Si
no supieras que la alarma iba a saltar en el acto, acariciarías suavemente la
superficie de esos lienzos con las yemas de los dedos y lo notarías tú mismo:
elevaciones, rayas, y, en medio de éstas, pequeñas superficies lisas,
movimiento cuajado. Notarías esas formas que se crean en la capa de pintura
debido a la acción del artista que, al parecer, con entusiasmo y pasión, la ha
presionado, alisado, rayado con el extremo romo de un pincel, con el borde
afilado de una espátula, con los dedos. Así han surgido esos relieves y
hendiduras, unas formas de hecho engañosas pues si retrocedes un paso todo el
montaje se transforma de inmediato en algo diferente: surcos, nudos, matices de
color que intensifican la realidad imaginaria del cuadro.
La
verdad es que apenas conocía a Aert de Gelder cuando acudí a la gran exposición
que dedica a su obra el Wallraf-Richartz Museum de Colonia. Descubrir algo que existe desde hace
mucho tiempo es una de mis experiencias más gratas. Uno se reprocha a sí mismo
su ignorancia pero recibe algo a cambio. Al principio nada más que dudas
(¿estoy realmente ante un gran pintor?); luego, el premio (comoquiera que sea,
estoy viendo un par de cuadros magníficos). Una exposición como ésta, en
especial cuando acudes a verla en solitario, es esencialmente un diálogo
contigo mismo. Tal como destaca el título de la muestra, Aert de Gelder fue el
último discípulo de Rembrandt. Pero no sólo eso. Fue además un discípulo fiel a
Rembrandt hasta el final, y eso dice mucho de un pintor que sobreviviría a su
maestro más de cincuenta años. De Gelder no dejó nunca de seguir a su modelo,
lo cual es tanto más curioso cuanto que el estilo, la temática y las ideas de
Rembrandt ya eran cuestionadas antes de la muerte de éste.
Cincuenta
años es mucho. ¿Qué se puede decir de un pintor que se aferra a una forma de
expresión ya superada cuando su maestro lleva tiempo desaparecido? Para los
coetáneos es fácil opinar. Un coetáneo suyo podría por ejemplo admirar su
técnica y sostener que su obra es anticuada, retro, vieux jeu, que ya no es de ese tiempo. Sin embargo, conforme pasan
los siglos se hace más difícil entender plenamente esa antigua controversia. Somos
incapaces de sentir que, a los ojos
de los seguidores del clasicismo procedente de la Francia de Poussin, las
pinturas del Rembrandt tardío y más aún las de su discípulo longevo, llegaban
«demasiado tarde». Afortunadamente eso no le preocupó a De Gelder, quien ya era
un hombre maduro por aquel entonces. El pintor fue un notable de su ciudad,
Dordrecht, y un afortunado para su época, pues no dependía económicamente de su
trabajo. De Gelder fue a lo suyo, aunque lo suyo siempre fue, de alguna manera,
el legado de su maestro.
En
la exposición pueden admirarse un gran número de magníficos grabados de
Rembrandt, empleados por De Gelder como modelos para sus cuadros, aunque
normalmente variaba la «composición». Es inevitable que en una muestra de esta
naturaleza, que concede protagonismo a la relación maestro-discípulo, se vea
uno forzado a establecer una comparación. Recuerdo que al principio pensé:
maravillosos, impresionantes esos cuadros, sí, pero dónde está esa aura de
misterio de algunos de los cuadros de Rembrandt, eso que los hace diferentes,
que les da un aire místico y que hace que puedas contemplarlos cien veces, como
sucede con Vermeer, sin comprender nunca plenamente lo que desatan en tu
interior. Tal vez haya que concluir que Rembrandt era un genio y De Gelder no.
Aert de Gelder (1645-1727),
Abraham y los ángeles
Pero
la cosa no es tan sencilla. Pues nada más formular esa conclusión, te ves
obligado a reconocer que De Gelder fue el autor de un par de cuadros geniales.
A partir de ese instante se torna comprensible la risa generosa que exhibe en
su singular autorretrato. La exposición te sirve el tema en bandeja, pues lo
primero que te muestra es ese autorretrato del joven pintor junto a uno de los
últimos autorretratos de Rembrandt. También una imagen sonriente, pero desde la
distancia de la senectud, una risa en la que resplandecen los años de su larga
vida. El catálogo trata a fondo este asunto en un brillante artículo de
Ekkehard Mai. Sólo por eso ya vale la pena.
Rembrandt
se representa a sí mismo como Zeuxis, el pintor de la antigüedad, de quien se
decía que murió de un ataque de risa mientras retrataba a una mujer vieja y
fea. Los ojos, que debieron de gozar tanto del mundo sensual como del esplendor
que ellos mismos crearon, se contemplan ahora con una lucidez despiadada que
contiene el sedimento de la senectud, pero también con una sabiduría íntima que
ha transmitido al joven pintor de ese retrato más grande que tiene al lado, que
también se ha representado a sí mismo como un Zeuxis. Aunque ni el uno ni el
otro se mueren de risa. Más bien se percibe entre esos dos hombres un pacto
secreto, una fraternidad irónica, como si para ellos no contara todo cuanto
tiene valor en el mundo exterior. Escuelas, teorías, sí, sí, todo muy bonito,
pero, espectador futuro, ¡mira mis dedos! Hay pintura en mis pinceles, pintura
en la uña de mi dedo índice, con el que señalo el tarro de pigmento; fíjate
también en ese color rojo en el más pequeño de mis pinceles, ese rojo que me
salía tan bien. Mira lo que hay sobre la mesa de Esthery Mardoqueo y observa el manto de María en el Descanso en la huida a Egipto. Y lleva
razón De Gelder. Esa risa en su autorretrato es un presagio del placer que le
procuraría la pintura durante toda su vida. Más de cuarenta años vivió aún ese
soltero empedernido que ostentó toda suerte de cargos importantes en su
apacible ciudad, y durante todo ese tiempo sus dedos siguieron señalando la
pintura. Una y otra vez regresó a las mismas historias bíblicas dando así
rienda suelta a su afición por las prendas orientales, por el brillo y el
esplendor, por las figuras poderosas, casi siempre sentadas, como Judá y Tamar,
David y Saúl, José y Judá. Con un refinamiento extremo, pequeños toques de luz,
el artista pintó joyas, collares, piedras preciosas, cobre, alhajas de oro,
velos tejidos con oro. Es un placer acercarse a esas pinturas para comprobar su
técnica. Manchas distantes, dijo Quevedo refiriéndose a Velázquez, y algo
similar se da en estos cuadros: ilusiones de luz y movimiento, arte diabólico,
o dicho en palabras del propio Rembrandt: «No metas la nariz demasiado en mis
cuadros, si no quieres que te envenene el olor de la pintura».
Al
término de mi recorrido de varias horas por el museo, dos eran mis cuadros
favoritos. En uno de ellos, un Jehová majestuoso, casi transparente pese a todo
su poder, visita a Abraham. Un Dios poderoso de manos sorprendentemente
pequeñas y femeninas. En la Holanda calvinista de aquel entonces no estaba
permitido representar su imagen por respeto a un antiguo precepto del Antiguo
Testamento. No obstante, Rembrandt (grabado) y De Gelder (pintura) lo hicieron.
Y así aparece él, un Dios sentado a la mesa, una figura de luz entre dos
hombres con alas y un Abraham humilde, de pelo corto. El otro cuadro es Descanso en la huida a Egipto, dos veces
representado por De Gelder, si bien de una manera muy diferente. En uno de
ellos, José es un judío casi caricaturesco que conversa con su hijo, una
diminuta criatura parecida a un monito vestido. La madre, que luce un escote más
propio de los cuadros de Jan Steen, está sentada con las piernas separadas. El
grabado de Rembrandt en el que se basa el cuadro es más íntimo, más modesto.
Con todo, el cuadro tiene algo extraordinariamente fascinante. De Gelder ha
despojado a la familia de su habitual santidad, con lo que el extraño hijo se
ha tornado realmente humano. El otro cuadro pintado por De Gelder sobre el
mismo tema es probablemente un par de años más antiguo. María, aquí sí
representada como santa y no como una mujer del pueblo, mira a su hijo con
profunda ternura. El blanco de su piel está envuelto en marrón y efluvios de
oro y lleva un manto de un rojo brillante, muy similar al rojo que se ve en el
pincel del autorretrato de De Gelder.
Después
de toda esa profusión de obras, aguarda todavía una sorpresa, unos cuantos
cuadros de menor tamaño que el artista pintó al final de su vida, siendo casi
octogenario: el Vía Crucis. Las
escenas envueltas en penumbra discurren en un territorio crepuscular. La acción
principal ha sido desplazada del centro y relegada a la periferia, como si la
pasión de Cristo hubiera dejado de interesar al mundo. Todo ello resulta muy
misterioso. Sólo puede pintar así, creo yo, quien se sabe en la antesala de la
muerte: un ángel suspendido en el aire que consuela al atemorizado Jesús en el
Jardín de los Olivos mientras los Apóstoles están literalmente sumidos en la
oscuridad del sueño, una Ascensión en la que el propio Cristo ya ha dejado de
ser visible, aunque el vago resplandor de su rastro de luz ilumina todavía
ligeramente a sus desamparados discípulos, obligados a seguir su camino en
solitario.
La
noche de su muerte, el pintor de ochenta y dos años aún quiso tomarse una copa
de aguardiente, pero no le fue posible. La muerte le alcanzó. Así murió el
elegante caballero que llegó a ser capitán de la milicia urbana y que legó a la
posteridad doscientos cuadros, entre ellos, setenta de sí mismo. Ese hombre que
en uno de sus autorretratos se hartó de reír, porque sabía lo que quería.
Nooteboom Cees el enigma de la Luz
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