lunes, 13 de marzo de 2017

Los hombres ciegos de Bruegel

Seis hombres, en un paisaje estival, y los seis ciegos. La naturaleza, voluptuosa e impasible, ignora este hecho. Un arroyo serpenteante, juncos meciéndose, árboles ligeros. Entonces sucede. El primer hombre tropieza y cae de espaldas. El siguiente, que caminaba agarrado a él, cae sobre el primero. Irremediablemente caen también el tercero y el cuarto y los otros dos. De esta sucesión de instantes, el pintor ha seleccionado uno, aquél en el que el primer hombre yace en el suelo, mientras los demás alzan al cielo su extraviada mirada de ciego. Los ojos inexpresivos de los seis hombres están tan bien representados que, cuatrocientos años después, un joven médico francés, Antoine Torrilhon, emitió su diagnóstico: uno de los hombres tiene un leucoma en el ojo, una mancha blanquecina le cubre la córnea. El otro padece una atrofia del globo ocular producida por un deterioro del nervio óptico como consecuencia de un glaucoma no tratado.

La ceguera debe de ser la peor pesadilla imaginable para un pintor, por lo que no es de extrañar que Bruegel se interesara por los ciegos. A veces los temores se conjuran visualizándolos. Lo admirable es que ese pintor del siglo XVI contemplara aquellos ojos «clínicamente», pues en su época la oftalmología no era sino una forma menor de hechicería. Se recomendaba soplar con suavidad en el ojo de quien padecía una afección ocular, «echándole el aliento dulce que se logra masticando clavos o hinojo». De bien poco les sirvió ese remedio a los seis hombres ciegos del cuadro. Abundaban los ciegos por aquel entonces, al igual que los cojos y jorobados, criaturas que el pintor observaba y representaba sin piedad y con tanta precisión que Antoine Torrilhon se muestra convencido de que Bruegel estudió medicina. Ignoro si eso será cierto o no, pero en cualquier caso esa idea nos aleja de la imagen que se tenía antaño de Bruegel, considerado como una especie de feriante bufonesco siempre dispuesto a tomar parte en las comilonas y juergas de su época. El pintor vio con sus propios ojos las diversiones populares, pero las debió de ver a distancia, pues así lo delata su ojo clínico, esa observación fría propia del círculo intelectual en el que se movía. Sabemos que tuvo amistad con personajes como Dominicus Lampsonius o el geógrafo y humanista Abraham Ortelius, quienes probablemente le juzgaron más certeramente que las generaciones posteriores. Y es que las obras pictóricas y las composiciones musicales no cambian con el paso del tiempo, lo que cambia es nuestra percepción visual y auditiva de las mismas. Mendelssohn redescubrió a Bach cuando hacía ya tiempo que éste había muerto, y lo que descubrió fue un Bach diferente al que tocaba el órgano en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig. A su vez, el Bach de Mendelssohn fue desplazado por el de Harnoncourt. Voltaire detestaba Notre-Dame, construcción que se le antojaba horrible. Sir Joshua Reynolds, aun siendo admirador de Bruegel, opinaba que éste carecía completamente de sentido de la «mecánica» en la pintura.


Pieter Bruegel (1528-1569)
La parábola de los ciegos, 1568
Eso fue a los doscientos años de la muerte del artista, y transcurridos otros doscientos años, la interpretación de la obra de Bruegel ha experimentado un nuevo cambio radical. Quien hoy mire a través de los ojos del surrealismo un cuadro como el de Dulle Griet («Greta la Loca») descubrirá imágenes que pertenecen más al desgarro de su propio siglo que a la vaga noción de un Flandes del siglo XVI interpretado nostálgicamente por el artista. Pero ¿cómo es posible que reconozcamos en un cuadro una realidad inexistente en vida del pintor? Tal vez porque, con el transcurso de los siglos, nace cada vez un nuevo pintor; una idea tan tentadora como melancólica, pues, de ser así, también «nuestro» Picasso irá distanciándose progresivamente de sus obras. Esos lienzos que tan familiares nos resultan, que pertenecen al arsenal de imágenes de nuestra vida, adquirirán con el tiempo un significado distinto, un significado que nosotros ignoraremos, como les sucedió a los coetáneos de Bruegel, que nunca hubieran sospechado que el imaginario del pintor encajaría a la perfección en un mundo futuro, medio milenio después, en una época en la que Ícaro sí que sería capaz de volar.
En el caso de Bruegel, los errores en la interpretación de su obra por parte de las generaciones inmediatamente posteriores a él se vieron agravados por el hecho de que sus cuadros se tornaron en gran parte invisibles, y ello en el sentido más literal de la palabra: los cuadros desaparecieron, emprendieron un viaje. Salvo algún contemporáneo del artista, ninguna generación ha alcanzado a ver tantas obras suyas como la nuestra, gracias a la técnica de reproducción de obras de arte (Walter Benjamin). Las reproducciones —cual embajadoras del cuadro auténtico expuesto en algún lugar de Viena, Bruselas o Nápoles— viajan por el mundo hasta llegar a nuestras librerías. Reynolds lo tuvo más difícil. Él tuvo que apañárselas con las obras que encontró en los Países Bajos y Flandes, ya escasas por aquel entonces. Es más, en 1609, Jan Bruegel el Viejo, hijo del pintor, que en su época alcanzaría idéntica fama que su padre, escribió una carta al cardenal Federico Borromeo quejándose de que no encontraba ni un cuadro de su padre, dado que Rodolfo II los había reunido todos para el tesoro de la casa de Habsburgo en Viena.
Recuerdo la primera vez que vi La parábola de los ciegos en Nápoles (Dejadlos: son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo. Mateo, 15, 14). Hacía calor. Los vigilantes no te dejaban en paz. Se afanaban por dar explicaciones inútiles y para colmo exigían una propina. Me impresionó aquel terrible vacío en los ojos de los ciegos, ese blanco dirigido hacia la nada, unas bolas luminosas sin pupila, instrumentos destructivos bloqueando el acceso al mundo. Sus cabezas locas alzadas en todas las direcciones, sumidas en una eterna oscuridad. Para esos hombres no existe el amable paisaje flamenco ni los lirios del arroyo ni la colina suavemente ondulada del fondo ni la pequeña iglesia en el prado junto a la colina. Verde, todo era verde en aquel lienzo, nórdico, y de repente sentí una punzada de nostalgia de esos paisajes tan familiares para mí, que los veranos no abrasan como en la Italia donde me encontraba en aquel momento, sino que flotan sobre el paisaje, densos y húmedos. Cuando más adelante le comenté mis impresiones a un amigo belga, éste se echó a reír. En mi inocencia yo había ubicado aquel paisaje en las inmediaciones de Brujas. Él me sacó del error:
—Los paisajes de Bruegel están en Pajottenland, una comarca al sudoeste de Brabante, entre los ríos Zenne y Dender, en las inmediaciones de Bruselas. Incluso hoy, si uno recorre la región y se fija bien, reconocerá las colinas y prados representados en las famosas pinturas. Y la iglesia que figura en el cuadro de los ciegos sigue en el mismo sitio, en Sint-Anna-Pede. Ya verás, búscala.
La ocasión se presentó a principios de año. Un invierno crudo y medieval asolaba Europa, una ventisca azotaba la Gran Place, las calles estaban cubiertas de fango. Tardé un buen rato en dejar atrás los suburbios con sus casas peculiares y sus calles con adoquines decimonónicos, y de repente sucedió. Enfilé una carretera comarcal, el fango volvía a ser nieve, los árboles, ilustraciones. Me bastó sumergirme en el silencio, distanciarme de la vulgaridad de mi propia época, desviar la mirada de los hilos del telégrafo y de los automóviles que avanzaban a lo lejos, para que lo que yo estaba viendo, esa escena de infinita calma invernal, se transformara en una fantasía del propio invierno, de todos los inviernos flamencos que habían existido, y con ello también de ese específico invierno del Censo en Belén o de la terrible Matanza de los inocentes o de aquel día de invierno infinitamente silencioso con los cazadores en la nieve y sus sempiternos perros, esas oscuras figuras con lanzas, zurrones y dagas, las cabezas inclinadas hacia abajo hilando pensamientos que ignoramos. Los cazadores descienden la colina sin mirar hacia arriba, como tampoco miran la hoguera encendida frente a la posada. Dejarán profundas huellas en la blanda nieve, como una pista que conduce a los estanques congelados que se ven al fondo; los pájaros surcarán el cielo como lo hacen hoy: los veo, negros, siniestros, ellos no han cambiado, como tampoco ha cambiado la nieve. Más tarde, el hijo del artista, Pieter, pintaría paisajes similares, tan bellos y evocadores del invierno como los suyos, pero nunca tan misteriosos como El censo en Belén, en el que un hombre anónimo vestido de marrón conduce a la posada a una mujer anónima, preñada, montada en un burro. La mujer será la madre de Cristo, nosotros lo sabemos y el pintor también, aunque lo que quiere es demostrarnos que nadie más lo sabe, que esas dos figuras son tan anónimas como el resto de personajes que los rodean. Belén está en Flandes; Dios, encarnado en un niño flamenco, nacerá en un pajar entre unos escalones hundidos; Cristo, que no ha visto jamás la nieve, aparecerá en un mundo nórdico y blanco y nadie se enterará de la buena nueva. La anciana quitará la nieve con su escoba, el niño jugará sobre el hielo con su peonza, la corneja graznará sobrevolando el paisaje a gran altura, un grupo de hombres con pesados fardos a las espaldas caminarán sobre el agua helada y el sol rojo sangre se pondrá en el horizonte, como hace a diario.
El pintor del paisaje en el que ahora me encuentro quiso, creo yo, que éste fuera el paisaje de los campesinos, un paisaje atemporal, en el que se siembra y se cosecha, en el que las generaciones de campesinos anónimos se suceden como las estaciones del año, y también el paisaje histórico de un día concreto, el día del censo, en el que la mujer que será la madre de Cristo, en una singular paradoja temporal, va montada en un burro sin ser reconocida por nadie, como si formara parte de esa multitud que es bautizada y enterrada en la pequeña iglesia del fondo, en la que se adora al hijo que ella aún lleva en las entrañas. Llegados a este punto, cualquier entendido en temas de arte me dirá que Bruegel, como tantos otros pintores renacentistas, trasladaba a sus obras el decorado que le ofrecía su entorno cotidiano, lo que explica que representara Belén con el aspecto de una aldea flamenca. Para mí eso no le resta fuerza a la paradoja ni al misterio del cuadro. El paisaje real que se despliega ante mi vista se confunde con los paisajes de las obras del artista. Son las mismas colinas, la misma nieve. Todo lo demás no quiero verlo.
 

Pieter Bruegel (1525-1569)
Cazadores en la nieve, 1565

Circulo por pequeñas carreteras comarcales, por entre bosques diáfanos, como ilustraciones. En Sint-Anna-Pede reconozco la pequeña iglesia del cuadro de los ciegos. Se asienta silenciosa y solitaria sobre un pequeño promontorio. Me encamino hacia ella abriéndome paso a través de la nieve. En el interior de la iglesia el frío es intenso. Los finados de este año tienen nombres que pertenecen a mi idioma: Peeters, Raspoet, Schoovaarts, Van Eeckhout. En cuanto sale uno de Bruselas le envuelve de nuevo la variedad brabantina del neerlandés, la lengua que siempre se ha hablado en esas comarcas y que sigue escuchándose también en Bruselas pese a todos los esfuerzos por expulsarla de allí. En el centro de la iglesia está enterrado un noble, de nombre Gillis. La criptografía tallada no me permite distinguir el resto de sus nombres; en su escudo figura un cuerno de caza por triplicado. El noble caballero se extrañaría tal vez de que la taberna del pueblo lleve el nombre de Bruegel, aunque sí reconocería la cerveza que se bebe en el lugar, pues estamos en la región de la Gueuze, la Kriek y la Kriekenlambic, las cervezas de alambique maduradas con cerezas. «La Gueuze es la cerveza que ya ha sido bebida una vez», declaró Baudelaire, poco amigo de Bélgica. No obstante, quien haya visto bailar a los campesinos de los cuadros de Bruegel sabe que la alegría y exaltación casi frenética de estas gentes tienen que ver con esa cerveza medieval, con un tono cobrizo o de cereza, elaborada desde hace siglos con cebada y trigo. Algunas pequeñas cervecerías artesanales conservan todavía la cerveza en grandes botellas taponadas con corcho: tal vez la misma que en las bodas campesinas brota de las grandes jarras de piedra como una corriente dorada, un río que arranca de la Edad Media y fluye directamente hacia nosotros.
Circulando por esos parajes —que pese a todas las agresiones del último siglo conservan todavía algo de la magia de los cuadros de Bruegel, de sus inviernos silenciosos y de sus veranos exuberantes y ubérrimos— la pregunta se torna inevitable: ¿quién fue el pintor? Los últimos días he podido contemplar, tanto en la realidad como en los libros, en Amberes y en Bruselas, numerosos aguafuertes y pinturas del artista: desde las escenas de pesadilla de Greta la Loca hasta la naturaleza impasible ante la tragedia de Ícaro; desde el paisaje dibujado a plumilla con infinita delicadeza en que el protagonista de la escena, san Jerónimo, aparece como una presencia casi azarosa, hasta los apicultores surrealistas con sus rostros sin rostro, una prefiguración de aquellos conos sin ojos ni boca de De Chirico. En la biblioteca de Berlín he tenido la ocasión de hojear la primera edición del Schilders Boeck de Carel van Mander, que contiene una de las escasas referencias a la vida de Pieter Bruegel (en un neerlandés del siglo XVII escrito con letra gótica de difícil lectura), un libro que sigue siendo fuente de consulta a causa de los numerosos interrogantes que suscita la vida del artista y que empiezan por su lugar de nacimiento. Apenas hay nada más que nos informe de su vida. Solamente sus pinturas, dibujos y aguafuertes, realizados a partir de los dibujos (frecuentemente desaparecidos). Sabemos nosotros más de la época del pintor que lo que él supo de ella. Es como si hubiera logrado hacerse invisible.
Bruegel vivió en un tiempo de rupturas y revueltas, en uno de los países más prósperos del mundo por aquel entonces. En 1348, el conde de Flandes muere y le sucede su hija Margarethe van Male, que en 1369 contraería matrimonio con Felipe el Atrevido, duque de Borgoña. Por esta razón, la mayoría de los principados que constituyen la actual Bélgica se integraron con el tiempo en las provincias borgoñesas, más adelante denominadas Países Bajos del Sur. El nieto del duque de Borgoña, Felipe el Bueno, tras convertirse en duque de Brabante y Limburgo, obligó a Jacoba van Beieren a renunciar a sus condados de Holanda, Zelanda y Henao. Todas esas tierras fueron bautizadas con el bello nombre de les pays de par deça (las tierras de por aquí). Su hijo, Carlos el Temerario, intentó en vano unificar esas provincias neerlandesas con les pays de par delà (las tierras de por allá), a saber, la Borgoña propiamente dicha y el Franco Condado. Aún hoy, después de tantos siglos, cuando los neerlandeses del norte, con su tendencia calvinista, hablan de los «borgoñeses» asentados al sur de los grandes ríos (el Rin y el Mosa), se refieren, no sin cierta envidia, a un estilo de vida de excesos y opulencia que no se permiten a sí mismos. Eso explica tanto el fasto de los portadores del Toisón de Oro como el desenfreno de las bodas campesinas de Bruegel. El matrimonio de la hija de Carlos, María de Borgoña, con Maximiliano de Austria, traspasó la herencia borgoñesa a la Casa de Austria. El siglo de Bruegel se convertiría en el más agitado y violento de la historia de los Países Bajos. Es la época del naciente protestantismo, de Carlos V y Felipe II, del Duque de Alba y su Tribunal de la Sangre, de la decapitación de los condes de Egmont y Hornes en la plaza del mercado de Bruselas, de la suplicatoria de los nobles y la revuelta armada bajo el mando de Guillermo de Orange; es la época también de la huida de muchos protestantes flamencos hacia el norte, que tantas consecuencias acarrearía a la cultura neerlandesa septentrional; en suma, es la época en la que suceden todos aquellos acontecimientos de la Guerra de Flandes que los niños neerlandeses y flamencos estudian en la escuela y que permanecen para siempre grabados en su memoria.
Se desconoce cuál fue la posición política de Bruegel en aquellos días. Parece ser que supo ocultarla bien. Su vida está llena de espacios en blanco. Nació no se sabe dónde en no se sabe qué año entre 1525 y 1530, tal vez en las inmediaciones de Bruselas o de Breda. Existen pues serias dudas acerca del espacio y el tiempo en que discurre su vida, lo cual no es malo para un artista. En 1551 encontramos su nombre como «maestro» en el gremio de pintores de Amberes, por aquel entonces una metrópolis donde los Hansa alemanes, los Gualterotti florentinos, los Fugger y los Welser de Augsburgo tenían sus oficinas comerciales, donde cinco mil personas visitaban a diario la bolsa, donde se escuchaban un sinfín de lenguas y se veían todos los atuendos del mundo conocido. Al poco tiempo de ingresar en el gremio de pintores, Bruegel emprendió un viaje por Italia, algo obligado en aquellos días, sólo que él no lo hizo por obligación. Visitó Nápoles, Messina y Calabria y realizó unas maravillosas rutas por las montañas del norte que más tarde plasmó de todas las formas posibles en los paisajes de su imaginación —«hat das Gestein überall den Vorrang» (la piedra siempre predomina), según un comentarista posterior—. A pesar de su viaje, el artista apenas absorbe las influencias de la moda romanizante o italianizante de su época. Su estilo, temática y técnica proceden de la tradición flamenca y brabanzona. Lo que él transmite en sus pinturas son las historias y las novelas de la vida que le rodea. Esas vidas anónimas representadas en sus lienzos alimentan nuestra imaginación. No es de extrañar que poetas como Auden y Williams describieran con palabras lo que habían visto en sus pinturas. Cada cuadro es el fragmento de una historia.
¿Por qué bailan aquellos campesinos junto a un patíbulo? ¿Y cómo es que las dos urracas asisten impasibles al jolgorio y no alzan el vuelo? ¿Por qué razón el campesino que labra el campo no ve la pierna del hombre que ha caído al agua y que se está ahogando? ¿Cómo se llama esa extraña ciudad a orillas del agua hacia la que navegan los barcos con sus velas caligráficas? Resulta imposible mirar esos cuadros sin que te invada una infinita curiosidad. Desearías estar entre esas gentes que asisten al sermón de Juan Bautista y escuchar sus comentarios, perderte por el sombrío laberinto de la Torre de Babel siguiendo a los constructores, aspirar el olor del heno apilado sobre los campos, entre esos hombres y mujeres el día de la siega. Centenares de vidas discurren ante tus ojos pero tú no tienes acceso a ellas. Ese mundo es tan grande y tan pleno que te niegas a creer que sea tan sólo una capa de pintura de un milímetro de grosor. El pasado de esas vidas se ha tornado presente, un presente insondable; en ese ahora tan lejano en el tiempo el pintor aplicó su última pincelada, retrocedió un paso y contempló lo que yo estoy viendo en este momento. Su esposa y sus amigos vieron eso mismo con sus ojos ya desaparecidos. Durante un instante preñado de misterio, yo veo lo mismo que vieron todos esos muertos, lo mismo pero distinto; y aunque supiera más de la vida del artista, me sería imposible saber más de él: el rumor de las historias posteriores no aporta nada nuevo.
Bruegel vivió en Amberes con una mujer que mentía constantemente. Se enamoró de Mayken, la hija de su maestro (si es que fue su maestro) Pieter Coecke van Aelst; su suegra, pintora de flores, le exigió que fuera a vivir a Bruselas, lejos de la mujer de las mentiras. Contrajo matrimonio con Mayken en 1563, tuvo dos hijos —ambos se convertirían en pintores— que no llegarían a conocer a su padre ni llegarían a alcanzar su nivel artístico, a pesar de ser excelentes, y, tras seis años de matrimonio, falleció. Realizó una gran cantidad de magníficos dibujos para Jerónimo Cock que circularon como grabados. Gente importante adquirió sus obras, y en su lecho de muerte le hizo prometer a su esposa que quemaría ciertos dibujos suyos de los que estaba arrepentido porque, como dice Van Mander, «algunos eran demasiado mordaces y punzantes», o tal vez porque temía que esos dibujos «le causaran problemas a su mujer o le exigieran cuentas a ella».
Bruegel legó al mundo unos hijos que serían pintores —y que tuvieron a su vez unos hijos que serían pintores—, y unas cuantas imágenes que pasarían a formar parte para siempre de la iconografía de la especie humana, imágenes detrás de las que él desaparecería, irreconocible e inalcanzable, cumpliendo así la misteriosa ley que ordena que a su muerte el artista se transforme en su obra. En el único retrato que conozco de él, no aparece como el hombre vivaz que yo me imaginaba; me recuerda más bien a un juez o a un doctor en Derecho canónico. No da en absoluto la imagen del hombre capaz de lanzar a Ícaro al mar con aparente indiferencia, de representar el asesinato en la nieve de los niños de Belén, traspasados por puñales y largas lanzas, o de «comerse las rocas de los Alpes para luego arrojarlas sobre sus dibujos»; ese hombre que contempla la empresa humana ya con cinismo y misantropía, ya con amor y entusiasmo; que dibuja entre quinientas personas una pequeña figura que arrastra su cruz hacia el lejano horizonte; que es capaz de inventar o reproducir la compleja maquinaria con la que construir una torre inventada en una Babilonia brabanzona y que a la vez echa mano del arsenal de delirios de Jerónimo Bosco para un cuadro como el de Dulle Griet, avanzando entre las arenas movedizas de esa pesadilla en la que uno podría desaparecer para siempre, porque no tiene fin. Contemplo ese cuadro en el museo Mayer van den Bergh de Amberes. El contraste entre el impresionante silencio que reina en la gran casa señorial y la barahúnda que emana del cuadro es brutal. La anciana con su yelmo —que recuerda al de Don Quijote, una bacía de barbero colocada boca abajo— está ante la boca abierta del infierno, en medio de un pandemonio detenido, solidificado, una actividad enloquecedora cuyo origen no puede ser sino el miedo. Hay asesinatos y torturas, personajes que bailan o que surcan el aire, monstruos sin piernas, cáscaras de huevo rotas con el interior repleto de calamidades, engendros con alas, monos danzantes, soldados con las viseras de sus cascos bajadas, objetos que han perdido sus dimensiones, hombres metidos en ollas, hombres-moluscos sin brazos con un cucharón clavado en el ano, toneles con ojos y orejas, globos, muros, cántaros, bocas muy abiertas, ballestas, todo discurre, grita y baila en un orden sin orden, un mundo delirante y absurdo que se basta a sí mismo, criaturas sin principio ni fin cuyo centro de gravedad no se sabe dónde está ni dónde empieza su motricidad, un cosmos de preguntas sin respuesta, tales como «¿qué sucedería si empezara a nevar?», o «¿cuánto pesan?», o «¿por qué matan?», «¿dónde duermen por la noche?», «¿quién imparte órdenes a la soldadesca?», o «¿no son los prisioneros los que están más seguros?». Y entonces, en un momento en el que me encuentro solo frente al cuadro, sucede algo extraño: la madera que tengo delante cruje ligeramente, me está diciendo algo, un sonido de madera que armoniza con rabia y silencio. Sé que no significa nada, que la madera trabaja, como suele decirse, que se dilata por el calor, y sin embargo es como si quisiera decirme que un día fue talada y transportada y que luego un hombre la pintó y la transformó y que por ello su destino es estar ya para siempre ahí expuesta transmitiendo sus misterios en imágenes que nadie entiende y a la vez todo el mundo entiende.

Nooteboom Cees el enigma de la Luz

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