León XIII (20 febrero 1878 - 20
julio 1903)
Personalidad y carrera
eclesiástica. Vincenzo Gioacchino Pecci nació (2 marzo 1810) en la zona
montañosa y pobre de Carpineto, cerca de Roma. Su padre, Ludovico Pecci, fue
coronel de la milicia baronal y su madre, Anna Prosperi, se distinguió por su
piedad y dedicación a obras de misericordia, a pesar de los escasos recursos de
la familia, que además era numerosa; el matrimonio tuvo seis hijos. Ingresó a
los ocho años, junto con su hermano Giuseppe (1807-1890) —futuro cardenal— en
el colegio de los jesuitas de Viterbo. Y según informes del rector de este
colegio, el niño «era un angelito, a la vez que un picaro de primera». Durante
su juventud fue un experto cazador y escalador (J. Braikin, L’infanzia e la
giovenezza di un papa, Grottaferrata, 1914). A los 14 años se trasladó al
colegio romano, también regido por los jesuitas, donde cursó filosofía y
teología. En los dos centros dio muestras de poseer un gran talento y manifestó
unas dotes nada comunes en el conocimiento de la lengua latina. Ya desde
temprana edad compuso versos en latín; siendo estudiante, fue capaz de
improvisar en público hasta doscientos hexámetros en latín sobre el incendio de
San Pablo. Esta afición la cultivó durante toda su vida; quince días antes de
morir todavía corrigió las pruebas de su poema en latín dedicado a san Anselmo
(1033-1109). Su obra poética ha sido traducida a diversas lenguas. En opinión
de los especialistas, León XIII es uno de los grandes de la estilística latina
más clásica.
En 1832 ganó el grado de doctor
en teología. Desde 1832 a
1837 cursó los estudios de derecho civil y canónico en la Academia de Nobles,
en los que también consiguió doctorarse. Ordenado sacerdote en 1837, ese mismo
año fue nombrado prelado doméstico de Gregorio XVI (1831-1846). Comenzó
entonces su carrera diplomática: delegado pontificio en Benevento, Spoleto y
Perugia (1838-1843) y nuncio de Bélgica (1843-1846), cargo que le permitió conocer
directamente la realidad política y social de la Europa de entonces, pues
realizó varios viajes por Inglaterra, Alemania y Francia, donde visitó minas de
carbón, astilleros y fábricas. En 1846 se le confirió la titularidad de la sede
episcopal de Perugia donde, además de restaurar la catedral, el seminario y
diversas instituciones, se entregó sin perdonar fatigas a sus trabajos
pastorales: reconstruyó la vida eclesial, organizó muchísimas misiones, se
preocupó de los más necesitados y fundó varios orfanatos y asilos para niños.
En 1853 recibió el capelo cardenalicio (Tserclaes, Le pape Léon XIII, 3 vols.,
París, 1894-1906).
El cardenal Pecci fue crítico con
la política del secretario de Estado Antonelli (1808-1876), lo que explica que
éste le mantuviera durante más de treinta años ininterrumpidos en Perugia y por
lo tanto alejado de Roma. Durante esas tres décadas maduró en su interior la
concepción de la universalidad de la Iglesia, frente a la reducida visión de
quienes la recortaban hasta reducirla a los límites de Italia, donde sin duda
los graves problemas con los que allí se encontraba la Santa Sede dificultaban
la percepción de su catolicidad. Igualmente, durante la larga etapa de Perugia,
su talante quedó definido por el afán de dirigir todos los esfuerzos a buscar
soluciones cara al futuro, evitando desgastarse con lamentaciones del pasado.
Pero tras la muerte de Antonelli, Pío IX (1846-1878) le nombró
cardenal-camarlengo (21 septiembre 1877), por lo que tuvo que abandonar su
arzobispado para instalarse en la Ciudad Eterna. El papa, que veía cercana su
muerte, con este nombramiento quiso demostrar la confianza que tenía en las
capacidades del cardenal Pecci para superar con bien el período de interregno.
Y, en efecto, pocos meses después, al morir Pío IX, como camarlengo se hacía
cargo del gobierno interino de la Iglesia y escribía a los fieles de la
diócesis de Perugia para llorar la muerte del papa y solicitar sus plegarias a
fin de que fuese elegido un digno sucesor de Pío IX. Cuando todo esto sucedía,
el cardenal Pecci estaba a punto de cumplir 68 años.
Ya entonces impresionaban los
rasgos de su figura, que el tiempo acentuó todavía más. Así le describía en Le
Fígaro el periodista Séverine en 1892:
lívido, delgado, escuálido,
flexible, apenas visible, casi inmaterial, de cara imperfecta pero llamativa,
vivaracha, móvil, espiritual, transparente, perfilada, en cierto modo
galvanizante, con un espíritu juvenil, vibrante, luchador, compasivo,
atrayente, brillantes ojos nobles, nariz aguileña enérgica, labios sonrientes e
ingeniosos, manos marfileñas y transparentes, voz sutil y no obstante enérgica.
Coinciden sus contemporáneos en
afirmar que, incluso a sus 93 años, el contraste entre su ruina física y su
energía vital, que residía sobre todo en sus centelleantes ojos, hacía de León
XIII la encarnación ideal del vicario de Cristo (A. J. Schmidlin, El mundo
secularizado, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXVI, [1],
Valencia, 1985). Sólo dos papas —san Agatón (107 años) y san Gregorio (99
años)— superaron la edad de León XIII; por lo que cuando sólo unos pocos días
antes de morir alguien le manifestó —para animarle— que vencería esa
enfermedad, León XIII con gran sentido del humor replicó que en ese caso
deberían de dejar de referirse a él como santo padre para llamarle «eterno
padre».
El cónclave de 1878 era el
primero que se celebraba tras la proclamación de la infalibilidad del papa y de
la pérdida de los Estados Pontificios, acontecimientos ambos que habían tenido
lugar en 1870. Y, también, en torno a esta fecha se culminaba la unidad
italiana, surgía el II Imperio alemán como potencia europea, Japón al
reformarse a lo occidental se incorporaba a nuestro mundo, listados Unidos
comenzaba su ascenso hasta convertirse más tarde en el gigante mundial, y los
europeos lanzaban un nuevo impulso colonial, que ensanchó las fronteras del
mundo conocido hasta igualarlas por fin con las del mundo real. Por todas estas
circunstancias, esta nueva elección del sucesor de san Pedro se puede
considerar como la primera de nuestro mundo actual. Perdido el poder temporal,
resulta explicable que los 60 cardenales reunidos en 1878 se vieran más libres
de las tutelas y de los vetos de las potencias que en elecciones pasadas. El
cónclave comenzó el 18 de febrero y fue uno de los más cortos de la historia;
sólo hicieron falta tres votaciones para que recayeran en el cardenal Pecci 44
votos, algunos más de la mayoría necesaria para que fuera válida la elección.
En honor de León XII (1823-1829), Pecci eligió el mismo nombre para ocupar la
cátedra de san Pedro.
Relaciones de la Santa Sede con
las potencias europeas. En principio, el talante conciliador de León XIII debía
ponerse a prueba en el escenario de la diplomacia europea, empezando por Italia
(A. C. Jemolo, Chiesa e Stato in Italia negli ultimi cento anni, Turín, 1955).
Durante los primeros años del reinado de Humberto I de Saboya (1878-1900) se
sucedieron los enfrentamientos de las autoridades del reino de Italia con la
Santa Sede. A la legislación sectaria se sumaron los ataques directos, como fue
la celebración en Roma del centenario de Voltairc (1694-1778) en el mes de mayo
de 1878, o la pasividad del gobierno ante la agresión (13 julio 1881) a la
comitiva que trasladaba a la basílica de San Lorenzo Extramuros los restos
mortales de Pío IX, que a punto estuvieron de ser arrojados al Tíber. Y todo
ello por no hablar de las peticiones de algunos políticos en la Cámara para que
se suspendiera la Ley de Garantías, lo que forzó a León XIII a tantear incluso
un posible exilio. León XIII solicitó al emperador de Austria que le acogiera
en sus dominios en caso de que los revolucionarios le expulsaran del Vaticano,
a lo que Francisco José (1848-1916) respondió con evasivas por el temor a
enfrentarse con Italia. El papa desistió en sus proyectos de exilio y decidió
resistir hasta el final en el Vaticano, pasara lo que pasara. Todo ello no
hacía sino confirmar la necesidad de que los titulares de la cátedra de san
Pedro tuvieran un poder temporal, por pequeño que fuera, que garantizase la
independencia en sus actuaciones. Así pues, a diferencia de Pío IX, León XIII
dejó de reclamar los Estados Pontificios, pero con mayor contundencia que su
predecesor reivindicó su soberanía sobre la ciudad de Roma, mostrándose
dispuesto a dialogar, pues sus pretensiones en modo alguno pretendían dinamitar
la unidad italiana. Pero todas estas iniciativas cayeron en el vacío. Habría
que esperar, pues, a los arreglos de Letrán de 1929.
En continuidad con las decisiones
de Pío IX, respecto a los católicos italianos, León XIII mantuvo el non
expedit, vigente hasta 1919, que les prohibía participar en la vida política
del nuevo Estado italiano, no así en la vida administrativa, por lo que podían
concurrir a las elecciones municipales y provinciales. Para compensar este
retraimiento político aparecieron diversas agrupaciones de católicos, con
objetivos sociales, tales como la difusión de la «buena prensa», la defensa de
las órdenes religiosas y de la libertad de enseñanza, etc. Todas estas asociaciones confluyeron en 1871 en la Opera dei
Congressi e dei Comitati Cattolici, organización de carácter confesional —con
capellanes con derecho a veto— que acabó por proponerse como finalidad la unión
de todos los católicos. A partir de 1896, el sacerdote Romolo Murri (1870-1944)
orientó la Opera hacia la política y consiguió una enorme popularidad, a la vez
que el también sacerdote Luigi Sturzo (1871-1959) se unía a Murri, planteando a
partir de entonces una concepción politizada de la Iglesia, para luchar mejor
en la defensa de los pobres. Lógicamente, León XIII, por medio de la encíclica
Graves de communi (18 enero 1901), tuvo que salir al paso para reafirmar el
carácter sobrenatural que su fundador dio a la Iglesia y definir, a la vez, lo
que se debería entender por democracia cristiana (M. P. Fogarty, Historia e
ideología de la Democracia Cristiana en la Europa occidental, 1820-1953,
Madrid, 1964). Defendía así el papa la libertad de actuación de los católicos,
al afirmar que nadie podía proponer en nombre de la Iglesia una exclusiva
fórmula de actuación política, a la vez que dejaba claro que la democracia
cristiana no podía ser compatible con la lucha de clases. Murri se rebeló,
engrosó las filas de los modernistas en 1902, abandonó la Iglesia en 1908, contrajo
matrimonio civil en 1909 y se entregó a la militancia política en un partido de
extrema izquierda; un año antes de morir se reconcilió con la Iglesia. Sturzo,
por su parte, aceptó las orientaciones de León XIII y continuó trabajando en
las organizaciones sociales; años después fue nombrado secretario general de la
Junta de Acción Católica italiana.
León XIII heredó también los
graves problemas de Alemania, que habían surgido a partir de la proclamación
del II Reich en 1871. El canciller Otto von Bismarck (1815-1898) (J. Pabón, «El
príncipe Bismarck, apunte para un diccionario de historia», en La subversión
contemporánea y otros estudios, Madrid, 1971), receloso de los católicos que se
habían agrupado en el partido del Zentrum, dictó una serie de leyes entre 1871
y 1878 conocidas en su conjunto como Kulturkampf o lucha por la cultura,
eufemismo que encubría una auténtica persecución contra la Iglesia. La
Kulturkampf bismarck’mna expulsó a todas las órdenes religiosas de Prusia,
obligó a someter los nombramientos eclesiásticos a la autoridad civil, cerró
los convictorios y los seminarios, impidió el normal funcionamiento de más de
mil parroquias y desterró a varios obispos, de modo que León XIII se encontró
en 1878 con que de los doce obispos de Prusia, sólo cuatro permanecían en sus
sedes.
Pero la firme reacción de los
católicos alemanes junto a sus pastores, el talante conciliador de León XIII y
el realismo político de Bismarck, que comprendió los inconvenientes que le
reportaba dicha persecución al privarle del apoyo político del Zentrum,
motivaron un cambio en sus planteamientos. En dicho cambio, la actuación de los
secretarios de Estado de León XIII jugó un papel decisivo. Durante el
pontificado de León XIII cuatro titulares ocuparon la Secretaría de Estado. El
primero fue el cardenal Alessandro Franchi (1819-1878), que apenas pudo
encarrilar la política de conciliación con Alemania, ya que falleció (1 agosto
1878) pocos meses después de ser nombrado. Esta línea de actuación fue seguida
por su sucesor en el cargo, el cardenal Lorenzo Nina (1812-1885), que lo fue
hasta 1880, año en que pasó a desempeñar otra función en la curia. A Nina le
relevó el cardenal Ludovico Jacobini (1832-1887), buen conocedor de la
situación política de centroeuropa, pues era nuncio en Viena. Jacobini, eficaz
colaborador de León XIII, consiguió que se ocuparan todas las sedes episcopales
vacantes y que remitiera la legislación persecutoria. Lamentablemente, su
magnífica ejecutoria se truncó también con la muerte (28 febrero 1887).
Pero por entonces la situación
estaba bastante normalizada y el Zentrum apoyaba parlamentariamente la política
militar que sostenía las alianzas del sistema bismarckiano. Poco después, el
nuevo emperador alemán, Guillermo II (1888-1918), destituía a Bismarck (1890),
y se abría para el Zentrum una nueva etapa, en la que libre de los compromisos
contraídos con el destituido canciller podía abandonar la defensa de la Iglesia
desde dentro del sistema para colocarse frente al estatismo del gobierno
alemán. En 1893, junto con los votos de los liberales y de los socialistas, el
Zentrum rechazaba el proyecto de ley para la reforma del ejército. Bien es
cierto que desde que aminoró la persecución religiosa, el Zentrum perdió muchos
votos de los católicos por considerar éstos que ya no tenía sentido dar su
apoyo a una organización estrictamente política. El Zentrum se mantuvo, no
obstante, como el mayor partido alemán hasta 1903, fecha en la que se desató
una grave crisis en esta organización política.
Así las cosas, el sucesor de
Jacobini en la Secretaría de Estado, el cardenal Mariano Rampolla (1843-1913),
que desempeñó dicho cargo hasta la muerte del papa en 1903, pudo variar la
orientación diplomática de la Santa Sede para aproximarse a Francia. Conviene
recordar que desde la firma de los acuerdos de 1894, Francia formaba un bloque
defensivo junto con Rusia en contraposición y respuesta de la Triple Alianza,
constituida con anterioridad (1882) por Alemania, Austria e Italia (P. Milza,
Les rélations ínter natío nales de 1871 á 1914, París, 1968).
Los católicos de Francia también
estaban acosados por graves dificultades. Tras las elecciones de 1879, los
republicanos franceses que llegaron al poder decidieron imponer el laicismo,
ideología que por afirmar de un modo radical que todas las normas de conducta
—tanto las individuales como las colectivas— deben emanar únicamente de la
voluntad popular, trata de articular la sociedad como si Dios no existiera, y
en consecuencia debía ser barrida de esa proyectada sociedad laicista cualquier
presencia de la Iglesia. Éste era el sentido de la serie de disposiciones
legislativas del ministro de Instrucción Pública y presidente del Consejo —a un
tiempo, al retener ambos cargos—, Jules Ferry (1832-1893), contra la libertad
de enseñanza religiosa entre 1880 y 1882, para implantar la enseñanza laica en
Francia. Las leyes de Ferry provocaron la separación entre los católicos y los
republicanos franceses, y el intento de los primeros de formar un partido
católico, que por exclusión tendría que ser monárquico. Pero toda una serie de
cambios políticos en 1890, que apartaron del poder a los grupos sectarios,
permitieron que la actitud conciliadora de León XIII invitara a los católicos
franceses al ralliement (adhesión) hacia la III República (A. Sedgwick, The
Ralliement in French Politic, 1890-1898, Cambrigde, 1965). Por medio de la
encíclica Au milieu (16 febrero 1892), León XIII transmitía a los católicos
franceses los criterios básicos para su actuación social y política; el
documento pontificio sirvió para que la opinión de los franceses dejara de
equiparar el término católico con los de monárquico en lo político o el de
paternalista en las relaciones laborales. Los sindicatos católicos, a partir de
entonces, defendieron la autonomía del trabajador respecto a los patronos y el
derecho de huelga.
Poco duró la calma, pues como
consecuencia del affaire Dreyfus en las elecciones de 1898 triunfó el Bloque de
Izquierdas, del que salió el gabinete de Waldcck-Rousseau (1846-1904), que
promovió toda una legislación para controlar las órdenes religiosas, al extremo
de que cualquier congregación religiosa que no solicitara la respectiva
autorización del Estado quedaba disuelta automáticamente, a la vez que se
facultaba al gobierno para disolver las ya autorizadas por un simple acuerdo
del Consejo de Ministros (A. Latreille y R. Rémond, Histoire du catholicisme en
France, 3 vols., París, 1962). En consecuencia, algunas de ellas como la de los
jesuítas o la de los benedictinos, se exiliaron. Pero todavía estaba por llegar
lo peor, pues las elecciones de 1902 llevaron a la presidencia del gabinete a
un personaje todavía más sectario, el ex seminarista Émile Combes (1835-1921).
De inmediato cerró 3.000 escuelas religiosas y expulsó de Francia a 20.000 religiosos
de ambos sexos. Estas decisiones, y otras no menos graves, fueron adoptadas por
Combes en un solo año, entre el verano de 1902 y el de 1903. Al año siguiente,
en junio de 1904, ya durante el pontificado de san Pío X (1903-1914), Combes
rompió relaciones con el Vaticano y suspendió el concordato vigente desde 1801,
alegando que la Santa Sede actuaba con intolerancia. Pocos días después de la
ruptura de relaciones prohibió a cualquier orden religiosa enseñar no sólo
religión, por supuesto, sino también cualquier otra materia escolar.
El magisterio de León XIII. En su
encíclica inaugural, Inscrutabili Del consilio (21 abril 1878), León XIII se
propuso orientar su magisterio a un objetivo: recristianizar la sociedad y el
mundo contemporáneo. Este empeño del papa era un auténtico reto, pues se
planteaba precisamente cuando surgían con fuerza de plenitud ideologías como el
positivismo, el evolucionismo, el idealismo, el marxismo y el nihilismo. Por la
entraña antirreligiosa de estos humanismos sin Dios, todas estas ideologías
reconocían en la Iglesia católica a su enemigo natural, y la acusaban de ser el
freno del progreso y un reducto oscurantista. Naturalmente, que ante semejante
panorama el propósito de León XIII era toda una audacia, pues se proponía recristianizar
el mundo contemporáneo, sin renunciar a las conquistas de la modernidad que
fueran compatibles con la fe. Pues bien, éste es el empeño constante en sus
muchos escritos. Por la imposibilidad de comentarlos en su totalidad, a
continuación prestaremos nuestra atención sólo a los más importantes.
El nombre de León XIII, desde
luego, va unido inseparablemente a la doctrina social de la Iglesia que el
pontífice expuso en varios documentos, sobre todo en la encíclica Rerum novarum
(15 mayo 1891). Además de su doctrina sobre el mundo del trabajo, su magisterio
atendió a otros aspectos de la vida cristiana, que por su importancia no
podemos dejar al menos de mencionar.
No pocas corrientes de
pensamiento actuales, que hunden sus raíces nutricias en el siglo xix, niegan
la relación armónica entre la fe y la razón, o simplemente ni se plantean tal
relación al levantar sus planteamientos cientifislas sobre el prejuicio de que
sólo existe lo material o tangible. Pues bien, León XIII, por medio de la
Aeterni Patris Filias (4 agosto 1879), proponía la renovación del tomismo,
puesto que «santo Tomás es entre todos los pensadores, el que —por el momento—
ha conseguido expresar más claramente la inexistente oposición entre razón y
fe, naturaleza y sobrenaturaleza, progreso y verdad permanente» (G. Redondo, La
Iglesia en el mundo contemporáneo, t. II). La propuesta del pontífice nada
tenía que ver ni con un anacronismo nostálgico de la Edad Media, ni con un mera
repetición literal de santo Tomás (1225-1274). Por el contrario, León XIII
pretendía que, a partir de la inspiración y de los principios de la filosofía
perenne de santo Tomás, el pensamiento de los católicos se encumbrase por
encima del reduccionismo de la fenomenología positivista. Era, en definitiva,
la suya una apuesta por los dos grandes valores de la naturaleza humana, el
conocimiento y la libertad, frente a su negación por parte de los determinismos
ideológicos de finales de siglo, que pocos años después nutrirían
ideológicamente a los totalitarismos políticos. El propio León XIII fomentó —en
más de un caso con dotaciones económicas— la creación de cátedras de Filosofía
y Teología tomistas en muchos seminarios y en las universidades de Roma, Lille,
Friburgo, Washington y Lovaina. Fue en esta última universidad donde surgió, en
torno al cardenal belga Désiré Joseph Mercier (1851-1926), el núcleo de
estudiosos más destacados. No obstante, y a la vista de los resultados, cabe
afirmar que esta propuesta de León XIII sigue siendo todavía actual.
León XIII escribió un total de 51
encíclicas. A partir de 1881 publicó —entre otras más— cinco grandes encíclicas
(P. Galindo, Colección de encíclicas y documentos pontificios, 2 vols., Madrid,
1967), cuyos contenidos doctrinales desembocan y se estructuran en la Rerum
novarum. La encíclica Diuturnum (29 junio 1881) se ocupa del origen del poder.
La Inmortale Dei (1 noviembre 1885) aborda las relaciones entre la Iglesia y el
Estado. La Libertas (20 junio 1888) es un estudio, a la vez que una defensa de
la libertad del hombre. La Sapientiae christianae (10 enero 1890), en la que se
llega a afirmar que la ignorancia es el peor de los enemigos de la Iglesia,
entiende la sociedad no como fin en sí mismo, sino como el medio en el que la
persona debe conseguir los medios para su perfección; en uno de los párrafos de
la Sapientiae christianae se puede leer que si bien la Iglesia debe ser
respetuosa e indiferente con las formas de gobierno o las leyes, del mismo modo
no puede ser esclava de ningún partido político; en consecuencia, afirma Léon
XIII en dicha encíclica: «arrastrar a la Iglesia a algún partido o querer
tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios, propio es de hombres que
abusan inmoderadamente de la religión». La quinta encíclica es la Praeclara
gratulationis (20 junio 1894), donde León XIII abunda en los temas ya expuestos
en la Sapientiae christianae cuatro años antes; tal insistencia es la mejor
prueba de que, a pesar de la claridad en la exposición de León XIII, o no se le
había entendido suficientemente o no se le quería entender.
Como ya se ha dicho, en 1891 se
publicó la encíclica Rerum novarum (E. Guerry, La doctrina social de la
Iglesia, Madrid, 1963), en cuya introducción, tras calificar de utópica la
pretensión de fijar de un modo definitivo la norma justa que regule las
relaciones entre ricos y pobres, León XIII añade, inmediatamente después, que
hay obligación de auxiliar a los más indefensos de la sociedad. Pasa a
continuación el documento pontificio a ocuparse del socialismo, cuyas
propuestas de la lucha de clases y eliminación de la propiedad privada se
enjuician como falsas soluciones para el arreglo de la cuestión social.
Inmediatamente después, León XIII recuerda los principios de libertad, justicia
y respeto a la dignidad de la persona que siempre deben estar vigentes en la
consideración de los patronos respecto a los obreros, y de éstos hacia sus
patronos. A vuelta de página, León XIII apunta al núcleo del problema y se
enfrentaba a los postulados del determinismo naturalista de la economía liberal,
al afirmar que tanto la propiedad como el salario tienen un carácter social, y
que en consecuencia la cuantía de un jornal no puede estar marcada
exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda; hay un salario justo que
se debe pactar, cuya cantidad en cualquier caso nunca puede ser inferior al
coste del mantenimiento del obrero. El Estado por tanto —según la Rerum
novarum— no puede ni permanecer al margen de todo el proceso productivo, como
proponían los liberales, ni controlarlo de un modo absoluto, como defendían los
marxistas, sino que debía actuar para garantizar que se respetara la propiedad
y su uso adecuado, a la vez que para promover el establecimiento de una
justicia distributiva en beneficio de los más necesitados, elementos que deben
confluir en el sostenimiento de la paz social. Ya al final del documento, León
XIII se refería a un punto de capital importancia como era el de las
organizaciones obreras, a las que el Estado debía proteger, pero sin
entrometerse ni en su organización ni en su disciplina.
Por la importancia de la Rerum
novarum, los sucesores de León XIII se han referido continuamente a ella e
incluso con motivo de sus aniversarios se han publicado nuevas encíclicas. Pío
XI (1922-1939) afirmó que gracias a esta encíclica «los principios católicos en
materia social han pasado poco a poco a ser patrimonio de toda la sociedad
humana». Pío XII (1939-1958), en su cincuenta aniversario, califica a la Rerum
novarum como «la carta magna de la laboriosidad cristiana». Juan XXIII
(1958-1963) se refiere a ella como «la suma de la doctrina católica en el campo
económico y social». Pablo VI (1963-1978) reconoció que el mensaje de la Rerum
novarum, a los ochenta años de su publicación, «seguía inspirando la acción en
favor de la justicia social». Y Juan Pablo II (1978) ha querido conmemorar su
noventa aniversario y su centenario, con la publicación de dos encíclicas:
Laborem exercens y Centesimus annus. Por todo ello, ha escrito el jurista y
teólogo Teodoro López («León XIII y la cuestión social, 1891-1903», Anuario de
Historia de la Iglesia, VI, Pamplona, 1997):
no me parece exagerado afirmar
que ningún otro documento del magisterio pontificio ha gozado de actualidad tan
permanente, ningún otro ha merecido tantos homenajes y conmemoraciones, ningún otro
ha sido objeto de tal atención continuada en los documentos del magisterio
posterior. La moral social cristiana, la doctrina social de la Iglesia, la
fidelidad cristiana a sus compromisos en la vida social se saben deudoras del
gran documento del papa León XIII.
En efecto, el tema de la acción
social y la Iglesia ha hecho correr ríos de tinta. Y no han faltado, incluso,
quienes han llegado a afirmar que la Iglesia ha vivido ajena a la cuestión
social. Tal afirmación o nace de un prejuicio o se realiza cerrando los ojos
ante la historia, porque no hay ninguna institución que, como la Iglesia, pueda
exhibir una tan rica y variada actuación social, que por lo demás dura ya dos
mil años. Ahora bien, si por acción social sólo se entiende la lucha de clases,
en este caso hay que decir que tanto el magisterio de León XIII como el de sus
predecesores y sucesores, denunciaron la lucha de clases como una falsa
solución para el mundo del trabajo y para la sociedad en general. Es más, a la
vista del exterminio de millones de personas por el comunismo, a lo que hay que
añadir las calamidades, la miseria y el sufrimiento que ha reportado a tantos
seres humanos el socialismo real, resalta todavía con más mérito la valentía de
los pontífices al denunciar la perversidad de esa ideología, sobre todo si se
tiene en cuenta que dichas denuncias se realizaron cuando buena parte de los
intelectuales se habían dejado alienar, precisamanente, por esa misma ideología
(F. Furet, El pasado de una ilusión, México, 1995).
Quedaría incompleto este resumen
del magisterio doctrinal de León XIII sin hacer referencia a un problema
surgido al final de su pontificado, como es el del americanismo o herejía de la
acción (R. Pattee, El catolicismo en los Estados Unidos, Madrid, 1964), que no
es sino el anticipo de la gran crisis del modernismo, a la que tuvo que hacer
frente su sucesor, san Pío X. La publicación en Estados Unidos de la biografía
del fundador de los paulistas, Isaac Thomas Hecker (1888-1919), y sobre todo el
prólogo que la precedía, reclamó la atención de León XIII. En dicho prólogo se
pedía a la Iglesia que adaptase sus normas disciplinares y las verdades del
depósito de la fe como único medio para aumentar el número de los fieles, a
continuación se calificaba de superfluo e innecesario el magisterio de la
Iglesia por considerar suficientes las mociones del Espíritu Santo en cada
alma, además se preferían las virtudes naturales a las sobrenaturales, y por
último se consideraba que había dejado de tener sentido, por juzgarla de otros
tiempos, lo que se definía como vida pasiva, esto es la oración y la
penitencia; la vida pasiva, por tanto, debía ser sustituida por otra, a la que
se denominaba vida activa, plena de actuaciones externas. León XIII salió al
paso con la carta Testem benevolentiae (22 enero 1899), sobre los errores que
«algunos llaman americanismo». La advertencia de Léon XIII fue muy bien acogida
por los obispos americanos, así como por el superior general de los paulistas y
el biógrafo del padre Hecker, a los que les faltó tiempo para dirigirse al
pontífice agradeciéndole su escrito y sometiéndose a su magisterio. Como
problema menor que era, la cuestión quedó zanjada con esto. Y a buen seguro que
el término americanismo no hubiera llamado tanto la atención de los historiadores
de la Iglesia, de no ser porque con motivo de esta polémica salieron a la luz
en Francia las primeras manifestaciones del modernismo.
Las misiones y la vida interna de
la Iglesia. En otro orden de cosas, la expansión colonial fue uno de los rasgos
peculiares del período en el que dirigió la Iglesia León XIII. A partir de
1880, una serie de factores contribuyó a que así fuera, desde la búsqueda de
prestigio de las potencias europeas hasta las nuevas posibilidades que ofrecía
la tecnología (D. R. Headrick, Los instrumentos del imperio, Madrid, 1989).
Durante los meses de noviembre de 1884 a febrero de 1885 se celebró la
conferencia de Berlín, donde trece potencias europeas además de Estados Unidos
fijaron las condiciones para la colonización del continente africano. Y por lo
que aquí interesa, en uno de los puntos de los acuerdos se declaraba a los
misioneros, junto con los sabios y los exploradores, personas a proteger por
las potencias colonizadoras. Paradójicamente, el anticlericalismo generalizado
en la política interior de los países europeos, desaparecía en el programa
colonizador de esas mismas potencias. Esta situación favoreció sin duda el
trabajo de los misioneros, entre los que cabe destacar al cardenal arzobispo de
Argel, Charles Lavigerie (1825-1892), fundador de los Padres Blancos.
Por medio de la encíclica Sancta
Del civitas (3 diciembre 1884), León XIII recordaba a todos los católicos su
responsabilidad respecto a las misiones, a las que estaban obligados a ayudar
con su oración y sus limosnas. El balance misional del pontificado de León XIII
fue realmente impresionante. Pero también con el tiempo se dejaron ver las
sombras de esta etapa. La unión entre colonizadores y misioneros (H. Deschamps,
La fin des Empires coloniaux, París, 1963) ayuda a entender la persecución
religiosa durante el proceso descolonizador, más si se tiene en cuenta que los
líderes de la descolonización, por pertenecer a los grupos dominantes de las
colonias habían podido acudir a las universidades de Europa, en donde en no
pocos casos recibieron una formación no exenta de un sectarismo antirreligioso.
La preocupación de León XIII por
el ecumenismo, entre otras muchas manifestaciones, guarda relación con las seis
encíclicas, siete cartas pastorales, catorce alocuciones y cinco discursos que
el papa dedicó específicamente a este aspecto. Fueron muchas las iniciativas de
León XIII en este sentido, entre las que cabría citar la creación de la
Comisión pontificia para la reconciliación, claro precedente de la futura
Secretaría para la Unidad de los Cristianos. Dicha comisión apenas pudo
trabajar, dada su corta existencia, pues poco tiempo después de su constitución
falleció el papa.
León XIII reforzó la vida de la
Iglesia mediante la dignificación del culto eucarístico. A él se debe la
iniciativa de la celebración de los congresos cucarísticos anuales; el primero
tuvo lugar en Lille (1881), y a continuación —entre otras ciudades— en Avignon,
Lieja, Friburgo, París, Amberes, Jerusalén y Londres. En línea con sus
predecesores fomentó también la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a quien
consagró el género humano el último año del siglo xix. Introdujo la celebración
litúrgica de la fiesta de la Sagrada Familia, y la propuso como modelo para
todas las familias cristianas; en sus escritos mostró una gran veneración por
san José. Pero, sobre todo, León XIII puso especial énfasis en recomendar el
rezo del rosario, por considerar que era el medio más eficaz para conservar la
fe y el arma para combatir los males de la sociedad; señaló el mes de octubre
para la práctica especial de esta devoción y recomendó insistentemente que se
rezara en familia; en 1883, León XIII introdujo en las letanías la advocación
de Reina del Rosario. Todas estas recomendaciones fueron el objeto,
naturalmente, de las frecuentes indicaciones que el papa hizo a los obispos, a
quienes animaba a que se reunieran cada año y por regiones en conferencias
episcopales, con el fin de promover la formación del clero y mejorar la
atención del pueblo. Durante su pontificado erigió 284 nuevas diócesis y 48
vicariatos; restauró la jerarquía eclesiástica en varias naciones, como en la
India, dividida en ocho provincias eclesiásticas, o en Japón, donde León XIII
estableció el arzobispado de Tokio, con las diócesis sufragáneas de Nagasaki,
Osaka y Hakodaté.
A principios de julio de 1903
León XIII sufrió una inflamación pulmonar; dada su gravedad pidió que se le
administraran los últimos sacramentos el día 5. Dos días después, los médicos
detectaron que se le habían encharcado los pulmones y le sometieron a diversas
toracentesis para extraerle líquido. Los remedios médicos le mantuvieron
estacionario hasta que el día 19 por la noche perdió el conocimiento y
comenzaron los estertores agónicos. Al día siguiente León XIII recobró la conciencia,
de modo que el moribundo se pudo despedir de todos los que le rodeaban,
especialmente de su secretario de Estado, el cardenal Rampolla. Tras rezar la
letanías de los agonizantes entregó su alma a Dios a las cuatro de la tarde.
Sus restos mortales fueron trasladados en 1924 a la basílica de San
Juan de Letrán. En su monumento funerario, realizado por Giulio Tadolini
(1849-1918), dos figuras flanquean la de León XIII, una de ellas con la cruz en
la mano representa a la Iglesia que le llora, la otra es la de un trabajador.
En una de las inscripciones se puede leer: «Los hijos acuden de todas las
naciones a honrar a su padre.»
Pío X, san (4 agosto 1903 - 20
agosto 1914)
Personalidad y carrera
eclesiástica. San Pío X aporta a la etapa de los grandes pontificados de la
época contemporánea no sólo su destacado magisterio, sino también el ejemplo de
su vida santa (G. Dal-Gal, Pío X. El papa santo, Madrid, 1985, traducción de la
edición italiana de 1954). Fue beatificado (3 junio 1951) y canonizado (29 mayo
1954) por Pío XII; el último papa proclamado santo antes que él fue san Pío V
(1566-1572).
San Pío X había nacido (2 junio
1835) en Riese, un pueblecito de la diócesis de Treviso, al nordeste de Italia.
Se le impuso el nombre de Giuseppe Melchiorre. El cabeza de familia, Giovanni
Battista Sarto, era alguacil y por todo patrimonio poseía unos cuantos palmos
de tierras de labranza, la casa y una vaca, por lo que la madre, Margherita
Sansón, tenía que contribuir a aumentar los ingresos con el trabajo de costurera,
además de atender a su numerosa familia. El matrimonio tuvo diez hijos, dos de
los cuales murieron a los pocos días de nacer, de manera que Giuseppe se
convirtió en el mayor de los dos chicos y las seis chicas de los Sarto.
Riese no tenía más que una pequeña
escuelita primaria, donde Giuseppe Melchiorre Sarto dio muestras de poseer un
gran talento. Por entonces, el arcipreste, don Tito Fusarini, descubrió las
primeras señales de su vocación sacerdotal. Pero como la pobreza de los Sarto
hacía impensable su ingreso en el seminario, don Tito propuso a su padre que el
niño prosiguiera los estudios en Castelfranco, donde funcionaba una escuela
secundaria, pensando en convalidarlos más tarde en el seminario. Castelfranco
distaba siete kilómetros de Riese y tampoco había posibilidad de costearle allí
una pensión, por lo que su madre le preparaba cada día la comida y Giuseppe
hacía la distancia a pie. Salía de Riese de madrugada y regresaba por la noche;
al cabo de unos días, las caminatas fueron destrozando sus sandalias, así es
que, sin decir nada a sus padres, decidió hacer el recorrido descalzo, pues de
sobra sabía él que no habría dinero para renovar el calzado (J. M. Javierre,
Pío X, Barcelona, 1951). El esfuerzo de Sarto causaba admiración entre sus
gentes, por lo que compadecida de él la buena signora Annetta de Castelfranco,
a cambio de que enseñara las primeras letras a sus hijos, le permitió pernoctar
en su casa durante los meses de invierno de lunes a sábado. En 1850, después de
cuatro años de idas y venidas, concluyó sus estudios en Castelfranco con las
notas máximas. Gracias a que don Tito consiguió del cardenal de Venecia una
beca, pudo ingresar en el seminario de Padua, donde destacó por su
compañerismo, su inteligencia y su piedad. Aunque en mayo de 1852 falleció su
padre, a su madre ni se le pasó por la cabeza que su hijo mayor abandonara el
seminario y la viuda cargó sobre sí la responsabilidad de sacar económicamente
a la familia.
Ordenado sacerdote en 1858, fue
de inmediato enviado como coadjutor a Tombolo y más tarde como párroco a
Salzano en 1867 (E. Bacchion, Pio X. Giuseppe Sarto, arcipretre di Salzano,
Padua, 1925). En 1875, el obispo de Treviso le nombró canónigo de la catedral,
secretario de la curia diocesana y director espiritual del seminario (G.
Milanese, Cenni biografici di Pio X, Treviso, 1903). Por los testimonios y las
pruebas aportadas en los procesos de beatificación y canonización se conocen
muchos detalles de su vida; así, por ejemplo, se sabe que cuidaba con esmero su
predicación, pues se pudieron recoger los esquemas manuscritos de sus homilías
de todos los domingos y fiestas litúrgicas, lo que permite afirmar
documentalmente que se preparaba siempre y por escrito todas sus
intervenciones. Sus contemporáneos (L. Ferrari, Pio X: Dalle mié memorie,
Vicenza, 1922) destacan cinco rasgos fundamentales del sacerdote Sarto: el
recogimiento con el que celebraba la misa, la dedicación a todas las almas
traducida en las muchas horas que permanecía en el confesonario, su afán por la
catequesis de los niños, la promoción de vocaciones sacerdotales y la seriedad
con la que se aplicó después de ser ordenado a repasar y ampliar sus estudios
de teología.
En 1884 fue nombrado obispo de Mantua, cuyo seminario por falta de medios y profesores apenas funcionaba, además de tener a su cabeza a un rector cuya vida no era nada ejemplar. En principio mantuvo al rector, pero el obispo supervisó personalmente la dirección del seminario, se encargó de dar las clases de las cátedras vacantes y con el tiempo acabó por licenciar al rector y asumir él mismo sus funciones. Vivió muy cerca de sus sacerdotes, a quienes visitaba en sus parroquias con frecuencia. Pero no eran las suyas unas visitas de inspección, sino jornadas de aliento y colaboración con sus sacerdotes, a los que en ese día ayudaba a confesar y a enseñar la catequesis de los niños. En 1888 convocó el sínodo diocesano que hacía dos siglos que no se reunía. Todas estas labores de gobierno las hizo compatibles con su ministerio pastoral directo, pues el obispo Sarto permanecía muchas horas en su confesonario de la catedral de Mantua a disposición de sus penitentes y se encargaba de explicar el catecismo en las parroquias que circunstancialmente carecían de párroco. Por lo demás, era bien sabido en Mantua que al obispo le gustaba estar mezclado entre la gente y que las puertas del palacio episcopal estaban abiertas a todo el mundo. Allí acudían personas de toda condición, especialmente los pobres, para acogerse a la más que probada generosidad de Sarto.
En 1891, León XIII le ofreció la
sede patriarcal de Venecia, que llevaba implícita la púrpura cardenalicia.
Sarto rehusó por considerarse indigno, lo que a más de uno dejó desconcertado
en Roma. Tras una segunda propuesta en 1893, comprendió que no tenía más remedio
que aceptar. Fue entonces cuando se creó una tensa situación debido a la
actitud regalista del gobierno italiano, al negarse a dar el exequátur regio al
cardenal e impidiéndole hacer su entrada en Venecia, aduciendo derechos
históricos de la época de Pío IV (1559-1565). Sin embargo, la presión popular
doblegó al gobierno italiano y por fin pudo hacer su entrada (24 noviembre
1894). Poco después de llegar a Venecia escribió su famosa carta pastoral sobre
la música sagrada, base de su posterior motu proprio —ya como papa— Tra le
sollecitudini, publicado en la fiesta de Santa Cecilia (22 noviembre 1903),
considerado por los liturgistas como la carta magna de la restauración de la
música religiosa, que permitió entre otras cosas el resurgir del gregoriano y
que el órgano volviera a los recintos sagrados. Por lo demás, en nada cambió su
línea de actuación, trazada ya con nitidez desde que fue designado coadjutor de
Tombolo: predicación, catequesis, confesonario, atención del seminario,
formación del clero, visitas a los enfermos, contacto con los pobres y atención
a los marginados; en 1900 organizó unos ejercicios espirituales en la cárcel de
Guidecca, en los que el mismo cardenal quiso recibir las confesiones de los
reclusos, pronunciar el último sermón y participar en la fiesta final, en la
que los presos le compusieron versos y le cantaron coplas.
A lo largo de toda su vida cuidó
con especial esmero el culto eucarístico. Por eso, como reparación del
sacrilegio que se había cometido en la iglesia de los Carmelitas, convocó un
Congreso Eucarístico en 1897, que tuvo gran eco en toda Italia. Y, por
supuesto, en Venecia, como ya había hecho en los destinos anteriores, fomentó
la comunión frecuente entre los adultos y los niños. Contra la costumbre de
entonces de no recibir la primera comunión hasta los doce años, él ya entonces
la impartía en cuanto tenían uso de razón, aspecto éste que —como se verá— será
una de las notas más peculiares de su magisterio pontificio.
Antes de partir para el cónclave
se dirigió a sus fieles de Venecia en estos términos: «Rezad para que Dios
dirija la elección reuniendo los votos sobre aquel que, por su virtud, su
inteligencia y su fervor apostólico sea digno sucesor de León XIII.» El
cardenal Sarto no era consciente de que había trazado su propia biografía con
estos rasgos, precisamente en los que se fijaron 50 de los 62 cardenales
reunidos en el cónclave que había comenzado el 31 de julio y que concluyó con
ese resultado. Fue en este cónclave donde Jan Puzyna (1842-1911), cardenal de
Cracovia —ciudad en la órbita de Austria—, vetó en nombre del emperador de
Austria al anterior secretario de Estado, el cardenal Rampolla (1843-1913),
pues Francisco José I (1848-1916) le consideraba enemigo de la Triple Alianza
(Alemania, Austria e Italia) por su política de acercamiento a Francia y Rusia.
No tuvo gran efecto el veto, pues después de pronunciado aumentaron los votos a
favor de Rampolla, pero el incidente sirvió para reafirmar la independencia de
la Iglesia. Pues si explicables podían ser estos usos antiguos, cuando el papa
era también un soberano temporal, ahora carecían de sentido. Una de las
primeras disposiciones de san Pío X fue firmar la constitución apostólica
Commisum nobis (20 enero 1904), en la que se castiga con la excomunión latae
sententiae reservada al romano pontífice a cualquiera de los participantes en
los cónclaves de elección del papa que aceptara «encargo de potestad civil para
oponer veto, ni siquiera en forma de simple deseo».
Los diez últimos años del
pontificado de León XIII se vieron afectados por una tremenda agitación, basta
con recordar que en torno a ese período a las ya de por sí graves crisis
sociopolíticas se vino a añadir una serie de magnicidios. Entre otros, fueron
asesinados los siguientes personajes: el presidente de la República francesa,
Marie Francois Sadi Carnot (1837-1894) en 1894; el presidente del gobierno
español, Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) en 1897; la esposa de
Francisco José I y emperatriz austríaca, Isabel Wittelsbach en 1898; el rey de
Italia, Humberto I (1878-1900) en 1900; el presidente de los Estados Unidos,
William McKinley (1843-1901) en 1901. Aún no se había establecido la calma
cuando fue elegido san Pío X; por el contrario, empeoró todavía más la
situación y prosiguieron los magnicidios: en 1808 fueron asesinados el rey de
Portugal y su heredero, y en 1912 le sucedía lo mismo al presidente del
gobierno español, José Canalejas (1854-1912). San Pío X moría pocos días
después del atentado de Sarajevo del que fue víctima el heredero de la corona
austríaca, el archiduque Francisco Fernando (1863-1914), cuyo asesinato
desencadenó la Primera Guerra Mundial. Por otra parte, como se verá, las
relaciones diplomáticas de todos estos países con la Santa Sede sufrieron un
grave deterioro o se liquidaron por ruptura. A su vez, la vida interna en la
Iglesia tampoco era una balsa de aceite; san Pío X llegaba al Vaticano cuando
comenzaban a aparecer los primeros síntomas del modernismo, movimiento al que
el papa tuvo que hacer frente en los años centrales de su pontificado.
El magisterio y el gobierno de la
Iglesia de san Pío X. San Pío X, como vicario de Jesucristo, hizo oír su voz en
medio de esta calamitosa realidad; con diligente valentía daba a conocer su
análisis y sus remedios a la crisis en su encíclica inaugural E supremi
apostolatus (4 octubre 1903): «Nuestro mundo sufre un mal: la lejanía de Dios.
Los hombres se han alejado de Dios, han prescindido de Él en el ordenamiento
político y social. Todo lo demás son claras consecuencias de esa postura.» Y a
continuación advertía san Pío X a quienes, «por aplicar medida humana a las
cosas divinas», pudieran entender las anteriores palabras como una toma de
partido, que «los planes de Dios son nuestros planes; a ellos hemos de dedicar
todas nuestras fuerzas y la misma vida». Así pues, siguiendo la costumbre de
elegir un lema para su pontificado y para dejar claro que su propósito no era
otro que el de procurar que los hombres se volvieran a someter a Dios, san Pío
X tomó prestadas para su divisa las siguientes palabras de san Pablo:
«Instaurare omnia in Christo» («Restaurar todas las cosas en Cristo»).
Como se dijo, san Pío X en la
misma encíclica programática, tras denunciar los males, señalaba también los
remedios. En su conjunto constituían, en definitiva, el programa que realizó a
lo largo de su pontificado. En efecto, no se puede limitar el juicio histórico
sobre san Pío X, exclusivamente, a la condena del modernismo. Si se quiere
proceder con rigor hay que estudiar históricamente el mandato de cada sumo
pontífice, y eso sólo es posible si se analizan las decisiones de los sucesores
de san Pedro en relación con el cumplimiento de la misión propia que les
corresponde y que se identifica con el fin sobrenatural de la Iglesia. Y
conviene no perder de vista que el fin de la Iglesia, fundada por Jesucristo no
es otro que la santificación de todos sus miembros. Desde esta perspectiva se
puede afirmar que el pontificado de san Pío X es uno de los más fecundos y
renovadores de la historia, por cuanto sus decisiones promovieron la renovación
de la vida cristiana y afianzaron la eficacia del gobierno interno de la
Iglesia.
En cuanto a la renovación de la
vida cristiana, el magisterio de san Pío X se nos presenta ante todo como
emanado de un gran pastor de la Iglesia, a cuyos fieles impulsó hacia la vida
interior, como medio imprescindible para que cada alma se identifique con
Jesucristo y alcance así la santidad; sin duda, sus efectos no fueron visibles
de inmediato, pero se dejaron sentir en toda su profundidad en los años
posteriores a su pontificado. Fueron muchas las decisiones que tomó en este
sentido, por lo que para una mejor comprensión las resumiremos en estos cuatro
aspectos: la formación doctrinal de los fieles, la atención a los sacerdotes, la
devoción cucarística y la reforma litúrgica. Y, respecto al gobierno de la
Iglesia, hay que referirse a las nuevas disposiciones adoptadas por san Pío X
para la celebración de los cónclaves, la reforma de la curia romana y la
codificación del derecho de la Iglesia.
Tanto por medio de sus escritos
como por su ejemplo personal, san Pío X promovió todos estos objetivos. Así,
para resaltar la importancia que para la práctica religiosa tiene la formación
doctrinal, siguió enseñando personalmente el catecismo hasta 1911 en el cortile
de San Dámaso y en el de Pina en el Valicano; además, elaboró el catecismo que
lleva su nombre, dirigido en principio para la diócesis de Roma y que después
se adoptó para toda la cristiandad, a partir de 1912. De la importancia de la
predicación y de la catequesis habla su encíclica Acerbo nimis (15 abril 1905).
Por otra parte, ya en su encíclica inaugural se había referido san Pío X a la
preparación intelectual y espiritual del clero y recordaba a los obispos que el
cuidado de los seminarios debía convertirse en el principal afán de todos sus
trabajos. En la exhortación Haerent animo (4 agosto 1908), fechada el día de la
celebración de sus bodas de oro sacerdotales, especificaba a todos los
sacerdotes los medios a emplear para conseguir «una virtud nada vulgar», esto
es, la santidad: espíritu de oración, rezo del breviario, lectura espiritual,
exámenes de conciencia y frecuencia en la recepción del sacramento de la
penitencia, asistencia a ejercicios espirituales y celo por la salvación de las
almas. En dicha exhortación quedaba bien patente lo mucho que esperaba el papa
de la santidad de los sacerdotes: «si en el orden clerical se restaurare y se
aumentare la vida de la gracia sacerdotal, nuestros restantes proyectos de
reforma en toda su amplitud tendrán, Dios mediante, mucha mayor eficacia»; por
lo que concluía san Pío X su exhortación Haerent animo aplicando a los
sacerdotes la súplica evangélica («Padre santo, santifícales») y poniendo como
intercesora de su ruego «a la augusta Virgen Madre, Reina de los Apóstoles».
Todas estas enseñanzas dirigidas a los sacerdotes se reforzaron con la
beatificación del cura de Ars, al proponerle como modelo de vida de sacerdote
santo. Además, san Pío X será siempre recordado como el papa que fomentó el
culto a la eucaristía, la comunión frecuente y a ser posible diaria (decreto
Sacra Tridentina Synodus, 20 diciembre 1905) y quien rebajó la edad para que
los niños pudiesen recibir la primera comunión al llegar al uso de razón
(decreto Quam singulari, 8 agosto 1910), medidas todas ellas decisivas en orden
a la consecución de la santidad cristiana y que adquirieron una aceptación
universal, desde que se promulgaron hasta el presente. Y en cuanto a la reforma
litúrgica, además de recordar la referencia que hicimos anteriormente al motu
proprio Tra le sollecitudini, en el que se instaba a la «participación activa
de los fieles en los sacrosantos misterios y en la plegaria pública de la
Iglesia», hay que señalar la reforma del breviario que recogió la constitución
apostólica Divino afflatu (1 noviembre 1911).
En cuanto al gobierno de la
Iglesia, además de asegurar mediante la constitución apostólica Commisum nobis
la independencia de los participantes en los cónclaves al penar con la
excomunión a quienes ejercieran el veto sobre algún candidato —como ya se vio—,
aseguró la libertad de quien fuera elegido, al promulgar junto con la anterior
otra constitución, Vacante Sede Apostólica (24 diciembre 1904), que invalidaba
cualquier pacto o condicionamiento que hubiese estado ligado a los votos
durante la elección. San Pío X también reformó la curia romana, que todavía se
regía por los estatutos de Sixto V (1585-1590) de 1587; por el paso del tiempo
había sagradas congregaciones que ya no tenían razón de existir, mientras que
otras estaban sobrecargadas y con competencias entrecruzadas, de modo que,
mediante la constitución apostólica Sapienti Consilio (29 junio 1908), las
redujo de veinte a once y agilizó su trabajo. Además de las congregaciones,
estableció en la curia tres tribunales y cinco officia y definió con claridad
las competencias de cada una de estas instituciones. Por último, san Pio X
decretó la reforma del Código de derecho canónico que a su muerte dejó muy
avanzada, por lo que correspondió a Benedicto XV su promulgación en 1917.
San Pío X designó como secretario
de Estado a un joven prelado español de 38 años, que había actuado como
secretario del cónclave, Rafael Merry del Val (1865-1930), por su piedad y su
espíritu sacerdotal, por su modestia y su santidad —según manifestó a cierto
cardenal el propio pontífice—, pero también por ser un políglota, ya que nació
en Inglaterra, se educó en Bélgica, era de nacionalidad española, vivió en
Italia, además de ser hijo de diplomático y serlo él mismo, por lo que conocía
los problemas de los países. Cualidades todas ellas a las que venía a sumarse
su condición de no tener ningún compromiso con nadie, debido a su juventud.
Merry del Val fue un buen colaborador del papa, y se mantuvo como secretario de
Estado hasta la muerte de san Pío X (R. Merry del Val, El papa X. Memorias,
Madrid, 1954).
La persecución de la Iglesia en
Francia. El ascenso a la presidencia del gobierno francés de Émile Combes
(1835-1921), en junio de 1902, supuso una nueva persecución para la Iglesia en
Francia. Combes había sido un seminarista de un talante intransigente que llegó
a doctorarse en filosofía escolástica. «La revolución —llegó a escribir en
estos años— que comenzó por la declaración de los derechos del hombre, ha de
terminar proclamando los derechos de Dios.» Pero sus superiores no le
admitieron a la recepción del subdiaconado y abandonó el seminario, dando un
giro radical a su vida: «En esta época —manifestaba tras la mutación— en que
las antiguas creencias más o menos absurdas y en todo caso erróneas tienden a
desaparecer, los principios de la vida moral se refugian en las logias.» Acabó
militando en el radicalismo político y en la masonería con tal sectarismo que
el propio Clemenceau (1814-1929), líder de los radicales socialistas, define a
Combes «como cerebro de cura viejo, no cambiado, sino simplemente salido de
raíles».
Pues bien, Combes, que ya durante
el pontificado de León XIII había comenzado sus ataques contra las órdenes
religiosas, en junio de 1904 rompió las relaciones con la Santa Sede y
suspendió el concordato vigente desde 1801. Daba así un primer paso para de
manera unilateral —sin el concurso de Roma— fijar un nuevo estatuto a la
Iglesia en Francia, que es lo que se conoce como la Ley de Separación de la
Iglesia y el Estado francés de 1905. Pocos días después de la ruptura de 1904,
se presentaron varios proyectos de ley y comenzaron los trabajos
parlamentarios. Sin embargo, Combes no pudo ver aprobada esa ley como primer
ministro, pues fue apartado del gobierno al descubrirse el «escándalo de las
fichas» o ficheros secretos de funcionarios y militares a los que de un modo
arbitrario se les podía ascender o paralizar en función de que fuesen o no
adeptos. Su sucesor, Maurice Rouvier (1842-1911), sería quien promulgase dicha
Ley de Separación el 9 de diciembre de 1905.
La Ley de Separación de 1905 no
reconocía a la Iglesia personalidad jurídica, por lo que dejaba de ser sujeto
de derechos (J. Kerleveo, L’Église catholique en régime pangáis de séparation,
París, 1970). En consecuencia, todos los bienes de la Iglesia en Francia
quedaron sin propietario, por lo que había que crear un nuevo dueño para esos
bienes y se quiso buscar en unas futuras sociedades a constituir, que se
denominaron «asociaciones cultuales». Las asociaciones cultuales, compuestas
por laicos, recibirían su capacidad de la ley civil; a la vez, el texto legal
prohibía la intervención de la jerarquía eclesiástica en las mismas. De este
modo, se arrebataba a los católicos un derecho natural inalienable, pues tal
disposición legal suponía que el derecho a la práctica de la religión emanaba
del Estado, además de arrojar a los católicos franceses a la anarquía religiosa
y al cisma, porque esas asociaciones cultuales y sólo ellas serían las que
podrían disponer de los lugares de culto, al margen o en contra de lo que
pudiera decir el párroco o el obispo. Por último, la ley daba un plazo de un
año para constituir las asociaciones cultuales, porque de no hacerlo así el
Estado se apropiaría de todos los bienes de la Iglesia.
Nadie dudaba de que la amenaza
iba en serio. Ante la posibilidad de perderlo todo, el gobierno francés estaba
convencido de que el papa ordenaría de inmediato a los fieles franceses que
constituyeran las asociaciones cultuales. Esos eran sus cálculos porque, a
pesar de la claridad de san Pío X en su encíclica inaugural, las autoridades
francesas no podían comprender cuáles eran de verdad los «planes» de san Pío X:
Sé cuántos andan preocupados
—dijo el romano pontífice en estas fechas— por los bienes de la Iglesia. A mí
sólo me inquieta el «Bien». Perdamos las iglesias, pero salvemos la Iglesia.
Miran demasiado a los «bienes» y poco al «Bien» (J. M. Javierre, El mundo
secularizado, 2, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXV [2]).
San Pío X, mediante la encíclica
Vehementer (11 febrero 1906), condenó la Ley de Separación; meses después otra
encíclica, Gravissimo (10 agosto 1906), rechazaba tajantemente las asociaciones
cultuales. Por su parte, los obispos franceses celebraron tres asambleas
plenarias para tratar de buscar alguna salida, y ante la imposibilidad de
encontrarla acabaron por cerrar filas al lado del papa. El conflicto era
gravísimo, pero se volvía ahora contra el gobierno, que veía pasar los días sin
que se cumplieran sus objetivos de construir una Iglesia nacional y laica,
dependiente del Estado. Y a la vista de que se agotaba el plazo fijado, decidió
prorrogarlo. Fue inútil; san Pío X, en una nueva encíclica, Une fois encoré (6
enero 1907), manifestaba de nuevo su firme postura y calificaba la disposición
legal como «ley de expoliación». El 13 de abril de 1908 comenzó la incautación
de todos los bienes, por lo que la Iglesia en Francia perdía todo su patrimonio
en bienes muebles e inmuebles y por supuesto se retiró la subvención que el
clero venía recibiendo desde 1801, según lo acordado en el concordato. Al igual
que sucedió durante la Revolución francesa, la Iglesia era despojada de todas
sus pertenencias. En las páginas del Journal Officiel de 1908 se pueden
consultar las largas listas de tantos lugares de culto y objetos religiosos que
fueron a parar a manos particulares. La Primera Guerra Mundial sorprendió al
gobierno francés elaborando nuevas leyes anticlericales para tapar cualquier
resquicio, por pequeño que fuera, por el que la Iglesia se pudiera hacer
presente en la sociedad francesa.
La Iglesia en Italia. La acción
de la Opera dei Congressi se había enturbiado, ya durante el pontificado de
León XIII, entre otras cosas porque en su seno operaba el grupo de la democracia
cristiana, que el sacerdote Romolo Murri (1870-1944) había orientado hacia el
socialismo. El 28 de julio 1904, el secretario de Estado, el cardenal Merry del
Val, en carta a todos los obispos italianos les manifestaba que el papa en
vista de la falta de concordia y de unidad para llevar a cabo sus propósitos,
había decidido disolver la Opera dei Congressi. Poco después, se anunciaba la
creación de otro organismo que sustituiría a la Opera dei Congressi y se supo
también que san Pío X, sin anular totalmente el non expedit de sus antecesores,
lo iba a regular de modo que pudiera haber católicos que fuesen diputados, pero
sin formar un partido confesional. Por fin, la encíclica II fermo proposito (11
junio 1905) daba a saber a los católicos italianos —y naturalmente por
extensión a los del todo el mundo— las pautas que deberían seguir en sus
actuaciones públicas.
Ante todo esto, el clérigo Romolo
Murri se rebeló y fundó en Bolonia la Liga Democrática Nacional (noviembre
1905) en la que se integraron parte de sus antiguos seguidores de la Opera dei
Congressi, conocidos como democra-tacristianos. El grupo de Murri, que en 1902
tenía 6.000 personas inscritas, pasó a 1.600 en 1906, de los que no pocos eran
recién llegados. Y es que ese mismo año, san Pío X en la encíclica Pleni
l’animo (28 julio 1906), sobre la educación del clero joven, desautorizó al
partido de Murri y prohibió a los clérigos que se inscribieran en él. La
condena del modernismo y su enfrentamiento abierto contra el papa significó el
abandono de la Iglesia por parte de Murri. Por lo demás, la Liga Democrática
Nacional desapareció en 1922, y él, abandonado por sus correligionarios, vivió
en soledad sus últimos años. Tras varios intentos fallidos para recuperarle,
Pío XII se dirigió a Murri por carta personal en la que le recordaba los años
vividos como condiscípulos en el colegio de Capranica y le abría la puertas de
la Iglesia. Mostró su arrepentimiento en 1943 y murió al año siguiente.
La encíclica II fermo proposito
daba un sentido preciso a la Acción Católica —que Pío XI reorientará a partir
de 1928, cambio de rumbo que permite hablar de otra Acción Católica diferente—
como instrumento para restaurar todas las cosas en Cristo. Así, la Acción
Católica de san Pío X acogería toda la actividad de los católicos, en cuanto
que católicos, para abrir a Jesucristo la familia, la escuela… la sociedad, en
suma, con el fin de restaurar y promover una civilización cristiana. La Acción
Católica, para operar en Italia, creó un organismo llamado Unione Popolare, que
según sus estatutos estaría formada por cuatro secciones, cada una de ellas con
las misiones específicas que indican sus nombres: la Unión Popular, como órgano
de formación, la Unión Económico-social, la Unión Electoral Católica y la
Juventud Católica Italiana. Las presidencias de estas cuatro asociaciones
formarían la dirección general de la Acción Católica en Italia.
En consecuencia, y por lo que se
refiere a los aspectos políticos de Italia (A. W. Salomone, Italy and the
Giolittian Era, Pennsylvania, 1960), se superaba la fase de la abstención del
non expedit. A partir de ahora los católicos debían prepararse para que, de
acuerdo con las normas de los obispos en cada una de las diócesis, influyeran
en las distintas elecciones. Por otra parte, en el documento pontificio //
fermo proposito, san Pío X al referirse a todas estas actividades y movimientos
de los católicos hacía una mención expresa al papel que correspondía a los
sacerdotes. En uno de sus párrafos, tras advertirles que la demasiada atención a
las cosas materiales les puede llevar a desatender lo más importante que se les
ha entregado, esto es, su ministerio propio de sacerdotes, san Pío X afirma:
«el sacerdote ha de conservarse por encima de todos los humanos intereses […] y
su campo propio es la Iglesia». Daba así a entender el sucesor de san Pedro que
sólo desde la alta estima que merece la misión sacerdotal, se podrían evitar
injerencias de los clérigos en el ámbito de la acción temporal, reservado para
el resto de los fieles que no han recibido las órdenes sagradas.
Como consecuencia de la encíclica
II fermo proposito, en las elecciones italianas de 1909 entraron en el Congreso
24 católicos. En diciembre de 1912, el conde Gentiloni, presidente de la Unión
Popular, pudo llegar a un pacto con Giolitti (1848-1928), jefe del gobierno
italiano, para que en las elecciones de 1913 pudieran figurar 55 católicos en
las candidaturas de los gubernamentales, a cambio de que los católicos en el
resto del territorio apoyasen las listas liberales, siempre que éstas no
atacasen a la familia, a la enseñanza religiosa y a las congregaciones de
frailes y monjas, de las que en definitiva dependía casi en absoluto dicha
docencia religiosa. Realmente, los resultados no fueron espectaculares, pues
sólo consiguieron el acta de diputado 35 católicos, pero de todos modos se
sentaron los precedentes para que después de la Gran Guerra, anulado el non
expedit por Benedicto XV, don Sturzo (1871-1959) fundara el Partito Popolare,
precedente inmediato de la Democracia Cristiana italiana.
La Iglesia en Alemania, Portugal
y España. En cuanto a Alemania (W. Carr, A History of Germany, 1815-1945,
Londres, 1969), cuando a principios de siglo el Zentrum alcanzaba su mayor
desarrollo, sobrevino la crisis del partido. Al ser ya un recuerdo la
persecución religiosa de la Kulturkampf y perder sentido el voto católico de
años precedentes, se enfrió su masa electoral y sus dirigentes se dividieron en
torno a la conveniencia de hacer un partido inlerconfesional. A todo ello venía
a unirse las acusaciones de que eran objeto los dirigentes del Zentrum de ser
antipatriotas y oscurantistas. Por todo ello, los hombres del Zentrum del
llamado grupo de Colonia reclamaban una apertura interconfesional del partido;
por el contrario, sus correligionarios del grupo de Tréveris rechazaban el
interconfesionalismo. Ambos sectores veían en tan contrapuestos puntos de vista
la salida a la crisis. En estas circunstancias, durante las elecciones de 1912
se formó una coalición anti-Zentrum de liberales y socialistas y en esa campaña
electoral se acusó a los católicos de ser «romanos» y antialemanes. Fue
entonces cuando el Zentrum perdió la posición de primer partido del Reich. La
derrota, sin embargo, no supuso una persecución a la francesa, aunque tampoco
hubo tiempo para ello. El estallido de la Primera Guerra Mundial dejó ésta y
muchas cosas más entre paréntesis, entre otras la futura orientación del
Zentrum.
En Portugal, el reinado de Carlos
I (1898-1908) fue un auténtico caos (J. Pabón, La revolución portuguesa, 2
vols., Madrid, 1941-1945) que llevó al país a la bancarrota; fue durante esta
etapa cuando se suprimieron todas las órdenes religiosas. El intento del rey de
implantar una dictadura se saldó con su asesinato y el de su heredero. Nada
cambió en la breve monarquía de Manuel II (1808-1910); destronado, huyó y se
dio paso a la República, que en política religiosa siguió las pautas del
sectarismo francés. El gobierno, apoyado por la masonería, confiscó los bienes
de la Iglesia en 1911, rompió relaciones con la Santa Sede dos años después y
alentó todavía más la persecución religiosa. San Pío X se ocupó de los
problemas de la Iglesia en Portugal en su encíclica Iamdudum in Lusitania (24
mayo 1911). Todas estas medidas supusieron una descristianización de la sociedad,
que comenzó a recuperar espectacularmente sus prácticas religiosas a partir de
las apariciones de Fátima de 1917.
En España (J. Andrés-Gallego, La
política religiosa en España 1889-1913, Madrid, 1975), entre 1903 y 1909 se
intentó sin éxito aprobar la Ley de Asociaciones, con el fin de controlar a las
congregaciones religiosas. Sin que se hubiera llegado todavía a una solución,
en los últimos días de agosto de 1909 tuvieron lugar los acontecimientos que se
conocen como la «Semana Trágica» de Barcelona. De nuevo, el sectarismo
antirreligioso se manifestaba a la española: grupos incontrolados asesinaron a
tres clérigos e incendiaron doce parroquias y cuarenta conventos de la ciudad
condal. Al año siguiente se volvió sobre las congregaciones, con la que
popularmente se conoce como Ley del Candado, por cuanto prohibía el
establecimiento de nuevas órdenes religiosas hasta que no fuera aprobada la Ley
de Asociaciones. Y para comprender lo inexplicable hay que recurrir a la
ingénita esquizofrenia religiosa de los políticos españoles, religiosos en lo
privado y todo lo contrario en público, que permitió elaborar una ley
antirreligiosa pero con una cláusula para que no se cumpliera: la Ley del
Candado quedaría sin efecto si en el plazo de dos años no se promulgaba la Ley
de Asociaciones. Así, los políticos españoles, para maquillarse a la europea,
daban muestras una vez más de su inefable capacidad para estar a favor y en
contra de la Iglesia, porque además de no hacer falta la previsión sobre el
establecimiento de nuevas órdenes religiosas, ya que en España estaban todas
establecidas, el proyecto de Ley de Asociaciones ni se discutió. La Ley del
Candado no sirvió para nada, salvo para encrespar los ánimos de la sociedad
durante todo este tiempo.
Y fue en este clima en el que
tuvo lugar la iniciativa del padre Ángel Ayala (1867-1960) de congregar a un
grupo de «jóvenes selectos», para llevar a la práctica en España las enseñanzas
de la encíclica // fermo proposito de san Pío X. El nuncio impuso (3 diciembre
1909) en el colegio de los jesuítas de Areneros las 17 primeras insignias de la
Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas, cuyo primer presidente
fue Ángel Herrera Oria (1886-1968). Como en principio no tenían un programa
concreto de acción, solicitaron al Vaticano unas normas de comportamiento. El
secretario de Estado, a través del cardenal de Toledo y por lo tanto máximo
dirigente de Acción Católica, les entregó por carta las orientaciones que
solicitaban. Esto era tanto como conceder a la Asociación Nacional un cierto
reconocimiento oficial. Ahora bien —proseguía el secretario de Estado en su
misiva—, los católicos españoles podían afiliarse a cualquier partido, con la
única condición de que esc partido no se declarase enemigo de la Iglesia, y en
consecuencia no se podría tachar de ser malos católicos a quienes se
inscribiesen en otras organizaciones distintas de la de los Propagandistas. En
conclusión, y en línea con el proceder que se había aconsejado a los católicos
de otros países, el Vaticano rechazaba la formación de un partido católico, lo
que valía también de paso para desautorizar al carlismo en sus pretensiones de
representar al catolicismo español. En esta situación, se pensó en que la mayor
influencia de la Asociación Nacional podía ejercerse a través de la prensa, por
lo que se buscaron recursos económicos entre capitalistas católicos vascos para
fundar El Debate en 1911. El Debate, como manifestación de obediencia a la
jerarquía, se sujetó por estatutos a la censura del obispo de Madrid y de todos
los metropolitanos. El periódico desapareció en 1936, no así sus hombres ni la
Asociación a la que pertenecían, a los que volveremos a encontrar en los
siguientes pontificados como protagonistas de la vida religiosa y política de
España.
El modernismo. Si todos los
problemas —descritos hasta aquí— fueron motivo de la preocupación de san Pío X,
ni siquiera todos juntos tenían el calado y las consecuencias del modernismo
(R. García de Haro, Historia teológica del modernismo, Pamplona, 1972). Todos
los conflictos anteriores son externos a la Iglesia; el modernismo, por el
contrario, es interno. Hay que reconocer que san Pío X tuvo una claridad por
encima de lo común para medir las magnitudes del modernismo, además de una gran
valentía para dictar toda una serie de medidas disciplinares para atajar el
problema. Quizás en aquel momento nadie como él supo darse cuenta de las
consecuencias del modernismo de principios de siglo, cuyos efectos siguen
todavía activos al día de hoy.
Las distintas tendencias
modernistas se pueden definir como un nuevo intento gnóstico que trata de
sustituir los fundamentos doctrinales sobre los que su fundador había edificado
la Iglesia, en un afán de desplazar la fe y la Revelación como fundamento del
hecho religioso y colocar en su lugar los criterios del racionalismo y de la
ciencia positivista. En suma, el modernismo subordina la fe a lo que los
modernistas denominan formulaciones de los tiempos modernos, que por ser
contradictorias a la fe acaban modificando el depósito entregado por
Jesucristo.
El círculo de los modernistas fue
muy reducido, realmente eran muy pocos y estaban muy localizados; todos ellos
eran clérigos, entre los que destacaban el sacerdote Alfred Firmin Loisy
(1857-1940) en Francia, el jesuita George Tyrrel (1861-1909) en Inglaterra o el
profesor del seminario romano Ernesto Buonaiuti (1881-1946) y el sacerdote
italiano Romolo Murri, anteriormente citado. Ahora bien, a pesar de ser tan
pocos dejaron sentir su influencia entre los católicos, en primer lugar por su
condición de clérigos de quienes dependen muchas almas y además porque a
diferencia de lo acostumbrado por los herejes de abandonar la Iglesia, lo
propio de los seguidores del modernismo es permanecer dentro de ella, pues el
modernista considera que es su misión reformar la Iglesia de acuerdo con su
propio pensamiento. Así, por ejemplo, el modernista en su concepción dialéctica
concibe la coexistencia —como tesis y antítesis— de una Iglesia institucional y
otra carismática, la primera tradicional y la segunda progresista, gracias a
cuyo enfrentamiento surge el avance; naturalmente, en dicha concepción el
modernista es el representante de los carismas y del progresismo. De aquí que
para ellos no sólo no fuera compatible, sino necesario realizar una crítica
contra los fundamentos mismos de la Iglesia y permanecer a la vez dentro de su
seno. Por eso la estrategia modernista para evitar una excomunión no utiliza
enfrentamientos directos, ni hace afirmaciones tajantes o esconde su
personalidad firmando sus publicaciones con seudónimos, como el de Hilaire
Bourdon, que fue el utilizado por Tyrrel. Como estratega, nadie tan habilidoso
como Buonaiuti, que se las arregló para mantenerse dentro de la Iglesia hasta 1926, a pesar de haber sido
excomulgado en dos ocasiones en los años 1921 y 1924.
Los modernistas no articularon un
cuerpo orgánico doctrinal y prefirieron seguir la táctica de exponer sus ideas
de un modo difuso, utilizando el recurso de las medias verdades. Todo ello,
además de dificultar la actuación de las autoridades eclesiásticas en orden a
establecer la divisoria entre las publicaciones de contenido erróneo, ofrecía a
los modernistas la posibilidad de no darse por enterados, cuando llegase la
condena. A pesar de todo, la claridad y coherencia de san Pío X fue meridiana:
la fe de la Iglesia no tiene necesidad de adaptarse a nada, por cuanto la
plenitud de los tiempos se había producido ya con la revelación de Jesucristo,
Dios hecho hombre. Partiendo de este principio básico que salvaguardaba el depósito
entregado por Jesucristo, san Pío X denunció los objetivos de los modernistas
mediante el decreto Lamentab’üi (3 julio 1907), expuso de un modo organizado la
doctrina del modernismo y la condenó en la encíclica Pascendi (8 septiembre
1907), y estableció toda una serie de medidas disciplinares en varios
documentos, el más importante de todos fue el motu proprio Sacrorum Antistitum
(1 septiembre 1910).
El decreto Lamentabili condena 65
proposiciones modernistas, algunas de las cuales son éstas: la fe propuesta por
la Iglesia contradice la historia; la Sagrada Escritura no tiene un origen
divino y debe ser interpretada como un documento humano; la resurrección de
Jesucristo no fue un hecho histórico, sino una elaboración posterior de la
conciencia cristiana; los sacramentos del bautismo y de la penitencia no tienen
un origen divino; no hay verdad inmutable y ésta evoluciona con el hombre; la
Iglesia, por apegarse a verdades inmutables, no puede conciliarse con el
progreso. Y concluía, literalmente el decreto Lamentabili con la 65 y última
proposición: «El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera
ciencia si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir en
protestantismo amplio y liberal.»
Por su parte, san Pío X en la
encíclica Pascendi, además de indicar los remedios contra la crisis modernista,
retrata tres figuras: la del filósofo modernista, la del creyente modernista y
la del teólogo modernista. El filósofo modernista, por fundamentar sus ideas en
el agnosticismo y reducirse a lo fenoménico, acaba por afirmar el principio de
inmanencia vital, según el cual Dios es un producto de la conciencia que el
sentimiento de cada uno engendra; así las cosas, la conciencia religiosa, es
decir, el «sentimiento» religioso de cada uno, se erige en autoridad suprema,
por encima por supuesto del magisterio y de la autoridad de la Iglesia. El
creyente modernista debía limitarse a elaborar en su interior su experiencia de
lo divino; las creencias, por lo tanto, se identifican con las experiencias singulares.
Por último, se refería el papa al teólogo modernista que, por partir del
principio de que Dios es inmanente al hombre y que en consecuencia la autoridad
religiosa no es sino la suma de todas las experiencias individuales, sostiene
que la autoridad eclesiástica debe regirse por criterios democráticos. Este
radicalismo religioso, inmanentista, individualista y subjetivo de los
modernistas, que vaciaba completamente de sentido a la Iglesia, era condenado
por el sumo pontífice, por ser el modernismo —según se lee en la Pascendi— el
«conjunto de todas las herejías» con capacidad para destruir no sólo la
religión católica, sino cualquier sentido religioso, por cuanto los
presupuestos del modernismo cimentan, en definitiva, el ateísmo.
Así las cosas, no había
posibilidad de entendimiento y sólo cabían el rechazo firme de tales
planteamientos y las medidas preventivas. En este sentido, el motu proprio
Sacrorum Antistitum exigió prestar el juramento antimodernista a los profesores
de disciplinas eclesiásticas y a los clérigos. Dicho juramento contenía una
declaración de fidelidad al magisterio de la Iglesia y el sometimiento al
decreto Lamentabili. La iniciativa de san Pío X fue muy bien recibida; en toda
la cristiandad sólo cincuenta personas se negaron a prestar el juramento
antimodernista.
El final del pontificado en
vísperas de la Primera Guerra Mundial. Los últirnos años de su pontificado se
llenaron de preocupación por la dirección que lomaba la política internacional
de las potencias europeas. San Pío X presentía un desenlace fatal y a muchos de
sus colaboradores cercanos ya.les hablaba del guerrone («la guerraza») que
podía sacudir a la humanidad, antes de que estallara la guerra mundial. Días
después de iniciarse el conflicto armado, mediante la exhortación Dum Europa (2
agosto 1914) hacía un llamamiento en favor de la paz e imploraba que se pusiera
fin a la guerra. Desgraciadamente, san Pío X no fue escuchado. Las noticias de
los primeros días de la guerra mundial le dejaron abatido; cuentan sus colaboradores
que durante esos días el papa lloraba y rezaba insistentemente. A su médico de
cabecera, el doctor Marchiafava, le llegó a manifestar: «Daría en holocausto
esta pobre vida mía, para impedir la matanza de tantos hijos míos.»
El día 15 de agosto sintió un
malestar general y el día 18 Marchiafava comunicó al secretario de Estado la
gravedad de la enfermedad, pues san Pío X tenía encharcados los pulmones.
Consciente de que era el fin, el sumo pontífice pidió los últimos sacramentos.
Poco después perdió la facultad de hablar aunque conservó la lucidez mental y
la mirada. Durante el día 19 en varias ocasiones hizo la señal de la cruz. A
las once y media de la noche entró el cardenal Merry del Val en su habitación;
durante cuarenta minutos san Pío X le estuvo mirando fijamente a los ojos,
mientras cogía la mano de su fiel colaborador. Falleció a la una y cuarto de la
madrugada. ‘En su breve testamento, redactado en 1909, manifestaba una
preocupación y su última voluntad:
Nacido pobre, vivido como pobre y
seguro de morir muy pobre, me apesadumbra no poder retribuir a cuantos me
prestaron sus servicios, especialmente en Mantua, en Venecia y en Roma. Por
tanto, ya que no puedo darles muestras de mi gratitud, ruego a Dios les
recompense con sus bendiciones mejores […] Ordeno que mis restos no sean
abiertos ni embalsamados. Por tanto, a pesar de la costumbre contraria, no
podrán ser expuestos más que unas horas, y después serán sepultados en la
cripta de San Pedro del Vaticano. Pero confío que por eso no me faltarán los
sufragios de los fieles que pedirán la paz para mi alma.
Benedicto XV (3 septiembre 1914 -
22 enero 1922)
Personalidad y carrera
eclesiástica. Giacomo Paolo Battista della Chiesa, es el menos conocido de
todos los pontífices de los dos últimos siglos a pesar de que, por la
importancia de sus decisiones como sucesor de san Pedro, su corto mandato al
frente de la Iglesia —siete años, cuatro meses y veinte días— forma también
parte de los grandes pontificados de la Edad Contemporánea. Nació en Génova (21
de noviembre de 1845), en el seno de una familia de la nobleza italiana. Sus
padres fueron los marqueses Giuseppe della Chiesa y Giovanna Migliatori.
Algunos biógrafos (F. Hayward, Un
pape méconnu: Benott XV, París, 1955, y G. Migliori, Benedetto XV, Milán, 1955)
describen su infancia como la de un niño listo, reflexivo y reservado. Contra
lo habitual de aquellos años, realizó los estudios civiles antes que los
eclesiásticos. Hizo el bachillerato en el liceo de Génova, Danovaro e Giusso.
Al concluir estos primeros estudios y manifestar a su padre sus deseos de
hacerse sacerdote, éste le puso como condición que antes de ingresar en el
seminario cursara la carrera de derecho. Y, en efecto, en la Universidad de
Génova consiguió el doctorado en derecho (5 agosto 1875). Salvada la
resistencia paterna, meses después de doctorarse ingresó (16 noviembre 1875)
como seminarista en el colegio de Capranica, para iniciar los estudios
eclesiásticos en la Pontificia Universidad Gregoriana. Cumplidos ya los 33 años
fue ordenado sacerdote (21 diciembre 1878) e ingresó en la Acadeinia de Nobles
Eclesiásticos, aplicándose al derecho canónico, disciplina en la que también
consiguió doctorarse.
Por su excelente formación como
jurista comenzó a trabajar como auxiliar en la Secretaría de Estado, donde
conoció a Mariano Rampolla (1843-1911). Así surgió entre los dos una amistad de
por vida y desde entonces sus carreras eclesiásticas discurrieron en paralelo,
de modo que cuando Rampolla fue nombrado nuncio de España, en 1882, se llevó a
Madrid a Giacomo della Chiesa como secretario particular. Compaginó sus
quehaceres en la nunciatura con el desempeño de su ministerio sacerdotal y dio
muestras admirables de caridad con los enfermos afectados por la epidemia de
cólera que se desató en 1885.
Cuando Rampolla fue nombrado
secretario de Estado por León XIII, en 1887, Giacomo della Chiesa regresó a
Roma como minutante; en realidad, se convirtió en el secretario particular y
hombre de confianza del cardenal Rampolla. Así se explica que, a pesar del poco
relieve del cargo de minutante, durante estos años se le encomendaran trabajos
de cierta responsabilidad, como el de las relaciones de la Secretaría de Estado
con los periodistas, o se le enviara a Viena en dos ocasiones (1889 y 1890)
para realizar misiones diplomáticas. Es más, a punto estuvo de ser nombrado
arzobispo de Genova, pero fue el mismo Rampolla quien se opuso por pensar que
Giacomo della Chiesa era más útil para la Iglesia en el humilde puesto que
desempeñaba en la Secretaría de Estado que en la sede genovesa. Permaneció en
dicho cargo hasta 1901, año en que fue promovido como sustituto de la
Secretaría de Estado. Tras la elección de san Pío X (1903-1914), su protector y
amigo fue sustituido por un nuevo secretario de Estado, Merry del Val
(1865-1930), quien mantuvo en sus cargos a los colaboradores de Rampolla,
Pietro Gasparri (1852-1934) y Della Chiesa. Como hiciera en Madrid, durante su
permanencia en las oficinas diplomáticas de la Santa Sede compaginó su trabajo
con la atención pastoral. Hasta 1907 dirigió algunas asociaciones piadosas de
Roma y dedicó muchas horas a recibir confesiones, como recuerda una placa del
confesonario que él solía utilizar en la iglesia de San Eustaquio.
En 1907 hubo que cubrir la
vacante de Bolonia, una sede comprometida por las tensiones políticas y
religiosas que allí se habían desatado, lo que hacía muy difícil acertar en la
elección del candidato. San Pío X pensó en Giacomo della Chiesa como la persona
idónea, a sabiendas de que le lloverían las críticas por parte de quienes, por
transformar su sacerdocio en mera burocracia clerical, no alcanzan a ver la
dimensión sobrenatural de la Iglesia y reducen ésta a una plataforma humana de
promoción personal y luchas de banderías. Y, desde luego que, juzgado sólo a lo
humano, el nombramiento del antiguo colaborador de Rampolla como arzobispo de
Bolonia suponía apartarle de su prometedora carrera diplomática. Fue inútil
que, para desvanecer este tipo de interpretaciones, fuera el propio san Pío X
quien le consagrara obispo (22 diciembre 1907) en la capilla Sixtina, en
presencia de Rampolla, Merry del Val y todo el cuerpo diplomático acreditado
ante la Santa Sede. Sin embargo, el tiempo vino a dar la razón en lo acertado
de la elección, pues el nuevo arzobispo realizó un magnífico trabajo, ganándose
el afecto de todos por su bondad y su intensa actividad en la diócesis.
Organizó congresos diocesanos y peregrinaciones, visitó todas y cada una de las
390 parroquias, y se puso a disposición de cualquier fiel que quisiera acudir a
su confesonario donde era bastante fácil encontrarle. San Pío X le manifestó
expresamente por escrito la satisfacción que le producía el desempeño de su
cargo como arzobispo de Bolonia, lo que quiso reconocerle al nombrarle cardenal
(25 mayo 1914). Dicho nombramiento hizo posible que sólo cuatro meses después
pudiese participar en el cónclave, del que saldría elegido como vicario sucesor
de san Pedro.
Entre otros, dos graves problemas
debería afrontar quien saliera elegido papa: el primero, tenía relación con la
vida interna de la Iglesia afectada por la crisis del modernismo; el segundo,
era la situación de los países que desde hacía poco más de un mes estaban
enzarzados en la Primera Guerra Mundial. Así pues, si es mucha la
responsabilidad de los asistentes a cualquier cónclave, la emisión del voto en
el de 1914 resultaba particularmente delicada por las circunstancias del
momento. A pesar de las dificultades derivadas de la guerra, casi todos los
cardenales consiguieron llegar a Roma para elegir al nuevo sucesor de san
Pedro. En la tarde del 31 de agosto entraron en el cónclave 57 cardenales del
total de los 65 que componían el sacro colegio. Esta elección estuvo
reglamentada por las disposiciones que había establecido san Pío X, que fueron
cumplidas escrupulosamente. El día 3, Giacomo della Chiesa obtenía 38 votos,
justo los dos tercios exigidos, por lo que hubo que examinar todas las
papeletas para comprobar si el elegido se había votado a sí mismo, lo que de
haberse producido hubiera invalidado la votación. El nuevo papa adoptó el
nombre de Benedicto XV, en reconocimiento a Prospero Lambertini (1675-1758),
predecesor suyo en la archidiócesis de Bolonia y papa bajo el nombre de
Benedicto XIV (1740-1758).
Al día siguiente de su elección,
Benedicto XV nombró como secretario de Estado al cardenal Domenico Ferrata
(1847-1917), quien ni tan siquiera pudo presentarse ante el papa para
agradecerle el cargo, pues al salir del cónclave cayó enfermo y murió a los
pocos días. Así pues, el 13 de octubre Benedicto XV, «excelente y apasionado
jurista, plenamente hombre de su época que se enfrentó con algunas de las
características esenciales del tiempo que le correspondió vivir, un defensor
constante de una recta convivencia internacional como base de una paz estable»
(G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. II, Pamplona, 1978), se
fijó para el cargo de secretario de Estado en un jurista con experiencia en los
asuntos diplomáticos como el cardenal Pietro Gasparri (1852-1934), al que ya
san Pío X había nombrado presidente de la Pontificia Comisión del nuevo Código
de derecho canónico. Y para que las dos ocupaciones de Gasparri fueran
compatibles y no se demorase la publicación del Código canónico, el papa
designó coma ayudante de Gasparri en los trabajos de codificación al jesuíta
Ojetti, profesor de la Universidad Gregoriana.
Benedicto XV y la Primera Guerra
Mundial. Hasta los primeros días de septiembre, la Primera Guerra Mundial (P.
Renouvin, La crisis europea y la Primera Guerra Mundial 1904-1918, Los
Berrocales del Jarama, 1990) discurría de acuerdo con los planteamientos
trazados desde 1906 por el plan Schileffen: una guerra de movimientos, que en
principio hizo pensar en la victoria alemana en un plazo muy corto de tiempo.
Sin embargo, ninguna de las previsiones iniciales se cumplieron, pues desde la
batalla del Marne (9 al 12 septiembre 1914) los alemanes tuvieron que
replegarse y las características del conflicto cambiaron radicalmente. Se pasó
de la guerra de movimientos a la guerra de trincheras, que convirtió al
enfrentamiento mundial en una guerra especialmente cruel y muy larga, pues duró
cuatro años y medio. Y al cambiar de signo la contienda, también varió el modo
de hacerla, pues en la Gran Guerra no sólo hubo que poner en juego los medios
propiamente militares, sino que fue preciso también utilizar los recursos
económicos, políticos, diplomáticos, psicológicos, etc., que hicieron de ella
una guerra total, al implicar de un modo directo en el conflicto no sólo a los
soldados de los frentes, sino también a la población civil. De modo que en la
captación universal de todo tipo de recursos, el nuevo pontificado —por su
prestigio— se presentaba como una pieza codiciada por las potencias. Todas
ellas se consideraron merecedoras del apoyo de la Santa Sede y se sintieron
legitimadas para ejercer todo tipo de presiones, con el fin de que el papa
realizara una condena expresa de sus respectivos adversarios.
Muy lejos de pretensiones tan
partidistas se encontraba el contenido de la encíclica inaugural de Benedicto
XV, Ad Beatissimi (1 noviembre 1914). Al trazar en ella el programa de su
pontificado, además del problema de la guerra, por fuerza tenía que referirse
el papa a la herejía del modernismo, que aunque aparecida en el pontificado
anterior, todavía golpeará con su tozudez letal sobre las conciencias de tantos
católicos a lo largo de todo el siglo xx. En cuanto a este punto, Benedicto XV
se expresaba así en dicha encíclica: «Y no solamente deseamos que los católicos
se guarden de los errores de los modernistas, sino también de sus tendencias o
del espíritu modernista, como suele decirse.» Pero inmediatamente después de
estas advertencias doctrinales, la encíclica se ocupaba extensamente del
problema de la guerra. Sin tomar posición por ninguno de los dos bandos,
Benedicto XV denunciaba como causa profunda del conflicto la codicia de bienes
materiales que había provocado el materialismo. A continuación, recordaba el
papa la concepción cristiana de los bienes materiales, que por ser sólo una
participación del Bien, su mera posesión no puede reportar la felicidad a los
hombres. Y frente al imperio de la fuerza, el papa solicitaba el cese de las
hostilidades y proponía que fuera el derecho quien regulase las relaciones
humanas. No cabía mayor sinceridad y dramatismo en las palabras de Benedicto
XV:
Que nos escuchen, rogamos,
aquellos en cuyas manos están los destinos de los pueblos. Otros medios
existen, ciertamente, y otros procedimientos para vindicar los propios
derechos, si hubiesen sido violados. Acudan a ellos, depuestas en tanto las
armas con leal y sincera voluntad. Es la caridad hacia ellos y hacia todos los
pueblos, no nuestro propio interés la que nos mueve a hablar así. No permitan,
pues, que se pierda en el vacío esta nuestra voz de amigo y de padre.
Pero ni éste ni otros muchos
llamamientos del pontífice en favor de la paz fueron escuchados. Al contrario,
sería más preciso decir que fueron muy mal recibidos por los gobiernos
implicados en la guerra, predispuestos a rechazar cualquier declaración que no
les fuera favorable. De modo que mientras en un periódico alemán se equiparaba
la encíclica a las «exclamaciones de una vieja de los tiempos de 1830», en otro
rotativo francés se la calificaba como «atmósfera vaticana fabricada en
Alemania».
Ante tan cerradas actitudes el
papa, que no estaba dispuesto a permanecer ajeno e indiferente ante el
sufrimiento de millones de seres, emprendió toda una serie de acciones
humanitarias, que eran manifestaciones prácticas de la virtud de la caridad
cristiana hacia las víctimas de la guerra: heridos, prisioneros, desplazados o
desaparecidos. De entrada, suplicó que al menos el día de Navidad de 1914 se
hiciera un alto el fuego; y aunque esta vez su propuesta fue mejor recibida que
la encíclica, nadie quiso secundarla. No por ello se desalentó Benedicto XV, y
en mayo de 1915 encargó a monseñor Federico Tedeschini (1873-1959), sustituto
de la Secretaría de Estado, que organizase en las dependencias de la propia
Secretaría de Estado una oficina para recabar datos sobre combatientes
desaparecidos y trasladar la información a sus familias. Se estableció en Berna
una comisión permanente, dirigida primero por Selvaggini Marchetti y después
por Luigi Maglione (1879-1944) para llevar las negociaciones en favor de los detenidos,
fueran éstos civiles o militares. Todas estas iniciativas del papa se llevaron
a cabo sin excluir a nadie por motivos de religión o nacionalidad. Gracias a la
intervención de la Santa Sede, ya en la primavera de 1915 se pudo realizar en
Suiza un intercambio de prisioneros, que habían quedado inhabilitados para el
servicio militar. En conjunto, unos 100.000 prisioneros de guerra heridos
fueron trasladados a países neutrales. Para estos mismos fines humanitarios, el
Vaticano organizó diversas colectas y recogió más de 82 millones de liras-oro.
Sólo en Alemania, con el apoyo
del episcopado, se siguió la pista a 800.000 desaparecidos, de los que la
administración estatal no tenía ninguna noticia; de ellos se pudo localizar el
paradero de una octava parte, de los que 66.000 todavía vivían. Por su parte,
el rey de España, Alfonso XIII (1902-1931), secundó la iniciativa de Benedicto
XV y transformó su propia secretaría particular de palacio en una oficina que
cubrió entre otras las siguientes funciones: información sobre desaparecidos,
intercambio de prisioneros, repatriaciones de militares heridos o enfermos de
gravedad, repatriaciones de población civil, conmutación de penas y envío de
fondos a personas de los territorios ocupados que estaban incomunicados de sus
familias. De este modo, sólo en la oficina de Alfonso XIII se realizaron
250.000 investigaciones sobre desaparecidos, se consiguió repatriar a más de
6.000 soldados y se libró de la muerte a unas 50 personas condenadas a la pena
capital. Además de impulsar todas estas ayudas humanitarias, Benedicto XV dictó
toda una serie de disposiciones para facilitar la atención espiritual de los
capellanes en los frentes; así, por ejemplo, autorizó para los soldados que
fueran a entrar en combate la absolución general sin confesión previa de sus
pecados, cuando ésta se hacía imposible por el número de personas, con la
obligación de que los penitentes los declarasen auricularmente en la primera
oportunidad que tuvieran posteriormente. Además de los cuantiosos daños materiales
y de los incalculables sufrimientos morales, la Primera Guerra Mundial se cobró
unos 23 millones de muertos, 13 millones de soldados y 10 millones de civiles
que perecieron por hambre. Ante tan escalofriante escalada de la muerte, habrá
que concluir que la decisión adoptada por Benedicto XV, en 1915, permitiendo a
los sacerdotes celebrar tres misas el día de los difuntos, es algo más que una
mera coincidencia en el tiempo.
En mayo de 1917 Benedicto XV
consagró personalmente obispo a Eugenio Pacelli —futuro Pío XII (1939-1958)— y
le envió como nuncio a Munich para sondear a toda una serie de personalidades
con el fin de redactar una propuesta de paz. Por entonces, la Primera Guerra
Mundial se había estancado, de modo que no se veía su final. El resultado de
todos estos trabajos fue la propuesta de paz (1 agosto 1917) firmada por el
papa, que se envió a los gobiernos. Dicho documento, tras definir la guerra
como una «inútil destrucción», apostaba por una paz sin vencedores ni vencidos
construida sobre los siguientes seis puntos: 1) desarme y sometimiento a un
arbitraje obligatorio para dirimir los conflictos entre Estados; 2) libertad de
navegación; 3) condonación mutua, entera y recíproca de los daños y gastos de
guerra; 4) restitución de los territorios ocupados; 5) regulación armónica de
los territorios en litigio, esto es, de Alsacia y Lorena, disputados entre
Francia y Alemania, y de Trieste y el Trentino, entre Austria e Italia; 6)
solución particular para las cuestiones territoriales de Armenia, Balcanes y
Polonia.
Una vez más fue desatendido el
llamamiento del papa, pues ninguno de los dos bandos estaba dispuesto a
negociar. Desde esta actitud beligerante en extremo, la nota de Benedicto XV
ofrecía un flanco fácil. Por la referencia a la guerra como una inútil
destrucción, el escrito pontificio fue tachado como «propaganda criminosa
contra la guerra, tendente a minar la moral del combatiente». Así las cosas, no
había manera de que se hiciese oír el sucesor de san Pedro, porque bien
diferente al suyo era el discurso dominante de esos años. Meses después de dar
a conocer su iniciativa Benedicto XV, el presidente de Eslados Unidos, Woodroow
Wilson (1856-1924), hacía públicos sus 14 puntos para un plan de paz, en los
que la justicia y el derecho propuestos por el papa eran sustituidos por el
diktat del vencedor, en el que se anunciaban fuertes sanciones a Alemania y la
desintegración del Imperio austrohúngaro.Y, en efecto, la guerra acabó por
derrota dejando tras de sí una sacudida universal de sufrimiento. Y como los
arreglos de paz que la sucedieron no se construyeron ni sobre la justicia y la
paz, sino sobre la imposición de los vencedores, quedaba así sembrado el germen
de peores calamidades para el futuro.
Las relaciones de la Santa Sede
con las naciones europeas. Durante el segundo año del conflicto mundial Italia
entró en guerra, integrándose en el bando de la Entente. Esta tardía
incorporación venía a aumentar la preocupación del pontífice, empeñado como
estaba en la paz. Y razones tenía Benedicto XV para preocuparse, pues la
incorporación de Italia, de entrada, supuso el aumento de las dimensiones de la
catástrofe y el aislamiento diplomático de la Santa Sede por la retirada de los
embajadores de Prusia, Baviera y Austria, es decir, los representantes de los
Imperios centrales que se alineaban en el bando enemigo de Italia. También
abandonaron la ciudad eterna los diplomáticos de las potencias a las que se
había sumado Italia; esto es, los representantes de la Entente, a excepción de
un encargado de negocios británico. Gracias a la guerra, se cumplía así uno de
los objetivos del estatismo liberal: el aislamiento de la Iglesia. Como se supo
con posterioridad, dicho aislamiento quedó formalmente reflejado en la cláusula
secreta del artículo 15 del tratado de Londres (26 abril 1915) en el que Italia
puso como condición para entrar en guerra junto a Francia y Gran Bretaña el
rechazo por parte de los aliados de toda iniciativa de paz procedente del papa
y la exclusión de la Santa Sede en las conversaciones de paz al término de la
guerra. La posición del gobierno italiano excluía, por tanto, cualquier
solución a la llamada «cuestión romana», que desde la pérdida de los Estados
Pontificios permanecía a la espera de conseguir una fórmula que garantizase la
autonomía del papa. Durante el pontificado de Benedicto XV todo quedó en una
serie de conversaciones de acercamiento entre representantes de la Santa Sede y
el gobierno italiano. Habría que esperar al siguiente pontificado para llegar
al arreglo de la cuestión romana.
En cuanto a la actividad política
de los católicos italianos, ésta se vio afectada por una serie de novedades
durante estos años. En 1919, el sacerdote Luigi Sturzo (1871-1959) —cuya
trayectoria nos resulta conocida, por las actividades que llevó a cabo en
pontificados precedentes— fundó el Partido Popular italiano (18 enero 1919) con
un decidido empeño en eliminar del mismo su carácter confesional. A diferencia
de otras organizaciones que Sturzo había dirigido, en el Partido Popular no
habría capellanes ni se amalgamaría su organización con la estructura las
diócesis italianas. Y aunque la Santa Sede no sería responsable de sus
actuaciones por cuanto que el Partido Popular no la representaba, sin embargo
la influencia de la Secretaría de Estado sobre sus dirigentes fue evidente
durante estos años. Esta nueva situación movió a Benedicto XV a suspender
definitivamente el non expedit (12 noviembre 1919) que impedía participar a los
católicos en la política. En las elecciones de ese mismo año el partido de
Sturzo consiguió 103 diputados, una minoría parlamentaria de tal peso con la
que a partir de entonces los gobiernos tendrían que contar.
Por entonces también comenzaban a
dar sus primeros pasos dos nuevas fuerzas políticas en Italia: el fascismo y el
comunismo. El 23 de marzo de 1919, en un local de la plaza del Santo Sepulcro
de Milán, se reunió Benito Mussolini (1883-1945) con 118 individuos para fundar
los fascios italianos de combate y en su programa —entre otros puntos— se
exigía la expropiación de los bienes de las congregaciones religiosas y la
derogación de la ley de garantías. Por otra parte, en 1921 Amadeo Bordiga y
Antonio Gramsci (1891-1937), apoyándose en la Federación de las Juventudes
Socialistas, se separaban del partido socialista para fundar el partido
comunista. Cuando murió Benedicto XV en 1922, todavía faltaba un tiempo para
que el totalitarismo desplegara toda su inhumana capacidad, pero algo se podía
ya aventurar por las noticias que llegaban de lo sucedido en Rusia desde 1917,
donde en opinión de Lenin (1870-1924) «la revolución avanzaba muy despacio,
porque se fusilaba muy poco».
En cuanto al resto de los países
durante este pontificado, conviene recordar que en 1921 Irlanda conseguía la
independencia; lógicamente, en un país en el que el 92 % de su población era
católica, la Iglesia obtuvo un mayor campo de actuación que en la etapa
precedente.
Por su parte, en Francia se
mitigaron los ataques de la época de Combes (1835-1921) y se reanudaron las
relaciones diplomáticas, rotas desde 1905. Desde el principio, Benedicto XV no
escatimó gestos para conseguir un entendimiento. A pesar de no mantener
relaciones con Francia, Benedicto XV se dirigió por carta personal al
presidente de la República francesa para comunicarle su elección como sumo
pontífice. En las negociaciones de Versalles, el enviado pontificio se
entrevistó con Aristide Briand (1862-1932), presidente del Consejo de
Ministros, con el fin de buscar una fórmula de arreglo. El 16 de mayo de 1920
tuvo lugar la canonización de santa Juana de Arco (1412-1431), en la que el
gobierno francés quiso estar representado oficialmente. Por fin y a pesar de la
violenta oposición de los radicales y los socialistas, el Parlamento aprobó (30
noviembre 1920) el restablecimiento de relaciones diplomáticas por 391 votos
favorables, frente 179 en contra. En 1921, monseñor Bonaventura Cerretti
(1872-1933) era nombrado nuncio de la Santa Sede en París.
Y en cuanto a España, la
incapacidad y la división de los católicos que actuaban en la vida pública fue
la nota dominante de este período; aquí la crisis política acabó por
resquebrajar el régimen español y mediante un golpe de Estado (13 septiembre
1923) el general Miguel Primo de Rivera (1870-1930) impuso una dictadura.
Ya fuera de Europa, es preciso
mencionar que se encararon muy mal los acontecimientos para los católicos de
México, donde al calor de la revolución iniciada en la segunda década del siglo
se desató una persecución contra la Iglesia, que se prolongó durante el
pontificado de Pío XI (1922-1939).
La vida de la Iglesia. A pesar de
que buena parte del pontificado de Benedicto XV transcurrió durante los años de
la guerra y la durísima posguerra, no por ello se desatendió el desarrollo de
la vida interna de la Iglesia. En este sentido, Benedicto XV continuó algunas
reformas promovidas por su predecesor. Sin duda, la más importante fue la
renovación de la legislación eclesiástica, una tarea que duró trece años.
Benedicto XV, mediante la bula Providentissi-ma Mater (27 junio 1917), promulgó
el nuevo Código de derecho canónico. Además, estableció una comisión
especializada para vigilar la correcta interpretación de las nuevas
disposiciones legales. Por otra parte, ya en la encíclica inaugural, el papa
había llamado la atención a todos los obispos sobre la trascendencia de la
formación del clero. De modo que con el fin de mejorar las enseñanzas
eclesiásticas, en 1915 creó la Congregación de Seminarios y Universidades.
En otro orden de cosas, una de
las sanciones impuestas a Alemania en las conversaciones de paz fue la pérdida
de sus colonias. No era difícil adivinar que a continuación los misioneros
alemanes serían obligados a repatriarse; sucedía todo esto sin tan siquiera
escuchar a la Iglesia, pues la Santa Sede había sido excluida de dichas conversaciones.
Con el fin de evitar las graves consecuencias que esta decisión acarrearía a
las misiones en las antiguas colonias alemanas, Benedicto XV encargó al futuro
nuncio en París que mediante los contactos que pudiese establecer evitara a
toda costa la repatriación de los misioneros. Monseñor Cerretti triunfó en su
misión y consiguió que en los tratados de paz se reconociera a la Santa Sede
como propietaria de las misiones católicas alemanas, con lo que se garantizaba
la continuidad evangelizadora. En este sentido, pocos días después de la firma
del Tratado de Versalles (28 junio 1919), que marca el comienzo de una alocada
carrera nacionalista, el papa publicó la encíclica Máximum illud (30 noviembre
1919), en la que trazaba las líneas fundamentales de las misiones; en dicha
encíclica se presenta la concepción universal de la Iglesia, que acoge a todos
los hombres sin discriminaciones nacionales, por ser todos igualmente hijos de
un mismo Padre y redimidos sin excepción por Jesucristo en la cruz.
Benedicto XV proponía como
objetivo primordial la formación de un clero indígena sin rebaja alguna
respecto al de Europa, de modo que se le pudiera encomendar a su tiempo el
gobierno de la Iglesia en aquellas tierras. Mientras esto se conseguía,
recordaba el documento pontificio a los misioneros que ellos no eran
embajadores de sus Estados, sino de Cristo, y con toda claridad describía la
función sobrenatural del misionero, como predicador del Evangelio, ante el
peligro de cambiarla por otra de tipo humano equiparándose a benéficos
colonizadores:
Recordad —son palabras de esta
encíclica dirigidas a los misioneros— que no debéis propagar el reino de los
hombres, sino el de Jesucristo, y no es deber vuestro el añadir ciudadanos a la
patria terrena, sino a la celestial […] El pensar más en la patria terrestre
que en la suprema […] representaría una de las más tristes plagas para el
apostolado, la cual paralizaría en el misionero el verdadero celo en las almas
al tiempo que entre los indígenas perdería toda autoridad.
Durante el corto pontificado de
Benedicto XV, las misiones conocieron una importante expansión. Además de las
delegaciones apostólicas de Japón (1919) y Albania (1920), se erigieron ocho
arzobispados, 25 obispados, 30 vicariatos y prefecturas apostólicas y cuatro
prelaturas nullius. Muchas de las iniciativas de Benedicto XV, continuadas por
su sucesor, pudieron hacerse realidad gracias al apoyo que encontró en el
prefecto de la congregación De Propaganda Fide, el cardenal Wilhelm von Rossum
(1854-1932), que ocupó este cargo desde 1918 hasta su muerte. Rossum «es
considerado como el promotor de las “misiones mundiales” católicas, ya que se
despidió del europeísmo, pugnó por la adaptación y llevó adelante la formación
y promoción del clero indígena bajo obispos indígenas» (H. Jedin, Manual de
historia de la Iglesia, l. VIII, Barcelona, 1978).
La misma advertencia que hacía a
los misioneros de que no era su misión propagar el reino de los hombres sino el
de Jesucristo, pero referida a la predicación de todos los sacerdotes, ya había
sido expuesta con anterioridad en otra encíclica, Humani generis Redemptoris
(15 junio 1917), en la que el papa señalaba como objetivo de la predicación la
conversión interior de los oyentes, para lo que era preciso que el predicador hablara
sólo de Dios y de los deberes hacia él, y no de las ocurrencias humanas del
orador, por brillante que fuera su exposición, pues no se trataba de impactar
al auditorio, sino de remover cada alma hacia Dios.
Por otra parte, en esta necesidad
de conversión interior de cada alma se resume el mensaje que la Virgen
transmitió a tres niños portugueses —Jacinta, siete años; Francisco, nueve
años, y Lucia, diez años— durante el año 1917 en las seis apariciones que
tuvieron lugar cada mes, desde el 13 de mayo al 13 de octubre. Las apariciones
de Fátima (C. Barthas, La Virgen de Fátima, Madrid, 1963) sometidas a proceso
canónico desde 1922, fueron declaradas en 1930 como dignas de crédito, por lo
que se autorizó el culto oficial a la Virgen María, bajo la advocación de
Nuestra Señora de Fátima. Desde el principio, la afluencia de peregrinos ha ido
en aumento, hasta el punto que se puede considerar a Fátima como uno de los
centros marianos más importantes de todos los tiempos.
Benedicto XV tomó algunas
decisiones de carácter ecuménico. En febrero de 1916 estableció para toda la
Iglesia universal el octavario para rezar por la unidad de todos los
cristianos. Para conseguir la aproximación a los orientales, en 1917 creó una
congregación especial para la Iglesia oriental y fundó el Instituto Oriental.
Casi al final de su pontificado tuvo lugar un encuentro con los anglicanos,
conocido como las primeras conversaciones de Malinas, que se celebraron entre
los días 6 y 8 de diciembre de 1921.
Poco después del acontecimiento
anterior, en los primeros días del año 1922 Benedicto XV se vio afectado por un
catarro que en pocos días degeneró en bronquitis, agravando su estado de salud
el 20 de enero, día en que se le diagnósticó una neumonía. El pontífice
falleció dos días después, a las seis de la mañana. Sus restos mortales reposan
en las grutas vaticanas de la basílica de San Pedro, en un sarcófago con
estatua yacente de Benedicto XV, obra de Giulio Barbieri, costeada por la
archidiócesis de Bolonia. Poco después de morir, los turcos erigieron en
Estambul una estatua de Benedicto XV con una placa en la que se puede leer: «Al
gran papa que vivió la tragedia mundial como benefactor de todos los pueblos,
al margen de su nacionalidad o religión.»
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