lunes, 13 de marzo de 2017

El filósofo sin ojos

¿Por qué ejercen ese efecto tan extraño sobre mí las noches de invierno de Múnich? Parece como si el frío encogiera un poco a la gente, como si ésta necesitara menos espacio del habitual. Tal vez por eso llevan esa ropa tan espantosa. La mayoría se viste de animal de los pies a la cabeza. Disimulan su encogimiento con largos pelambres de animales muertos. Se calan sombreros ridículos con plumas de colores chillones, y, en lugar de calzar mocasines como los auténticos indios, usan botas de pelo. Con semejante indumentaria, la figura humana parece haber sufrido una implosión, queda hundida, reducida. Por esta razón, los edificios, ya de por sí demasiado grandes, se despliegan a ambos lados de las avenidas de anchura inhumana y los carros de triunfo y las figuras femeninas empuñando espadas que coronan los monumentos adquieren proporciones monstruosas. Resulta extraño todo esto. El agua del río Isar está agitada; el Siegestor, el Arco del Triunfo, espera con su inmensa abertura a los ejércitos triunfantes. Esos majestuosos edificios, sumidos en una abstracción de gris y ocre, no parecen destinados a los seres humanos. La nieve revolotea impulsada por el viento, que vacía aún más los espacios entre los vetustos edificios. Un halo de irrealidad envuelve la ciudad. Sus dimensiones la convierten en la comparación hiperbólica de otro mundo, la expresión máxima de lo que en otro lugar es la medida humana normal. Es un poco angustiante. No es de extrañar que De Chirico se sintiera a gusto aquí, pues los edificios de esta ciudad producen el mismo efecto que en sus cuadros. Son unas construcciones inquietantes, con un significado que va más allá de sí mismas y de su función. Se prestan a ser utilizadas por quienes desean proyectar su estado de ánimo sobre un entorno real, un estado de ánimo que no es sino lo irreal convertido en amenaza, y eso es lo que genera angustia. Nórdica en un día frío, sureña en un día de sol, la ciudad de Múnich se deja leer por el tiempo que hace, y esa lectura es la que recibe el transeúnte sensible. Los edificios amenazan, los monumentos alardean, las calles se repliegan, el transeúnte se encoge.

Es una mañana de domingo. En busca de un café me adentro por los amplios vestíbulos de la Hofbräuhaus, la antigua cervecería. Una equivocación. No hay prácticamente nadie sentado a las largas mesas vacías. La poca gente que hay tiene enfrente medio litro de cerveza, o un litro entero. Beben con el semblante apagado como consecuencia de la noche del sábado. Ahora que se han desprendido de las pieles, puedo ver sus cuerpos ataviados con la indumentaria típica de la región, calcetines hasta la rodilla y pantalones de cuero de media pierna, unas prendas que significan algo más que el cuero con el que están confeccionadas. Hay una tarima vacía para una orquesta que está por llegar y que oigo sin oírla. Consulto el menú del día —callos agrios, albóndigas con salsa de pimienta, ensalada de sémola con vinagre y salchicha de Regensburg—, veo cómo los enormes barriles de futura orina son alzados y vertidos en la boca, saboreo otros tiempos y salgo a la calle.

Giorgio de Chirico (1888-1978)
El hijo pródigo, 1922
El viento me levanta. Tras pasar por delante de la agresiva perfección de los escaparates llego al Hofgarten, el jardín del castillo. Quien crea que no me gusta, se equivoca: alimentar ciertos sentimientos de angustia puede resultar placentero. Además, el Hofgarten es un jardín cercado, bellamente diseñado, sin gente —plantas heladas, setos, crujido de grava—, una extensión fría, geométrica. Sobre las paredes de la galería gris hay escritos unos poemas, telegramas de nostalgia de lo inalcanzable. Llevan como título los nombres de las islas griegas.
Poros

Dicen unos que un ecuestre tropel, infantería
otros, y ésos, que una flota de barcos
resulta lo más bello en la oscura tierra,
pero yo digo que es lo que uno ama.

Safo, pone debajo. Una mujer griega escribiendo unas palabras sobre una fría pared alemana. «Blüht Ionien? Ist es die Zeit?» (¿Florece Jonia?, ¿llegó su hora?), se pregunta Hölderlin, y, a través del estuco ciego y amarillo de la pared, vislumbro una imagen de trirremes y almendros en flor.
—Fotografiándolo se acaba antes —me advierte el único transeúnte, pues ignora que copiando el poema por escrito lo reescribo.
De modo que ya he experimentado ciertas sensaciones cuando me adentro en la Haus der Kunst para visitar la gran exposición de De Chirico. Curioso destino el de las obras de los pintores famosos. Nacen como telas claveteadas sobre madera, que después son cubiertas de pintura con la que se expresan los pensamientos o sentimientos del artista, o mejor dicho, la representación de sus pensamientos o sentimientos, y a partir de ese instante se convierten tanto en pura materia como en algo que no admite descripción, cálculo o definición, lo mismo que un sueño. Oscuro territorio, al igual que el alma humana. No puedo evitarlo, empiezo a ver los cuadros como personas. Por este motivo me siento muy confuso al entrar en la primera sala grande. Son demasiadas obras. Las conozco todas pero nunca antes las había visto expuestas de esa manera, no sé ni siquiera por dónde empezar. Es como si me encontrara con unos personajes célebres que sólo conozco de verlos en fotografías y a los que ahora observo con descaro desde cualquier rincón, de cerca o de lejos. Ellos no pueden reaccionar.
¿En qué consistirá eso de la mística de lo «auténtico»? ¿Acaso no habría yo captado la esencia del arte de De Chirico si las obras expuestas hubieran sido meras reproducciones? Naturalmente que sí. Naturalmente que no. Las reflexiones que te inspira la obra son las mismas, claro está. La diferencia radica en que la reproducción carece de la función de fetiche del original. Éste es el objeto creado por las propias manos del pintor, el que inicia su vida como obra artística en el instante en que el pintor la ha dado por terminada. El objeto tiene tal o cual antigüedad, el objeto es el que ha de viajar de Nueva York a Londres, de Londres a Múnich y de Múnich de nuevo a París. Te asalta un pensamiento absurdo pero inevitable: ¿se cansará el objeto de tanto movimiento? ¿Tendrá un hogar, algún lugar para descansar? Te preguntas también si el cuadro echó de menos al pintor cuando éste murió y si despreció las obras de su periodo posterior, como hicieron los viejos amigos de De Chirico, los surrealistas. «The death of the poet was kept from his poems[5]», escribe Auden a la muerte de Yeats. Pensamiento mágico, o sentimental, pues el poema en sí no sufre, como tampoco sufre una pintura. Entonces ¿por qué experimentamos esa sensación tan extraña ante la Mona Lisa o Les Demoiselles d’Avignon? Magia, dejémoslo así de momento. Magia es lo que siento a mi alrededor mientras deambulo por la sala entre abrigos de loden y gorras de cazador que arrastrados por el vaivén de una marea indefinida se deslizan de un lado a otro por delante de esos rectángulos cubiertos de pintura. Pinturas que expresan los pensamientos más íntimos, los sueños y temores de un italiano nacido en Grecia, un hombre que, según decía él mismo, había hallado inspiración en la obra de Nietzsche, sentía fascinación por la arquitectura de Turín —la cual, por su carácter norteño, tan poco común en Italia, era un complemento de la de Múnich, al otro lado de las montañas— y señalaba como fuerza motriz de su pintura un instante «místico» vivido en una plaza de Florencia. Una tarde otoñal del año 1910, en la Piazza Santa Croce de Florencia, tuvo la suerte de vivir una experiencia que durante un instante le apartó de la realidad visible, permitiéndole percibir la visión de un mundo de imágenes propio de carácter metafísico. (Wieland Schmied, Las siete ciudades de Giorgio de Chirico). «Lo que me sucedió entonces me resulta imposible de explicar —comenta el propio pintor—. Sigue siendo un misterio para mí». Y tituló su cuadro El enigma de una tarde de otoño.
Que un pintor considere que algo es un enigma no te dispensa de la obligación de intentar desvelar dicho enigma, pues eso es precisamente lo divertido. ¿Ah, sí? ¿Y qué sucede cuando has logrado «saber» más? Pues que el cuadro se torna más misterioso aún. Ah, ¿es esto acaso un alegato a favor de lo oscuro? Ni mucho menos, pues una cosa ha quedado clara: aquí de lo que se trata es de enigmas. Pero ¿no hemos dicho que íbamos a intentar desvelar el enigma? Hemos depositado el cuadro sobre el diván, hemos ido a por las lecturas del pintor: su amor por los clásicos y por la cultura de la Antigüedad, la luz griega de su lugar de nacimiento, sus mudanzas a regiones cada vez más nórdicas y sus retornos a casa, su afinidad espiritual con su hermano Andrea (autor de magníficos libros escritos con el seudónimo de Alberto Savinio). Hemos leído una novela escrita por el propio pintor, Hebdomeros, hemos seguido sus caminos errados y por tanto también su «regreso». Ahora ya sabemos mucho de él y nos encontramos frente al fetiche en un museo europeo cualquiera. Con todo, el cúmulo de conocimientos adquiridos no logra disipar esa extraña sensación que nos embarga al contemplar su obra y que no admite descripción, cálculo o definición. Y es un alivio. Semejante sensación sólo puede experimentarse cuando el cuadro es más fuerte que la suma de sus interpretaciones.
Recuerdo que, al poco de morir Roland Barthes, iba yo conduciendo por las montañas de la Alta Saboya mientras escuchaba por la radio la repetición de un programa musical en el que personajes famosos solicitaban sus canciones favoritas. Barthes eligió los Études de Schumann. Era una música bellísima la que me acompañó en aquel viaje solitario por las montañas sombrías. Al concluir ésta, el entrevistador le pidió a Barthes que expusiera la razón por la que le gustaba tanto esa música. Yo agucé el oído. Una persona que yo admiraba por su brillante capacidad verbal se disponía a hacer algo que yo era incapaz de hacer: razonar por qué le gustaba una determinada música. Durante un buen rato no oí sino el zumbido de mis limpiaparabrisas. Entonces habló la voz del muerto. Dijo que le resultaba imposible explicar por qué le gustaba esa música, dado que ésta se correspondía con todo lo que le resultaba íntimamente inefable. Yo sentí la satisfacción del cobarde, y no fue hasta más adelante cuando comprendí que había aprendido una lección muy simple: a veces, como sucede con un cohete teledirigido, la obra de arte se dirige justamente a ese objetivo en tu interior que alberga un enigma semejante al expresado por la propia obra. Sabes de qué va ese enigma, platónicamente existe la posibilidad de que alguna vez encuentres la fórmula para expresarlo, pero tendrás que seguir buscándola, y, mientras no la hayas encontrado aún, no se te ocurra desvelar el enigma ni menos aún ofenderlo mediante la invención de una fórmula zafia. Observar, escuchar, leer, eso siempre funciona.
«¿No son ésas grandes palabras dentro de una burbuja?». Habla mi amigo y mi doble, un enano racionalista que siempre quiere enterarse de todo y que siempre carga con una maleta vacía en la que pretende guardar todas las pruebas que yo soy incapaz de facilitarle. Pues ¿cómo voy a exponer yo el motivo por el que tal o cual cosa me gusta? Esa mujer grandota sentada sobre un entarimado, su cabeza sin rostro apoyada sobre el brazo mastodóntico, el brazo apoyado en la rodilla oculta bajo una falda. ¿Qué explicación puede haber para esas piernas tan cortas, esa ausencia de pies? No sé, es imposible definir lo que transmite ese cuadro exactamente, lo único claro es que yo lo recibo como una terrible melancolía. «Sí, tu receptor es especialista en melancolía», dice mi segunda voz. Bueno, lo que tú digas. Lo que más me llama la atención es la cabeza vacía, que a pesar de su vacío es expresiva. Creo que se debe a la postura. El rostro enmarcado por dos mechones de pelo no tiene nariz, ni ojos, ni boca. Lo que lo convierte en rostro de mujer es la manera en que reposa sobre la gran mano. Sí, es eso. Pintar un rostro sin ojos y pintar al mismo tiempo la expresión que esos ojos tendrían de haber existido, eso es lo que yo llamo magia, y la magia anula las leyes. Por esta misma razón aceptamos que la mujer sobre el entarimado sea más grande que los edificios que se alzan a sus espaldas, que tenga el regazo lleno de cubos y rectángulos de por sí carentes de significado, que el entarimado no acabe en ningún lado, que los jirones de nubes del cielo sean iguales que los que flotan sobre un paisaje con vacas y molinos. Veo que el cuadro ofrece su significado desde el año 1925. Ése es el otro misterio: ¿existen teorías de la relatividad que expliquen cómo el tiempo transforma una obra de arte mientras la materia permanece inalterada? ¿Hay alguna manera de calcular los cambios de significado que una obra de arte experimenta a lo largo del tiempo? Lo que alguien vio en 1925 yo lo he visto en 1982 y otro lo verá en 2039. Juegos terribles se titula el cuadro, y no puedo evitar aplicar ese título de por sí paradójico a las demás obras expuestas en esta sala. Todos esos cuadros son un juego, sí, y todos son terribles, como si se alimentaran de una gravedad implacable unida a una melancolía tan profunda y únicamente el juego, también visible en las telas, conjurase la angustia que causan.
—Yo veo algo muy diferente —dice mi segunda voz.
—¿Ah, sí? ¿Qué ves? —le pregunto distraído, pues nos encontramos ahora frente a El hijo pródigo. Mi voz me enumera lo que ve: plasticidad, divisiones de superficie, tratamiento del color; en verdad se percibe cierta admiración en su ejemplar calculadora mental. Renacimiento, perspectiva, influencias, Bocklin… le oigo murmurar, pero yo me alejo disimuladamente. ¡Si me descuido y permanezco a su lado hasta es capaz de ponerle a ese cuadro un suficiente! No puedo demostrarlo, pero yo diría que la figura con chaqué es el padre. Está muy rígido, con las piernas juntas como quien se dispone a bailar. Pero ¿será él quien conduce el baile? Padre e hijo se miran el uno al otro los pies, como si no acostumbraran a bailar juntos (cierto, el hijo ha estado mucho tiempo ausente). El hijo tiene un aspecto mucho más frívolo, las piernas de arlequín embutidas en medias rojas, los turgentes muslos de bailarín, geométricamente perfectos, atravesados por una línea negra. No es del todo humano ese hijo. En el hombro derecho, su figura degenera (o se transfigura) en una ebanistería. Objetos clavados unos sobre otros, torneados, barnizados, enlazan a través de las líneas verticales de la geometría con una estructura mínima de pequeños listones destinados tal vez a sostener su cuerpo, aunque a simple vista no se perciba. El paisaje que se extiende al fondo, pese a la línea vertical que lo atraviesa, es de una antigüedad tranquilizadora. No es sino un decorado de fondo, una ciudad blanca sobre una colina, impasible, como esos paisajes que se ven en los cuadros con san Sebastián en primer plano atravesado por las flechas. Desde la primitiva pintura flamenca, el paisaje ha sido perfilado para esta función: ser ajeno al acontecimiento que tiene lugar.
—Pues el romanticismo acabó con esa práctica —refunfuña mi segunda voz justo en el momento en que creo oír a lo lejos la terrible música que acompaña el baile que los dos personajes se disponen a ejecutar.
—Afortunadamente, De Chirico se ha acordado de ella —le contesto mientras pienso que lo que más me ha impresionado de esas imágenes es la yuxtaposición de la normalidad imperturbable y la anormalidad inadmisible. «El mundo es un gigantesco museo de objetos raros», declaró el pintor en su juventud y colgó un guante de cuero reluciente junto a la cabeza del Apolo de Belvedere, apoyó un bastón contra un desierto edificio con arcadas iluminado por el sol al lado de una figura envuelta en velos, o depositó unos inmensos racimos de plátanos junto a un torso desnudo de mujer, en un muelle oscurecido por sombras verdes y por donde tampoco transita un alma. La incertidumbre del poeta, así titula el artista este último cuadro. No es algo que uno trate en su obra si la inseguridad no es su problema. Ahora bien, De Chirico se representa a sí mismo como un hombre con ojos, nariz y boca, con los atributos propios del pintor renacentista, como una profesión de fe, como si quisiera consignar por escrito que él ha optado por la Antigüedad a través del Renacimiento, que ahí es donde está el origen de su arte y que no se considera en absoluto un pintor moderno. Te lanza una mirada severa, inquisitiva, un poco desafiante. Su pincel untado en pintura amarilla (desprecia a los pintores que no elaboran su propia pintura) se dirige como una punta de flecha hacia el lienzo que está pintando. También el brazo izquierdo extendido con la paleta rectangular señala hacia el lienzo como queriendo decir que eso es lo único que cuenta, su creación, y que todo lo demás no es sino una vana quimera. El hombre que vemos aquí representado es un Macher, un creador, y eso no tiene nada de misterioso. Esos autorretratos no necesitan interpretación, son producto de una larga tradición y cabe calificarlos sencillamente de bellos. Ahora bien ¿por qué este calificativo se convierte en sospechoso aplicado a sus lienzos de carácter metafísico? ¿Por qué resulta más adecuado calificarlos de «impresionantes», por usar otro tópico? De ser el cuadro el emisor y yo el receptor, yo debo ser cuando menos receptivo. Voy a permitirme ahora irme por las ramas y quien no quiera acompañarme puede mientras tanto entretenerse mirando por la ventana. Esa receptividad a la que me acabo de referir la comparo con una capa de cera en la que el pintor, o el poeta, imprime su ideograma. En otra ocasión empleé esa misma imagen para aludir a poesía como la de Vallejo o Kouwenaar, que es un tipo de poesía que no se entiende directamente pero sí se recibe. Un ideograma es, en la acepción más estricta del término, un dibujo sencillo que traza, traduce o desarrolla un concepto. Representamos la palabra «árbol» con cinco grafías (dos vocales y tres consonantes, que también pueden emplearse en otros vocablos). Los chinos, en cambio, emplean para el concepto árbol un único signo insustituible. Si yo me permito la ilícita excentricidad de percibir todo un cuadro de De Chirico como un ideograma y a mí mismo como la capa de cera receptiva, comprendo mucho mejor lo que me sucede. Al fin y al cabo, la definición de «idea» no es exclusivamente la transmitida por Platón («representación de una fórmula que vincula la realidad universal a las normas generales») sino también «la imagen óptica del ojo del espíritu, pensamiento y representación» (según las definiciones de mi antiguo diccionario escolar). Esto último es innegable, pues aquí estoy yo en Múnich, con mi voluminoso catálogo en la mano, delante de pensamientos y representaciones. Acabo ya. La palabra «idea» procede del griego êidon, una forma del verbo que significa «ser visible». El aoristo del verbo significa «hacerse visible». El aoristo es «el pretérito indefinido del verbo griego, en que la acción se representa en el pasado sin la idea de terminación ni de perduración». En algún momento algo en ese lienzo que tengo delante se hizo visible para el artista. Ese hacerse visible concluyó en el momento en que él dejó a un lado el pincel. Una vez acabada la pintura la lanzó al mundo como un ideograma en busca de personas que fueran capaces de «interpretarlo», personas a quienes pudiera impresionar.
Un par de horas después, mi capa de cera se ha llenado de impresiones de imágenes que nunca cambiarán pero que sí me cambiarán a mí. No deja de ser curioso todo ello, de ahí mi necesidad de divagar en voz alta. Regreso ahora a un cuadro que me está llamando, La partida de los Argonautas. Data de 1909 y da una cierta impresión de frescura, a años luz de ese cuadro duro y oscuro pintado cuatro años después, que se titula Torres. El barco está listo para zarpar, un viento sin duda favorable agita las copas de los árboles que rodean la villa como una caricia, el chivo que yace sacrificado junto al pedestal con la efigie de un dios sólo ha sangrado un poquito por su herida. Hay dos hombres junto a la orilla, uno vestido de oscuro, el otro de claro, y este último toca una lira que sostiene con una mano. Los sonidos monótonos de la lira se los debe de llevar el viento en ese lugar tan abierto y ventilado. Reina la paz en este lugar, salvo para quienes conocen el destino que espera a los Argonautas. Este conocimiento y la idea de la música llevada por el viento y jamás escuchada suscitan un sentimiento de nostalgia. De Chirico empleó el mismo tema (y el mismo título) una segunda vez, en 1921, pero me lo voy saltar literalmente, pues he de ir a 1934. Haciendo de mis pies un reloj, como si el tiempo se hubiera estropeado, recorro en un minuto los veinticinco años de la vida de un individuo. El cuadro frente al que me encuentro ahora se titula Baños misteriosos. En un baño con forma de ojo de cerradura hay tres bañistas, sentados y de pie. El agua está pintada de una forma un tanto primitiva, a rayas, como en las pinturas prerrománicas. Ignoro por qué me resulta imposible ver ese cuadro como metafísico, pues no soy un historiador del arte. En cualquier caso es un milagro que tenga la ocasión de verlo, pues el cuadro pertenece al periodo de De Chirico condenado por los surrealistas (y posteriormente por otros muchos), periodo en el que ya no podía hacer nada bueno pues era considerado como un traidor a su propio arte anterior, un emulador de sí mismo, alguien que había perdido la inspiración y la pureza de la doctrina. No todo el mundo le rechazó, como demuestra la serie de diez litografías con texto escrito por Jean Cocteau. Mythologie reza el título genérico. Las litografías son del mismo año que el cuadro Baños misteriosos, y llevan títulos como: En la inquietante piscina, Misteriosa conversación, Inexplicable fuga. Los títulos son acertados: se trata, en efecto, de imágenes misteriosas e inexplicables. La misma agua rara, representada con puntos, los mismos bañistas y la misma extraña caseta de baños decorada con banderas inmóviles sobre una especie de balsa desde la que sale una estrecha vía de agua que se adentra en la llanura. En una de las láminas se encabrita un centauro; en la siguiente «asoma» un gigantesco cisne; en otra, el agua, que por lo común les llega a los bañistas hasta la cintura, les alcanza el tobillo.
Para mí, esas láminas transmiten sus significados con la misma intensidad que la obra anterior del artista. Los responsables de la exposición han obrado de un modo tan dialéctico que en el magnífico catálogo (Giorgio de Chirico, Prestel-Verlag, Múnich) le ceden también la palabra a William Rubin, organizador de la anterior exposición de De Chirico en Nueva York y Londres, la cual contaba con al menos treinta cuadros menos, dado que Rubin deja caer el telón definitivamente a partir del año 1919, cuando al pintor le quedaban casi sesenta años de vida nada menos. Rubin basa su severo juicio en motivos éticos, un terreno minado. No es que Rubin ignore la obra posterior del artista. Por el contrario, analiza toda suerte de aspectos de la misma y cita a otros que, como Wieland Schmied, creen que De Chirico fue en esencia siempre «el mismo» pintor, una esencia que en última instancia puede calificarse de clasicista. Rubin, no obstante, opina que De Chirico socavó el clasicismo en su primer periodo, dado que por aquel entonces aún se atrevía a sentirse temeroso e inseguro. En realidad le reprocha falta de valor: «El malestar y la neurastenia que caracterizaban su anterior estado de ánimo poético los venció gracias a la seguridad psicológica que se alcanza adhiriéndose al conservadurismo y la tradición». Un juicio duro, que ya habían pronunciado en su día los surrealistas y al que De Chirico se opuso toda su vida, a menudo con vehemencia y rabia. La controversia está servida con la exposición y el catálogo. La exposición, mostrando algunos de sus lienzos posteriores; el catálogo, reproduciendo no menos de dieciocho réplicas del cuadro Las musas inquietantes, que el propio pintor «repintó» entre 1945 y 1962 siguiendo el modelo de 1917 y a las que en algunos casos les puso una fecha ficticia. No es que eso sea una forma de actuar muy ética, y, si miras esas dos horribles páginas con ese cuadro, una verdadera pesadilla para el subastador, no vas a sentir una gran admiración por el artista. Pero ¿acaso es necesario? ¿Debería yo rechazar por razones éticas a esos dos caballos patéticos en ese paisaje vacío (de 1931)? No, claro, no estoy obligado a nada. El mérito de esta exposición y su catálogo es que salgo a la calle cargado de preguntas. Si esos caballos despiden ese siniestro olor a kitsch, y por tanto a corrupción, y se asemejan de un modo desagradable a las grandes pinturas murales de los edificios incorrectos que albergan los despachos de los regímenes incorrectos, también es cierto que el cuadro de los Baños misteriosos de tres años después no hubiera hallado jamás un lugar en tales despachos. Ética y estética, dos ángeles de poco fiar, capaces de cambiar de rostro de un día para otro o de un periodo para otro, cuyas facciones son tan difíciles de distinguir como esa cabeza vacía, pulimentada, sin rostro, medio vuelta hacia la sombra de El filósofo de 1927, quien —no podría ser de otro modo—, a pesar de la sencillez de su nombre, tiene a sus espaldas como sombra a un doble también sin rostro.

Nooteboom Cees el enigma de la Luz

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