Seis
hombres, en un paisaje estival, y los seis ciegos. La naturaleza, voluptuosa e
impasible, ignora este hecho. Un arroyo serpenteante, juncos meciéndose,
árboles ligeros. Entonces sucede. El primer hombre tropieza y cae de espaldas.
El siguiente, que caminaba agarrado a él, cae sobre el primero.
Irremediablemente caen también el tercero y el cuarto y los otros dos. De esta
sucesión de instantes, el pintor ha seleccionado uno, aquél en el que el primer
hombre yace en el suelo, mientras los demás alzan al cielo su extraviada mirada
de ciego. Los ojos inexpresivos de los seis hombres están tan bien
representados que, cuatrocientos años después, un joven médico francés, Antoine
Torrilhon, emitió su diagnóstico: uno de los hombres tiene un leucoma en el
ojo, una mancha blanquecina le cubre la córnea. El otro padece una atrofia del
globo ocular producida por un deterioro del nervio óptico como consecuencia de
un glaucoma no tratado.
La
ceguera debe de ser la peor pesadilla imaginable para un pintor, por lo que no
es de extrañar que Bruegel se interesara por los ciegos. A veces los temores se
conjuran visualizándolos. Lo admirable es que ese pintor del siglo XVI
contemplara aquellos ojos «clínicamente», pues en su época la oftalmología no
era sino una forma menor de hechicería. Se recomendaba soplar con suavidad en
el ojo de quien padecía una afección ocular, «echándole el aliento dulce que se
logra masticando clavos o hinojo». De bien poco les sirvió ese remedio a los
seis hombres ciegos del cuadro. Abundaban los ciegos por aquel entonces, al
igual que los cojos y jorobados, criaturas que el pintor observaba y
representaba sin piedad y con tanta precisión que Antoine Torrilhon se muestra
convencido de que Bruegel estudió medicina. Ignoro si eso será cierto o no,
pero en cualquier caso esa idea nos aleja de la imagen que se tenía antaño de
Bruegel, considerado como una especie de feriante bufonesco siempre dispuesto a
tomar parte en las comilonas y juergas de su época. El pintor vio con sus
propios ojos las diversiones populares, pero las debió de ver a distancia, pues
así lo delata su ojo clínico, esa observación fría propia del círculo
intelectual en el que se movía. Sabemos que tuvo amistad con personajes como
Dominicus Lampsonius o el geógrafo y humanista Abraham Ortelius, quienes
probablemente le juzgaron más certeramente que las generaciones posteriores. Y
es que las obras pictóricas y las composiciones musicales no cambian con el
paso del tiempo, lo que cambia es nuestra percepción visual y auditiva de las
mismas. Mendelssohn redescubrió a Bach cuando hacía ya tiempo que éste había
muerto, y lo que descubrió fue un Bach diferente al que tocaba el órgano en la
iglesia de Santo Tomás de Leipzig. A su vez, el Bach de Mendelssohn fue
desplazado por el de Harnoncourt. Voltaire detestaba Notre-Dame, construcción
que se le antojaba horrible. Sir
Joshua Reynolds, aun siendo admirador de Bruegel, opinaba que éste carecía
completamente de sentido de la «mecánica» en la pintura.
Pieter Bruegel (1528-1569)
La parábola de los ciegos, 1568
Eso
fue a los doscientos años de la muerte del artista, y transcurridos otros
doscientos años, la interpretación de la obra de Bruegel ha experimentado un
nuevo cambio radical. Quien hoy mire a través de los ojos del surrealismo un
cuadro como el de Dulle Griet («Greta
la Loca») descubrirá imágenes que pertenecen más al desgarro de su propio siglo
que a la vaga noción de un Flandes del siglo XVI interpretado nostálgicamente
por el artista. Pero ¿cómo es posible que reconozcamos en un cuadro una
realidad inexistente en vida del pintor? Tal vez porque, con el transcurso de
los siglos, nace cada vez un nuevo pintor; una idea tan tentadora como
melancólica, pues, de ser así, también «nuestro» Picasso irá distanciándose
progresivamente de sus obras. Esos lienzos que tan familiares nos resultan, que
pertenecen al arsenal de imágenes de nuestra vida, adquirirán con el tiempo un
significado distinto, un significado que nosotros ignoraremos, como les sucedió
a los coetáneos de Bruegel, que nunca hubieran sospechado que el imaginario del
pintor encajaría a la perfección en un mundo futuro, medio milenio después, en
una época en la que Ícaro sí que sería capaz de volar.
En
el caso de Bruegel, los errores en la interpretación de su obra por parte de
las generaciones inmediatamente posteriores a él se vieron agravados por el
hecho de que sus cuadros se tornaron en gran parte invisibles, y ello en el
sentido más literal de la palabra: los cuadros desaparecieron, emprendieron un
viaje. Salvo algún contemporáneo del artista, ninguna generación ha alcanzado a
ver tantas obras suyas como la nuestra, gracias a la técnica de reproducción de
obras de arte (Walter Benjamin). Las reproducciones —cual embajadoras del
cuadro auténtico expuesto en algún
lugar de Viena, Bruselas o Nápoles— viajan por el mundo hasta llegar a nuestras
librerías. Reynolds lo tuvo más difícil. Él tuvo que apañárselas con las obras
que encontró en los Países Bajos y Flandes, ya escasas por aquel entonces. Es
más, en 1609, Jan Bruegel el Viejo, hijo del pintor, que en su época alcanzaría
idéntica fama que su padre, escribió una carta al cardenal Federico Borromeo
quejándose de que no encontraba ni un cuadro de su padre, dado que Rodolfo II
los había reunido todos para el tesoro de la casa de Habsburgo en Viena.
Recuerdo
la primera vez que vi La parábola de los
ciegos en Nápoles (Dejadlos: son
ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo.
Mateo, 15, 14). Hacía calor. Los vigilantes no te dejaban en paz. Se afanaban
por dar explicaciones inútiles y para colmo exigían una propina. Me impresionó
aquel terrible vacío en los ojos de los ciegos, ese blanco dirigido hacia la
nada, unas bolas luminosas sin pupila, instrumentos destructivos bloqueando el
acceso al mundo. Sus cabezas locas alzadas en todas las direcciones, sumidas en
una eterna oscuridad. Para esos hombres no existe el amable paisaje flamenco ni
los lirios del arroyo ni la colina suavemente ondulada del fondo ni la pequeña iglesia
en el prado junto a la colina. Verde, todo era verde en aquel lienzo, nórdico,
y de repente sentí una punzada de nostalgia de esos paisajes tan familiares
para mí, que los veranos no abrasan como en la Italia donde me encontraba en
aquel momento, sino que flotan sobre el paisaje, densos y húmedos. Cuando más
adelante le comenté mis impresiones a un amigo belga, éste se echó a reír. En
mi inocencia yo había ubicado aquel paisaje en las inmediaciones de Brujas. Él
me sacó del error:
—Los
paisajes de Bruegel están en Pajottenland, una comarca al sudoeste de Brabante,
entre los ríos Zenne y Dender, en las inmediaciones de Bruselas. Incluso hoy,
si uno recorre la región y se fija bien, reconocerá las colinas y prados
representados en las famosas pinturas. Y la iglesia que figura en el cuadro de
los ciegos sigue en el mismo sitio, en Sint-Anna-Pede. Ya verás, búscala.
La
ocasión se presentó a principios de año. Un invierno crudo y medieval asolaba
Europa, una ventisca azotaba la Gran Place, las calles estaban cubiertas de
fango. Tardé un buen rato en dejar atrás los suburbios con sus casas peculiares
y sus calles con adoquines decimonónicos, y de repente sucedió. Enfilé una
carretera comarcal, el fango volvía a ser nieve, los árboles, ilustraciones. Me
bastó sumergirme en el silencio, distanciarme de la vulgaridad de mi propia
época, desviar la mirada de los hilos del telégrafo y de los automóviles que
avanzaban a lo lejos, para que lo que yo estaba viendo, esa escena de infinita
calma invernal, se transformara en una fantasía del propio invierno, de todos
los inviernos flamencos que habían existido, y con ello también de ese
específico invierno del Censo en Belén
o de la terrible Matanza de los inocentes
o de aquel día de invierno infinitamente silencioso con los cazadores en la
nieve y sus sempiternos perros, esas oscuras figuras con lanzas, zurrones y
dagas, las cabezas inclinadas hacia abajo hilando pensamientos que ignoramos.
Los cazadores descienden la colina sin mirar hacia arriba, como tampoco miran la
hoguera encendida frente a la posada. Dejarán profundas huellas en la blanda
nieve, como una pista que conduce a los estanques congelados que se ven al
fondo; los pájaros surcarán el cielo como lo hacen hoy: los veo, negros,
siniestros, ellos no han cambiado, como tampoco ha cambiado la nieve. Más
tarde, el hijo del artista, Pieter, pintaría paisajes similares, tan bellos y
evocadores del invierno como los suyos, pero nunca tan misteriosos como El censo en Belén, en el que un hombre
anónimo vestido de marrón conduce a la posada a una mujer anónima, preñada,
montada en un burro. La mujer será la madre de Cristo, nosotros lo sabemos y el
pintor también, aunque lo que quiere es demostrarnos que nadie más lo sabe, que
esas dos figuras son tan anónimas como el resto de personajes que los rodean.
Belén está en Flandes; Dios, encarnado en un niño flamenco, nacerá en un pajar
entre unos escalones hundidos; Cristo, que no ha visto jamás la nieve,
aparecerá en un mundo nórdico y blanco y nadie se enterará de la buena nueva.
La anciana quitará la nieve con su escoba, el niño jugará sobre el hielo con su
peonza, la corneja graznará sobrevolando el paisaje a gran altura, un grupo de
hombres con pesados fardos a las espaldas caminarán sobre el agua helada y el
sol rojo sangre se pondrá en el horizonte, como hace a diario.
El
pintor del paisaje en el que ahora me encuentro quiso, creo yo, que éste fuera
el paisaje de los campesinos, un paisaje atemporal, en el que se siembra y se
cosecha, en el que las generaciones de campesinos anónimos se suceden como las
estaciones del año, y también el paisaje histórico de un día concreto, el día
del censo, en el que la mujer que será la madre de Cristo, en una singular
paradoja temporal, va montada en un burro sin ser reconocida por nadie, como si
formara parte de esa multitud que es bautizada y enterrada en la pequeña
iglesia del fondo, en la que se adora al hijo que ella aún lleva en las
entrañas. Llegados a este punto, cualquier entendido en temas de arte me dirá
que Bruegel, como tantos otros pintores renacentistas, trasladaba a sus obras
el decorado que le ofrecía su entorno cotidiano, lo que explica que
representara Belén con el aspecto de una aldea flamenca. Para mí eso no le
resta fuerza a la paradoja ni al misterio del cuadro. El paisaje real que se
despliega ante mi vista se confunde con los paisajes de las obras del artista.
Son las mismas colinas, la misma nieve. Todo lo demás no quiero verlo.
Pieter Bruegel (1525-1569)
Cazadores en la nieve, 1565
Circulo
por pequeñas carreteras comarcales, por entre bosques diáfanos, como
ilustraciones. En Sint-Anna-Pede reconozco la pequeña iglesia del cuadro de los
ciegos. Se asienta silenciosa y solitaria sobre un pequeño promontorio. Me
encamino hacia ella abriéndome paso a través de la nieve. En el interior de la
iglesia el frío es intenso. Los finados de este año tienen nombres que
pertenecen a mi idioma: Peeters, Raspoet, Schoovaarts, Van Eeckhout. En cuanto
sale uno de Bruselas le envuelve de nuevo la variedad brabantina del neerlandés,
la lengua que siempre se ha hablado en esas comarcas y que sigue escuchándose
también en Bruselas pese a todos los esfuerzos por expulsarla de allí. En el
centro de la iglesia está enterrado un noble, de nombre Gillis. La criptografía
tallada no me permite distinguir el resto de sus nombres; en su escudo figura
un cuerno de caza por triplicado. El noble caballero se extrañaría tal vez de
que la taberna del pueblo lleve el nombre de Bruegel, aunque sí reconocería la
cerveza que se bebe en el lugar, pues estamos en la región de la Gueuze, la
Kriek y la Kriekenlambic, las cervezas de alambique maduradas con cerezas. «La
Gueuze es la cerveza que ya ha sido bebida una vez», declaró Baudelaire, poco
amigo de Bélgica. No obstante, quien haya visto bailar a los campesinos de los
cuadros de Bruegel sabe que la alegría y exaltación casi frenética de estas
gentes tienen que ver con esa cerveza medieval, con un tono cobrizo o de
cereza, elaborada desde hace siglos con cebada y trigo. Algunas pequeñas
cervecerías artesanales conservan todavía la cerveza en grandes botellas
taponadas con corcho: tal vez la misma que en las bodas campesinas brota de las
grandes jarras de piedra como una corriente dorada, un río que arranca de la
Edad Media y fluye directamente hacia nosotros.
Circulando
por esos parajes —que pese a todas las agresiones del último siglo conservan
todavía algo de la magia de los cuadros de Bruegel, de sus inviernos
silenciosos y de sus veranos exuberantes y ubérrimos— la pregunta se torna
inevitable: ¿quién fue el pintor? Los últimos días he podido contemplar, tanto
en la realidad como en los libros, en Amberes y en Bruselas, numerosos
aguafuertes y pinturas del artista: desde las escenas de pesadilla de Greta la Loca hasta la naturaleza
impasible ante la tragedia de Ícaro; desde el paisaje dibujado a plumilla con
infinita delicadeza en que el protagonista de la escena, san Jerónimo, aparece
como una presencia casi azarosa, hasta los apicultores surrealistas con sus
rostros sin rostro, una prefiguración de aquellos conos sin ojos ni boca de De
Chirico. En la biblioteca de Berlín he tenido la ocasión de hojear la primera
edición del Schilders Boeck de Carel
van Mander, que contiene una de las escasas referencias a la vida de Pieter
Bruegel (en un neerlandés del siglo XVII escrito con letra gótica de difícil
lectura), un libro que sigue siendo fuente de consulta a causa de los numerosos
interrogantes que suscita la vida del artista y que empiezan por su lugar de
nacimiento. Apenas hay nada más que nos informe de su vida. Solamente sus
pinturas, dibujos y aguafuertes, realizados a partir de los dibujos
(frecuentemente desaparecidos). Sabemos nosotros más de la época del pintor que
lo que él supo de ella. Es como si hubiera logrado hacerse invisible.
Bruegel
vivió en un tiempo de rupturas y revueltas, en uno de los países más prósperos
del mundo por aquel entonces. En 1348, el conde de Flandes muere y le sucede su
hija Margarethe van Male, que en 1369 contraería matrimonio con Felipe el
Atrevido, duque de Borgoña. Por esta razón, la mayoría de los principados que
constituyen la actual Bélgica se integraron con el tiempo en las provincias
borgoñesas, más adelante denominadas Países Bajos del Sur. El nieto del duque
de Borgoña, Felipe el Bueno, tras convertirse en duque de Brabante y Limburgo,
obligó a Jacoba van Beieren a renunciar a sus condados de Holanda, Zelanda y
Henao. Todas esas tierras fueron bautizadas con el bello nombre de les pays de par deça (las tierras de por
aquí). Su hijo, Carlos el Temerario, intentó en vano unificar esas provincias
neerlandesas con les pays de par delà
(las tierras de por allá), a saber, la Borgoña propiamente dicha y el Franco
Condado. Aún hoy, después de tantos siglos, cuando los neerlandeses del norte,
con su tendencia calvinista, hablan de los «borgoñeses» asentados al sur de los
grandes ríos (el Rin y el Mosa), se refieren, no sin cierta envidia, a un
estilo de vida de excesos y opulencia que no se permiten a sí mismos. Eso
explica tanto el fasto de los portadores del Toisón de Oro como el desenfreno
de las bodas campesinas de Bruegel. El matrimonio de la hija de Carlos, María
de Borgoña, con Maximiliano de Austria, traspasó la herencia borgoñesa a la
Casa de Austria. El siglo de Bruegel se convertiría en el más agitado y
violento de la historia de los Países Bajos. Es la época del naciente
protestantismo, de Carlos V y Felipe II, del Duque de Alba y su Tribunal de la
Sangre, de la decapitación de los condes de Egmont y Hornes en la plaza del
mercado de Bruselas, de la suplicatoria de los nobles y la revuelta armada bajo
el mando de Guillermo de Orange; es la época también de la huida de muchos
protestantes flamencos hacia el norte, que tantas consecuencias acarrearía a la
cultura neerlandesa septentrional; en suma, es la época en la que suceden todos
aquellos acontecimientos de la Guerra de Flandes que los niños neerlandeses y
flamencos estudian en la escuela y que permanecen para siempre grabados en su
memoria.
Se
desconoce cuál fue la posición política de Bruegel en aquellos días. Parece ser
que supo ocultarla bien. Su vida está llena de espacios en blanco. Nació no se
sabe dónde en no se sabe qué año entre 1525 y 1530, tal vez en las
inmediaciones de Bruselas o de Breda. Existen pues serias dudas acerca del
espacio y el tiempo en que discurre su vida, lo cual no es malo para un
artista. En 1551 encontramos su nombre como «maestro» en el gremio de pintores
de Amberes, por aquel entonces una metrópolis donde los Hansa alemanes, los
Gualterotti florentinos, los Fugger y los Welser de Augsburgo tenían sus
oficinas comerciales, donde cinco mil personas visitaban a diario la bolsa,
donde se escuchaban un sinfín de lenguas y se veían todos los atuendos del
mundo conocido. Al poco tiempo de ingresar en el gremio de pintores, Bruegel
emprendió un viaje por Italia, algo obligado en aquellos días, sólo que él no
lo hizo por obligación. Visitó Nápoles, Messina y Calabria y realizó unas
maravillosas rutas por las montañas del norte que más tarde plasmó de todas las
formas posibles en los paisajes de su imaginación —«hat das Gestein überall den
Vorrang» (la piedra siempre predomina), según un comentarista posterior—. A
pesar de su viaje, el artista apenas absorbe las influencias de la moda
romanizante o italianizante de su época. Su estilo, temática y técnica proceden
de la tradición flamenca y brabanzona. Lo que él transmite en sus pinturas son
las historias y las novelas de la vida que le rodea. Esas vidas anónimas
representadas en sus lienzos alimentan nuestra imaginación. No es de extrañar
que poetas como Auden y Williams describieran con palabras lo que habían visto
en sus pinturas. Cada cuadro es el fragmento de una historia.
¿Por
qué bailan aquellos campesinos junto a un patíbulo? ¿Y cómo es que las dos
urracas asisten impasibles al jolgorio y no alzan el vuelo? ¿Por qué razón el
campesino que labra el campo no ve la pierna del hombre que ha caído al agua y
que se está ahogando? ¿Cómo se llama esa extraña ciudad a orillas del agua
hacia la que navegan los barcos con sus velas caligráficas? Resulta imposible
mirar esos cuadros sin que te invada una infinita curiosidad. Desearías estar
entre esas gentes que asisten al sermón de Juan Bautista y escuchar sus
comentarios, perderte por el sombrío laberinto de la Torre de Babel siguiendo a
los constructores, aspirar el olor del heno apilado sobre los campos, entre
esos hombres y mujeres el día de la siega. Centenares de vidas discurren ante
tus ojos pero tú no tienes acceso a ellas. Ese mundo es tan grande y tan pleno
que te niegas a creer que sea tan sólo una capa de pintura de un milímetro de
grosor. El pasado de esas vidas se ha tornado presente, un presente insondable;
en ese ahora tan lejano en el tiempo
el pintor aplicó su última pincelada, retrocedió un paso y contempló lo que yo
estoy viendo en este momento. Su esposa y sus amigos vieron eso mismo con sus
ojos ya desaparecidos. Durante un instante preñado de misterio, yo veo lo mismo
que vieron todos esos muertos, lo mismo pero distinto; y aunque supiera más de
la vida del artista, me sería imposible saber más de él: el rumor de las
historias posteriores no aporta nada nuevo.
Bruegel
vivió en Amberes con una mujer que mentía constantemente. Se enamoró de Mayken,
la hija de su maestro (si es que fue su maestro) Pieter Coecke van Aelst; su
suegra, pintora de flores, le exigió
que fuera a vivir a Bruselas, lejos de la mujer de las mentiras. Contrajo
matrimonio con Mayken en 1563, tuvo dos hijos —ambos se convertirían en
pintores— que no llegarían a conocer a su padre ni llegarían a alcanzar su
nivel artístico, a pesar de ser excelentes, y, tras seis años de matrimonio,
falleció. Realizó una gran cantidad de magníficos dibujos para Jerónimo Cock
que circularon como grabados. Gente importante adquirió sus obras, y en su
lecho de muerte le hizo prometer a su esposa que quemaría ciertos dibujos suyos
de los que estaba arrepentido porque, como dice Van Mander, «algunos eran
demasiado mordaces y punzantes», o tal vez porque temía que esos dibujos «le
causaran problemas a su mujer o le exigieran cuentas a ella».
Bruegel
legó al mundo unos hijos que serían pintores —y que tuvieron a su vez unos
hijos que serían pintores—, y unas cuantas imágenes que pasarían a formar parte
para siempre de la iconografía de la especie humana, imágenes detrás de las que
él desaparecería, irreconocible e inalcanzable, cumpliendo así la misteriosa
ley que ordena que a su muerte el artista se transforme en su obra. En el único
retrato que conozco de él, no aparece como el hombre vivaz que yo me imaginaba;
me recuerda más bien a un juez o a un doctor en Derecho canónico. No da en
absoluto la imagen del hombre capaz de lanzar a Ícaro al mar con aparente
indiferencia, de representar el asesinato en la nieve de los niños de Belén,
traspasados por puñales y largas lanzas, o de «comerse las rocas de los Alpes
para luego arrojarlas sobre sus dibujos»; ese hombre que contempla la empresa
humana ya con cinismo y misantropía, ya con amor y entusiasmo; que dibuja entre
quinientas personas una pequeña figura que arrastra su cruz hacia el lejano
horizonte; que es capaz de inventar o reproducir la compleja maquinaria con la
que construir una torre inventada en una Babilonia brabanzona y que a la vez
echa mano del arsenal de delirios de Jerónimo Bosco para un cuadro como el de Dulle Griet, avanzando entre las arenas
movedizas de esa pesadilla en la que uno podría desaparecer para siempre,
porque no tiene fin. Contemplo ese cuadro en el museo Mayer van den Bergh de
Amberes. El contraste entre el impresionante silencio que reina en la gran casa
señorial y la barahúnda que emana del cuadro es brutal. La anciana con su yelmo
—que recuerda al de Don Quijote, una bacía de barbero colocada boca abajo— está
ante la boca abierta del infierno, en medio de un pandemonio detenido,
solidificado, una actividad enloquecedora cuyo origen no puede ser sino el
miedo. Hay asesinatos y torturas, personajes que bailan o que surcan el aire,
monstruos sin piernas, cáscaras de huevo rotas con el interior repleto de
calamidades, engendros con alas, monos danzantes, soldados con las viseras de
sus cascos bajadas, objetos que han perdido sus dimensiones, hombres metidos en
ollas, hombres-moluscos sin brazos con un cucharón clavado en el ano, toneles
con ojos y orejas, globos, muros, cántaros, bocas muy abiertas, ballestas, todo
discurre, grita y baila en un orden sin orden, un mundo delirante y absurdo que
se basta a sí mismo, criaturas sin principio ni fin cuyo centro de gravedad no
se sabe dónde está ni dónde empieza su motricidad, un cosmos de preguntas sin
respuesta, tales como «¿qué sucedería si empezara a nevar?», o «¿cuánto
pesan?», o «¿por qué matan?», «¿dónde duermen por la noche?», «¿quién imparte
órdenes a la soldadesca?», o «¿no son los prisioneros los que están más
seguros?». Y entonces, en un momento en el que me encuentro solo frente al
cuadro, sucede algo extraño: la madera que tengo delante cruje ligeramente, me
está diciendo algo, un sonido de madera que armoniza con rabia y silencio. Sé
que no significa nada, que la madera trabaja,
como suele decirse, que se dilata por el calor, y sin embargo es como si
quisiera decirme que un día fue talada y transportada y que luego un hombre la
pintó y la transformó y que por ello su destino es estar ya para siempre ahí
expuesta transmitiendo sus misterios en imágenes que nadie entiende y a la vez
todo el mundo entiende.
Nooteboom Cees el enigma de la Luz
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