Caspar David Friedrich
La abadía en el encinar, 1809-1810
De
László Földényi yo conocía el espléndido y voluminoso tratado sobre la
melancolía (Mattjes & Seitz, 1988) y un ensayo sobre el gnosticismo, obras
éstas en las que el joven erudito húngaro no se lo pone fácil ni a sí mismo ni
a los lectores. Los brillantes artículos sobre pintura que contiene Melancolía (Van Eyck, El matrimonio Arnolfini) suscitaron mi
curiosidad hacia un ensayo del mismo autor sobre Caspar David Friedrich,
publicado en Hungría en 1986 y posteriormente en Alemania. Como era de esperar,
esta obra contiene ya toda la temática posterior de Földényi.
En
cierta ocasión sostuve que se produce una suerte de perversión con la
cronología en relación con los escritores traducidos. La obra literaria de
Mulisch se interpretaría mucho mejor en Alemania si se conocieran aquí sus
trabajos anteriores. En cierto sentido cabe decir lo mismo de Földényi, pues su
obra acerca de Caspar David Friedrich contiene ya en esencia todo cuanto
convierte en fascinantes sus ensayos posteriores. El dios de Friedrich,
presente o no, es quizás el dios compasivo aunque desconocido de los gnósticos,
oculto en el mundo superior de la luz (a la que el autor se refiere con
frecuencia en este libro, aunque jamás en su acepción más sencilla de luz
pictórica). Su dios, oculto en un lugar invisible, nos da la espalda, como la
mayoría de las figuras de los cuadros de Friedrich, inconscientes o apenas
conscientes de nuestro universo, y, en cualquier caso, indiferentes a él. Ello
hace que la melancolía que comunican esos lienzos no sea de naturaleza
sentimental sino metafísica y que la pintura de Friedrich sea un acto más
filosófico-teológico y gnóstico que material. Y ello literalmente: cada vez que
Földényi se refiere a una cuestión relativa a la técnica, se escuda tras las
notas al pie de página. En un largo pasaje, el autor reflexiona acerca de la
imposibilidad de retratar a Dios: éste ha abandonado el mundo (que él denomina universo) y su ausencia,
paradójicamente, ha sido sustituida por una presencia en el corazón del pintor,
cuyo sentimiento de pérdida es tan «inefable» que percibe esa pérdida como una
intensísima experiencia sensual. A continuación, Földényi se formula la
pregunta de cómo expresar esa experiencia sensual. La respuesta, obviamente, es
que eso es algo imposible, que la respuesta es tan metafísica como la pregunta
y que por consiguiente no depende de los nuevos colores y técnicas usados por
el artista. Sin embargo, en el margen inferior de la página, se indica en letra
pequeña: «No puede ser casual que Friedrich tuviera predilección por el
lapislázuli, el dibujo a la aguada y a tinta sepia».
Birger
Sellin, un joven escritor autista, dice en su libro Ich will kein inmich mehr sein (Quiero dejar de ser un dentrodemí):
«Es agradable encontrar secuencias que no reflejan una realidad auténtica». Y
eso es precisamente lo que, a juicio de Földényi, persigue Friedrich. No es por
tanto casual que este libro apenas hable de amistades, mujeres o hijos. El
propio Friedrich está también encerrado en una «cárcel autista», la prisión que
el místico levanta para sí mismo; y el lector se ve forzado, lo quiera o no (y
si no quiere, que tire el libro), a compartir la cárcel con el pintor, puesto
que el autor es tan obsesivo como su tema: el pintor. Földényi está empeñado en
demostrar que la realidad objetiva no existe y que por lo tanto no puede ser
representada pictóricamente. También quiere demostrar que, de acuerdo con esa
imposibilidad, lo representado será siempre una manifestación de las
singularidades del sujeto pintor, es decir, una abstracción (por esta razón,
según dice él, el arte pictórico se encamina en su totalidad hacia el arte
abstracto). Sin embargo, cuando el sujeto pintor realiza una introspección, no
ve en sus adentros más que vacío y ausencia, no sólo de Dios sino también, o
precisamente por ello, de un Yo. De modo que: ¿quién es el sujeto pintor y qué
representa en sus obras?
Caspar David Friedrich
(1774-1840)
Autorretrato, 1800
¿Es
posible determinar esto? No lo sé, pero el mero intento ya es una locura,
porque las pinturas no hablan, ya se sabe. Sería algo así como consultar a un
psiquiatra mudo. Al fin y al cabo, acerca del arte pictórico hay pocas cosas
objetivas que decir, sobre todo si uno se distancia de sus aspectos más
materiales. En este sentido, este ensayo sobre Friedrich es a la vez un
autorretrato del propio Földényi, precisamente porque los cuadros, y por consiguiente
el propio pintor, no hablan nunca. Éstos no hacen sino emitir. El
receptor-escritor sólo puede interpretarlos con el instrumento que constituye
su propia identidad, con su psique. Y es muy honesto al respecto. «Vi la obra
de Friedrich por primera vez en Dresde, en la primavera de 1974 (…) y comprendí
que el azar no había podido obsequiarme con un mejor momento. Por aquel
entonces yo estaba huyendo de mí mismo. Los cuadros de Friedrich, que veía por
primera vez, parecían querer ayudarme. Me prometían un futuro seguro y una
liberación permanente: nada más verlos, me envolvieron con un velo, y la vida
se tornó prometedora. En algún lugar, pensé, al final del largo camino, todos
los problemas acaban solventándose, y me abandoné con placer al mundo de Friedrich».
Las esperanzas del escritor se vieron defraudadas, como es lógico. «La solución
se hizo esperar. Los cuadros de Friedrich, al principio tan prometedores, no me
ayudaron. La niebla se tornó cada vez más densa, el camino cada vez más
inescrutable. Algunas personas construyen laberintos, otras se pierden en
ellos…».
No
hay que esperar pues ayuda alguna. El pintor es prisionero del laberinto que él
mismo ha creado. También él parece huir de sí mismo. Y al mismo tiempo sucede
algo inevitable: el autor del ensayo, en su busca del pintor fugitivo, se
vuelve también un fugitivo. No hace más que pisarle los talones al fugitivo
pintor autista en su viaje por el laberinto. Lo fascinante de todo este proceso
es que al final no sabe uno quién es quién. La firmeza de las aserciones de
Földényi hace que a veces tenga uno la impresión de que no es él sino el pintor
quien, con una extraordinaria habilidad anacrónica, cita a Nietzsche,
Schopenhauer, Bataille y Heidegger anticipando proféticamente la conexión de su
obra con la de los posteriores artistas abstractos americanos, mientras que
Földényi, en calidad de su doble imposible del siglo XX, justifica sus
razonamientos con citas gnósticas y platónicas. En su camino de búsqueda del
verdadero Friedrich, el autor húngaro recurre a Agustín y Schlegel, Fichte y
Hegel, Schleiermacher y Johannes Tauler. Con todo, al final son las pinturas,
sus colores inverosímiles, su luz «interior» o «crepuscular», lo que constituye
el auténtico material de prueba de Földényi. Éste se aproxima a las pinturas
una y otra vez, las sondea, las describe, mejor dicho, las escribe, pues la verdad de este libro no es en realidad más que
ésta: las pinturas retratan al pintor, las pinturas escritas por Földényi
retratan a Caspar David Friedrich, nos desvelan sus pensamientos y sus deseos,
nos hablan de su búsqueda desesperada y de la ausencia de resultados, una
teología negativa.
Y
de nuevo cabe preguntarse: ¿es posible probar esto? No. ¿Interesa algo? No.
Sólo interesa el arte que el tiempo somete a una reinterpretación continua. Que
la interpretación sea asimismo un retrato del intérprete es aún más fascinante
en este caso. Un Dios invisible cada vez más oculto y un yo cada vez más
ausente no son presas fáciles, no para un voluntarista eterno como Friedrich ni
tampoco para el obstinado que Földényi demuestra ser en este libro.
Al
final el lector tiene la sensación de haber participado en una cacería
infinita. No se le concede descanso alguno, ni un cuarto de hora siquiera, y,
sí, lo reconozco, también yo he emprendido la fuga en cierto momento. ¿Hacia
dónde? Hacia los cuadros, claro está. Una tarde fría y lluviosa en
Charlottenburg. Qué milagroso el efecto fetiche de la realidad. Ahí estaban
colgados los cuadros, seguían en silencio, sin hablar. Tal vez mi reciente
lectura había enriquecido su significado. Quién sabe —se me cruzó por la mente
un pensamiento blasfemo—, a lo mejor era Földényi en cierto modo el creador de
esos cuadros. Pero, aunque así fuera, los cuadros eran indiferentes a eso. ¿A
ellos qué más les daba? ¿Acaso no fueron ellos mismos, los cuadros, los que
impusieron al escritor esa interpretación? Él no había sido el primero ni sería
el último en interpretarlos. ¿No fue Földényi quien demostró que los coetáneos
de Friedrich, al mirar esos cuadros, no fueron capaces de verlos porque el pintor quiso que sus paisajes expresaran ideas?
Otros siglos traerán nuevas interpretaciones, pensé. Ellos, los cuadros, nada
tenían que ver con eso. Ellos sólo emitían. Lo único que yo tenía que hacer era
mirar y permanecer en silencio.
Nooteboom Cees el enigma de la Luz
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