lunes, 13 de marzo de 2017

El espíritu de Leonardo

Leonardo da Vinci (1452-1519)

Estudio de cabeza y hombro masculinos

«Es posible imaginárselo, la misma estación del año, el mismo paseo hacia el Castello Sforzesco…» (stessa la stagione, stessi possiamo immaginare i passi: diretti al Castelb Sforzesco…). Al parecer, no soy yo el único que a veces se deja llevar por la imaginación. Será mi vertiente femenina. Mercedes Garberi, autora de este pequeño volumen acerca de Leonardo da Vinci y el castillo de los Sforza, tiene unas inquietudes un poco noveleras, como las que me asaltan a mí también de vez en cuando. Delante de mí se alza el castillo —una fortaleza de aspecto sombrío y de formas ligeramente nórdicas— tal cual fue en su día, porque con el tiempo no ha cambiado. Por este mismo lugar se paseó Leonardo hace quinientos años. Todavía hoy, a pesar de las maniobras de distracción ejercidas por la moderna metrópoli, ese edificio expresa poder, algo que no debió de sorprender al artista. Al fin y al cabo fue el poder lo que atrajo a Leonardo hacia Milán. Al poder de Ludovico il Moro se sometió en al menos diez facetas: en calidad de pintor, escultor, diseñador, inventor, ingeniero hidráulico, músico, ingeniero… Corría el año 1482, Leonardo tenía treinta años y ya era famoso. Vasari (1511-1574), pintor y arquitecto de la corte de los Médicis, relata en su Vidas de artistas que Ludovico invitó a Leonardo a tocar la lira, «instrumento que el duque adoraba». Es una historia muy entretenida, como casi todas las de Vasari. Cuenta éste que el pintor acudió con una lira construida por él mismo, elaborada «mayormente en plata» y con forma de cabeza de caballo, lo que hacía más profundo el sonido del instrumento y mejoraba su calidad. Ahora bien, resulta que la fecha mencionada es incorrecta y además se sabe que fue el propio Leonardo quien se ofreció a tocar el instrumento, pues se ha conservado la carta en la que éste, como buen cortesano, alimenta la vanidad dinástica de Ludovico proponiéndole realizar una gigantesca estatua ecuestre de Francesco Sforza.
Florencia se le había quedado pequeña al artista. Aunque no había corte de mayor esplendor que ésta, el nuevo centro de poder se había trasladado a Milán. Es difícil saber si Leonardo se alejó de Florencia por su malestar respecto a las posiciones de poder que ostentaban los neoplatónicos —con sus tendencias esotéricas que no agradaban a un racionalista como Leonardo— o si es que sencillamente tenía necesidad de explorar otros lugares y acumular nuevas experiencias. Él mismo declaró en cierta ocasión que fueron los Médicis quienes le crearon y destruyeron (mi creorono e destrussono), afirmación ésta que a mí se me antoja un poco exagerada pues cuesta imaginarse a Leonardo como un hombre destruido.
Comoquiera que sea, Leonardo se instaló en Milán. La ciudad conmemora en 1982 el quinientos aniversario de este acontecimiento con gran fasto y un abanico de actividades tan amplio que las celebraciones han trascendido el límite del año en curso y prosiguen hasta bien entrado 1983. Ignoro cómo llegó el pintor a Milán pero me divierte imaginarlo. ¿Se detendría en Parma a contemplar el Battistero? ¿Viajaría acompañado de amigos? Iría a caballo, sí, de ello no me cabe duda. Probablemente, en lugar de cruzar la baja y extensa llanura del Po, con su inevitable monotonía, prefirió mi ruta: esa que arranca de Ventimiglia y transcurre por una serie infinita de túneles oscuros. Circular por esa carretera produce un curioso efecto: es como si te vendaran los ojos a cada instante. Cada vez que entrevés el destello de un paisaje montañoso encantador, el verdugo te cubre de nuevo los ojos, de modo que te pasas horas en una especie de montaña rusa de claroscuro, hasta que ya no sabes si es de noche o de día y llegas a Milán hecho trizas. Leonardo, por el contrario, según relata Vasari-Penguin «used to make models and plans showing how to excavate and tunnel through mountains without difficulty, so as to pass from one level to another[4]». Túneles que no serían excavados hasta siglos más tarde para que las ingratas generaciones futuras pudieran realizar un viaje de varios días en no más de un par de horas.
Bien, hemos llegado a nuestro destino, él y yo. Hace calor en Milán, y la ciudad está desierta, porque es verano. La ciudad solitaria alimenta mis reflexiones. Voy caminando por la Via Dante (aún existe permanence en el mundo) que conduce en línea recta hacia el Palazzo Sforzesco. En la oscuridad de una galería de arte solitaria vislumbro un rostro caricaturesco de mujer tocada con un bonete blanco del cinquecento y pienso: podría ser obra de Leonardo. Y no es una tontería, pues cuentan que al artista le daba a veces por seguir durante todo un día los pasos de algún individuo que por alguna razón despertaba su interés. Se dedicaba a espiarlo de todas las maneras posibles, memorizaba su aspecto y luego por la noche lo retrataba.
La estatua de Francesco Sforza, obra de Da Vinci, está inacabada, como tantas otras. En su lugar, como un sustituto pobre, se alza ahora la pose heroica de Garibaldi blandiendo su espada. No puedo evitar pensar «eso aún lo habrían reconocido los Sforza». Al fin y al cabo, se trata de un hombre, una espada y un caballo. Los nombres de las ciudades rivales o aliadas —Bobgna, Genova, Torino, Piacenza—, que figuran en las señales viales del cruce, tendrían en aquellos días su propio y preciso significado. Ahora bien, lo que más atraería la atención de Leonardo, imagino, son esos extraños artefactos rectangulares que avanzan solos, con sus largas antenas rozando unos cables tendidos sobre las calles y con esas figuras humanas apenas visibles detrás de las ventanas relucientes: los tranvías. Vanas especulaciones, lo sé, las que me ocupan mientras cruzo el gran jardín y atravieso el mastodóntico edificio de ladrillo, en busca de la entrada. No hay modo de esquivar el espíritu de Leonardo. Él participó como arquitecto en los tres camerini que hay encima del puentecito de Bramante y se ocupó personalmente, con diligencia, de la decoración de la Sala delle Asse donde se ubica la exposición. Pero hasta ahí no he llegado todavía. Me encuentro aún en la salita donde cuelgan los dibujos, un primer espacio que precede a la muestra propiamente dicha. El visitante asiduo de exposiciones sabe lo que sucede en esos casos: inicia uno el recorrido con muchas ganas, se detiene un buen rato en lo primero que ve y luego acelera gradualmente el paso con la excusa de que está ya un poco saturado al tiempo que se recrimina las prisas. Los dibujos de las primeras estancias son en efecto los que mejor recuerdo. No pertenecen a la exposición ni figuran en el catálogo, pero soy capaz de visualizarlos con toda claridad «en el palacio de la memoria», como diría san Agustín. Yo en el interior de un palacio y un palacio en el interior de mí, y, en las paredes, no el Da Vinci de las pinturas majestuosas, sino el Da Vinci diseccionador, el explorador que se internaba en el continente del cuerpo recientemente abierto por Vesalio e informaba de lo que hallaba en su interior del modo más prosaico. Tendones, huesos, haces de músculos, articulaciones, el ser humano como objeto, como mecánica. Desmitificación también: era posible retratar a una mujer embarazada pero nadie la había diseccionado todavía. Leonardo lo hizo. La redonda prisión del útero alberga a la pequeña criatura pelona, inclinada hacia delante, plegada sobre sí misma. Sus manitas suaves reposan indolentes sobre la rodilla ya rolliza. En su cráneo esférico se forma un pensamiento prenatal. La estructura de las alas de los pájaros, diseccionadas hasta el infinito, la tavola anatomica degli organi delle donne. El bisturí secciona hasta lo más íntimo, el pintor reproduce. No tardará éste en ejecutar su dibujo de dentro afuera. Ver abierto lo que más adelante vuelve a cerrarse, ésa era para Leonardo una irreprimible necesidad. El cráneo visto como cúpula vacía, como equipo de sonido, como cabina de mando de la máquina humana, las bisagras de la rodilla y del codo, el esqueleto como construcción destinada al gesto teatral.
Blunt (Anthony, el espía, es decir, alguien con buen ojo) afirma que para Da Vinci la pintura era «una ciencia cuyo objeto de trabajo consistía en la reproducción de algún elemento de la naturaleza». Es cierto que el pintor concibió la mayoría de sus bocetos como estudio, como parte de la imprescindible ciencia factual, una materia de la que no podía prescindir si no quería convertirse en «un marinero que se lanza al mar sin brújula». Esta disposición llevada a sus últimas consecuencias le permitió realizar unos descubrimientos que nadie había llevado a cabo aún. Desde la perspectiva de nuestro siglo, en el que se han materializado todos los sueños de los siglos precedentes, no deja de asombrarnos el poder profético de sus hallazgos, un poder que casi da miedo. En mi caso ello tiene que ver sobre todo con los sentimientos: me asombra admirar en esos antiguos bocetos el paracaídas, el helicóptero, el Concorde y las maravillas temporalmente detenidas de la balística. Ahora bien, el libro que encuentro en un mercadillo de Milán con las actas de un simposio científico y que me resulta ilegible debido a la espesa bruma de las fórmulas matemáticas, es para mí un verdadero castigo. Las ponencias tienen títulos como: «Leonardo Da Vinci and the law of projectile motion» (Kenichi Ono), «Leonardo da Vinci’s remarks on the centre of gravity of the pyramid» (Evert M. Bruins) y «L. da V. and modern flight mechanics» (Irina Strazheva). La distancia que media entre todo esto y la sonrisa de Mona Lisa o las manos en alto de Judas en La Última Cena es tan grande que aún cinco siglos después no soy capaz de salvarla. De modo que me consuelo, pues no es otra la sensación que me invade cuando entro en la Sala delle Asse, un espacio pequeño con un techo pintado de árboles enmarañados, como un laberinto. En esta sala se exponen los estudios de la naturaleza de Leonardo procedentes de la Biblioteca Real del palacio de Windsor. Las láminas están dispuestas en vertical, enmarcadas en cristal por ambas caras. Entre el dibujo y el borde interno del paspartú hay un espacio de cristal. Los dibujos parecen así más libres, como más independientes, con sus bordes vulnerables expuestos a la vista; y a través de la franja de cristal que los circunda, yo espío a mis contemporáneos, que mueven los labios al otro lado del cristal, que observan, se asombran y se desplazan por la sala con una avidez tal que parece como si buscaran algo que ha dejado de existir. ¿Qué será lo que buscan? Tal vez la ilimitada y profunda curiosidad de Leonardo. De hecho, la palabra curiosidad se queda corta. Es algo más profundo lo que mueve al artista. Se trata del deseo, de la voluntad de conocimiento, de la necesidad de convertir la observación en la filosofía que fue para él la pintura. El pintor es un scientist a la vez que un creador, un hombre que imagina cosas, que «mediante sutiles especulaciones filosóficas investiga la calidad de cada forma». Respecto a esto se observa una contradicción en algunos comentarios del propio Da Vinci, una contradicción más dialéctica que real. Por un lado, el pintor estudia y reproduce la naturaleza con precisión. No está en sus manos mejorarla, pues eso le llevaría a realizar representaciones antinaturales y amaneradas. Pero por otro lado sí le está permitido crear formas no existentes en la naturaleza, siempre que esta ficción (finzione) se fundamente en la observación exacta de formas ya existentes. Si no dialécticamente, que tal vez sea un término demasiado fuerte en este caso, sí cabe afirmar que Leonardo piensa en alto confrontando contrarios, pues el pintor como practicante de las ciencias exactas es una cosa y otra bien distinta es la imaginación, la creatividad, ese factor que se resiste a una descripción exacta. Es ese talento creativo lo que impulsa al maestro a salir al campo, coger plantas, capturar animales, coleccionar piedras y llevarse todo eso a casa. Que Leonardo obedecía a ese impulso se observa en una anécdota narrada por Vasari. Cuenta éste que el pintor creó un auténtico monstruo hecho de lagartijas diseccionadas, serpientes y demás, tan horripilante que la gente al verlo se espantaba. Aunque más se espantarían viendo esos dibujos de la Sala delle Asse que recorro yo ahora.
La belleza de los dibujos se combina con la bella cadencia de los textos escritos en italiano. Éstos me recuerdan un menú, no puedo remediarlo: Inchiostro su tracce di carboncino, Matita rossa su carta preparata di rosso, Matita rossa e lumeggiature di biacca su carta preparata di rosso. Suena a algo así como un plato de palomas y jilgueros acompañados de exóticas verduras y trucha de arroyo de montaña, pero en realidad lo que dice es: un dibujo a pluma sobre carboncillo, sanguina en papel de fondo rojo y sanguina con contrastes en blanco sobre el mismo papel de fondo rojo. Qué le vamos a hacer, traducido es bastante menos comestible. Lo que más me gusta son los estudios de Leonardo acerca de la naturaleza del agua. La zanja de desagüe como caligrafía, el agua como una cuerda, haces de agua, la estructura de un tejido de agua abierto. Una piedra parte en dos la materia que es agua, convirtiéndola en sustancia, matter. En el pequeño espacio que ha dejado libre la escritura cuneiforme invertida de Leonardo yace el objeto, la piedra, losa o lo que sea, separada, dibujada repetidas veces en diferentes posiciones, cerca del agua o sin ella. Sin embargo, el ojo se niega a establecer la conexión. ¿Sigue siendo agua esto? El artista la ha solidificado, por así decirlo, con el fin de inmovilizarla, descomponerla, cortarla, transformándola en agua diseccionada, deshilachada, pubescente. Fenómenos de la naturaleza, eso es lo que son estas imágenes. De repente tomo conciencia del significado de la palabra fenómeno, en su sentido de apariencia perceptible por los sentidos o el intelecto. Lo que el artista desvela es la estructura del acto que constituye el movimiento del agua y con ello lleva a cabo, simultáneamente, una disección del tiempo. El agua está en reposo como la flecha de Zenón, aunque en realidad sólo puede estar en reposo desde la perspectiva de un instante pues al mismo tiempo no deja de moverse.
Más misteriosos aún me resultan una serie de dibujos que hay al fondo de la sala. Catástrofes, cataclismos, huracanes, extraños cables de nubes retorcidas y atormentadas, aguaceros, bosques ardiendo. Ho veduto movimenti d’aria tanto furiosi… «y he visto movimientos del aire, tan furiosos que arrancaban los árboles más grandes de los bosques y los tejados enteros de los palacios». Se te hace raro salir luego a la calle y ver que luce el sol y que no hay nadie deteniendo el movimiento de los hombres o de los árboles.
Leonardo nació en Vinci, un pueblo de la Toscana, el 5 de abril de 1452. Fue el hijo bastardo —valga la expresión— de un notario, Ser Piero d’Antonio, y de una mujer de Anchiano llamada Catarina. Estos datos los he sacado de un libro de esos de colores bonitos que venden en los quioscos de las grandes ciudades italianas por muy poco dinero. El autor del muy instructivo texto sobre Da Vinci es Bruno Santi. La primera imagen del libro muestra la casa donde nació el maestro, una barraca cuadrada de piedra sin desbastar ubicada en un paisaje montañoso. Sólo hay dos pequeñas ventanas. El interior no debió de ser muy luminoso. Desde muy joven Leonardo da muestras de un gran talento, razón por la cual su padre le apunta a las clases de Andrea del Verrocchio, pintor, escultor, orfebre y el profesor más prestigioso de su tiempo. El estudio de Verrocchio fue mucho más que un taller de pintor. Era una academia, un centro cultural de primer orden donde se daban cita los personajes más famosos de la época, un lugar de encuentro y de debate de las nuevas ideas. Leonardo, que no había sido formado en las escuelas latinas de aquel entonces y que por tanto tampoco había sido estropeado por ellas, debió de pasar una temporada maravillosa en el círculo de Verrocchio. El joven Leonardo demostró pronto ser un aprendiz de brujo. El ejemplo más conocido de ello es el cuadro de Verrocchio titulado El bautismo de Cristo, una parte del cual, la de los dos ángeles, se atribuye a Leonardo (según la tradición). Los ángeles, ya entonces, se ven más sueltos, más libres y más naturales que las figuras de Cristo y su Bautista, y el paisaje abierto, oscuro, cubierto de un crespón dorado, asimismo atribuido a Leonardo, contrasta claramente con la palmera rígida e inmóvil propia de los paisajes esquemáticos de la escuela florentina de los años anteriores. Vasari, quien también cuenta esta historia, añade que, después de esto, Verrocchio no quiso volver a pintar. Cierto o no, el hecho es que el periodo que Da Vinci pasó en el taller de Verrocchio resultó de suma importancia para el veinteañero. ¡Influencias! Es más, en las actas del simposio Leonardo nella scienza e nella tecnica, que encontré en el mercadillo, Karen Hujer comenta las influencias que recibe Leonardo, a través de Nicolás de Cusa, de los Hermanos de la Vida Común de Deventer (Astronomy of early renaissance and Leonardo da Vinci). Influido por las enseñanzas de los hermanos holandeses, Cusa propone unas teorías sorprendentes que después de su muerte (Leonardo tenía entonces doce años) alcanzaron resonancia en el taller de Verrocchio. Cusa es uno de los primeros en proponer la teoría de un universo infinito y de una tierra en movimiento, además de reflexionar sobre «el origen del tiempo» y sostener que ese universo infinito no puede tener un centro. En una época en que lo que imperaba era la imagen geocéntrica del mundo, esas ideas sonarían como un pedo en medio de una misa, o, si se prefiere la imagen inversa, como un aria clara en medio del dogma y el prejuicio.
A pesar de que en la gran selva de notas legada por Da Vinci se ha encontrado una que dice il sol no se muove, el artista siempre fue fiel a la imagen ptolomeica del universo imperante en su época. Por otro lado fue el primero en ofrecer una explicación razonable acerca del fenómeno de la visibilidad total de la luna aun encontrándose en la primera fase. El argumento que esgrime es que la tierra reflecta la luz del sol, lo cual no era posible según las férreas leyes impuestas por la tradición clásica. El interés de Da Vinci por los cuerpos celestes y por el espacio y «su amor por lo mesurable» compartido con Cusa (en palabras de Hujer) son los temas principales de la muestra que se expone en la pinacoteca Ambrosiana (no confundir con el banco): Il Codice Atlantico, Leonardo all’Ambrosiana.
Sí, en estas hojas oblongas se toman medidas y se ejecutan cuentas, cálculos, divisiones. La presión del agua sobre las puertas de la esclusa, las distancias calculadas desde el centro de Milán, los rayos en un espejo cóncavo, la perspectiva en un mazzocchio de 56 facetas, un movimiento del aire que arrastra a unos pájaros «sin mover sus alas». Como un cándido hombre de letras me inclino bajo la luz algo desagradable de las lámparas halógenas del techo y me pongo a observar. Dietmar Polaczek, en un artículo publicado en Die Zeit, se refiere a la «función de fetiche» de los dibujos expuestos y se lamenta de que no vayan acompañados de un texto en italiano moderno o de una traducción al inglés. Ya en anteriores muestras (los Médicis, los bronces de Riace) me percaté de que los italianos parten del supuesto de que su idioma es una lengua de comunicación internacional y no seré yo quien lo desmienta. Lo que ves es ya una selección de por sí, pero aun así sientes el irrefrenable deseo de atravesar el cristal con la mano y pasar esa página del libro y la siguiente y la siguiente. La curiosidad se impone y ésta es la que te llevará a comprar, o no, las grandes ediciones facsímiles que incluyen transcripciones y comentarios con el objeto de poder estudiarlas durante el resto de tu vida. Pero a mí me basta con esto que tengo delante, pues sé que es imposible ver todo lo que hay: durante la restauración se desvelaron (y se han fotografiado), mediante rayos ultravioleta, toda clase de detalles que no pueden apreciarse en el fetiche que estoy observando con avidez. Así que continúo mirando. Miro la noria gigante movida por un grupo de hombres demasiado pequeños que suben la escalera que gira eternamente, miro el canal en zigzag concebido para que los barcos «puedan ascender la montaña navegando», y después el ojo se desliza, apartándose de toda esa técnica, hacia el único cuadro que hay en la sala. Según la posición que uno adopte apreciará bajo el mortífero halógeno los numerosos retoques que ha sufrido este retrato.
Superficies subcutáneas, capas quemadas. ¿Es éste el mismo cuadro de las reproducciones? Una pregunta como una maldición. Cuando me coloco enfrente de la pintura, obstruyendo con mi figura la desagradable luz, contemplo sin más obstáculos la cabeza masculina, noble y severa, de Il Musico. No es un Da Vinci, sostiene Adolfo Venturi, por el cuerpo rígido y la mano de madera tan poco anatómica que sostiene la cristalina hoja de nogal; sí es un Da Vinci, sostiene Kenneth Clark, por el rostro que evoca los rasgos misteriosos e impenetrables de Ginebra de Benci. Me llevo conmigo el misterio y me doy una vuelta por la ciudad.
Ahora, momentáneamente, todo es Da Vinci. Mientras camino por la calle veo las caricaturas de la Ambrosiana, y de noche, el imposible azar se impone de improviso con la presencia de un grupo de doce caballeros que degustan una cena sentados a una mesa contigua a la mía en el famoso restaurante Bagutta —que desde hace ya muchos años antes de la guerra concede anualmente un gran premio literario, el Premio Bagutta—. Será alguna fraternité, una logia no muy secreta o sencillamente un jurado literario, pues entre ellos se encuentran al menos dos Judas y ni un solo Cristo. Ahora reparo también en la estructura de huesos y tejidos debajo de sus gestos teatrales, y, con el propósito de no perderme en exceso por entre las empalizadas de la realidad que me envuelve, me lanzo sobre los involtini deshuesados y dejo correr el vino libremente y sin miramiento en las copas. Al día siguiente aún acudo al Palazzo Clerici para ver la exposición sobre Leonardo y sus inquietudes acerca de canales, esclusas, obras hidráulicas, inundaciones, construcción de villas e iglesias en el marco del paisaje. Unas fotografías acompañadas de dibujos y planos muestran lo que ha permanecido de todo aquello después de quinientos años. Para acabar, antes de adentrarme de nuevo en la oscuridad de los túneles, quisiera volver a ver una vez más La Última Cena en Santa Maria Della Grazie. Esta vez el cuadro está cubierto de andamios, sombras vivas que caminan delante de los rostros. En la segunda planta del andamio se encuentra, a solas, una mujer pintora, y me asalta de nuevo el mismo pensamiento: de esta misma manera, subido a un andamio, estaría también Leonardo mientras, tras un día de meditación, daba algunas de sus pinceladas rápidas con las que fijaba para siempre las posturas y expresiones de sus personajes. Es imposible acercarse a La Última Cena, hordas de turistas entran y salen, los colores son pálidos, apenas existentes. Sé, por lo que he leído en ciertos estudios, cuál es el cáncer líquido que los ha atacado. El fresco ha dejado de existir y sin embargo existe. Las palabras acaban de ser pronunciadas: «Uno de vosotros me traicionará». Sí, acaba de suceder. Y sus palabras flotan en el aire como un juicio terrible, un presagio de pasión y de muerte entre esos doce hombres y sus manos tendidas, alzadas, que reposan, que señalan. Esto no es una pared, piensas, no como las otras tres paredes entre las que te encuentras, pues lo que ven tus ojos no sucede sobre una pared sino en una sala, un espacio preconcebido, imaginario, unido de un modo imposible al espacio real en que nos encontramos mirando el cuadro. El hombre, que «acaba» de pronunciar esas palabras para siempre, se encuentra completamente desamparado delante de una de las tres aberturas de la inexistente pared tras la que apunta un claro paisaje bajo la luz del atardecer. Su mano izquierda, vacía, se mantiene abierta con la palma hacia arriba, como si necesitara llenarla de algo, y con la derecha parece estar palpando uno de los humildes panecillos. «Wenn Sie meine Hände betrachten, sehen Sie wie gross die Köpfe sind» (si miran mis manos, verán lo grandes que son las cabezas), dice un guía turístico muy cerca de mí, y yo retrocedo hasta abandonar la sala.
Nooteboom Cees el enigma de la Luz

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