En
1925 Aldous Huxley publica Along the Road,
una colección de artículos y relatos de viaje. No hace mucho, mi editor inglés
me entregó un ejemplar de una reedición de 1948. El título del primer capítulo
rezaba: Why not stay at home?
Hastiado de la frecuencia con la que se me formula esa pregunta, me salté el
capítulo, y, atraído por su título lapidario, me fui directamente a otro
artículo, The best Picture. ¿Cuál
sería en 1925 el mejor cuadro para Aldous Huxley? Cuando yo tenía la edad de
Huxley en el momento de escribir ese artículo, lo admiraba por su agudeza
intelectual y su tono irónico. Como hacía mucho tiempo que no había vuelto a
leerlo, no tuve inconveniente en cruzar con él durante siete horas los Apeninos
y la Bocca Trabaria de Urbino en un viejo autobús destartalado con destino a
Borgo San Sepolcro. Ese mismo viaje lo realicé en 2004 desde el otro extremo, a
mayor velocidad y con el mismo objetivo: Piero della Francesca. ¿De dónde le
viene a Huxley su admiración por Piero? De lo que él llama su solidity. Según Huxley, Piero tiene una
pasión por la solidez como tal, todo lo piensa en masas geométricas. Pero lo
que a Huxley le interesa sobre todo en el pintor son sus cualidades éticas.
Pese a las numerosas imágenes religiosas que contienen sus pinturas, el
escritor relaciona la obra de Piero no tanto con el cristianismo como con Las Vidas de Plutarco, libro en el que
se destacan las cualidades personales que pueden ser admiradas en el individuo.
Huxley califica a Piero de «majestuoso», lo cual constituye también, según su
canon, una cualidad ética, pues más que el tema en sí de sus cuadros y frescos
importa el fondo, más profundo y más antiguo, de dignidad humana que éstos
transmiten. Huxley admira al pintor porque es majestuoso sin ser artificial,
teatral o exagerado. Su grandeza es natural, espontánea, nada pretenciosa.
Piero es un intelectual en todo cuanto hace, afirma Huxley. Con ello no se
refiere a lo que hoy en día entendemos por intelectual, sino más bien, y sin
que lo mencione explícitamente, a la relación profunda de Piero con las
matemáticas puras, a su búsqueda de los misterios de las dimensiones y de los
números, de la estructura y de la perspectiva. La primera vez que vi su obra,
yo todavía no sabía nada de todo esto. Había viajado a Arezzo para ver los
grandes frescos de Piero della Francesca, una operación nada sencilla, ni
siquiera entonces. Era necesario concertar una cita para visitar la capilla de
los Bacci, y el tiempo que te concedían era tan limitado como el espacio en el que
contemplar, con la cabeza alzada, aquellas maravillosas imágenes. Todo cuanto
veían mis ojos era fascinante, pero las pinturas estaban demasiado altas y
preñadas de misterio. Lo último podría haberse paliado con unas lecturas
previas, algo que yo, movido por una especie de superstición, no quise hacer.
Quería sentirme sorprendido. Y así fue, desde luego. Vi en las paredes de la
capilla unas extrañas figuras con unos curiosos tocados de forma alargada; vi
la cruz en distintos sitios pero sin Cristo; vi a un hombre dormido y a una
mujer de una belleza extraordinaria inclinándose ligeramente ante un anciano
poderoso; vi una batalla en la que todo parecía paralizado y vi a un hombre
coronado, hincado de rodillas, que seguramente acabaría mal. Caballos con las
patas levantadas, estandartes, pendones, una ciudad cubista al fondo, y mucha,
mucha gente, todo un pueblo, el pueblo de Piero della Francesca, gentes
imperturbables cuyas miradas parecen dirigidas hacia su propio interior más que
hacia los demás o hacia el mundo. Incluso cuando levantan una daga para
acometer a un enemigo, el gesto parece detenido y congelado en el tiempo como
si este último hubiera dejado de existir. Todas esas escenas constituyen un
gran modo subjuntivo, la representación de lo que habría sucedido en el caso de
que las imágenes se hubieran puesto en movimiento. Caballos y personas están
adheridos a la tierra, como si la fuerza de la gravedad hubiera adquirido en
ese lugar una dimensión especial. Por esa razón los tobillos de los hombres no
parecen tobillos corrientes (los de las mujeres están ocultos bajos sus
vestimentas), sino que son más gruesos, carentes de forma, sin ese huesecillo
saliente en la parte interior y exterior cuyo nombre desconozco.
Piero della Francesca (1416-1492)
Resurrección de Cristo, 1463
Tuve
que comprarme unos libros para enterarme de lo que había visto. De noche, en el
hotel, vi todo lo que se me había escapado en la capilla. Desde entonces he
leído mucho sobre este pintor pero mi confusión no ha hecho sino aumentar. Es
un artista misterioso. Todo el mundo huye de él. Sólo sobre la Flagelación (Urbino, Galleria Nazionale)
se han escrito libros enteros con un montón de teorías acerca de quién
representa qué; y lo mismo sucede con el cuadro que Huxley considera el más
bello del mundo, la Resurrección de
Cristo, en el Museo Civico de San Sepolcro.
Aquel
primer viaje no fue muy afortunado. No hubo tiempo para concertar una nueva
cita en Arezzo, y más adelante, en Monterchi, dispuse de poco tiempo para ver a
la Madonna del parto porque el
edificio no abría más que un par de horas. En Urbino, la Madonna di Senigallia había sido prestada a un museo de la costa
adriática, y cuando fui a visitarla, después de haberme desviado más de cien
kilómetros, resultó que el museo cerraba ese día (¡en domingo!). Pero yo tenía
mis libros y en los años que siguieron a ese viaje los consulté con frecuencia
perdiéndome por sus páginas de la mano de Pope-Hennessy, Kenneth Clark, y en
particular de Marilyn Aronberg Lavin y su magnífico estudio (Phaidon). Estamos
ahora en 2007 y me he lanzado a un nuevo intento.
Piero della Francesca, Madonna del parto, 1467
Leí
que en el Museo Statale d’Arte Medievale e Moderna se celebraba una gran
exposición sobre Piero, Piero della
Francesca e le corti italiane. Se trata de las cortes humanistas italianas,
la del duque de Montefeltro en Urbino y la de Sigismondo Malatesta en Rimini,
ambos nobles poderosos, hombres de armas, coleccionistas, intelectuales y
mecenas. Tampoco esta vez me acompañó la suerte. En mi país hace ya mucho que
no se celebra el primero de mayo, pero en Italia sí, y yo había concertado mis
dos citas en Arezzo precisamente para ese día, a las 10.20 en el museo y a las
18.40 en la capilla de San Francisco. El resto del pueblo italiano estaba allí
también. Todos ellos especialistas en arte, todos movidos por idéntico
entusiasmo, todos citados a la misma hora. El sentido de esa cita, concertada
con mucho tiempo de antelación y pagada con tarjeta de crédito, se disolvió
entre los sudores de las masas y los empujones. En el museo no hice sino
vislumbrar las pinturas. Vi fragmentos de las mismas, un trozo de un paisaje,
el brazo de un duque. Para lograr eso tuve que desarrollar una técnica
especial, que consiste en estar permanentemente al acecho, empujar finamente
para colocarse delante, buscar un huequecillo entre la multitud y lanzarse a él
en el acto, colarse invisible y con astucia en dirección a la vitrina que
contiene el libro abierto de Piero en el que expone sus teorías matemáticas, y
hacer oídos sordos a las sandeces que la gente suelta a tu alrededor. Pocas
veces he contemplado tantos cogotes juntos. Cuando salí del museo estaba
borracho sin haber bebido ni una gota. Resolví dirigirme directamente a la
iglesia, a pesar de que la cita no era hasta la tarde. El único hotel que había
encontrado estaba a setenta kilómetros de Arezzo, en la campiña toscana, y no
tenía muchas ganas de pasar ocho horas tirado en el banco de un parque.
No,
dijo la señora en la iglesia atestada de gente; sí, dijo su jefe, y me permitió
unirme a un grupo alemán con guía, que por fortuna resultó un buen guía, al
igual que los alemanes, que además eran serios. Me hallaba de nuevo donde había
estado unos años atrás, y otra vez me anegó el exceso de imágenes. El punto de
descanso que yo buscaba era la muerte de Adán representada en la parte superior
de los tres grandes frescos en la pared lateral derecha de la capilla. ¿Cuáles
de esos frescos pintaría primero el artista, en su alto andamio? ¿Los dos de
arriba o el de la izquierda empezando por abajo? Este último, sostienen los
detectives. Detectives, sí, eso es lo que se necesita para esto, investigadores
del tiempo, buscadores de anacronismos, maestros en el orden histórico,
estructuralistas, especialistas en teología, moral y simbolismo. ¿Puedo
quedarme aquí un año? No, se ha acabado la hora —esa miserable y menguante
unidad temporal que en esos cuadros precisamente no existe—. Nuevos grupos de
gente se abren paso hacia las pinturas, nuevos ojos pacerán en el mismo terreno
aunque sin el conocimiento que tenía cualquier coetáneo intelectual de Piero.
¿Quién fue la reina de Saba? ¿Qué tuvo ella que ver con el árbol con cuya
madera se construiría más adelante la cruz en la que moriría Cristo? ¿Alguna
vez se ha parado usted a pensar que Adán fue el primer muerto de la historia de
la humanidad? ¿Que ninguno de los hijos que le enterraron había visto jamás un
cadáver humano? ¿Y que Eva, que está a su lado, sabe que si él no hubiera
comido de la manzana nada de todo ello habría sucedido? ¿Cuál es el significado
de esos extraños tocados, altos e hieráticos, a ambos lados de la Cruz en el
ábside? ¿Dónde los vería Piero? En Florencia, durante el Concilio, sobre la
cabeza de dignatarios bizantinos. Los vio y los guardó en su archivo visual, al
igual que el Cristo sufriente del siglo XIII sobre el altar de la iglesia,
frente al espacio que hoy se llama Capella dei Bacci, en memoria de la familia
que confió al pintor la realización de los frescos. Fueron los franciscanos los
que construyeron esta iglesia, monjes de una nueva orden que habían hecho voto
de pobreza inspirados en el «pobre Cristo crucificado». Intentas imaginarte la
capilla vacía detrás de la cruz, las paredes peladas. La familia Bacci no ha
realizado todavía el encargo, no hay sino esa cruz de 1250 de aspecto bizantino
con los iconos en los extremos y ese cuerpo sufriente en una postura como de
danza que sin embargo expresa dolor. Esa cruz también la debió de guardar Piero
en su archivo, quien con su ojo matemático calcularía el volumen del espacio
vacío. El artista representó más adelante en esas paredes la Leyenda Dorada (1265) de Jacobo de la
Vorágine, pero sin atenerse al orden cronológico de la historia. Los
especialistas discuten acerca de cómo estuvo colocado el andamio, si a lo ancho
de toda la capilla o no, y acerca de qué frescos pintó primero. La dificultad
estriba en que Piero era un pintor lento, que interrumpió durante largo tiempo
su trabajo, aunque gracias a ello algunos elementos resultan más fáciles de
fechar. En total tardó 14 años en ejecutar esos frescos, de 1455 a 1466, con
dos largas interrupciones. Tenía 37 años cuando empezó el trabajo. La historia
representada en esos muros es la leyenda de la Santa Cruz, una historia
apócrifa que circulaba desde hacía tiempo. En su lecho de muerte, Adán le pide
a su hijo Seth que se apresure a las puertas del Paraíso para buscar el aceite
del árbol de la Vida, pues si se untaba la piel con ese aceite recobraría la
salud. Pero el arcángel Miguel se niega a entregarlo: ese aceite no estará
disponible hasta 5000 años más tarde, cuando Cristo muera en la cruz. En lugar
del aceite milagroso, Seth consigue una ramita del árbol del Bien y del Mal.
Con eso le leen la cartilla a Adán, pues su enfermedad mortal le venía
precisamente por haber comido junto con Eva la manzana de ese árbol. Cuando
Seth regresa con el mensaje del ángel, su padre ya ha fallecido: Adán es el
primer muerto de la historia universal. Seth planta la ramita que le ha sido
entregada, pues le habían dicho que su padre no se pondría bien hasta que la
rama se hubiera transformado en un árbol con frutos. Así que, a pesar de haber
llegado tarde, Seth planta la rama en el lugar donde estaba enterrado su padre.
Mucho tiempo después, durante el gobierno del rey Salomón, la rama se había
convertido en un árbol exuberante. El rey ordenó talar el árbol para la
construcción del templo de Jerusalén. Pero el árbol era demasiado grande. En su
lugar, resolvieron usarlo como puente sobre el río Siloé. Ahí seguía todavía el
puente cuando la reina de Saba visitó a Salomón, y, como sucede en las
leyendas, nada más ver el puente, la reina supo que de esa madera saldría la
cruz en la que moriría Cristo. Se arrodilló delante del puente y le confesó su
presentimiento a Salomón, quien ordenó desmontar el puente porque sabía que la
cruz sería la causa de la diáspora del pueblo judío.
El
puente, el árbol, la madera fue enterrada. Llegado el calvario de Cristo, la
madera reapareció y de ella se construyó la cruz. Pasan los siglos, Jerusalén
es destruida, los judíos aparecen desperdigados por el mundo, la leyenda da un
salto, estamos en otro lugar: dos emperadores, Constantino y Majencio, luchan
por la hegemonía sobre el imperio romano a orillas del Tíber. A Constantino se
le aparece en sueños un ángel portando una cruz luminosa, y le revela que con
esa señal vencerá. La batalla decisiva es librada, el rey manda construir una
cruz, la sostiene en la mano, vence y se convierte al cristianismo. Corre el
año 313, el emperador emite el edicto de Milán, se establece la libertad de
culto y la persecución llega a su fin. En ese momento comienza la búsqueda de
la cruz «verdadera». El emperador le pide a su madre Helena que busque en
Oriente a un judío llamado Judas que es quien sabe dónde está enterrada la
cruz. Éste se niega a revelar el secreto. Lo arrojan a un pozo, lo dejan sin
comer ni beber, y, una semana después, confiesa. Cavan en el Gólgota y
encuentran tres cruces, la de Cristo y las de los dos asesinos que murieron con
él. No saben que han encontrado la vera
cruz hasta que la depositan sobre el cuerpo de un muchacho muerto y éste
resucita. Todas esas historias pueden verse representadas en las paredes de la
capilla. En la parte superior derecha muere Adán, al fondo está su hijo con el
ángel. Quien desconoce la historia ve a un anciano medio sentado en el suelo.
Un hombre que no sabía muy bien cómo hacerlo, eso de morir, pues nadie lo había
hecho antes que él. La gente a mi alrededor levanta la cabeza intentando ver la
abrumadora cantidad de imágenes en las paredes. ¿Conocerán la historia? Cuando
Piero pintó esos frescos, todo el mundo la conocía, incluso quienes no sabían
leer. Hoy en día todo el mundo sabe leer, pero la mayoría ya no la conocen. Los
visitantes ven la belleza del jardín, ven a las mujeres a la derecha en la
parte izquierda, y si les sucede como a mí, les invade una especie de
desesperación causada por el exceso. No es hasta más tarde, en casa, cuando veo
lo que he visto, y, como siempre, me atrapa el misterio de lo auténtico. Todo
lo que veo en ese instante, recortes, fragmentos, son representaciones de las
imágenes reales que he visto en la capilla desde abajo y a cierta distancia. A
veces los fragmentos son tan grandes y detallados que casi veo lo mismo que el
pintor cuando trabajaba subido al andamio. ¿Por qué es tan excitante eso?
¿Sentiría el mismo entusiasmo si tuviera el libro delante sin haber pasado por
la experiencia de lo auténtico? Sé que la sensación es diferente porque puedo
tocar con la mano esos rostros que en la capilla estaban demasiado lejos. Cinco
rostros femeninos. La reina de Saba se postra delante de la madera del puente.
¿Cuándo una reina se arrodilla delante de un puente? Cada una de esas mujeres
dirige su mirada hacia el vacío. No fijan su mirada en nada, reflexionan. Las
cabezas de las dos que están de perfil parecen desmochadas por detrás. Son
rubias, lucen prendas ligeras, un cuello grande, fuerte. Son bellas, están
vivas, frisan los seiscientos años. El árbol oscuro que hay detrás de ellas no parece
un árbol, sino que es la suma de todos los árboles. Se alza frente a las
redondas colinas toscanas. La mujer que en el fragmento está en primer plano
posa la mano sobre el hombro de la reina arrodillada. La mujer que está a su
lado dirige su mirada a la altura de mi esternón, la mire desde donde la mire,
y sin embargo no percibe mi existencia. Podría mirarla durante horas atraído
por su impresionante seriedad. ¿Conocía el pintor a mujeres así? Mujeres que no
te ven, que no se ven las unas a las otras, perdidas en un instante
inabordable, destinadas a representar una leyenda y que dos metros más allá
hacia la derecha han aterrizado en un instante posterior. Tampoco ahí nadie
mira a nadie. Salomón baja su mirada hacia el suelo, o tal vez hacia los pies de
la mujer. Ella se inclina ligeramente pero sin mirarle. Silencio entre las
columnas corintias, tal vez vuelvan a moverse algún día, los señores jueces en
torno al rey, los caballos debajo del árbol, las mujeres detrás de su señora,
mas no ahora. En los otros frescos, los altos tocados que se ensanchan en la
parte superior hacen que las cabezas se tornen muy pequeñas. ¿Dónde los he
visto antes? En la Medea de Pasolini
son expresión del poder sagrado. Aquí también. Vuelven más grandes a los
hombres que los llevan, aunque la cruz que veneran asoma muy por encima de
ellos. Exaltatio procede de ex y altus,
dice el Webster, to elevate in power,
wealth, rank, dignity, to praise highly, to magnify, y eso es justamente lo
que sucede aquí. Ése era el mensaje que había que trasladar, el mismo que se
percibe en el rostro de María en la Anunciación.
Ella sabe lo que le espera a su hijo, y el pintor también, y así lo plasma en
esta pintura. También ella es una mujer Piero, la mirada interior, la boca no
desdeñosa pero con un gesto de tenso dolor, las manos asomando apenas por el
ancho manto azul, en su mano izquierda un pequeño libro, el dedo índice allí
donde estaba cuando el ángel la sorprendió. ¿Qué estaría leyendo? Es una
pregunta retórica, naturalmente, pero es que es imposible contener la
curiosidad: el pintor te ha puesto en contacto con alguien a quien te gustaría
conocer.
Más
adelante volveré a verla, en Monterchi, la Madonna
del parto, con la misma expresión, los ojos entornados, la mirada aún más
interior, su vestido azul tan sugerentemente repartido por todo el ancho de su
prominente vientre, que parece que el niño fuera a asomar en cualquier momento.
Los ángeles colocados simétricamente a izquierda y derecha no le llegan más
arriba de los codos, lo que la convierte en un gigante. La Madonna, retraída,
en un mundo que sólo le pertenece a ella, resulta inaccesible, lejana. Lo único
que hace soportable esa impenetrabilidad es el colorido del cuadro, la
combinación caprichosa pero consciente del rojo y el verde en los dos ángeles
(sus alas, sus calzas, su ropa, todo exactamente lo contrario, como si de un
juego se tratara). Y en Urbino (la Madonna
di Senigallia), la distancia no disminuye. El niño ya ha nacido aquí, pero
la mirada retraída es la misma. La alegría, si es que la hay, no es visible. El
niño, demasiado grande, tiene la mirada de alguien que sabe demasiado. El
amuleto color rojo sangre que le cuelga del cuello, y que señala los pulmones
bajo él, se convierte así en una referencia a su futura condena a muerte. En
los cuadros de Piero nada es casual, ni la iconografía ni la composición.
Perspectiva, punto de fuga, intersecciones de líneas. A veces se percibe a
través de la imagen representada cómo un cerebro geométrico palpa el espacio y
lo penetra, creando profundidad y distancia. Además de ser un matemático muy
adelantado a su tiempo, que publicó diversos libros de cálculo y teorías, el
pintor había examinado con mucha atención la arquitectura de Alberti y con toda
seguridad había leído sus textos. En su breve estudio The Piero della Francesca Trail, John Pope-Hennessy cita un par de
preceptos de Alberti extraídos de su famosa obra Della Pintura, empezando por el más elemental: «Cuando miramos un
objeto lo vemos como algo que ocupa un lugar en el espacio». Espacio,
superficies, luz, la «recepción» de la luz, la armonía de los colores, pero
también la disposición de los grupos, con «figuras de perfil, unas con el
rostro vuelto hacia el espectador, otras apartando la mirada, y, cuando la
ocasión lo requiere, aparecen desnudas, rodeadas de otras medio vestidas y
medio desnudas». Todo ello es reconocible en la obra de Piero. Basta con
fijarse en la muerte de Adán para ver la lección representada en imágenes. Eso
y los estudios de física y matemáticas del propio pintor. Piero no retrata una
cabeza sin más. Se conservan dibujos suyos de cráneos cubiertos de cálculos
realizados con una letra minúscula: un cráneo partido, medido hasta el
milímetro, una cabeza masculina dibujada con contornos precisos, ligeramente
inclinada hacia la derecha, atravesada por una línea recta y rodeada de finas
líneas horizontales y verticales. Todo ha sido medido y calculado. Nada,
absolutamente nada ha sido dejado en manos del azar, pues en el nuevo mundo del
Renacimiento no existía algo tan incalculable como el azar. Capiteles de
columnas, fachadas de edificios, la distancia entre las personas, todo es
medido, como si el artista, como un vidente, se fijara siempre en la
composición que subyace en todo, las características geométricas de los
cuerpos, perspectivas de las superficies, cortes verticales, elementos en un
universo extremadamente ordenado, un segundo rostro siempre presente debajo de
la realidad. Ello no menoscaba en nada el milagro de su arte.
Durante
los días siguientes visito Monterchi. Viajo hacia el lugar en el que Piero
residió toda su vida, Borgo San Sepolcro, y donde, según Huxley, cuelga el
cuadro más bello del mundo. El mes anterior he leído un ensayo de esos al que
los eruditos consagran una vida entera: James R. Banker, The culture of San Sepolcro during the Youth of Piero della Francesca.
El milagro del mundo no reside en todo lo que ha desaparecido, sino en todo lo
que todavía puede encontrar aquel que busca. ¿Necesito saber todo eso? La
hermandad a la que pertenecía el pintor, el precio de las fincas que él y su
padre compraron, los contratos matrimoniales de sus hermanos, infinitos folios
escritos en latín, los encargos que le fueron confiados, sus viajes, todo ello
plasmado en la letra de araña de los notarios de 1400. No, no me hace falta
saber todo eso, pero una vez que empiezas a leer no hay manera de parar. Un big brother, seiscientos años después,
ha reencontrado una pequeña ciudad conservada en todos esos archivos: la
curtiduría de su padre, la procedencia de su madre, sus primeros encargos, su
escuela, sus profesores, sus relaciones familiares y políticas. Asomando de la
oscuridad de esas vidas extinguidas el pintor viene hacia ti. Entiendes ahora
por qué supo pintar con tanta sabiduría todo lo que tenía que ver con la
artesanía, el curtimiento de la piel, el calzado. De nuevo, tu mirada cambia.
¿Y
Huxley? Eso siempre es un milagro: los ojos de Huxley ya no existen y sin
embargo él me obliga a pensar en ellos cuando leo su descripción del cuadro que
tengo delante, la Resurrección de Cristo.
¿Me parece a mí también el cuadro más bello? No, pero eso no importa. Para ese
tipo de cosas no hay medida que valga, y además, el cuadro es verdaderamente
impresionante, un Cristo como sólo este pintor sabía representar. A su izquierda,
unos árboles pelados; a su derecha, unos árboles frondosos. La diferencia entre
la vida y la muerte. Un hombre portando un estandarte que ha vencido la muerte.
No ve a los guardianes dormidos que tendrían que haber vigilado su sepulcro. Ha
apoyado con firmeza su pie sobre el marco clásico de su sarcófago, y contempla
el mundo de los vivos con una mirada que lo ve todo excepto a quien le mira a
él. El poder, eso es lo que este cuadro expresa, el poder sobre la muerte.
Huxley retorna a su primera intuición, seguramente por su deseo de distanciarse
del cristianismo. Para él, ese muerto resucitado tiene sobre todo que ver con
los héroes clásicos de Plutarco. Se trata de la «resurrección» del «ideal
clásico», el cuerpo es el de un «atleta griego», el semblante «serio y
reflexivo; los ojos, fríos». También insiste de nuevo en su idea acerca de las
masas geométricas: la obra de Piero es esencialmente una cuestión de masa,
superficies, volumen, arquitectura.
Reina
el silencio en Borgo San Sepolcro, la pequeña ciudad del Santo Sepulcro. La
estructura de la ciudad apenas ha cambiado desde la Edad Media. Camino por las
angostas callejas que reconozco del libro de Banker, busco las iglesias
antiguas, traspaso las puertas que también debió de franquear Piero, veo la
majestuosa casa donde vivió el hombre que permaneció solo toda la vida, un
ciudadano poderoso que gozaba de gran consideración y que todavía hoy atrae a
su ciudad natal a gentes del mundo entero. A continuación cruzo en coche las
montañas en dirección a Urbino para visitar el palacio del duque que Piero
representó de tal manera que jamás será olvidado y para contemplar el cuadro
que me parece el más bello, a pesar de que contiene más misterios que todos los
demás, o quizás precisamente por ello.
Piero della Francesca, Frederico da Montelfeltro, 1465
Se
llama La flagelación de Cristo,
aunque no está claro que éste sea el tema. Es cierto que la flagelación tiene
lugar, pero está representada como una escena de fondo, como cuando, en el
cuadro de Bruegel, Ícaro cae del cielo azul sin que nadie repare en ello. El
mito como acontecimiento casual que a nadie concierne excepto a la víctima.
Este caso no es distinto, y las interpretaciones del cuadro se contradicen
entre ellas. Se trata del sueño de Jerónimo, sostiene Pope-Hennessy; Jerónimo
que sueña que es castigado por haber leído textos de autores «paganos». No,
dice Marilyn Aronberg: ahí, en primer plano, a la derecha del cuadro, dos
hombres, Octaviano Ubaldini y Ludovico Gonzaga, se consuelan mutuamente por la
muerte de sus hijos. Pero entonces ¿a qué viene esa flagelación tan
extrañamente representada al fondo y la indolencia con la que el flagelado
soporta los azotes? La víctima mira hacia otro lado como si la escena no le
concerniera. Pilatos, tan irreal como el flagelado, está sentado en un sillón
de piedra y mira al frente. Pero ¿es Pilatos? y ¿está viendo lo que sucede?
Lujo, suntuosidad renacentista. Detrás de la víctima se alza una elegante
columna coronada por una pequeña estatua de oro, sobre ella hay una techumbre
labrada, y, en primer plano, a la derecha, están los tres hombres que tampoco
parecen tener nada que ver con lo que sucede. El del extremo derecho viste un
manto de un azul desconcertante con brocado de oro, el de enfrente lleva uno de
esos poderosos tocados característicos de Piero, y entre ambos hay un hombre
rubio vestido de rojo que no les mira, como tampoco ellos se miran mutuamente
ni le miran a él. ¿Es el hombre rubio un ángel? Pues será un ángel sin aura de
santidad y sin alas. Silvia Ronchey ha escrito un libro de más de 500 páginas
sobre esto, L’Enigma di Piero. ¿Es la
flagelación que tiene lugar en el atrio del fondo un símbolo de Constantinopla?
¿Es el cuerpo de Cristo la Iglesia de Oriente? ¿Es Pilatos en realidad Juan
VIII Paleólogo y uno de los otros hombres, el sultán turco?
A
saber. Pero ¿quiénes son entonces esos tres hombres del primer plano? En una
exposición textil inspirada en Piero vuelvo a encontrarme con el manto de
brocado azul. Ha sido tejido de nuevo, como si el hombre poderoso del cuadro lo
hubiera cedido especialmente para la ocasión. Pero esto tampoco resuelve el
misterio, y lo que permanece, después de todas esas palabras escritas, es el
silencio insondable del cuadro. Ni tan siquiera el látigo hace ruido. El
flagelado no se queja. Pilatos guarda silencio. Los tres hombres callan
también. Tal vez no importe. El tema del cuadro, sea el que sea, obvio para los
contemporáneos de Piero u oscuro como lo es para nosotros, es algo que ya no
nos resulta actual, como tampoco el Guernica
de Picasso podrá significar dentro de seis siglos lo que significó para sus
coetáneos. Miramos con otros ojos, y lo que vemos es algo que está fuera del
tiempo. El tiempo queda así anulado mientras contemplamos el cuadro, y eso es
precisamente lo que le confiere esa magia trascendental. Mientras contemplas
esos ocho hombres silenciosos que llevan siglos sin mirarse los unos a los
otros, consigues elevarte por encima de tu propia existencia muy posterior y
fugaz. Es algo imposible pero sucede. En ello reside el milagro.
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