediato a los fieles franceses que constituyeran las asociaciones cultuales. Esos eran sus cálculos porque, a pesar de la claridad de san Pío X en su encíclica inaugural, las autoridades francesas no podían comprender cuáles eran de verdad los «planes» de san Pío X:
Sé cuántos andan preocupados —dijo el romano pontífice en estas fechas— por los bienes de la Iglesia. A mí sólo me inquieta el «Bien». Perdamos las iglesias, pero salvemos la Iglesia. Miran demasiado a los «bienes» y poco al «Bien» (J. M. Javierre, El mundo secularizado, 2, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXV [2]).
San Pío X, mediante la encíclica Vehementer (11 febrero 1906), condenó la Ley de Separación; meses después otra encíclica, Gravissimo (10 agosto 1906), rechazaba tajantemente las asociaciones cultuales. Por su parte, los obispos franceses celebraron tres asambleas plenarias para tratar de buscar alguna salida, y ante la imposibilidad de encontrarla acabaron por cerrar filas al lado del papa. El conflicto era gravísimo, pero se volvía ahora contra el gobierno, que veía pasar los días sin que se cumplieran sus objetivos de construir una Iglesia nacional y laica, dependiente del Estado. Y a la vista de que se agotaba el plazo fijado, decidió prorrogarlo. Fue inútil; san Pío X, en una nueva encíclica, Une fois encoré (6 enero 1907), manifestaba de nuevo su firme postura y calificaba la disposición legal como «ley de expoliación». El 13 de abril de 1908 comenzó la incautación de todos los bienes, por lo que la Iglesia en Francia perdía todo su patrimonio en bienes muebles e inmuebles y por supuesto se retiró la subvención que el clero venía recibiendo desde 1801, según lo acordado en el concordato. Al igual que sucedió durante la Revolución francesa, la Iglesia era despojada de todas sus pertenencias. En las páginas del Journal Officiel de 1908 se pueden consultar las largas listas de tantos lugares de culto y objetos religiosos que fueron a parar a manos particulares. La Primera Guerra Mundial sorprendió al gobierno francés elaborando nuevas leyes anticlericales para tapar cualquier resquicio, por pequeño que fuera, por el que la Iglesia se pudiera hacer presente en la sociedad francesa.
La Iglesia en Italia. La acción de la Opera dei Congressi se había enturbiado, ya durante el pontificado de León XIII, entre otras cosas porque en su seno operaba el grupo de la democracia cristiana, que el sacerdote Romolo Murri (1870-1944) había orientado hacia el socialismo. El 28 de julio 1904, el secretario de Estado, el cardenal Merry del Val, en carta a todos los obispos italianos les manifestaba que el papa en vista de la falta de concordia y de unidad para llevar a cabo sus propósitos, había decidido disolver la Opera dei Congressi. Poco después, se anunciaba la creación de otro organismo que sustituiría a la Opera dei Congressi y se supo también que san Pío X, sin anular totalmente el non expedit de sus antecesores, lo iba a regular de modo que pudiera haber católicos que fuesen diputados, pero sin formar un partido confesional. Por fin, la encíclica II fermo proposito (11 junio 1905) daba a saber a los católicos italianos —y naturalmente por extensión a los del todo el mundo— las pautas que deberían seguir en sus actuaciones públicas.
Ante todo esto, el clérigo Romolo Murri se rebeló y fundó en Bolonia la Liga Democrática Nacional (noviembre 1905) en la que se integraron parte de sus antiguos seguidores de la Opera dei Congressi, conocidos como democra-tacristianos. El grupo de Murri, que en 1902 tenía 6.000 personas inscritas, pasó a 1.600 en 1906, de los que no pocos eran recién llegados. Y es que ese mismo año, san Pío X en la encíclica Pleni l’animo (28 julio 1906), sobre la educación del clero joven, desautorizó al partido de Murri y prohibió a los clérigos que se inscribieran en él. La condena del modernismo y su enfrentamiento abierto contra el papa significó el abandono de la Iglesia por parte de Murri. Por lo demás, la Liga Democrática Nacional desapareció en 1922, y él, abandonado por sus correligionarios, vivió en soledad sus últimos años. Tras varios intentos fallidos para recuperarle, Pío XII se dirigió a Murri por carta personal en la que le recordaba los años vividos como condiscípulos en el colegio de Capranica y le abría la puertas de la Iglesia. Mostró su arrepentimiento en 1943 y murió al año siguiente.
La encíclica II fermo proposito daba un sentido preciso a la Acción Católica —que Pío XI reorientará a partir de 1928, cambio de rumbo que permite hablar de otra Acción Católica diferente— como instrumento para restaurar todas las cosas en Cristo. Así, la Acción Católica de san Pío X acogería toda la actividad de los católicos, en cuanto que católicos, para abrir a Jesucristo la familia, la escuela… la sociedad, en suma, con el fin de restaurar y promover una civilización cristiana. La Acción Católica, para operar en Italia, creó un organismo llamado Unione Popolare, que según sus estatutos estaría formada por cuatro secciones, cada una de ellas con las misiones específicas que indican sus nombres: la Unión Popular, como órgano de formación, la Unión Económico-social, la Unión Electoral Católica y la Juventud Católica Italiana. Las presidencias de estas cuatro asociaciones formarían la dirección general de la Acción Católica en Italia.
En consecuencia, y por lo que se refiere a los aspectos políticos de Italia (A. W. Salomone, Italy and the Giolittian Era, Pennsylvania, 1960), se superaba la fase de la abstención del non expedit. A partir de ahora los católicos debían prepararse para que, de acuerdo con las normas de los obispos en cada una de las diócesis, influyeran en las distintas elecciones. Por otra parte, en el documento pontificio // fermo proposito, san Pío X al referirse a todas estas actividades y movimientos de los católicos hacía una mención expresa al papel que correspondía a los sacerdotes. En uno de sus párrafos, tras advertirles que la demasiada atención a las cosas materiales les puede llevar a desatender lo más importante que se les ha entregado, esto es, su ministerio propio de sacerdotes, san Pío X afirma: «el sacerdote ha de conservarse por encima de todos los humanos intereses […] y su campo propio es la Iglesia». Daba así a entender el sucesor de san Pedro que sólo desde la alta estima que merece la misión sacerdotal, se podrían evitar injerencias de los clérigos en el ámbito de la acción temporal, reservado para el resto de los fieles que no han recibido las órdenes sagradas.
Como consecuencia de la encíclica II fermo proposito, en las elecciones italianas de 1909 entraron en el Congreso 24 católicos. En diciembre de 1912, el conde Gentiloni, presidente de la Unión Popular, pudo llegar a un pacto con Giolitti (1848-1928), jefe del gobierno italiano, para que en las elecciones de 1913 pudieran figurar 55 católicos en las candidaturas de los gubernamentales, a cambio de que los católicos en el resto del territorio apoyasen las listas liberales, siempre que éstas no atacasen a la familia, a la enseñanza religiosa y a las congregaciones de frailes y monjas, de las que en definitiva dependía casi en absoluto dicha docencia religiosa. Realmente, los resultados no fueron espectaculares, pues sólo consiguieron el acta de diputado 35 católicos, pero de todos modos se sentaron los precedentes para que después de la Gran Guerra, anulado el non expedit por Benedicto XV, don Sturzo (1871-1959) fundara el Partito Popolare, precedente inmediato de la Democracia Cristiana italiana.
La Iglesia en Alemania, Portugal y España. En cuanto a Alemania (W. Carr, A History of Germany, 1815-1945, Londres, 1969), cuando a principios de siglo el Zentrum alcanzaba su mayor desarrollo, sobrevino la crisis del partido. Al ser ya un recuerdo la persecución religiosa de la Kulturkampf y perder sentido el voto católico de años precedentes, se enfrió su masa electoral y sus dirigentes se dividieron en torno a la conveniencia de hacer un partido inlerconfesional. A todo ello venía a unirse las acusaciones de que eran objeto los dirigentes del Zentrum de ser antipatriotas y oscurantistas. Por todo ello, los hombres del Zentrum del llamado grupo de Colonia reclamaban una apertura interconfesional del partido; por el contrario, sus correligionarios del grupo de Tréveris rechazaban el interconfesionalismo. Ambos sectores veían en tan contrapuestos puntos de vista la salida a la crisis. En estas circunstancias, durante las elecciones de 1912 se formó una coalición anti-Zentrum de liberales y socialistas y en esa campaña electoral se acusó a los católicos de ser «romanos» y antialemanes. Fue entonces cuando el Zentrum perdió la posición de primer partido del Reich. La derrota, sin embargo, no supuso una persecución a la francesa, aunque tampoco hubo tiempo para ello. El estallido de la Primera Guerra Mundial dejó ésta y muchas cosas más entre paréntesis, entre otras la futura orientación del Zentrum.
En Portugal, el reinado de Carlos I (1898-1908) fue un auténtico caos (J. Pabón, La revolución portuguesa, 2 vols., Madrid, 1941-1945) que llevó al país a la bancarrota; fue durante esta etapa cuando se suprimieron todas las órdenes religiosas. El intento del rey de implantar una dictadura se saldó con su asesinato y el de su heredero. Nada cambió en la breve monarquía de Manuel II (1808-1910); destronado, huyó y se dio paso a la República, que en política religiosa siguió las pautas del sectarismo francés. El gobierno, apoyado por la masonería, confiscó los bienes de la Iglesia en 1911, rompió relaciones con la Santa Sede dos años después y alentó todavía más la persecución religiosa. San Pío X se ocupó de los problemas de la Iglesia en Portugal en su encíclica Iamdudum in Lusitania (24 mayo 1911). Todas estas medidas supusieron una descristianización de la sociedad, que comenzó a recuperar espectacularmente sus prácticas religiosas a partir de las apariciones de Fátima de 1917.
En España (J. Andrés-Gallego, La política religiosa en España 1889-1913, Madrid, 1975), entre 1903 y 1909 se intentó sin éxito aprobar la Ley de Asociaciones, con el fin de controlar a las congregaciones religiosas. Sin que se hubiera llegado todavía a una solución, en los últimos días de agosto de 1909 tuvieron lugar los acontecimientos que se conocen como la «Semana Trágica» de Barcelona. De nuevo, el sectarismo antirreligioso se manifestaba a la española: grupos incontrolados asesinaron a tres clérigos e incendiaron doce parroquias y cuarenta conventos de la ciudad condal. Al año siguiente se volvió sobre las congregaciones, con la que popularmente se conoce como Ley del Candado, por cuanto prohibía el establecimiento de nuevas órdenes religiosas hasta que no fuera aprobada la Ley de Asociaciones. Y para comprender lo inexplicable hay que recurrir a la ingénita esquizofrenia religiosa de los políticos españoles, religiosos en lo privado y todo lo contrario en público, que permitió elaborar una ley antirreligiosa pero con una cláusula para que no se cumpliera: la Ley del Candado quedaría sin efecto si en el plazo de dos años no se promulgaba la Ley de Asociaciones. Así, los políticos españoles, para maquillarse a la europea, daban muestras una vez más de su inefable capacidad para estar a favor y en contra de la Iglesia, porque además de no hacer falta la previsión sobre el establecimiento de nuevas órdenes religiosas, ya que en España estaban todas establecidas, el proyecto de Ley de Asociaciones ni se discutió. La Ley del Candado no sirvió para nada, salvo para encrespar los ánimos de la sociedad durante todo este tiempo.
Y fue en este clima en el que tuvo lugar la iniciativa del padre Ángel Ayala (1867-1960) de congregar a un grupo de «jóvenes selectos», para llevar a la práctica en España las enseñanzas de la encíclica // fermo proposito de san Pío X. El nuncio impuso (3 diciembre 1909) en el colegio de los jesuítas de Areneros las 17 primeras insignias de la Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas, cuyo primer presidente fue Ángel Herrera Oria (1886-1968). Como en principio no tenían un programa concreto de acción, solicitaron al Vaticano unas normas de comportamiento. El secretario de Estado, a través del cardenal de Toledo y por lo tanto máximo dirigente de Acción Católica, les entregó por carta las orientaciones que solicitaban. Esto era tanto como conceder a la Asociación Nacional un cierto reconocimiento oficial. Ahora bien —proseguía el secretario de Estado en su misiva—, los católicos españoles podían afiliarse a cualquier partido, con la única condición de que esc partido no se declarase enemigo de la Iglesia, y en consecuencia no se podría tachar de ser malos católicos a quienes se inscribiesen en otras organizaciones distintas de la de los Propagandistas. En conclusión, y en línea con el proceder que se había aconsejado a los católicos de otros países, el Vaticano rechazaba la formación de un partido católico, lo que valía también de paso para desautorizar al carlismo en sus pretensiones de representar al catolicismo español. En esta situación, se pensó en que la mayor influencia de la Asociación Nacional podía ejercerse a través de la prensa, por lo que se buscaron recursos económicos entre capitalistas católicos vascos para fundar El Debate en 1911. El Debate, como manifestación de obediencia a la jerarquía, se sujetó por estatutos a la censura del obispo de Madrid y de todos los metropolitanos. El periódico desapareció en 1936, no así sus hombres ni la Asociación a la que pertenecían, a los que volveremos a encontrar en los siguientes pontificados como protagonistas de la vida religiosa y política de España.
El modernismo. Si todos los problemas —descritos hasta aquí— fueron motivo de la preocupación de san Pío X, ni siquiera todos juntos tenían el calado y las consecuencias del modernismo (R. García de Haro, Historia teológica del modernismo, Pamplona, 1972). Todos los conflictos anteriores son externos a la Iglesia; el modernismo, por el contrario, es interno. Hay que reconocer que san Pío X tuvo una claridad por encima de lo común para medir las magnitudes del modernismo, además de una gran valentía para dictar toda una serie de medidas disciplinares para atajar el problema. Quizás en aquel momento nadie como él supo darse cuenta de las consecuencias del modernismo de principios de siglo, cuyos efectos siguen todavía activos al día de hoy.
Las distintas tendencias modernistas se pueden definir como un nuevo intento gnóstico que trata de sustituir los fundamentos doctrinales sobre los que su fundador había edificado la Iglesia, en un afán de desplazar la fe y la Revelación como fundamento del hecho religioso y colocar en su lugar los criterios del racionalismo y de la ciencia positivista. En suma, el modernismo subordina la fe a lo que los modernistas denominan formulaciones de los tiempos modernos, que por ser contradictorias a la fe acaban modificando el depósito entregado por Jesucristo.
El círculo de los modernistas fue muy reducido, realmente eran muy pocos y estaban muy localizados; todos ellos eran clérigos, entre los que destacaban el sacerdote Alfred Firmin Loisy (1857-1940) en Francia, el jesuita George Tyrrel (1861-1909) en Inglaterra o el profesor del seminario romano Ernesto Buonaiuti (1881-1946) y el sacerdote italiano Romolo Murri, anteriormente citado. Ahora bien, a pesar de ser tan pocos dejaron sentir su influencia entre los católicos, en primer lugar por su condición de clérigos de quienes dependen muchas almas y además porque a diferencia de lo acostumbrado por los herejes de abandonar la Iglesia, lo propio de los seguidores del modernismo es permanecer dentro de ella, pues el modernista considera que es su misión reformar la Iglesia de acuerdo con su propio pensamiento. Así, por ejemplo, el modernista en su concepción dialéctica concibe la coexistencia —como tesis y antítesis— de una Iglesia institucional y otra carismática, la primera tradicional y la segunda progresista, gracias a cuyo enfrentamiento surge el avance; naturalmente, en dicha concepción el modernista es el representante de los carismas y del progresismo. De aquí que para ellos no sólo no fuera compatible, sino necesario realizar una crítica contra los fundamentos mismos de la Iglesia y permanecer a la vez dentro de su seno. Por eso la estrategia modernista para evitar una excomunión no utiliza enfrentamientos directos, ni hace afirmaciones tajantes o esconde su personalidad firmando sus publicaciones con seudónimos, como el de Hilaire Bourdon, que fue el utilizado por Tyrrel. Como estratega, nadie tan habilidoso como Buonaiuti, que se las arregló para mantenerse dentro de la Iglesia hasta 1926, a pesar de haber sido excomulgado en dos ocasiones en los años 1921 y 1924.
Los modernistas no articularon un cuerpo orgánico doctrinal y prefirieron seguir la táctica de exponer sus ideas de un modo difuso, utilizando el recurso de las medias verdades. Todo ello, además de dificultar la actuación de las autoridades eclesiásticas en orden a establecer la divisoria entre las publicaciones de contenido erróneo, ofrecía a los modernistas la posibilidad de no darse por enterados, cuando llegase la condena. A pesar de todo, la claridad y coherencia de san Pío X fue meridiana: la fe de la Iglesia no tiene necesidad de adaptarse a nada, por cuanto la plenitud de los tiempos se había producido ya con la revelación de Jesucristo, Dios hecho hombre. Partiendo de este principio básico que salvaguardaba el depósito entregado por Jesucristo, san Pío X denunció los objetivos de los modernistas mediante el decreto Lamentab’üi (3 julio 1907), expuso de un modo organizado la doctrina del modernismo y la condenó en la encíclica Pascendi (8 septiembre 1907), y estableció toda una serie de medidas disciplinares en varios documentos, el más importante de todos fue el motu proprio Sacrorum Antistitum (1 septiembre 1910).
El decreto Lamentabili condena 65 proposiciones modernistas, algunas de las cuales son éstas: la fe propuesta por la Iglesia contradice la historia; la Sagrada Escritura no tiene un origen divino y debe ser interpretada como un documento humano; la resurrección de Jesucristo no fue un hecho histórico, sino una elaboración posterior de la conciencia cristiana; los sacramentos del bautismo y de la penitencia no tienen un origen divino; no hay verdad inmutable y ésta evoluciona con el hombre; la Iglesia, por apegarse a verdades inmutables, no puede conciliarse con el progreso. Y concluía, literalmente el decreto Lamentabili con la 65 y última proposición: «El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir en protestantismo amplio y liberal.»
Por su parte, san Pío X en la encíclica Pascendi, además de indicar los remedios contra la crisis modernista, retrata tres figuras: la del filósofo modernista, la del creyente modernista y la del teólogo modernista. El filósofo modernista, por fundamentar sus ideas en el agnosticismo y reducirse a lo fenoménico, acaba por afirmar el principio de inmanencia vital, según el cual Dios es un producto de la conciencia que el sentimiento de cada uno engendra; así las cosas, la conciencia religiosa, es decir, el «sentimiento» religioso de cada uno, se erige en autoridad suprema, por encima por supuesto del magisterio y de la autoridad de la Iglesia. El creyente modernista debía limitarse a elaborar en su interior su experiencia de lo divino; las creencias, por lo tanto, se identifican con las experiencias singulares. Por último, se refería el papa al teólogo modernista que, por partir del principio de que Dios es inmanente al hombre y que en consecuencia la autoridad religiosa no es sino la suma de todas las experiencias individuales, sostiene que la autoridad eclesiástica debe regirse por criterios democráticos. Este radicalismo religioso, inmanentista, individualista y subjetivo de los modernistas, que vaciaba completamente de sentido a la Iglesia, era condenado por el sumo pontífice, por ser el modernismo —según se lee en la Pascendi— el «conjunto de todas las herejías» con capacidad para destruir no sólo la religión católica, sino cualquier sentido religioso, por cuanto los presupuestos del modernismo cimentan, en definitiva, el ateísmo.
Así las cosas, no había posibilidad de entendimiento y sólo cabían el rechazo firme de tales planteamientos y las medidas preventivas. En este sentido, el motu proprio Sacrorum Antistitum exigió prestar el juramento antimodernista a los profesores de disciplinas eclesiásticas y a los clérigos. Dicho juramento contenía una declaración de fidelidad al magisterio de la Iglesia y el sometimiento al decreto Lamentabili. La iniciativa de san Pío X fue muy bien recibida; en toda la cristiandad sólo cincuenta personas se negaron a prestar el juramento antimodernista.
El final del pontificado en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Los últirnos años de su pontificado se llenaron de preocupación por la dirección que lomaba la política internacional de las potencias europeas. San Pío X presentía un desenlace fatal y a muchos de sus colaboradores cercanos ya.les hablaba del guerrone («la guerraza») que podía sacudir a la humanidad, antes de que estallara la guerra mundial. Días después de iniciarse el conflicto armado, mediante la exhortación Dum Europa (2 agosto 1914) hacía un llamamiento en favor de la paz e imploraba que se pusiera fin a la guerra. Desgraciadamente, san Pío X no fue escuchado. Las noticias de los primeros días de la guerra mundial le dejaron abatido; cuentan sus colaboradores que durante esos días el papa lloraba y rezaba insistentemente. A su médico de cabecera, el doctor Marchiafava, le llegó a manifestar: «Daría en holocausto esta pobre vida mía, para impedir la matanza de tantos hijos míos.»
El día 15 de agosto sintió un malestar general y el día 18 Marchiafava comunicó al secretario de Estado la gravedad de la enfermedad, pues san Pío X tenía encharcados los pulmones. Consciente de que era el fin, el sumo pontífice pidió los últimos sacramentos. Poco después perdió la facultad de hablar aunque conservó la lucidez mental y la mirada. Durante el día 19 en varias ocasiones hizo la señal de la cruz. A las once y media de la noche entró el cardenal Merry del Val en su habitación; durante cuarenta minutos san Pío X le estuvo mirando fijamente a los ojos, mientras cogía la mano de su fiel colaborador. Falleció a la una y cuarto de la madrugada. ‘En su breve testamento, redactado en 1909, manifestaba una preocupación y su última voluntad:
Nacido pobre, vivido como pobre y seguro de morir muy pobre, me apesadumbra no poder retribuir a cuantos me prestaron sus servicios, especialmente en Mantua, en Venecia y en Roma. Por tanto, ya que no puedo darles muestras de mi gratitud, ruego a Dios les recompense con sus bendiciones mejores […] Ordeno que mis restos no sean abiertos ni embalsamados. Por tanto, a pesar de la costumbre contraria, no podrán ser expuestos más que unas horas, y después serán sepultados en la cripta de San Pedro del Vaticano. Pero confío que por eso no me faltarán los sufragios de los fieles que pedirán la paz para mi alma.
Benedicto XV (3 septiembre 1914 - 22 enero 1922)
Personalidad y carrera eclesiástica. Giacomo Paolo Battista della Chiesa, es el menos conocido de todos los pontífices de los dos últimos siglos a pesar de que, por la importancia de sus decisiones como sucesor de san Pedro, su corto mandato al frente de la Iglesia —siete años, cuatro meses y veinte días— forma también parte de los grandes pontificados de la Edad Contemporánea. Nació en Génova (21 de noviembre de 1845), en el seno de una familia de la nobleza italiana. Sus padres fueron los marqueses Giuseppe della Chiesa y Giovanna Migliatori.
Algunos biógrafos (F. Hayward, Un pape méconnu: Benott XV, París, 1955, y G. Migliori, Benedetto XV, Milán, 1955) describen su infancia como la de un niño listo, reflexivo y reservado. Contra lo habitual de aquellos años, realizó los estudios civiles antes que los eclesiásticos. Hizo el bachillerato en el liceo de Génova, Danovaro e Giusso. Al concluir estos primeros estudios y manifestar a su padre sus deseos de hacerse sacerdote, éste le puso como condición que antes de ingresar en el seminario cursara la carrera de derecho. Y, en efecto, en la Universidad de Génova consiguió el doctorado en derecho (5 agosto 1875). Salvada la resistencia paterna, meses después de doctorarse ingresó (16 noviembre 1875) como seminarista en el colegio de Capranica, para iniciar los estudios eclesiásticos en la Pontificia Universidad Gregoriana. Cumplidos ya los 33 años fue ordenado sacerdote (21 diciembre 1878) e ingresó en la Acadeinia de Nobles Eclesiásticos, aplicándose al derecho canónico, disciplina en la que también consiguió doctorarse.
Por su excelente formación como jurista comenzó a trabajar como auxiliar en la Secretaría de Estado, donde conoció a Mariano Rampolla (1843-1911). Así surgió entre los dos una amistad de por vida y desde entonces sus carreras eclesiásticas discurrieron en paralelo, de modo que cuando Rampolla fue nombrado nuncio de España, en 1882, se llevó a Madrid a Giacomo della Chiesa como secretario particular. Compaginó sus quehaceres en la nunciatura con el desempeño de su ministerio sacerdotal y dio muestras admirables de caridad con los enfermos afectados por la epidemia de cólera que se desató en 1885.
Cuando Rampolla fue nombrado secretario de Estado por León XIII, en 1887, Giacomo della Chiesa regresó a Roma como minutante; en realidad, se convirtió en el secretario particular y hombre de confianza del cardenal Rampolla. Así se explica que, a pesar del poco relieve del cargo de minutante, durante estos años se le encomendaran trabajos de cierta responsabilidad, como el de las relaciones de la Secretaría de Estado con los periodistas, o se le enviara a Viena en dos ocasiones (1889 y 1890) para realizar misiones diplomáticas. Es más, a punto estuvo de ser nombrado arzobispo de Genova, pero fue el mismo Rampolla quien se opuso por pensar que Giacomo della Chiesa era más útil para la Iglesia en el humilde puesto que desempeñaba en la Secretaría de Estado que en la sede genovesa. Permaneció en dicho cargo hasta 1901, año en que fue promovido como sustituto de la Secretaría de Estado. Tras la elección de san Pío X (1903-1914), su protector y amigo fue sustituido por un nuevo secretario de Estado, Merry del Val (1865-1930), quien mantuvo en sus cargos a los colaboradores de Rampolla, Pietro Gasparri (1852-1934) y Della Chiesa. Como hiciera en Madrid, durante su permanencia en las oficinas diplomáticas de la Santa Sede compaginó su trabajo con la atención pastoral. Hasta 1907 dirigió algunas asociaciones piadosas de Roma y dedicó muchas horas a recibir confesiones, como recuerda una placa del confesonario que él solía utilizar en la iglesia de San Eustaquio.
En 1907 hubo que cubrir la vacante de Bolonia, una sede comprometida por las tensiones políticas y religiosas que allí se habían desatado, lo que hacía muy difícil acertar en la elección del candidato. San Pío X pensó en Giacomo della Chiesa como la persona idónea, a sabiendas de que le lloverían las críticas por parte de quienes, por transformar su sacerdocio en mera burocracia clerical, no alcanzan a ver la dimensión sobrenatural de la Iglesia y reducen ésta a una plataforma humana de promoción personal y luchas de banderías. Y, desde luego que, juzgado sólo a lo humano, el nombramiento del antiguo colaborador de Rampolla como arzobispo de Bolonia suponía apartarle de su prometedora carrera diplomática. Fue inútil que, para desvanecer este tipo de interpretaciones, fuera el propio san Pío X quien le consagrara obispo (22 diciembre 1907) en la capilla Sixtina, en presencia de Rampolla, Merry del Val y todo el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Sin embargo, el tiempo vino a dar la razón en lo acertado de la elección, pues el nuevo arzobispo realizó un magnífico trabajo, ganándose el afecto de todos por su bondad y su intensa actividad en la diócesis. Organizó congresos diocesanos y peregrinaciones, visitó todas y cada una de las 390 parroquias, y se puso a disposición de cualquier fiel que quisiera acudir a su confesonario donde era bastante fácil encontrarle. San Pío X le manifestó expresamente por escrito la satisfacción que le producía el desempeño de su cargo como arzobispo de Bolonia, lo que quiso reconocerle al nombrarle cardenal (25 mayo 1914). Dicho nombramiento hizo posible que sólo cuatro meses después pudiese participar en el cónclave, del que saldría elegido como vicario sucesor de san Pedro.
Entre otros, dos graves problemas debería afrontar quien saliera elegido papa: el primero, tenía relación con la vida interna de la Iglesia afectada por la crisis del modernismo; el segundo, era la situación de los países que desde hacía poco más de un mes estaban enzarzados en la Primera Guerra Mundial. Así pues, si es mucha la responsabilidad de los asistentes a cualquier cónclave, la emisión del voto en el de 1914 resultaba particularmente delicada por las circunstancias del momento. A pesar de las dificultades derivadas de la guerra, casi todos los cardenales consiguieron llegar a Roma para elegir al nuevo sucesor de san Pedro. En la tarde del 31 de agosto entraron en el cónclave 57 cardenales del total de los 65 que componían el sacro colegio. Esta elección estuvo reglamentada por las disposiciones que había establecido san Pío X, que fueron cumplidas escrupulosamente. El día 3, Giacomo della Chiesa obtenía 38 votos, justo los dos tercios exigidos, por lo que hubo que examinar todas las papeletas para comprobar si el elegido se había votado a sí mismo, lo que de haberse producido hubiera invalidado la votación. El nuevo papa adoptó el nombre de Benedicto XV, en reconocimiento a Prospero Lambertini (1675-1758), predecesor suyo en la archidiócesis de Bolonia y papa bajo el nombre de Benedicto XIV (1740-1758).
Al día siguiente de su elección, Benedicto XV nombró como secretario de Estado al cardenal Domenico Ferrata (1847-1917), quien ni tan siquiera pudo presentarse ante el papa para agradecerle el cargo, pues al salir del cónclave cayó enfermo y murió a los pocos días. Así pues, el 13 de octubre Benedicto XV, «excelente y apasionado jurista, plenamente hombre de su época que se enfrentó con algunas de las características esenciales del tiempo que le correspondió vivir, un defensor constante de una recta convivencia internacional como base de una paz estable» (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. II, Pamplona, 1978), se fijó para el cargo de secretario de Estado en un jurista con experiencia en los asuntos diplomáticos como el cardenal Pietro Gasparri (1852-1934), al que ya san Pío X había nombrado presidente de la Pontificia Comisión del nuevo Código de derecho canónico. Y para que las dos ocupaciones de Gasparri fueran compatibles y no se demorase la publicación del Código canónico, el papa designó coma ayudante de Gasparri en los trabajos de codificación al jesuíta Ojetti, profesor de la Universidad Gregoriana.
Benedicto XV y la Primera Guerra Mundial. Hasta los primeros días de septiembre, la Primera Guerra Mundial (P. Renouvin, La crisis europea y la Primera Guerra Mundial 1904-1918, Los Berrocales del Jarama, 1990) discurría de acuerdo con los planteamientos trazados desde 1906 por el plan Schileffen: una guerra de movimientos, que en principio hizo pensar en la victoria alemana en un plazo muy corto de tiempo. Sin embargo, ninguna de las previsiones iniciales se cumplieron, pues desde la batalla del Marne (9 al 12 septiembre 1914) los alemanes tuvieron que replegarse y las características del conflicto cambiaron radicalmente. Se pasó de la guerra de movimientos a la guerra de trincheras, que convirtió al enfrentamiento mundial en una guerra especialmente cruel y muy larga, pues duró cuatro años y medio. Y al cambiar de signo la contienda, también varió el modo de hacerla, pues en la Gran Guerra no sólo hubo que poner en juego los medios propiamente militares, sino que fue preciso también utilizar los recursos económicos, políticos, diplomáticos, psicológicos, etc., que hicieron de ella una guerra total, al implicar de un modo directo en el conflicto no sólo a los soldados de los frentes, sino también a la población civil. De modo que en la captación universal de todo tipo de recursos, el nuevo pontificado —por su prestigio— se presentaba como una pieza codiciada por las potencias. Todas ellas se consideraron merecedoras del apoyo de la Santa Sede y se sintieron legitimadas para ejercer todo tipo de presiones, con el fin de que el papa realizara una condena expresa de sus respectivos adversarios.
Muy lejos de pretensiones tan partidistas se encontraba el contenido de la encíclica inaugural de Benedicto XV, Ad Beatissimi (1 noviembre 1914). Al trazar en ella el programa de su pontificado, además del problema de la guerra, por fuerza tenía que referirse el papa a la herejía del modernismo, que aunque aparecida en el pontificado anterior, todavía golpeará con su tozudez letal sobre las conciencias de tantos católicos a lo largo de todo el siglo xx. En cuanto a este punto, Benedicto XV se expresaba así en dicha encíclica: «Y no solamente deseamos que los católicos se guarden de los errores de los modernistas, sino también de sus tendencias o del espíritu modernista, como suele decirse.» Pero inmediatamente después de estas advertencias doctrinales, la encíclica se ocupaba extensamente del problema de la guerra. Sin tomar posición por ninguno de los dos bandos, Benedicto XV denunciaba como causa profunda del conflicto la codicia de bienes materiales que había provocado el materialismo. A continuación, recordaba el papa la concepción cristiana de los bienes materiales, que por ser sólo una participación del Bien, su mera posesión no puede reportar la felicidad a los hombres. Y frente al imperio de la fuerza, el papa solicitaba el cese de las hostilidades y proponía que fuera el derecho quien regulase las relaciones humanas. No cabía mayor sinceridad y dramatismo en las palabras de Benedicto XV:
Que nos escuchen, rogamos, aquellos en cuyas manos están los destinos de los pueblos. Otros medios existen, ciertamente, y otros procedimientos para vindicar los propios derechos, si hubiesen sido violados. Acudan a ellos, depuestas en tanto las armas con leal y sincera voluntad. Es la caridad hacia ellos y hacia todos los pueblos, no nuestro propio interés la que nos mueve a hablar así. No permitan, pues, que se pierda en el vacío esta nuestra voz de amigo y de padre.
Pero ni éste ni otros muchos llamamientos del pontífice en favor de la paz fueron escuchados. Al contrario, sería más preciso decir que fueron muy mal recibidos por los gobiernos implicados en la guerra, predispuestos a rechazar cualquier declaración que no les fuera favorable. De modo que mientras en un periódico alemán se equiparaba la encíclica a las «exclamaciones de una vieja de los tiempos de 1830», en otro rotativo francés se la calificaba como «atmósfera vaticana fabricada en Alemania».
Ante tan cerradas actitudes el papa, que no estaba dispuesto a permanecer ajeno e indiferente ante el sufrimiento de millones de seres, emprendió toda una serie de acciones humanitarias, que eran manifestaciones prácticas de la virtud de la caridad cristiana hacia las víctimas de la guerra: heridos, prisioneros, desplazados o desaparecidos. De entrada, suplicó que al menos el día de Navidad de 1914 se hiciera un alto el fuego; y aunque esta vez su propuesta fue mejor recibida que la encíclica, nadie quiso secundarla. No por ello se desalentó Benedicto XV, y en mayo de 1915 encargó a monseñor Federico Tedeschini (1873-1959), sustituto de la Secretaría de Estado, que organizase en las dependencias de la propia Secretaría de Estado una oficina para recabar datos sobre combatientes desaparecidos y trasladar la información a sus familias. Se estableció en Berna una comisión permanente, dirigida primero por Selvaggini Marchetti y después por Luigi Maglione (1879-1944) para llevar las negociaciones en favor de los detenidos, fueran éstos civiles o militares. Todas estas iniciativas del papa se llevaron a cabo sin excluir a nadie por motivos de religión o nacionalidad. Gracias a la intervención de la Santa Sede, ya en la primavera de 1915 se pudo realizar en Suiza un intercambio de prisioneros, que habían quedado inhabilitados para el servicio militar. En conjunto, unos 100.000 prisioneros de guerra heridos fueron trasladados a países neutrales. Para estos mismos fines humanitarios, el Vaticano organizó diversas colectas y recogió más de 82 millones de liras-oro.
Sólo en Alemania, con el apoyo del episcopado, se siguió la pista a 800.000 desaparecidos, de los que la administración estatal no tenía ninguna noticia; de ellos se pudo localizar el paradero de una octava parte, de los que 66.000 todavía vivían. Por su parte, el rey de España, Alfonso XIII (1902-1931), secundó la iniciativa de Benedicto XV y transformó su propia secretaría particular de palacio en una oficina que cubrió entre otras las siguientes funciones: información sobre desaparecidos, intercambio de prisioneros, repatriaciones de militares heridos o enfermos de gravedad, repatriaciones de población civil, conmutación de penas y envío de fondos a personas de los territorios ocupados que estaban incomunicados de sus familias. De este modo, sólo en la oficina de Alfonso XIII se realizaron 250.000 investigaciones sobre desaparecidos, se consiguió repatriar a más de 6.000 soldados y se libró de la muerte a unas 50 personas condenadas a la pena capital. Además de impulsar todas estas ayudas humanitarias, Benedicto XV dictó toda una serie de disposiciones para facilitar la atención espiritual de los capellanes en los frentes; así, por ejemplo, autorizó para los soldados que fueran a entrar en combate la absolución general sin confesión previa de sus pecados, cuando ésta se hacía imposible por el número de personas, con la obligación de que los penitentes los declarasen auricularmente en la primera oportunidad que tuvieran posteriormente. Además de los cuantiosos daños materiales y de los incalculables sufrimientos morales, la Primera Guerra Mundial se cobró unos 23 millones de muertos, 13 millones de soldados y 10 millones de civiles que perecieron por hambre. Ante tan escalofriante escalada de la muerte, habrá que concluir que la decisión adoptada por Benedicto XV, en 1915, permitiendo a los sacerdotes celebrar tres misas el día de los difuntos, es algo más que una mera coincidencia en el tiempo.
En mayo de 1917 Benedicto XV consagró personalmente obispo a Eugenio Pacelli —futuro Pío XII (1939-1958)— y le envió como nuncio a Munich para sondear a toda una serie de personalidades con el fin de redactar una propuesta de paz. Por entonces, la Primera Guerra Mundial se había estancado, de modo que no se veía su final. El resultado de todos estos trabajos fue la propuesta de paz (1 agosto 1917) firmada por el papa, que se envió a los gobiernos. Dicho documento, tras definir la guerra como una «inútil destrucción», apostaba por una paz sin vencedores ni vencidos construida sobre los siguientes seis puntos: 1) desarme y sometimiento a un arbitraje obligatorio para dirimir los conflictos entre Estados; 2) libertad de navegación; 3) condonación mutua, entera y recíproca de los daños y gastos de guerra; 4) restitución de los territorios ocupados; 5) regulación armónica de los territorios en litigio, esto es, de Alsacia y Lorena, disputados entre Francia y Alemania, y de Trieste y el Trentino, entre Austria e Italia; 6) solución particular para las cuestiones territoriales de Armenia, Balcanes y Polonia.
Una vez más fue desatendido el llamamiento del papa, pues ninguno de los dos bandos estaba dispuesto a negociar. Desde esta actitud beligerante en extremo, la nota de Benedicto XV ofrecía un flanco fácil. Por la referencia a la guerra como una inútil destrucción, el escrito pontificio fue tachado como «propaganda criminosa contra la guerra, tendente a minar la moral del combatiente». Así las cosas, no había manera de que se hiciese oír el sucesor de san Pedro, porque bien diferente al suyo era el discurso dominante de esos años. Meses después de dar a conocer su iniciativa Benedicto XV, el presidente de Eslados Unidos, Woodroow Wilson (1856-1924), hacía públicos sus 14 puntos para un plan de paz, en los que la justicia y el derecho propuestos por el papa eran sustituidos por el diktat del vencedor, en el que se anunciaban fuertes sanciones a Alemania y la desintegración del Imperio austrohúngaro.Y, en efecto, la guerra acabó por derrota dejando tras de sí una sacudida universal de sufrimiento. Y como los arreglos de paz que la sucedieron no se construyeron ni sobre la justicia y la paz, sino sobre la imposición de los vencedores, quedaba así sembrado el germen de peores calamidades para el futuro.
Las relaciones de la Santa Sede con las naciones europeas. Durante el segundo año del conflicto mundial Italia entró en guerra, integrándose en el bando de la Entente. Esta tardía incorporación venía a aumentar la preocupación del pontífice, empeñado como estaba en la paz. Y razones tenía Benedicto XV para preocuparse, pues la incorporación de Italia, de entrada, supuso el aumento de las dimensiones de la catástrofe y el aislamiento diplomático de la Santa Sede por la retirada de los embajadores de Prusia, Baviera y Austria, es decir, los representantes de los Imperios centrales que se alineaban en el bando enemigo de Italia. También abandonaron la ciudad eterna los diplomáticos de las potencias a las que se había sumado Italia; esto es, los representantes de la Entente, a excepción de un encargado de negocios británico. Gracias a la guerra, se cumplía así uno de los objetivos del estatismo liberal: el aislamiento de la Iglesia. Como se supo con posterioridad, dicho aislamiento quedó formalmente reflejado en la cláusula secreta del artículo 15 del tratado de Londres (26 abril 1915) en el que Italia puso como condición para entrar en guerra junto a Francia y Gran Bretaña el rechazo por parte de los aliados de toda iniciativa de paz procedente del papa y la exclusión de la Santa Sede en las conversaciones de paz al término de la guerra. La posición del gobierno italiano excluía, por tanto, cualquier solución a la llamada «cuestión romana», que desde la pérdida de los Estados Pontificios permanecía a la espera de conseguir una fórmula que garantizase la autonomía del papa. Durante el pontificado de Benedicto XV todo quedó en una serie de conversaciones de acercamiento entre representantes de la Santa Sede y el gobierno italiano. Habría que esperar al siguiente pontificado para llegar al arreglo de la cuestión romana.
En cuanto a la actividad política de los católicos italianos, ésta se vio afectada por una serie de novedades durante estos años. En 1919, el sacerdote Luigi Sturzo (1871-1959) —cuya trayectoria nos resulta conocida, por las actividades que llevó a cabo en pontificados precedentes— fundó el Partido Popular italiano (18 enero 1919) con un decidido empeño en eliminar del mismo su carácter confesional. A diferencia de otras organizaciones que Sturzo había dirigido, en el Partido Popular no habría capellanes ni se amalgamaría su organización con la estructura las diócesis italianas. Y aunque la Santa Sede no sería responsable de sus actuaciones por cuanto que el Partido Popular no la representaba, sin embargo la influencia de la Secretaría de Estado sobre sus dirigentes fue evidente durante estos años. Esta nueva situación movió a Benedicto XV a suspender definitivamente el non expedit (12 noviembre 1919) que impedía participar a los católicos en la política. En las elecciones de ese mismo año el partido de Sturzo consiguió 103 diputados, una minoría parlamentaria de tal peso con la que a partir de entonces los gobiernos tendrían que contar.
Por entonces también comenzaban a dar sus primeros pasos dos nuevas fuerzas políticas en Italia: el fascismo y el comunismo. El 23 de marzo de 1919, en un local de la plaza del Santo Sepulcro de Milán, se reunió Benito Mussolini (1883-1945) con 118 individuos para fundar los fascios italianos de combate y en su programa —entre otros puntos— se exigía la expropiación de los bienes de las congregaciones religiosas y la derogación de la ley de garantías. Por otra parte, en 1921 Amadeo Bordiga y Antonio Gramsci (1891-1937), apoyándose en la Federación de las Juventudes Socialistas, se separaban del partido socialista para fundar el partido comunista. Cuando murió Benedicto XV en 1922, todavía faltaba un tiempo para que el totalitarismo desplegara toda su inhumana capacidad, pero algo se podía ya aventurar por las noticias que llegaban de lo sucedido en Rusia desde 1917, donde en opinión de Lenin (1870-1924) «la revolución avanzaba muy despacio, porque se fusilaba muy poco».
En cuanto al resto de los países durante este pontificado, conviene recordar que en 1921 Irlanda conseguía la independencia; lógicamente, en un país en el que el 92 % de su población era católica, la Iglesia obtuvo un mayor campo de actuación que en la etapa precedente.
Por su parte, en Francia se mitigaron los ataques de la época de Combes (1835-1921) y se reanudaron las relaciones diplomáticas, rotas desde 1905. Desde el principio, Benedicto XV no escatimó gestos para conseguir un entendimiento. A pesar de no mantener relaciones con Francia, Benedicto XV se dirigió por carta personal al presidente de la República francesa para comunicarle su elección como sumo pontífice. En las negociaciones de Versalles, el enviado pontificio se entrevistó con Aristide Briand (1862-1932), presidente del Consejo de Ministros, con el fin de buscar una fórmula de arreglo. El 16 de mayo de 1920 tuvo lugar la canonización de santa Juana de Arco (1412-1431), en la que el gobierno francés quiso estar representado oficialmente. Por fin y a pesar de la violenta oposición de los radicales y los socialistas, el Parlamento aprobó (30 noviembre 1920) el restablecimiento de relaciones diplomáticas por 391 votos favorables, frente 179 en contra. En 1921, monseñor Bonaventura Cerretti (1872-1933) era nombrado nuncio de la Santa Sede en París.
Y en cuanto a España, la incapacidad y la división de los católicos que actuaban en la vida pública fue la nota dominante de este período; aquí la crisis política acabó por resquebrajar el régimen español y mediante un golpe de Estado (13 septiembre 1923) el general Miguel Primo de Rivera (1870-1930) impuso una dictadura.
Ya fuera de Europa, es preciso mencionar que se encararon muy mal los acontecimientos para los católicos de México, donde al calor de la revolución iniciada en la segunda década del siglo se desató una persecución contra la Iglesia, que se prolongó durante el pontificado de Pío XI (1922-1939).
La vida de la Iglesia. A pesar de que buena parte del pontificado de Benedicto XV transcurrió durante los años de la guerra y la durísima posguerra, no por ello se desatendió el desarrollo de la vida interna de la Iglesia. En este sentido, Benedicto XV continuó algunas reformas promovidas por su predecesor. Sin duda, la más importante fue la renovación de la legislación eclesiástica, una tarea que duró trece años. Benedicto XV, mediante la bula Providentissi-ma Mater (27 junio 1917), promulgó el nuevo Código de derecho canónico. Además, estableció una comisión especializada para vigilar la correcta interpretación de las nuevas disposiciones legales. Por otra parte, ya en la encíclica inaugural, el papa había llamado la atención a todos los obispos sobre la trascendencia de la formación del clero. De modo que con el fin de mejorar las enseñanzas eclesiásticas, en 1915 creó la Congregación de Seminarios y Universidades.
En otro orden de cosas, una de las sanciones impuestas a Alemania en las conversaciones de paz fue la pérdida de sus colonias. No era difícil adivinar que a continuación los misioneros alemanes serían obligados a repatriarse; sucedía todo esto sin tan siquiera escuchar a la Iglesia, pues la Santa Sede había sido excluida de dichas conversaciones. Con el fin de evitar las graves consecuencias que esta decisión acarrearía a las misiones en las antiguas colonias alemanas, Benedicto XV encargó al futuro nuncio en París que mediante los contactos que pudiese establecer evitara a toda costa la repatriación de los misioneros. Monseñor Cerretti triunfó en su misión y consiguió que en los tratados de paz se reconociera a la Santa Sede como propietaria de las misiones católicas alemanas, con lo que se garantizaba la continuidad evangelizadora. En este sentido, pocos días después de la firma del Tratado de Versalles (28 junio 1919), que marca el comienzo de una alocada carrera nacionalista, el papa publicó la encíclica Máximum illud (30 noviembre 1919), en la que trazaba las líneas fundamentales de las misiones; en dicha encíclica se presenta la concepción universal de la Iglesia, que acoge a todos los hombres sin discriminaciones nacionales, por ser todos igualmente hijos de un mismo Padre y redimidos sin excepción por Jesucristo en la cruz.
Benedicto XV proponía como objetivo primordial la formación de un clero indígena sin rebaja alguna respecto al de Europa, de modo que se le pudiera encomendar a su tiempo el gobierno de la Iglesia en aquellas tierras. Mientras esto se conseguía, recordaba el documento pontificio a los misioneros que ellos no eran embajadores de sus Estados, sino de Cristo, y con toda claridad describía la función sobrenatural del misionero, como predicador del Evangelio, ante el peligro de cambiarla por otra de tipo humano equiparándose a benéficos colonizadores:
Recordad —son palabras de esta encíclica dirigidas a los misioneros— que no debéis propagar el reino de los hombres, sino el de Jesucristo, y no es deber vuestro el añadir ciudadanos a la patria terrena, sino a la celestial […] El pensar más en la patria terrestre que en la suprema […] representaría una de las más tristes plagas para el apostolado, la cual paralizaría en el misionero el verdadero celo en las almas al tiempo que entre los indígenas perdería toda autoridad.
Durante el corto pontificado de Benedicto XV, las misiones conocieron una importante expansión. Además de las delegaciones apostólicas de Japón (1919) y Albania (1920), se erigieron ocho arzobispados, 25 obispados, 30 vicariatos y prefecturas apostólicas y cuatro prelaturas nullius. Muchas de las iniciativas de Benedicto XV, continuadas por su sucesor, pudieron hacerse realidad gracias al apoyo que encontró en el prefecto de la congregación De Propaganda Fide, el cardenal Wilhelm von Rossum (1854-1932), que ocupó este cargo desde 1918 hasta su muerte. Rossum «es considerado como el promotor de las “misiones mundiales” católicas, ya que se despidió del europeísmo, pugnó por la adaptación y llevó adelante la formación y promoción del clero indígena bajo obispos indígenas» (H. Jedin, Manual de historia de la Iglesia, l. VIII, Barcelona, 1978).
La misma advertencia que hacía a los misioneros de que no era su misión propagar el reino de los hombres sino el de Jesucristo, pero referida a la predicación de todos los sacerdotes, ya había sido expuesta con anterioridad en otra encíclica, Humani generis Redemptoris (15 junio 1917), en la que el papa señalaba como objetivo de la predicación la conversión interior de los oyentes, para lo que era preciso que el predicador hablara sólo de Dios y de los deberes hacia él, y no de las ocurrencias humanas del orador, por brillante que fuera su exposición, pues no se trataba de impactar al auditorio, sino de remover cada alma hacia Dios.
Por otra parte, en esta necesidad de conversión interior de cada alma se resume el mensaje que la Virgen transmitió a tres niños portugueses —Jacinta, siete años; Francisco, nueve años, y Lucia, diez años— durante el año 1917 en las seis apariciones que tuvieron lugar cada mes, desde el 13 de mayo al 13 de octubre. Las apariciones de Fátima (C. Barthas, La Virgen de Fátima, Madrid, 1963) sometidas a proceso canónico desde 1922, fueron declaradas en 1930 como dignas de crédito, por lo que se autorizó el culto oficial a la Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora de Fátima. Desde el principio, la afluencia de peregrinos ha ido en aumento, hasta el punto que se puede considerar a Fátima como uno de los centros marianos más importantes de todos los tiempos.
Benedicto XV tomó algunas decisiones de carácter ecuménico. En febrero de 1916 estableció para toda la Iglesia universal el octavario para rezar por la unidad de todos los cristianos. Para conseguir la aproximación a los orientales, en 1917 creó una congregación especial para la Iglesia oriental y fundó el Instituto Oriental. Casi al final de su pontificado tuvo lugar un encuentro con los anglicanos, conocido como las primeras conversaciones de Malinas, que se celebraron entre los días 6 y 8 de diciembre de 1921.
Poco después del acontecimiento anterior, en los primeros días del año 1922 Benedicto XV se vio afectado por un catarro que en pocos días degeneró en bronquitis, agravando su estado de salud el 20 de enero, día en que se le diagnósticó una neumonía. El pontífice falleció dos días después, a las seis de la mañana. Sus restos mortales reposan en las grutas vaticanas de la basílica de San Pedro, en un sarcófago con estatua yacente de Benedicto XV, obra de Giulio Barbieri, costeada por la archidiócesis de Bolonia. Poco después de morir, los turcos erigieron en Estambul una estatua de Benedicto XV con una placa en la que se puede leer: «Al gran papa que vivió la tragedia mundial como benefactor de todos los pueblos, al margen de su nacionalidad o religión.»



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