Johannes Vermeer
(1632-1675)
La lección de música interrumpida, 1660-1661
Hay cosas que no pueden decirse sin más. Doble prohibición: la del pudor y la del tabú. Me encuentro en el Frick Museum de Nueva York frente a La lección de música interrumpida de Vermeer. Dos pensamientos cruzan por mi cabeza. El primero: el cuadro me obliga a adoptar el papel de voyeur, como sucede con las obras de Hopper. El segundo: debido al carácter intensamente holandés del cuadro (tan holandés como americano es Hopper), me embarga algo parecido a un sentimiento «nacional». En realidad eso sólo quiere decir que tengo más que ver con esta obra que con los gainsboroughs y los veroneses también expuestos en este museo. Además de todo aquello que desata en mí este cuadro de Vermeer —emoción, nostalgia, admiración, placer—, siento un cierto pudor al sorprender a dos personas (pintadas) en un instante de intimidad. No importa que no sean individuos reales ni que, de haberlo sido, ya estén muertos. En este cuadro el ahora se ha tornado eterno, y en este ahora sorprendo a la muchacha con su amigo, amante, admirador. Con todo, el cuadro no deja de recordarme mi condición de holandés. Pero ¿qué hacer con eso del sentimiento nacionalista? Como unidad menor, está bien considerado —el pueblo es lindo, las cosas antiguas y los dialectos deben conservarse—. Pero, como unidad mayor —referido a un país con su lengua y características nacionales procedentes de una historia común no poco movida— el sentimiento nacionalista ha quedado desacreditado. Si uno conoce a los pintores amsterdameses, verá que el autorretrato de Rembrandt, también expuesto en este museo, muestra a un pintor típicamente amsterdamés. Pero eso no importa, pues la ciudad de Ámsterdam sí está bien considerada. De cualquier manera, sería un sinsentido hacer prevalecer en este cuadro lo nacional sobre lo puramente estético o sostener la pintoresca idea de Rembrandt como pintor amsterdamés. El sentimiento nacionalista se ha tornado ridículo. Conviene reprimirlo, o, si eso no se consigue, al menos no mencionarlo. Yo no lo consigo, es obvio. Hasta aquí lo referido al tabú. Ahora, el pudor.
Mientras me hallo (todavía) frente a la muchacha cuya lección de música ha sido interrumpida, una voz de muchacha holandesa perturba mi contemplación del cuadro. Yo vuelvo la cabeza, claro está. La muchacha, una belleza, está hablando con alguien que al parecer es su madre. En realidad, la joven guarda un cierto parecido con la muchacha de Vermeer, lo cual complica todavía más las cosas. Entonces sucede algo curioso. Las voces neerlandesas que rodean el cuadro hacen que éste se sienta un poco más en casa. ¿Es posible que un cuadro alimente sentimientos de nostalgia? La muchacha y el hombre del cuadro hablaban en su día —si es que hablaron alguna vez— en neerlandés. Ese neerlandés no se escribía como ahora, pero sí se hablaba más o menos igual.
La muchacha que está frente al cuadro le dice algo a su madre acerca de la muchacha del cuadro. Si Vermeer no la hubiera pintado tan bien, jamás se me habría ocurrido esa idea tan absurda que me ha asaltado ahora: que la muchacha del cuadro es al fin capaz de entender lo que se dice en la sala. Lo que no sabe la muchacha de enfrente del cuadro es que yo también lo entiendo. Tiene una voz bella y oscura y habla sobre Vermeer con bastante conocimiento de causa. Y además mantiene una buena postura erguida, algo bastante inusual en las mujeres nórdicas. Será que ha practicado ballet o hípica, quién sabe. Quisiera decir algo pero me vence la timidez. Las dos mujeres se alejan, la joven precediendo a la madre. Lleva la joven una blusa azul celeste y un pantalón beige, unas prendas que a la muchacha del cuadro deben de resultarle bastante incomprensibles. Ésta lleva una casaquilla de color rojo encendido sobre una amplia falda en la que domina el azul grisáceo, y en la cabeza, un ancho pañuelo o capucha de color más claro que le oculta el cabello dejando su hermoso rostro ovalado de mujer joven expuesto a la luz. Pero ¿qué luz? El resto de la luz que ilumina este cuarto interior holandés tiene una fuente visible: una vidriera situada en el ángulo superior izquierdo del cuadro. El rostro de la joven, vuelto hacia el pintor, queda por esta razón apartado de la fuente de luz. La capucha, que claramente le sobresale a ambos lados de la cara, le haría sombra en el rostro si esa ventana fuese la fuente de luz. Pero no hay ninguna sombra. La luz que le ilumina el rostro procede del lugar donde está el pintor (y el espectador). Ahora sí que se complican las cosas, lo mismo que sucede con Hopper. También el pintor americano pinta desde una óptica en la que de hecho no puede situarse. En el cuadro Morning Sun se ve muy bien por qué: en el sitio que ocupa el pintor estaría una de las paredes de la habitación. Es pues físicamente imposible que el artista esté pintando en ese lugar, y eso es lo que confiere al cuadro ese toque de misterio. Hopper ha sorprendido (y por consiguiente nosotros también) a una persona con su sola presencia en una habitación de hotel; el pintor es un voyeur (y me convierte a mí en lo mismo), y en este aspecto sigue el gran ejemplo de Vermeer. Esa intimidad tan especial que emana de los interiores de Vermeer queda reforzada por el hecho de que vemos a las personas representadas cuando en realidad eso es imposible, salvo que hubiera una cámara oculta en esos interiores, una cámara dentro de una cámara. Pero no hay ninguna cámara y un pintor es una figura demasiado grande para poder esconderlo. El cuadro frente al que me encuentro ahora mismo es más misterioso aún si cabe, puesto que la muchacha está mirando al pintor (a mí), mientras que el resto de lo que acontece en el cuadro indica que eso es imposible. La intimidad, o lo que sea que ésta signifique, no ha sido capaz de soportar de ninguna manera a una tercera persona. Pero ¿adónde dirige su mirada la muchacha? ¿Acaso fija sus ojos en el espacio, en el vacío? ¿Una mirada «casualmente» atrapada por nosotros? ¿Se ha «inventado» el pintor un transeúnte anónimo que, de nuevo por casualidad, habría pasado por delante de una ventana abierta detrás de la cual estaba esa muchacha con su amante, profesor de música o esposo? El amor está sugerido en el cuadro por un Cupido apenas visible, colgado en la pared del fondo. De ser así, la escena se convierte en un asunto de ficción; lo que aún sería comprensible. La posibilidad de que la muchacha hubiera posado está descartada: lo que el espectador ve es, literalmente, un abrir y cerrar de ojos, un instante, la mirada de la muchacha, el breve momento en que ésta interrumpe la intimidad del acontecimiento alzando la vista. En cierto modo, esa mirada la libera de la presencia masculina que tiene a sus espaldas. No está del todo claro por qué el Frick Museum ha titulado este cuadro Girl interrupted at her music. Encima de la mesa hay un instrumento de cuerda y sobre éste, medio colgando, una partitura, pero no es seguro que ella estuviera tocando su instrumento cuando el hombre irrumpió en el cuadro. El profesor de música no mira hacia el pintor. El hombre constituye un cuerpo protector que envuelve a la delicada criatura. Ella, aunque permanece «libre», está como encapsulada en la presencia del hombre, quien por cierto ha entrado más tarde en escena. El brazo derecho de él roza las manos de ella. Juntos sostienen con tres manos una carta o una partitura. A su vez, el brazo izquierdo de él pasa por detrás de ella y se apoya en el respaldo de su silla. Todo ello queda delicadamente acentuado por la facilidad con que se confunden los colores de la capa de él y de la falda de ella. En realidad son los mismos colores, convertidos en algo así como una gran superficie de hojas sobre la que el rojo de la casaquilla de la muchacha destaca como una flor.
Y ahora vuelvo sobre el asunto de lo nacional. Lo que ha convertido este sentimiento en sospechoso es el nacionalismo de carácter externo, el de las proezas, las medallas de oro y las cifras de exportación. No estoy hablando de ese sentimiento que me invade cuando en Tokio oigo los aplausos dedicados a la orquesta del Concertgebouw interpretando a Mahler, sino de ese sentimiento, como el de ahora, de estar delante de algo que —por muy universal que sea— tiene más que ver conmigo que con el americano que tengo al lado. No hay que tener miedo al ridículo, de modo que vuelvo sobre lo mismo: esas dos personas del cuadro son compatriotas, una palabra que también contiene una gran carga emocional, sobre todo para gente que no viaja mucho. Para mí los compatriotas son poco frecuentes, personas aisladas con las que me cruzo de vez en cuando. Yo sería capaz de hablar con esas figuras del cuadro, aunque ya sé que ésta es una observación absurda. Pero no es tan absurda la idea de que yo sé más de esas figuras del cuadro que mi vecino americano, quien por cierto se ha marchado enseguida; yo comparto un pasado con esas figuras, y aunque el mío sea más largo, yo conozco su historia, aun siendo esa historia para ellos en parte nueva y para mí vieja, y, lo que es más, conozco su ciudad y conozco su interior: yo mismo vivo en una casa similar.
Al alzar la vista veo a mi compatriota viva, la muchacha de la blusa azul, recorriendo con su madre la gran sala que hay un poco más allá. Como forastero que viaja solo, me gustaría hablarle a la chica de Vermeer, porque sé que compartimos algo al respecto, y si ella no lo sabe, podría explicárselo. Pero jamás haría semejante cosa. No soy capaz de abordar a extraños. ¿No soy capaz? Vamos a verlo. El Frick Museum, establecido en una mansión como un fuerte en Central Park, fue en otros tiempos residencia del magnate del acero y del carbón Frick. El carbón que él extraía —no personalmente— de la tierra, lo usó para adquirir arte y bellos objetos. Éstos están depositados en el museo y llevan casi todos su nombre, no el de los excavadores individuales. Debió de ser una casa rica, bastante ostentosa. Como museo tiene cierta gracia. Las cosas están dispuestas en un orden un poco extraño. El mobiliario en que, a principios de siglo, los Fricks recibían a otros barones del carbón y a las gentes que rodeaban a éstos se expone detrás de unas cuerdas de bombasí como un monumento a un tiempo pasado que continúa su proceso de descomposición invisible y silencioso.
Me topo con algunos viejos conocidos. Mrs. Elliot, retratada por Gainsborough, con su rostro ya para siempre alargado, con sus carrillos sonrojados de finas venas y las cejas espesas casi varoniles que conservan un tono oscuro mientras su cabello ha adquirido un color impreciso. Sir Thomas More y Cromwell retratados por Holbein, todos ellos parientes; el conde de Montesquiou, que Proust refundiría en otros caballeros, aquí retratado por Whistler, todavía como él mismo, vanidoso. La idea de que todos forman una familia no es en realidad muy descabellada, pues al fin y al cabo lleva uno toda la vida viendo esas mismas imágenes, inalterables, en la realidad o como reproducción, en libros o en tarjetas postales. De algún modo pertenecen a mi galería cultural de antepasados, tal vez con más intensidad aún por el hecho de ser inalterables. Es como si hubieran existido desde siempre.
Noteboom Cees El engima de la luz
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