Rembrandt (1606-1669)
Autorretrato con bastón, 1658
Mi
compatriota continúa expresando su propia visión. ¿Qué sucede en los museos
cuando te topas con alguien que te llama la atención? Te vas encontrando aquí y
allá, observas que el otro se detiene largo rato delante de algún cuadro, al
tiempo que se te llena la cabeza de ciertos pensamientos o no, aunque casi
siempre sí. En los museos suele reinar una cierta atmósfera erótica. La gente
tiene una excusa para entablar una conversación. Somos diferentes. Nos
distinguimos de la multitud indiferente de la calle, compartimos un mismo
interés que nos ha llevado hacia ese lugar. Pero yo soy incapaz de abordar a
personas extrañas. De modo que yo mismo me sorprendo cuando lo hago. La culpa
la tiene Rembrandt. El expuesto en el Frick es su autorretrato más bello. Data
de 1658, cuando Rembrandt ha superado ya los 50 años. Al igual que el lector,
yo sé lo que es un autorretrato. Y sin embargo, aunque suene raro lo que voy a
decir, nunca había captado plenamente su significado. Un pintor se retrata a sí
mismo. Pero ¿cómo lo hace? Da un poco de miedo, la verdad. El retratista tiene
que observarse a sí mismo todo el tiempo hasta que asoma su doble de pintura en
el lienzo que tiene delante, una figura que es su propio yo pero a la que ha
añadido algo, a saber, aquello que piensa de sí mismo. El hombre que ahora se
observa a sí mismo y me observa a mí es un hombre entrado en años, que se ha
disfrazado de rey de Oriente. Todo en este cuadro es cálido, marrones oscuros y
dorado, pero los ojos y la boca contradicen esa calidez. Son los ojos y la boca
de un hombre de edad avanzada que ha visto el mundo y que sabe que ya no hay
nada que esperar. La muerte ya ha desfilado varias veces por su vida, el dinero
ha demostrado ser una materia fugaz; la boca, que tanto ha reído, ha dejado de
hacerlo. Los ojos, que debieron de gozar tanto del mundo sensual como del
esplendor que ellos mismos crearon, se contemplan ahora con una lucidez
despiadada que contiene el sedimento de la senectud. En el catálogo del Frick
Museum aparece el mismo autorretrato, en blanco y negro como la mayoría de
cuadros, si bien al fondo se destaca en color un detalle del cuadro, la mano
izquierda que empuña un cetro real. Inquieta un poco el refinamiento con el que
se sugiere el brillo de ese cetro y del pomo dorado. Pero más impresiona aún la
impotencia que sugiere esa mano. El hombre sentado apenas logra sostener el
cetro, la mano lo empuña sin fuerza, los dedos no agarran, como si en ese
cuadro el monarca hubiera perdido su poder en el mundo. Y sus ojos saben por
qué. Pero para ello hubo que pintar antes esos ojos. Quizás me esté excediendo
en mi inocencia didáctica, y el especialista me dirá que todo ello es cuestión
de técnica, pero yo no soy capaz de aclararme y me da vueltas la cabeza cuando
pienso en quién mira a quién. ¿Cómo puedes saber tanto de ti mismo, observar tu
más profundo yo, y a continuación partirte en dos, en el retratista y el
retratado? ¿Cómo puede alguien construir su propio doble soportando las
larguísimas sesiones de trabajo que ello requiere? En ese mismo instante tengo
a mi lado a la compatriota de la blusa azul. Ella está mirando, completamente
inmóvil, y sin pensar en que jamás abordo a extraños, le formulo la pregunta
que me ocupa.
—Eso
se hacía con un espejo —contesta ella.
Con
un espejo. Sí, mas ello no reduce el misterio. Puede que sea la respuesta
técnica, si es que lo es, pero no explica nada. Nada de cómo una persona se
mira a sí misma, y menos todavía de lo que se permite a sí misma ver, por no
hablar de lo que luego plasma en el cuadro. Brujería, pienso, eso es lo que es,
pero no digo nada. Hablamos un rato, la muchacha y yo, y luego nos separamos,
dos holandeses en Nueva York que siguen su camino abandonando al viejo pintor
amsterdamés en su destierro. Sin embargo, ha sucedido algo curioso. Todo cuanto
envuelve el cuadro ha desaparecido: el ruido de la vida amsterdamesa fuera del
estudio del pintor, el olor de la pintura en su paleta, las voces de las
personas con las que convive en la casa, la comida que ha ingerido ese día.
Toda su existencia ha sido absorbida y desecada en esa pintura, conservada como
la reproducción autónoma de un hombre que se conocía a sí mismo hasta los
tuétanos y que se entregó a las miradas de los demás, a esos extraños que
tardarían aún siglos en nacer. Brujería.
Nooteboom Cees El enigma de la luz
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