lunes, 13 de marzo de 2017

Aert de Gelder, el último discípulo de Rembrandt

Si no supieras que la alarma iba a saltar en el acto, acariciarías suavemente la superficie de esos lienzos con las yemas de los dedos y lo notarías tú mismo: elevaciones, rayas, y, en medio de éstas, pequeñas superficies lisas, movimiento cuajado. Notarías esas formas que se crean en la capa de pintura debido a la acción del artista que, al parecer, con entusiasmo y pasión, la ha presionado, alisado, rayado con el extremo romo de un pincel, con el borde afilado de una espátula, con los dedos. Así han surgido esos relieves y hendiduras, unas formas de hecho engañosas pues si retrocedes un paso todo el montaje se transforma de inmediato en algo diferente: surcos, nudos, matices de color que intensifican la realidad imaginaria del cuadro.
La verdad es que apenas conocía a Aert de Gelder cuando acudí a la gran exposición que dedica a su obra el Wallraf-Richartz Museum de Colonia. Descubrir algo que existe desde hace mucho tiempo es una de mis experiencias más gratas. Uno se reprocha a sí mismo su ignorancia pero recibe algo a cambio. Al principio nada más que dudas (¿estoy realmente ante un gran pintor?); luego, el premio (comoquiera que sea, estoy viendo un par de cuadros magníficos). Una exposición como ésta, en especial cuando acudes a verla en solitario, es esencialmente un diálogo contigo mismo. Tal como destaca el título de la muestra, Aert de Gelder fue el último discípulo de Rembrandt. Pero no sólo eso. Fue además un discípulo fiel a Rembrandt hasta el final, y eso dice mucho de un pintor que sobreviviría a su maestro más de cincuenta años. De Gelder no dejó nunca de seguir a su modelo, lo cual es tanto más curioso cuanto que el estilo, la temática y las ideas de Rembrandt ya eran cuestionadas antes de la muerte de éste.
Cincuenta años es mucho. ¿Qué se puede decir de un pintor que se aferra a una forma de expresión ya superada cuando su maestro lleva tiempo desaparecido? Para los coetáneos es fácil opinar. Un coetáneo suyo podría por ejemplo admirar su técnica y sostener que su obra es anticuada, retro, vieux jeu, que ya no es de ese tiempo. Sin embargo, conforme pasan los siglos se hace más difícil entender plenamente esa antigua controversia. Somos incapaces de sentir que, a los ojos de los seguidores del clasicismo procedente de la Francia de Poussin, las pinturas del Rembrandt tardío y más aún las de su discípulo longevo, llegaban «demasiado tarde». Afortunadamente eso no le preocupó a De Gelder, quien ya era un hombre maduro por aquel entonces. El pintor fue un notable de su ciudad, Dordrecht, y un afortunado para su época, pues no dependía económicamente de su trabajo. De Gelder fue a lo suyo, aunque lo suyo siempre fue, de alguna manera, el legado de su maestro.

En la exposición pueden admirarse un gran número de magníficos grabados de Rembrandt, empleados por De Gelder como modelos para sus cuadros, aunque normalmente variaba la «composición». Es inevitable que en una muestra de esta naturaleza, que concede protagonismo a la relación maestro-discípulo, se vea uno forzado a establecer una comparación. Recuerdo que al principio pensé: maravillosos, impresionantes esos cuadros, sí, pero dónde está esa aura de misterio de algunos de los cuadros de Rembrandt, eso que los hace diferentes, que les da un aire místico y que hace que puedas contemplarlos cien veces, como sucede con Vermeer, sin comprender nunca plenamente lo que desatan en tu interior. Tal vez haya que concluir que Rembrandt era un genio y De Gelder no.

Aert de Gelder (1645-1727), Abraham y los ángeles

Pero la cosa no es tan sencilla. Pues nada más formular esa conclusión, te ves obligado a reconocer que De Gelder fue el autor de un par de cuadros geniales. A partir de ese instante se torna comprensible la risa generosa que exhibe en su singular autorretrato. La exposición te sirve el tema en bandeja, pues lo primero que te muestra es ese autorretrato del joven pintor junto a uno de los últimos autorretratos de Rembrandt. También una imagen sonriente, pero desde la distancia de la senectud, una risa en la que resplandecen los años de su larga vida. El catálogo trata a fondo este asunto en un brillante artículo de Ekkehard Mai. Sólo por eso ya vale la pena.
Rembrandt se representa a sí mismo como Zeuxis, el pintor de la antigüedad, de quien se decía que murió de un ataque de risa mientras retrataba a una mujer vieja y fea. Los ojos, que debieron de gozar tanto del mundo sensual como del esplendor que ellos mismos crearon, se contemplan ahora con una lucidez despiadada que contiene el sedimento de la senectud, pero también con una sabiduría íntima que ha transmitido al joven pintor de ese retrato más grande que tiene al lado, que también se ha representado a sí mismo como un Zeuxis. Aunque ni el uno ni el otro se mueren de risa. Más bien se percibe entre esos dos hombres un pacto secreto, una fraternidad irónica, como si para ellos no contara todo cuanto tiene valor en el mundo exterior. Escuelas, teorías, sí, sí, todo muy bonito, pero, espectador futuro, ¡mira mis dedos! Hay pintura en mis pinceles, pintura en la uña de mi dedo índice, con el que señalo el tarro de pigmento; fíjate también en ese color rojo en el más pequeño de mis pinceles, ese rojo que me salía tan bien. Mira lo que hay sobre la mesa de Esthery Mardoqueo y observa el manto de María en el Descanso en la huida a Egipto. Y lleva razón De Gelder. Esa risa en su autorretrato es un presagio del placer que le procuraría la pintura durante toda su vida. Más de cuarenta años vivió aún ese soltero empedernido que ostentó toda suerte de cargos importantes en su apacible ciudad, y durante todo ese tiempo sus dedos siguieron señalando la pintura. Una y otra vez regresó a las mismas historias bíblicas dando así rienda suelta a su afición por las prendas orientales, por el brillo y el esplendor, por las figuras poderosas, casi siempre sentadas, como Judá y Tamar, David y Saúl, José y Judá. Con un refinamiento extremo, pequeños toques de luz, el artista pintó joyas, collares, piedras preciosas, cobre, alhajas de oro, velos tejidos con oro. Es un placer acercarse a esas pinturas para comprobar su técnica. Manchas distantes, dijo Quevedo refiriéndose a Velázquez, y algo similar se da en estos cuadros: ilusiones de luz y movimiento, arte diabólico, o dicho en palabras del propio Rembrandt: «No metas la nariz demasiado en mis cuadros, si no quieres que te envenene el olor de la pintura».
Al término de mi recorrido de varias horas por el museo, dos eran mis cuadros favoritos. En uno de ellos, un Jehová majestuoso, casi transparente pese a todo su poder, visita a Abraham. Un Dios poderoso de manos sorprendentemente pequeñas y femeninas. En la Holanda calvinista de aquel entonces no estaba permitido representar su imagen por respeto a un antiguo precepto del Antiguo Testamento. No obstante, Rembrandt (grabado) y De Gelder (pintura) lo hicieron. Y así aparece él, un Dios sentado a la mesa, una figura de luz entre dos hombres con alas y un Abraham humilde, de pelo corto. El otro cuadro es Descanso en la huida a Egipto, dos veces representado por De Gelder, si bien de una manera muy diferente. En uno de ellos, José es un judío casi caricaturesco que conversa con su hijo, una diminuta criatura parecida a un monito vestido. La madre, que luce un escote más propio de los cuadros de Jan Steen, está sentada con las piernas separadas. El grabado de Rembrandt en el que se basa el cuadro es más íntimo, más modesto. Con todo, el cuadro tiene algo extraordinariamente fascinante. De Gelder ha despojado a la familia de su habitual santidad, con lo que el extraño hijo se ha tornado realmente humano. El otro cuadro pintado por De Gelder sobre el mismo tema es probablemente un par de años más antiguo. María, aquí sí representada como santa y no como una mujer del pueblo, mira a su hijo con profunda ternura. El blanco de su piel está envuelto en marrón y efluvios de oro y lleva un manto de un rojo brillante, muy similar al rojo que se ve en el pincel del autorretrato de De Gelder.
Después de toda esa profusión de obras, aguarda todavía una sorpresa, unos cuantos cuadros de menor tamaño que el artista pintó al final de su vida, siendo casi octogenario: el Vía Crucis. Las escenas envueltas en penumbra discurren en un territorio crepuscular. La acción principal ha sido desplazada del centro y relegada a la periferia, como si la pasión de Cristo hubiera dejado de interesar al mundo. Todo ello resulta muy misterioso. Sólo puede pintar así, creo yo, quien se sabe en la antesala de la muerte: un ángel suspendido en el aire que consuela al atemorizado Jesús en el Jardín de los Olivos mientras los Apóstoles están literalmente sumidos en la oscuridad del sueño, una Ascensión en la que el propio Cristo ya ha dejado de ser visible, aunque el vago resplandor de su rastro de luz ilumina todavía ligeramente a sus desamparados discípulos, obligados a seguir su camino en solitario.
La noche de su muerte, el pintor de ochenta y dos años aún quiso tomarse una copa de aguardiente, pero no le fue posible. La muerte le alcanzó. Así murió el elegante caballero que llegó a ser capitán de la milicia urbana y que legó a la posteridad doscientos cuadros, entre ellos, setenta de sí mismo. Ese hombre que en uno de sus autorretratos se hartó de reír, porque sabía lo que quería.

Nooteboom Cees el enigma de la Luz

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