Leonardo da Vinci
(1452-1519)
Estudio de cabeza y hombro masculinos
«Es
posible imaginárselo, la misma estación del año, el mismo paseo hacia el
Castello Sforzesco…» (stessa la stagione,
stessi possiamo immaginare i passi: diretti al Castelb Sforzesco…). Al
parecer, no soy yo el único que a veces se deja llevar por la imaginación. Será
mi vertiente femenina. Mercedes Garberi, autora de este pequeño volumen acerca
de Leonardo da Vinci y el castillo de los Sforza, tiene unas inquietudes un
poco noveleras, como las que me asaltan a mí también de vez en cuando. Delante
de mí se alza el castillo —una fortaleza de aspecto sombrío y de formas
ligeramente nórdicas— tal cual fue en su día, porque con el tiempo no ha
cambiado. Por este mismo lugar se paseó Leonardo hace quinientos años. Todavía
hoy, a pesar de las maniobras de distracción ejercidas por la moderna
metrópoli, ese edificio expresa poder, algo que no debió de sorprender al
artista. Al fin y al cabo fue el poder lo que atrajo a Leonardo hacia Milán. Al
poder de Ludovico il Moro se sometió en al menos diez facetas: en calidad de
pintor, escultor, diseñador, inventor, ingeniero hidráulico, músico, ingeniero…
Corría el año 1482, Leonardo tenía treinta años y ya era famoso. Vasari
(1511-1574), pintor y arquitecto de la corte de los Médicis, relata en su Vidas de artistas que Ludovico invitó a
Leonardo a tocar la lira, «instrumento que el duque adoraba». Es una historia
muy entretenida, como casi todas las de Vasari. Cuenta éste que el pintor
acudió con una lira construida por él mismo, elaborada «mayormente en plata» y
con forma de cabeza de caballo, lo que hacía más profundo el sonido del
instrumento y mejoraba su calidad. Ahora bien, resulta que la fecha mencionada
es incorrecta y además se sabe que fue el propio Leonardo quien se ofreció a
tocar el instrumento, pues se ha conservado la carta en la que éste, como buen
cortesano, alimenta la vanidad dinástica de Ludovico proponiéndole realizar una
gigantesca estatua ecuestre de Francesco Sforza.
Florencia
se le había quedado pequeña al artista. Aunque no había corte de mayor
esplendor que ésta, el nuevo centro de poder se había trasladado a Milán. Es
difícil saber si Leonardo se alejó de Florencia por su malestar respecto a las
posiciones de poder que ostentaban los neoplatónicos —con sus tendencias
esotéricas que no agradaban a un racionalista como Leonardo— o si es que
sencillamente tenía necesidad de explorar otros lugares y acumular nuevas
experiencias. Él mismo declaró en cierta ocasión que fueron los Médicis quienes
le crearon y destruyeron (mi creorono e
destrussono), afirmación ésta que a mí se me antoja un poco exagerada pues
cuesta imaginarse a Leonardo como un hombre destruido.
Comoquiera
que sea, Leonardo se instaló en Milán. La ciudad conmemora en 1982 el
quinientos aniversario de este acontecimiento con gran fasto y un abanico de
actividades tan amplio que las celebraciones han trascendido el límite del año
en curso y prosiguen hasta bien entrado 1983. Ignoro cómo llegó el pintor a
Milán pero me divierte imaginarlo. ¿Se detendría en Parma a contemplar el
Battistero? ¿Viajaría acompañado de amigos? Iría a caballo, sí, de ello no me
cabe duda. Probablemente, en lugar de cruzar la baja y extensa llanura del Po,
con su inevitable monotonía, prefirió mi ruta: esa que arranca de Ventimiglia y
transcurre por una serie infinita de túneles oscuros. Circular por esa
carretera produce un curioso efecto: es como si te vendaran los ojos a cada
instante. Cada vez que entrevés el destello de un paisaje montañoso encantador,
el verdugo te cubre de nuevo los ojos, de modo que te pasas horas en una
especie de montaña rusa de claroscuro, hasta que ya no sabes si es de noche o
de día y llegas a Milán hecho trizas. Leonardo,
por el contrario, según relata Vasari-Penguin «used to make models and plans
showing how to excavate and tunnel through mountains without difficulty, so as
to pass from one level to another[4]». Túneles que no serían excavados hasta siglos más
tarde para que las ingratas generaciones futuras pudieran realizar un viaje de
varios días en no más de un par de horas.
Bien,
hemos llegado a nuestro destino, él y yo. Hace calor en Milán, y la ciudad está
desierta, porque es verano. La ciudad solitaria alimenta mis reflexiones. Voy
caminando por la Via Dante (aún existe permanence
en el mundo) que conduce en línea recta hacia el Palazzo Sforzesco. En la
oscuridad de una galería de arte solitaria vislumbro un rostro caricaturesco de
mujer tocada con un bonete blanco del cinquecento
y pienso: podría ser obra de Leonardo.
Y no es una tontería, pues cuentan que al artista le daba a veces por seguir
durante todo un día los pasos de algún individuo que por alguna razón
despertaba su interés. Se dedicaba a espiarlo de todas las maneras posibles,
memorizaba su aspecto y luego por la noche lo retrataba.
La
estatua de Francesco Sforza, obra de Da Vinci, está inacabada, como tantas
otras. En su lugar, como un sustituto pobre, se alza ahora la pose heroica de
Garibaldi blandiendo su espada. No puedo evitar pensar «eso aún lo habrían
reconocido los Sforza». Al fin y al cabo, se trata de un hombre, una espada y
un caballo. Los nombres de las ciudades rivales o aliadas —Bobgna, Genova, Torino, Piacenza—, que figuran en las señales
viales del cruce, tendrían en aquellos días su propio y preciso significado.
Ahora bien, lo que más atraería la atención de Leonardo, imagino, son esos
extraños artefactos rectangulares que avanzan solos, con sus largas antenas
rozando unos cables tendidos sobre las calles y con esas figuras humanas apenas
visibles detrás de las ventanas relucientes: los tranvías. Vanas
especulaciones, lo sé, las que me ocupan mientras cruzo el gran jardín y
atravieso el mastodóntico edificio de ladrillo, en busca de la entrada. No hay
modo de esquivar el espíritu de Leonardo. Él participó como arquitecto en los
tres camerini que hay encima del
puentecito de Bramante y se ocupó personalmente, con diligencia, de la
decoración de la Sala delle Asse donde se ubica la exposición. Pero hasta ahí
no he llegado todavía. Me encuentro aún en la salita donde cuelgan los dibujos,
un primer espacio que precede a la muestra propiamente dicha. El visitante
asiduo de exposiciones sabe lo que sucede en esos casos: inicia uno el
recorrido con muchas ganas, se detiene un buen rato en lo primero que ve y
luego acelera gradualmente el paso con la excusa de que está ya un poco
saturado al tiempo que se recrimina las prisas. Los dibujos de las primeras
estancias son en efecto los que mejor recuerdo. No pertenecen a la exposición
ni figuran en el catálogo, pero soy capaz de visualizarlos con toda claridad
«en el palacio de la memoria», como diría san Agustín. Yo en el interior de un
palacio y un palacio en el interior de mí, y, en las paredes, no el Da Vinci de
las pinturas majestuosas, sino el Da Vinci diseccionador, el explorador que se
internaba en el continente del cuerpo recientemente abierto por Vesalio e
informaba de lo que hallaba en su interior del modo más prosaico. Tendones,
huesos, haces de músculos, articulaciones, el ser humano como objeto, como
mecánica. Desmitificación también: era posible retratar a una mujer embarazada
pero nadie la había diseccionado todavía. Leonardo lo hizo. La redonda prisión
del útero alberga a la pequeña criatura pelona, inclinada hacia delante,
plegada sobre sí misma. Sus manitas suaves reposan indolentes sobre la rodilla
ya rolliza. En su cráneo esférico se forma un pensamiento prenatal. La
estructura de las alas de los pájaros, diseccionadas hasta el infinito, la tavola anatomica degli organi delle donne.
El bisturí secciona hasta lo más íntimo, el pintor reproduce. No tardará éste
en ejecutar su dibujo de dentro afuera. Ver abierto lo que más adelante vuelve
a cerrarse, ésa era para Leonardo una irreprimible necesidad. El cráneo visto
como cúpula vacía, como equipo de sonido, como cabina de mando de la máquina
humana, las bisagras de la rodilla y del codo, el esqueleto como construcción
destinada al gesto teatral.
Blunt
(Anthony, el espía, es decir, alguien con buen ojo) afirma que para Da Vinci la
pintura era «una ciencia cuyo objeto de trabajo consistía en la reproducción de
algún elemento de la naturaleza». Es cierto que el pintor concibió la mayoría
de sus bocetos como estudio, como parte de la imprescindible ciencia factual,
una materia de la que no podía prescindir si no quería convertirse en «un
marinero que se lanza al mar sin brújula». Esta disposición llevada a sus
últimas consecuencias le permitió realizar unos descubrimientos que nadie había
llevado a cabo aún. Desde la perspectiva de nuestro siglo, en el que se han
materializado todos los sueños de los siglos precedentes, no deja de
asombrarnos el poder profético de sus hallazgos, un poder que casi da miedo. En
mi caso ello tiene que ver sobre todo con los sentimientos: me asombra admirar
en esos antiguos bocetos el paracaídas, el helicóptero, el Concorde y las
maravillas temporalmente detenidas de la balística. Ahora bien, el libro que
encuentro en un mercadillo de Milán con las actas de un simposio científico y
que me resulta ilegible debido a la espesa bruma de las fórmulas matemáticas,
es para mí un verdadero castigo. Las
ponencias tienen títulos como: «Leonardo Da Vinci and the law of projectile
motion» (Kenichi Ono), «Leonardo da Vinci’s remarks on the centre of gravity of
the pyramid» (Evert M. Bruins) y «L. da V. and modern flight mechanics» (Irina
Strazheva). La distancia que media
entre todo esto y la sonrisa de Mona Lisa o las manos en alto de Judas en La Última Cena es tan grande que aún
cinco siglos después no soy capaz de salvarla. De modo que me consuelo, pues no
es otra la sensación que me invade cuando entro en la Sala delle Asse, un
espacio pequeño con un techo pintado de árboles enmarañados, como un laberinto.
En esta sala se exponen los estudios de la naturaleza de Leonardo procedentes
de la Biblioteca Real del palacio de Windsor. Las láminas están dispuestas en
vertical, enmarcadas en cristal por ambas caras. Entre el dibujo y el borde
interno del paspartú hay un espacio de cristal. Los dibujos parecen así más
libres, como más independientes, con sus bordes vulnerables expuestos a la
vista; y a través de la franja de cristal que los circunda, yo espío a mis
contemporáneos, que mueven los labios al otro lado del cristal, que observan,
se asombran y se desplazan por la sala con una avidez tal que parece como si
buscaran algo que ha dejado de existir. ¿Qué será lo que buscan? Tal vez la
ilimitada y profunda curiosidad de Leonardo. De hecho, la palabra curiosidad se
queda corta. Es algo más profundo lo que mueve al artista. Se trata del deseo,
de la voluntad de conocimiento, de la necesidad de convertir la observación en
la filosofía que fue para él la pintura. El pintor es un scientist a la vez que un creador, un hombre que imagina cosas, que
«mediante sutiles especulaciones filosóficas investiga la calidad de cada
forma». Respecto a esto se observa una contradicción en algunos comentarios del
propio Da Vinci, una contradicción más dialéctica que real. Por un lado, el
pintor estudia y reproduce la naturaleza con precisión. No está en sus manos
mejorarla, pues eso le llevaría a realizar representaciones antinaturales y
amaneradas. Pero por otro lado sí le está permitido crear formas no existentes
en la naturaleza, siempre que esta ficción (finzione)
se fundamente en la observación exacta de formas ya existentes. Si no
dialécticamente, que tal vez sea un término demasiado fuerte en este caso, sí
cabe afirmar que Leonardo piensa en alto confrontando contrarios, pues el
pintor como practicante de las ciencias exactas es una cosa y otra bien
distinta es la imaginación, la creatividad, ese factor que se resiste a una
descripción exacta. Es ese talento creativo lo que impulsa al maestro a salir
al campo, coger plantas, capturar animales, coleccionar piedras y llevarse todo
eso a casa. Que Leonardo obedecía a ese impulso se observa en una anécdota
narrada por Vasari. Cuenta éste que el pintor creó un auténtico monstruo hecho
de lagartijas diseccionadas, serpientes y demás, tan horripilante que la gente
al verlo se espantaba. Aunque más se espantarían viendo esos dibujos de la Sala
delle Asse que recorro yo ahora.
La
belleza de los dibujos se combina con la bella cadencia de los textos escritos
en italiano. Éstos me recuerdan un menú, no puedo remediarlo: Inchiostro su tracce di carboncino, Matita
rossa su carta preparata di rosso, Matita rossa e lumeggiature di biacca su
carta preparata di rosso. Suena a algo así como un plato de palomas y
jilgueros acompañados de exóticas verduras y trucha de arroyo de montaña, pero
en realidad lo que dice es: un dibujo a pluma sobre carboncillo, sanguina en
papel de fondo rojo y sanguina con contrastes en blanco sobre el mismo papel de
fondo rojo. Qué le vamos a hacer, traducido es bastante menos comestible. Lo
que más me gusta son los estudios de Leonardo acerca de la naturaleza del agua.
La zanja de desagüe como caligrafía, el agua como una cuerda, haces de agua, la
estructura de un tejido de agua abierto. Una piedra parte en dos la materia que
es agua, convirtiéndola en sustancia, matter.
En el pequeño espacio que ha dejado libre la escritura cuneiforme invertida de
Leonardo yace el objeto, la piedra, losa o lo que sea, separada, dibujada
repetidas veces en diferentes posiciones, cerca del agua o sin ella. Sin
embargo, el ojo se niega a establecer la conexión. ¿Sigue siendo agua esto? El
artista la ha solidificado, por así decirlo, con el fin de inmovilizarla,
descomponerla, cortarla, transformándola en agua diseccionada, deshilachada,
pubescente. Fenómenos de la naturaleza, eso es lo que son estas imágenes. De
repente tomo conciencia del significado de la palabra fenómeno, en su sentido
de apariencia perceptible por los sentidos o el intelecto. Lo que el artista
desvela es la estructura del acto que constituye el movimiento del agua y con
ello lleva a cabo, simultáneamente, una disección del tiempo. El agua está en
reposo como la flecha de Zenón, aunque en realidad sólo puede estar en reposo
desde la perspectiva de un instante pues al mismo tiempo no deja de moverse.
Más
misteriosos aún me resultan una serie de dibujos que hay al fondo de la sala.
Catástrofes, cataclismos, huracanes, extraños cables de nubes retorcidas y
atormentadas, aguaceros, bosques ardiendo. Ho
veduto movimenti d’aria tanto furiosi… «y he visto movimientos del aire,
tan furiosos que arrancaban los árboles más grandes de los bosques y los
tejados enteros de los palacios». Se te hace raro salir luego a la calle y ver
que luce el sol y que no hay nadie deteniendo el movimiento de los hombres o de
los árboles.
Leonardo
nació en Vinci, un pueblo de la Toscana, el 5 de abril de 1452. Fue el hijo
bastardo —valga la expresión— de un notario, Ser Piero d’Antonio, y de una
mujer de Anchiano llamada Catarina. Estos datos los he sacado de un libro de
esos de colores bonitos que venden en los quioscos de las grandes ciudades
italianas por muy poco dinero. El autor del muy instructivo texto sobre Da
Vinci es Bruno Santi. La primera imagen del libro muestra la casa donde nació
el maestro, una barraca cuadrada de piedra sin desbastar ubicada en un paisaje
montañoso. Sólo hay dos pequeñas ventanas. El interior no debió de ser muy
luminoso. Desde muy joven Leonardo da muestras de un gran talento, razón por la
cual su padre le apunta a las clases de Andrea del Verrocchio, pintor,
escultor, orfebre y el profesor más prestigioso de su tiempo. El estudio de
Verrocchio fue mucho más que un taller de pintor. Era una academia, un centro
cultural de primer orden donde se daban cita los personajes más famosos de la
época, un lugar de encuentro y de debate de las nuevas ideas. Leonardo, que no
había sido formado en las escuelas latinas de aquel entonces y que por tanto
tampoco había sido estropeado por ellas, debió de pasar una temporada maravillosa
en el círculo de Verrocchio. El joven Leonardo demostró pronto ser un aprendiz
de brujo. El ejemplo más conocido de ello es el cuadro de Verrocchio titulado El bautismo de Cristo, una parte del
cual, la de los dos ángeles, se atribuye a Leonardo (según la tradición). Los
ángeles, ya entonces, se ven más sueltos, más libres y más naturales que las
figuras de Cristo y su Bautista, y el paisaje abierto, oscuro, cubierto de un
crespón dorado, asimismo atribuido a Leonardo, contrasta claramente con la
palmera rígida e inmóvil propia de los paisajes esquemáticos de la escuela
florentina de los años anteriores. Vasari, quien también cuenta esta historia,
añade que, después de esto, Verrocchio no quiso volver a pintar. Cierto o no,
el hecho es que el periodo que Da Vinci pasó en el taller de Verrocchio resultó
de suma importancia para el veinteañero. ¡Influencias! Es más, en las actas del
simposio Leonardo nella scienza e nella
tecnica, que encontré en el mercadillo, Karen Hujer comenta las influencias
que recibe Leonardo, a través de Nicolás de Cusa, de los Hermanos de la Vida
Común de Deventer (Astronomy of early
renaissance and Leonardo da Vinci). Influido por las enseñanzas de los
hermanos holandeses, Cusa propone unas teorías sorprendentes que después de su
muerte (Leonardo tenía entonces doce años) alcanzaron resonancia en el taller
de Verrocchio. Cusa es uno de los primeros en proponer la teoría de un universo
infinito y de una tierra en movimiento, además de reflexionar sobre «el origen
del tiempo» y sostener que ese universo infinito no puede tener un centro. En
una época en que lo que imperaba era la imagen geocéntrica del mundo, esas
ideas sonarían como un pedo en medio de una misa, o, si se prefiere la imagen
inversa, como un aria clara en medio del dogma y el prejuicio.
A
pesar de que en la gran selva de notas legada por Da Vinci se ha encontrado una
que dice il sol no se muove, el
artista siempre fue fiel a la imagen ptolomeica del universo imperante en su
época. Por otro lado fue el primero en ofrecer una explicación razonable acerca
del fenómeno de la visibilidad total de la luna aun encontrándose en la primera
fase. El argumento que esgrime es que la tierra reflecta la luz del sol, lo
cual no era posible según las férreas leyes impuestas por la tradición clásica.
El interés de Da Vinci por los cuerpos celestes y por el espacio y «su amor por
lo mesurable» compartido con Cusa (en palabras de Hujer) son los temas
principales de la muestra que se expone en la pinacoteca Ambrosiana (no
confundir con el banco): Il Codice
Atlantico, Leonardo all’Ambrosiana.
Sí,
en estas hojas oblongas se toman medidas y se ejecutan cuentas, cálculos,
divisiones. La presión del agua sobre las puertas de la esclusa, las distancias
calculadas desde el centro de Milán, los rayos en un espejo cóncavo, la
perspectiva en un mazzocchio de 56
facetas, un movimiento del aire que arrastra a unos pájaros «sin mover sus
alas». Como un cándido hombre de letras me inclino bajo la luz algo
desagradable de las lámparas halógenas del techo y me pongo a observar. Dietmar
Polaczek, en un artículo publicado en Die
Zeit, se refiere a la «función de fetiche» de los dibujos expuestos y se
lamenta de que no vayan acompañados de un texto en italiano moderno o de una
traducción al inglés. Ya en anteriores muestras (los Médicis, los bronces de
Riace) me percaté de que los italianos parten del supuesto de que su idioma es
una lengua de comunicación internacional y no seré yo quien lo desmienta. Lo
que ves es ya una selección de por sí, pero aun así sientes el irrefrenable
deseo de atravesar el cristal con la mano y pasar esa página del libro y la
siguiente y la siguiente. La curiosidad se impone y ésta es la que te llevará a
comprar, o no, las grandes ediciones facsímiles que incluyen transcripciones y
comentarios con el objeto de poder estudiarlas durante el resto de tu vida.
Pero a mí me basta con esto que tengo delante, pues sé que es imposible ver
todo lo que hay: durante la restauración se desvelaron (y se han fotografiado),
mediante rayos ultravioleta, toda clase de detalles que no pueden apreciarse en
el fetiche que estoy observando con avidez. Así que continúo mirando. Miro la
noria gigante movida por un grupo de hombres demasiado pequeños que suben la
escalera que gira eternamente, miro el canal en zigzag concebido para que los
barcos «puedan ascender la montaña navegando», y después el ojo se desliza,
apartándose de toda esa técnica, hacia el único cuadro que hay en la sala.
Según la posición que uno adopte apreciará bajo el mortífero halógeno los numerosos
retoques que ha sufrido este retrato.
Superficies
subcutáneas, capas quemadas. ¿Es éste el mismo cuadro de las reproducciones?
Una pregunta como una maldición. Cuando me coloco enfrente de la pintura,
obstruyendo con mi figura la desagradable luz, contemplo sin más obstáculos la
cabeza masculina, noble y severa, de Il
Musico. No es un Da Vinci, sostiene Adolfo Venturi, por el cuerpo rígido y
la mano de madera tan poco anatómica que sostiene la cristalina hoja de nogal;
sí es un Da Vinci, sostiene Kenneth Clark, por el rostro que evoca los rasgos
misteriosos e impenetrables de Ginebra de Benci. Me llevo conmigo el misterio y
me doy una vuelta por la ciudad.
Ahora,
momentáneamente, todo es Da Vinci. Mientras camino por la calle veo las
caricaturas de la Ambrosiana, y de noche, el imposible azar se impone de
improviso con la presencia de un grupo de doce caballeros que degustan una cena
sentados a una mesa contigua a la mía en el famoso restaurante Bagutta —que
desde hace ya muchos años antes de la guerra concede anualmente un gran premio
literario, el Premio Bagutta—. Será alguna fraternité,
una logia no muy secreta o sencillamente un jurado literario, pues entre ellos
se encuentran al menos dos Judas y ni un solo Cristo. Ahora reparo también en
la estructura de huesos y tejidos debajo de sus gestos teatrales, y, con el
propósito de no perderme en exceso por entre las empalizadas de la realidad que
me envuelve, me lanzo sobre los involtini
deshuesados y dejo correr el vino libremente y sin miramiento en las copas. Al
día siguiente aún acudo al Palazzo Clerici para ver la exposición sobre
Leonardo y sus inquietudes acerca de canales, esclusas, obras hidráulicas,
inundaciones, construcción de villas e iglesias en el marco del paisaje. Unas
fotografías acompañadas de dibujos y planos muestran lo que ha permanecido de
todo aquello después de quinientos años. Para acabar, antes de adentrarme de
nuevo en la oscuridad de los túneles, quisiera volver a ver una vez más La Última Cena en Santa Maria Della
Grazie. Esta vez el cuadro está cubierto de andamios, sombras vivas que caminan
delante de los rostros. En la segunda planta del andamio se encuentra, a solas,
una mujer pintora, y me asalta de nuevo el mismo pensamiento: de esta misma
manera, subido a un andamio, estaría también Leonardo mientras, tras un día de
meditación, daba algunas de sus pinceladas rápidas con las que fijaba para
siempre las posturas y expresiones de sus personajes. Es imposible acercarse a La Última Cena, hordas de turistas
entran y salen, los colores son pálidos, apenas existentes. Sé, por lo que he
leído en ciertos estudios, cuál es el cáncer líquido que los ha atacado. El
fresco ha dejado de existir y sin embargo existe. Las palabras acaban de ser
pronunciadas: «Uno de vosotros me traicionará». Sí, acaba de suceder. Y sus
palabras flotan en el aire como un juicio terrible, un presagio de pasión y de
muerte entre esos doce hombres y sus manos tendidas, alzadas, que reposan, que
señalan. Esto no es una pared, piensas, no como las otras tres paredes entre
las que te encuentras, pues lo que ven tus ojos no sucede sobre una pared sino
en una sala, un espacio preconcebido, imaginario, unido de un modo imposible al
espacio real en que nos encontramos mirando el cuadro. El hombre, que «acaba»
de pronunciar esas palabras para siempre, se encuentra completamente
desamparado delante de una de las tres aberturas de la inexistente pared tras
la que apunta un claro paisaje bajo la luz del atardecer. Su mano izquierda,
vacía, se mantiene abierta con la palma hacia arriba, como si necesitara
llenarla de algo, y con la derecha parece estar palpando uno de los humildes
panecillos. «Wenn Sie meine Hände betrachten, sehen Sie wie gross die Köpfe
sind» (si miran mis manos, verán lo grandes que son las cabezas), dice un guía
turístico muy cerca de mí, y yo retrocedo hasta abandonar la sala.
Nooteboom Cees el enigma de la Luz
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