¿Por
qué ejercen ese efecto tan extraño sobre mí las noches de invierno de Múnich?
Parece como si el frío encogiera un poco a la gente, como si ésta necesitara
menos espacio del habitual. Tal vez por eso llevan esa ropa tan espantosa. La
mayoría se viste de animal de los pies a la cabeza. Disimulan su encogimiento
con largos pelambres de animales muertos. Se calan sombreros ridículos con
plumas de colores chillones, y, en lugar de calzar mocasines como los
auténticos indios, usan botas de pelo. Con semejante indumentaria, la figura
humana parece haber sufrido una implosión, queda hundida, reducida. Por esta
razón, los edificios, ya de por sí demasiado grandes, se despliegan a ambos
lados de las avenidas de anchura inhumana y los carros de triunfo y las figuras
femeninas empuñando espadas que coronan los monumentos adquieren proporciones
monstruosas. Resulta extraño todo esto. El agua del río Isar está agitada; el Siegestor, el Arco del Triunfo, espera
con su inmensa abertura a los ejércitos triunfantes. Esos majestuosos
edificios, sumidos en una abstracción de gris y ocre, no parecen destinados a
los seres humanos. La nieve revolotea impulsada por el viento, que vacía aún
más los espacios entre los vetustos edificios. Un halo de irrealidad envuelve
la ciudad. Sus dimensiones la convierten en la comparación hiperbólica de otro
mundo, la expresión máxima de lo que en otro lugar es la medida humana normal.
Es un poco angustiante. No es de extrañar que De Chirico se sintiera a gusto
aquí, pues los edificios de esta ciudad producen el mismo efecto que en sus
cuadros. Son unas construcciones inquietantes, con un significado que va más
allá de sí mismas y de su función. Se prestan a ser utilizadas por quienes
desean proyectar su estado de ánimo sobre un entorno real, un estado de ánimo
que no es sino lo irreal convertido en amenaza, y eso es lo que genera
angustia. Nórdica en un día frío, sureña en un día de sol, la ciudad de Múnich
se deja leer por el tiempo que hace, y esa lectura es la que recibe el
transeúnte sensible. Los edificios amenazan, los monumentos alardean, las
calles se repliegan, el transeúnte se encoge.
Es
una mañana de domingo. En busca de un café me adentro por los amplios
vestíbulos de la Hofbräuhaus, la
antigua cervecería. Una equivocación. No hay prácticamente nadie sentado a las
largas mesas vacías. La poca gente que hay tiene enfrente medio litro de
cerveza, o un litro entero. Beben con el semblante apagado como consecuencia de
la noche del sábado. Ahora que se han desprendido de las pieles, puedo ver sus
cuerpos ataviados con la indumentaria típica de la región, calcetines hasta la
rodilla y pantalones de cuero de media pierna, unas prendas que significan algo
más que el cuero con el que están confeccionadas. Hay una tarima vacía para una
orquesta que está por llegar y que oigo sin oírla. Consulto el menú del día
—callos agrios, albóndigas con salsa de pimienta, ensalada de sémola con
vinagre y salchicha de Regensburg—, veo cómo los enormes barriles de futura
orina son alzados y vertidos en la boca, saboreo otros tiempos y salgo a la
calle.
Giorgio de Chirico
(1888-1978)
El hijo pródigo, 1922
El
viento me levanta. Tras pasar por delante de la agresiva perfección de los
escaparates llego al Hofgarten, el
jardín del castillo. Quien crea que no me gusta, se equivoca: alimentar ciertos
sentimientos de angustia puede resultar placentero. Además, el Hofgarten es un jardín cercado,
bellamente diseñado, sin gente —plantas heladas, setos, crujido de grava—, una
extensión fría, geométrica. Sobre las paredes de la galería gris hay escritos
unos poemas, telegramas de nostalgia de lo inalcanzable. Llevan como título los
nombres de las islas griegas.
Poros
Dicen unos que un ecuestre tropel, infantería
otros, y ésos, que una flota de barcos
resulta lo más bello en la oscura tierra,
pero
yo digo que es lo que uno ama.
Safo,
pone debajo. Una mujer griega escribiendo unas palabras sobre una fría pared
alemana. «Blüht Ionien? Ist es die Zeit?» (¿Florece Jonia?, ¿llegó su hora?),
se pregunta Hölderlin, y, a través del estuco ciego y amarillo de la pared,
vislumbro una imagen de trirremes y almendros en flor.
—Fotografiándolo
se acaba antes —me advierte el único transeúnte, pues ignora que copiando el
poema por escrito lo reescribo.
De
modo que ya he experimentado ciertas sensaciones cuando me adentro en la Haus
der Kunst para visitar la gran exposición de De Chirico. Curioso destino el de
las obras de los pintores famosos. Nacen como telas claveteadas sobre madera,
que después son cubiertas de pintura con la que se expresan los pensamientos o
sentimientos del artista, o mejor dicho, la representación de sus pensamientos
o sentimientos, y a partir de ese instante se convierten tanto en pura materia
como en algo que no admite descripción, cálculo o definición, lo mismo que un
sueño. Oscuro territorio, al igual que el alma humana. No puedo evitarlo,
empiezo a ver los cuadros como personas. Por este motivo me siento muy confuso
al entrar en la primera sala grande. Son demasiadas obras. Las conozco todas
pero nunca antes las había visto expuestas de esa manera, no sé ni siquiera por
dónde empezar. Es como si me encontrara con unos personajes célebres que sólo
conozco de verlos en fotografías y a los que ahora observo con descaro desde
cualquier rincón, de cerca o de lejos. Ellos no pueden reaccionar.
¿En
qué consistirá eso de la mística de lo «auténtico»? ¿Acaso no habría yo captado
la esencia del arte de De Chirico si las obras expuestas hubieran sido meras
reproducciones? Naturalmente que sí. Naturalmente que no. Las reflexiones que
te inspira la obra son las mismas, claro está. La diferencia radica en que la
reproducción carece de la función de fetiche del original. Éste es el objeto
creado por las propias manos del pintor, el que inicia su vida como obra
artística en el instante en que el pintor la ha dado por terminada. El objeto
tiene tal o cual antigüedad, el objeto es el que ha de viajar de Nueva York a
Londres, de Londres a Múnich y de Múnich de nuevo a París. Te asalta un
pensamiento absurdo pero inevitable: ¿se cansará el objeto de tanto movimiento?
¿Tendrá un hogar, algún lugar para descansar? Te preguntas también si el cuadro
echó de menos al pintor cuando éste murió y si despreció las obras de su
periodo posterior, como hicieron los viejos amigos de De Chirico, los
surrealistas. «The death of the poet was
kept from his poems[5]», escribe Auden a la muerte de Yeats. Pensamiento mágico, o sentimental, pues el
poema en sí no sufre, como tampoco sufre una pintura. Entonces ¿por qué
experimentamos esa sensación tan extraña ante la Mona Lisa o Les Demoiselles
d’Avignon? Magia, dejémoslo así de momento. Magia es lo que siento a mi
alrededor mientras deambulo por la sala entre abrigos de loden y gorras de
cazador que arrastrados por el vaivén de una marea indefinida se deslizan de un
lado a otro por delante de esos rectángulos cubiertos de pintura. Pinturas que
expresan los pensamientos más íntimos, los sueños y temores de un italiano
nacido en Grecia, un hombre que, según decía él mismo, había hallado
inspiración en la obra de Nietzsche, sentía fascinación por la arquitectura de
Turín —la cual, por su carácter norteño, tan poco común en Italia, era un
complemento de la de Múnich, al otro lado de las montañas— y señalaba como
fuerza motriz de su pintura un instante «místico» vivido en una plaza de
Florencia. Una tarde otoñal del año 1910,
en la Piazza Santa Croce de Florencia, tuvo la suerte de vivir una experiencia
que durante un instante le apartó de la realidad visible, permitiéndole
percibir la visión de un mundo de imágenes propio de carácter metafísico.
(Wieland Schmied, Las siete ciudades de
Giorgio de Chirico). «Lo que me sucedió entonces me resulta imposible de
explicar —comenta el propio pintor—. Sigue siendo un misterio para mí». Y
tituló su cuadro El enigma de una tarde
de otoño.
Que
un pintor considere que algo es un enigma no te dispensa de la obligación de
intentar desvelar dicho enigma, pues eso es precisamente lo divertido. ¿Ah, sí?
¿Y qué sucede cuando has logrado «saber» más? Pues que el cuadro se torna más
misterioso aún. Ah, ¿es esto acaso un alegato a favor de lo oscuro? Ni mucho
menos, pues una cosa ha quedado clara: aquí de lo que se trata es de enigmas.
Pero ¿no hemos dicho que íbamos a intentar desvelar el enigma? Hemos depositado
el cuadro sobre el diván, hemos ido a por las lecturas del pintor: su amor por
los clásicos y por la cultura de la Antigüedad, la luz griega de su lugar de
nacimiento, sus mudanzas a regiones cada vez más nórdicas y sus retornos a
casa, su afinidad espiritual con su hermano Andrea (autor de magníficos libros
escritos con el seudónimo de Alberto Savinio). Hemos leído una novela escrita
por el propio pintor, Hebdomeros,
hemos seguido sus caminos errados y por tanto también su «regreso». Ahora ya
sabemos mucho de él y nos encontramos frente al fetiche en un museo europeo
cualquiera. Con todo, el cúmulo de conocimientos adquiridos no logra disipar
esa extraña sensación que nos embarga al contemplar su obra y que no admite
descripción, cálculo o definición. Y es un alivio. Semejante sensación sólo
puede experimentarse cuando el cuadro es más fuerte que la suma de sus
interpretaciones.
Recuerdo
que, al poco de morir Roland Barthes, iba yo conduciendo por las montañas de la
Alta Saboya mientras escuchaba por la radio la repetición de un programa
musical en el que personajes famosos solicitaban sus canciones favoritas.
Barthes eligió los Études de
Schumann. Era una música bellísima la que me acompañó en aquel viaje solitario
por las montañas sombrías. Al concluir ésta, el entrevistador le pidió a
Barthes que expusiera la razón por la que le gustaba tanto esa música. Yo agucé
el oído. Una persona que yo admiraba por su brillante capacidad verbal se
disponía a hacer algo que yo era incapaz de hacer: razonar por qué le gustaba
una determinada música. Durante un buen rato no oí sino el zumbido de mis
limpiaparabrisas. Entonces habló la voz del muerto. Dijo que le resultaba
imposible explicar por qué le gustaba esa música, dado que ésta se correspondía
con todo lo que le resultaba íntimamente inefable. Yo sentí la satisfacción del
cobarde, y no fue hasta más adelante cuando comprendí que había aprendido una
lección muy simple: a veces, como sucede con un cohete teledirigido, la obra de
arte se dirige justamente a ese objetivo en tu interior que alberga un enigma
semejante al expresado por la propia obra. Sabes de qué va ese enigma,
platónicamente existe la posibilidad de que alguna vez encuentres la fórmula
para expresarlo, pero tendrás que seguir buscándola, y, mientras no la hayas
encontrado aún, no se te ocurra desvelar el enigma ni menos aún ofenderlo
mediante la invención de una fórmula zafia. Observar, escuchar, leer, eso
siempre funciona.
«¿No
son ésas grandes palabras dentro de una burbuja?». Habla mi amigo y mi doble,
un enano racionalista que siempre quiere enterarse de todo y que siempre carga
con una maleta vacía en la que pretende guardar todas las pruebas que yo soy
incapaz de facilitarle. Pues ¿cómo voy a exponer yo el motivo por el que tal o
cual cosa me gusta? Esa mujer grandota sentada sobre un entarimado, su cabeza
sin rostro apoyada sobre el brazo mastodóntico, el brazo apoyado en la rodilla
oculta bajo una falda. ¿Qué explicación puede haber para esas piernas tan
cortas, esa ausencia de pies? No sé, es imposible definir lo que transmite ese
cuadro exactamente, lo único claro es que yo lo recibo como una terrible
melancolía. «Sí, tu receptor es especialista en melancolía», dice mi segunda
voz. Bueno, lo que tú digas. Lo que más me llama la atención es la cabeza
vacía, que a pesar de su vacío es expresiva. Creo que se debe a la postura. El
rostro enmarcado por dos mechones de pelo no tiene nariz, ni ojos, ni boca. Lo
que lo convierte en rostro de mujer es la manera en que reposa sobre la gran
mano. Sí, es eso. Pintar un rostro sin ojos y pintar al mismo tiempo la
expresión que esos ojos tendrían de haber existido, eso es lo que yo llamo
magia, y la magia anula las leyes. Por esta misma razón aceptamos que la mujer
sobre el entarimado sea más grande que los edificios que se alzan a sus
espaldas, que tenga el regazo lleno de cubos y rectángulos de por sí carentes
de significado, que el entarimado no acabe en ningún lado, que los jirones de nubes
del cielo sean iguales que los que flotan sobre un paisaje con vacas y molinos.
Veo que el cuadro ofrece su significado desde el año 1925. Ése es el otro
misterio: ¿existen teorías de la relatividad que expliquen cómo el tiempo
transforma una obra de arte mientras la materia permanece inalterada? ¿Hay
alguna manera de calcular los cambios de significado que una obra de arte
experimenta a lo largo del tiempo? Lo que alguien vio en 1925 yo lo he visto en
1982 y otro lo verá en 2039. Juegos
terribles se titula el cuadro, y no puedo evitar aplicar ese título de por
sí paradójico a las demás obras expuestas en esta sala. Todos esos cuadros son
un juego, sí, y todos son terribles, como si se alimentaran de una gravedad
implacable unida a una melancolía tan profunda y únicamente el juego, también
visible en las telas, conjurase la angustia que causan.
—Yo
veo algo muy diferente —dice mi segunda voz.
—¿Ah,
sí? ¿Qué ves? —le pregunto distraído, pues nos encontramos ahora frente a El hijo pródigo. Mi voz me enumera lo
que ve: plasticidad, divisiones de superficie, tratamiento del color; en verdad
se percibe cierta admiración en su ejemplar calculadora mental. Renacimiento,
perspectiva, influencias, Bocklin… le oigo murmurar, pero yo me alejo
disimuladamente. ¡Si me descuido y permanezco a su lado hasta es capaz de
ponerle a ese cuadro un suficiente! No puedo demostrarlo, pero yo diría que la
figura con chaqué es el padre. Está muy rígido, con las piernas juntas como
quien se dispone a bailar. Pero ¿será él quien conduce el baile? Padre e hijo
se miran el uno al otro los pies, como si no acostumbraran a bailar juntos
(cierto, el hijo ha estado mucho tiempo ausente). El hijo tiene un aspecto
mucho más frívolo, las piernas de arlequín embutidas en medias rojas, los turgentes
muslos de bailarín, geométricamente perfectos, atravesados por una línea negra.
No es del todo humano ese hijo. En el hombro derecho, su figura degenera (o se
transfigura) en una ebanistería. Objetos clavados unos sobre otros, torneados,
barnizados, enlazan a través de las líneas verticales de la geometría con una
estructura mínima de pequeños listones destinados tal vez a sostener su cuerpo,
aunque a simple vista no se perciba. El paisaje que se extiende al fondo, pese
a la línea vertical que lo atraviesa, es de una antigüedad tranquilizadora. No
es sino un decorado de fondo, una ciudad blanca sobre una colina, impasible,
como esos paisajes que se ven en los cuadros con san Sebastián en primer plano
atravesado por las flechas. Desde la primitiva pintura flamenca, el paisaje ha
sido perfilado para esta función: ser ajeno al acontecimiento que tiene lugar.
—Pues
el romanticismo acabó con esa práctica —refunfuña mi segunda voz justo en el
momento en que creo oír a lo lejos la terrible música que acompaña el baile que
los dos personajes se disponen a ejecutar.
—Afortunadamente,
De Chirico se ha acordado de ella —le contesto mientras pienso que lo que más
me ha impresionado de esas imágenes es la yuxtaposición de la normalidad
imperturbable y la anormalidad inadmisible. «El mundo es un gigantesco museo de
objetos raros», declaró el pintor en su juventud y colgó un guante de cuero
reluciente junto a la cabeza del Apolo de Belvedere, apoyó un bastón contra un
desierto edificio con arcadas iluminado por el sol al lado de una figura
envuelta en velos, o depositó unos inmensos racimos de plátanos junto a un
torso desnudo de mujer, en un muelle oscurecido por sombras verdes y por donde
tampoco transita un alma. La
incertidumbre del poeta, así titula el artista este último cuadro. No es
algo que uno trate en su obra si la inseguridad no es su problema. Ahora bien,
De Chirico se representa a sí mismo como un hombre con ojos, nariz y boca, con
los atributos propios del pintor renacentista, como una profesión de fe, como si
quisiera consignar por escrito que él ha optado por la Antigüedad a través del
Renacimiento, que ahí es donde está el origen de su arte y que no se considera
en absoluto un pintor moderno. Te lanza una mirada severa, inquisitiva, un poco
desafiante. Su pincel untado en pintura amarilla (desprecia a los pintores que
no elaboran su propia pintura) se dirige como una punta de flecha hacia el
lienzo que está pintando. También el brazo izquierdo extendido con la paleta
rectangular señala hacia el lienzo como queriendo decir que eso es lo único que
cuenta, su creación, y que todo lo demás no es sino una vana quimera. El hombre
que vemos aquí representado es un Macher,
un creador, y eso no tiene nada de misterioso. Esos autorretratos no necesitan
interpretación, son producto de una larga tradición y cabe calificarlos
sencillamente de bellos. Ahora bien ¿por qué este calificativo se convierte en
sospechoso aplicado a sus lienzos de carácter metafísico? ¿Por qué resulta más
adecuado calificarlos de «impresionantes», por usar otro tópico? De ser el
cuadro el emisor y yo el receptor, yo debo ser cuando menos receptivo. Voy a
permitirme ahora irme por las ramas y quien no quiera acompañarme puede
mientras tanto entretenerse mirando por la ventana. Esa receptividad a la que
me acabo de referir la comparo con una capa de cera en la que el pintor, o el
poeta, imprime su ideograma. En otra ocasión empleé esa misma imagen para
aludir a poesía como la de Vallejo o Kouwenaar, que es un tipo de poesía que no
se entiende directamente pero sí se recibe. Un ideograma es, en la acepción más
estricta del término, un dibujo sencillo que traza, traduce o desarrolla un
concepto. Representamos la palabra «árbol» con cinco grafías (dos vocales y
tres consonantes, que también pueden emplearse en otros vocablos). Los chinos,
en cambio, emplean para el concepto árbol un único signo insustituible. Si yo
me permito la ilícita excentricidad de percibir todo un cuadro de De Chirico
como un ideograma y a mí mismo como la capa de cera receptiva, comprendo mucho
mejor lo que me sucede. Al fin y al cabo, la definición de «idea» no es
exclusivamente la transmitida por Platón («representación de una fórmula que
vincula la realidad universal a las normas generales») sino también «la imagen
óptica del ojo del espíritu, pensamiento y representación» (según las
definiciones de mi antiguo diccionario escolar). Esto último es innegable, pues
aquí estoy yo en Múnich, con mi voluminoso catálogo en la mano, delante de
pensamientos y representaciones. Acabo ya. La palabra «idea» procede del griego
êidon, una forma del verbo que
significa «ser visible». El aoristo del verbo significa «hacerse visible». El
aoristo es «el pretérito indefinido del verbo griego, en que la acción se
representa en el pasado sin la idea de terminación ni de perduración». En algún
momento algo en ese lienzo que tengo delante se hizo visible para el artista.
Ese hacerse visible concluyó en el momento en que él dejó a un lado el pincel.
Una vez acabada la pintura la lanzó al mundo como un ideograma en busca de
personas que fueran capaces de «interpretarlo», personas a quienes pudiera
impresionar.
Un
par de horas después, mi capa de cera se ha llenado de impresiones de imágenes
que nunca cambiarán pero que sí me cambiarán a mí. No deja de ser curioso todo
ello, de ahí mi necesidad de divagar en voz alta. Regreso ahora a un cuadro que
me está llamando, La partida de los
Argonautas. Data de 1909 y da una cierta impresión de frescura, a años luz
de ese cuadro duro y oscuro pintado cuatro años después, que se titula Torres. El barco está listo para zarpar,
un viento sin duda favorable agita las copas de los árboles que rodean la villa
como una caricia, el chivo que yace sacrificado junto al pedestal con la efigie
de un dios sólo ha sangrado un poquito por su herida. Hay dos hombres junto a
la orilla, uno vestido de oscuro, el otro de claro, y este último toca una lira
que sostiene con una mano. Los sonidos monótonos de la lira se los debe de
llevar el viento en ese lugar tan abierto y ventilado. Reina la paz en este
lugar, salvo para quienes conocen el destino que espera a los Argonautas. Este
conocimiento y la idea de la música llevada por el viento y jamás escuchada
suscitan un sentimiento de nostalgia. De Chirico empleó el mismo tema (y el
mismo título) una segunda vez, en 1921, pero me lo voy saltar literalmente,
pues he de ir a 1934. Haciendo de mis pies un reloj, como si el tiempo se
hubiera estropeado, recorro en un minuto los veinticinco años de la vida de un
individuo. El cuadro frente al que me encuentro ahora se titula Baños misteriosos. En un baño con forma
de ojo de cerradura hay tres bañistas, sentados y de pie. El agua está pintada
de una forma un tanto primitiva, a rayas, como en las pinturas prerrománicas.
Ignoro por qué me resulta imposible ver ese cuadro como metafísico, pues no soy
un historiador del arte. En cualquier caso es un milagro que tenga la ocasión
de verlo, pues el cuadro pertenece al periodo de De Chirico condenado por los
surrealistas (y posteriormente por otros muchos), periodo en el que ya no podía
hacer nada bueno pues era considerado como un traidor a su propio arte
anterior, un emulador de sí mismo, alguien que había perdido la inspiración y
la pureza de la doctrina. No todo el mundo le rechazó, como demuestra la serie
de diez litografías con texto escrito por Jean Cocteau. Mythologie reza el título genérico. Las litografías son del mismo
año que el cuadro Baños misteriosos,
y llevan títulos como: En la inquietante
piscina, Misteriosa conversación, Inexplicable fuga. Los títulos son
acertados: se trata, en efecto, de imágenes misteriosas e inexplicables. La
misma agua rara, representada con puntos, los mismos bañistas y la misma
extraña caseta de baños decorada con banderas inmóviles sobre una especie de
balsa desde la que sale una estrecha vía de agua que se adentra en la llanura.
En una de las láminas se encabrita un centauro; en la siguiente «asoma» un
gigantesco cisne; en otra, el agua, que por lo común les llega a los bañistas
hasta la cintura, les alcanza el tobillo.
Para
mí, esas láminas transmiten sus significados con la misma intensidad que la
obra anterior del artista. Los responsables de la exposición han obrado de un
modo tan dialéctico que en el magnífico catálogo (Giorgio de Chirico, Prestel-Verlag, Múnich) le ceden también la
palabra a William Rubin, organizador de la anterior exposición de De Chirico en
Nueva York y Londres, la cual contaba con al menos treinta cuadros menos, dado
que Rubin deja caer el telón definitivamente a partir del año 1919, cuando al pintor
le quedaban casi sesenta años de vida nada menos. Rubin basa su severo juicio
en motivos éticos, un terreno minado. No es que Rubin ignore la obra posterior
del artista. Por el contrario, analiza toda suerte de aspectos de la misma y
cita a otros que, como Wieland Schmied, creen que De Chirico fue en esencia
siempre «el mismo» pintor, una esencia que en última instancia puede
calificarse de clasicista. Rubin, no obstante, opina que De Chirico socavó el
clasicismo en su primer periodo, dado que por aquel entonces aún se atrevía a
sentirse temeroso e inseguro. En realidad le reprocha falta de valor: «El
malestar y la neurastenia que caracterizaban su anterior estado de ánimo
poético los venció gracias a la seguridad psicológica que se alcanza adhiriéndose
al conservadurismo y la tradición». Un juicio duro, que ya habían pronunciado
en su día los surrealistas y al que De Chirico se opuso toda su vida, a menudo
con vehemencia y rabia. La controversia está servida con la exposición y el
catálogo. La exposición, mostrando algunos de sus lienzos posteriores; el
catálogo, reproduciendo no menos de dieciocho réplicas del cuadro Las musas inquietantes, que el propio
pintor «repintó» entre 1945 y 1962 siguiendo el modelo de 1917 y a las que en
algunos casos les puso una fecha ficticia. No es que eso sea una forma de
actuar muy ética, y, si miras esas dos horribles páginas con ese cuadro, una
verdadera pesadilla para el subastador, no vas a sentir una gran admiración por
el artista. Pero ¿acaso es necesario? ¿Debería yo rechazar por razones éticas a
esos dos caballos patéticos en ese paisaje vacío (de 1931)? No, claro, no estoy
obligado a nada. El mérito de esta exposición y su catálogo es que salgo a la
calle cargado de preguntas. Si esos caballos despiden ese siniestro olor a kitsch, y por tanto a corrupción, y se
asemejan de un modo desagradable a las grandes pinturas murales de los
edificios incorrectos que albergan los despachos de los regímenes incorrectos,
también es cierto que el cuadro de los Baños
misteriosos de tres años después no hubiera hallado jamás un lugar en tales
despachos. Ética y estética, dos ángeles de poco fiar, capaces de cambiar de
rostro de un día para otro o de un periodo para otro, cuyas facciones son tan
difíciles de distinguir como esa cabeza vacía, pulimentada, sin rostro, medio
vuelta hacia la sombra de El filósofo
de 1927, quien —no podría ser de otro modo—, a pesar de la sencillez de su
nombre, tiene a sus espaldas como sombra a un doble también sin rostro.
Nooteboom Cees el enigma de la Luz
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